INTRODUCCIÓN
El 23 de febrero de 2021 se vivieron episodios de extrema violencia en algunas cárceles del Ecuador. En este suceso, 79 personas fueron asesinadas, centenares heridas y ocurrieron múltiples daños materiales a las instalaciones carcelarias. Los delitos contra la vida sucedieron en el interior de los centros carcelarios, ejecutados por personas privadas de su libertad en contra de sus pares, a través de múltiples armas: cuchillos, machetes, armas de fuego, incineraciones, entre otros.
No hace falta ser político, periodista o sociólogo para notar que este suceso es un problema con múltiples matices, pero que su principal responsable es el encargado de instaurar, ejecutar y vigilar el sistema, esto es, ¡el Estado! En las líneas que siguen, haremos esfuerzos por analizar este problema desde algunos de estos enfoques, reconociendo con anticipación que es imposible abarcar en tan poco espacio todas las aristas que un problema de estos genera.
Desde esta lógica, en este artículo nos ocuparemos de analizar tres enfoques esenciales para una mejor comprensión de la problemática carcelaria en Ecuador: función de la pena, obligaciones del Estado cuanto a personas privadas de libertad, y política criminal.
FUNCIÓN DE LA PENA
Si bien es fácil concluir que el sistema carcelario es deficiente y que la inoperancia de este tiene como evidencia el hecho del 23 de febrero de 2021 (que no es un hecho aislado), es necesario, para realizar una radiografía profunda de la problemática, adentrar la discusión a la razón de la existencia de la cárcel en un primer momento. Es decir, es preciso ir más allá de conclusiones aisladas.
En este sentido, es esencial realizar un análisis funcional-estructural que permita determinar cuál es el motivo para que existan y funcionen centros carcelarios, pues no es una institución libre de una misión y/o finalidad. Es este el camino para poder, conceptualmente, evidenciar si la existencia de los centros de privación de libertad, más allá de las fallas o vicios del sistema, tiene una razón de ser o está destinada ser solamente un mal necesario para un problema sin solución.
Así, se puede definir la cárcel como el lugar en el que las personas responsables de haber cometido un delito1 cumplen la pena impuesta por un juez o tribunal. Entonces, la existencia misma de un centro carcelario tiene estrecha relación con la existencia de una pena, pues, sin estas, no existiría la necesidad de que funcionen estos centros. Si la cárcel es un instrumento o medio a través del cual se ejecuta la pena, un análisis funcional-estructural de estos centros requiere, de forma primigenia, estudiar la función de la pena.
La evolución respecto de los alcances que se ha querido dar a la pena ha tenido múltiples pronunciamientos2 pero que, por sus similitudes, se pueden agrupar en dos teorías: retribución y prevención, en la que la segunda se divide en prevención general y especial.
La teoría de la retribución defiende que la pena no tiene otro objeto sancionar proporcionalmente en contra del autor de un delito por el daño que causó con su conducta;3 es decir, es el ejercicio de un mal contra el responsable de una infracción penal, sin finalidades ajenas a la aplicación de la consecuencia por el mal causado.
Los enfoques para justificar el retribucionismo como teoría de la pena se pueden agrupar en tres variables: religioso, ético y jurídico,4 las que serán expuestas en los siguientes párrafos.
Desde el punto de vista de la religión, específicamente el cristianismo, se fundamentaba la pena como una sanción necesariamente paralela a la de la justicia divina,5 esta, se defiende, no atiende a otros fines que, al principio de retribución, razón por la cual la justicia humana debe cumplir los mismos parámetros. Mir Puig expone de forma ejemplificadora el mensaje de Pío XII al VI Congreso Internacional de Derecho Penal, quien afirmó: "Pero el juez supremo, en su juicio final, aplica únicamente el principio de la retribución. Este ha de poseer, pues, un valor que no cabe desconocer".6
En cuanto a la perspectiva ética, el principal exponente es Kant, quien, desde la premisa de que un hombre no puede constituir un objeto para cumplir otros objetivos, negaba la posibilidad que la sanción de un ser humano con una pena pueda ser utilizada como motivo o herramienta para influir en la conciencia de otras personas.7 Es decir, la pena a un ser humano en una justicia ética, siendo cada persona un fin en sí mismo, solo puede tener como finalidad la sanción de sus conductas, pues cualquier intento de fundamentación utilitario implicaría el tratamiento de la persona como un objeto del sistema.
Finalmente, en este primer grupo de teorías de la pena, Hegel dota al retribucionismo de una fundamentación jurídica. Para Hegel, la retribución es netamente una consecuencia impuesta por la voluntad popular a una acción que violentó la misma, como es el delito.8 Así, el pensamiento del autor se aplica a través un método dialéctico que se desarrolla en tres niveles.
En el primer nivel está la norma general y de cumplimiento obligatorio para todos los miembros de la sociedad, bajo amenaza de sanción en caso de infringir estas reglas. La vigencia de la norma es la tesis. En un segundo nivel está el delito, siendo esa acción la negativa a la vigencia de la norma o de la voluntad general. El delito entonces es la antítesis de la tesis. Finalmente, una sociedad no puede verse cuestionada en sus reglas o valores, por lo que requiere una reacción o retribución a ese delito, que es el tercer nivel, el castigo penal o sanción como consecuencia del delito. La pena es la síntesis y, como tal, solo atiende a equilibrar la voluntad general por esa conducta del individuo sin atender a otros fines.9
Lo común de los tres enfoques retribucionistas es el hecho de que la justicia no tiene otro fin que la imposición de una consecuencia por la conducta humana realizada por una persona, siendo, de esta manera, la administración de justicia una sanción no condicionada a parámetros distintos.10
Es la posición de las teorías de la retribución que conciben a la pena con una finalidad única, lo que ha generado que también se conozca a estas como absolutas, contrariamente a lo que pasa con las teorías de la prevención, que, como se verá a continuación, por lo variable de su finalidad, son etiquetadas como teorías relativas.
Las teorías de la prevención defienden que el objeto o fin de la pena no es la retribución, sino una finalidad utilitaria: sirve como mecanismo de motivación para cumplir y respetar la vigencia de las normas y con ello el interés social.11 Desde esta perspectiva, al ser las necesidades sociales cambiantes, también lo son las necesidades de prevención, razón por la que, para este pensamiento, la justicia no es un valor absoluto, sino una herramienta a disposición de la utilidad social.12
Ahora, cómo se concibe o ejecuta esta pena con fines utilitarios es algo que cambia según el pensamiento, pues existen dos formas de prevención: general y especial. Cada una de ellas tiene una posición positiva y negativa del tipo de prevención.
La prevención general negativa defiende que, a través de la tipificación de un delito, se busca coaccionar o intimidar a los miembros de la sociedad para que actúen según los parámetros sociales.13 Es decir, la pena sirve como elemento motivador de conductas, mensaje que se fortalece o muestra como efectivo cuando esa conminación legal es acompañada de la sanción a una persona.
Desde un enfoque distinto, pero con idéntico objetivo, la prevención general positiva defiende que la norma no debe reforzar la voluntad social solo a través de la intimidación, sino que, además, debe servir como mecanismo para generar conciencia y convencimiento de las personas sobre los valores instaurados.14 Entonces, la norma sirve como mecanismo de identificación e integración social a través del cual se reafirman los valores de la voluntad general.
Entonces, tanto la prevención general positiva como la negativa buscan la evitación de la comisión de delitos por otros miembros de la sociedad, distintos a la persona sancionada. Es el destinatario del mensaje que acarrea la pena lo que diferencia la prevención general de la especial, pues en esta segunda ya no será el colectivo sino el sujeto en particular conforme ahora nos proponemos establecer.15
Al igual que la prevención general, la prevención especial puede ser positiva o negativa. Quienes defienden que la pena tiene una finalidad de prevención especial, también lo hacen desde un enfoque utilitario, es decir, buscando que la pena sea un mecanismo para motivar la no comisión de otras infracciones penales, pero, en este caso, ya no a dirigido a todas las personas, sino al autor del delito en particular. En concreto, la pena buscaría que el que ya cometió el delito no cometa otro.16
Para cumplir con este objetivo, la prevención especial encuentra estrecha relación con las posturas resocializadoras del derecho penal. Esto es, la necesidad de que, a través de la pena, se combata contra las causas empíricas del delito y con ello se rehabilite o resocialice al infractor de tal manera que, una vez inserto en la sociedad nuevamente, ya no sea propenso a cometer delitos.17
Así, la forma de alcanzar esta resocialización depende de la persona a la que se le aplica la pena, distinguiéndose, como ejemplo el Programa de Marburgo, entre delincuentes ocasionales, delincuentes no ocasionales pero corregibles y delincuentes habituales incorregibles.18 Entonces, según el infractor, se aplica la pena de prevención especial que puede ser correctiva, resocializadora o inocuizante. Así, la prevención especial será negativa si no existe posibilidad de corrección, quedando como única salida la aplicación de una sanción inocuizadora; y, positiva si sí hay forma de rehabilitación, siendo estas correctivas o resocializadoras.19
No es el espacio para profundizar en cada tipo de delincuente o su medida según el Programa de Marburgo, pero sí dejar planteada la premisa estructural de que, para los defensores de la prevención especial, la pena tiene esa finalidad de combatir los factores que incidieron para que una persona cometa un delito, de tal manera que este mismo sujeto no incurra nuevamente en conductas criminales.
Finalmente, en lo que se refiere a las teorías de la pena, si bien se planteó que esas teorías se dividen en retributivas y preventivas, no es menos cierto que también existen posturas mixtas en las que se aplican dos o más de ellas, según la regulación y estructura propia de cada ordenamiento jurídico.20
La individualización de cada perspectiva de la función de la pena como la posibilidad de combinar una y otra teoría, nos permite contar con insumos suficientes para analizar la finalidad de la esta sanción penal en el ordenamiento jurídico ecuatoriano. En esta línea de ideas, es preciso recordar que, definida la función de la pena, también se limita o aclara la razón de existencia del centro carcelario, por tanto, es preciso un desarrollo concreto a lo que dictan las normas de la materia.
Para cumplir con este objetivo, la materia se asienta en dos normas principales: la Constitución de la República del Ecuador (CRE) y el Código Orgánico Integral Penal (COIP). Especial énfasis hay que hacer en la primera de ellas, pues, al ser el pacto social el que marca cuáles son las reglas de convivencia, es en esta donde está la fundamentación para la existencia de las cárceles.
Desde el mismo concepto que el asambleísta constituyente eligió para referirse al sistema carcelario y a los centros de privación de libertad, como "Rehabilitación Social"21 y "Centros de Rehabilitación social",22 ya se puede abstraer una clara tendencia de que, como sociedad, hemos elegido que la pena tenga una finalidad de prevención especial.
Este indicador lingüístico se ve confirmado en los artículos 201, 202 y 203 de la Constitución, en los que se decidió establecer que el sistema de rehabilitación social tiene la finalidad de rehabilitar a las personas que han sido sentenciadas por la comisión de un delito, para restablecerlas y reincorporarlas a la sociedad.
Incluso, y materializando esa finalidad del sistema, la Constitución plantea como directrices la necesidad de que desde los Centros se promuevan y realicen planes educativos, de capacitación laboral, agrícola, etc., justamente para alcanzar esa reinserción de la persona sentenciada. La Constitución de la República del Ecuador no plantea de forma directa otros indicadores sobre finalidades distintas a la de la prevención especial, razón por la cual se debe concluir que es esta teoría de la pena la que prima de acuerdo con nuestro ordenamiento jurídico.
Interpretando de forma aislada las normas constitucionales que regulan el sistema carcelario, se podría concluir que la pena, conforme a nuestro pacto social, busca una rehabilitación y, con ello, las consecuencias que devienen de un sistema centrado solamente en combatir con las causas empíricas del delito. Una postura netamente resocializadora puede acarrear varios problemas. Esto lo explica Silva Sánchez, quien expone que un objetivo único de resocialización puede generar la existencia de sanciones de duración indeterminada, siempre condicionadas a si efectivamente el sentenciado se reincorpora o no.23
Sin embargo, el error sería no interpretar la Constitución de forma integral o sistemática, pues, si bien la finalidad directa y principal es la prevención especial, existen indicadores respecto de la combinación de esta norma constitucional con otras teorías de la pena. Así, el reconocimiento de la proporcionalidad como un derecho fundamental24 marca o genera un indicador de que la imposición de una pena también tiene características y principalmente limitaciones del retribucionismo.
En complemento al principio de proporcionalidad, la existencia y vinculación de los derechos de libertad como fundamentales para el desarrollo de todo individuo,25 incluido el que está cumpliendo su pena en la cárcel, nota una decisión del constituyente de respetar el libre desarrollo de la personalidad. Esto es, la capacidad de autodeterminarse. Entonces, si bien en un análisis temático la pena tiene una finalidad resocializadora, y con ello busca incidir en el ejercicio motivacional del sentenciado, existe una confrontación de normas cuando, por otro lado, desde un análisis integral del pacto social, se reconoce como irrenunciables los derechos de libertad.
Esta posible disyuntiva realmente no lo es, pues la perspectiva resocializadora y el respeto a la autodeterminación pueden convivir dentro de un mismo marco normativo.
Así, el mismo legislador clarifica este tema cuando reguló, como una limitante a esa finalidad de prevención especial, el respeto a la decisión de cada ciudadano de someterse a un proceso de resocialización o no. Entonces, si bien los Centros de Rehabilitación Social deben procurar estimular la voluntad del sentenciado para vivir conforme a lo que dictan las normas, la participación en los distintos programas es voluntaria.26
De esta forma, la posición resocializadora del derecho penal de Ecuador se ve ajustada con variables garantistas, en este caso, la libertad otorgada al ciudadano respecto de seguir los programas o no, siempre bajo la garantía de que la sanción no es indeterminada. Así, aquellas problemáticas de una visión del derecho penal como netamente resocializador, en la que podrían existir penas incluso indeterminadas, encuentran una limitación.
A partir de este análisis, pasamos a plantear un segundo enfoque para establecer cuáles son las obligaciones del Estado frente a los privados de libertad de tal manera que, cumpliendo con la estructura y función de las cárceles, cumplan con las dos condiciones mínimas: respeto a los derechos de libertad y generación de un espacio de resocialización.
OBLIGACIONES DEL ESTADO FRENTE A LAS PERSONAS PRIVADAS DE LIBERTAD: EL OCASO DEL SISTEMA CARCELARIO EN ECUADOR
Es prudente partir que las personas privadas de su libertad poseen múltiples derechos que denotan que, por lo menos teóricamente, debe existir un sistema que precautele por sus intereses desde la vulnerabilidad que representa la privación de libertad, en la que el Estado asume una especial obligación de garante.
Así, conforme el texto constitucional, las personas privadas de libertad hacen parte de grupos de atención prioritaria del Estado,27 y, por este particular, este grupo de personas es considerado como vulnerable,28 siendo titular de derechos específicos consagrados en este cuerpo normativo.
Adicionalmente el Código Orgánico Integral Penal29 reconoce a las personas privadas de libertad, además de los derechos y garantías previstos en la Carta Magna y tratados internacionales, los derechos a la integridad personal (física, psicológica y sexual), salud, higiene, agua potable, alimentación, vestimenta, trabajo, educación, sufragio, entre otros que comprenden la noción de acceso a la justicia (petición, libertad inmediata, declaración ante autoridad etc.).
En el marco internacional el Estado ecuatoriano tiene la obligación de respetar y garantizar los derechos y libertades reconocidos en la Convención Americana de Derechos Humanos,30 además de observar informes, resoluciones de los organismos internacionales, estándares de la jurisprudencia de la Corte IDH fijados en los Casos Neira Alegría y otros vs. Perú; Caso Castillo Petruzzi y otros vs. Perú, Caso Fleury y otros vs. Haití, entre otros;31 y reglas mínimas de Bangkok para las mujeres privadas de libertad.
Asimismo, el Estado adquirió, desde el fundamento mismo de su existencia a través del pacto constitucional, la especial obligación de garantizar el respeto a todos los derechos humanos referentes a las personas que están directamente bajo su control, como ocurre con las personas privadas de libertad, consideradas como grupo vulnerable. 32
Desde esta lógica, el Estado considerado garantista de derechos deberá observar las directrices del garantismo penal que corresponde a un modelo normativo que sirve para establecer y optimizar la organización jurídico política de un Estado, de forma más humanizada de cara a impedir toda acción u omisión que vulnere las garantías de los seres humanos en general.33
Sobre el particular, el Estado como responsable de los centros de detención es el garante del respeto al derecho a la vida y a la integridad personal de los detenidos. Además, tiene la obligación de ofrecer condiciones de detención compatibles con la dignidad humana y resocialización voluntaria de estas personas, pues, cuando una persona es privada de su libertad, el único derecho humano que debe tener restringido es su movilidad; los demás derechos deben coexistir en armonía y el Estado pasa a ser garante de la concreción de estos. Entonces, los derechos identificados y que nacen de normas internas o instrumentos internacionales deberían tener una contracara en la realidad carcelaria del país. Si bien es imposible tener un sistema de rehabilitación sin defectos, lo que nos proponemos a realizar a continuación es determinar si, al menos someramente, el sistema de cárceles en el país está encaminado a cumplir con los derechos que está obligado a precautelar.
En este sentido, según el resumen de informe sobre crisis carcelaria en Ecuador presentado por el Comité permanente por la defensa de los derechos humanos,34 el sistema penitenciario alberga casi 40 000 personas en 53 centros penitenciarios, de los cuales 9000 personas no tienen donde dormir. La realidad demuestra la falta de adopción de medidas mínimas por parte del Estado para garantizar los derechos más básicos de las personas privadas de libertad, como los mencionados en líneas anteriores.
Este escenario presenta algunas consecuencias: condiciones de vida no compatibles con la dignidad humana, o principio de vida digna, sin acceso a recursos básicos como agua potable e ítems de higiene básica, hecho especialmente preocupante en el contexto de la pandemia; peores condiciones de hacinamiento debido al incremento de la población carcelaria en los últimos años, ocasionado por más y mayores penas; la implementación de procedimientos sumarios y el patrón de uso de la prisión preventiva como regla; la no utilización de la separación y clasificación penitenciaría mínima, de acuerdo al tipo de prisión (cautelar o pena); la falta de acceso a condiciones de salud física y mental, seguridad e integridad personal, y consecuentemente, el hecho de que las cárceles de Ecuador no se manejan como parte de un verdadero proceso de rehabilitación social.
Cada una de estas problemáticas requiere un análisis en particular, pues las implicaciones de estas y sus críticas son variables y denotan un incumplimiento sistemático de las obligaciones institucionales para con los privados de libertad. Así, entre las consecuencias citadas, frente al no cumplimiento de las obligaciones referentes a las personas privadas de libertad por parte del Estado ecuatoriano, podemos desmembrar las siguientes:
VIOLACIÓN AL DERECHO A LA VIDA
Es necesario observar que la escalada progresiva de hechos violentos en las cárceles ecuatorianas viene intensificándose desde 2018, con hechos cometidos por las personas privadas de libertad y por los agentes del mismo Estado. La idea simplista de que el problema se resuelve a través de más políticas de seguridad, defendida todavía por el Gobierno (a pesar del flagrante fracaso), implica tanto la naturalización de la violencia como de la idea de neutralización de estas personas (y no de protección).
Esto a su vez hace que la toma de decisiones, sobre todo en el contexto de la pandemia, corresponde a una práctica persistente de necropolítica.35
VULNERACIÓN A LA INTEGRIDAD PERSONAL
El derecho a la integridad personal comprende, según la CADH, el respeto a la integridad física, psíquica, moral y sexual, la prohibición de tortura, tratos inhumanos y degradantes, la separación entre procesados y condenados, la finalidad de las penas privativas de libertad la readaptación de los condenados, entre otros. La Corte IDH considera la separación de las personas privadas de libertad como una medida necesaria a la protección de la vida y la integridad de las mismas,36 a la vez que afirma que el hecho de que todos los internos tengan el mismo trato coadyuva a la generación de inseguridad, tensión y violencia, y, con ello, que no existan oportunidades efectivas de reinserción social.37
En el caso ecuatoriano el nuevo modelo de gestión penitenciaria a través de cuatro grandes centros carcelarios alejados de los centros urbanos y el incremento de la población carcelaria produjeron el hacinamiento que ha hecho imposible la separación entre procesados y condenados, lo que a su vez ha propiciado el quiebre en los vínculos sociales y familiares e inviabilizado un proceso real de rehabilitación social.
En los hechos del pasado 23 y 24 de febrero de 2021 las personas privadas de libertad fueron expuestas a agresiones con extrema violencia, con la pérdida de extremidades, intentos de decapitaciones, disparos de armas de fuego, ataques con machetes, etc., con secuelas físicas permanentes y consecuencias psíquicas de difícil superación.
Es importante observar que los afectados por estos hechos no son solamente las personas que directamente sufrieron lesiones físicas. La Corte IDH ya sentó precedente en el sentido de que "la tortura no solamente puede ser perpetrada mediante el ejercicio de la violencia física, sino también a través de actos que produzcan en la víctima un sufrimiento físico, psíquico o moral agudo".38 Estos sufrimientos son provocados también a través de graves amenazas, que son entendidas como tortura psicológica.
HACINAMIENTO
La Resolución 1/08 de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que establece los Principios y Buenas Prácticas sobre la Protección de las Personas Privadas de Libertad en las Américas,39 afirma que la sobrepoblación carcelaria debe ser prohibida por ley, y que, toda vez que de esta situación acarree violaciones de derechos humanos, el hacinamiento debe ser considerado como pena o trato cruel, inhumano o degradante (Principio XVII, Medidas contra el hacinamiento).
La aprobación del nuevo Código Orgánico Integral Penal en 2014 es un hito en el proceso de generación de la sobrepoblación carcelaria en el Ecuador. El COIP implementó un programa que representó un fuerte giro punitivo en el país, con el aumento sustancial de penas (pasando de la máxima de 16 años a 30 años). De esta forma, en los últimos cinco años la población penitenciaria aumentó de 26 000 internos e internas a 38 693 personas privadas de la libertad, generando un nivel de hacinamiento del 29,42 %, según información del que fue ministro de Gobierno, Gabriel Martínez, ante la Comisión de Derechos Colectivos de la Asamblea Nacional.40
ABUSO DE LA PRISIÓN PREVENTIVA
El derecho a la presunción de inocencia es reconocido sin excepción alguna en el artículo 8.2 de la CADH y debe implicar que la privación de libertad sea aplicada estrictamente a las personas condenadas por un delito en atención al principio de intervención mínima. Dichos principios deben implicar consecuencias en el límite del ejercicio del poder punitivo por el Estado, que debe reducirse a lo estrictamente necesaria.
En este sentido, la prisión preventiva (también nombrada procesal o cautelar) debe ser utilizada de forma excepcional, toda vez que la regla es que exista libertad en cuanto no hay condena. La CIDH ya se pronunció en el sentido de que "la privación de la libertad previa a una sentencia, deber ser interpretada restrictivamente en virtud del principio pro homine, según el cual, cuando se trata del reconocimiento de derechos debe seguirse la interpretación más beneficiosa para la persona, y cuando se trata de la restricción o supresión de los mismos, la interpretación debe ser la más restrictiva".41
Consecuentemente, el respeto al derecho a la presunción de inocencia exige que el Estado fundamente y acredite, de manera clara y motivada, según cada caso concreto, la existencia de los requisitos válidos de procedencia de la prisión preventiva. En el Ecuador, según un estudio presentado por la Defensoría Pública, solamente en el 5 % de los casos se dictan medidas alternativas a la prisión. Además, el 70,28 % de los encarcelamientos preventivos abarca robo (43,62 %) y tráfico ilícito (26,67 %) (delitos relacionados a la pobreza), y en el 92 % de los casos no había fundamentación de la resolución dictando prisión preventiva.42
Asimismo, se evidencia además un uso excesivo de la prisión preventiva, una vez que, según cifras oficiales dadas por el ministro de Gobierno, Patricio Pazmiño Castillo el 1 de marzo ante la Asamblea Nacional, de las 38 693 personas privadas de libertad tienen sentencia 23 196 y están procesadas 14 377, lo que implica que el 37,15 % de las personas privadas de libertad son procesadas y no sentenciadas.43
VIOLACIÓN A LA INTEGRIDAD PERSONAL DE LOS FAMILIARES DE LAS PERSONAS PRIVADAS DE LIBERTAD
En diversas oportunidades la Corte IDH ha afirmado que las violaciones a la integridad personal de los familiares de las víctimas de violaciones de derechos humanos deben ser tomadas en cuenta. En efecto, el dolor, el sufrimiento, la angustia, los sentimientos de impotencia, miedo e inseguridad que afectan a los familiares de las personas privadas de libertad al tener noticia de los acontecimientos, y, peor, después de ver los muchos videos de la violencia extrema vivida en las cárceles entre los días 23 y 24 de febrero, son una consecuencia de la negligencia estatal que debe ser valorada en su justa medida.44
A partir de estas consideraciones, es importante analizar qué ruta y acción debe tomar el Estado para crear un eje de política criminal coherente con vías a la rehabilitación social, con el objetivo de minimizar el impacto de incumplimiento de las obligaciones internacionales que generan un patrón de violaciones sistemáticas de derechos por parte del Estado.
EL TEMA CARCELARIO: UNA PERSPECTIVA POLÍTICO-CRIMINAL CON ENFOQUE DE DERECHOS HUMANOS
El Derecho Penal moderno nace no como una amenaza más, sino como una garantía para el ciudadano. Esta perspectiva original plasmada brillantemente en la obra de Cesare Beccaria, ha estado sometida a múltiples tensiones y pruebas desde el siglo XVIII. En este escenario, el comienzo de la criminología en el siglo XIX y de la política criminal en el comienzo del siglo XX, como campos del conocimiento inicialmente sometidos al derecho penal, fue representando, a medida que pasaba el tiempo y que se independizaron progresivamente de su matriz estrictamente jurídica, un apoyo y muchas veces un desafío.45
En el campo jurídico penal se han desarrollado tanto las teorías justificadoras de la pena, retributiva, preventiva general y especial, desde la perspectiva antes expuesta, como distintas corrientes más o menos estructuradas, más con impacto directo en la política penal de su tiempo como lo fueron la defensa social de Von Liszt, Adolfo Prins y Vam Hamel de comienzos del siglo XX;46 el derecho penal de autor de Bindig y Mezger, característico del estado nazi (pero no restricto a él);47 la nueva defensa social de Gramática y Marc Ancel, de la posguerra;48 y el funcionalismo de Roxin y Jakobs, que de forma más o menos radical esencialmente han coincidido en la sobre-valoración de la prevención general.49
De otra parte, en lo que toca a la cárcel o, como prefiere Pavarini, la "penología", desde el siglo XIX se asentó paulatinamente el modelo correccional, que concebía el alcance del objetivo preventivo especial de la pena a través del trabajo (Cárcel y Fábrica, para Pavarini). Desde la mitad del siglo XX la resocialización fue planteada a través de la socialización, tensionando las estructuras a la progresiva prescindencia de la cárcel; y llegando, en el final del siglo XX, al "miserable declino de la ideología re-educativa" (prevención general positiva) y a la hegemonía de un programa de neutralización selectiva tecnificado y eficientista que acarreó al encarcelamiento masivo.50
A este escenario, en la mirada del autor portugués Figueiredo Dias, se sumó la consolidación de la sociedad del riesgo del Estado de bienestar, que impuso la adaptación el derecho penal y de la política criminal a una racionalidad posminimalista más allá de la protección de bienes jurídicos y dirigida a la protección de valores comunitarios.51 En consecuencia, el incremento de las lógicas liberales e instrumentales, en sentido contrario de la racionalidad encontrada en los documentos internacionales de derechos humanos, tuvo un impacto directo en la intensificación del encarcelamiento.
En efecto, Zaffaroni, en obra publicada en 2020, ya en el contexto de la pandemia del COVID-19, alerta sobre el crecimiento vertiginoso de la población carcelaria en la región que alcanza, en algunos países, el 300 % de sobrepoblación. En este contexto, se producen muchas afectaciones a derechos, como ya se expuso anteriormente, pero queremos llamar la atención con el autor para un hecho muy específico en la gestión carcelaria: la desproporción entre el contingente del personal de vigilancia y de los internos. Es innegable que en tal hacinamiento quedan comprometidos los recursos materiales más básicos, el acceso a servicios, a un espacio salubre física y mentalmente, así como la seguridad de los propios internos. Ante la incapacidad del Estado de gestionar mínimamente este contexto que él mismo creó, es común en Latinoamérica que las cárceles tengan la presencia (y el comando) de la delincuencia organizada.52
En el Ecuador ha pasado exactamente lo mismo. Aunque en el nivel constitucional se ha evidenciado un Estado garantista, las leyes y reglamentos que se multiplicaron, con el protagonismo del COIP, fueron pródigos en establecer mecanismos de debilitamiento de las garantías constitucionales. Se destacan el aumento de las penas producido por el COIP, la reducción de las alternativas a la prisión, el incremento de tipos penales, y los juicios extremadamente rápidos, a partir de la confesión del acusado, entre otros.53 En consecuencia, la población carcelaria del país se ha incrementado y se produce el escenario de hacinamiento comentado anteriormente.
Encontrándonos en la segunda década del siglo XXI, ya está claro que el punitivismo y el encarcelamiento masivo no solamente no han bajado los niveles de criminalidad, cumpliendo con las promesas populistas de "acabar" con dicha criminalidad o, peor aún, con "los criminales", como han logrado generar muchos más problemas sociales. Es forzoso reconocer, como explicita Zaffaroni, que parte del problema viene de una "teoría jurídico penal que, a través de teorías del conocimiento limitativas, impiden la introducción de datos de realidad".54 A este hecho se añade la precaria incursión académica y estatal en el ámbito de la política criminal, dando espacio a confusiones entre esta y las políticas penales y, todavía más grave, entre política criminal y política de seguridad. Si en el campo de las intervenciones preventivas primarias y secundarias o situacionales es flagrante este desconcierto, es todavía más evidente cuando se observan las estrategias de intervención en el ámbito que nos ocupa: el carcelario.
En este sentido, vale la pena resaltar la posición de Binder de que una política criminal debe ser entendida como política pública y, en consecuencia, es un proceso complejo, riguroso, con objetivos y, sobre todo, medios muy claros. Al efecto, es necesario partir del reconocimiento de que toda política criminal trata del ejercicio del poder penal del Estado que autoriza preventiva o reactivamente, bajo determinados parámetros, el uso de la violencia.55 No se trata, por lo tanto, de cualquier política pública: para contrarrestar esa manifestación de poder se necesitan límites, y estos están puestos en la Constitución y, por decisión del poder constituyente, en los tratados e instrumentos de derechos humanos de los cuales derivan las obligaciones estatales enunciadas anteriormente.
Al respecto, vale la pena observar el concepto de política pública expuesto por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos como "los lineamientos o cursos de acción que definen las autoridades de los Estados para alcanzar un objetivo determinado, y que contribuyen a crear o transformar las condiciones en que se desarrollan las actividades de los individuos o grupos que integran la sociedad".56 Sobre esto, en otro documento específico sobre el tema, la CIDH resalta que es imprescindible que los Estados asuman como centro de las políticas públicas de cualquier naturaleza las obligaciones y los estándares del sistema interamericano en materia de derechos humanos, y, con más razón este criterio de aplica a las políticas que involucran el iuspuninedi.
De otra parte, pondera que no toda intervención del Estado implica una política pública, toda vez que estas acarrean "un conjunto de acciones encaminadas a garantizar un derecho de forma permanente",57 y no una estrategia puntual, reactiva y aislada, como suelen ser las acciones que pretenden establecer "políticas" en el ámbito carcelario. Las políticas puntuales o temporarias padecen de falta de la integralidad necesaria para ser consideradas políticas públicas.58 En otras palabras, una política criminal es mucho más cercana a sembrar y cuidar un jardín de forma sistemática y persistente que a apagar incendios descontrolados de tiempo en tiempo.
Es especialmente notable en materia penal la afirmación de que las leyes, reformas o nuevas legislaciones no se constituyen en sí mismas en políticas públicas, además del reconocimiento de la relevancia del rol del poder judicial, en el control de convencionalidad de políticas y leyes que violan los compromisos internacionales en materia de derechos humanos. Además, cobra relevancia la necesidad, en virtud de las mencionadas obligaciones, de políticas efectivamente preventivas de la violación de derechos. En términos de política criminal, considerando que tanto víctima como victimario gozan de derechos, no están autorizadas actuaciones de persecución al "enemigo"; antes, la obligación de prevenir violaciones de derechos se aplica tanto al derecho a no ser víctima de violencia (estrategias de prevención primarias del delito) como de, una vez ocurrido el delito, resguardar los derechos de la víctima y del eventual victimario.59
A partir de esta perspectiva se puede identificar una "contra ruta" a la política criminal desarrollada en los últimos años. Como punto de partida, si entendemos que la cuestión carcelaria es una cuestión de derechos de todos, privados de libertad y ciudadanía en general -y no de seguridad de unos mediante el maltrato de otros-, y que ambas, como ya se evaluó anteriormente, no se contraponen, podemos trazar un camino distinto. En la sociedad no hay enemigos: hay "socios", hay ciudadanos que comparten un mismo tiempo y espacio de vida. El derecho del otro no quita el mío, sino que lo fortalece. Proporcionar a un ser humano buenas condiciones de privación de libertad y medios reales de reeducación y reinserción social es generar seguridad para todos. Lo demás es autoengaño. Y ya nos hemos autoengañado demasiado con el falso discurso de eficiencia del punitivismo.
CONCLUSIONES
Una vez que se ha identificado cuál ha sido la posición de nuestra sociedad respecto de la finalidad que debe tener la pena, así como sus limitantes, nos encontramos en una posición válida para analizar las implicaciones de lo sucedido el 23 de febrero de 2021. En primer lugar, desde una visión funcional-estructural, siendo una finalidad constitucional la prevención especial, le corresponde al Estado generar las condiciones necesarias para que una persona sentenciada pueda, si lo desea, rehabilitarse.
Entonces, si es que el objetivo es la reinserción social, ese Estado tiene la obligación de asegurarse que en los Centros de Rehabilitación Social no existan factores criminógenos que puedan, en lugar de reforzar la voluntad de la persona para actuar de acuerdo con las normas, empeorar esta posición del sujeto frente al derecho.
Así, desde esta línea argumentativa, la existencia de armas al interior del Centro de Rehabilitación, una o decenas como fue el caso del 21 de febrero, no solo representa un erróneo control por parte de seguridad, sino un incumplimiento del mandato constitucional de funcionar para la rehabilitación de las personas sentenciadas. Esto hace necesario un argumento adicional de cierre.
Entonces, esa cárcel donde se permiten enfrentamientos y el ingreso de armas no tiene respaldo constitucional y tanto su funcionamiento como su financiamiento implican la utilización de recursos públicos para sostener construcciones donde se priva injustificadamente de la libertad a las personas. La existencia de factores criminógenos en un centro de rehabilitación social solo puede tener como respuesta el fracaso del sistema carcelario y con ello su ilegitimidad.
Si esta es la manera en que debe leerse las circunstancias actuales del sistema de rehabilitación social desde una posición estructural-funcional, no se puede más que concluir que, mientras los Centros de Rehabilitación continúen sirviendo solo para encerrar a seres humanos, pero no para garantizar los derechos de libertad y la posibilidad de reincorporarse a la sociedad, la existencia de estas cárceles es contraria al ordenamiento jurídico. Y, en este perverso mantenimiento de cárceles sin finalidad, el Estado, al permitir el encierro en lugares distintos a los aceptados en el pacto social, es el principal responsable de todo lo que en el interior de estos suceda.
Adicionalmente, si se observan las vulneraciones de los derechos humanos desde las obligaciones internacionales asumidas por el Estado ecuatoriano referente a las personas privadas de su libertad, se puede evidenciar que el Estado no cumple ni con la ley interna, ni tampoco con las obligaciones internacionales asumidas, lo que acarrea el ocaso del sistema penitenciario y, consecuentemente, por partida doble, la ilegitimidad del funcionamiento de estos lugares que, lejos de cumplir con su finalidad, son espacios para inocuizar a personas sentenciadas pero no para cumplir mandatos constitucionales.
En este sentido, tanto desde una perspectiva nacional como internacional, las actuales condiciones de encarcelamiento en el país violan de forma permanente los derechos humanos de las personas privadas de libertad. La escalada de violencia en las cárceles ecuatorianas está inserta en un escenario producido por el propio Estado, mediante una política penal punitivista de encarcelamiento masivo de personas que han cometido delitos menores y uso excesivo de la prisión preventiva. A esto se sumaron decisiones en el ámbito de la gestión pública que priorizaron medidas de austeridad y de reducción de personal, además de la supresión del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, encaminando la actuación del Estado a un enfoque estrictamente de seguridad.
Desde esta mirada, el camino aquí señalado parte de la superación de la visión dicotómica que atrinchera a los ciudadanos y los "defiende" de los enemigos. Una política criminal coherente con los derechos humanos promueve seguridad para todos, y debe implicar el rescate del garantismo, además de plantear estrategias integrales que logren prevenir el delito promoviendo la reinserción social real y no pactando omisiva y convenientemente con la masacre.