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Íconos. Revista de Ciencias Sociales

On-line version ISSN 1390-8065Print version ISSN 1390-1249

Íconos  n.57 Quito Jan./Apr. 2017

https://doi.org/10.17141/iconos.57.2017.2331 

Articles

Estado y colonialidad Mujeres y familias quichuas de la Sierra del Ecuador, 1925-1975.

Mercedes Prieto

Quito: FLACSO, 2015. 272,


A pesar de los numerosos estudios acerca de las relaciones entre indígenas y el Estado, hay pocos estudios históricos que exploran la relación entre las mujeres indígenas y el Estado. El libro Estado y colonialidad de Mercedes Prieto ayuda a llenar este vacío con una gran riqueza de información sobre la relación de las mujeres indígenas de la Sierra ecuatoriana con el Estado entre 1925 y 1975. Este fue un período crucial en la historia del país en el que creció el sistema de beneficencia social, el desarrollo de los movimientos indígenas y, desde finales de la década de 1940, hubo un ambiente internacional cambiante enfocado en el poscolonialismo y el desarrollo. Prieto revela el impacto que estos cambios tuvieron en la vida de las mujeres y, sobre todo, cómo y por qué las indígenas se convirtieron en el “barómetro” de la agenda entre los indígenas de la Sierra y el Estado. La autora traza el aumento de la intervención estatal dentro de la vida cotidiana y familiar indígena y afirma que la meta del Estado era extender el patriarcado o paternalismo estatal sobre todos los pueblos, más que impulsar un patriarcado indígena en el cual los hombres ganaran poder sobre las mujeres. La intervención estatal frecuentemente se volcó en programas de higiene cuyo blanco eran los hogares y familias indígenas, y Prieto concluye que esto cambió cómo se imaginaba la frontera indígena: de algo meramente geográfico (con su enfoque en la vida rural) a algo corpóreo, es decir, dibujada en los cuerpos de las mujeres indígenas. Ella identifica estos cambios como parte de un colonialismo interno en el cual las mujeres fueron sujetas solo parcialmente al Estado, pues, de hecho, se desarrolló un modus vivendi en el cual las indígenas eran agentes activas más que sujetos pasivos. Los primeros capítulos exploran tanto los discursos de las élites como las acciones de las mujeres indígenas entre 1925 y 1950 aproximadamente. Prieto nota que los escritos indigenistas entre 1930 y 1940 a menudo describen a estas familias como armónicas y morales; una imagen que se desarrolló en con traste con los miedos de las élites acerca de la ilegitimidad y delincuencia entre las familias urbanas pobres. El examen que hace Prieto de los casos en juzgados a comienzos del siglo XX revela, sin embargo, que los matrimonios indígenas no eran necesariamente armónicos. De todos modos, las mujeres antes de 1950 aprendieron a manipular en su beneficio el sistema judicial e incluso la retórica racista y patriarcal de las élites. Prieto no encontró evidencia de que el Estado tratara de intervenir en las vidas de las familias indígenas o de extender el control patriarcal de los hombres indígenas sobre las mujeres a principios del siglo XX. En cambio, evidencia que los representantes del Estado a menudo defendieron los derechos de las mujeres indígenas dentro del matrimonio, especialmente los derechos a la tierra de las viudas. Incluso hubo casos durante este período en que los discursos de las élites o de los solicitantes indígenas llegaron a enfatizar no solo el trabajo reproductivo sino también las labores productivas de las mujeres, tanto en las comunidades autónomas como en las haciendas. Si bien los representantes del Estado generalmente veían este trabajo como algo que impedía la efectividad de las mujeres como madres, los trabajadores indígenas de las haciendas a veces solicitaban que se les remunerara a las mujeres una tasa menor que a los hombres por su trabajo. Las décadas de 1940 a 1960 fueron un período de transición, a menudo lleno de contradicciones en cuanto al género y las relaciones entre indígenas y Estado. Prieto analiza cómo el censo de 1950 trató de identificar a las mujeres indígenas como miembros pasivos de la esfera doméstica. Las respuestas al censo, sin embargo, indican que las indígenas no estaban completamente limitadas al ámbito doméstico y de hecho eran económicamente activas y a menudo cabezas de hogares (generalmente las viudas). La ambivalencia de las élites respecto a la participación activa de las mujeres indígenas en sus familias y comunidades dio origen a una variedad de representaciones artísticas de mujeres indígenas, en algunas de las cuales se las representaba bellas y maternales, y en otras feas o muy agobiadas para ser buenas madres. Fue también durante este período de transición cuando Dolores Cacuango y Rosa Lema se convirtieron en símbolos importantes de lo que significaba ser mujer indígena, aun cuando eran representadas de formas diferentes. Si bien los discursos las identificaban con la maternidad, Rosa Lema representaba a la mujer bella y trabajadora, mientras que Dolores Cacuango representaba a la figura maternal de largo sufrimiento (p. 121). Prieto utiliza una variedad de fuentes para mostrar que durante este período no había un arquetipo singular de la mujer indígena, sino que las imágenes eran variadas y regionalmente específicas. La ambivalencia de las élites y el miedo a la agencia de las mujeres indígenas -junto con la expansión de la beneficencia social y el aumento de las políticas públicas desarrollistas en el nuevo orden poscolonial- abrieron el camino a una mayor intervención estatal en las comunidades y familias indígenas. Para la década de 1970, esta intervención se justificaba en los nuevos discursos de las élites cuando sostenían que la familia indígena se encontraba en estado de decadencia debido, en parte, a la promiscuidad de las mujeres indígenas. Aunque varias de las políticas públicas desarrollistas se enfocaron en la reforma de la tierra y en los hombres indígenas (a veces a costa de las mujeres), las iniciativas de salud y educativas “pusieron así en los cuerpos de las mujeres su deseo colonizador, civilizador y disciplinario” (p. 188). Las trabajadoras sociales, educadoras y monjas enseñaron a niñas y mujeres indígenas a adoptar las visiones modernas de higiene, partos y métodos de manejo del hogar. Estas políticas públicas se sustentaron en discursos a mediados del siglo que identificaban al trabajo como un obstáculo para los deberes maternales, lo cual las élites temían resultaría en un declive poblacional. Prieto de muestra que las mujeres indígenas no eran recipientes pasivos de estas iniciativas, pues ellas incorporaron algunos de los nuevos métodos, mientras mantuvieron algunas de sus propias costumbres. El libro de Prieto tiene varias contribuciones que emergen del campo creciente de los estudios de género en Ecuador y los impulsan en nuevas direcciones importantes. Sus hallazgos revelan que las experiencias de las mujeres indígenas con la formación del Estado y la beneficencia social fueron complejas, desiguales e incompletas. Aun cuando esta conclusión tiene paralelos con las de los estudios más generales de este período acerca de las relaciones entre indígenas y Estado, el trabajo de Prieto hábilmente demuestra que los discursos y políticas públicas que particularmente afectaron a las mujeres indígenas no fueron necesariamente centrales en la vida de los hombres indígenas. Asimismo, su trabajo ubica a estas mujeres en el centro de muchos de los discursos e iniciativas estatales del período, lo que permite entender también temas más amplios acerca del género y la formación del Estado. Su atención a los discursos opuestos de las élites sobre las familias indígenas y urbanas, por ejemplo, revela que la formación del Estado no solamente las impactó de una manera diferente, sino que de hecho estos discursos se desarrollaron en relación, más que en aislamiento, del uno con el otro. También revela que las nociones de maternidad eran complejas, contradictorias y fueron centrales para el desarrollo del Estado. Finalmente Pietro analiza la formación del Estado como un proceso multifacético que involucró a muchos grupos diferentes: aparte de representantes del Estado y eruditos de las élites, trabajadoras sociales, maestros, extranjeros, artistas e indígenas intermediarios ayudaron a moldear las relaciones entre los pueblos indígenas y el Estado. Es evidente que ella puso atención detallada a estos procesos cuando discute los puntos de vista opuestos sobre la supuesta “familia tradicional indígena” en las décadas de 1950 y 1960. Los hombres etnógrafos típicamente describían a las familias indígenas como una entidad monolítica y centrada en los hombres. Las trabajadoras sociales, en cambio, veían a las mujeres indígenas como miembros poderosos de sus familias y comunidades quienes también eran conservadoras y protectoras de las tradiciones. Este tipo de atención detallada en los matices de los discursos es una de las grandes fortalezas del libro de Prieto. Prieto consolidó parte de su argumento como una respuesta a mi monografía Gender, Indian, Nation (2007).1 La autora propone que el Estado buscó establecer un pater estado de 1925 a 1975 y que no promovió el patriarcado indígena, al contrario de lo que mi libro plantea. Ella también sostiene que sus hallazgos sobre cómo el Estado defendió los derechos de las mujeres indígenas difieren de mi texto. Considero, sin embargo, que estos argumentos se basan en una simplificación de los planteamientos y la información presentada en mi trabajo previo. Aun ahí donde la evidencia que ella presenta contrasta más claramente con mis propios hallazgos (por ejemplo, su discusión acerca de los divorcios indígenas en el capítulo 3), todas sus referencias citadas aluden a un período más tardío o a otra región de las discutidas en mi libro. A pesar de las fuentes, métodos y períodos diferentes, nuestros hallazgos se complementan más que se contradicen. Por ejemplo, las dos sugerimos que el género se encontraba en el centro de las relaciones entre indígenas y Estado, y que éste fue incapaz de determinar completamente las normas indígenas de género o cómo los hombres y mujeres indígenas participarían en la formación del Estado. Su trabajo explora temas muy similares a los míos, pero en un período más tardío durante el cual el sistema de beneficencia social y las fuerzas internacionales empujaron hacia nuevas direcciones tanto a las relaciones de género, como a la relación entre indígenas y Estado.

El libro de Prieto me condujo a pensar sobre la necesidad de realizar más estudios sobre raza, género y formación del Estado. Por ejemplo, me pregunto si algunas de las variaciones regionales que ella encontró en los discursos sobre el género y la indigenidad coinciden con discursos más generales sobre el excepcionalismo otavaleño explorado en otros estudios. Asimismo, tengo curiosidad de saber si había discursos cambiantes acerca de lo que significaba ser un hombre indígena y de la masculinidad indígena paralelos a los cambios que Prieto encontró en relación con las mujeres indígenas en este período. Me cuestiono asimismo si la creciente intervención estatal en los hogares indígenas estuvo de alguna manera relacionada con las formas en las que la reforma agraria interrumpió el paternalismo interétnico a nivel local. Cualquier estudio futuro que explore dichas cuestiones acerca de los hombres o masculinidades indígenas tendrá una deuda con el trabajo de Prieto acerca

de las mujeres indígenas. En general, su estudio está muy bien investigado y escrito, y provee nuevas perspectivas importantes acerca de la relación entre mujeres indígenas y Estado en el siglo XX. El trabajo de Prieto responde a preguntas persuasivas e ilumina áreas en las cuales se tiene que realizar más trabajo para poder entender las historias que se encuentran en la intersección del género y la raza, el discurso y las políticas públicas, los indígenas y la nación. Este libro es una lectura esencial para cualquier persona interesada en las historias del género, los pueblos indígenas o la formación del Estado en el Ecuador del siglo XX.

0Erin O’Connor2Bridgewater State University, Estados Unidos

1Erin O’Connor. 2007. Gender, Indian, Nation: The Contradictions of Making Ecuador, 1830-1925. Tucson: University of Arizona Press.

2Agradezco a Sylvia Escárcega Zamarrón por la traducción de esta reseña.

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