INTRODUCCIÓN
Marguerite Yourcenar advertía que con los autores de Oriente hay una atracción y desconfianza, al mismo tiempo, frente al exotismo: “Siempre es difícil juzgar a un escritor contemporáneo: carecemos de perspectiva. Y aún es más difícil juzgarlo si pertenece a su civilización que no es la nuestra y con lo cual entran en juego el atractivo del exotismo y la desconfianza ante el exotismo”.1 Aunque el desconocimiento de la lengua japonesa y las sutilezas de su cultura son una restricción para los occidentales, hay un grupo de escritores japoneses que facilitaron el encuentro volviéndolo más complejo por una luz más bien sutil y velada.
Las pasiones literarias inglesas, francesas y norteamericanas de Akutagawa, Mishima, Tanizaki o, contemporáneo nuestro, Haruki Murakami, han imbuido sus propias obras y permiten un puente propicio de ida y vuelta. José Kozer recordaba al biógrafo Yoshida Seiichi quien decía que hay sesenta y dos cuentos de Akutagawa con fuentes reconocidas en Dostoievsky, Swift, Poe, Strindberg, Gogol o Anatole France, entre otros, además de las de su tradición. Los lectores occidentales podrán percibir esas correspondencias y afinidades que dan una breve luz exterior para asomarse al oscuro centro del escritor. Así como asombra esta capacidad de diálogo como virtud -los nacionalismos excluyentes se opacan en esa puntual tradición enriquecida de Japón- también se puede constatar que el puente, aunque firme, sigue siendo estrecho: la obra de Akutagawa no es lo suficiente conocida en lengua española porque apenas se han traducido selecciones muy breves, cuando su obra incluye ocho libros de cuentos publicados en vida, además de libros de ensayos y poesía y de traducciones de Yeats y Anatole France. Su obra completa tiene veinte volúmenes. En un prólogo de Haruki Murakami a una selección de cuentos de Akutagawa, señaló que produjo mucho y que buena parte de sus cuentos “no fueron particularmente destacables”, pero también advierte que “si de cien relatos, diez sobreviven para ser leídos por las generaciones siguientes, es un éxito enorme”.2 Mucho antes, Borges prologó otra de estas selecciones, comentando “Kappa” y “Los engranajes” y acertó al describir la peculiaridad de Akutagawa por “cierta tristeza reprimida, cierta ligereza de pincelada” así como que “la extravagancia y el horror están en sus páginas, pero no en el estilo, que siempre es límpido”.3 Esto precisamente, y que sean narraciones y no poemas, hace posible el acercamiento a la escritura de Akutagawa con una menor pérdida residual en la brevedad de su obra asequible en español.
Aun así, lo que el lector profano de Occidente conoce del sombrío escritor está iluminado con una luz deslumbrante. Me refiero a la película Rashomón de Akira Kurosawa, basada en el cuento homónimo del escritor y estrenada en 1950. Existe incluso el llamado efecto Rashomón, esa incertidumbre sobre la imposibilidad de concluir una verdad, que tanto atrae a antropólogos, neurocientíficos, cineastas, juristas, sociólogos, historiadores o filósofos.4 La película no solo se basa en este cuento, sino también en otro de Akutagawa, titulado “En un bosque” o “En un bosquecillo”, o incluso “En una arboleda de bambú” (“In a Bamboo Grove” según Jay Rubin). El recurso narrativo fundamental de la película es la de este cuento y no del titulado “Rashomón”. Kurosawa ensambla ambos cuentos, y acierta por otras razones narrativas, esta vez cinematográficas. Solo que esa adaptación borra parte del texto, en la que me quiero detener.
“En un bosque” reúne siete puntos de vista distintos sobre un asesinato, muchos de ellos opuestos y contradictorios. Dan su testimonio, en orden de aparición, un leñador, un monje budista, un gendarme, la madre de Masago, un delincuente (Tajomaru), la misma Masago y, como cierre inesperado y turbadoramente verosímil, un espiritista a través del cual habla el muerto. Todos ellos, salvo el espiritista, se dirigen al comisario Mayor de Policía, constituido como narratario de la historia, es decir, un personaje implicado, sin voz, a quienes hablan los personajes respondiendo a sus preguntas tácitas de investigador.
El cuento “Rashomón”, en cambio, tiene un solo y nítido punto de vista. El protagonista está bajo la gran puerta de Rashomón, al sur de Kyoto, en medio de un ambiente lluvioso y desolado, con varios muertos, donde medita sobre su mala suerte. En el cuento el personaje descubre a una anciana que arranca los cabellos a varios muertos. Él la pone en evidencia, la encara y, sin transición, le roba su kimono. No ocurre nada más. El mérito del cuento no es tanto la anécdota sino la atmósfera opresiva de un mundo destruido. Kurosawa elimina a la anciana y se queda con el escenario desolado y estático, perfecto para convertir la película, desde esa atalaya, en una gran retrospección sobre el asesinato del otro cuento.5 Por esto abordo el cuento “En un bosque” y no la película. Mi objetivo es recorrer su construcción para percibir el aspecto final de la historia, que no es tanto contar el asesinato como su investigación policial, que la película de Kurosawa minimiza. Y también, a través del mecanismo del narrador no fiable y del narratario, y de su específica interacción en este cuento, acercarme a una lectura del concepto del in dubio pro reo volcado hacia la hermenéutica del juez y del lector.
EL NARRADOR NO FIABLE Y EL NARRATARIO
De larga data en la tradición narrativa, el concepto del narrador sospechoso o no fiable (unreliable narrator) fue estudiado en la segunda mitad del siglo XX por teóricos como Wayne C. Booth en su clásico The Rethoric of Fiction, de 1961, 6 y ha tenido distintas revisiones críticas, como la de Ansgar Nünning7 basadas sobre todo en el problema de la definición del autor implicado al que lo vincula Booth. Martin y Phelan8 establecen seis tipos de no fiabilidad: underreporting, misreporting, underregarding, misregarding (misevaluating), underreading y misreading.
Un narrador no fiable es aquel que puede llegar a mentir o que oculta, distorsiona, dramatiza o escamotea información en su relato con un propósito inmediato y, casi siempre, uno ulterior. El inmediato puede ser una forma de captatio benevolentiae por medio de la cual evita interferencias con la credibilidad y simpatía del lector. Y el ulterior o final, puede constituir una especie de catarsis o aceptación personal, y también, ya en el plano del autor, la posibilidad de giro impactante final para la historia. Respecto a ganar la simpatía del lector, o evitar su rechazo, uno de los ejemplos contemporáneos más destacados, y que ha concitado la revisión crítica del concepto del narrador no fiable, es el de la novela Los restos del día de Kazuo Ishiguro. El narrador, Stevens, un puntilloso mayordomo inglés, evoca los años de servicio a un lord. En la actualidad de su relato trabaja para un millonario norteamericano, en la misma casa de su antiguo patrón, y cuenta su pasado incidiendo en la naturaleza exigente de su trabajo de mayordomo. En el texto, veladamente se descubre que se está dirigiendo a unos jóvenes mayordomos a los que cuenta su experiencia. Lo que escamotea Stevens es que, detrás de su exigencia laboral, es reacio a admitir que por dedicarse tanto a trabajar no hizo ninguna consideración de que el lord al que servía había sido un simpatizante y colaborador de los nazis.
En el plano estético, el narrador no fiable activa en el lector una agudeza para percibir emociones e ideas que el mismo personaje narrador parece no tener, y, al mismo tiempo, induce a una especie de compasión por la comprensibilidad mayor que el lector desarrolla. Es quizá uno de los mayores logros novelísticos alcanzar esa comprensión sugerida sobre el personaje y la historia, sobre los equívocos en los que incurren estos, sin que se requiera la explicitación del mensaje.
Respecto al concepto de narratario, su planteamiento teórico fundacional lo hizo Gérard Genette en Figuras III,9 donde lo homologó al narrador en el mismo plano narrativo. Un narrador se dirige a alguien que está en su mismo plano ficcional.10 Tiene un papel activo en el sentido que condiciona, dirige, estimula o reprime la voz del narrador que le está hablando. El ejemplo clásico de narratario es el de las Mil y una noches, porque la narradora, Sherezade, no solo cuenta cientos de historias, sino que se las cuenta al Califa para salvar su propia vida, porque todas las mujeres que están con él mueren al día siguiente, pero ella le sostiene la intriga interrumpiendo sus relatos.
Con estos dos breves elementos, quiero considerar la particularidad de la interacción entre los narradores no fiables y el peso específico de un narratario que no es un simple destinatario, sino un policía que remarca todavía más su injerencia tácita en el texto.
ENTRANDO EN EL BOSQUE
Los tres primeros testimonios de “En un bosque” son de personajes ajenos a los protagonistas, pero que vieron el lugar del crimen o conocen a uno de los personajes. El leñador cuenta cómo encuentra el cadáver. El monje budista cuenta cómo se encontró horas antes con el samurái y su mujer, y concluye: “En ningún momento pude imaginarme que ése sería su destino. En verdad la vida del hombre es efímera como el rocío matutino o el relámpago. No tengo palabras para expresar la pena que me embarga”. El gendarme da cuenta de la captura de Tajomaru, un forajido de los alrededores de Kyoto. Conforme avanza el cuento llegamos a los personajes implicados, la madre de Masago y el resto. En el testimonio del leñador y el monje budista se percibe el recurso del narratario, consistente en que el discurso de los personajes, sus propias palabras y su actitud, los retrata, sea por intimidación ante la autoridad o por la correspondencia con su oficio, personalidad o actitud. Como el testimonio del leñador no es muy extenso, lo cito completo:
Sí, señor. Fui yo quien encontró el cadáver. Había salido de mañana a talar como siempre la cuota diaria de cedros cuando encontré el cadáver en un soto que hay en una depresión de las montañas. ¿El lugar preciso? A unos ciento cincuenta metros del camino de coches de Yamashina. Un bosquecillo apartado de cedros y bambú.
El cadáver yacía boca arriba con el quimono azul claro y una cofia estilo Kyoto toda arrugada. La hoja de la espada le había traspasado el pecho de un solo golpe. A su alrededor, cañas de bambú con las flores salpicadas de sangre. No, la sangre ya no corría. Creo que la herida estaba seca. Y también había un moscardón prendido a la herida que apenas me sintió llegar.
¿Que si vi una espada o algo por el estilo?
No, señor, no vi nada. Solo una soga al pie de un cedro que por ahí había. Y... Bueno, además de la soga me encontré un peine. Eso es todo. Parece que se libró una batalla antes de que lo asesinaran porque a su alrededor se veía la yerba pisoteada y las cañas de bambú estaban desbaratadas.
¿Que si había un caballo cerca?
No, señor. Es difícil que un hombre se meta por esos matorrales. Imagínese entonces un caballo.11
El leñador es lacónico y puntual, sin las divagaciones metafísicas que hace el monje budista, y es de notar que su testimonio sugiere un velado temor de que se le pida explicaciones de por qué estaba en ese bosque, por si estuviera talando donde no le es permitido. A la pregunta tácita del comisario Mayor de Policía responde que no ha visto ningún caballo ni ninguna espada. Dice que “había salido de mañana a talar como siempre la cuota diaria de cedro cuando encontré el cadáver”. Subrayo sus palabras porque la actitud es defensiva, se anticipa o justifica de antemano. Está inhibido ante la autoridad. Pero luego dice algo que podría levantar las sospechas del lector (y del comisario). Si respondió que no vio ninguna espada, ¿por qué había dicho antes, al encontrar el cadáver, que “la hoja de la espada le había traspasado el pecho de un solo golpe”? ¿Por qué concluye que hubo un combate? La observación es muy precisa, y a menos que se haya detenido a observar el cadáver con escrúpulo forense, más bien parece ser un lapsus que pone en evidencia que el leñador quizá vio el enfrentamiento y el asesinato, pero se mantuvo oculto por su propia seguridad. No habla más de la cuenta para no comprometerse como testigo presencial ante el asesino. En el caso del monje budista llama la atención su precisión al describir que el samurái llevaba un carcaj con veinte flechas, pero poco antes, luego de decir que estimaba la estatura de la mujer en un metro veinticinco y que llevaba un kimono lila, se excusa argumentando que “como soy sacerdote budista no me fijé con detenimiento”. Sí que se fijó en la mujer, es un observador culto y preciso, pero quiere demostrar su pudor de monje respecto a la mujer delante de una autoridad, el comisario mayor de Policía que lo está interrogando. El narratario es un condicionante del lenguaje del narrador, porque sus palabras varían en función de a quien se está dirigiendo.
El dato del color azul del kimono del samurái asesinado, es diferente de otros dos testimonios. El gendarme y Masago dicen que era Tajomaru quien llevaba un kimono azul. El monje budista dice que la mujer llevaba un kimono lila y Tajomaru que quien llevaba el kimono lila era el samurái asesinado. Estas contradicciones, sumadas a que los testimonios están condicionados por la presencia de la autoridad y, sobre todo, a que cada quien se atribuye el asesinato o el suicidio, son los que establecen una duda razonable. Quizá la única certidumbre la podría dar el testimonio del gendarme que ha atrapado a Tajomaru. Incluso ostenta un cierto orgullo. No tiene nada que temer ante el comisario Mayor de Policía porque su oficio es el de rendir cuentas. Explica que hubo dos asesinatos de mujeres el año pasado y que se sospecha de Tajomaru. Su testimonio prepara el siguiente, el del delincuente.
La versión de Tajomaru es uno de los momentos más críticos del cuento porque el misterio parece aclararse. Es el único personaje que no tiene nada que perder, porque es un delincuente con antecedentes y ha sido capturado. Su testimonio empieza así:
A él lo maté, pero a ella no. ¿Qué dónde está [ella]? Yo qué sé. Un momento, un momento. No hay tortura que me vaya a hacer confesar lo que no sé. Ahora que las cosas han llegado a este extremo lo diré todo. 12
Este párrafo resuelve su postura. La afirmación inicial sería concluyente: se declara culpable y, por si acaso, se exime de la responsabilidad de lo que le pudo pasar a la mujer, porque en el momento de dar su testimonio se le ha preguntado por su paradero. Cuando se anticipa a declarar que ninguna tortura le hará declarar lo que no sabe, quiere evitar ese trance. Y concluye con una ambigua parresia: contará todo.13 Su testimonio es la parte más extensa del cuento. En su versión explica cómo engañó a la pareja tentándolos con que había descubierto un tesoro y así los alejó del camino principal. Lleva primero al hombre al centro del bosque, lo ata, y luego trae a la mujer. Cuando ella lo ve atado, ataca a Tajomaru con un espadín, pero este la doblega. Tajomaru pasa muy rápidamente por la violación, diciendo: “por fin pude saciarme sin tener que matar al marido”. Y a continuación añade: “Sí... sin tener que quitarle la vida”. En este punto el delincuente desarrolla un discurso que más que para atenuar su culpa, busca un resquicio de honor afirmando que no mató al marido fríamente. Explica que la mujer, luego de ser violada, le exigió que mate al marido o que se mate él mismo porque no puede resistir a la deshonra, y que ella se quedaría con el vencedor. “No quería recurrir a procedimientos ilegítimos para hacerlo”, afirma Tajomaru. Desata entonces al marido y combaten. “Ya saben cómo acabó el combate -explica Tajomaru-. Fue el golpe veintitrés..., no lo olvide, por favor. Todavía me cuesta trabajo creerlo. No hay nadie bajo el sol que haya cruzado veinte golpes de espada conmigo”. En el ajetreo del combate la mujer desapareció y él ya no la volvió a ver. Esta estratagema del discurso de Tajomaru apela, como dijimos, a restituir alguna forma de honor propio de la cultura japonesa, pero también es una manera de evitar la tortura para conocer el paradero de la mujer. Abre también un escenario perverso: que ella haya pedido la muerte de su marido. Y también un punto de incertidumbre: Tajomaru nunca dice el color de los respectivos kimonos.
Aquí el cuento se complica. El siguiente testimonio es el de la mujer, Masago. Según ella, Tajomaru llevaba un kimono azul, coincidiendo con la versión del gendarme, mientras que dice que su marido tenía un kimono lila, invalidando la descripción del leñador, según el cual el muerto vestía de azul. Pero lo más importante radica en que niega la versión de Tajomaru de que había asesinado al samurái. Más bien lo que termina por concluir ella es que, luego de la vergüenza de la violación, se queda desolada cuando descubre una mirada fría por parte de su marido, y le termina proponiendo a él que no podrá sobrevivir a esa vergüenza y que lo mejor era que ambos se suiciden. Cito la parte decisiva de su testimonio:
No pude hablar más. Él me seguía mirando con asco y desprecio. Busqué su espada con el corazón haciéndoseme pedazos. Seguro que el ladrón se la había llevado. No pude encontrar la espada en el bosquecillo, ni el arco y las flechas. Por suerte mi espadín yacía a mis pies. Alzándolo por encima de la cabeza exclamé una vez más: “Entrégame la vida. Y yo te seguiré”. Al oír esas palabras movió los labios con dificultad. Como tenía la boca atiborrada de hojas, su voz era, por supuesto, inaudible. Pero entendí de un golpe sus palabras. En su desprecio, aquella mirada imperturbable decía: “Mátame”. Sin comprender exactamente lo que hacía enterré el espadín en su pecho, atravesándole el quimono lila. 14
Y afirma al final: “Maté a mi propio marido. El ladrón me violó. ¿Qué puedo hacer?”
Bajo el shock de la violación, ella reaccionó de esa manera. Pero entonces surgen las preguntas: si ella afirma haberlo matado con el espadín, ¿por qué Tajomaru dice que fue él quien lo asesinó con la espada? Aquí es donde el lector empieza a dudar. La muerte es un hecho, pero el culpable es un enigma. Revisando la versión de Tajomaru, atribuirse una muerte es un precio demasiado alto para evitar la tortura. La única explicación es que, al cargar tantas culpas por delitos previos, esta muerte habría sido una más dentro de una inevitable condena a muerte. Sin embargo, no pierde su condición enigmática, en la medida que se haga caso a la afirmación de asesinato por parte de la mujer. Y en lo que respecta a ella, atenuada también está su situación por el shock de la violación. El alarde de Tajomaru de que lo venció con el golpe veintitrés es sospechoso por otro motivo que Kurosawa amplía en su película: sí hubo una pelea, pero no fue como lo contó el delincuente. No fue un combate épico. Más bien ambos hombres sintieron miedo en el combate a muerte, fue una pelea simple y Tajomaru venció por casualidad.
Hay un testimonio anterior, ubicado entre el del gendarme y Tajomaru, que es el de una mujer anciana, la madre de Masago. Aporta datos concretos, el nombre del samurái, Kanazawa no Takehiko, y el de su hija Masago, y que tiene diecinueve años y que es una mujer impetuosa. En su declaración afirma: “no me cabe la menor duda que (Masago) no conoció a otro hombre que no fuera Takehiko”, que “me resigno a perder a mi yerno” y, finalmente, “cómo odio al Tajomaru ese o como se llame el ladrón”. En el contexto no fiable de los otros testimonios -enunciados por narradores, ya que hablamos de un cuento- las contradicciones emergentes iniciales despiertan sospecha. ¿Por qué afirma la madre que su hija no ha conocido a otro hombre? ¿Es que acaso Masago había sido amante de Tajomaru y lo está encubriendo para que reciba la pena capital? ¿Es que Tajomaru preparó la emboscada para matar al marido y quedarse con Masago de mutuo acuerdo previo con ella? ¿O será más bien que Masago cometió alguna infidelidad y recurre a Tajomaru para urdir un asalto y matar al marido antes que él la desprecie públicamente? ¿Cuál era el propósito del viaje del samurái y Masago?
El cuento termina con un giro inesperado. El último testimonio es el de un espiritista a través del cual habla el muerto. Afirma que luego de la violación, Tajomaru le dice a ella que ya no se podrá llevar bien con su marido y que se case con él. A lo que la mujer reacciona pidiéndole que mate a su marido. “Mientras [él] viva no podré casarme contigo. ¡Mátalo!”. Tajomaru palidece, asombrado por la petición, y cambia de actitud, dirigiéndose al hombre: “Decide. ¿La mato o la dejo viva?”. Ella quiere huir, él intenta sujetarla pero se le escapa de las manos. Una vez que se ha marchado, Tajomaru finalmente libera al hombre y se marcha. Torturado por lo que ha ocurrido, el hombre coge el espadín de su mujer y se suicida. Poco antes de morir, percibe que alguien “sacó suavemente el espadín que me había enterrado en el pecho”. Y luego vienen las magistrales líneas finales: “Y de una vez por todas me hundí en la oscuridad del espacio”.
De manera que, según los implicados, Tajomaru dice que él mató al hombre; Masago dice que fue ella quien lo mató, y finalmente el muerto revela que fue él quien se suicidó. ¿Quién es el culpable?
Antes de responder hay que dejar en claro el último punto de incertidumbre que aparentemente queda anulado, y que revela que la disposición formal es clave para lograr la inmersión ficcional, y es que el testimonio del muerto, aunque imposible es verosímil, y lo es porque es tal la turbación del lector ante las contradicciones y la incertidumbre, que este se aferra al único punto de vista de quien ya no tiene nada que perder porque lo ha perdido todo y que, a su manera, es el que reclama justicia, el mismo muerto. Pero mientras el cuerpo de un muerto es la evidencia de un hecho, su testimonio verbal es una imposibilidad: quien habló no es el muerto sino un espiritista. Akutagawa no pone en el pretítulo que el espiritista está dando su testimonio frente al comisario Mayor de Policía. Solo dice: “Versión del occiso a través de un espiritista”. La diferencia es decisiva. Un policía no se va a fiar de un médium. No tiene validez probatoria. Y, sin embargo, en el cuento sí es posible. Esta coda calma al lector desorientado en la investigación, da un giro a los personajes, los hace redondos en el sentido clásico del término porque no resultan predecibles y más bien se manifiestan ricos y ambiguos. El samurái, luego de la violación de su mujer y que ella le pidiera a Tajomaru que lo mate, se termina suicidando con el espadín. Esta revelación final abre otro horizonte de preguntas: si el testimonio del muerto exime a Tajomaru, ¿no será que el espiritista lo está encubriendo? ¿Encubre también a la mujer que se atribuye el asesinato del samurái?
La capacidad sintética de Akutagawa logra esto en un cuento que no llega a una decena de páginas. No significa que necesariamente el lector crea en la última versión. La atenúa gracias al elemento fantástico. Pero ¿qué ocurre con el personaje silencioso del cuento, el comisario Mayor de Policía. ¿En qué puede creer él? Y el juez o el tribunal que debe juzgar a Tajomaru y a la mujer, ¿cómo va a decidir ante las contradicciones y la invalidez legal que tiene el testimonio de un espiritista? ¿O es más bien el juez o el tribunal quienes, como los lectores, aunque quieren resolver el enigma, van a quedar exentos de cerrar el sentido de una manera definitiva, a riesgo de condenar a un inocente?
IN DUBIO PRO REO... ¿IN DUBIO PRO LECTOR?
Cesare Beccaria, en su tratado De los delitos y de las penas estableció las distinciones entre las pruebas perfectas e imperfectas para un juicio:
Una sola de las primeras [las pruebas perfectas] es suficiente para la condena, de las segundas se necesitan tantas como basten para formar una prueba perfecta, es decir, que si por cada una de estas en particular es posible que alguien no sea culpable, por su convergencia en el mismo sujeto es imposible que no lo sea. Adviértase que las pruebas imperfectas de las que el reo puede justificarse y no lo haga debidamente se convierten en perfectas. Pero es más fácil sentir la certeza moral de las pruebas que definirla con exactitud.15
Mientras que una sola prueba baste para condenar al acusado y se la tiene por perfecta, la reunión de pruebas imperfectas no sirve para condenar, pero sí para mantenerlo como reo. Añade Beccaria que si el acusado puede justificarse frente a una prueba imperfecta y no lo hace, esta se convierte en perfecta. Más allá de ese axioma básico de la hermenéutica del juez, quiero destacar la observación final de Beccaria, cuando dice que una certidumbre moral sobre las pruebas es más fácil sentirla -por parte de quien debe juzgar- que definirla. En realidad es un problema ya tratado en la antigüedad. En el siglo II D. C., el escritor Aulo Gelio registró una de sus experiencias como juez en el capítulo 2 del libro XIX de las Noches áticas, titulado “Disertación de Favorino respondiendo a una pregunta mía sobre la función de juez”. Allí explica que consultó a Favorino sobre un caso de reclamación de dinero, en el que una de las partes, la reclamante, tiene una reconocida honorabilidad, mientras que el reclamado no la tiene, pero afirma que ya devolvió el dinero. El reclamante no tiene ningún tipo de documentación de prueba del dinero a pagar. El problema es que Aulo Gelio acepta que está influido por el prestigio del reclamante. Favorino le recomienda que tenga cuidado, porque mientras unos jueces tratan de descubrir los sentimientos de las partes, otros:
los jueces considerados más tranquilos y sosegados afirman que, mientras se dirime el pleito, antes de pronunciar sentencia, el juez no debe manifestar su sentir cuantas veces se siente conmovido por la proposición de un argumento; 16 pues lo que sucedería -dicen- es que, a causa de la variedad de proposiciones y de argumentos, el juez se vería precisado a soportar reacciones muy diferentes, y daría la impresión de que sus opiniones y sus intervenciones resultan ser muy distintas a lo largo de una misma causa y de unas mismas circunstancias. 17
El consejo final de Favorino a Aulo Gelio es que le dé su voto de confianza al reclamante, por su honorabilidad. Pero Aulo Gelio no está convencido y llega a las líneas de donde nace el concepto del non liquet (no está claro), cuando dice: “no pude convencerme de que debía dictar sentencia absolutoria, por lo que juré que yo no tenía claros los criterios (et propterea iuravi mihi non liquere) al respecto y fui liberado de aquella función de juez”. 18
Es decir, Aulo Gelio se exime porque no hay pruebas y porque tiene una duda razonable al respecto. Por más honorabilidad que tenga el reclamante, no tiene ningún documento que pruebe su reclamación. Aunque tiene duda respecto al caso, no duda de que pueda fallar objetivamente. Y aunque el reclamado es un individuo de mala fama, debe protegerlo en función de esa duda y esa falta de pruebas. Hay un matiz que James Q. Whitman explica en “The Origins of Reasonable Doubt”, cuando señala que la finalidad de la duda razonable no es tanto defender el derecho del acusado, sino la conciencia del juez. Aulo Gelio lo advierte sutilmente, se justifica y se escuda en aspectos más complejos como el riesgo de estar condenado a alguien por cuestiones morales, sin pruebas. Whitman señala que la duda razonable tendría que ver con el desarrollo del cristianismo, centrando la preocupación en salvar el alma del juez en el caso de equivocarse en la condena de un inocente:
Instead, it had a significantly different, and distinctly Christian, purpose: The “reasonable doubt” formula was originally concerned with protecting the souls of the jurors against damnation. Convicting an innocent defendant was regarded, in the older Christian tradition, as a potential mortal sin. The purpose of the “reasonable doubt” instruction was to address this frightening possibility, reassuring jurors that they could convict the defendant without risking their own salvation, as long as their doubts about guilt were not “reasonable”.19
El juez elude dar una sentencia sin pruebas suficientes. Y en el cuento, el lector se encuentra en una situación parecida. Solo que, aunque a ambos se les ha escamoteado pruebas contundentes, su finalidad es diferente. El juez no sentencia, pero el lector, en su fuero interno, sí lo hace. Obviamente, no se condena el alma del lector, bajo la perspectiva cristiana, pero sí se despierta una conciencia respecto al valor y la importancia de la interpretación, y la asunción de responsabilidad de la misma. No es el autor, ni ninguna otra institución la que interpreta el cuento: es el lector, a solas, quien asume esa responsabilidad. Entonces puede ser posible que el lector vuelva al texto para tratar de encontrar algún sentido oculto, o que empiece a hacer conjeturas como las que se han hecho páginas atrás.
Si advertimos que no se puede homologar el mundo de la realidad con el mundo de la ficción -un juicio siempre será diferente a un cuento, aunque este lo represente-, el propósito de ese escamoteo de pruebas y la exacerbación de la ambigüedad lo que buscan es que no se olvide el cuento. Así como el in dubio pro reo defiende la inocencia del acusado y salva el alma del juez sin pruebas o con pruebas imperfectas, en la literatura el vacío ficcional y la duda salva la autonomía del lector y lo fuerza a interpretar. Pero mientras al primero le permite seguir adelante y pasar a otra cosa, en el segundo, en el lector, se lo retiene con la interpretación. Así no se borra el cuento, se lo fija en su irresolución.
Este atributo de incompletud es una de las características del cuento moderno, en los que no hay ninguna moraleja que resuelva el sentido. Kurosawa sí la aplica en su película, donde se resuelve el enigma con una interpretación y hasta hay moraleja final. Esta irresolución en la literatura es la de escritores enigmáticos como Kafka, Cortázar o Raymond Carver, y en la que trabaja la estética de la recepción potenciando el papel del lector. Akutagawa sigue esta línea y la profundiza haciendo coincidir dos procedimientos que se potencian mutuamente. Los testimonios no son simples monólogos, van dirigidos a un narratario, que no es cualquiera sino un policía. El narrador es sospechoso o no fiable en la medida que tenga mayor o menor peso el narratario, y que el lector adquiera la destreza para tenerlo presente. Así el cuento abre más posibilidades de lectura. Lo irresuelto de la historia es una promesa de apertura de la recepción y de un lector mucho más activo. Lo que llamaría el principio del in dubio pro lector.