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Íconos. Revista de Ciencias Sociales

versión On-line ISSN 1390-8065versión impresa ISSN 1390-1249

Íconos  no.58 Quito may./ago. 2017

https://doi.org/10.17141/iconos.58.2017.2718 

Diálogo

Movimientos migratorios contemporáneos: entre el control fronterizo y la producción de su ilegalidad. Un diálogo con Nicholas De Genova

Contemporary Migratory Movements: Between Border Control and the Production of Its Illegality A Dialogue with Nicholas De Genova

Movimentos migratórios contemporâneos: entre o controle das fronteiras e a produção de sua ilegalidade Um diálogo com Nicholas De Genova

Soledad Álvarez Velasco1  1soledad.alvarez_velasco@kcl.ac.uk

1Candidata a doctora en Geografía Humana


Nicholas De Genova (PhD en Antropología por la Universidad de Chicago, 1999) es uno de los pensadores críticos sobre estudios migratorios más prominentes en la actualidad. Su investigación se concentra en la intersección entre procesos de racialización, dominación laboral y políticas de inmigración y ciudadanía en Estados Unidos y Europa, así como securitización de la movilidad humana y las diversas experiencias de migración laboral, régimen fronterizo y luchas migrantes a nivel global. Es autor de los varios libros, entre ellos Working the Boundaries: Race, Space, and “Illegality” in Mexican Chicago (Duke University Press 2005); es coautor de Latino Crossings: Mexicans, Puerto Ricans, and the Politics of Race and Citizenship (con Ana Y. Ramos-Zayas, Routledge 2003); editor de Racial Transformations: Latinos and Asians Remaking the United States (Duke University Press 2006); y coeditor de The Deportation Regime: Sovereignty, Space, and the Freedom of Movement (con Nathalie Peutz, Duke University Press 2010). Al momento prepara la publicación del libro The Borders of “Europe”: Autonomy of Migration, Tactics of Bordering (Duke University Press, julio 2017).

Ha sido profesor investigador de universidades estadounidenses y europeas como Goldsmiths, Universidad de Londres, Reino Unido (2011-2013); Institute for Migration and Ethnic Studies, Universidad de Ámsterdam, Países Bajos (2010); Institut für Sozialanthropolgie, Universidad de Bern, Suiza (2009); Columbia University (2000-2009); y Stanford University, Estados Unidos (1997-1999). Recientemente se ha desempeñado como profesor investigador del Departamento de Geografía y director del grupo de investigación Políticas Espaciales en King’s College London, Reino Unido. En colaboración con Sandro Mezzadra –teórico político de la Universidad de Boloña, Italia–, ha configurado la red de investigación multidisciplinaria The “European Question”: Postcolonial Perspectives on Migration, Nation, and Race, y ha publicado, junto con otros investigadores europeos, estadounidenses y latinoamericanos, libros como Keywords: Migration and Borders (Cultural Studies 2015) y Europe/Crisis: New Keywords of “the Crisis” in and of “Europe” (Near Futures Online 2016). El profesor De Genova también ha sido testigo experto para el Tribunal 12 (Estocolmo, mayo 2012), dedicado a la examinación pública crítica de abusos sistemáticos en el contexto migratorio y de solicitud de asilo en Europa.

¿Desde cuándo y por qué investiga la migración?

Desde el comienzo de mi carrera académica, como estudiante de posgrado en Antropología sociocultural, mi investigación siempre estuvo centrada en la migración. Mi trabajo doctoral fue una etnografía conducida en comunidades de mexicanos migrantes que eran obreros de varias fábricas en Chicago a mediados de la década de 1990. Mi concentración en la migración y en las fronteras nunca ha estado separada de concomitantes intereses relacionados con cuestiones de subordinación laboral y formación de clase, racialización (racialization) y políticas de ciudadanía y nativismo. Es más, es importante entender que esos primeros intereses intelectuales nacieron de compromisos políticos previos a lo largo de varios años.

Estuve vinculado con un intenso trabajo político militante desde los 15 años de edad. Una gran parte de mi activismo suponía que semanalmente me parara frente a una fábrica para tratar de conocer a la gente que ahí trabajaba y desarrollar un boletín de circulación bisemanal. Ese periódico tenía de un lado un editorial político y del otro un boletín de noticias sobre los eventos que ocurrían dentro de la fábrica. Esto significaba que yo debía desarrollar extensas redes de varios grados de colaboración con los trabajadores, solicitar información sobre los nuevos eventos y los diferentes tipos de luchas que ocurrían en los departamentos. Además, debía buscar constantemente las vías para obtener múltiples perspectivas de esos eventos para, de esta manera, tratar de entender la complejidad de esas luchas. Este tipo de compromiso político requería estar siempre en una relación de diálogo que consistía en conocer lo que pasaba con las circunstancias inmediatas de la gente. Relacionado con esa primera labor, realicé un trabajo organizacional más estrecho con mucha gente con la que yo era políticamente más cercano, que eran migrantes de México.

En ese momento, yo era un estudiante de una familia de clase trabajadora. Sin embargo, estaba institucionalizado dentro de la organización que los miembros que eran estudiantes (y que presumiblemente no tenían bagajes de clase trabajadora) necesitaban aprender sobre las vidas de los trabajadores en la organización, sobre sus luchas y condiciones, entre otros temas. La premisa era que yo tenía que aprender sobre la existencia de esas personas; su respuesta consecuentemente era que ellos me enseñarían sobre sus vidas como mexicanos, como migrantes mexicanos específicamente. Con este sencillo ejemplo, comparto que lo que estaba en juego era mi confrontación con un tipo de noción dogmática y demasiado simplificada de las relaciones de clase objetivadas. En la inmediatez de ese encuentro, ya existía una importante insistencia en las diversas dimensiones de esa experiencia que implicaba ser social y legalmente producido como “migrante” –o sobre el estatus legal de los migrantes, específicamente sobre sus experiencias como inmigrantes ilegalizados–, ser racializado con respecto a su mexicanidad en el contexto estadounidense.

Así, mis encuentros con la migración mexicana comenzaron a desafiar una noción demasiado simplista de las políticas de clase y, en ese sentido, esbozaron para mí lo que parecían ser cuestiones políticas urgentes que configuraron la agenda intelectual para gran parte de mi trabajo académico posterior.

Uno de sus aportes al campo de los estudios críticos sobre migración es la “producción legal de la ilegalidad migrante”. ¿En qué consiste esta argumentación y cuál es su vigencia?

Mi vinculación política pero también etnográfica con los trabajadores migrantes mexicanos me forzó a dar un tipo de atención diferente a las contradicciones y tensiones entre “trabajo concreto” y “trabajo abstracto” inherentes al clásico lenguaje marxista. Esto implicó una crítica a las políticas de “clase” que, en cierto sentido, abarcaban de manera acrítica la noción de trabajo abstracto como el modo apropiado de comprender qué es un trabajador. Por eso, pienso que lo que está en juego es un análisis más profundo de las perspectivas marxistas objetivistas o estructurales interesadas en la subjetividad. Pienso que, si queremos imaginar la posibilidad de otro mundo, es políticamente indispensable que recurramos a una concepción de la subjetividad que no se reduzca a las formas de sujeción que operan dentro de los regímenes de dominación y jerarquía existentes, pues es necesario comprometernos con la especificidad histórica de los mismos. La subjetividad es una forma importante en la que enmarco esta pregunta.

Mis compromisos políticos y encuentros etnográficos me condujeron a una profunda sensibilidad en cuestiones relacionadas con las políticas de la diferencia en sus múltiples registros, particularmente las políticas de raza, con una orientación hacia la “economía política”. Frecuentemente esta noción se utiliza como una forma de eufemismo del marxismo dentro del trabajo académico, aunque también se la equipara con una noción economicista, estructural y objetivista. Sin embargo, me he interesado en lo político en esa relación, lo cual está directamente relacionado con la variedad de formas en las que la subjetividad se codifica políticamente. Por lo tanto, mi trabajo se ha enfocado en producciones históricas y sociopolíticas específicas de los migrantes: los regímenes jurídicos y las relaciones políticas y sociales que los producen se volvieron una preocupación central en mi trabajo. Aquello que era la especificidad histórica de la gente con la que estaba comprometido, política y etnográficamente –como “mexicanos migrantes”, migrantes “ilegales”, etc.–, remite a la producción sociopolítica y jurídica de determinados tipos de sujeción. Por ende, mi concepción de la “producción legal de la ilegalidad de los migrantes” fue ante todo un argumento que elaboré sobre la base de una historia a través de la cual indagué el estatuto jurídico preciso y las condiciones sociales del trabajo migratorio mexicano en el contexto del Estado nación estadounidense.

Encontré que nunca hubo nada natural o evidente sobre la “ilegalidad” de esas migraciones, lo cual no era reducible a cualquier simple transgresión de una frontera u otra violación de la ley. Por el contrario, una larga historia de intervenciones más o menos deliberadas y calculadas dentro del campo de la legislación sobre inmigración y de las prácticas de aplicación de la legislación fronteriza han contribuido activa y directamente a generar condiciones de posibilidad para la ilegalización de migraciones específicas, con ramificaciones claramente perjudiciales y discriminatorias para los mexicanos en particular, y para los latinoamericanos en general. Por lo tanto, la producción legal de ilegalidad de los migrantes de manera desproporcionada también se hizo inseparable de un relato de la especificidad histórica de su subyugación racial.

Usted, al igual que otros autores críticos sobre estudios migratorios, plantea el concepto de “régimen fronterizo”. ¿Cómo ello ayuda a comprender la dinámica migratoria contemporánea?

Las fronteras no son inertes, fijas o coherentes. Por el contrario, como en el análisis que hace Carlos Marx en El capital, es mejor considerar las fronteras como relaciones sociopolíticas. Aquello que está en juego en estas relaciones, que de hecho son de lucha, es la representación de las fronteras como realidades aparentemente fijas y estables con un aspecto de objetividad, durabilidad y poder intrínseco. Por lo tanto, la coherencia agonística y la fijeza ostensible de las fronteras solo emergen como efecto de procesos activos por los cuales deben ser construidas como semejantes a las cosas. En otras palabras, las fronteras deben ser objetivadas continuamente a través de prácticas repetitivas y discursos. Este proceso de transponer aquello que siempre es en realidad una relación social no resuelta en la apariencia de una realidad objetiva duradera implica que la objetivación de las fronteras es intrínsecamente disputada y antagónica.

Es decir, las fronteras son las determinaciones siempre contingentes de las relaciones de lucha indeterminadas que se dan por el proceso abierto de objetivar continuamente las fronteras (el proceso de convertir a las fronteras en objetos o hechos objetivos), otorgándoles de este modo la cualidad fetichizada de realidades incuestionables con un poder para sí mismas. La objetivación y fetichización de las fronteras, por tanto, pueden ser mejor aprehendidas si se aprecia que bordear (bordering) señala el proceso de producir una frontera. En pocas palabras, bordear (bordering) –la acción de crear bordes o fronteras– toma trabajo: es una actividad productiva. Así, en lugar de ver a las fronteras como un efecto acumulativo de los diversos actos que la conforman (como control de pasaportes, levantamiento de vallas policiales, entre otros)–, estamos inducidos a ver esas heterogéneas actividades humanas como rasgos meramente subsidiarios o derivados que emanan de la realidad aparentemente ya existente y de la objetividad de las fronteras como tales. Al igual que lo que Marx describe como el fetichismo de la mercancía, enfrentamos el fetichismo de la frontera.

Sin embargo, la creación de fronteras y bordes (bordering) supone una larga historia de intervenciones más o menos deliberadas y calculadas en el campo de la lucha social, impulsadas en primer lugar por la autonomía y la subjetividad de la movilidad humana que, solo en el contexto retrospectivo de estar vigilada, llegamos a conocerla como cruce de fronteras y, por ende, como “migración”. De manera que, si no existiesen las fronteras, no habría migración como tal (al menos, en la medida en que se ha llegado a comprender el término, solo como movimientos a través de las fronteras estatales), sino solo movilidad. Es por ser sometida a estos diversos procesos de control y vigilancia fronteriza que la migración y los migrantes emergen como tales.

Ahora bien, se puede empezar a apreciar que las fronteras, en lugar de ser meramente los perímetros exteriores aparentemente objetivos del espacio de un Estado (“nacional”) territorialmente definido, o como los límites sociopolíticos y jurisdiccionales del poder soberano, pueden ser mejor comprendidas como formaciones de poder flexibles y móviles en las que hay una multiplicidad de actividades y actores involucrados en esa lucha. Aquí es donde el concepto de un régimen fronterizo, entendido como un conjunto heterogéneo de discrepantes actores estatales y no estatales –comenzando con las diversas formaciones de movilidad humana que se conocen como movimientos migratorios o de refugiados que el Estado y el capital buscan subordinar y disciplinar de diversas maneras– puede ayudar a iluminar lo que efectivamente es un orden político-jurídico global de los poderes del Estado, lo cual media las relaciones sociales y también están mediados unos con otros a través de las fronteras, como efecto complejo de esas luchas.

De acuerdo con las agendas mediáticas y la política global, una “crisis migratoria” y/o “crisis de refugiados” se expande e invade países centrales, en particular Europa. ¿De qué se trata esa crisis? ¿Es en estricto sentido una crisis migratoria?

Los regímenes fronterizos y de migración significan precisamente la politización de la elemental libertad de movimiento de los seres humanos sometiéndolos al poder estatal. Pero la movilidad humana siempre viene primero. Al igual que la fuerza de trabajo (creativa, productiva) siempre precede a su objetivación como capital, esta primacía de la autonomía y la subjetividad de la libertad del movimiento humano es una recalcitrante y obstinada fuerza que precede y supera las capacidades de cualquier autoridad fronteriza para su completa reglamentación y control. Así, cuando se escuchan proclamas alarmistas sobre una supuesta “crisis migratoria” o “crisis de refugiados”, se está ante la presencia de una crisis de control, un momento de impase gubernamental instigado por la pura incorregibilidad de la autonomía y subjetividad de la movilidad humana. El lenguaje de la “crisis” se despliega sobre todo para autorizar medidas de “emergencia” o poderes “excepcionales”. Se puede entender estos discursos y prácticas de gestión de la “crisis” como intervenciones gerenciales que, por supuesto, tienen sustento en la producción de un espectáculo de las fronteras representadas como “fuera de control” y asociadas con los discursos e imágenes de “invasiones” de migrantes o refugiados.

En los medios de comunicación globales y regionales circulan diariamente imágenes de violencia y muerte vinculadas con la migración. ¿Qué sentido político tiene estudiar los movimientos migratorios ante la normalización de formas de violencia hacia los migrantes, particularmente hacia migrantes irregularizados provenientes de regiones pobres?

Cuanto más extravagante y violenta se torna la vigilancia fronteriza, más participa en lo que he denominado el espectáculo de las fronteras: investigación persistente y repetitiva de las prácticas de control fronterizo materializadas en la producción simbólica e ideológica de una escena brillantemente iluminada de “exclusión”. Por supuesto, es importante y necesario denunciar la perversa violencia de los regímenes fronterizos que obliga a migrantes y refugiados a arriesgar sus vidas para hacer realidad sus proyectos de movilidad. No obstante, en nuestro esfuerzo como investigadores críticos o activistas por denunciar las extremidades y severidades de los modos de exclusión claramente crueles, corremos el riesgo de perder la responsabilidad de detectar cómo los regímenes producen regularidades. Es más, corremos el riesgo de no ver que la “irregularidad” migratoria es en sí misma una característica muy regular y predecible del funcionamiento rutinario y sistemático de los regímenes de vigilancia fronteriza y migratoria.

Por lo tanto, demasiado énfasis en la violencia fronteriza y las muertes de migrantes tiende a reforzar la unidimensional y, en última instancia, falsa representación de las fronteras como puramente excluyentes. Toda mi discusión sobre la producción de la ilegalidad de los inmigrantes es en realidad el hecho más fundamental de la inclusión ilegalizada (especialmente como una forma de subordinación laboral). En lugar de coludir con este espectáculo de la violencia fronteriza, tenemos la responsabilidad de exponer una mayor sistematicidad de los regímenes fronterizos que someten a migrantes a pruebas de resistencia y a desafiantes obstáculos de muerte, lo cual es solo el comienzo de un aprendizaje prolongado en la ilegalidad y la vulnerabilidad de la ley que, en consecuencia, resulta en una carrera de subordinación a los mandatos de explotación y precariedad, frecuentemente por el resto de sus vidas.

¿En qué consiste su definición sobre “antropología de la migración”? Desde esa mirada teórica, ¿cómo entender la tensión entre Estados nacionales y movimientos migratorios?

Esta pregunta nos lleva de regreso a una discusión más elemental sobre las fronteras. Si la actividad de crear fronteras (bordering) supone una actividad productiva, entonces tenemos que preguntarnos en una escala global: ¿qué es lo que las fronteras producen? Las fronteras pueden ser vistas como permanentemente productivas, en ese sentido, podrían ser consideradas como un tipo de medio de producción de diferencias en el espacio o de espacios de diferencia. Las fronteras deben producirse y reproducirse continuamente: son el resultado de actividades heterogéneas y de diversos tipos de trabajo. Sin embargo, como medio de producción, son generadoras de espacios más amplios, diferenciados a través de las relaciones que organizan, reglamentan, facilitan u obstruyen.

Quizás hemos estado consuetudinariamente inclinados a concebir estas diferencias espaciales como la diferenciación de los espacios de los Estados nación. Sin embargo, como el convulsivo espacio supranacional de la Unión Europea o como los espacios históricos de los imperios han confirmado, los espacios de formación estatal siempre han sido territorialmente específicos, contingentes y heterogéneos. De ahí que las diferencias que las fronteras parecen naturalizar –entre “ellos” y “nosotros”, “aquí” y “allá”– son producidas precisamente por la incapacidad para sostener cualquier responsabilidad. En ese sentido, se observa la proliferación del nativismo como la prioridad de los “nativos” bajo ningún otro argumento que el de haber nacido en un país.

Se trata así de la principal política de identidad de cualquier nacionalismo contra el cual cada figura de “extranjería” puede ser presentada como una amenaza espectral. Uno de los ejemplos más familiares y desagradables de esto es el fenómeno Donald Trump, donde un flagrante racismo antimexicano y antilatino ha sido la fuerza central y constitutiva para la propagación de una política reaccionaria y populista de nativismo y nacionalismo. Una vez más –y a pesar de los absurdos preceptos de “construir un muro”– la escalada de la hostilidad hacia los “extranjeros” migrantes y refugiados no se trata simplemente de su “exclusión” aparente, sino que sirve productivamente a los fines de su estigmatización, marginalización, precarización, securitización y subordinación.

Específicamente con respecto a la antropología de la migración, he desarrollado esta crítica de las políticas de nativismo –las políticas de hostilidad a inmigrantes o extranjeros– simultáneamente como una crítica al criterio convencional de fe antropológica, según el cual la investigación etnográfica debería representar de algún modo lo que se conoce (desde Bronislaw Malinowski) como “el punto de vista del nativo”. Por supuesto, esta verborrea es en sí misma un efecto del contexto colonial de la antropología como una disciplina en la que se presumía que habitualmente el antropólogo (normalmente hombre y blanco) salía a un lugar lejano y exótico –en términos generales, un lugar en las colonias– para estudiar a “los nativos”. Con la antropología de la migración, sin embargo, normalmente el antropólogo se dedica a la investigación entre personas que son ellas mismas “forasteras”, que han emigrado de otros lugares para vivir y trabajar, y son producidas sociopolíticamente como “extranjeros” o “inmigrantes” en el lugar donde el antropólogo es el “nativo”.

Ninguna antropología crítica de la migración puede dejar de cuestionar las condiciones que posibilitan que el antropólogo sea producido sociopolíticamente como “ciudadano” y, por lo tanto, como “nativo”. Por consiguiente, es vital para el estudioso crítico de la migración repudiar el punto de vista del nativismo, incluso en su aspecto más liberal y benévolo en que el ciudadano se autoriza a sí mismo a asumir la perspectiva del Estado. Cualquier antropología válida de la migración tiene que formular su punto de vista crítico desde la subjetividad de la migración.

En su opinión, ¿qué impacto puede tener el Gobierno de Donald Trump en la dinámica migratoria en las Américas?

Desde el inicio de su candidatura a la Presidencia, la estrategia política de Trump dependía de castigar la “ilegalidad” mexicana y migrante, y fustigar el fantasma de una frontera supuestamente “abierta” entre Estados Unidos y México. Esto, como elemento fundamental de su crasa movilización de racismo antimexicano en particular y nativismo anti-inmigrante en general. Notablemente el llamado a fortificar la frontera entre México y Estados Unidos ha estado asociado con un racismo antimusulmán, incrementando el espectáculo securitista en contra del “terrorismo” e invocando el espectro de una frontera porosa con México que puede ser fácilmente explotada por “enemigos” del Medio Oriente.

La letanía desesperada de Trump de que Estados Unidos se ha transformado en “el vertedero de los problemas de todos los demás” –encarnado en las hordas proverbiales de los “inmigrantes indeseados”– se unió (en el mismo discurso donde él anunció oficialmente su candidatura) a la portentosa afirmación de que ese país “se está convirtiendo en tercer mundo”. Lo más sorprendente es que las cifras racializadas de los “violadores” mexicanos, los narcotraficantes, las enfermedades y la criminalidad en general fueron amplificadas en el discurso de Trump para abarcar a toda América Latina. Así, la movilidad de los inmigrantes latinos está implicada en el discurso espectacular que conjura una imagen de la migración como una intrusión desestabilizadora “indeseada” y una presencia corrosiva “no deseada”. Después de todo, debido a que la frontera entre Estados Unidos y México ha sido convencionalmente entendida como el lugar donde comienza América Latina, ideológicamente también ha figurado como el lugar donde empieza el “tercer mundo”. Por lo tanto, el grandilocuente proyecto de Trump de “hacer a América grande otra vez” (To Make America Great Again) ha sido inextricable desde el mandato de “construir un muro” que promete –aunque improbablemente– aislar a Estados Unidos de América Latina.

Esto significa que, con la ascendencia política de Trump, hay indiscutiblemente en Estados Unidos una intensificación del racismo antilatino. Sin embargo, como se ha sugerido, esta retórica explícita y enfáticamente excluyente del espectáculo fronterizo, no se trata solo de la exclusión pura y simple, sino sobre recalibrar y refinar las formas y términos de la inclusión subordinada. La ilegalización masiva de las migraciones latinoamericanas en Estados Unidos se ha consolidado repetidamente desde la década de 1960. Aún más, la frontera entre Estados Unidos y México ha sido durante mucho tiempo un sitio privilegiado para el despliegue de tácticas cada vez más militarizadas y tecnologías de control, incluyendo la erección de barricadas físicas. Cuando Trump incita a sus partidarios con la noción totalmente inverosímil de “construir un muro”, implica algo más que una expresión hiperbólica de la política de inmigración estadounidense. La incesante fortificación de la frontera entre Estados Unidos y México, esa infame partición que supone el inicio de América Latina, presenta el epítome de lo que he descrito como un espectáculo de “exclusión” que mistifica su propio secreto obsceno: la permanente “inclusión” subordinada de la migración ilegalizada (predominantemente latinoamericana).

Al igual que el propio Trump, su retórica política es muy poco original y creativa. De hecho, prácticamente no hay nada nuevo en el racismo antimexicano y antilatino que plantea. Es quizá más descarado en su racismo y en su vulgaridad nativista y sin remordimientos, y por esta misma razón, más espantoso y repugnante para quienes pueden haber sido consolados por el reconocido (aunque falso) posracismo de la era Obama. De hecho, Barak Obama presidió más deportaciones que cualquier otro presidente en la historia de Estados Unidos: hubo más de 2,5 millones de migrantes deportados en su administración, eso es más que la suma de todas las deportaciones de todos los presidentes estadounidenses del siglo XX. Por lo tanto, cuando Trump promete deportaciones masivas, asume un compromiso característicamente grandilocuente de honrar el legado de Obama, por más falsedad que ahí exista.

Esto significa que el momento actual de intensa reacción anti-inmigrante –de la cual la elección de Donald Trump es una especie de crescendo y culminación– debe ser entendido en un contexto histórico algo más extenso, que abarca el período de Obama, quien ha sido un decepcionante capataz del régimen de deportación de Estados Unidos. En realidad, este período comenzó como un retroceso reaccionario contra las movilizaciones de protesta masiva de millones de migrantes y sus hijos en el año 2006. No obstante, esta situación no es reducida a políticos particulares o a administraciones presidenciales, sino que debe comprenderse como una prolongada convulsión sistémica contra la fuerza y la incorregibilidad de la insurgencia de los trabajadores migrantes.

Algunos Estados latinoamericanos, en particular los llamados “pos-neoliberales”, se han posicionado antagónicamente a ese violento régimen de securitización y de deportación global. Sin embargo, prácticas estatales similares tienen lugar en la región. ¿Cómo interpretar estos hechos?

Me parece que solo podemos aproximarnos a esta cuestión evaluando empírica y objetivamente lo que han sido los efectos reales de esas políticas y, a pesar de su retórica o reclamos explícitos sobre sus intenciones, examinar e indagar críticamente aquello que efectivamente producen. Esta tarea no puede llevarse a cabo únicamente bajo los parámetros del nacionalismo metodológico; se requiere un marco analítico global/poscolonial que simultáneamente mire lo que sucede a nivel local y nacional dentro de dinámicas más amplias de movilidad humana transnacionales e intercontinentales en el contexto de un régimen neoliberal global de acumulación de capital. Mi sospecha es que, a pesar de varios gestos “pos-neoliberales” de los gobiernos latinoamericanos, existen formas mucho más amplias y sistémicas en las que estas prácticas estatales pueden mejorar la eficiencia del régimen fronterizo, migratorio y de deportación global.

¿Cómo un gobierno de izquierda debería abordar la complejidad migratoria contemporánea?

Esta es una compleja pregunta porque plantea toda una serie de otras discusiones acerca de cómo entendemos lo que es “la izquierda” y cuál podría ser su relación apropiada con el “gobierno” y, de hecho, con el poder estatal. Tal vez debería ser la base para un diálogo completamente diferente. Una respuesta breve es que podamos pensar mejor este problema sin partir de la perspectiva del poder estatal y, por lo tanto, tampoco de la perspectiva de un gobierno prospectivo, sino desde el punto de vista de la libertad humana de movimiento como potencia y fuerza elemental constitutiva por la cual hacemos el mundo. En este sentido, una “perspectiva autonomista de la migración” obliga a confrontar lo que en última instancia está en juego: la cuestión de la relación entre la especie humana y el espacio del planeta, por ende, la cuestión de si acaso podemos arriesgarnos a imaginar que un mundo diferente –un mundo sin fronteras– es posible.

En el contexto actual proliferan formas de violencia, racismo y xenofobia contra migrantes, en particular irregularizados y refugiados. ¿Qué implica esta coyuntura para los estudios migratorios críticos? ¿Cuáles son los temas emergentes y los desafíos teórico-metodológicos que han surgido y pueden surgir en el campo de los estudios migratorios?

La coyuntura actual, marcada por la escalada del nativismo, el racismo anti-inmigrante y la violencia, sitúa la investigación sobre la migración y los movimientos de refugiados en las intersecciones vitales de varias cuestiones críticas. Entre estas intersecciones, se incluiría:

  1. La indisociabilidad entre los estudios migratorios y sobre refugiados del estudio de la “raza” y el racismo, que en realidad es el estudio de la continuidad de procesos de racialización por los cuales las desigualdades y diferencias sociopolíticas están infundidas con significados raciales, donde la “raza” no es comprendida como un mero legado del pasado, sino que sigue reproduciéndose en el presente.

  2. La inseparabilidad de los estudios migratorios y sobre refugiados de un interrogatorio crítico de las desigualdades incorporadas en cualquier régimen de ciudadanía, de tal forma que la subordinación jurídica y la sujeción de los migrantes o refugiados siempre reconoce que pertenecen a un continuum de distinciones y divisiones que incluyen ciudadanos y no ciudadanos (aquí hacemos fácilmente las conexiones entre las desigualdades de la ciudadanía y las de raza, clase, género, sexualidad, entre otras).

  3. La inevitable interconexión del estudio de las condiciones sociopolíticas de los inmigrantes o refugiados, sus estatus jurídicos al “interior” del espacio de un Estado con fronteras y los procesos de vigilancia fronteriza ( bordering ) que parecen demarcar los límites de los espacios estatales y sus jurisdicciones, y viceversa. De tal modo que las cuestiones de los migrantes y los refugiados nunca deben ser reducidas a aminorados problemas de “aculturación” o “asimilación”.

  4. La correspondencia necesaria entre las diversas expresiones del nacionalismo y del nativismo, por un lado, y las verdaderamente globales relaciones del capital y el trabajo que están mediadas por las fronteras estatales y los regímenes de migración que se dedican a la subordinación de tales movilidades transnacionales transfronterizas.

En resumen, no puede haber un estudio adecuado de la migración sin un rechazo deliberado y concienzudo de la tendencia a “parroquializar” el tema dentro de especializaciones académicas de estudios migratorios o sobre refugiados, como si fueran cuestiones de “minorías” de significancia derivada, subordinada y “menor”. Por el contrario, debemos ver estas movilidades como manifestaciones de una libertad humana elemental y vital, que las convierte en dinámicas constitutivas de la continua lucha por rehacer el mundo en el que vivimos.

1

Candidata a doctora en Geografía Humana por King’s College London, Reino Unido.

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