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Íconos. Revista de Ciencias Sociales

versión On-line ISSN 1390-8065versión impresa ISSN 1390-1249

Íconos  no.61 Quito may./ago. 2018

https://doi.org/10.17141/iconos.61.2018.3383 

DOSSIER

Geografías de la cocaína: trayectos de mujeres colombianas encarceladas por drogas en Ecuador

Geographies of Cocaine: Trajectories of Colombian Women Imprisoned for Drug Trafficking in Ecuador

Geografias da cocaína: trajetos de mulheres colombianas encarceradas por drogas no Equador

Ana María Cerón-Cáceres* 

* Magíster en Antropología por FLACSO Ecuador. Investigadora, Universidad Externado de Colombia. ana.ceroncaceres@hotmail.com


Resumen

Mediante los testimonios de cuatro mujeres colombianas que estuvieron tras las rejas en la cárcel de Latacunga, en Ecuador, este artículo indaga las geografías de la cocaína. Las conversaciones con ellas y la etnografía de la visita a prisión fueron las vías para observar cómo procesos globales, en este caso la economía de la coca y la lucha por su control, toman cuerpo en vidas concretas. En sus relatos es posible observar dos geografías de la cocaína diferentes: una que criminaliza los movimientos de los cuerpos “sospechosos”; en ella, la frontera nacional se rearticula en los muros de la prisión. La segunda geografía, en cambio, se constituye a partir de los trayectos clandestinos que estas mujeres realizan y que confrontan las barreras que la primera de estas geografías impone.

Descriptores: prisión; frontera; cocaína; geografía feminista; migración

Abstract

This article examines the geography of cocaine through the testimonies of four Colombian women serving time in the Latacunga prison located just south of Quito in Ecuador. The conversations with these women and the ethnography of the visit to the Latacunga prison illustrate how global processes, in this case surrounding the coca economy and the struggle for its control, are embodied in lived experiences. In the testimonies of these women two different geographies of cocaine emerged: one that criminalizes the movement of “suspicious” bodies and rearticulates international borders within the walls of the prison. In contrast, there is another geography that is constituted through the clandestine journeys these women take and in confronting the barriers that this first geography of illegality imposes.

Keywords :  prison; border; cocaine; feminist geography; migration

Resumo

Através dos testemunhos de quatro mulheres colombianas que estiveram atrás das grades na prisão de Latacunga no Equador, este artigo explora as geografias da cocaína. As conversas com elas e a etnografia da visita à prisão foram as formas para observar como processos globais, neste caso, a economia da coca e a luta pelo seu controle, tomam corpo em vidas concretas. Nos seus relatos é possível observar duas geografias da cocaína diferentes: uma que criminaliza os movimentos dos corpos “suspeitos”; nela, a fronteira nacional é rearticulada nos muros da prisão. A segunda geografia, por outro lado, é constituída pelos trajetos clandestinos que essas mulheres fazem e que enfrentam as barreiras que a primeira dessas geografias impõe.

Descritores: prisão; fronteira; cocaína; geografia feminista; migração

Introducción

¿Es posible rastrear los trayectos de las mujeres que transportan cocaína por medio de sus testimonios? Sus movimientos, que recorren pequeños trechos al interior de Colombia, de Ecuador y a través de la frontera entre ambos países son clandestinos porque existe una lucha internacional que los combate. Rastrearlos es etnografiar las barreras que esa disputa impone y simultáneamente las formas en que la gente atraviesa esas restricciones. En Ecuador, como país “de paso”, la guerra global por el control de las drogas ilegales elige como objetos de su persecución, entre otros, a los cuerpos sospechosos de cargar el estupefaciente y los castiga; sin embargo, las personas se mueven atravesando los límites geopolíticos, impulsadas por razones más amplias que las de la economía ilícita. ¿Cuál es la geografía que producen a su paso?

El combate a la producción, exportación y comercialización de cocaína que Estados Unidos promueve en suelo ecuatoriano (Coba Mejía 2015, 2) constituye una empresa global, con implicaciones muy concretas en las personas cuyas vidas están ubicadas en el marco de esa guerra. Este es un fenómeno que puede ser abordado desde la geopolítica, como una manera de pensar los vínculos entre poder y territorio: entonces, al estilo de un tablero de ajedrez, existiría un mundo claramente dividido en bandos, compuestos por grandes hombres, con armas, en un campo de batalla. Algunos de ellos montarían una base militar, otros harían estallar un puente; todo por seguridad, para evitar la guerra o ganarla (Koopman 2011, 275).

Una aproximación desde la geopolítica crítica, en cambio, se preguntaría por los discursos e imaginarios de esos grandes hombres, que impulsan y justifican sus jugadas. Tanto en la geopolítica como en la geopolítica crítica se entiende que los jugadores definen el destino del campo desde sus posiciones de poder, jugando en función de los límites nacionales. Pero en el campo de batalla hay cuerpos, de personas más pequeñas que esos grandes jugadores, que también tienen agencia. La antigeopolítica reconoce su existencia y presta atención a sus esfuerzos por moverse, en vez de que otros decidan sus posiciones (Koopman 2011, 275).

La geopolítica feminista hace parte de la antigeopolítica, como una perspectiva de análisis y también como una práctica (Koopman 2011, 275). La geopolítica feminista critica la manera en que los estudios sobre la globalización asumen, de forma implícita, que se trata de un fenómeno masculino y abstracto, y rara vez prestan atención a los cuerpos concretos que la viven. En vez de este tipo de aproximación, las geógrafas feministas proponen una mirada atenta a la vida cotidiana y al papel de las mujeres dentro de procesos que son a la vez globales y locales (Mountz y Hyndman 2006).

De este campo de interés hace parte el objetivo de este artículo, en el que, a partir de los trayectos que cuatro mujeres rememoran desde la prisión, y de mi propia experiencia yendo a visitarlas, etnografío una parte de las geografías de la economía de la cocaína en el paso entre Ecuador y Colombia.1 Este objetivo tiene dos fases: la primera, en la cual exploro la relación entre el traspaso del límite nacional amazónico Ecuador-Colombia por parte de estas mujeres y su posterior encarcelamiento, que es analizado como una segunda frontera. En la segunda fase reconstruyo los trayectos que una de ellas evoca, como movimientos que cuestionan el orden geopolítico imperante y dan cuenta de geografías más fluidas, capaces de traspasar barreras bastante sólidas.

Nidia, Margarita y Francisca

Entre 2010 y 2015, las incautaciones de cocaína en Sudamérica pasaron de 364 toneladas a 526. La Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNDOC) vincula este cambio con una mayor producción de cocaína en Colombia y con el aumento de las actividades de tráfico por fuera del territorio nacional (UNDOC 2017, 32). Ecuador, que es un país ubicado en medio de los mayores productores de hoja de coca del planeta (Perú y Colombia), en 2015 ocupó el segundo lugar en cantidad de cocaína incautada en Sudamérica con un 12%, solo después de Colombia, donde se reportaron las mayores incautaciones de todo el mundo (UNDOC 2017, 32). El correlato de las incautaciones de drogas es la captura de personas; en este artículo me centraré, específicamente, en el encarcelamiento de mujeres ligadas con los eslabones más bajos de la economía de la cocaína.

Entre 2006 y 2010, el número de mujeres que fueron a prisión en América Latina aumentó un 85%, y la inmensa mayoría de ellas fueron detenidas por contravenciones relacionadas con drogas ilegales (Pieris 2014, 32). En Ecuador, un país de paso en términos de narcotráfico y donde la feminización de este tipo de delito es especialmente evidente, se calcula que el 80% de las mujeres que están en las cárceles lo están por venta, posesión o tráfico de estupefacientes (Coalición de Mujeres para la Elaboración del Informe Sombra de la CEDAW 2014, 21). A 2006, la última fecha con cifras en esta materia, una de cada cuatro mujeres presas en Quito era extranjera, siendo la nacionalidad colombiana la más frecuente (Gallardo y Núñez Vega 2006, 24-25).

Durante las últimas dos décadas, la migración de Colombia a Ecuador se ha hecho más numerosa y visible de lo que había sido históricamente, de manera especial por la llegada de personas que traspasan la frontera huyendo de la violencia. En un informe publicado por ACNUR en 2011, se afirma que a esa fecha había unos 500 mil refugiados colombianos en el mundo, siendo Ecuador el país que acogía el mayor número de ellos. Se calculaba que cada mes llegaban unas mil personas “necesitadas de protección” y que, a la par que el fenómeno del desplazamiento en Colombia continuaba aumentando, el número de quienes cruzaban la frontera internacional también lo hacía (Guglielmelli 2011).2

Los flujos migratorios, el encarcelamiento y el tráfico de drogas son fenómenos que tienden a abordarse de manera muy abstracta, pero que, en la práctica, se constituyen a partir del movimiento de personas concretas. Este artículo explora esos movimientos y la manera en que en la vida de cuatro mujeres se cruzan la migración, la economía de la coca y la prisión. La experiencia de cada una de ellas es resultado de procesos que las han atravesado desde su nacimiento o antes y que han producido su vida en particular (Mies 1991). Sus testimonios no son experiencias transparentes de la realidad, sino puntos de vista privilegiados que en su historicidad (Scott 2001) dan pistas sobre las tramas de poder en las que se enmarcan, sobre las versiones que ellas tienen del poder que las apresa (Colanzi 2015), sobre la vida y los caminos que la componen.

Cuando conocí a Nidia y a Margarita,3 ambas se encontraban presas con condenas de 12 y 10 años de prisión. Francisca y Daniela ya habían salido de la cárcel. Todas habían estado “privadas de libertad” en el Centro de Rehabilitación Social (CRS) de Latacunga, una de las tres nuevas prisiones regionales que se han construido en Ecuador durante la última década, y que hicieron parte de un esfuerzo del Gobierno de Rafael Correa por implementar un nuevo modelo carcelario en el país.

Estos centros de reclusión tienen una estricta reglamentación de visitas que restringe mucho los encuentros entre las personas internas y sus visitantes externos. Por esta razón mis reuniones con Nidia y Margarita se limitaron a la hora de visitas que dos veces al mes la administración del centro les asignaba. A Nidia la visité durante 16 meses, transcurridos entre 2016 y 2017; con Margarita solo tuvimos cuatro encuentros, durante los primeros meses de 2017, mientras que con Francisca conversé en una única oportunidad, luego de su salida del CRS. Las reuniones con Nidia y Margarita fueron en la sala de visitas de la prisión, rodeadas de muchos otros visitantes, y con la presencia de guardias penitenciarios. Estas mismas visitas fueron la oportunidad para etnografiar la entrada a la cárcel y conocer a Daniela, con quien conversé informalmente en varias oportunidades.

Ante la prohibición estricta de ingresar cualquier objeto al CRS, la información fue registrada en grabaciones de voz y diario de campo a mi salida de la visita. La lectura de las conversaciones y la experiencia de visitar la prisión que realizo en este artículo no pretende más que ser un conocimiento situado (Haraway 1991), construido desde una visión crítica del encarcelamiento, y especialmente de aquel que criminaliza a mujeres migrantes empobrecidas que trabajan en los eslabones más bajos de la economía de las drogas.

Nidia, luego de haber vivido en muchas partes del Putumayo colombiano y algunos departamentos cercanos, llegó a vivir a Puerto El Carmen, provincia de Sucumbíos (Ecuador). Ella, sus hijos/a y su esposo se instalaron en 2003 del lado sur del río San Miguel por aproximadamente un año, sin que nadie nunca les pidiera “papeles de nada”. Un año después, Nidia consideró que era tiempo de “sacar los papeles” y legalizó su situación migratoria como refugiada. Antes de venir a vivir del lado ecuatoriano de la frontera, la familia vivía en Puerto Caicedo, Putumayo. Allá Nidia trabajaba en un restaurante y criaba pollos en la finca, mientras que su esposo cortaba maderas para construir casas. La mayor de las hijas por su edad resultaba atractiva para ser reclutada por “los guerros”,4 circunstancia que Nidia argumentó como el motivo de su venida a Ecuador cuando buscó el estatus de refugiada.

Aunque es cierto que la intensidad del conflicto armado en el departamento en que vivían fue un elemento que motivó la venida de la familia a vivir a Ecuador, también el país dolarizado aparecía como una alternativa económica deseable. Nidia fue reconocida en Ecuador como refugiada, tras comprobar el desplazamiento forzado y las amenazas que había recibido por parte de la guerrilla y los paramilitares mientras vivía en el Putumayo colombiano. Sus hijos e hijas mayores, cuyo padre no era el esposo de Nidia, fueron adoptados/as por él y, de esa manera, adquirieron la cédula de ciudadanía ecuatoriana (Nidia 2017, entrevista).

Francisca también fue “privada de libertad”, en su caso con una condena de cuatro años que obtuvo tras ser capturada trayendo droga en el cuerpo desde la Amazonía hacia Quito. Ella nació en el departamento del Putumayo, donde vivía junto con su familia hasta que mataron a su esposo; entonces decidió venir a Ecuador para que sus hijos no crecieran en medio de la violencia. En Ecuador lleva viviendo más de 20 años y fue reconocida como refugiada. Las hijas con las que viajó, siendo niñas, también recibieron el estatus de refugiadas y una de ellas fue capturada unos meses antes que su madre; Francisca cayó presa cuando traía un viaje de coca a cambio del dinero para pagar el abogado de su hija (Francisca 2017, entrevista).

Por último, está Margarita, la más joven de las tres. Ella llegó al oriente ecuatoriano siendo niña; su abuelo estaba enfermo y existían más posibilidades de atención médica para él en este país. La madre de Margarita presentía la intensificación de la violencia en el Putumayo colombiano, por lo que, poco antes de morir, hizo prometer a sus hijos e hijas que no regresarían a Colombia puesto que la guerra se haría más fuerte y cobraría la vida de mucha gente. Cuando esta investigación fue realizada, Margarita estaba próxima a completar tres años encerrada por posesión de cocaína; la sustancia fue encontrada en su casa durante un allanamiento que realizó la Policía antinarcóticos de Lago Agrio como resultado del seguimiento que habían realizado a quien en ese entonces era su compañero sentimental (Margarita 2017, entrevista).

Los testimonios de estas tres mujeres dan cuenta de cómo las historias de personas concretas pueden ilustrar algunos de los mecanismos mediante los cuales fuerzas sociales muy grandes se cristalizan (Farmer 1996, 262). Sus experiencias individuales ponen de presente la necesidad de prestar atención a las relaciones entre espacio y poder al nivel de los cuerpos concretos que las viven: las conexiones de los procesos globales no son abstractas, sino que siempre están hechas cuerpo en lugares concretos del mundo (Cabezas González 2013, 841).

La vida cotidiana en los lugares en los que ellas han habitado y los eslabones del narcotráfico de los que han hecho parte constituyen una dimensión local de procesos más amplios, tanto del negocio de las drogas a escala internacional como del afán por controlarlo. La política al nivel de lo local no está aislada de la geopolítica (Fluri 2009) y estos procesos amplios no pueden ser comprendidos al margen de los más íntimos (Mountz y Hyndman 2006, 448). De la misma manera que los movimientos de Daniela o Francisca no están aislados de los flujos de droga a través de la frontera y hacia el interior de Ecuador, el narcotráfico no puede funcionar si no es por los movimientos que personas como ellas realizan a diario.

La región en la que la historia de Nidia, Margarita y Francisca comienza es la misma: el Putumayo colombiano. Ubicado en la Amazonía, a lo largo del último siglo su organización territorial ha estado visiblemente influenciada por olas migratorias que han provocado una avanzada de la frontera agrícola: la primera, durante la década de 1950, ocurrió cuando, debido la escasez de tierras disponibles en Nariño, muchas personas fueron a vivir al Putumayo (CNMH 2015), a donde también se estaban desplazando las personas que huían de la violencia bipartidista en el interior del país (Ramírez 2001). La segunda ola, en las décadas de 1980 y 1990, consistió en una gran cantidad de gente que llegó atraída por las posibilidades económicas que el boom de la coca anunciaba (CNMH 2015).

A lo largo del siglo XX, la mirada del Gobierno colombiano hacia esta región abarcó dos campos: la economía extractiva y la colonización militar. Si durante la primera mitad del siglo el Ejército se había dedicado a la defensa de la frontera nacional de las avanzadas de Ecuador y especialmente Perú, a partir de la década de 1970 sus labores estuvieron centradas en la “lucha contrainsurgente”. Al mismo tiempo la presencia de las Fuerzas Armadas tuvo como objetivo asegurar, desde la década de 1950, las zonas con yacimientos petrolíferos explotables y, más tarde, también el trayecto del oleoducto que conduciría el hidrocarburo (CNMH 2015).

La coca con fines ilegales fue introducida al Putumayo a finales de la década de 1970 por los carteles de Cali y Medellín. Desde el inicio, el cultivo y procesamiento de la pasta base, partes del negocio que no requieren tecnificación ni mayor infraestructura, quedaron en manos de campesinos (Cancimance 2014). Mientras tanto, narcotraficantes, paramilitares, guerrillas y fuerza pública comenzaron a disputar el control de los centros poblados y los corredores (incluyendo la frontera con Ecuador), considerados zonas críticas para sacar y comercializar la cocaína, una parte mucho más lucrativa del negocio (CNMH 2015).

La confrontación entre distintos grupos armados implicaba más vulnerabilidad para la población campesina cultivadora de coca y los pequeños productores de pasta base de cocaína, que se veían en medio de las disputas y eran estigmatizados por colaborar con unos u otros. Las amenazas de los grupos armados no eran lo único que les afectaba: ante la expansión de las hectáreas de hoja cultivadas, el Gobierno Colombia no puso en práctica una serie de políticas que buscaban detener el cultivo y la elaboración de cocaína. Estas medidas estaban incentivadas por el afán de cumplir con la lucha contra el narcotráfico promovida por Estados Unidos, que en los años del Plan Colombia tuvo quizá su más fuerte expresión en suelo putumayense (CNMH 2015).

El Plan Colombia fue un acuerdo bilateral entre los gobiernos de Colombia y Estados Unidos, concebido en 1999. Este Plan incluía la erradicación de cultivos ilícitos y el fortalecimiento de las Fuerzas Armadas para el combate de la insurgencia, financiados por el gobierno estadounidense. El Plan también tuvo efectos del lado sur del límite nacional, en la provincia ecuatoriana de Sucumbíos; las consecuencias de la aspersión aérea, que bajo el mandato del presidente Álvaro Uribe se incrementaron, así como el bombardeo de Angostura,5 fueron uno de sus aspectos más visibles. Lejos de contrarrestar el narcotráfico, el Plan Colombia vulneró a los habitantes de la frontera y a los migrantes que la atravesaban, y agudizó los conflictos en las relaciones entre los dos países (Rivera et al. 2007).

El Putumayo del que Francisca, Margarita y Nidia salieron era una zona de frontera nacional disputada militarmente por narcotraficantes, FARC, paramilitares y fuerza pública, junto con otros centros poblados y corredores estratégicos de comercio y circulación de insumos para la producción de hoja de coca y de la pasta base de cocaína (CNMH 2015). Es también una región habitada por poblaciones campesinas e indígenas que traspasan el límite nacional con frecuencia, son diestras en el uso de la moneda de ambos países, tienen vínculos familiares en el departamento del Putumayo y la provincia de Sucumbíos, y cuya economía muchas veces depende del carácter fronterizo de la región que habitan.

La geografía de las fronteras y los muros

La región en la que se ubica el límite territorial amazónico entre Ecuador y Colombia ha sido objeto de distintos esfuerzos militares. La política colombiana en esa región durante los últimos años ha sido el combate de “enemigos internos”, mientras que Ecuador ha defendido su seguridad nacional frente a un enemigo externo, proveniente de Colombia (Gómez López 2013, 74). Estados Unidos también ha ejercido allí su política internacional de defensa, centrándose en el combate a las drogas ilegales y especialmente a sus portadores y portadoras.

Las acciones de los tres países se respaldan en términos de seguridad, pero, en el caso de Estados Unidos, su política se plasma en el territorio de una “frontera externalizada” (Velasco Álvarez 2016). La lógica que autoriza la inversión de enormes cantidades de recursos estadounidenses en esta región, a kilómetros de los límites nacionales de ese país, tiene que ver con una específica caracterización del peligro posterior al 11 de septiembre de 2001. Ésta se expresa en tres delitos, cuya centralidad ha sido exportada desde el norte hacia el sur del continente: el terrorismo, la migración irregular y el narcotráfico (Carrión y Llugsha 2013).

Luego de 2001 se dio un giro global hacia la securitización, que eligió como objeto de sus violentas políticas de control a un cierto tipo de migrantes. La producción de la irregularidad migratoria y su control tiene sentido en el marco del neoliberalismo y es funcional a la acumulación capitalista (Velasco Álvarez 2016). Así, la presión que sobre Colombia y Ecuador ha recaído para que lleven la “lucha contra las drogas” hasta sus últimas consecuencias es resultado de la influencia de políticas extracontinentales de seguridad, en las que migración y los mercados ilegales van de la mano (Carrión y Llugsha 2013).

La asociación entre migración y narcotráfico contribuye a un imaginario en el que los y las migrantes representan una amenaza a la seguridad nacional, que a la larga lleva a justificar su criminalización (Viteri et al. 2017). Un ejemplo de esto es la idea de que el narcotráfico es una práctica “colombiana”, a pesar de ser un negocio que depende de redes globales, que si bien tienen expresiones en territorios nacionales, los sobrepasan con creces (Carrión y Llugsha 2013, 12). Un delito cuyo combate se construye sobre este imaginario inexorablemente lleva a que la seguridad de unos se convierta en la inseguridad de otros.

La distinción entre aquellos cuya salud cuenta como “salud pública”6 y por lo tanto debe ser salvaguardada, frente a aquellos cuyo bienestar puede ser sacrificado para lograr la seguridad de los primeros, guarda resonancias con la manera en que funcionan las fronteras:

Delinean binarios entre Estados y regiones en asignaciones cartográficas que se reproducen en múltiples sitios y escalas de la vida cotidiana. A través de dualidades, los bordes producen y reproducen diferencias. Construyen a las personas como adentro/ afuera, legal/ilegal, aquí/allá, blanco/racializado “otro”. No solo delinean espacializaciones en el paisaje, sino que los bordes son también temporales: momentos de verdad cuando el poder, que generalmente opera de manera más sutil, es expuesto en todas sus encarnaciones (Mountz y Hyndman 2006, 451, traducción propia).

Como las autoras señalan, las fronteras delinean y reproducen dicotomías como dentro/fuera, legal/ilegal, uno/otro. En su versión territorial, el poder se hace visible en toda su magnitud, pero en el fondo se trata de un poder cuya capacidad de diferenciación también se reproduce en muchas otras escalas, como la vida cotidiana. La marcación en el territorio de, por ejemplo, un límite nacional, jamás es natural; como resultado de la agencia humana es cambiante, inestable e incluso móvil. Pensar las fronteras como una práctica, más que como una característica natural del territorio, supone un desplazamiento que abre la pregunta sobre los lugares en los que se crean, representan y confrontan, es decir, sobre su conflictiva producción y el lugar en el que ocurre (Brambilla 2014).

El siguiente episodio, que una mujer a la que llamaré Daniela y yo vivimos cuando fuimos de visita a la prisión de Latacunga, muestra cómo la frontera es sobre todo una práctica que se realiza en lugares diferentes y a veces también paradójicos. El viernes 17 de marzo de 2017, mientras estábamos formados/as para el segundo control de ingreso a la prisión, en el que los documentos de identidad se entregan, por la fila corrió el rumor de que estaban solicitando las cédulas antes de llegar a la ventanilla. A los pocos minutos un policía pasó por la fila solicitando las cédulas. De unas 10 personas que estábamos esperando en ese momento, solo yo entregué un documento colombiano con el que el ingreso a la prisión está autorizado. El policía me preguntó cómo podía “justificar mi estadía en el país” y luego me hizo salir de las instalaciones de la cárcel para comprobar si efectivamente tenía visa. Afuera otro policía aguardaba junto a una mujer, Daniela, que a sus ojos tampoco podía “justificar su estadía en el país”, a pesar de que ella argumentaba ser madre de dos hijos ecuatorianos, cuyo padre era un policía de este país. Ambas fuimos conducidas en una patrulla hacia la ciudad de Latacunga y tuvimos que pasar unas dos horas en la estación de Policía, hasta que “se comprobara” que nuestra situación migratoria estaba dentro de la normativa nacional.

El caso de Daniela era complejo: ella afirmaba llevar más de 10 años viviendo en Ecuador, donde había llegado como solicitante de refugio. Su estatus de refugiada le fue revocado en 2015 por una orden de deportación por venta de estupefacientes, que su vez fue luego anulada. Mientras esperábamos en la estación de Policía, me comentó que, junto con su familia, habían llegado a Ecuador provenientes de Antioquia, huyendo de la violencia. Acá se casó con un hombre ecuatoriano, policía, y actualmente tiene con él dos hijos menores de edad, nacidos en este país. Daniela, tal y como los policías leían en un computador, hace dos años tuvo un juicio por posesión de cocaína que terminó en una condena de 20 días de prisión que ella cumplió hace ya más de un año. Ese día se encontraba visitando a su madre, quien por primera vez tenía visita. Hacía poco tiempo ella también había sido llevada a la cárcel regional de Latacunga, con una condena de cuatro años.

Desde que le solicitaron justificar su estadía en Ecuador, mientras estaba formada en la primera fila de ingreso a la prisión, Daniela había explicado la existencia de su esposo y sus hijos, que eran “justificación” suficiente para estar en el país. Sin embargo, el argumento no le sirvió ante los policías porque la afirmación de que el padre de sus hijos era ecuatoriano, y además policía, a los agentes les parecía que era una descarada mentira. Esta “mentira” vino a sumarse a un segundo elemento: para los agentes, la manera de actuar de ella era incorrecta y poco respetuosa, al insistir en la legalidad de su estadía en Ecuador en vez de rogarles comprensión ante su ilegítima situación. Su insistencia, que iba contra la afirmación de ellos, implicaba que implícitamente ponía en duda su palabra. ¿Cómo una mujer, colombiana, visitante de la cárcel, se atrevía a decir que ellos, hombres, policías, ecuatorianos, estaban equivocados? Antes de dejarnos salir de la estación de Policía le dijeron a ella: “Usted tiene que casarse con el padre de sus hijos, para que la unión sea legítima”, y además tiene que “aprender a hablar”.

La fuerte desconfianza que impulsó el actuar de los dos policías es ilustrativa de los vínculos entre migración y criminalización. La duda frente a la veracidad del vínculo entre esta mujer y el policía ecuatoriano padre de sus hijos ejemplifica el rol de las mujeres como reproductoras de su colectividad (Yuval-Davis 2004): en este caso, como colombiana, refugiada y ligada con el crimen, la posibilidad de la mezcla solo es posible en tanto no se trata de una relación “legítima” porque, ante los ojos de estos dos agentes, un hombre policía ecuatoriano no podría tener con ella una relación “oficial”.

No obstante, aún antes de que el tema del marido apareciera, la posibilidad de “justificar nuestra estadía en el país” ya había sido cuestionada. La convicción de los agentes frente a nuestra incapacidad de hacerlo y frente a la ilegalidad de nuestras pruebas da cuenta de algo más. En los discursos de frontera, el riesgo y la amenaza han sido identificados en categorías amplias de elementos “indeseables” que se asocian con el tráfico de armas, de drogas y de personas. Se trata de categorías difusas que tipifican actores a partir de que supuestamente atentan contra la seguridad, y entonces hacen indispensable la defensa (Espinosa 2013, 34-35). Este episodio evidencia que ser “colombiana” juega como categoría de lo indeseable y como llamado de atención de posible peligro. Es claro que no se trata simplemente de la nacionalidad otorgada por un Estado, sino de la representación de rasgos como el acento, el tono de la voz o el aspecto físico, que más allá de la adscripción a un Estado nacional, operan como poderosos marcadores identitarios.

Los flujos migratorios fuera de control, como es percibida en Ecuador la migración colombiana, cubana o venezolana, en el imaginario aparecen como catalizadores del crimen, con base en la construcción de la “ilegalidad”. Junto con Viteri et al. (2017), puedo plantear que la extensión de la securitización de las fronteras es la criminalización de unos cuerpos definidos en términos de raza, género, nacionalidad y estatus migratorio. La manera en que se marca como “ilegal” la presencia y el movimiento de algunos por el territorio da cuenta de una frontera que no necesariamente opera en el límite territorial Ecuador-Colombia, que en la región amazónica es más bien fluido, sino sobre otra superficie.

Mora y Montenegro (2009) tienen un concepto para nombrar este fenómeno, el de “fronteras internas”. Se trata de prácticas divisorias, entre lo familiar y lo extraño, que operan en la vida cotidiana rotulando a quienes están “fuera de lugar”. Las autoras construyen su argumento en conversación con la idea de “expulsiones” de Saskia Sassen (2015). El concepto de expulsión es una manera de pensar la desigualdad en el capitalismo avanzado, que entiende que existe una continuidad entre la expulsión en términos territoriales y diversos tipos de marginalización. En el caso colombiano, la expulsión tiene el nítido aspecto de cantidades enormes de personas desplazadas forzosamente por la violencia a otras regiones del país, o fuera de los límites nacionales, como es el caso de Francisca y su familia.

El fenómeno de la expulsión, según Sassen (2015, 27), en el sur global se manifiesta como desplazamiento forzado, mientras que en el norte se da por medio del encarcelamiento masivo, como “almacenamiento” de las personas expulsadas. El argumento de Sassen se sustenta en pensar una situación que ocurre fruto del desmantelamiento del estado de bienestar y que asume que el desplazamiento forzado y el encarcelamiento son formas de expulsión que ocurren en polos distintos del planeta. Las trayectorias de las mujeres sobre las que he hablado dan cuenta de cómo en una misma trayectoria de vida pueden articularse ambas formas de expulsión, en espacios donde difícilmente puede hablarse de que alguna vez haya habido un estado de bienestar.

Mora y Motenegro (2009, 8) retoman la idea de Sassen para señalar cómo esas personas “expulsadas” son quienes se tildan como “fuera de lugar” en las sociedades a las que llegan, por temas de “seguridad”.

La política criminal del riesgo busca mantener separados a aquellos que son considerados productores de riesgos de aquellos otros que pueden experimentar las consecuencias de ese riesgo y “pagar” toda la tecnología aseguradora. Así se nutre la lógica amigo-enemigo a través de la cual se señala, estigmatiza y justifica la expulsión del otro, pero también desde la que se busca reconstruir la sensación de comunidad en la medida en la que pretende ubicar el origen de los temores fuera de ésta (Mora y Montenegro 2009, 9).

La prisión es un lugar paradigmático de encerramiento de lo “peligroso” que, como otras fronteras, garantiza “seguridad” mediante el efectivo bloqueo de los flujos entre ambos lados de sus muros. Angela Davis y Gina Dent (2003), retomando las palabras de algunas personas encarceladas, dicen que la prisión marca un paso fronterizo entre el mundo libre de afuera y el encierro. En ese caso la noción de frontera opera como metáfora para nombrar la separación forzosa de unos cuerpos violentamente separados del escenario en que su vida transcurría antes de la detención. En la prisión de mujeres de Latacunga, junto con el esfuerzo de bloqueo de la circulación, se reactualiza un distante borde nacional.

Como indicador de que los y las visitantes de las mujeres “privadas de libertad” en el CRS han pasado el primer control de seguridad, cada persona recibe en su antebrazo derecho un sello. Luego, en la medida en que las personas atraviesan nuevos controles y se adentran más en la prisión, reciben nuevos sellos que les autorizan continuar su camino hacia sus seres queridos/as. Cada sello certifica el paso de un muro invisible que se materializa en la minuciosa inspección de la identidad y el cuerpo, por parte de guardias, guías penitenciarios/as, perros y máquinas de rayos X. En azul o negro se pinta, no ya el pasaporte sino el propio cuerpo, cuando como visitante alguien atraviesa este otro paso fronterizo.

Otra geografía de la coca: los trayectos de Nidia

Las expulsiones, los muros y las barreras, aún con la forma de xenofobia, son los aspectos más concretos de la geografía de la lucha por controlar la cocaína de la que he hablado hasta ahora. Sin embargo, si se piensa en que a pesar de estas restricciones hay personas como Daniela, que traspasó el límite nacional Ecuador-Colombia, se quedó a vivir en este país, tuvo hijos en él, negoció aquí con droga, y demás frecuentemente emprende el viaje hasta Latacunga -donde está la prisión en la que antes estuvo encerrada- para visitar a su madre interna, es claro que la geografía de la cocaína es mucho más compleja que estas violentas restricciones al movimiento que la lucha por el control de la coca impone.

Las maneras en que se bloquea la circulación de los cuerpos marcados como portadores del polvo blanco resultan más fáciles de observar que el propio movimiento de esos cuerpos. Sin embargo, el recuerdo de una mujer sobre los trayectos por ella recorridos antes de ser capturada, da pistas sobre la existencia de una geografía de la cocaína distinta a la de su persecución, aunque imbricada en ésta. Esta otra geografía es mucho más difícil de percibir porque de la clandestinidad de los trayectos que la componen depende su efectividad, pero es tan fuerte como la primera, porque a ras de suelo los engranajes del enorme negocio del narcotráfico son diariamente empujados por mujeres como Nidia.

Tim Ingold (2015, 10) dice que las personas habitamos la tierra como caminantes; una percepción contraria surge de confundir los emplazamientos con los encerramientos. La geografía tiende a asumir un punto de vista estable, pero el movimiento encarna prácticas que son centrales en la manera en que experimentamos el mundo: los desplazamientos y las sacudidas crean espacios e historias. Esto no quiere decir que el movimiento o el espacio que conforma sean homogéneos o universales; es necesario prestar atención a las particularidades de cada uno, a la historia de las prácticas de movilidad que se hacen cuerpo (Cresswell y Merriman 2011), en este caso en las trayectorias de Nidia.

Nidia decía que ella toda la vida se había estado moviendo, que se había recorrido “la Meca y la seca” hasta que la cárcel detuvo sus pasos. Entre los departamentos de Cauca, Caquetá y Putumayo había vivido la mayor parte del tiempo, aunque también había trabajado trayendo mercancías de otras regiones de Colombia para vender en el costado norte y sur de la frontera con Ecuador.

Elaboración propia

Figura 1 Los recorridos de Nidia 

La anterior imagen (figura 1) muestra algunos de los trayectos que Nidia realizó antes de ser detenida y encerrada en el CRS Latacunga, reconstruidos a partir de los lugares en que ella mencionaba haber vivido y los desplazamientos que me narraba durante la visita en la prisión. Cada uno de los puntos marcados en el mapa fue un lugar en el que ella de manera explícita dijo haber habitado, y las líneas punteadas muestran las conexiones entre ellos, los trayectos que ella recorrió entre unos y otros. Aunque aparecen ciudades como Cali, Mocoa o Quito, es preciso aclarar que la mayor parte de la vida de Nidia transcurrió en el campo o en pequeños caseríos que administrativamente pertenecen a los municipios que están marcados en el mapa.

Los trayectos de Nidia, una parte de los cuales aparecen en la figura, muestran una vida que ocurre en los lugares que su movimiento delinea, y no en áreas contenidas y con límites claros (Ingold 2015, 14). Esto es así, aún si en la imagen debo representar algunos bordes, como el límite nacional entre Ecuador y Colombia, para poder, de alguna manera, aprehender el espacio que ella ha transitado. Las líneas, aunque intrincadas, son solo una representación de los movimientos efectivos, más numerosos, cuya cronología y frecuencia desconozco.

Si, siguiendo la propuesta de la geopolítica feminista, pensamos que los desplazamientos de Nidia hacen parte de la manera en que en su cuerpo se encarnan procesos más amplios, ¿qué nos dicen esos viajes sobre los vínculos entre la vida cotidiana de ella y la economía de la cocaína? Jamás los desplazamientos fueron el objeto de nuestras conversaciones, los cambios de residencia y los viajes más bien aparecían como parte de sus descripciones sobre su trabajo, las amenazas de los actores armados, sus hijos y sus amores. Pero la movilidad de esta mujer, relacionada con distintos aspectos de su vida, también alimentaba la economía de la cocaína, como una forma de sustento para ella, su familia y muchas otras personas en la región donde habitaba.

La distinción entre los movimientos “lícitos” y los “ilícitos” es una que la lucha por el control de las drogas no entiende, porque para esta todos los movimientos de cuerpos como el de Nidia son “sospechosos”. Es cierto que algunos de los trayectos dibujados ella los recorrió transportando, en su cuerpo o camuflada entre otras mercancías, pasta base o cocaína, pero también hubo muchos otros desplazamientos que tenían que ver con su gusto por moverse, con la presión de los actores armados y, en general, con unas condiciones de vida que la impulsaban a hacerlo. Nidia se encon traba en un entramado de poder que la obligaba a moverse, pero la geopolítica feminista nos ayuda a ver que también ella se desplazaba porque quería hacerlo, que sus movimientos lograban atravesar fuertes barreras y constituir una geografía paralela, pero distinta, a la del narcotráfico y la lucha por su monopolio.

Los trayectos realizados por Nidia cuestionan un orden geopolítico muy poderoso que marca su cuerpo y su viaje como “sospechosos”, y busca frenarles el paso. Nidia está presa, con una sentencia por quebrantar la ley antinarcóticos y atentar contra la “salud pública”: en el esfuerzo internacional por detener los flujos de polvo blanco su cuerpo es encerrado, se le prohíbe el movimiento, pero ella es un eslabón prescindible de la economía de la cocaína y, como muestra el caso de Daniela, el narcotráfico continúa, pero también lo hacen los movimientos mediante los cuales estas mujeres conforman su vida y sus afectos, mucho más allá de la economía ilícita.

Conclusiones

Este artículo comenzó con la pregunta sobre la posibilidad de rastrear los trayectos de mujeres como Nidia, Margarita, Francisca o Daniela, y por medio de sus testimonios entender algo sobre la economía de la cocaína y la guerra para controlarla. Este esfuerzo puso de presente que existen dos geografías de la cocaína divergentes. En la primera, los aspectos más visibles son las barreras, mientras que en la segunda se evidencia que, a pesar de estas, el movimiento de los cuerpos que transportan cocaína, que tiene que ver con muchas cosas más que la economía de la coca, de alguna manera continúa.

Respecto a la primera de estas geografías puede decirse lo siguiente: las trayectorias de vida de Nidia, Francisca, Margarita e incluso el circunstancial testimonio de Daniela dan cuenta de dos tipos de expulsión sufridos por un mismo cuerpo: la violencia armada en territorio colombiano, dentro de la que el control del tráfico de cocaína tiene un papel importante, expulsó a estas mujeres hacia territorio ecuatoriano; en este país la lucha contra las drogas las llevó a una segunda expulsión, tras las rejas. Ambos procesos hacen parte de la lucha internacional por el control de la cocaína, como un fenómeno global con expresiones muy concretas en los cuerpos de estas mujeres y los lugares en los que han habitado.

El hecho de que el límite nacional amazónico entre Ecuador y Colombia sea más bien fluido, y en el paso a través de los muros carcelarios se active un control fronterizo más riguroso, muestra la necesidad de repensar los lugares donde las fronteras se crean y reproducen, y tal como la geopolítica feminista ha señalado, la necesidad de centrarse en los cuerpos concretos que soportan y constituyen procesos globales. En este caso, en los cuerpos de estas mujeres la frontera se inscribe y las señala “otras” e “ilegales”, pero es verdad que son sus cuerpos los que sostienen el enorme negocio del narcotráfico.

Si en la primera parte del artículo abordé las relaciones geopolíticas de la lucha contra las drogas, en la segunda me detuve a observar los trayectos que Nidia evoca desde la prisión. El esfuerzo por reconstruir sus movimientos mostró cómo, si bien es cierto que en cuerpos como el de Daniela se depositan poderosos fenómenos que van mucho más allá de su vida, también es cierto que, a pesar de estos, hay mujeres que continúan traspasando los límites nacionales, transportando cocaína y visitando a sus familiares, incluso a quienes están encarceladas. Estas mujeres se desplazan de maneras que la geopolítica no alcanza a entender, marcando trayectos en función de sus propios intereses.

El artículo deja también algunas preguntas abiertas, como asuntos cuya reflexión está hasta ahora insinuada, pero es necesario profundizar. Dentro de estos, el estatus de excepcionalidad de la frontera de la que el cruce de estas dos geografías da cuenta y su relación con Ecuador como país de paso. La geopolítica feminista continúa siendo una entrada analítica absolutamente pertinente para explorar estos otros asuntos y, como hasta aquí he intentado mostrar, una apuesta política por problematizar los efectos que en vidas concretas tiene la “lucha contra las drogas”, la persecución al “terrorismo” o la producción de ilegalidades sobre los cuerpos migrantes.

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1Este trabajo hace parte de la investigación Cerón Cáceres (2018).

2Los flujos migratorios colombianos hacia Ecuador han tendido a aumentar o disminuir según las condiciones internas de cada uno de los dos países. Así, sería importante revisar las transformaciones que, en un panorama más reciente, han traído procesos como la desmovilización de la guerrilla de las FARC o la promulgación de la nueva Ley de Movilidad Humana ecuatoriana de 2017.

3Todos los nombres han sido modificados.

4Manera genérica en que Nidia se refiere a los actores ilegales del conflicto armado, generalmente miembros de la antigua guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).

5Se trató de un ataque de las Fuerzas Armadas Colombianas en la provincia de Sucumbíos, Ecuador, en marzo de 2008. Como consecuencia de ese bombardeo, murieron varios guerrilleros de las FARC, incluido alias "Raúl Reyes".

6La salud pública es el objeto contra el que atentan las personas condenadas por tráfico o venta de estupefacientes, y por el que son condenadas en Ecuador.

Recibido: 26 de Agosto de 2017; Aprobado: 20 de Febrero de 2018

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