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Íconos. Revista de Ciencias Sociales

versión On-line ISSN 1390-8065versión impresa ISSN 1390-1249

Íconos  no.60 Quito ene./abr. 2018

https://doi.org/10.17141/iconos.60.2018.2630 

TEMAS

De salidas y derivas. Anthropological Groove y “la noche” como espacio etnográfico

Of Trips and Drifts: Anthropological Groove and Nightlife as an Ethnographic Space

Sobre saídas e derivas. Anthropological Groove e “a noite” como espaço etnográfico

Gustavo Blázquez* 

Agustín Liarte-Tiloca** 

1* Doctor en Antropología por la Universidad Federal de Río de Janeiro, Brasil. Investigador del Instituto de Humanidades (CONICET-UNC), Argentina. gustavoblazquez3@hotmail.com

2** Licenciado en Antropología por la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. Investigador del Instituto de Humanidades (CONICET-UNC), Argentina. agustinliarte@hotmail.com


Resumen

Este artículo indaga las cuestiones epistemológicas, metodológicas y éticas de prácticas de investigación etnográfica focalizadas en encuentros festivos nocturnos relacionados con música, baile y erotismo en la ciudad de Córdoba, Argentina. En primer lugar, se analizan los sentidos de “la noche” para los sujetos y se describe la diversidad de “noches” que la conforman. Luego, se recupera el procedimiento de la deriva situacionista para el trabajo de campo. Posteriormente, y a partir de algunas viñetas etnográficas, se reflexiona sobre las posibilidades y límites de la “observación participante” en situaciones que involucran gran exposición corporal y experimentación sensorial, algunas veces de carácter ilegal. Por último, el artículo se pregunta por el Anthropological Blues que según Roberto Da Matta caracterizaría al oficio del etnólogo y propone la construcción de un Anthropological Groove capaz de producir conocimiento a partir de la inmersión en el fluir de las situaciones que forman parte de derivas etnográficas.

Descriptores :  noche; etnografía; cuerpo; deriva; sexualidad

Abstract

This article analyses the epistemological, methodological and ethical issues faced during ethnographic research examining nightlife, music, dance and eroticism in Córdoba, Argentina. First off, we conceptualize the meanings that “nightlife” had for the subjects in the research process and describe the diversity of “nights” that we encountered in the research process. Then, we discuss the issue of situationist drift during fieldwork. Subsequently, drawing on vignettes taken from our ethnographies, we reflect on the potential and limitations of “participant observation” in situations involving significant bodily exposure and sensory experimentation, including ilegal activities. Finally, we examine the issue of the “anthropological blues” that, according to Roberto Da Matta, characterize the ethnographer’s work, and Da Matta’s proposal for the construction of an “anthropological groove” capable of producing knowledge from the immersion in the flow of the situations that are part of the “ethnographic drift”.

Keywords: night; ethnography; body; drift; sexuality

Resumo

Este artigo explora as questões epistemológicas, metodológicas e éticas das práticas de pesquisa etnográfica focadas em encontros festivos noturnos relacionados à música, dança e erotismo na cidade de Córdoba, Argentina. Em primeiro lugar, se analisam os sentidos da “noite” para os sujeitos e se descreve a diversidade de “noites” que a compõem. Depois, se recupera o procedimento de deriva situacional para o trabalho de campo. Posteriormente, e a partir de algumas vinhetas etnográficas, refletimos sobre as possibilidades e limites da observação participante em situações que envolvem grande exposição corporal e experimentação sensorial, algumas vezes de natureza ilegal. Finalmente, o artigo se pergunta pelo Anthropological Blues que, de acordo com Roberto Da Matta, caracterizaría o fazer do etnólogo e propõe a construção de um Anthropological Groove capaz de produzir conhecimento a partir da imersão no fluxo das situações que fazem parte de derivas etnográficas.

Descritores: noite; etnografia; corpo; deriva; sexualidade

And you can dance

For inspiration

Come on

I’m waiting

Madonna, “Into the Groove”.1

Introducción

El presente escrito indaga “la noche” como espacio de investigación social. La antropología, la historia, la sociología y otras ciencias sociales se han concentrado en procesos producidos a la luz del día y cuando se han focalizado en actividades nocturnas, como la música y el baile, la noche ha aparecido como el gran telón de fondo de las prácticas estudiadas. Con excepciones, en su oscuridad la noche ha parecido insondable. Como lo abordan Jacques Galinier et al. (2010), diversos estudios sociales han analizado la noche en tanto una suerte de desaceleración del ritmo cotidiano producido en una “temporalidad”, donde las personas permutan sus actividades generales por entregarse al sueño. Esta visión generalizada se reduce a un concepto temporal, olvidando así las dimensiones espaciales y rítmicas de un conjunto de acciones amparadas en la noche. Es así que, con excepciones, la oscuridad nocturna ha parecido insondable.

En este artículo se discuten algunas cuestiones referidas a la práctica etnográfica y los roles de los antropólogos a partir de trabajos de campo focalizados en encuentros festivos nocturnos realizados en la ciudad de Córdoba, Argentina.2 Estas investigaciones se realizaron en el marco del programa “Subjetividades y sujeciones contemporáneas” del Centro de Investigaciones de la Facultad de Filosofía y Humanidades, perteneciente a la Universidad Nacional de Córdoba.3 Específicamente, nos referimos a trabajos de campo en “la noche electrónica”, en “la noche gay” y “fiestas de osos”, así como en “eventos BDSM”, un acrónimo que reúne prácticas de bondage -ataduras e inmovilizaciones realizadas preferentemente con cuerdas-, juegos de roles donde una persona ejerce dominación sobre la sumisión de otra persona, y formas de sociabilidad atravesadas por experiencias de sadomasoquismo.

Este texto indaga las cuestiones epistemológicas, metodológicas y éticas que atravesaron nuestras investigaciones. Para ello se pregunta por estos encuentros festivos nocturnos y el tipo de experiencias propuestas y efectivamente realizadas. También se reflexiona sobre las posibilidades y límites de la observación participante en situaciones que involucran una gran exposición corporal y experimentación sensorial, algunas veces de carácter ilegal.4 ¿Qué ocurría con nuestros cuerpos y con los cuerpos de las demás personas en estos trabajos de campo? ¿Cómo nos constituíamos en tanto cuerpos-en-el-mundo? (Citro 2010).

Con el objetivo de repensar esas preocupaciones, primero se conceptualiza parte de los muchos sentidos de la noche para los sujetos y se describe la diversidad de noches que conformaban este concepto. Luego, a partir de los aportes teórico-metodológicos de Guy Debord y la Internacional Situacionista (IS), se recupera la deriva como procedimiento para la construcción de conocimiento (no solo) “psicogeográfico” durante el trabajo de campo. Posteriormente, y a partir de algunas viñetas tomadas de las etnografías, se reflexiona sobre nuestra participación en performances que implican alterar químicamente la conciencia, el (entre) cruce de corporalidades -como el baile- y otras formas de interacción con “extraños” dentro de los mundos de la noche. Por último, se interroga por el Anthropological Blues que según Roberto Da Matta (1999) caracterizaría al oficio del etnólogo, y se propone la construcción de un Anthropological Groove capaz de producir conocimiento a partir de la inmersión en el fluir de las situaciones que forman parte de derivas etnográficas.5

Algunas consideraciones sobre los trabajos de campo

La primera investigación se realizó entre 2005 y 2010 en clubs, fiestas y boliches6 donde se bailaba música dance7 e incluyó tanto el análisis de la producción artística y comercial como los consumos del público. Esos lugares y gustos se asociaban con jóvenes de edades medias y de las élites locales. Un número importante de participantes eran estudiantes universitarios. Muchos se interesaban por el diseño, la moda, el arte contemporáneo, y estaban atentos a tendencias estéticas emergentes a nivel global. Varios experimentaban con sustancias psicoactivas con el objetivo de transformar su estado de conciencia y otros tantos se distanciaban de la heteronormatividad. Algunos desacoplaban la supuesta relación causal entre caricias homeróticas y una identidad homosexual, mientras que otros se reconocían como gais o lesbianas. La noche electrónica se autorrepresentaba como distinguida, cool y gay friendly8 (Blázquez 2012a).

La segunda etnografía analiza la formación de una noche gay y de un pink market9 hecho de boliches, bares, saunas, clubes de sexo y salas de cine donde se proyectan filmes pornográficos y los asistentes mantienen relaciones sexuales; estos lugares existen desde la década de 1980 hasta la actualidad. Principalmente organizada por y para varones homosexuales, esa noche resultó en sus comienzos un “refugio”. Según relataban nuestros interlocutores, los primeros boliches gay fueron espacios donde pudieron encontrarse con “otros como ellos” y realizar, no sin miedo pero con cierta seguridad, sus deseos homoeróticos. Algunos de esos refugios acogieron sujetos con representaciones de género variables, de distintas generaciones y clases sociales. Otros resultaron más selectivos y solo acogieron a varones jóvenes de edades medias interesados en, y capaces de, autodefinirse como gais. Aunque se presentaban como parte de una vanguardia cultural y sexo-erótica, esos locales bailables perdieron poco a poco su brillo y capacidad de distinción.

Al ritmo de la expansión del mercado de la diversión nocturna y su creciente segmentación, aparecieron nuevos boliches gay. Esos lugares ya no eran tanto un refugio para sujetos y prácticas eróticas homosexuales como una forma de entretenimiento para jóvenes varones y mujeres de edades medias. Si bien la mayoría de los participantes se autoidentificaban como homosexuales, con el correr de la década de 1990 resultó cada vez más frecuente la presencia de parejas y grupos de amigos heterosexuales. Primero como curiosos y luego como asiduos, un número creciente de jóvenes más interesados en la fiesta y el baile que en las identidades sexo-eróticas se reunía en esos locales. Para los primeros años del siglo XXI, la noche gay se presentaba como hetero friendly10 y juvenil (Blázquez y Reches 2011).

Esos cambios no siempre fueron bien recibidos. Ya sea por su edad (“viejos”) o formas corporales (“gordos”), muchos varones homosexuales se sintieron excluidos de los nuevos boliches y abandonaron la noche. Según su percepción, el capital erótico que poseían se evaporaba en un mercado recalentado por el énfasis en la juventud, el cultivo de cuerpos tonificados y la ausencia de vello corporal que remarcaba el desarrollo muscular. A partir del encuentro con la “cultura bear u osuna”11 euro-estadounidense desde mediados de la década de 1990 y comienzos del presente siglo, y dispuestos a recuperar la noche perdida, algunos de esos sujetos comenzaron a producir y frecuentar las fiestas de osos que acompañamos etnográficamente entre 2012 y 2014 (Liarte Tiloca 2014).

A diferencia de los boliches gay, en estas fiestas no se alentaba la presencia de mujeres ni subjetividades trans, con la excepción de unos pocos espectáculos artísticos en fechas especiales. La mayoría de los presentes eran varones de edades medias, muchos de ellos universitarios, que tenían entre 35 y 55 años. Aunque no necesariamente todos se autodenominaban “osos”, primaba el deseo por mantener encuentros homoeróticos con otros varones cuya presentación era entendida como masculina. Su vestimenta era holgada, semejante a la que utilizaban durante el día, de colores terrosos y sin estridencias. La bebida más consumida era cerveza y en varias de las fiestas se ofrecía gratuitamente algún tipo de alimento. Según se esperaba, todo participante además de homosexual debía distanciarse del refinamiento y amaneramiento considerado propio de los gays. La mímesis de una masculinidad hombruna, hirsuta y corporalmente voluminosa era objeto de un gran reconocimiento.

Por último, haremos referencia a un trabajo de campo centrado en eventos BDSM en la ciudad de Córdoba. Desde mediados de 2015, acompañamos fiestas, encuentros y reuniones organizados por, y orientados a, sujetos para quienes la producción de placer se relaciona con el ejercicio de la dominación/sumisión. Esas fiestas se realizaban con una periodicidad variable en distintos establecimientos comerciales de la ciudad, generalmente alejados de los circuitos nocturnos habituales. Aunque había música, la actividad principal era la performance frente a una audiencia de prácticas como ataduras, inmovilizaciones, suspensiones, azotes. Esas reuniones congregan a no más de un centenar de sujetos, muchos de ellos egresados universitarios, de edades variables aunque principalmente entre los 25 y 50 años. La mayoría de las mujeres se identificaban como bisexuales, mientras que un gran número de los varones afirmaba ser heterosexual y solo algunos, entre los cuales conocíamos personas de las fiestas de osos, se identificaban como homosexuales. Si bien la identidad sexo-erótica de los sujetos era objeto de conversaciones habituales y se buscaba afirmar la heterosexualidad -en algunos casos-, ello no imposibilitaba la realización de prácticas entre un varón heterosexual y otro homosexual, o entre una mujer y un varón homosexual. En lugar de acentuar el valor de los genitales y de consagrar a la penetración como el acto sexual de culminación, las prácticas BDSM exploraban otras aristas de la sexualidad. La fuerza del protocolo, la habilidad a la hora de hacer un nudo o usar un látigo, el placer de la marca que deja una soga, la pérdida voluntaria de la agencia o la potestad del cuerpo del otro conmocionaban tanto el binomio varón/mujer como homo/heterosexualidad. Otras identidades como las de “dominante/dómina”, “sumiso” y “curioso”, que en algunas fiestas se indicaban mediante etiquetas autoadhesivas entregadas a los participantes, organizaban parte de los intercambios eróticos (Liarte Tiloca 2017).

Todas las noches, la noche

Como parte de la etnografía en una serie de establecimientos comerciales denominados por los propios participantes como boliches, clubs, o bares, definimos operativamente la noche en tanto entramado complejo de sujetos que derivaban simultáneamente por diferentes circuitos, montaban diversas subjetividades y formas de sujeción, y trazaban puntos en una cambiante trama urbana. Antes que una categoría temporal, la noche resultaba una espacialidad dinámica donde los sujetos se desplazaban, circulaban y aglutinaban para nuevamente dispersarse, de acuerdo con un cierto ritmo que variaba con el correr de las horas, los días y los diversos grupos que se (de)construían como partícipes de esas celebraciones (Blázquez 2014; Blázquez 2012a; Mizrahi 2014). En este sentido, la noche se conformaba a partir de una serie de prácticas de comportamiento y discurso asociadas con tiempo libre, ocio, diversión, música y baile, alegría, éxtasis, frenesí, erotismo y experimentación con otros estados de conciencia. Los sujetos construían la noche como una temporalidad que se extendía mucho más allá del amanecer y se iniciaba bastante antes del atardecer. Su duración no estaba determinada por la ausencia de luz solar. Para quienes la disfrutaban, la noche se producía en oposición a la vida cotidiana y los quehaceres de todos los días. Esa otra vida se (re)presentaba y citaba iterativamente como un tiempo/espacio de la excepción y el peligro, una liberación de las cargas pesadas de los entramados de la rutina, a la vez que una ocasión para la experimentación sensorial y el goce. Así, la noche era una experiencia, una forma particular y efímera de estar en el mundo.

En su formación histórica, la experiencia social de la noche acabó asociada metafórica y metonímicamente con la juventud. Actualmente en Córdoba y otras ciudades argentinas, la mayor parte del público participante y consumidor de la noche puede definirse en términos de edad como joven. En su estudio sobre establecimientos nocturnos en la ciudad de Buenos Aires durante la década de 1990, el sociólogo Marcelo Urresti (1994) analizó esos espacios -llamados en su recorte témporo-espacial como discos- en tanto maquinarias de exclusión de la vejez. Pero también, la mera presencia en la noche parecía asegurar a los sujetos el derecho a autodefinirse como jóvenes, más allá de su edad biológica. Un entrevistado que participaba en la noche dance relató cómo su abuela consideraba a la hija una “vieja” porque no salía a bailar y permanecía en el hogar durante los fines de semana. Según nos contó, ella se sentía y decía joven porque todas las noches de sábado concurría a un “club de abuelos” donde danzaba tangos y ritmos latinos. Cautivada por el baile, esa jubilada de 67 años se complotaba con su nieto de 20 años, en tanto partícipes de un mismo código simbólico, contra su hija de 47 años.

Los sujetos se hacían y decían jóvenes en la noche, al mismo tiempo que se diferenciaban a partir de preferencias estéticas, prácticas eróticas, consumos culturales, edades, posiciones de clase y fenotipos racialmente concebidos, y se integraban en distintas noches. El conjunto de prácticas, discursos e imaginarios asociados con el divertimento nocturno, el ocio, el consumo de sonoridades, ritmos, sustancias psicoactivas, ropas y otras mercancías utilizadas para la construcción de una cierta “presentación de sí” (Goffman 1993) hacían de las noches importantes dispositivos de construcción performativa de subjetividades y sujeciones. Como parte del proceso, una serie de imágenes se naturalizaban y se convertían en estereotipos que asociaban géneros musicales, prácticas coreográficas, públicos y lugares.

Bajo estas premisas, distinguimos distintas “noches” en la noche de la ciudad de Córdoba durante las primeras décadas del siglo XXI. Una de ellas, centrada en los bailes de cuarteto, se identificaba con los sectores populares, mientras que otra, relacionada con los clubes y la música dance, lo hacía con los jóvenes de élites. La primera se emplazaba en zonas consideradas gubernamentalmente peligrosas y la última se distribuía en zonas céntricas o cercanas a barrios distinguidos de la ciudad, donde también se desplegaban otras noches asociadas con géneros musicales como el folclore latinoamericano y el rock o el reggae, considerados propios de estudiantes universitarios. En otras ocasiones, las escenas se asociaban con las prácticas eróticas de los agentes (noche gay o BDSM), con su origen nacional (la noche peruana), o con la edad como en los clubes de abuelos o las matinés para los adolescentes.

Los sujetos con quienes trabajamos enlazaban diferencialmente algunas de esas noches. Con sus desplazamientos, los agentes trazaban circuitos que variaban de acuerdo con distintos factores. Entre esos componentes identificamos algunos que actuaban continuamente, como los gustos musicales, las preferencias eróticas, la edad y otros, no menos eficaces pero más idiosincráticos, como la inauguración de nuevos lugares, la oferta de festivales que reunían distintos artistas, el dinero disponible o el nivel de intoxicación psicotrópica y alteración del estado de conciencia. Las compañías también modificaban esos circuitos. La noche que se compartía con amistades difería notablemente de la que se experimentaba junto a una pareja sexo-afectiva. Mientras en el primer caso solían frecuentarse distintos lugares y noches para dar lugar a una experiencia de caravana, en el segundo los protagonistas se concentraban en un único lugar y protagonizaban una “salida”.

Tras y junto con su “juvenilización” y capacidad para reunir diferencialmente a los sujetos, la noche se transformó (no solo) en Córdoba en un espacio-tiempo donde se hacía Estado. La administración, el control y la regulación de las prácticas asociadas con la diversión nocturna realizaban distintas formas de gobierno. A partir de diferentes acciones “de protección”, de habilitación y fiscalización, se formaban cuerpos de especialistas y se engrosaban las burocracias estatales (Tamagnini 2015; Tamagnini y Castro 2016). Esas acciones tomaban distintos formatos. Algunas de tipo punitivo, como las multas pecuniarias por el quebrantamiento de alguna norma, otras de carácter extorsivo, como las coimas pagadas en pos de obtener la habilitación o impedir la clausura de un local, o preventivo, al modo de las campañas de educación vial y concientización sobre el consumo de alcohol, orientadas especialmente a jóvenes.

Como experiencia, la noche y las distintas noches o escenas donde se realizaban podían describirse como performances culturales fragmentadas en ritmos cohesionados.12 A un primer momento de “calentamiento”, llamado “la previa”, que ocurría (generalmente) en el espacio doméstico con el objetivo de transformar el estado de conciencia y “ponerse a punto”, le seguía la salida a la calle. En búsqueda de diversión, los sujetos acababan concentrándose en locales comerciales privados regulados por los poderes públicos. En un ambiente que transformaba las condiciones de percepción habituales a partir de la manipulación de la iluminación y los sonidos, un conjunto de especialistas se encargaba de gestionar las emociones para producir una experiencia extática y generar una “communitas” (Turner 1974) en el momento más “caliente” de la performance. A veces, y por un instante, los participantes se (re)(des)conocían. La “magia de la noche” se había hecho presente. Indefectiblemente, a una hora marcada por las ordenanzas municipales, la música y toda actividad festiva se detenía y se iniciaba la desconcentración, el regreso al hogar y el “enfriamiento”, mientras se comenzaba a soñar nuevamente con volver a reunirse e imaginar la próxima salida nocturna. Algunas veces, o para algunos sujetos, ese ritmo volvía a repetirse cuando iban en búsqueda de lugares que funcionaban hasta horas del mediodía y más allá. En un loop,13 o movimiento recursivo, la noche se hacía nuevamente en los after hours.14 En esos establecimientos se repetían, siempre iguales y siempre diferentes, las performances que antes se habían producido en el boliche, el bar, el club electrónico o el baile de cuarteto.

En un permanente movimiento sistólico y diastólico, la noche comenzaba cuando terminaba. En ese palpitar, a través de discursos, performances y coreografías, los sujetos montaban distintas noches. Una y múltiple a la vez, la noche se componía de distintas escenas donde, en un constante vaivén, se (re)producían iterativamente y experimentaban lúdicamente procesos de autoidentificación y heteroimputación de categorías de clasificación social, racial, de edad, sexo-eróticas y estilísticas (Blázquez 2012c; Liarte Tiloca 2015; Bruno 2014; Bianciotti 2015; Reches 2015; Laguarda 2005).

Situarse en la noche: derivas de la observación participante

Si la etnografía puede definirse por su vocación de captar el flujo de la acción social (Geertz 2003), cabe preguntarse cómo realizar esa tarea en la noche, constituida por escenas diversas, particulares trayectos espaciales, ritmos y devenires de identidad en continua transformación. Una posible respuesta está en los aportes formulados por la Internacional Situacionista (IS), organización formada en 1957 a partir de la fusión de pequeños grupos de artistas y activistas políticos como la Internacional Letrista (IL), el Movimiento para una Bauhaus Imaginista (IMBI), el Comité Psicogeográfico de Londres (LPA) y el Grupo CoBrA (Jappe 1998).15

La praxis propuesta por la IS articulaba la herencia de ciertos movimientos de vanguardia como el surrealismo, una relectura del marxismo ortodoxo y un interés por prácticas hedonistas y libertarias asociadas con fiestas y revueltas populares. Enunciados como “la imaginación al poder” y el énfasis en la creatividad, el deseo, las formas de dominación y la capacidad productora de placer daban cuenta de esas conjunciones (Perniola 2008; Plant 2008). Sus miembros, como Guy Debord o Raoul Vaneigem, esbozaron una teoría del ocio y el aburrimiento capaz de dar cuenta de la dimensión política del entretenimiento, de reconocer la puesta en escena espectacular de los imaginarios sociales y demostrar cómo lo que puede ser real es más significativo y deseable que aquello que existe.

Entre las acciones de la IS cabe destacar la publicación de la revista Internationale Situationniste entre los años 1957 y 1969. En el segundo número, de 1958, Guy Debord publicó su Théorie de la dérive, un breve texto donde define a la deriva como un método para la producción de conocimiento de y en espacios urbanos. Según su propuesta, la misma resultaba “una técnica de paso ininterrumpido a través de ambientes diversos” (Debord 2010, 197) que se realizaba de manera preferentemente grupal y bajo un mismo estado de conciencia. Aunque el propio autor señaló, y sin brindar mayores explicaciones al respecto, que las últimas horas de la noche no eran generalmente adecuadas para la deriva, nosotros optamos por desoír el consejo y nos propusimos expandir el método situacionista más allá de las temporalidades indicadas.

La deriva situacionista citaba y transformaba distintos modos de recorrer las ciudades y sus espacios. A diferencia del paseo y el turismo, no buscaba la distracción. El procedimiento no se consideraba parte de las actividades del tiempo del ocio sino “un comportamiento lúdico-constructivo” (Debord 2010, 197) destinado a producir conocimiento sobre la vida urbana. La deriva no sigue recorridos precisos ya demarcados de antemano como lo que hoy llamaríamos “corredores culturales” o circuitos preestablecidos por las “guías” de las ciudades. Por el contrario, la deriva se proponía como un método de concentración que permitía observación y análisis del espacio.

Otra forma de desplazamiento como el deambular sin metas, técnica utilizada por los surrealistas, se encontraba en las antípodas de la deriva. Mientras que para el primero el azar cumpliría un rol fundamental en la organización de los movimientos, para la técnica situacionista el azar resultaba una acción “naturalmente conservadora” (Debord 2010, 198). En tanto procedimiento unitario, la deriva no descarta la participación de las contingencias en la determinación de las direcciones de desplazamiento. Pero, alerta del uso ideológico reaccionario por parte de los surrealistas, se vale del azar como factor de disrupción capaz de alterar certezas y desestabilizar marcos interpretativos. En la deriva, el movimiento se orienta a partir del conocimiento del espacio y no de la casualidad que se utiliza para poner a prueba ese propio conocimiento y sus determinaciones socio-históricas. Una de las reglas propuestas por Guy Debord incluía establecer “las bases y cálculo de las direcciones de penetración” (Debord 2010, 199) en el campo espacial fijado de la deriva. En nuestro uso del procedimiento reducíamos la participación del azar a partir de la definición de propósitos específicos o cuestiones previas al inicio de la deriva como observar el uso de los baños, la barra de venta de bebidas, el registro de los cambios en iluminación o la musicalización durante las fiestas.

El método situacionista se proponía un objetivo preciso: desarrollar, de manera lúdica, el conocimiento “psicogeográfico” de la ciudad en el marco de las transformaciones capitalistas.16 De acuerdo con el análisis debordiano, los mapas que ofrece la administración estatal serían insuficientes para conocer la ciudad. Esas representaciones basadas en las distancias geográficas, la geometría euclidiano-funcionalista y la compartimentalización de las ciudades no toman en cuentan la existencia de otras distancias ni de los efectos psicológicos que la ciudad produce en sus habitantes. Si, en las palabras de Carl Marx que Guy Debord retoma en su texto, los humanos no podemos ver a nuestro alrededor más que nuestros rostros y todo nos habla de nosotros mismos, de modo tal que hasta el paisaje está animado, la deriva aparece como la posibilidad de conocer críticamente ese paisaje. En la lectura situacionista, el espacio aparece como una mercancía animada por el fetichismo y los diferentes lugares de la ciudad performatizarían distintos sentimientos y emociones capaces de construir otros mapas. La deriva busca recorrer la ciudad de otra manera capaz de reconocer las “placas giratorias psicogeográficas” que la organizan, examinar las zonas de coalición y erupción, y disminuir los márgenes fronterizos “hasta su supresión completa” (Debord 2010, 200). En una sociedad que privilegió el valor de cambio e hizo del espacio una propiedad, el procedimiento situacionista privilegiaba el valor de uso de la ciudad.

Con sus variaciones de contextos, la deriva supo adoptar otros nombres manteniendo en menor o mayor medida el valor semántico de la práctica. Para escenarios latinoamericanos, el antropólogo argentino Néstor Perlongher (1993) retomó la categoría en su estudio sobre la prostitución masculina en São Pablo, Brasil, durante la década de 1980. En los desplazamientos de estos varones, el autor describió la draga como una forma característica de moverse por ciertas áreas de la ciudad.17

La draga suponía una circulación por plazas, calles y diversos locales mercantilizados, donde sus participantes erigían tecnologías de reconocimiento y disimulo. La práctica conllevaba una doble implicación. Por un lado, acarreaba salir en búsqueda de un contacto sexual mediado por el intercambio de algún bien como forma pago por la juventud y masculinidad de los michés o prostitutos. Por otro, definía un deambular que no denotara ansiedad o desesperación, una forma de estar que permitía a los sujetos transitar sin delatarse frente a extraños. La posibilidad de concretar un encuentro, analiza Perlongher, se relacionaba con la capacidad de diferenciar entre quiénes se encontraban en la draga y quiénes transitaban por la zona sin ser partícipes de la búsqueda erótica. Esa separación se efectuaba a partir del uso de un juego corporal específico, enfatizando las miradas, vestimentas y ademanes que delataban la participación en ese deambular, siempre oscilante entre el azar de la aventura y el cálculo razonado por el descubrimiento de posibles pares.

Una suerte de discreto secreto a voces sobre las prácticas erótico-sociales que esos varones recreaban en espacios públicos generaba una particular cartografía de la ciudad. Para dar cuenta etnográficamente de esa “psicogeografía” deseante, la apuesta metodológica de Perlongher supuso sumergirse en las aguas de la draga y, en su “paseo esquizo”, (Perlongher 1993, 79) decodificar la información presente en los cuerpos y la espacialidad que permitía a los sujetos convertirse en “entendidos”.

En nuestros trabajos etnográficos, retomamos en distintas oportunidades la deriva como método de producción de conocimiento a partir de las emociones y las espacialidades urbanas. Por ejemplo, realizamos entrevistas no directivas y biográficamente centradas con varones que participaban en la que denominamos noche gay, caminando por las calles y lugares que los sujetos nombraban. De este modo, dejándonos llevar por los pasos y palabras de nuestros interlocutores, apelábamos al uso de la memoria espacial para organizar las direcciones de la deriva. Los recuerdos festivos, las sorpresas ante las transformaciones edilicias y las (des)orientaciones reconstruían la trama urbana. A través de los relatos producidos en ese andar por la ciudad, (re)delineamos una cartografía mediada por códigos semejantes a los que organizaban la draga paulista.

Un segundo uso del procedimiento situacionista se dio durante la observación participante en fiestas nocturnas en locales comerciales. Enfrentados a la tarea de conocer cómo las personas se distribuían y usaban el espacio, y cómo se hacía un tipo particular de sujeto en relación al lugar que ocupaba, pusimos en juego una modalidad de deriva que podríamos describir como microscópica. Primero deambulamos azarosamente, solos o en compañía de otros, atentos a los diferentes espacios que proponían los bares y boliches frecuentados (barra, baños, pistas de baile) o que se construían por medio de variaciones en los ritmos musicales o cambios en las tonalidades de las luces. Posteriormente, y cada vez más orientados por el conocimiento psicogeográfico que elaborábamos en la repetida participación en los lugares, analizamos las experiencias festivas que los sujetos montaban a partir de los usos de los espacios.

Sumergidos en los devenires de esas derivas, en un doble rol de antropólogos y participantes de las fiestas, nuestros cuerpos se encontraban practicando aquello que observábamos hasta convertirnos en consumidores consumidos por las noches que estudiábamos etnográficamente.

Preparar el cuerpo

Una cuestión que se nos planteó en la práctica de la “deriva” fue hasta dónde podíamos dejarnos llevar por “las solicitaciones del terreno y los encuentros que a él corresponden” (Debord 2010, 199). En otras palabras, ¿cuáles eran los límites de la participación etnográfica? En un primer momento debimos enfrentarnos con las autorizaciones que estábamos dispuestos a darnos con base en las propias representaciones morales, eróticas y estéticas. ¿En qué prácticas (no) nos involucraríamos? ¿Hasta dónde nos desnudaríamos, literalmente, en las noches festivas observadas? ¿Qué pasaría con los besos, las caricias y otros juegos de seducción? ¿Qué sucedería cuando nuestra participación en performances socioeróticas fuera requerida, cuando no demandada?

Luego, pensamos en las implicaciones metodológicas de ese “dejarse llevar” propuesto por la “deriva”. Es así que nos preguntábamos: ¿debíamos permanecer conscientes o podíamos permitirnos entrar en otros estados de conciencia a partir del uso de sustancias psicoactivas? ¿Qué valor tenía mantenerse consciente en un flujo de acción que, muchas veces, buscaba intencionalmente la experimentación con otros estados de conciencia? ¿Cómo preparar el propio cuerpo para la deriva? Para dar cuenta de algunas de las reflexiones que ensayamos frente a esas preguntas, nos valdremos de situaciones planteadas en nuestros trabajos de campo18.

Sacarse la camiseta

En algunos encuentros festivos, la desnudez no implicaba un despojo total de las prendas de indumentaria, aunque sí el frenesí de los torsos y espaldas al descubierto. En este sentido, traemos a colación una escena propia de las fiestas de osos organizadas en un bar de la ciudad de Córdoba desde finales del año 2010 hasta comienzos del año 2014.

Esas celebraciones convocaban a varones homosexuales que se autoadscribiesen a la categoría “oso” o que se sintiesen atraídos por ellos. Los osos proponían procesos de subjetivación que implicaban un alejamiento de lo que consideraban una homogeneización de la homosexualidad plasmada en la figura del gay en tanto sujeto joven, de comportamientos amanerados, cuerpo delgado, lampiño y tonificado por prácticas gimnásticas, preocupado por la moda y que asistía a locales llamados boliches. En contraposición, ellos decían cultivar una presentación personal masculina y erotizaban una corporalidad donde se destacaban las formas redondeadas, voluminosas e hirsutas.

En la deriva por las noches osunas, vivenciamos durante el año 2012 una práctica que interpretamos como incitadora de la aceptación y erotización de las corporalidades gordas, peludas y añosas a partir de una particular forma de hacer uso de la pista de baile. Una “explosión”, como dijera Nicolás, estudiante universitario de 20 años y consumidor asiduo de estos eventos, que consistía en quitarse las camisetas o desprenderse los botones de las camisas. Al promediar la noche, cuando la fiesta estaba en su momento más “caliente”, algunos varones desnudaban su torso e invitaban a otros a despojarse de sus vestimentas superiores con palabras como “dale, anímate. Vas a ver que está bueno”. Esos promotores, algunos relacionados con los organizadores de la fiesta, bailaban brevemente con otros varones y los estimulaban a continuar la posta. Quienes accedían, adoptaban en su mayoría una composición coreográfica en la que un varón se ubicaba detrás de otro, espalda y panza unidos, mientras sus manos acariciaban la zona pectoral de su compañero.

Desde nuestro punto de vista, esa experiencia fue relevante durante la investigación en cuanto al trazado de un límite a la participación. Durante una de las fiestas, uno de los asistentes se acercó, para tomar la camiseta de uno de nosotros por el borde inferior y trató de izarla levemente por encima de la cintura a lo que hubo un no rotundo como respuesta. En un primer momento, un sentimiento de vergüenza fue lo que impidió entrar en la acción, pero luego comprendimos que también se trataba de una falta de costumbre por ver personas mostrando alegremente un físico ajeno a ciertos patrones hegemónicos de belleza esbelta y magra.

En un regreso al aprendizaje de la metodología antropológica y la pesquisa etnográfica, ese sentimiento -tanto vivido como posteriormente compartido en conversaciones- nos permitió reflexionar sobre la importancia de ubicarse a uno mismo como un sujeto presente en el trabajo de campo. No se trataba, pues, de permanecer como observadores carentes de marcadores sociales que nos distinguieran o asemejaran con las personas participantes de las noches pesquisadas.

La cuestión no era desnudarse o continuar vestido. El problema era cómo producir un “conocimiento situado” (Haraway 1995) que brindara las posibilidades de pensar, como lo hace Camilo Braz (2007), en los avatares del devenir un cuerpo deseable. En otras palabras, no solamente investigábamos sobre prácticas eróticas sino que, en medio de la deriva, también podíamos ser vistos como sujetos productores de erotismo. Además de pensar en nuestros pudores, la recusa a fundirnos en la práctica de los sujetos de la investigación nos llamó la atención sobre las propiedades que hacían de nuestros cuerpos, un “cuerpo que importa” (Butler 2010), una forma anatómica digna de ser desnudada. A su vez, ello nos llevó a preguntarnos por quiénes eran invitados y, por contrapartida, a quiénes no se les cursaba esa invitación.

Ir al after

Algunas veces, nuestra participación en los after hour era la última estación de una larga noche que había comenzado 12 horas antes, con la previa, y la posterior asistencia a un club local donde escuchábamos música electrónica y bailábamos al compás de aquellas sonoridades. En esos casos -generalmente- nos enrolábamos en los consumos de “amigos” del trabajo de campo hasta que, todos juntos, en un ritmo más o menos acompasado y potenciado por el DJ19 de turno, quedábamos “de la cabeza”. Ese estado suponía abandonar, parcialmente, la lucidez asociada con la vida cotidiana, equiparable al “estar de cara”, en pos de la construcción de un yo que desbordaba los límites de la propia piel.20

En ese contexto, nos preguntamos qué conocimientos podían elaborarse a partir de esa particular experiencia compartida con los sujetos de la etnografía, especialmente la “communitas espontánea” (Turner 1974) que se daba en la pista de baile, donde al menos momentáneamente parecían desdibujarse las diferencias entre los participantes. ¿Cuál era el valor de las observaciones que se realizaban en un estado de conciencia diferente al que promueve y exige el método científico? ¿Cómo se podía utilizar esos registros? Los escritos de Walter Benjamin (2010) sobre el uso de hachís ofrecían una importante enseñanza. Para el autor, la posibilidad de generar un conocimiento nuevo no surgía de la experiencia narcótica en sí, sino de la reflexión subsiguiente que se realizara sobre ella. Compartir un mismo estado de alteración de la conciencia resultó una condición muchas veces necesaria para realizar la deriva y adentrarnos en la psicogeografía” de los lugares. Pero fue el análisis posterior de esas experiencias lo que permitió conocer la corporalidad extática que se construía en los after.

En otras oportunidades, y con el objeto de controlar el azar que se identificaba con el “estar de la cabeza”, participamos en algunos after sin pasar por todas las estaciones previamente narradas. En esas ocasiones, dormíamos cerca de la medianoche y despertábamos alrededor de las cinco o seis de la mañana. Vestíamos “de noche”, comíamos un yogur y partíamos hacia el lugar donde encontraríamos a los “amigos” que hacía varias horas estaban de fiesta.

Las experiencias y registros de campo de ambas situaciones resultaron muy diferentes. En el último caso, la falta de preparación hacía muy difícil la práctica del baile o aceptar la invitación a compartir una bebida alcohólica -aunque el yogur ayudaba para asentar el estómago-. El cuerpo se encontraba, por decirlo de algún modo, “fuera de onda”, situación entendida como una falta de sintonía con lo que allí ocurría. Cuando estaba “de cara”, las interacciones se empobrecían y había que obligarse a permanecer en el lugar. En esos momentos era difícil no sentirse un extraño y de alguna manera uno se convertía en una especie de etólogo que estudiaba los raros rituales de una especie animal. Esa sensación se patentizó con toda su fuerza cuando, en el after de peor reputación de la ciudad, la música dejó de sonar por algunos minutos aunque la mayoría de los bailarines pareció no notarlo y continuaron agitándose al ritmo de unas sonoridades que existían solo en los cuerpos.21

Distanciados del estado de conciencia que reclamaba la experiencia del after, en esos momentos se conseguía observar de modo más “objetivo” lo que ocurría, como los movimientos bamboleantes e inseguros de algunos bailarines, las formas de comunicación no verbal, las reglas de proxemia y kinesis.22 También se podía observar cómo quienes atendían la barra vendían las entradas, trabajaban como personal de seguridad, tendían a permanecer “de cara”, para así ejercer algún control sobre las actividades del público. Sin embargo, el placer, el éxtasis y el tono afectivo “caliente” de los encuentros y el calor de los cuerpos se desvanecían.

Un poco de sexo

Los ejercicios de deriva también plantearon cuestiones relacionadas con intercambios eróticos como besos, caricias, roces. ¿Qué (no) debíamos hacer? ¿Cuáles eran los límites entre observar y ser un voyeur? ¿Cómo practicar la observación participante cuando se realiza una etnografía interesada en la sexualidad? Estas cuestiones parecían más complejas de resolver que las anteriores, en tanto muy diversos discursos, incluido el científico, recubren las prácticas eróticas de un cierto brillo y valor que las hace “más significativas” que otras. En relación con imaginarios sociales sobre el sexo como una escena obligadaa permanecer recluida al ámbito de lo privado y secreto, la tradición antropológica solo con excepciones reflexionó sobre la sexualidad en el campo (Kulick y Wilson 1995; Lewin y Leap 1996; Lacombe 2009; Díaz-Benítez 2013; Langarita 2015).

Además de las complicaciones que acarreaban nuestras representaciones victorianas (Foucault 2011), otras cuestiones importantes aparecían cuando se trataba de la participación en prácticas sexo-eróticas y genitales. Al implicar necesariamente a un otro, esas prácticas obligaban a una consideración ética diferente de aquellas puestas en juego a la hora de aceptar o convidar un trago de cerveza, compartir un cigarrillo o el consumo de psicotrópicos.

De acuerdo con las reglas que trazamos para la deriva etnográfica, definimos como una grave falta metodológica y ética participar en prácticas de seducción o mantener intercambios eróticos con el objetivo de obtener informaciones sin que los compañeros sexuales supieran de nuestra identidad profesional y objetivos científicos. No se trataba tanto de no tener sexo y “reprimirse”, como de evitar los intercambios eróticos sin una previa explicación de nuestra posición como investigadores. Según entendemos, esas situaciones configurarían un engaño o instrumentalización del otro sin que mediara su consentimiento e implicaba una ruptura del contrato, más o menos explícito, entre pesquisador y sujetos en el campo.

Esa prescripción se volvía inaplicable en escenas atravesadas por el sexo anónimo como las que se configuraban en el dark room.23 En la oscuridad de esos cuartos, era literalmente imposible observar a partir del sentido de la vista de modo que, para mantener el imperativo etnográfico de la observación in situ, debíamos apelar a otros sentidos. Nuestros cuerpos entraban en contacto con otros cuerpos produciendo roces y fricciones que fácilmente podían ser interpretados como eróticos por las personas involucradas y para nosotros mismos. Debido a que la lógica de esos espacios no contemplaba la conversación previa al encuentro carnal, cualquier tipo de verbalización acerca de nuestro interés etnográfico era imposible o carente de sentido. Una vez más, como en el after, la separación entre los participantes se borraba en medio del éxtasis orgiástico y como parte de la deriva nos dejamos llevar por “las solicitaciones del terreno” (Debord 2010, 199).

Para dar cuenta de esa situación, extendimos las reflexiones benjaminianas sobre la experiencia narcótica a la erótica y entendimos que cualquier conocimiento posible a partir de estar en el dark room emergería de la reflexividad. Pero también, como explicaron Patricia Aschieri y Rodolfo Puglisi (2010), esas observaciones participativas generaron un conocimiento que fue ante todo corporal. Nuestro cuerpo, como en una cierta tradición de las ciencias médicas, devino medio de experimentación y objeto de observación.

Participar por pedido

Un último escenario se planteó en la deriva por eventos socio-eróticos llamados por sus participantes como noches BDSM. En esos encuentros se experimentaba, en palabras de Michel Foucault (1984), un proceso de erotización de relaciones estratégicas de poder que posibilitaba la dislocación de aquellas zonas corporales hegemónicamente consideradas erógenas. En ese proceso, donde participaban cuerpos y objetos que funcionaban como una extensión prostética de la piel (Gregori 2016), se trazaban otras cartografías posibles del placer. Entonces surgía la pregunta: ¿cómo dar cuenta de esa psicogeografía BDSM?

En esos encuentros, una de las reglas cardinales implica el trazado del consenso explícito entre los sujetos antes de una sesión, categoría que denota el recorte témporo-espacial en el cual se realizaban algunas de las acciones descriptas anteriormente. Para ello, y como forma de introducir simbólicamente el estatus de cada concurrente, se entregaba en el ingreso una tarjeta autoadhesiva donde figuraba el nombre escogido para presentarse y un color que indicaba la preferencia de la persona. El rojo era utilizado para autodenominarse dominante/dómina; el blanco para señalar que se prefería asumir una posición sumisa; y el azul para otras formas de interactuar como switch, es decir, persona que disfruta de ambos roles, dependiendo contextualmente con quién se relacionara, o para la categoría de curioso (Liarte Tiloca 2017).

Esta última categoría era aplicada a personas interesadas en el BDSM pero sin un aparente conocimiento empírico de las prácticas. Esa condición revestía dos propiedades opuestas pero a la vez complementarias. Por un lado, las personas curiosas eran esperadas para ampliar el número de participantes en los encuentros y expandir, así, el conocimiento sobre estas formas de sociabilidad y erotismo. Por otro lado, también representaban un cierto peligro dado que, quienes insistían en permanecer como curiosos, podían devenir molestos fisgones poco interesados en integrarse a las acciones que hacían a la lógica de las celebraciones.

Atentos a esa tensión, presumimos que nuestra “curiosidad” etnográfica y la pura observación que la acompañaba pronto serían puestas en jaque. Así fue que un día, antes de asistir a una de las fiestas, uno de los organizadores pidió expresamente a uno de nosotros que “hiciera algo”, es decir, que participara en alguna de las prácticas durante la noche BDSM. No era posible, a riesgo de poner en peligro la continuidad del trabajo de campo, negarse a participar debido a las imágenes victorianas que mencionáramos anteriormente sobre el sexo u otras prácticas eróticas. Más bien, se trataba de poner sobre el tablero las propias nociones de pudor, ya cuestionadas en las fiestas de osos, y discutir la posición del investigador. El color de nuestra tarjeta debía cambiar y uno de nosotros debía aceptar formar parte de una sesión de bondage.

La integración activa en las performances que a la vez se pesquisaban posibilitó ingresar en lo que Allan Wine Santos Barbosa (2016) llamó el circuito de intercambios que supone la etnografía. Cuando se abandonó la figura del curioso y se participó en diferentes sesiones fue posible sumergirse en la praxis comunicativa del trabajo de campo, con sus formas y límites particulares de participación. Adentrarse en el flujo de las acciones que daban sentido a esas noches y comenzar a ser vistos como practicantes significó entrar en otra deriva por espacios BDSM, por su arquitectura específica y por la geografía corporal que esas experiencias trazaban (Weiss 2012). Nuevamente el cuerpo deseante en medio de una experiencia de “communitas espontánea” que reformulaba los límites del yo devenía medio de experimentación y objeto de observación.

Anthropological Groove

Nuestras experiencias en el cultivo de una etnografía de y en la noche nos llevaron a problematizar el Anthropological Blues como parte del oficio etnográfico.24 Ya no se trataba solo de “recuperar el lado extraordinario de las relaciones investigador/nativo” (Da Matta 1999, 177) ni de objetivar nuestra posición subjetiva y determinar la posición del investigador, según sugiere la etnografía crítica (Madison 2012). Las noches que nos tenían como etnógrafos invitaban a abandonar el Blues o nostalgia para entrar en un Anthropological Groove.

En el trabajo de campo, ingresamos en el fluir o Groove de las relaciones y performances festivas, musicales, coreográficas y eróticas que (trans)formaban a quienes participábamos en las noches. La puesta consistía en tratar de capturar el vaivén continuo y contradictorio del vivir que compartíamos con quienes nos encontrábamos en las diferentes salidas nocturnas. Como parte de ese proceso sentimos vergüenza, danzamos frenéticamente, nos extasiamos y excitamos, e incluso experimentamos cómo se disolvía, momentáneamente, el binomio sujeto investigador/sujetos investigados. Al incorporar el objeto de estudio y seguir sus ritmos, desde la previa al after hour, fuimos absorbidos por él. Muchas veces, las mismas moléculas, sonoridades, formas lumínicas, imágenes, prácticas eróticas que excitaban a los sujetos (re)corrían nuestros cuerpos y los estremecían.

El Anthropological Groove, antes que distanciamiento y cultivo de una “perspectiva”, propone una epistemología de inmersión. Para su puesta en práctica, echamos mano a la deriva situacionista con su doble énfasis en el azar y el cálculo, a la vez que en el carácter lúdico y constructivo del procedimiento. Derivar como etnógrafos supuso la determinación de líneas de penetración en el territorio de la noche. Algunas de esas direcciones las trazamos a partir del borroneo de los límites del yo, de la fusión de una experiencia de communitas o “de la cabeza”. Otras se hacían “de cara”, vigilando nuestra subjetividad victoriana y tratando de determinar con precisión los objetivos e intereses político-epistemológicos de la pesquisa.

En esas derivas etnográficas, procuramos integrarnos en el fluir de las noches tanto como construir una reflexión capaz de distanciarnos de sus encantos. Como propuso Norbert Elias (1990), se trataba de producir escenarios donde compromiso y distanciamiento no funcionaran a modo de polos opuestos e independientes, sino como parte de un mismo movimiento. Antes que momentos (método)lógicos atrapados en una estable relación dialéctica que nos conduciría al “descubrimiento” de la verdad(era) noche, a su explicación o interpretación, el Anthropological Groove se valía del montaje de experiencias. La fiabilidad del método no dependía tanto de sus reglas sino “de la casualidad de poder desalojar hábitos profundamente arraigados dentro de la corporeidad del ser del sistema nervioso” (Taussig 1995, 22).

Retomando la noción de “atención flotante” que Sigmund Freud (1986) propusiera en 1912 para describir el estado de conciencia del analista que procura no privilegiar ningún elemento del discurso, proponemos llamar “cuerpo flotante” al tipo de experiencia que requiere el Anthropological Groove. Ese cuerpo debía situarse, es decir, saber sobre su posición y hacer saber acerca de sus intereses científicos. Pero, al mismo tiempo, debía fluir y entrar en la serie de interacciones, consumos y prácticas que (trans)formaban las noches pesquisadas. Su construcción suponía el cultivo de una “doble agencia” (Hastrup 1998) semejante a la de los actores y artistas del arte de la performance. Como etnógrafos, debíamos aprender a montar e interpretar dramáticamente los distintos personajes que encarnaban ese “cuerpo flotante”. Algunas veces, esa doble posición y agencia se tornaba difícil de sostener, como cuando estábamos “de la cabeza”, buceando en un dark room, o enredados en una sesión de bondage. Según señalamos, las reflexiones benjaminianas sobre la intoxicación narcótica resultaron de gran utilidad para conceptualizar y recuperar analíticamente esas experiencias donde el personaje y el actor se fundían en un mismo groove. La posibilidad de construir conocimiento a partir de esas inmersiones residía en la acción recursiva de volver sobre lo ya vivido.

A diferencia del Anthropological Blues, el cambio rítmico y de humor que proponemos para el oficio etnográfico desconfía de la capacidad de transformar lo exótico en familiar y viceversa. Conducir la práctica de la antropología into the groove nos permitió sacudirnos de encima esos dualismos y sus consiguientes ilusiones, peligros, trucos político-epistemológicos y trampas metodológicas. Devenir “cuerpos flotantes” en medio de derivas etnográficas transformó las reglas y los fines del oficio. Nuestra tarea como etnógrafos ya no podía reducirse a hacer comprensible las experiencias de los sujetos con quienes nos relacionábamos durante el trabajo de campo. La inmersión en las prácticas y cuerpos de los sujetos de la investigación nos colocaron en situaciones donde la operación antropológica de explicar lo inexplicable perdía su valor. Tratar de esclarecer la “magia de la noche”, su seductor encanto capaz de atraer y poner en relación a tantos sujetos, de reunirlos y separarlos, solo podía denunciar la propia futilidad del ejercicio. Lo mismo ocurría si buscábamos iluminar el brillo ominoso del dark room, traducir la alquimia entre placer, poder y dolor que se producía en las sesiones BDSM o hacer comprensible el conocimiento corporal y la sensibilización propioceptiva asociada con las modificaciones del metabolismo de ciertos neurotransmisores que generaban actividades aeróbicas como la danza o drogas de diseño como el éxtasis.

El derroche, el delirio, las hipérboles, el gasto improductivo (Bataille 1987), las conexiones nerviosas, el placer y, también, la violencia que se (des)ataban en la noche mostraban la presencia de algo que excedía y escapaba a los intentos de reducción a un orden tanto por parte de las teorías que manejábamos como de los sujetos de la investigación. Bajo la influencia del Anthropological Groove, el oficio etnográfico consistía en construir un “cuerpo flotante” atento a los excesos, capaz de entregarse a ellos y de cruzar las fronteras que lo separaban de los sujetos de la investigación, pero también capaz de recuperar esas experiencias para la renovación crítica del análisis social.

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1[Y puedes bailar Por inspiración Ven Estoy esperando] Madonna, “En ambiente”. Traducción Íconos.

2La ciudad de Córdoba es la capital de la provincia homónima y la segunda ciudad argentina más densamente poblada. Aloja una antigua y prestigiosa universidad que atrae un importante número de jóvenes de distintas regiones del país y naciones vecinas. Además de estudiantil, la ciudad cuenta con una destacada actividad industrial.

3El programa, coordinado por Gustavo Blázquez y María Gabriela Lugones, reúne un conjunto de investigaciones que analizan la dimensión performativa de representaciones sociales –actuaciones administrativas estatales, prácticas educativas y sanitarias, formas de divertimento, prácticas artísticas y consumos culturales– desde la década de 1980 hasta la actualidad en la ciudad de Córdoba.

5Groove es un término que describe la sensación de fluir que surge a partir de la manipulación de propiedades rítmicas de la música que llevan al sujeto a “sentir” dichas sonoridades e incorporar aquellos bits en sus movimientos. Se trataría de un “sentimiento” que incita al oyente a introducirse en un ciclo de desplazamientos corporales, combinando los sonidos externos con las pulsiones internas de los sujetos. De acuerdo con el baterista Staton Moore (2010), un buen groove se logra cuando una habitación llena de personas desea moverse a partir de la música, mientras que quienes ejecutan los sonidos procuran crear un ambiente que trascienda el solo hecho de emitir notas.

6En Argentina se llama boliches a las discotecas.

7El dance es un conjunto de géneros de música electrónica compuesta específicamente para facilitar, alentar o acompañar el baile en las personas que escuchan. Dentro de sus características principales pueden mencionarse los sonidos sintéticos, los ritmos marcados y el seguimiento de un compás repetitivo. Otro elemento distintivo es el uso de sintetizadores, cajas de ritmos y secuenciadores como instrumentos. Estos se enfatizan cuando se “imita” el toque de otros instrumentos que podrían considerarse más tradicionales.

8El vocablo inglés cool podría traducirse al castellano como sinónimo de fresco, sereno o calmado. Para el caso del contexto local de las investigaciones que realizamos, los entrevistados empleaban el vocablo para calificar un ambiente, un objeto o un sujeto como elegante, refinado, pulido y a la moda. Por otro lado, el término gay friendly designaba lugares frecuentados y producidos por heterosexuales que resultaban hospitalarios y amigables para un público de varones y mujeres homosexuales, predominantemente de edades medias,donde (casi) sin censura y ocultamientos podían realizar sus performances eróticas.

9Se entiende por pink market a un sector del mercado producido por y para homosexuales, especialmente blancos, urbanos y de estratos medio/alto. Para Domingos (2010), se trata de una característica distintiva de la expansión capitalista de las ciudades, lo que posibilitó dos movimientos simultáneos: por un lado, el anonimato de las grandes urbes permitió (a veces) el no ocultamiento de los deseos no heterocentrados; y, por otro lado, la construcción de comunidades aunadas por consumos culturales específicos, prácticas o gustos erótico-sociales particulares, y la conformación de nichos de mercados especializados.

10El término hetero friendly designaba lugares que formaban parte del pink market pero aceptaban la presencia de varones y mujeres blancos, heterosexuales y de estrato medio. En contraposición, lugares como saunas, fiestas específicas y algunos locales solo permitían la presencia de varones o mujeres homosexuales, por lo que procuraban construir un ambiente de homosociabilidad.

11La noción “cultura bear” hace referencia al surgimiento tanto de subjetividades en varones homosexuales, signadas por una presentación de sí evocada como masculina, como a un conjunto de espacios de sociabilidad frecuentados por estos sujetos. Desde los estudios de Les Wright (1997), se indica que los primeros varones autonominados bears surgieron en la década de 1980 en Estados Unidos, categoría empleada para demarcar una separación con el afeminamiento en varones que mantuviesen relaciones socioeróticas con otros varones, concepción a su vez entendida como socialmente hegemónica. Parte de esta conceptualización implicaba no solamente la erotización de cuerpos gordos y velludos, sino también la búsqueda por espacios en los cuales sentir comodidad en el estar, sin el rechazo que sus formas producirían en locales orientados a un público joven.

12Empleamos aquí los términos utilizados por Richard Schechner (2000), quien entiende a la performance como una dialéctica de flujo, una experiencia de recreación de universos simbólicos. Según el autor, se trata de una “acción restaurada”, realizada por segunda vez, pero cada instancia es diferente de las demás, ya que una repetición nunca es igual a lo que imita. Las performances constan de “fases” (entrenamiento, taller, ensayo, calentamiento, performance, enfriamiento y consecuencias) que se entremezclan continuamente, pudiendo incluso faltar una o varias sin que ello implique una que la performance se malogre, en tanto acción que logra entretener y ser eficaz al mismo tiempo.

13En términos musicales, un loop es la repetición de una breve secuencia sonora.

14Los after hours eran espacios comerciales que abrían por la madrugada o la mañana, luego de que otros locales cerraran sus puertas, y funcionaban hasta el mediodía. Estos locales fueron populares en la ciudad de Córdoba con anterioridad a los cambios normativos sobre el quehacer nocturno entre los años 2007 y 2011 cuando se fijó a las 5.00 a. m. como hora de cierre obligatoria de los locales de entretenimiento.

15La IL fue un grupo de vanguardia parisino formado en 1952 bajo el liderazgo de Guy Debord, como un desprendimiento del movimiento Letrista creado por Isidore Isou a mediados de la década de 1940. El IMBI reunía, desde 1955, a los artistas italianos Piero Simondo y Giuseppe Pinot-Gallizio y al artista danés Asger Jorn. Este último fundó el grupo CoBrA, activo entre 1948 y 1951, donde participaron artistas oriundos de las ciudades de Copenhague, Bruselas y Ámsterdam asociados con el expresionismo abstracto. La LPA incluía como único miembro al artista británico Ralph Rumney. Siempre envuelta en purgas y disidencias, la IS se disolvió en 1972 cuando contaba con solo dos miembros: Gianfanco Sanguinetti y Guy Debord.

16La psicogeografía es la ciencia propuesta por los autores situacionistas que se ocuparía de la capacidad de los espacios para producir emociones y sentimientos específicos. En palabras de Guy Debord, se trataría del estudio de las leyes exactas y de los efectos precisos del medio geográfico, planificados conscientemente o no, que afectan directamente el comportamiento afectivo de los individuos (Debord 1955).

17En un estudio acerca de experiencias de sociabilidad entre varones homosexuales, Horacio Sívori (2005) planteó, para la ciudad de Rosario en la década de 1990, la práctica del yiro, categoría tomada como sinónimo de la draga. Sin un aparente intercambio monetario, se buscaba interacciones sexuales a través del recorrido de plazas y espacios públicos, manejando las apariencias para descubrirse solo entre los pares que estuviesen inmersos en el yiro. Como aclaró el autor, por más que fuese realizada en la vía pública, esta modalidad de la deriva era vivida como una situación privada, bajo la misma intimidad que conllevaba el sexo entre cuatro paredes.

18Aunque las situaciones etnográficas descritas a continuación se relacionan con experiencias individuales de cada uno de los autores de este artículo, de acuerdo con los criterios editoriales de Íconos. Revista de Ciencias Sociales se utilizará la primera persona del plural.

19Se denomina DJ (deejey) al artista encargado de producir la banda de sonido del baile a partir de la mezcla de distintas músicas grabadas en discos analógicos o soportes digitales.

20Los sujetos que participaban en las diferentes escenas nocturnas analizadas distinguían distintos estados de conciencia dependiendo del grado de intoxicación psicotrópica. Mientras “estar de la cabeza” refería una experiencia más o menos extática producida a partir de la ingesta de sustancias psicoactivas e intensos movimientos corporales, “estar de cara” designaba la conciencia atenta, vigilante, asociada con actividades diurnas, el mundo del trabajo y las prácticas rutinarias (Blázquez 2012b).

21La mala reputación del lugar o “reviente” se relacionaba con la variada composición social del público y su alto nivel de intoxicación psicotrópica.

22Estos términos hacen referencia a los estudios de la comunicación no verbal, grupo donde se incluyen el análisis de los usos del espacio o proxemia (Hall 1963) y la pesquisa por los movimientos corporales o kinesis (Birdwhistell 1970).

23Espacios ubicados al interior de algunos boliches, saunas y cines porno donde se permiten los encuentros sexuales, pudiendo adoptar el formato de un pasillo, una habitación separada o un rincón oscuro. En tanto encuentros cubiertos por un aura de anonimato, el tacto se volvería el sentido predominante a la hora de encarar (o conquistar) a otro, aunque podría pensarse también en el papel jugado por la audición, el gusto y el olfato en dichos encuentros.

24Según Roberto da Matta (1999), el Anthropological Blues implica un reconocimiento de la dimensión interpretativa del oficio del etnólogo y para ello propone aunar los quehaceres rutinarios de la disciplina y su rigurosidad metodológica con aquellos elementos extraoficiales que a veces quedan de lado. En este punto, el autor propone un abordaje de las relaciones entre investigador y “nativos” que permita retomar aquellas emociones y sentimientos que resulten de los encuentros, desde un simple saludo hasta las “miserias” del trabajo de campo.

Recibido: 26 de Febrero de 2017; Aprobado: 22 de Septiembre de 2017

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