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Íconos. Revista de Ciencias Sociales

versión On-line ISSN 1390-8065versión impresa ISSN 1390-1249

Íconos  no.57 Quito ene./abr. 2017

 

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Región América Latina: procesos regionales entre la dependencia y la autonomía

Latin America Region: Between Dependence and Autonomy in Regional Processes

Região América Latina: processos regionais entre a dependência e a autonomia

Wendy Vaca Hernández* 

*Magíster en Relaciones Internacionales con mención en Negociación y Cooperación Internacional por FLACSO Ecuador. Analista del Ministerio Coordinador de Conocimiento y Talento Humano del Ecuador. wendyta.v@gmail.com


Resumen

El espacio denominado América Latina tiene una historia particular marcada por siglos de colonialismo y colonialidad. Este último concepto implica que la estructura básica del sistema colonial no ha variado a pesar de haberse alcanzado una independencia formal. Por esta razón, el subcontinente ha fluctuado entre la dependencia y la búsqueda de autonomía. Estos ciclos sucesivos se han manifestado tanto en las configuraciones internas como en los esquemas regionales en que se ha emprendido. En este documento, se analiza la construcción y evolución de la idea de una región: América Latina y el Caribe. Para ello, se examinan los conceptos de región, regionalismo, qué implica la expresión América Latina y el Caribe, y cuáles son las transformaciones en estas ideas que han surgido a partir de las configuraciones regionales de la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR) y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) en tanto organismos plurales con amplios objetivos.

Descriptores: región; América Latina; Caribe; dependencia; autonomía; UNASUR; CELAC

Abstract

The space called Latin America has a particular history marked by centuries of colonialism and coloniality. The latter concept implies that the basic structure of the colonial system has not changed even though formal independence has been achieved. For this reason, the subcontinent has fluctuated between dependence and the quest for autonomy. These successive cycles have manifested themselves both in the internal configurations and in the regional schemes that have been undertaken. This paper analyzes the construction and evolution of the idea of a region: Latin America and the Caribbean. To that end it examines the concepts of region, regionalism, what Latin America and the Caribbean implies, and what are the transformations in these ideas that have emerged from the regional configurations of the Union of South American Nations (UNASUR) and the Community of Latin American and Caribbean States (CELAC) as plural organisms with broad objectives.

Keywords: region; Latin America; Caribbean; dependence; autonomy; UNASUR; CELAC

Resumo

O espaço denominado América Latina tem uma história particular marcada por séculos de colonialismo e colonialidade. Este último conceito alude que a estrutura básica do sistema colonial não variou apesar de haver alcançado uma independência formal. Por esta razão, o subcontinente flutuou entre a dependência e a busca de autonomia. Estes ciclos sucessivos se manifestaram tanto nas configurações internas quanto nos esquemas regionais empreendidos. Neste documento, se analisa a construção e evolução da ideia de uma região: América Latina e Caribe. Para tanto, são examinados os conceitos de região, regionalismo, que implica a expressão América Latina e o Caribe, e quais são as transformações nestas ideias que surgiram a partir das configurações regionais da União das Nações Sul-Americanas (UNASUL) e a Comunidade dos Estados Latino-Americanos e Caribenhos (CELAC) enquanto organismos plurais com amplos objetivos.

Descritores: região; América Latina; Caribe; dependência; autonomia; UNASUL; CELAC.

Una porción de las ciencias sociales se ha enfocado en los “estudios latinoamericanos” con una asunción de la existencia de una región América Latina, mientras que otra ha buscado apartarse de las teorizaciones surgidas en otros espacios reivindicando prácticas propias que permitan diseñar modelos propios, adaptados a las realidades particulares e incluso en un rechazo a la denominación de América Latina y sus implicaciones. Parte de estas corrientes de pensamiento se ha traducido en modelos estatales, pero también en proyectos regionales. En este contexto, la historia del subcontinente denominado América Latina ha estado marcada por el colonialismo y la dependencia. Este último concepto ha formado parte de múltiples análisis desde el siglo XIX en planteamientos como la teoría de la dependencia y los estudios descoloniales, formulaciones útiles para explicar la situación vivida desde la independencia formal de España hasta la actualidad.

El objetivo de este documento es analizar la evolución de la idea de la existencia de una región llamada “América Latina” en el movimiento entre la dependencia y la búsqueda de autonomía y cómo ello se ha traducido en algunos esquemas regionales.

Es preciso aclarar que no se examina con profundidad cada esquema mencionado ni se aborda con detalle los postulados teóricos que han llegado a configurarse, sino que el análisis se enfoca en la dependencia o en la búsqueda de autonomía, entendiendo por dependencia “una relación de subordinación entre naciones formalmente independientes, en cuyo marco las relaciones de producción de las naciones subordinadas son modificadas o recreadas para asegurar la reproducción ampliada de la dependencia” (Marini 2008). Mientras que se asume como búsqueda de autonomía tanto las expresiones de un pensamiento propio, como las acciones dirigidas a consolidar modelos nacionales o regionales libres de imposiciones externas.

Este documento se divide en cuatro apartados. Además de esta introducción y las conclusiones, se dedica una sección a definir qué se entiende por región, qué por América Latina y, en consecuencia, qué significa hablar de la región América Latina y el Caribe. En el siguiente apartado, se revisan los cambios que ha sufrido la idea de la región América Latina entre el siglo XX y el siglo XXI.

¿Región América Latina?

Para hablar de América Latina como región, es preciso remitirse en primer término al concepto de región. De acuerdo con Carlos Murillo, este concepto se refiere a “una dimensión espacial en el contexto de las relaciones internacionales, que ha adquirido una identidad propia y constituye el escenario del regionalismo y de la cooperación regional” (Murillo 2014). La región ha sido asumida como un nivel intermedio entre los ámbitos estatal y mundial que presenta ciertos elementos esenciales. El autor citado la define como “un constructo social establecido a partir de una dimensión espacial, que identifica una interacción humana en un espacio dado” (Murillo 2014).

Este autor asume como necesaria la proximidad física entre Estados, pero a ella agrega una interrelación basada en una identidad compartida, por lo que pone de relieve que un acuerdo de carácter regional se construye sobre institucionalidad política y económica homogénea, aunque no es claro cuál es el nivel de uniformidad óptimo (Murillo 2014). Además, el espacio al que hace referencia es descrito como “físico, concreto y delimitado en términos geográficos” (Murillo 2004, 15). En contraste, para Rubén Silié, las regiones no están claramente delimitadas en sentido geográfico, como se refleja en la formación de esquemas que no se circunscriben a espacios delimitados físicamente; ello implica también que no se precisa homogeneidad entre los miembros del acuerdo (Silié 2008, 257-258).

Ernesto Vivares y Mauricio Calderón afirman que “existe acuerdo en que una región, en su noción más básica, es un conjunto de Estados vinculados y en estrecha correspondencia dada su relación geográfica y con un alto grado de mutua interde-pendencia (Vivares y Calderón 2014); sin embargo, subrayan que no se trata de una noción proveniente de la naturaleza, sino que “es socialmente construida en el contexto de un orden de desarrollo y políticamente disputada”; por lo cual, “toda región guarda siempre un nivel de heterogeneidad con límites geográficos imprecisos y diná-micos” (Vivares y Calderón 2014). Estos argumentos se ejemplifican claramente en las asunciones de región que han existido en nuestro medio. Por ejemplo, es común hablar de la región de América Latina y el Caribe y en su interior varias subregiones que, en ocasiones, también son denominadas regiones, pero estas responden a ciertos entendimientos y no a límites completamente objetivos. Se habla de América del Norte, América del Sur, Centroamérica, Mesoamérica, la Región Andina, el Cono Sur, el Caribe, e incluso se ha argumentado que existe una América Latina del Norte, una del Sur y dos Centroaméricas (Fuentes 2008; White 2008; Borja 2008; Altmann y Rojas 2008; Altmann 2012). Adicionalmente los límites geográficos determinados a través de esas concepciones son desafiados por los esquemas que se ponen en práctica. Así por ejemplo, la Alianza Bolivariana de los Pueblos de Nuestra América-Tratado Comercial de los Pueblos (ALBA-TCP) no se funda en consideraciones de cercanía geográfica (Espinoza 2013). Todo esto revela que región constituye una idea, lo que, de acuerdo con Marini, significa que no es reflejo de la realidad sino una alusión a la misma (Marini 1993b).

Además, una idea que se construye a través de la interacción “entre regionalismo y regionalización” (Vivares y Calderón 2014). La regionalización es entendida como “el proceso estructural de la formación regional” (Vivares y Calderón 2014). Este proceso puede ocurrir a través de un proyecto de pretensiones regionales o sin él (Vivares y Calderón 2014); esta afirmación es ejemplificada por el proceso suramericano, puesto que, cuando empezó a hablarse de un “espacio común suramericano” y de una identidad de América del Sur, estos no se enmarcaban en un esquema a establecerse en dicho espacio (Comunicado de Brasilia 2000). En tanto que el regionalismo es definido como “el cuerpo de ideas, valores y proyectos políticos que contribuyen a la creación, mantenimiento o transformación de un tipo de región en particular o de orden mundial” (Vivares y Calderón 2014); de este modo, se establece una estructura institucional, pero ello no implica necesariamente que la misma asuma facultades antes restringidas a los aparatos estatales. Los proyectos que pueden enmarcarse en el concepto de regionalismo incluyen “actores estatales, no estatales y redes regionales capaces de construir regionalización” (Vivares y Calderón 2014).

Es preciso aclarar que el concepto de regionalismo tiene múltiples entendimiento; ello ha posibilitado que los esquemas que se crean bajo consideraciones regionales tomen distintas formas, así por ejemplo, ha sido definido como el medio para alcanzar la liberalización comercial absoluta en la Organización Mundial de Comercio (OMC) (Winters 1996; Jaramillo 2012). Circunscribir el regionalismo únicamente a la apertura de las economías dentro del bloque y frente a terceros se enmarca en el concepto de regionalismo abierto o nuevo regionalismo en auge durante la última década del siglo XX y que continúa vigente (CEPAL 1994; De Lombaerde et al. 2014, 19; Silié 2008; Iglesias 2008, 33; Marchini 2013, 59-60). Por otra parte, los esquemas que han tomado forma entre la primera y la segunda década del siglo XXI han forzado la aparición de nuevas concepciones de regionalismo. Por ejemplo, Grace Jaramillo (2012) argumenta que se inscribe en una posición de resistencia ante las amenazas externas y, por tanto, en una esfera política. Así también se ha hablado de un “regionalismo post-liberal” (Ojeda y Surasky 2014; Ayllón y Guayasamín 2014), sin embargo, ello merece una consideración más profunda, puesto que, por un lado, no todos los miembros de los nuevos esquemas se han apartado del neoliberalismo.

Y por otro lado, el proyecto suramericano se ha enmarcado en la concepción de un “nuevo regionalismo suramericano” (Vivares 2013; Vivares y Calderón 2014). Estas varias definiciones muestran que el regionalismo no puede conceptualizarse como un fenómeno uniforme sino que adopta características particulares en cada uno de los escenarios donde se expresa. Además, se ha definido a partir de diversas perspectivas, por lo cual puede significar concepciones y procesos contradictorios entre sí (Murillo 2004 y 2014).

Con estos puntos de partida, corresponde preguntarse ¿qué significa hablar de la región América Latina? La construcción de la idea de su existencia y su historia desde la época colonial ha estado marcada por la dependencia (Quijano 2014a; Quijano 2014b). Ruy Mauro Marini explica cómo esta dependencia envolvía la estructura económica e intelectual del subcontinente. Esto significa que, durante los primeros años de existencia de las nuevas repúblicas, además de importar bienes manufactura-dos, se importaban las ideas europeas (Marini 1994). Por ello, Alberto Guerreiro Ra-mos habla de un “pensamiento colonial o reflejo” (citado en Marini 1994). No obstante, no puede desconocerse que tanto durante el siglo XIX como a principios del siglo XX existieron esfuerzos para construir un pensamiento original; de acuerdo con el mismo autor, este camino derivó en la teoría de la dependencia (Marini 1993a).

Bajo esta denominación, se agruparon varias formulaciones (Massardo 1997; Dos Santos 2015; Hidalgo-Capitán 2011). Planteamientos teóricos que, de acuerdo con Jaime Massardo, constituyen “una de las corrientes de mayor convocatoria y mejor ancladas tanto en la historia de la investigación social como en el imaginario político latinoamericano” (Massardo 1997, 107). A pesar de lo cual, destaca que no se trata de un cuerpo teórico sino que es un término que engloba diferentes postulados que se oponen al desarrollismo (Massardo 1997, 267-268). Algunos autores sostienen que este no perdió vigencia sino que se convirtió en “la teoría del sistema mundial”

(Dos Santos 2015; Kay 1998; Hidalgo-Capitán 2011). Theotonio Dos Santos afirma que esta última “se transformó en la referencia fundamental del pensamiento social contemporáneo” (Dos Santos 2015, 268). Aníbal Quijano enmarca esta dependencia en un sistema colonial; esto implica que el colonialismo de manera formal termi-nó, pero las relaciones inherentes al mismo subsisten (Quijano 2014b). Los criollos (descendientes de españoles) adquirieron el poder político en las nuevas repúblicas, manteniendo el dominio sobre los otros grupos y al mismo tiempo se subordinaron a las potencias extranjeras (Quijano 2000).

El espacio denominado América Latina y el Caribe ha ido construyéndose como idea desde el siglo XIX. No obstante, la historia de dicho espacio es mucho más amplia e incluye a pueblos originarios y varios siglos de colonialismo. Estas características particularizan sus condiciones políticas, económicas, culturales e institucionales que, de acuerdo con Quijano, están delineadas por la dependencia. Dependencia que en la superficie aparece como subordinación a las grandes potencias en turno, pero que estructuralmente lo es respecto al capitalismo. Esta dependencia es manifiesta en la configuración de cada país, pero también se ha expresado a través de procesos regionales -aquellos denominados de integración- que han sido el camino para consolidar el dominio sobre todo el subcontinente, en contraste con procesos regionales se han intentado con el objetivo de alcanzar mayor autonomía (Quijano 2014a).

En concordancia, Vivares y Calderón argumentan que los procesos regionales en el continente a lo largo de su historia han estado marcados por un movimiento entre la dependencia y la búsqueda de autonomía respecto a Estados Unidos; en consecuencia, las manifestaciones de alguna acción independiente habrían ocurrido en épocas de declive del poder o del interés de Estados Unidos sobre el resto del continente (Vivares y Calderón 2014).

En este orden de ideas, la misma denominación América Latina se inscribe en esta lógica de subordinación, pues proviene del nombre del navegante Américo Vespucio y la referencia étnica de los conquistadores, eludiendo por completo la participación de los pueblos originarios y de ascendencia africana (Martins 2015, 77-78; Mignolo 2007). Por ello, Paulo Martins afirma que “constituye una violencia semántica” (Martins 2015, 77); se trata de un término adoptado por Francia en el siglo XIX para legitimar sus pretensiones imperiales sobre esta parte del continente (Morales 2012; Mignolo 2007). De este modo, ha llegado a definirse a América Latina como “una entidad territorial y sociocultural (…) constituida por el conjunto de países de América que fueron antiguas colonias de países europeos donde se habla las lenguas (…) derivadas del latín, correspondientes a las actuales España, Portugal y Francia”

(Morales 2012). Juan Carlos Morales explica que esta denominación no ha sido aceptada por los países ubicados en el Caribe, por lo que plantea la necesidad de buscar una más apropiada. En este contexto, recuerda que los líderes de la independencia en el siglo XIX utilizaban el término “suramericano”. En este caso, habría que definir cuál es la porción territorial que corresponde a América del Sur. En el entendido de la geografía física, la división entre el norte y el sur está dada por el Istmo de Panamá; sin embargo, Morales (2012), apoyándose en Caldera (1976), expone que tal división corresponde a un sentido político; en consecuencia, América del Norte haría referencia a Estados Unidos y Canadá, y América del Sur desde la frontera Estados Unidos-México hacia el sur. Siguiendo esta línea de pensamiento, Morales afirma que la aceptación de la división indicada permitiría “volver a usar con propiedad la locución suramericano empleada por los líderes de la emancipación a comienzos del siglo XIX” (Morales 2012).

Si bien la denominación de América Latina excluye a las ex colonias británicas y holandesas, no puede desconocerse que también excluye a los pueblos originarios que han sufrido la marginación durante siglos tanto en la realidad como en los relatos históricos. Así, suele establecerse los inicios del regionalismo en el continente en el siglo XIX en las ideas de Bolívar (Marchini 2013, 61; Ojeda y Surasky 2014; Maira 2008), olvidando la historia previa a la Colonia, época en la cual los pueblos nativos ya se relacionaban entre sí. En este sentido, Javier Lajo se refiere al “pueblo andi-no-amazónico” ubicando bajo tal concepto al conjunto de pueblos que habitaron -y cuyos descendientes continúan habitando- territorios comprendidos en la cordillera de Los Andes y la selva amazónica, considerándolos un solo pueblo por compartir el entendimiento de la vida. De acuerdo con este autor, la prueba de tal pertenencia al mismo pensamiento ha sido dejada en el Qhapaq Ñan1, conformado por una red de caminos que se extiende por miles de kilómetros (Lajo 2008).

Siguiendo esta línea de ideas, la Colonia significó una división de la estructura existente que no ha podido ser reparada a pesar de los múltiples proyectos en torno a ella. Las colonias constituían unidades separadas y con la independencia ello derivó en pugna de intereses particulares reproduciendo el modelo colonial en las nuevas repúblicas (Mignolo 2007). Esta continuidad en el modelo es evidente al considerar que Bolívar pretendía acercar pueblos de similares características y con una misma lengua, bajo un “hispanoamericanismo”. Ello muestra que no asumía la existencia de la heterogeneidad que convivía en el continente; sin embargo, sus ideas se enmarca-ron en el contexto de la lucha por la independencia y en una búsqueda de convertirse en una entidad autónoma, es decir, no cambiar un dominio por otro. De modo que constituyen parte de un “pensamiento propio” (Marini 1993b; Morales 2012; Espinoza 2013). En este sentido, Marini puntualiza que en las guerras de independencia existía un sentimiento de unidad continental donde todavía no se reflejaba la pertenencia a las repúblicas que se configurarían después; para el mencionado autor, esto obedeció a la percepción de que se luchaba contra un mismo enemigo (Marini 1993b). En esta clase de planteamientos ocupa un lugar importante la identidad.

Si bien esta se concibe en relación directa con los intereses criollos, implica por una parte una separación de Estados Unidos, pero también de Brasil. Sin embargo, ello no fue suficiente para dar lugar a la unificación sino que se conformaron repúblicas que buscaron consolidarse internamente, pero también lucharon contra sus vecinos para expandir sus fronteras (Marini 1993b).

A esta época siguió una de renovada dependencia bajo la idea de unidad continental con la incorporación de Estados Unidos y Brasil, conocida como panamericanismo (Marchini 2013, 63; Suárez 2015, 168). Este ha sido considerado un instrumento político-económico de Estados Unidos para extender su dominio sobre el continente (Morales 2012; Suárez 2015, 168-169). Alfredo Toro explica que “el Estado hegemónico puede decidir involucrarse en la creación de instituciones regionales para consolidar su dominación como potencia, garantizar sus intereses, compartir costos y lograr legitimidad internacional” (Toro 2011, 161). En el siglo XX, el dominio bajo el concepto del panamericanismo se canalizó a través del Sistema Interamericano2 que estuvo al servicio de los intereses de Estados Unidos desde sus inicios en 1948 (Marini 1993b; Vivares y Calderón 2014; Marchini 2013, 67; Frohmann 1996; Suárez 2015, 169). Frohmann resalta que el principio de no intervención, uno de los pilares del Sistema Interamericano, fue vulnerado constantemente por Estados Unidos, contribuyendo a deslegitimar a la Organización de Estados Americanos (OEA) (Frohmann 1996). De acuerdo con Ruy Mauro Marini, el interamericanismo cons-tituyó el dominio absoluto de Estados Unidos, “la contrapartida de la hegemonía norteamericana ha sido la configuración de una nueva forma de dependencia, más compleja y más radical que la que había prevalecido anteriormente” (Marini 1993a).

Evolución de la idea de región: procesos regionales entre los siglos XX y XXI

A mediados del siglo XX ya hubo una primera concepción de una región conformada por América del Sur que además se enmarcó en una búsqueda de autonomía. Esta fue la propuesta Argentina de conformar una Unión Económica Sudamericana. Para Ruy Mauro Marini, se trató de la primera entidad que planteó “de manera coherente el objetivo de la integración económica regional” (Marini 1993b). Para establecerla, se firmaron documentos entre Argentina y Chile en 1953, con la posterior agrega-ción de Paraguay, Ecuador y Bolivia. El proyecto fue abandonado a consecuencia del derrocamiento de Perón en 1955 (Marini 1993b).

A mediados del siglo XX también tomó relevancia el concepto de desarrollo, que dio lugar a la división del mundo en países desarrollados y subdesarrollados. La Comisión Económica para América Latina (CEPAL) creada a finales de la década de 1940 parti-cipó en estos planteamientos apartándose un tanto del paradigma dominante buscando modelos distintos (Marchini 2013, 65; Massardo 1997; Quijano 2015, 363). Entre las iniciativas cepalinas más conocidas se encuentra el modelo de Industrialización Sustitu-tiva de Importaciones (ISI) que pretendía superar el modelo primario agroexportador y con ello reducir la vulnerabilidad de la región ante el constante decrecimiento de los precios de las materias primas frente a las manufacturas (Marchini 2013, 65-66).

Desde la CEPAL se planteaba la búsqueda de autonomía a nivel regional a través de la conformación de un “mercado común latinoamericano” (Iglesias 2008, 33; Maira 2008, 106; Borja 2008). A pesar de que esta propuesta se enmarcó en la búsqueda de autonomía, es evidente la influencia de la teorización europea de la integración, según la cual, el área de libre comercio y el mercado común constituyen etapas de los procesos integracionistas (Maira 2008, 106; Espinosa 2013). El mercado latinoamericano no llegó a establecerse (Borja 2008). En su lugar, tomaron forma otros proyectos de menor alcance espacial: el Mercado Común Centroamericano (MCCA), la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC) que en 1980 se transformó en la Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI) y el Grupo Andino (Borja 2008, 94 y 99; Delgado 2012; Marchini 2013, 68-69). A estos se añade el esquema caribeño, la Comunidad del Caribe (CARICOM), que tenía por objetivo formar un mercado común (McNish 2013, 73; Borja 2008, 99).

Las mayores expectativas de una cierta independencia se presentaron en la década de 1970, cuando el subcontinente reclamaba la implementación de “un nuevo orden económico internacional” que le fuera más favorable. Esto derivó del incremento de los precios del petróleo y la consecuente disponibilidad de recursos económicos en varios países (Carrillo 1999). Si bien es cierto que tal nuevo orden internacional no se consiguió, llegó a conformarse el Sistema Económico Latinoamericano (SELA) en 1975, “el primer organismo exclusivamente regional concebido en una línea de independencia en relación con Estados Unidos, desde la Unión Económica Sudamericana de 1953” (Marini 1993a).

Una nueva etapa de sometimiento tanto en las ideas como en las prácticas se inició con la crisis de la deuda de 1980. Los gobiernos no actuaron conjuntamente para enfrentar la crisis y concentraron sus esfuerzos en el pago de la deuda; para ello, aplicaron los programas de ajuste diseñados por el Fondo Monetario Internacional (FMI) que se enmarcaban en políticas neoliberales. En esta época y a través de los mencionados programas, se inició el auge del modelo neoliberal. Este modelo rechazaba todo vestigio del anterior, considerándolo proteccionista (Martins 2013, 12-13; Frohmann 1996; Álvarez 2008, 209; Carrillo 1999; Dos Santos 2015). De acuerdo con Osvaldo Martínez, los modelos relacionados con el pensamiento cepalino fracasaron debido a que la clase dominante en los países del subcontinente no asumió su pertenencia a dicho espacio sino que prefirió buscar sus intereses particulares consolidando la dependencia (Martínez 2008, 144-145), por tanto, afirma que “más que el fracaso del modelo cepalino, lo que ocurrió fue el fracaso del desarrollo capitalista autónomo de América Latina” (Martínez 2008, 145). Para Ruy Mauro Marini, esto significó una “subordinación de nuestro pensamiento a los patrones norteamericanos y europeos”. Este autor consideraba dicho período como un retorno al “colonialismo cultural” (Marini 1993a).

Por medio de la implementación del modelo neoliberal, se inició una nueva etapa de subordinación basada en la instauración de “un mercado global”, lo cual implicó “la reducción de la soberanía nacional” (Valderrama 2014). Sin embargo, la pérdida de la soberanía no ha sido característica absoluta del modelo; las potencias dominantes se han mantenido al mando del sistema con un manejo directo de su soberanía como Estados Unidos o han retenido el control bajo otras formas de soberanía como Alemania, por medio de la Unión Europea, mientras que otros Estados han cedido parte de su soberanía a entes supranacionales, sometiéndose a las políticas impuestas por otros o han sido sujetos con soberanía restringida por parte de organismos multilaterales (FMI y Banco Mundial) controlados por las mismas potencias (Valderrama 2014).

La dependencia a través del modelo neoliberal también tiene una expresión de tipo regional, el mencionado “regionalismo abierto”. Bajo este modelo fue creado el Mercado Común del Sur (MERCOSUR); el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN por sus siglas en español o NAFTA por sus siglas en inglés); se produjo la renovación del Grupo Andino que se convirtió en Comunidad Andina de Naciones (CAN); la reformulación del MCCA, ahora Sistema de Integración Centroamericana (SICA) (Rojas 2008, 47; Suárez 2015, 169-170), y la reemergencia de la idea del panamericanismo plasmada en la propuesta de establecer el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) (Toro 2011; Frohmann 1996; Marchini 2013, 71; Suárez 2015, 170), iniciativa que buscaba “la dominación geopolítica a través de las reformas de la legislación laboral, ambiental, de la propiedad intelectual, de los recursos naturales, energéticos y culturales, a la par de una reforma que debilitaba el rol y la soberanía de los Estados latinoamericanos y caribeños” (Toro 2011). De acuerdo con Alfredo Toro, este proceso de negociación se habría enmarcado en los lineamientos formulados por el FMI, el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), además de Estados Unidos. Este se habría presentado “como una gran oportunidad para que los países en desarrollo puedan acceder a nuevas fuentes de financiamiento e inversiones internacionales, así como un paso hacia la aceptación del proceso de globalización dominado por el mercado y el Consenso de Washington” (Toro 2011). Alfredo Toro explica que los cuestionamientos a este proyecto se iniciaron en 2001. Los problemas en las negociaciones habrían derivado de la búsqueda de un trato diferenciado por parte de los países pequeños (Toro 2011).

Adicionalmente, los cuestionamientos al neoliberalismo crecieron a causa del aumento de la pobreza y la inequidad. En la Cumbre de las Américas de 2005, se puso de relieve la heterogeneidad existente en la región, en términos de opciones políticas y económicas, y el proyecto fue rechazado (Toro 2011; Marchini 2013, 71; Suárez 2015, 170). No obstante, algunos autores consideran que no se trató de un fracaso completo, puesto que se negociaron y firmaron varios acuerdos bilaterales entre Estados Unidos y Centroamérica; Estados Unidos y Colombia; y Estados Unidos y Perú (Borja 2008, 99 y 102; Martínez 2008; Rojas 2008; Suárez 2015, 171).

Desde la primera década del siglo XXI, esta porción del continente americano ha experimentado una nueva búsqueda de autonomía que ha sido entendida como una reacción ante las graves consecuencias del modelo neoliberal (Valderrama 2014; Maira 2008, 110 y 112; Álvarez 2008, 210-211); ello derivó en el diseño de distintos modelos políticos y económicos. Estos nuevos gobiernos han pretendido en paralelo una recuperación de la capacidad estatal en la conducción interna y de acción autónoma ante el contexto internacional (Maira 2008, 110 y 112; Álvarez 2008, 210-211). Sin embargo, definir a este período simplemente como posneoliberal o antineoliberal resulta reduccionista y limita el espectro de análisis. De acuerdo con Paula Valderrama, esta ha sido una época de formulación de nuevos modelos de convivencia; así menciona el “buen vivir” y el “socialismo del siglo XXI”. Para esta autora, aquello significa que se ha dejado de creer -o al menos una parte de la sociedad lo ha hecho- en modelos universales (capitalismo, democracia liberal) y ha empezado a aceptarse el pluralismo (Valderrama 2014). Esta aceptación del pluralismo se ha reflejado en que, a pesar de que dichos modelos alternativos no han sido adoptados por todos los Estados, existe una heterogeneidad en cuanto a opciones políticas y económicas y ha sido posible establecer esquemas regionales como la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR) y la CELAC, que han reunido a todos los países considerados suramericanos, latinoamericanos y caribeños respectivamente, sin que ello implique alguna renuncia a la elección particular del modelo político-económico.

Estos procesos regionales contemporáneos se caracterizan por la primacía de los elementos políticos sobre los objetivos de carácter comercial; este sentido político está dado por la reconstrucción de la capacidad de acción estatal y la reivindicación de la soberanía. Adicionalmente, se procura la integración física y objetivos sociales como la reducción de la pobreza y la exclusión (Rojas et al. 2012; Rojas 2011). Hay que aclarar que la referencia al factor político no tiene relación con la etapa de la integración política tradicional que implica cesión de soberanía y, por tanto, supranacionalidad. Se busca establecer un modelo con características propias que explícitamente excluya a Estados Unidos, por ende, se busca autonomía (Rojas 2011; Dos Santos et al. 2015, 51; Preciado y Uc 2015, 87).

Los conceptos de región y de regionalismo señalados en las primeras páginas de este documento no podrían aplicarse a la porción continental denominada América Latina y el Caribe sino hasta el siglo XXI, cuando fue posible emprender en proyectos propios de amplio alcance, si bien sus antecedentes se encuentran en los sucesivos ciclos de dependencia y búsqueda de autonomía. América Latina era una región geográfica que precisaba “integrarse”; esto no en referencia a las teorizaciones de la integración, sino que era necesario un proceso de regionalización que permitiera una construcción interna y una proyección externa como unidad. Ejemplos de estas manifestaciones son la UNASUR y la CELAC, en tanto organizaciones plurales que desafían las ideas de región previas. Así, se ha hablado de una “región o subregión caribeña” (Ojeda y Surasky 2014; Rojas 2008), pero esta formulación obliga a preguntarse a qué países incluye, puesto que Venezuela, Guyana y Surinam, además de ser caribeños, también son suramericanos y actualmente la UNASUR ha subsumido tanto a estos dos países como a los miembros de la CAN y el MERCOSUR. Esto puede entenderse como un cambio en la idea de región. En la UNASUR se ha reconocido la pluralidad manifestada en sus diversas con-formaciones culturales, étnicas e incluso lingüísticas (Tratado Constitutivo UNA-SUR 2008, preámbulo). Ha incorporado elementos como la igualdad, la eliminación de la pobreza y la exclusión, así como un conjunto de valores comunes: democracia, paz, derechos humanos (Tratado Constitutivo UNASUR 2008; Rojas et al. 2012); la recuperación de la acción estatal y la soberanía, y la búsqueda de consensos a nivel intergubernamental en lugar de intenciones de estructurar entes supraestatales (Vivares y Calderón 2014; Declaración CSN 2007; Declaración UNASUR 2013); una orientación hacia las esferas política y social más que a la económica (Borja 2008; Maira 2008, 109-110; Rojas et al. 2012).

Se ha planteado una proyección externa a desarrollarse en varios niveles: búsqueda de convergencia con los esquemas subregionales, coordinación con la CELAC y diálogo con bloques extrarregionales como África y los países árabes (Tratado Constitutivo UNASUR 2008, preámbulo; Lineamientos políticos de UNASUR para las relaciones con terceros 2012, puntos 1-3; Declaración UNASUR 2014, punto 19; Declaración CMRE-UNASUR 2016, puntos 19, 38 y 39). Desde 2004, también se ha planteado la necesidad de que el esquema suramericano supere la interacción de aparatos estatales y se irradie a la sociedad: “La integración sudamericana es y debe ser una integración de los pueblos” (Declaración del Cusco 2004).

Si bien el neoliberalismo significó la consolidación de la dependencia, no puede desconocerse que en el mismo período se inició una nueva búsqueda de autonomía (Marini 1993a); la misma constituye los antecedentes de la CELAC. Su proceso comenzó con el Grupo de Contadora que sentó las bases para un acuerdo de paz en Centroamérica en la década de 1980 (Frohmann 1996, 6-8). Para Adrián Bonilla, la acción del Grupo de Contadora significó cierto rechazo a la presencia tanto soviética como estadounidense (Bonilla 2013, 104). En 1986, nació el Grupo de Río a partir de la unificación del Grupo de Contadora y del Grupo de Apoyo creado para contribuir con la pacificación. El objetivo principal fue consolidar los regímenes democráticos y el medio escogido fue la “consulta y la concertación” sin una institucionalidad definida.

La defensa de la democracia se evidenció en la condición de su mantenimiento para participar en el Grupo (Frohmann 1996; Rojas 2008). Francisco Rojas afirma que el Grupo de Río estaba orientado a “proponer soluciones latinoamericanas a los problemas latinoamericanos” (Rojas 2008, 52). Se convirtió en un espacio de diálogo y concertación y adquirió cierta capacidad de representación regional como lo muestran las reuniones que empezó a mantener con la Unión Europea durante la década de 1990.

Además, se pretendía que fungiera como plataforma para la convergencia de los organismos existentes (Frohmann 1996; Rojas et al. 2012). Durante la primera década del siglo XXI, despertó la conciencia sobre la necesidad de una entidad “latinoamericana y caribeña”. Esta, después de un proceso de cumbres, tomó forma bajo la CELAC creada en 2011 y que remplazó al Grupo de Río (Zabalgoitia 2012; Rojas 2011; Rojas et al. 2012; Declaración de Caracas 2011, punto 32; Procedimientos para el funcionamiento orgánico de la CELAC 2011, punto VII; Suárez 2015). Entre sus objetivos, se estableció el desarrollo sostenible; la concertación interna que permitiera una proyección en el contexto internacional; y buscar coordinación y complementariedad entre los organismos existentes en la región (Rojas et al. 2012; Zabalgoitia 2012; Dos Santos et al. 2015, 52-53). La democracia fue establecida como principio básico de la Comunidad (Zabalgoitia 2012). En la Cumbre de 2011 se suscribió una declaración que proclamó que la CELAC constituye el medio para proyectar a América Latina y el Caribe como ente unitario ante el contexto internacional (Declaración de Caracas 2011, punto 9).

De modo que remplazó al Grupo de Río en las cumbres con la Unión Europea (Appelgren 2013, 44). La Comunidad ha sido definida como un mecanismo de diálogo y concertación, pero también se ha formulado que constituirá “un espacio común” donde tomará lugar la cooperación y la integración (Declaración de Caracas 2011, puntos 28 y 31).

Se presenta como “la más alta expresión de nuestra voluntad de unidad en la diversidad, donde en lo sucesivo se fortalecerán nuestros vínculos políticos, económicos, sociales y culturales sobre la base de una agenda común de bienestar, paz y seguridad para nuestros pueblos, a objeto de consolidarnos como una comunidad regional” (Declaración de Caracas 2011, punto 28).

Carlos Appelgren, diplomático chileno, reconoce que en el espacio denominado América Latina y el Caribe que ha sido cubierto por la CELAC conviven diferencias de distinto orden; estas se manifiestan tanto en el plano identitario-cultural como en las estructuras económicas, por lo que alcanzar una cohesión social se constituye en el desafío de base; para enfrentarlo, se requieren consensos sobre el respeto a las diferencias y la voluntad de sobreponerse a los obstáculos que ellas pudieran significar (Appelgren 2013, 41-43 y 48). De acuerdo con Mirtha Hormilla, ello se construye “sobre la base de denominadores comunes, con total apego al respeto por la diversidad, y al fomento de la unidad” (Hormilla 2013, 49). Appelgren afirma que “en una primera etapa el desarrollo y consolidación de este proceso fue interno, fuimos capaces de construir esos consensos más amplios (…), de extender la base de acuerdos y de formular una posición regional en temas multilaterales, fundados en el unánime respeto al derecho internacional” (Appelgren 2013, 43). Adrián Bonilla pone de relieve que haber establecido la regla del consenso “dificulta el proceso de toma de decisiones, pero al mismo tiempo legitima el mecanismo”, además desvirtúa cualquier análisis que asuma una preten-sión hegemónica por parte de alguno de los miembros (Bonilla 2013, 104). Se trataría de una configuración autónoma, “como un espacio de encuentro latinoamericano, no contra Estados Unidos pero sí explícitamente sin Estados Unidos” (Bonilla 2013, 103).

Finalmente no puede desconocerse que el ascenso actual de gobiernos de derecha representa un desafío para los señalados proyectos regionales. En este contexto, es apropiado recordar que, a mediados del siglo XX, Polanyi preveía el surgimiento de la pluralidad, pero que ella enfrentaría una nueva ofensiva liberal (Valderrama 2014), este surgimiento ha ocurrido y al parecer, también desde el neoliberalismo busca recuperar el espacio perdido; sin embargo, ello no significa necesariamente el fin de los proyectos regionales, ya que desde sus inicios han sido heterogéneos. Su continuidad dependerá de la voluntad política de los líderes de sus miembros y del nivel de conciencia de la potencialidad que ofrece la actuación conjunta bajo puntos de convergencia, aun cuando estos puntos sean mínimos.

Conclusiones

La creación de América Latina se inscribe en una lógica de subordinación. Asimismo, la historia de la porción continental que ha recibido tal denominación ha estado marcada por la dependencia, por lo que los estudios a su alrededor no pueden desconocerla y ha llegado a convertirse en concepto básico de los análisis. Los procesos regionales también han sido guiados por la dependencia, en el sentido de subordinarse a políticas o teorizaciones externas o en una búsqueda de terminar con ella. Así se ha reflejado en los múltiples proyectos que han tomado forma entre los siglos XX y XXI. La idea de región ha variado a través de estos siglos. Ello ha implicado cambios en la orientación de los modelos, en el sustento de sus acciones e incluso en sus límites geográficos.

En el siglo XXI, ha surgido una reapropiación de los conceptos y modelos que se ha traducido en nuevas configuraciones regionales. De modo que América del Sur se ha constituido en una entidad particularizada que se reconoce en su pluralidad resaltando el valor de sus pueblos originarios, recuperando el ejercicio de la soberanía y emprendiendo en una búsqueda de una construcción social equitativa. Por otra parte, la CELAC ha significado una apropiación de la expresión “latinoamericano”, también reconociendo su diversidad, en una búsqueda de actuar en conjunto y de manera autónoma. Si bien no todos los países adoptaron modelos alternativos, la CELAC muestra que tienen la capacidad de reunirse para buscar acuerdos. Esta nueva configuración es reflejo de un proceso más profundo de regionalización que por primera vez ha alcanzado a todos los países etiquetados como latinoamericanos y caribeños. La coyuntura actual es un nuevo desafío para las dos entidades regionales, CELAC y UNASUR; el camino que elegirán para enfrentarlo está por definirse.

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Recibido: Mayo de 2016; Aprobado: Octubre de 2016

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