Introducción
En la Sierra Norte de Puebla, en el centro de México, se asientan poblaciones na huas, otomíes, totonacas, tepehuas y mestizas en decenas de rancherías, pueblos y pequeñas ciudades. Estudios etnohistóricos proporcionan valiosa información sobre la región (García 1987). Señeras etnografías han dado cuenta de la cosmovisión de esos grupos étnicos, analizan procesos de aculturación y tradiciones orales (Galinier 1987; Montoya 1964). Se documentan costumbres y prácticas religiosas y de sana ción (Signorini y Luppo 1989); otros autores examinan el accionar de los sistemas de cargos político-religiosos, los grupos domésticos y el parentesco (Taggart 1975; Arizpe 1972); así como la amenazada supervivencia de las lenguas vernáculas y sus variantes lingüísticas (Lastra 1980).
En los últimos años, ha interesado el impacto de la crisis de la caficultura y de la actividad extractiva de empresas mineras en esa región (Rappo et al. 2015). Las trans formaciones en el uso del espacio y “la desaparición del mundo rural como marco de referencia dominado por lo agrícola y su reemplazo por la cultura moderna” concitan la atención de otros (Chamoux 2006, 48). Se estudia la reactivación de la zona me diante la puesta en marcha del programa gubernamental Pueblos Mágicos.1 También se ha dado cuenta de la migración a Estados Unidos (Mora 2011; D’Aubeterre y Rivermar Pérez 2018 y 2014).
Poco se ha indagado la relación entre la movilidad de las poblaciones y los proce sos de acumulación desde la perspectiva de la antropología política crítica. En este ar tículo exploramos esta conexión apoyándonos en debates que subrayan la importan cia analítica de la categoría de clase en el estudio de las complejidades del capitalismo contemporáneo. Esa perspectiva permite pensar los difusos contornos de categorías presentes en etnografías y registros censales tales como campesino, artesano, ama de casa, estudiante, que a menudo ocultan las contradicciones subyacentes (Kalb 2015; Lem 2007; Roseberry 1976). Presentamos un análisis de información de campo re cabada entre 2007 y 2015 en Atla, localidad nahuatlata del municipio de Pahuatlán.2
La reflexión se inscribe en un estudio más amplio sobre procesos de proletarización que focalizó un ciclo corto de migración acelerada (Binford 2003) en el estado de Puebla durante la década de 1990 y su contención entre 2007 y 2008, los años más álgidos de la crisis económica y financiera estadounidense (D’Aubeterre y Rivermar Pérez 2014).
Comparativamente, en Atla registramos el más bajo índice migratorio a Estados Unidos entre 1980 y 2007 en este municipio. Atla se sumó tardíamente a este flujo, por lo que las remesas durante el período de mayor auge de la migración interna cional (1995-2005) eran comparativamente más bajas (AMUCS).3 El dato parecía indicar que los atlecos habían permanecido retenidos en el territorio, orientados a la agricultura de autoconsumo, ajenos a la migración “emergente” y “acelerada” a Estados Unidos registrada durante la década de 1990. Sin embargo, el progresivo acercamiento etnográfico desde otra perspectiva teórica nos permitió matizar esta primera impresión.
En realidad, muchas familias del lugar habían tenido un pie en la agricultura y otro en la manufactura a lo largo del siglo XX, ya sea en el trabajo en los cañales, la fa bricación de piloncillo y, en décadas más recientes, en talleres artesanales y de maqui la, en espacios domésticos y huertas cafetaleras o en las industrias de la construcción o restaurantera de la Ciudad de México y el sureste estadounidense. Sostenemos que, con frecuencia, vínculos de parentesco, amistad o paisanaje encubren variadas formas de explotación que distorsionan relaciones de clase, difíciles de advertir en tanto no expresan siempre una experiencia de trabajo colectiva y una clara distinción entre el dueño de los medios de producción y trabajadores disciplinados. Nuestro análisis revela que, en diversas actividades manuales y oficios artesanales, se desencadenan flujos de valor que siguen tortuosos y erráticos caminos lejos de los productores, escapándose de un lugar para refugiarse en otro durante un tiempo, escurriéndose de nuevo hacia otros lugares, así como se ocultan los elusivos misterios de su acumula ción (Smith 2015, 77).
Cañales y huertas cafetaleras de Atla, pero también hogares y pequeños talleres domésticos, son sitios de explotación en los que se configuran, selectivamente de acuerdo con género y edad, experiencias de clase (Roseberry 1976; Lem 2007). En esos variados sitios predomina la desregulación de las relaciones laborales, colocan do a estas poblaciones rurales en un perenne estado de “sobrevivencia informal” (Green 2009, 330). El desmantelamiento de la caficultura social4 en 1989 exacerbó la pluriactividad tanto de los individuos como de los hogares de la región, que ya durante la década de 1950 habían provisto temporalmente de contingentes de va rones a la agricultura estadounidense en el marco del Programa Bracero, acuerdo firmado entre los dos países, vigente entre 1942-1964. Después de un período de latencia, la migración de pahuatecos a Estados Unidos, con un fuerte sesgo mas culino, despuntó, se aceleró y masificó a partir de la década de 1990, desorgani zándose un patrón de desplazamiento circular. Desde entonces, este municipio ha subsidiado la economía del sureste estadounidense vía el abastecimiento de trabajo barato, precario y deportable (De Genova y Peutz 2010), contribuyendo a la “lati nización” 5 de esa región.
Este artículo está organizado en cinco apartados. Primero exponemos las estra tegias metodológicas; después discutimos las coordenadas teóricas que orientan el análisis de los circuitos y movilidades en la localidad de estudio. En el tercer apartado presentamos evidencias de las transiciones y cambios en las formas de extracción de valor y en las movilidades de los atlecos. En el cuarto analizamos el trabajo artesanal de bordados desempeñado por mujeres de dos generaciones para visibilizar el género en la formación de clases trabajadoras. En la última sección analizamos la opacidad de dos categorías censales, “amas de casa” y “estudiantes”, para mostrar la segmentación de experiencias marcadas por la oscilación entre for malidad e informalidad.
Metodología
Inicialmente interesadas en analizar la relación migración-educación entre jóve nes de tercer grado de secundaria y bachillerato, aplicamos en 2007 en Atla un cuestionario a 68 estudiantes de la Telesecundaria Juan García Rulfo y a 42 del Bachillerato General Telpochcalli, que nos proporcionó información sobre sus ho gares. Además, sostuvimos pláticas informales y organizamos grupos focales con profesores y estudiantes. Entre 2007 y 2015, realizamos entrevistas a profundidad a hombres y mujeres de dos generaciones (10 personas en total) para desentrañar la antigüedad de los flujos migratorios internos y a Estados Unidos, e historias la borales. En nuestros recorridos de campo, registramos las transformaciones en Atla tomando como línea de base la etnografía de Jesús Montoya (1964), de mediados del pasado siglo en esa localidad.
Coordenadas teóricas para el análisis de las movilidades en una zona de añeja vocación agrícola
Narotzky y Smith (2010) subrayan la maleabilidad e inestabilidad histórica de las clases trabajadoras, destacan el papel del género en el proceso de formación de la cla se. Asumimos que las movilidades están determinadas por la desarticulación y rear ticulación de condiciones de reproducción de las poblaciones rurales bajo las nuevas oleadas de expansión capitalista. Pero no todos logran “encontrarse con el capital” de una vez y para siempre (Li 2010), la mayoría son absorbidos intermitentemente, temporalmente o en fases muy acotadas de sus vidas, experiencia que puede diferir entre una generación y otra.
La absorción aleatoria, inestable y oscilante de súper poblaciones relativas (Marx 2009, 543 y 549), que combinan estancias laborales dentro y fuera de sus regiones de origen, desafía la figura del obrero fordista (varón/proveedor/jefe de hogar) como “relato teleológico” o “tradición selectiva” característica de la fase del capitalismo in dustrial, que dominó en las ciencias sociales (Smith 2015). Al analizar procesos de formación de las clases trabajadoras en las décadas de 1970 y 1980 en los Valles Centrales de Oaxaca, Cook y Binford (1995, 27) advirtieron la exacerbada tendencia de “desproletarizar parcialmente” la mano de obra rural, reduciendo su costo al “in formalizar” ciertas operaciones mediante la subcontratación de trabajo a domicilio en talleres artesanales, la evasión del pago de salarios mínimos y prestaciones.
Nuestro análisis se despliega en torno a las configuraciones de clase, género y generacionales en una zona con una larga historia de agricultura de subsistencia y co mercial, combinada con la pequeña industria rural: fabricación de piloncillo, aperos de labranza y bienes para el autoconsumo (huaraches, papel amate y prendas de vestir bordadas), que devinieron en artesanías orientadas al mercado urbano. Ambas activi dades han moldeado social y culturalmente a las poblaciones allí asentadas -indíge nas y mestizos, hombres, mujeres y niños-, relaciones sociales, experiencias laborales, saberes y oficios que han disciplinado sus cuerpos, organizado sus rutinas diarias y alentado o restringido los desplazamientos dentro y fuera de la región de acuerdo con el género y en determinados momentos del ciclo de vida.
Entre las condiciones de reproducción de las poblaciones serranas destacamos los efectos de contingencias climáticas (lluvias torrenciales en verano y heladas en invierno, previas al corte de café) en una región de intensa nubosidad que se impac ta en la vertiente este de la Sierra Madre Oriental, originada por los vientos alisios que atraviesan el Golfo de México (Montoya 1964, 24). Pesan más en sus vidas los imponderables ligados con la producción de caña de azúcar y café bajo un régimen minifundista, los giros de la economía nacional y global, y la cambiante relación de los campesinos con el Estado durante el siglo XX y lo que va del presente, que hacen que la vivencia de la incertidumbre persistente y crónica se dé en tiempos más cortos que una generación (Narotzky y Smith 2010). Tal inestabilidad condiciona la capaci dad de respuesta frente a las contingencias. Observamos en las historias de movilidad en la región la tensión entre fuerzas que retienen a las poblaciones en el territorio al crear compulsivos vínculos sociales de dependencia y, sucesivamente o traslapadas, fuerzas que catapultan la mano de obra hacia otros lugares (Narotzky y Smith 2010), ejerciendo presión sobre la obtención de plusvalía absoluta de los campesinos/artesa nos y sus familias.
Caña de azúcar, relaciones de dependencia y movilidades
La caña de azúcar fue uno de los cultivos más rentables que se extendieron desde el pie de monte y la Sierra antes que terminara el siglo XVI (Ruvalcaba 1991). Procesa da en rudimentarios trapiches con molinos de madera para la producción de pilon cillo, el endulzante se mantuvo entre las mercancías indígenas de mayor importancia desde aquella época hasta mediados del siglo XX. Este producto abasteció prósperas fábricas de alcohol de Huauchinango en el siglo XIX (Chamoux 2006) y las élites de la región se disputaron su control (Villegas 2017). Durante la década de 1960, per sistía la rudimentaria tecnología y organización del trabajo en ranchos y sitios cañeros que, entre febrero y abril, demandaban trabajadores para el corte y fabricación del dulce (“pailada”) bajo un estricto y continuo ritmo de producción (Montoya 1964). Desde luego, este proceso productivo nunca alcanzó el grado de complejidad técnica y la avanzada organización del trabajo de las plantaciones cañeras de la cuenca cari beña en el siglo XVII, basado en la explotación de mano de obra esclava, descrito por Mintz (1996). No obstante, el trapiche, en tanto pequeña industria rural, fue uno de los espacios clave de moldeamiento de la clase en nuestra región de estudio.
En la descripción de Montoya (1964) sobre la producción de piloncillo en Atla, se advierten velados vínculos de dependencia, la compulsión del endeudamiento a lo largo del ciclo productivo, la explotación del trabajo familiar impago en las parcelas y la contratación de trabajo asalariado durante la temporada de corte y molienda en los trapiches. Montoya observó la concentración de la tierra cultivable de mejor calidad en manos de ocho jefes de familia que poseían entre 20 y 60 hectáreas, mientras que la mayoría de los productores minifundistas estaban obligados a solicitar en préstamo o renta parcelas, animales de tracción, trapiches y demás aperos. La cuarta parte de los jefes de familia carecía de tierras de cultivo, contratándose como peones en la localidad o estacionalmente en las zonas bajas de la Sierra y las planicies costeras del Golfo de México.
Pero Montoya no reparó en los mecanismos mediante los cuales se direcciona ban los flujos de valor desde la gente que lo producía hacia donde se acumulaba. Tampoco en prácticas y relaciones que aparentemente poco tienen que ver con lo económico (Smith 2015). Enaltecidas tramas de parentesco y amistad, ayuda mutua, confianza y solidaridad (Chamoux 2006; Arizpe 1972; Montoya 1964) suelen estar en el trasfondo de la movilización y explotación de la fuerza de trabajo (Wolf 1987). El obscurecimiento de estas relaciones se debe a que la noción de “comunidad” ha estado cargada de un poderoso romanticismo y, más importante aún, del tipo de se paración selectiva construida sobre el modelo de industrialización que convierte a la comunidad rural en una imagen en espejo de la ciudad industrial. En esa perspectiva, parentesco y comunidad son equiparadas con nociones de mutualidad, asumiéndose por extensión que la cohesión de la comunidad local y con ella el rol social y orga nizativo de las mujeres habrían sido rotos por el avance del capitalismo y el mercado (Smith 2002, 262).
El valor excedente generado en la producción cañera y la fabricación del pilon cillo se acumulaba merced a mecanismos de desposesión, préstamo, usura y compra anticipada. En la cabecera municipal se concentraban los productos agrícolas de la región y transportaban al centro del país. Entre agiotistas, acaparadores, bodegue ros, intermediarios, comerciantes, medianos y grandes propietarios se repartían los mayores beneficios. Inserta en circuitos comerciales que desbordaban sus confines territoriales, la villa mestiza era una pieza más del engranaje de la economía capita lista nacional. La articulación de estas cadenas de valor (Smith 2015, 77) allende la región desde siglos atrás, fue facilitada, primero, por el trasiego de recuas de mulas, después por el ferrocarril y, posteriormente, por vehículos automotores. El siguiente testimonio de Calixto Castelán, de 76 años de edad, de oficio transportista, ilustra los sinuosos caminos y los lugares en los que circulaba y anidaba el valor durante la década de 1960:
El piloncillo que se producía aquí, en Pahuatlán, le andaban buscando mercado los co merciantes. […] Mandaban sus productos a [la estación de Chila] Honey, piloncillo, café, plátanos, piñas, ahí tenían [sus] bodegas. Llevaban todo el producto a caballo, en bestias y ahí lo almacenaban. En Zacatlán [municipio del oriente de la Sierra Norte de Puebla] había dos fábricas de aguardiente, de destilación continua. [También] me tocó llevar piloncillo a [la fábrica] Ron Castillo, allá en [la Ciudad de] México (entrevista a Calixto Castelán 2008).
Sostenemos que la apropiación del excedente en los sistemas campesinos se da, prin cipalmente, por medio de la renta. Esta es una categoría amplia que abarca no solo la explotación de la fuerza de trabajo para la extracción de plusvalor, sino también intereses o préstamos, la preventa forzada del producto a menor precio que en el mer cado, la apropiación de una porción del valor mediante la intermediación, el trans porte, el acaparamiento y el endeudamiento de los pequeños productores (Roseberry 1976). Eventualmente, los atlecos sorteaban esta expoliación vendiendo directamen te su producción a una escala minúscula en la estación de ferrocarril de Chila Honey o en el tianguis dominical de la cabecera municipal:
Mi mamá trabajaba en el campo diario y cuando no trabajaba juntaba fruta y se iba caminando a Honey a vender allá, en el tren, miércoles y domingo. Llevábamos mu cho, dos bultos, y había tiempos buenos o tiempo de llovizna. Y luego las mulas se avientan, puro lodo hasta aquí, en su pecho (entrevista a Dominga, 69 años, bordado ra, madre de un migrante retornado de Carolina del Norte, 2009).
¿Qué nos aporta cinco décadas después la etnografía de Montoya para emprender el estudio de las movilidades en esta zona? El autor trata los desplazamientos de los atlecos solo como un desencadenante de procesos de aculturación. Basándose en el modelo de las “bolas de billar” que alude al “choque” de distintos elementos propi ciando cambios socioculturales (Wolf 1987), Montoya señaló que los contactos con el exterior consistían en asiduos desplazamientos con fines rituales y comerciales al Distrito Federal -hoy Ciudad de México- y a Tulancingo, Hidalgo. Los atlecos per manecían hasta dos o tres meses en las regiones bajas y cálidas del norte de Puebla y Veracruz (La Ceiba, Poza Rica y otras poblaciones) allegándose de mejores salarios (Montoya 1964, 32). Nuestros datos confirman lo advertido por Montoya.
El testimonio de Pedro de la Cruz, campesino de 73 años de edad, ilustra la inestabilidad e intermitencia que moldea la experiencia de clase de los hombres de su generación, la condición de pluriactividad, tanto individual como familiar, que se manifiesta cuando una persona realiza “[…] una variedad de ocupaciones muy diferenciadas en un único marco temporal simple” (Narotsky y Smith 2010, 47), o al transitar por una serie de actividades durante su curso de vida en respuesta a la incertidumbre y al perenne estado de “sobrevivencia informal” (Green 2009).
En [el mercado de] La Merced [de la Ciudad de México] hice la lucha de trabajar [de cargador], pero no ganaba casi. Entonces me iba a trabajar unos 20 días, un mes, al campo, por Santa Cruz [Meyehualco, pueblo del suroriente de la Ciudad de México], ahí sembraban maíz, frijol, tomate; 15 pesos ganaba, después me pagaron 18, después 20, hasta que llegó a 40 pesos. A veces me [iba] por la Sierra, ahí por Poza Rica, a un lado de La Ceiba. Ahí tenía unos patrones y trabajaba la caña, en ese tiempo me iba unos dos meses (entrevista a Pedro de la Cruz 2009).
Además, Montoya (1964, 180) observó que “[…] eran muy raros los que practican el bracerismo, [pero] ocasionalmente se escucha un curioso “o.k.” en calidad de res puesta o de observación”. El siguiente testimonio ilustra la participación selectiva e inestable de los atlecos en último tramo del Programa Bracero (1964). Pedro de la Cruz recordaba que:
[…] se fueron unos poquitos de aquí al “otro lado”, venían los gringos a contratar a la gente en Monterrey. Los señores de Pahuatlán, como saben más historias y como tienen a sus amistades, luego dicen: “Tal día se necesita gente en tal parte. El que se quiera ir, se va”. Nosotros aquí éramos más cerraditos y no podíamos ni hablar [espa ñol] ni nada, como que nos daba miedo salir lejos. Me contaba a mí ese señor: “Noso tros fuimos, pero a veces nomás con pura seña porque no podemos hablar [español]” (entrevista a Pedro de la Cruz 2009).
El citado Programa propició en la práctica sujetos administrados bajo dos regímenes de movilidad: uno regulado mediante un convenio firmado por dos Estados que pro veyó mano de obra barata y maleable, “no libre”, sujeta a los términos del convenio y, probablemente, a los requerimientos del ciclo agrícola. Bajo un segundo esquema, se desplazó casi en igual proporción una mano de obra “libre”, irregular, sin contrato, desligada de la producción agrícola local y, por lo tanto, “independiente”. Este traba jador “vagabundo” estaba desprovisto de relaciones con figuras clave en las tramas de poder regional, que promovieron la movilidad de hombres jóvenes de la región aptos para este Programa reclutados en la ciudad de Monterrey, en el norte del país (D’Au beterre y Rivermar Pérez 2014). La existencia de trabajadores “libres” y “no libres”, regulares e irregulares, redundaba en los hechos en fragmentación y abaratamiento de la fuerza de trabajo administrada por el Programa Bracero.
Declive de la producción cañera y emergencia del sujeto artesano
Además de la fuerte nevada de 1963 que destruyó los plantíos en la zona y de la limitada capacidad de los productores minifundistas para recuperarse de estas afec taciones, otros factores detonaron la desarticulación de la producción cañera: la con tracción de mercados para el endulzante; bajas ganancias en comparación con los altos costos de producción y flete; limitación de estos productores minifundistas para competir con la masiva producción de los ingenios veracruzanos y falta de acceso a los subsidios estatales. (Romero, en Villegas 2017, 63). Un mermado cultivo de caña en Atla se sostiene hasta nuestros días, reorientando su venta como forraje. La producción de autosubsistencia de básicos (maíz, frijol, calabaza, chile, cacahuate, garbanzo, frutales) sigue siendo, desde los años en que Montoya hizo allí trabajo de campo, verdaderamente marginal.
La confección de blusas y servilletas bordadas emergió entonces como un recurso para las depauperadas familias atlecas. A pesar de que Montoya (1964, 122-123) pre vió la desaparición de esa actividad femenina en el contexto de la amenazante “acul turación” que observaba, el bordado fue adquiriendo una insospechada importancia en la reproducción de los hogares. Las blusas, parte de la indumentaria “tradicional” de las atlecas y de las mujeres de localidades nahuas vecinas, se transformaron en mercancías orientadas a satisfacer la demanda de clases medias urbanas y turistas. La confección de blusas se potenció con la utilización de máquinas de coser, instrumen to de trabajo que Montoya identificó apenas en unos cuantos hogares. Símbolo de diferenciación social y base del pequeño taller familiar dedicado a la manufactura de prendas para el mercado, valoradas por sus propiedades estéticas y culturales. Del tra bajo de las bordadoras -que no requieren ni inversión ni prestaciones sociales-, do tadas de destrezas cultivadas desde niñas, transmitidas de generación en generación y reconfiguradas por los ritmos de la máquina de coser, se desencadenan flujos que se pierden en intrincados caminos donde se acumula el valor vía la velada explotación del trabajo familiar impago y la intermediación de comerciantes locales y foráneos.
Desde la década de 1980, indígenas y mestizas pobres contribuyeron al creci miento del sector secundario en el municipio (D’Aubeterre y Rivermar Pérez 2014). Sus habilidades como artesanas -haciendo papel amate, confeccionando bisutería de chaquira o bordando- permiten allegarse de ingresos a madres de hijos dependientes con limitada movilidad, que oscilan entre el trabajo a domicilio y el trabajo como peonas en talleres. Extendidas cadenas de intermediación dirigen el valor de estas productoras hacia zonas turísticas y urbanas.
Cuando yo estaba pequeña, bordaban nada más pa’l puro gasto, para ocupar aquí nada más. Pero para tener salida y vender no había. Sabían hacer los bordados los abuelos, pero como no había dónde entregar [la mercancía], solo se hacía para ocuparlo. En el año de 1965 un señor de aquí empezó a comprar y llevaba a vender en otro lado. Se compra su mercancía y se va, le buscaba dónde [venderla], a Chiconcuac, al lado de México, ese Texcoco (entrevista a Lupita, de 58 años de edad, productora y comer ciante a consignación de prendas bordadas, 2009).
Durante la década de 1970, el campesino devino aceleradamente en artesano/artesa na, nueva categoría política subsumida en las estrategias de gestión del Estado mexi cano en la coyuntura del declive del modelo de desarrollo estabilizador. El trabajo artesanal subsidia una agricultura poco productiva, destinada a la reproducción del grupo familiar (Novelo 1976, 40). A la par que aumentaba la exacción de valor de es tos espacios rurales vía la circulación de artesanías allende los hogares y los pequeños talleres familiares (Cook y Binford 1995), con el impulso de la producción artesanal como una alternativa de desarrollo se intentó administrar selectivamente el flujo de personas hacia los centros urbanos (Novelo 1976).
En Atla, la producción artesanal retuvo a un segmento de la población, especial mente madres de preescolares, mientras se incrementaba la movilidad de las gene raciones más jóvenes -hombres y mujeres- a la Ciudad de México, convertida ya en destino fundamental de estos segmentos rurales relativamente sobrantes. En la medida en que se va desdibujando la figura del jornalero agrícola estacional que se desplazaba hacia las zonas bajas de la Sierra, va configurándose la del trabajador/tra bajadora que, sin desligarse del todo de las actividades agrícolas -en parcelas propias y/o como peones, dentro y fuera de la localidad- o artesanales, era absorbido inter mitentemente por la industria de la construcción, labores de estiba en los mercados y trabajo doméstico en la capital del país. La historia de Cristina, de 47 años de edad, viuda a los 30, madre de cinco hijos, expresa este vaivén:
Cuando me quedé viuda primero me fui a trabajar en una casa a México. No podía hablar nada de español, allá aprendí. No me gustó porque ganaba muy poquito, pero aguanté como tres meses con tal de que a mis hijos no les falte nada. Venía cada 15 días y los niños estaban con mi mamá. Hace dos años todavía sembré, pero este año le presté los terrenos a mi sobrino; yo cobro 180 [pesos] por cuartillo.6 Raúl [mi hijo] ya no quiere trabajar en mis terrenos, trabaja para otros en la milpa (entrevista a Cristina, 2015).
Ante pérdidas personales y sucesivas oleadas de desposesión se despliegan “reacciones en cadena”, es decir, una variedad de respuestas que establecen las condiciones de posibilidad de otra serie de respuestas (Li 2010, 71). El primer evento migratorio de Cristina, obligado por su viudez, fue un factor que propició la acumulación de condiciones para iniciarse, años más tarde, en el comercio informal de bordados. Liberada de la atención de hijos pequeños y habiendo incorporado una disposición para desplazarse fuera del pueblo, se dedicó al comercio de prendas bordadas por ella o parientas y vecinas, estrategia de las mujeres que pueden ser reemplazadas en el trabajo doméstico y en la parcela durante ausencias temporales.
Hace 23 años [1992], empecé a salir a vender a Veracruz, me llevó una primita. Cuan do no salía yo, vendía aquí mis bordados. Si no hiciera mi servilleta no podría vivir. Porque, aunque haya maíz, tiene que comprar uno con qué va a bajar la papa [el alimento]. Cuando no siembro el frijol junto con el maíz, pues tengo que comprar de todo (entrevista a Cristina 2015).
Nuevas movilidades. Rehaciendo la clase y las relaciones de género
La desincorporación del Instituto Mexicano del Café (INMECAFE) en 1989, en el marco de la privatización del campo mexicano (Macip 2005), originó nuevos pro cesos de desposesión por deudas, pauperizando aún más a estas poblaciones. “En general, la alianza campesino-Estado que se forjó en Pahuatlán a través de la pre sencia del INMECAFÉ dejó a su paso un campesinado dependiente no solo de los apoyos gubernamentales extendidos por el Instituto, sino también [del] monocultivo de café” (Villegas 2017, 87). La pluriactividad de los hogares, la intensificación de la migración interna y la escalada de los desplazamientos a Carolina del Norte en la década de 1990 expresan la existencia de súper poblaciones relativas en esta región. De mayor importancia en la explicación de la masificación de la migración a Estados Unidos fueron las afectaciones de una fuerte nevada que antecedió a la devaluación del peso en 1995, cuando la moneda mexicana perdió más de 50% de su valor frente a la divisa estadounidense y los tipos de interés escalaron más de 100%. A esta cadena de infortunios se sumaron la caída del empleo y el descenso de los salarios en el país (Lustig y Székely 1997, 15). Cabe referir la severa crisis del subsector de la construc ción a escala nacional (Binford y Churchil 2014, 96-97), importante nicho laboral de los habitantes de la Sierra.
Aunque los hogares mantuvieron su dependencia con los salarios devengados en empleos en zonas aledañas, la migración hacia Estados Unidos se aceleró: el flujo de trabajadores irregulares, originado años atrás en el pueblo otomí de San Pablito (D’Aubeterre y Rivermar Pérez 2014), se masificó irradiándose desigualmente en todo el municipio. Una activa política de reclutamiento facilitó la movilidad e inser ción de trabajadores foráneos baratos en una desbocada industria de la construcción, los servicios y empresas procesadoras de alimentos en Carolina del Norte y en otros estados del Nuevo New South (Levine y LeBaron 2011). Esta región fue relanzada después de un proceso de desindustrialización que desincorporó fuerza de trabajo blanca, negra e indígena (Popke 2011).
La migración de primera salida en el municipio se canceló en el contexto de la crisis financiera estadounidense de 2007-2008, del desplome de la industria de la construcción y de la adopción de políticas migratorias más restrictivas. Sin embargo, el retorno no fue masivo y se sostuvo el envío de remesas (D’Aubeterre y Rivermar Pérez 2014). La migración de los atlecos a Estados Unidos fue comparativamente tardía, el ciclo migratorio se desplegó en apenas una década y nunca llegó a masifi carse como ocurrió en San Pablito y la cabecera municipal, además, la participación de las mujeres fue restringida. Entre 2008 y 2015, realizamos sucesivas entrevistas a dos atlecas retornadas de Carolina del Norte en 2007. Ambas, siendo muy jóvenes, iniciaron sus trayectorias laborales en la Ciudad de México como trabajadoras do mésticas y empleadas en restaurantes y fondas. En Estados Unidos también ocuparon trabajos precarios que modelaron sus experiencias como dependientes de un salario (D’Aubeterre y Rivermar Pérez 2018).
Adelina, de 25 años de edad, siendo soltera migró a Carolina del Norte en 2003. Allí se reencontró con Enrique, su novio también atleco, trabajador de la construc ción, establecido en Wilmington años atrás. En esa ciudad portuaria procrearon dos hijos. En 2008, Enrique fue deportado y todo el grupo familiar regresó a Atla. Al retornar, Adelina empezó a bordar para ganarse la vida y Enrique encontró empleo como policía en la cabecera municipal. Pese a los bajos salarios percibidos, Adelina añoraba los años en que, como empleada de McDonald’s en Wilmington, “tenía su propio dinero para gastar”.
Estas trabajadoras encarnan un nuevo sujeto rural, procedente de zonas rurales desarticuladas, disciplinado por su condición de extranjero irregular, deportable. Mientras los varones se mantienen en la industria de la construcción, la experiencia laboral de las mujeres es más errática, moldeada por el régimen de tiempo parcial en la industria restaurantera y en el trabajo de limpieza. En el afán de alcanzar las anheladas 40 horas semanales, que regularmente los hombres pueden incluso sobre pasar, ellas se convierten en trabajadoras híper móviles entre un empleo y otro. Su experiencia de clase las configura como sujetos plenamente disponibles: son capaces de hacer ajustes permanentes en sus vidas de acuerdo con las exigencias de horarios y calendarios. Sus bajos ingresos apuntalan la reproducción de hogares con “doble proveedor” (Fraser 2003) o resuelven las necesidades del grupo cuando no hay un segundo ingreso. El testimonio de Olga Domínguez, de 31 años de edad, madre de un adulto joven y una niña de seis años, muestra las experiencias de súper explotación de estas trabajadoras globales:
En el año de 2002 me fui a los Estados Unidos con mi pareja que conocí en México. Mi primer trabajo fue en una taquería en Durham. Un día el patrón me dice: “Se salió la cajera de la otra tienda, ahora tú te vas a ir allá”. Ahí aprendí a hacer giros, cambiar cheques y me empezaron a pagar ya más o menos. Me salí de ahí y me fui a un restau rante, empecé de lava trastes. Entonces trabajaba dos turnos: de las 5 de la mañana a las 2 de la tarde en el restaurante y de las 4 de la tarde a las 11 y media de la noche en una compañía de limpieza. También los miércoles trabajaba haciendo limpieza en un laboratorio (entrevista a Olga Domínguez 2008).
Tras más de una década de ausencia, Olga regresó a Atla en respuesta a la solicitud expresa de su madre para retomar el cuidado de su hijo. Las remesas enviadas durante esos años se destinaron a la construcción de una vivienda habitada por abuela y nieto, y a la instalación de un pequeño comercio que proveía ingresos regulares al hogar monoparental. Reestablecida en Atla, Olga se asoció con un primo, también retor nado de Carolina del Norte, y emprendieron el cultivo de jitomate en invernadero. El proyecto fracasó por las dificultades para comercializar el producto y los daños causados por una fuerte granizada.
Rápidamente Olga abrió otro negocio y amplió la oferta de productos de su tien da. No obstante, no pudo sufragar los gastos de la enfermedad terminal de su madre. Ahora, con una hija en edad escolar, está enteramente dedicada a mantener a flote su pequeño negocio que demanda el trabajo de su hermana, una sobrina y una emplea da. La experiencia de esta trabajadora retornada convertida en “pequeña empresaria” se refleja en la orientación subjetiva de los “migrantes emprendedores” a los que re fiere Lem (2007, 388), interpelados por la ideología del “propietario independiente confiado en sí mismo”. Se trata de una contradictoria experiencia de clase y género que permite a Olga controlar recursos y librarse de la dependencia de un hombre proveedor, su autonomía se apuntala con la explotación del trabajo de otras mujeres.
La opacidad de dos categorías censales: “amas de casa” y “estudiantes”
La pluriactividad, como rasgo constitutivo de las poblaciones rurales y las movili dades que entraña, desafía la rigidez de categorías ocupacionales utilizadas en los censos de población para “hacer realidades complejas “legibles” en términos de inter vención planificada” (Agudo Sanchíz y Estrada Saavedra 2017, 27). Así, en censos y encuestas, la definición de “artesana” no es fácilmente aprehendida como ocupación (Smith 2002, 2015). Cuando los estudiantes reportaron la combinación de activi dades agropecuarias y extra-agropecuarias en sus hogares (70% de los estudiantes de telesecundaria y 49% de bachillerato), al menos una mujer se dedicaba al bordado de servilletas y blusas. Aunque sobre ellas recaen también tareas ligadas con la repro ducción cotidiana del grupo familiar, estas mujeres no suelen referirse a ninguna de estas actividades como “trabajo”, tampoco sus hijos/hijas lo hicieron al responder el cuestionario. Ni siquiera los estudiantes que integran hogares que dependen exclu sivamente de la producción artesanal de las mujeres refirieron esa actividad como “trabajo”. Tal invisibilidad se debe a que estas labores se realizan dentro del espacio doméstico y no hay un tiempo acotado para desempeñarlas, pero básicamente por no estar mediadas por un salario.
Solo fueron definidas como trabajo las actividades económicas que abuelas, ma dres, hermanas o las estudiantes mismas realizan fuera del hogar como comercian tes o trabajadoras domésticas, usualmente en horarios establecidos. Asimismo, los estudiantes distinguieron la actividad de “artesana” de la de “costurera”, realizada en pequeños talleres donde maquilan playeras y camisetas bajo un esquema de subcontratación que redirige el valor acumulado hacia otros sitios de la cadena pro ductiva, rematando en una conocida empresa de pinturas que utiliza esas prendas para promover su marca comercial. Mientras que detrás de una prenda maquilada en un taller está un salario, la venta de una blusa o una servilleta bordada reporta un ingreso aleatorio, casi siempre sujeto al regateo entre la bordadora y el interme diario o el cliente.
Bajo esquemas igualmente desregulados, jóvenes y niños de todo el municipio contribuyen a sus hogares con ingresos azarosos, “complementarios”, mediante la producción de una variedad de artesanías (bordados, bisutería de chaquira, papel amate). Igual que mujeres adultas, ofrecen en calles y mercados del pueblo alimentos preparados en casa, leña, yerbas, frutas y hortalizas. Sigue vigente el trabajo de niñas y adolescentes en negocios o casas particulares de la villa mestiza. Se enmascara este trabajo al denotarlo como “ayudas”, no siempre remunerado con un salario. En estos acuerdos suelen mediar relaciones de compadrazgo entre padres y las empleadoras de sus hijas.
Asimismo, estudiantes, hombres y mujeres, cuyas edades oscilan entre los 15 y 20 años de edad, son reclutados en el pueblo por enganchadores foráneos. El valor producido por estas/estos jóvenes -supuestamente todavía dependientes de sus ma yores y en proceso de formación escolar con miras a incorporarse a la “vida adulta y productiva”- es absorbido intermitentemente. La categoría “estudiante” obscurece en los censos de población la precarización del trabajo y formas de proletarización parcial de menores de edad que, lejos de ser excepcionales y anómalas, son la norma en la formación de esas “nuevas” clases trabajadoras.
Muchachas y muchachos son enganchados en Atla desplazándose en períodos vacacionales a Chiconcuac (Estado de México), empleándose como dependientes de puestos de ropa. Ellas además trabajan como sirvientas en las casas de los dueños de esos negocios. Aún durante el período escolar unas y otros se integran en la fase final de una producción-comercialización de flores en mercados allende la región. Se trata de un flujo migratorio estacional, discreto y escurridizo, difícil de ser captado en los censos o por el ojo de un etnógrafo inexperto. Estas formas de enganche han configurado la experiencia de generaciones pretéritas y actuales, disciplinadas en la idea de que su sobrevivencia depende de la plena disponibilidad para desplazarse más allá de sus localidades. Internalizan estas prácticas como un aspecto duradero de sus estrategias para conseguir trabajo (Binford y Churchill 2014, 100).
La escuela configura una forma de dependencia y anclaje en el lugar que, según se declara en los programas gubernamentales dirigidos a los pobres extremos, intenta prevenir la migración. Los estudiantes recibían en 2008 la beca Oportunidades, hoy Prospera, que los dotaba en promedio de 945 pesos bimensuales. Pero tales “formas de dependencia” alentadas por el Estado mediante políticas focalizadas no logran re tenerlos en la localidad. La escuela es una estación que abandonarán, más temprano que tarde, para seguir la ruta de la inestabilidad del trabajo precario que marca las vidas de jóvenes con escasas probabilidades de proseguir carreras escolares.
A diferencia de las generaciones precedentes, los jóvenes de hoy tienen un pie en el sistema escolar y otro en actividades económicas difíciles de clasificar. En ese movi miento pendular, unos oscilan entre el trabajo asalariado en Atla, la cabecera munici pal y las ciudades; otros permanecen confinados en el trabajo familiar impago dentro y fuera de las parcelas. La inserción intermitente de esta fuerza de trabajo resuelve la aparente tensión entre movilidad/inmovilidad de los jóvenes que, de forma velada, contribuye a la acumulación de capital.
Conclusiones
En el centro y sur de México proliferan mercados laborales precarios, añejos y emer gentes, de baja calificación y remuneración (Macip y Flores 2017) apuntalados me diante la provisión sostenida de fuerza de trabajo indígena y campesina, integrante de una “súper población relativa” que se desplaza estacionalmente y retorna a sus poblados de origen a la espera de su demanda. Durante las dos últimas décadas, la contención de los flujos migratorios hacia Estados Unidos por políticas migratorias más restrictivas ha reconfigurado este escenario de movilidades en la zona de estudio.
Nuestra intención ha sido documentar la migración no solo como un fenómeno sociodemográfico, sino las condiciones y experiencias de clase en los diversos sitios en los que se acumula el valor y se transfiere lejos de los productores en períodos de movilidad e inmovilidad. Los mecanismos por medio de los cuales se extrae el ex cedente se reinventan cíclicamente y los flujos de valor se reconfiguran irradiándose hacia múltiples sitios, aprovechando disposiciones de clase, género y edad bajo viejas y rediseñadas formas de explotación.
En los cañales, los trapiches y las huertas cafetaleras, hombres y mujeres oriundos de Atla entraron en relaciones de explotación, rehaciéndose históricamente la clase de manera selectiva en atención al género y la etnia. Este proceso está atravesado por la inestabilidad y erráticas experiencias laborales moldeadas por desplazamientos dentro y fuera de la región y del país. En el caso de las mujeres, esta experiencia sigue su curso en el trabajo artesanal dentro del hogar enmarañado con los quehaceres domés ticos o, más recientemente, en la industria maquiladora y los servicios en ciudades cercanas o en Estados Unidos. Acumulan en sus trayectorias de vida períodos de mo vilidad restringida por relaciones de dependencia y, en otros, circulan “libremente”.
La proletarización de estas poblaciones no es una fuerza externa que opera sobre una materia prima indeterminada y uniforme, transformándola en una “nueva estir pe de seres” (Thompson 1989, 203). En una perspectiva ya delineada por Thompson (1989) desde la década de 1960 y posteriormente retomada por diversos autores (Kalb 2015; Smith 2015; Carrier 2015), nuestro acercamiento etnográfico permite subrayar la idea de la clase más que como estructura o categoría, como un proceso histórico.
La propuesta de Smith (2015), retomada en este trabajo, nos lleva a insistir en la centralidad de la clase en la vida de las personas y a reconocer que la clase no se limita a la experiencia de trabajo colectivo en una fábrica ni a la distinción entre el dueño de una fábrica y trabajadores disciplinados. En esa perspectiva, reparamos en la expe riencia de clase de amas de casa y estudiantes no pensados usualmente como sujetos económicos, para hacer visibles flujos de valor del trabajo lejos de estas personas hacia diversos sitios, bajo formas complicadas y cambiantes procesos, difícilmente recono cibles en los entornos rurales.