1. INTRODUCCIÓN
En las últimas décadas, la figura del artista plástico Daniel Santoro ha resaltado en el ámbito argentino por su abordaje crítico de la tradición, brindando una novedosa mirada acerca de la historia del país y, particularmente, sobre ese fenómeno tan singular llamado peronismo1. Por tanto, en este artículo nos proponemos realizar un análisis de su producción visual, atendiendo a la forma en que en ella se configura esa novedosa mirada mencionada, pero lo haremos apelando a la serie de lineamientos, categorías y conceptos desarrollados por el ensayista y escritor cubano José Lezama Lima, los mismos estrechamente vinculados al fenómeno estético-político denominado neobarroco americano (Rossi, 2018, 181). Y esto por dos motivos: en primer lugar, porque creemos que la producción visual de Santoro es susceptible de ser abordada desde una perspectiva lezamiana. Y en segundo lugar, porque nos parece imprescindible recuperar estos lineamientos en tanto método de lectura y productor de conocimiento -o como sostiene Valentín Díaz (2015), en tanto “máquina lectora” (454)-, en aras de abrir la posibilidad de pensar en una hermenéutica de cuño neobarroco y latinoamericano (Rossi, 2019, 129).
Y es que el presente artículo es el resultado de un trabajo que se inscribe en un proyecto de investigación más amplio,2 cuyo horizonte principal es, efectivamente, la construcción de una hermenéutica latinoamericana y neobarroca. Latinoamericana, en tanto, todavía hoy -y como sostiene María José Rossi (2019)-, “las categorías, las perspectivas y los problemas con que interrogamos, dialogamos y reseñamos nuestros textos provienen de aquellos centros de producción del saber que continúan la colonización cultural iniciada hace ya varios siglos” (129). Y neobarroca, ya que, justamente -y siguiendo nuevamente a Rossi (2019)-, fueron los ensayistas y escritores neobarrocos de la región -entre los que se destacan, particularmente, la figura ya mencionada de Lezama Lima y la del otro ensayista y escritor cubano: Severo Sarduy- quienes han procurado sembrar los cimientos de un dispositivo lector “con vistas a la construcción de una hermenéutica (…) de cuño americano” (130). Pero sobre todo, porque neobarroca es, de acuerdo a su mirada, la materialidad textual -en el sentido amplio del término, como lo postula Iuri Lotman (1996)- que se teje en el continente, la cual revela “el mismo mestizaje que se dio como efecto de la colonización” (Rossi, 2011, 2). O, más precisamente: esa “unión imposible y contradictoria de realidades o de dimensiones de la realidad que constituyen nuestro modo de estar [como latinoamericanos] en el mundo” (Rossi, 2011, 2)3. De ahí que sea una materialidad signada, como sostiene Lezama (2014), por el plutonismo - ese “fuego originario que rompe los fragmentos y los unifica” (228)- y la tensión (228); por la superposición de planos, voces y tiempos que la vuelven “inestable, compleja y siempre próxima al estallido” (Rossi, 2017, 11); por el derroche y el suplemento, que constatan la búsqueda incesante, “por definición frustrada, del objeto parcial” (Sarduy, 2011, 35). Y que, por eso, solicite una hermenéutica propia: ella misma neobarroca y latinoamericana (Rossi, 2019, 130)4.
Por tanto, nuestro trabajo se estructura en dos partes. Una primera, en la que precisaremos las características centrales de lo que consideramos -siguiendo siempre a Díaz (2015)- la máquina lectora lezamiana (454). Y una segunda, en la que, recuperando estos ejes, avanzaremos en el análisis de algunas de las principales imágenes del universo visual de Daniel Santoro, en aras de demostrar cómo las mismas son pasibles de ser leídas en clave lezamiana, y en virtud de esto, la visión del peronismo que de ellas se desprende.
2. Leer y conocer a través de imágenes: los enlaces metafóricos de José Lezama Lima
En una serie de artículos y conferencias de los años ‘50 -titulados Las imágenes posibles (2014) y Mitos y cansancio clásico (2014)-, así como en su ensayo Las eras imaginarias de 1971 (2014), José Lezama Lima despliega una serie de lineamientos para abordar los fenómenos históricos -textos literarios, pinturas, productos audiovisuales, etc.- que implica un método de lectura. Y más concretamente, un método de carácter neobarroco, en tanto esos lineamientos, variables y conceptos que, como veremos, desarrolla el ensayista cubano -contrapunto, enlace metafórico, etc.- son, efectivamente, recuperados -y recreados: de ahí el prefijo “neo” (Rossi, 2011, 5)- de la estética barroca americana (Díaz, 2015, 456). Es decir: son rescatados en tanto categorías metodológicas que hacen de este proceder una verdadera “máquina de lectura” (Díaz, 2015, 454).
Una máquina lectora, entonces, que tiene además potencias cognoscitivas. Y es que, en efecto, este método también encarna -como veremos- un nuevo modo de producir conocimiento histórico. Y con ello, de concebir la historia misma. Centrado en la imagen -en tanto para el ensayista cubano no hay historia sin imagen (Díaz, 2015, 446)-, el método lezamiano rompe con las formas “tradicionales” de pensar la historia, es decir: rompe con su lógica causal de abordar los hechos, así como con su modo lineal-evolutivo de ubicarlos en una cronología temporal. En una palabra, Lezama propone, con este método, otra manera de concebir la historia basada en la ruptura y la discontinuidad, y lo hace poniendo a la imagen en el centro de la escena. O, más precisamente, a lo que llama: imagen metafórica.
El punto de partida de este método es la comparación entre diversas singularidades culturales, con el objeto de encontrar un posible contrapunto y/o analogía que permita enlazarlas, generando con ello una nueva imago que nos permita acceder a una visión diferente de las mismas. Pero lo importante a destacar es que aquí no hay una pauta apriorística y abstracta que guíe la comparación de antemano, sino que el sentido surge de ella misma. Es decir: a partir de la relación que los fenómenos entablan entre sí. Veamos algunos ejemplos. En Mitos y cansancio clásico (2014), Lezama compara el cuadro “Septiembre” de El libro de las horas (1410) de los hermanos Limbourgh, con La cosecha (1565), de Peter Brueghel. Allí, el autor (2014) nos dice -focalizando en los detalles de los cuadros- que mientras en el primero los campesinos parecen estar trabajando para un señor feudal que mora en lo alto de un roquedal presagioso, como hechizado, en el segundo se apartan en efímeros aunque plenos momentos, “dando lugar al espíritu de la kermesse, para cumplimentar sus comidas, el disfrute y la propia alegría” (212). Así, concluye que
el contrapunto y los enlaces, en la proyección retrospectiva del segundo cuadro sobre el primero, traza una visión histórica, una animada iluminación estilística, en la que captamos, por la intervención de una imagen que se encarna, dos formas del campesinado. Una, diríamos, como vigilada por un hechizo; otra abandonada al cantábile de su propia alegría que se recrea y extiende en un tiempo ideal (Lezama Lima, 2014, 212).
De la comparación entre las pinturas Lezama obtiene, entonces, un contrapunto que permitió enlazarlas, consiguiendo, a partir de ello, una nueva visión del campesinado. Como si la primera imagen reencarnara en la segunda, aunque transmutada. Pero los ejemplos abundan, y Lezama no compara solo cuadros pictóricos: por sus palabras circulan, también, leyendas, mitos, relatos literarios. Por eso nos puede decir que en el Popul Vuh -el libro de leyendas maya- hay resonancias de la mitología odiseica, en tanto el gran cangrejo, ese “que aparece a los pies de la montaña de Meauán, ‘de tan gran tamaño que puede nutrir a un hombre varios días’, es también un gigante a vencer (…) Es innegable que el recuerdo del Polífemo homérico (…) está presente” (Lezama Lima, 2014, 222). O bien, que en La tierra purpúrea de William Hudson -y ahora la analogía es entre entidades de una cultura antigua y la literatura contemporánea-, el relato de la gran serpiente lampalagua “retrotrae a la era de la imaginación de Kublai Kan. Los prodigiosos animales del Katmandú, en la Persia de Marco Polo, dirigen con su red imaginaria la aparición de otras maravillas del mundo” (Lezama Lima, 2014, 225).
Así las cosas, intentemos pasar en limpio, de forma ordenada, algunos de los ejes o características principales de este método de lectura. En primer lugar, se destaca su lógica inmanente (Rossi, 2019, 132). Es decir, Lezama no parte de ninguna pauta apriorística para realizar las comparaciones (algo que se ve de forma patente en el ejemplo de los cuadros mencionado): el sentido surge de la comparación, del contrapunto que entablan ambos fenómenos que se encuentran distantes en el espacio y el tiempo. Por tanto, no hay aquí sentido oculto a develar: este emerge, como dijimos, de la inmanencia de los objetos que se comparan -pinturas, novelas, fotografías, etc.- (Rossi, 2018, 132-133). O mejor: es su relación, la analogía captada entre ellos lo que hace surgir la nueva visión, la imagen que condensa el nuevo conocimiento.
De esto se desprende una segunda característica: el estatuto creador y no re-productivo de este método. En efecto, aquí no hay eterno retorno de lo mismo sino emergencia de lo nuevo en lo viejo, de lo diferente en la repetición. La lógica inmanente implica la ausencia de todo tipo de arquetipo o idea abstracta que, en tanto modelo apriorístico, subsuma a los fenómenos que se comparan, homogeneizándolos y anulando su singularidad. Por eso es que el método no consiste en trazar identidades, sino analogías. Entonces: hay retorno, pero también desvíos, desplazamientos. Lezama habla, más bien, de metamorfosis, de transmutación. Y es que, efectivamente -y como sostiene Horacio González (2014)-, si bien el ensayista cubano recupera para el desarrollo de estos lineamientos algunos de los aportes de Oswald Spengler, con sus paralelismos tendientes a captar homologías entre diversos objetos culturales, este no le termina de convencer “por la ausencia de lo que ha llamado sujeto metafórico, que descongela las supuestas homologías” (9). Es decir: por la ausencia de aquel que pone en marcha los artefactos y fenómenos que compara, “pues, en realidad, el sujeto metafórico actúa para producir la metamorfosis hacia la nueva visión” (Lezama Lima, 2014, 214).
En otros términos, el sujeto metafórico es el que capta las resonancias pero haciendo surgir lo distinto, lo diferente (Rossi, 2018, 186). O sea: produciendo una nueva imago metafórica que engendra una nueva visión, justamente, a partir del trazado de semejanzas y enlaces que, como dijimos, descongelan las supuestas homologías. Un operativo “por excelencia neobarroco: descongelar, devolver la tensión que pone en movimiento y que hace aparecer la chance de la reescritura de una nueva historia” (Rossi, 2018, 186). Esta paradoja de un retorno transmutado -o de una repetición de la diferencia-, Lezama la explica, también, distinguiendo memoria de recuerdo - recuperando los aportes, ahora, de Ludwig Klages-. En efecto, para el ensayista cubano (2014), “recordar es un hecho del espíritu, pero la memoria es un plasma del alma, es siempre creadora, espermática, pues memorizamos desde la raíz de la especie” (217). Así, si un cubano quisiera memorizar el grito proferido por la hija de Marcelino Sautuola en las cuevas de Altamira (¡toros!, ¡toros!), Lezama nos dice que seguramente “asociaría ese hecho al Grito de Yara, 1868” (2014, 218). Entonces, las imágenes metafóricas son materias de memoria y no de recuerdo, que actualizan un pasado pero sin caer en una mera reproducción idéntica, sino en una repetición que porta un desvío, un desplazamiento. Es decir: que produce un nuevo conocimiento.
Por tanto, todo esto sugiere -como señalamos al inicio de este apartado, y que supone otra de las características de este método: la tercera- que estamos tratando con un modo diferente de concebir el tiempo y la historia. En efecto, los enlaces encarnan un nuevo tipo de causalidad que es más bien metafórica o retrospectiva (Lezama Lima, 2014, 217) y ya no lógica, que se asemeja al nachträglich freudiano, o sea: al síntoma en dos tiempos, en donde el segundo fenómeno instituye al primero como su propia causa -es decir, que es el efecto el que genera su propia causa-. Aunque el vínculo entre ambos es, más bien, dialéctico: si el efecto instituye su propia causa, eso implica que esta última también produce, al mismo tiempo, al efecto en tanto que tal. Todo lo cual quiere decir, en definitiva, que el pasado vuelve a emerger repentinamente en el presente, dislocando la temporalidad lineal y cronológica, o sea: como pegando un salto en el tiempo. Y es que, al instituirse como causa retroactivamente por medio del lazo analógico, el fenómeno es como si irrumpiera de súbito, imprevistamente. Aunque, como dijimos: transmutado, metamorfoseado.
Si todo esto es así, es decir, si los tiempos se mezclan y contaminan, barrocamente, unos y otros; si hay pervivencias de una época y de una cultura en otra, es evidente que ya no podemos pensar la historia de una forma “tradicional”, sino que debemos hacerlo a partir de estas mixturas. O en otros términos, que debemos concebir la historia a partir de lo que Lezama llama “eras imaginarias” (2014, 216): en efecto -y tal como se desprende de lo desarrollado hasta aquí-, para el ensayista cubano la historia no está dividida, como sostiene la historiografía dominante, en épocas o culturas diversas que se disponen, de forma compartimentada, cosificada y estanca, a lo largo de una línea temporal evolutiva y homogénea, sino -justamente- en eras imaginarias, las cuales se captan gracias al trabajo realizado por los enlaces metafóricos. De ahí que el ensayista hable de la “imaginación” de Kublai Kan, la etrusca o egipcia -entre otras- y no tanto de épocas o culturas, y que las mismas puedan reencontrarse en latitudes y períodos diversos. O, a la inversa: que determinados fenómenos puedan rememorar y, por tanto, retrotraer a alguna de ellas.
Por último, quisiéramos apuntar algo que a un lector atento, seguramente, no se le pasó por alto. Más arriba se habló de pervivencias: sabemos que esta palabra, en alemán, se dice Nachleben. Nachleben: concepto ligado a Aby Warburg, el antropólogo alemán que estuviera preocupado por el retorno de las llamadas Pathosformeln o fórmulas emotivas, es decir: por cómo determinadas pasiones encauzadas en formas regresan de momentos histórico-culturales muy distantes en el tiempo, en un proceso de -justamente- Nachleben que permite conectar momentos de la cultura muy distantes entre sí (Santos, 2014, 14). Y es que el procedimiento lezamiano es deudor, mucho más que del método de Spengler, de los “montajes” warburguianos: si bien el ensayista no lee al autor alemán de primera mano, sí llega a él gracias a sus lecturas de Ernst Robert Curtius -particularmente, a través de su sofisticada Literatura Europea y Edad Media Latina (1995)-, tal como lo sugiere el escritor argentino Horacio González (2014, 10). De ahí que este pueda decir que el Atlas de la memoria warburguiano “arroja un eco plausible y casi perfecto sobre toda la obra de Lezama” (González, 2014, 10).
Entonces, y recuperando todo lo dicho hasta aquí, quisiéramos a continuación realizar un análisis de la producción visual del artista plástico Daniel Santoro. La intención es partir de los ejes trazados por Lezama, con el objeto de demostrar cómo las imágenes de Santoro pueden ser leídas siguiendo sus lineamientos, y en consecuencia, la forma en que podemos extraer de ello una nueva visión histórica de uno de los fenómenos políticos más singulares de la historia argentina: el peronismo. Todo lo cual, por lo demás, nos permitirá dar cuenta de la potencia hermenéutica y cognoscitiva de la “máquina” lezamiana.
3. Hacia una lectura lezamiana y neobarroca: enlaces y contrapuntos en la producción visual de Daniel Santoro
Tanto por su abordaje crítico de la tradición nacional como por su forma particular de trabajo, Daniel Santoro se ha convertido en las últimas décadas en uno de los artistas plásticos más destacados del arte visual argentino. A la utilización de distintos materiales estéticos y la deriva por diversas disciplinas -pintura, escultura, dibujo, audiovisual, etc.- (Vázquez, 2013, 185), se suma una labor que combina elementos provenientes de numerosos lugares diferentes, tales como la iconografía justicialista de los años ‘50, la cultura hebrea y cristiana, el mundo y la cosmogonía china, la mitología griega y egipcia -entre otros-. Una combinatoria que, por su propia lógica, no busca reflejar ni adecuarse a una realidad determinada, sino producirla, crearla.
Aunque más que de “combinatoria”, lo correcto sería hablar de “enlaces” y “contrapuntos”. Y es que, a nuestro entender, las imágenes de Santoro son susceptibles de ser leídas en clave lezamiana y, por tanto, neobarroca, pudiéndose extraer de ellas, a partir del trazado de correspondencias entre diversos “mundos culturales” y épocas distantes entre sí, una nueva visión histórica del peronismo. Es decir: una nueva visión de ese movimiento político argentino que, nacido a mediados del siglo XX, intentara expresar los intereses de los sectores populares y trabajadores de la nación, aunque no sin contradicciones, tensiones y ambigüedades.
Para ver estas cuestiones -y por estrictos motivos de espacio-, buscaremos centrarnos en algunas imágenes en las que aparecen dos de las más emblemáticas figuras o personajes de este universo visual, y esto porque, básicamente, estas poseen un carácter recurrente -y, por eso mismo, nodal- en la producción visual del artista. Por lo que es posible, a través de ellas, dar cuenta de esa nueva visión del peronismo que de este universo se desprende: nos referimos al centauro descamisado y a la figura de Eva Perón5.
En primer lugar, entonces, tenemos la figura del centauro, una figura que ya nos muestra uno de los primeros enlaces que podemos hallar en estas imágenes: el de mitología griega y peronismo. En efecto, sabemos que el centauro, con su parte superior del cuerpo conformada como un hombre y la inferior como un animal, particularmente como un caballo, es una figura que se destaca en varios relatos de la mitología griega -pensemos, por ejemplo, en aquel que nos cuenta la batalla mítica entre centauros y lápitas (Bartra, 1992, 18)-. Y si atendemos a que en las imágenes de arriba (Figuras 1-3) la parte humana está configurada como un obrero peronista, la asociación es clara. ¿Cuáles serían los indicadores de esto último? Por un lado, su camisa desabrochada y su nombre, que remiten al mote de descamisado con el que Perón y Eva llamaban a los trabajadores; y por otro, el uso de la cinta de luto en su brazo izquierdo, lo cual hace alusión a la cinta que el gobierno de Perón ordenó utilizar obligatoriamente tras la muerte de Eva.
Por tanto, en el centauro descamisado hay una confluencia de temporalidades heterogéneas. Hay -en términos lezamianos- un contrapunto trazado entre la figura mítico-griega y el trabajador peronista. ¿Pero qué podría implicar, específicamente, la vinculación de estos tiempos? Siguiendo a Roger Bartra (1992), recordemos que los centauros, en la mitología griega, “representaban la vida salvaje y los apetitos animales (…) (17)”, destacándose por su profunda lascivia y su desesperación por el vino (Bartra, 1992, 18). Por ello, en una primera lectura, podemos concluir que las tres imágenes de arriba nos estarían diciendo que el centauro griego, con su salvajismo y apetito animal, revive, transmutado, en el peronismo.
Pero los enlaces con otros periodos históricos no terminan allí. En efecto, las Figuras 1 y 2 rememoran explícitamente uno de los cuadros más emblemáticos de la historia Argentina: La vuelta del malón (1892), de Ángel Della Valle, localizado en el Museo Nacional de Bellas Artes (Buenos Aires). Un cuadro que nos muestra un malón de indios que retornan a las oscuridades del desierto luego de haber saqueado una ciudad o pueblo cercano, llevando con ellos materiales y elementos de una iglesia, cabezas cortadas y una cautiva blanca, y que tuvo como finalidad la glorificación de la conquista del desierto que fuera perpetrada por el Ejército argentino unos años antes, esa que, según la elite terrateniente de la época, acabó con la “amenaza indígena” (Malosetti Costa, 2001, 269). Es decir: rememoran una pintura que, por excelencia, expresa la mirada que las elites económicas, intelectuales y políticas decimonónicas tenían sobre la realidad nacional, una mirada que dividió el campo político argentino de forma binaria en dos bandos antagónicos: civilización y barbarie, dejando a las comunidades originarias depositadas, por supuesto, en el segundo.
El contrapunto, por tanto, es claro: estas imágenes de Santoro (Figuras 1 y 2) también parecen querer decirnos que existe una analogía que enlaza barbarie indígena y peronismo, como si el espectro del indio decimonónico se actualizara o reviviera en la figura del obrero peronista (Vázquez, 2013, 189). Es decir: habría como un hilo conductor que vincula, en este sentido, a las dos figuras en tanto barbarie. En efecto, allí vemos cómo el centauro descamisado se lleva una mujer cautiva tal como ocurre en el cuadro de Della Valle, y que lo hace después de saquear e incendiar la ciudad que se deja ver en el fondo de la pintura.
Por tanto: el malón peronista rememora al malón indígena, y ambos (re)encarnan la bestialidad del centauro griego. Pero sabemos que, según la mirada de esa elite decimonónica, la barbarie del siglo XIX no fue protagonizada solo por el indígena: allí tenemos también al gaucho, cuyo salvajismo fue definido, fundamentalmente, por el libro que por excelencia sistematizó el binomio mencionado: nos referimos al Facundo, de Domingo Faustino Sarmiento (2010). Y esto es algo que las imágenes de Santoro también recuperan: si atendemos, ahora, a las Figuras 3 y 4, vemos cómo el centauro descamisado porta en su mano un facón, el arma distintiva con la que, según Sarmiento (2010), atacaba y se defendía el gaucho (119). Por tanto, si las dos primeras imágenes revelaban a la barbarie indígena y a la bestialidad del centauro como metáforas del peronismo, ahora estas suman a la serie al salvajismo gaucho, el cual emerge, también, como un “análogo mnemónico” (Lezama Lima, 2014, 218) de él.
Es evidente que estos enlaces metafóricos, con su tejido de tiempos y culturas diversas, nos revelan un peronismo monstruoso, capaz de inspirar horror y espanto -nótese el aire siniestro del centauro descamisado en la Figura 4, cuyo rostro se pierde, casi camuflándose, en la oscuridad de la noche-, en el que reemergen, transmutadas, las diferentes barbaries, no solo de la Argentina del siglo XIX, sino también de la antigüedad griega. En suma, nos muestran al peronismo como un campo de tensiones temporales y semánticas, en donde diferentes pasados se reactualizan y adquieren contemporaneidad, marcando una suerte de retorno de la barbarie.
Pero no solo de la barbarie: y es aquí donde estas imágenes agregan un nuevo matiz que hace aún más complejo e intrincado el significado del peronismo. Y es que el centauro griego es, en sí mismo, una figura mítica portadora de una ambigüedad mucho mayor que la hasta entonces destacada. En pocas palabras: este no expresa sólo salvajismo y barbarie. Como sostiene, una vez más, Roger Bartra (1992), los centauros
Forman un mito con dos polos, uno de los cuales es el rasgo salvaje con aspecto humanoide y el otro es un hombre sabio y justo con rasgos bestiales: Euritión y Quirón, la dualidad naturaleza y cultura inscrita en el intrincado carácter del centauro (20).
Por tanto, esto tensiona la dicotomía: el contrapunto entre el centauro y el descamisado nos muestra, más que nada, la ambigüedad del peronismo, su carácter hibrido de animalidad y cultura, de barbarie y civilización. Es decir que, si la cultura es, a grandes rasgos, aquello que domestica las pasiones y las fuerzas de la naturaleza; la que instaura ciertos límites que protegen contra los arrebatos de esta última, entonces el peronismo no es solo monstruosidad salvaje: es también resguardo y protección civilizatoria.
Y así lo muestra la Figura 5: allí vemos cómo el centauro descamisado aparece saliendo de la oscuridad de un bosque con una niña, que se abraza y se aferra a él. Una niña que, como nos dice el título del cuadro, es la madre de Juanito Laguna, un personaje del pintor argentino Antonio Berni de mediados de siglo pasado, el cual intentó encarnar al niño de los barrios humildes y las villas miseria. Por tanto, esta imagen hace hincapié en el otro rostro del centauro y, por tanto, del peronismo: su carácter civilizado y protector de débiles y desamparados, de niños y excluidos.
El peronismo, entonces, aparece como una figura liminar, que mixtura tiempos y épocas, barbarie y civilización, naturaleza y cultura. En pocas palabras, los enlaces lo muestran como un campo de tensiones, en el que las fronteras y los binarismos se disuelven. Es decir: estos dislocan las miradas reduccionistas que ubican al peronismo en algún lugar determinado, que le atribuyen un sentido y una identidad definida. Por el contrario, las imágenes -y, en particular, la metáfora misma del centauro- demuestran que el sentido siempre se escapa, que las categorías y dicotomías estallan. El peronismo sería un movimiento que se ubica entre ellas. Un umbral. Un puro pasaje.
Esto es algo que también lo podemos ver en otras imágenes, particularmente en aquellas en las que aparece otra de las figuras centrales de este universo visual: la de Eva Perón. En efecto, las imágenes la enlazan, lezamianamente, con un sinfín de culturas y tiempos, lo que nos brinda una visión de su figura -y, a través de ella, del peronismo- intrincada, inestable y ambivalente:
Así lo vemos en la Figura 6, en la que, resaltando su estatuto cuasidivino, se traza un enlace entre Eva y Jesucristo. Esto se observa gracias al contrapunto que guarda esta imagen, según nuestra lectura, con la pietá (1498-1499) de Miguel Ángel: en efecto, allí vemos cómo Evita yace en los brazos de Perón tal como Cristo en los de María luego de ser crucificado -aunque aquí la escena ocurre debajo de un ombú, árbol distintivo de las pampas argentinas-. La imagen teje, así, un hilo conductor entre la antigüedad cristiana, el renacimiento y el peronismo. Ella nos dice que la figura de Eva actualiza -o rememora- a un Cristo transmutado, que, al igual que él, se brinda a sí misma en calidad de objeto sacrificial, todo ello en pos de sus descamisados.
En una palabra, Evita sería, de forma similar a Cristo, la guía y guardiana de los humildes. Algo que, por tanto, nos vuelve a mostrar el carácter protector del peronismo. Y no solo protector: sino también sagrado y religioso. Ahora bien, este estatuto de guía y protector con tintes sagrados no está exento de impiedad e intransigencia para con el enemigo político: así lo muestra en primer lugar la Figura 7, en la que vemos cómo Eva rememora a Kali, diosa hindú “destructora del mal y el pecado; encarnación del deseo y la sexualidad, manifestación del cambio y la transformación; con su semblante terrorífico, es representación de la muerte y destrucción” (Soto Morera, 2008, 50). Es decir: es ambivalencia. Vida y muerte, creación y destrucción. Y, en efecto, así lo muestra la imagen: mientras en sus dos manos de arriba Eva sostiene un hogar y a la propia Fundación Eva Perón, lo que remitiría a la función protectora del Estado; en las de abajo lleva, pintada con un rojo furioso, la hoz y el martillo comunistas, lo que simboliza, a nuestro entender, su carácter combativo e intransigente. En suma, Eva no solo sería protección misericordiosa, sino también furia cruel, implacable y despiadada. Vida y muerte, bondad y crueldad que la asemejan, metafóricamente, a la diosa Kali.
Algo similar se desprende de la Figura 8: allí Eva vuelve a enlazar con la cultura cristiana, en particular -y según nuestra lectura-, con el arcángel Miguel, jefe del ejército celestial. En efecto, esta imagen traza un contrapunto con varias esculturas y cuadros de la tradición occidental -y a través de ellos, con las sagradas escrituras bíblicas-, en los que se ve, justamente, al arcángel, que con su lanza o espada, vence a Satanás de una manera análoga a como Eva Perón lo hace aquí con Spruille Braden, el embajador norteamericano que hiciera explicita campaña en favor de la oposición antiperonista en vísperas de las elecciones de 1946. Entre esos cuadros, podemos mencionar a San Miguel lucha con el diablo (1519) y San Miguel expulsando a Lucifer y a los ángeles rebeldes (1622), de Rafaello Sanzio y Peter Rubens, respectivamente. El primero localizado en el Louvre de Paris y el segundo en el nacional Thyssen-Bornemisza, de Madrid.
Aunque, cabe aclarar, que la imagen de Santoro guarda una diferencia con estas pinturas: en ella vemos cómo Eva aparece decapitando al embajador norteamericano, algo que no ocurre en aquellas, en las que el arcángel se nos muestra pisando o por encima de un Satanás que yace tendido en el suelo. Lo que hace que, a nuestro entender, el cuadro de Santoro también esté trazando un enlace con otra famosa pintura y, a través de ella, nuevamente con el antiguo testamento: nos referimos al famoso cuadro David con la cabeza de Goliat (1609-1610), de Caravaggio, localizado en la Galeria Borghese, de Roma. Es decir, que en este sentido, Evita estaría rememorando también a un David que pelea y derrota a un Goliat, es decir, que vence a un enemigo titánico, poderoso como es el imperio norteamericano, concluyendo su victoria de la misma manera que aquel: cortándole su cabeza al gigante, demostrando una intransigencia e impiedad casi salvajes.
Y esta hibridez de tiempos y culturas, que dan cuenta del carácter liminar de Eva, cuya figura transitaría -y con ella, el peronismo todo- entre la crueldad más salvaje y el cuidado protector-civilizatorio, lo podemos ver en otras de las metáforas que aparecen en este universo visual para aludir a ella: la de la esfinge. Lo que significa que en Eva no solo habría resonancias hinduistas y judeo-cristianas, sino también egipcias y, nuevamente, griegas:
En efecto, en una primera lectura, sabemos que la esfinge es, por un lado, un ser monstruoso, que combina un cuerpo de animal -generalmente de león y alas de ave- con un rostro humano. Pero además, si recordamos a la más famosa de las esfinges, la de Tebas, tenemos que esta se caracteriza por su particular crueldad y salvajismo, en tanto se encargó, por orden de la Diosa Hera, de asolar a la ciudad una vez muerto el rey Layo, devorando a cada uno de los viajeros que, queriendo ingresar a la misma, no pudieran resolver el enigma por ella proferido (Macías Villalobos, 2012, 257). Esto hizo que “en el periodo que media entre la muerte de Layo y la propia muerte de la esfinge, tras la resolución del enigma por Edipo, el monstruo (…) [actuara] de facto como el gobernador tiránico de Tebas” (Macías Villalobos, 2012, 261). Y es que, en efecto -y siguiendo a Macías Villalobos (2012)-, la literatura clásica asocia este modo de expresarse enigmáticamente a la tiranía, por lo que la esfinge, en este sentido, no deja de ser “un símbolo negativo de la practica indebida del poder” (261).
Por tanto: ¿no es posible considerar que en la Figura 9 la Eva-esfinge rememora a la esfinge de Tebas? El general Perón dialoga con ella -sabemos que es él porque porta el tronco con las tres ramas del movimiento peronista (la sindical, la femenina y la política), el cual aparece en varios cuadros del artista-, quien se encuentra en las puertas de la ciudad peronista que está detrás -el símbolo de la Confederación General del Trabajo (CGT) y el edificio de la Fundación Eva Perón así lo demuestran-, como si, antes de poder ingresar a ella, el peregrino tuviese que toparse y enfrentar a la Eva-esfinge, tal como ocurre con los viajeros y el mítico monstruo en el relato griego. Lo que nos permite pensar en una Eva que ejerce su poder de manera despiadada sobre la ciudad peronista, de una forma similar a la forma en que lo despliega aquel sobre la ciudad de Tebas. Como si, para imponer el ideal justicialista, Evita tuviera que asumir una postura intransigente frente aquellos que se oponen.
Pero como dijimos, la esfinge también tiene, en las mitologías antiguas, una función protectora y guardiana. En efecto, si atendemos a las Figuras 10 y 11, las esfinges allí con el rostro de Eva Perón son estatuas -algo que no se desprende necesariamente de la figura 9-, las cuales se colocaban, en el caso egipcio,
a ambos lados de las avenidas que llevaban al templo [y] eran vistas como una protección para el santuario y el dios. Al parecer, este sentido de la esfinge como guardián se potenció en época griega cuando se la colocaba delante de una tumba (Macías Villalobos, 2012, 255).
En este último caso, actuaban a la vez “como el demon que arrebata al muerto del mundo de los vivos y como la compañera que le garantiza la subsistencia en el más allá” (Macías Villalobos, 2012, 264. Destacado en el original). Por tanto: ¿no nos muestran algo de esto, también, estas imágenes (figuras 10-11)? ¿No sería la Eva-esfinge allí la guardiana y protectora de una ciudad sagrada, o de una ciudad ya muerta a la que le sigue garantizando la vida en un más allá eterno, en calidad de mito-ideal? En efecto, en la figura 10, una imagen que traza un contrapunto con los cuadros que componen la serie titulada La isla de los muertos (1880-1886) del pintor simbolista suizo Arnold Böcklin, vemos cómo la esfinge de Eva se encuentra en la entrada de una ciudad peronista mítica (de nuevo: el edificio de la CGT y la sede central de la Fundación Eva Perón así lo indican), ubicada en un fuera de tiempo y lugar. En un espacio lejano, secreto, al que arriba un hombre con otra figura mitológica como es la del caballo alado. Como si la isla mítica de Böcklin reencarnara, lezamianamente, en la ciudad peronista, la cual se convierte, así, en una suerte de ciudad-mito (de un pasado remoto y ya muerto, o de una utopía futura aún sin realizarse). Por tanto, podríamos decir que la Eva-esfinge estaría resguardando y protegiendo a la ciudad peronista, muerta históricamente, aunque aún viva en el plano mítico-ideal. Por otro lado, ya en la figura 11 nos volvemos a encontrar con la estatua de la esfinge de Eva pero ahora dentro de un lugar, que podríamos deducir que es el interior de esa ciudad mítica, o en este caso, sagrada, y en donde vemos, nuevamente, su carácter protector. En efecto, ¿qué indica ese derroche de agua curativa que sale de la esfinge y de la que beben las niñas peronistas con la cinta de luto en su brazo, sino ese carácter protector de la primera, además del estatuto sagrado del recinto en el que se encuentran?
Por tanto, y según nuestra lectura lezamiana, las imágenes de Santoro -con sus esfinges, centauros, diosas hindúes, ciudades míticas o sagradas, arcángeles o malones que retornan- nos estarían planteando un peronismo más bien ambiguo y complejo que actualiza diversos tiempos, que mixtura múltiples culturas, relatos y sentidos, lo que torna imposible su aprehensión de una forma directa e inmediata. Y ello, sin que esa mezcla devenga una hibridez “estanca” y cosificada, o mejor: sin que decante en una síntesis conciliadora y definitiva, sino en una tensión que aporta siempre movimiento, que no deja que ninguna “mirada” se imponga sobre las demás.
De ahí que queden dislocadas todas aquellas interpretaciones que busquen abordar al peronismo de una única forma: ya sea como bárbaro o civilizado; tiránico o bondadoso, cruel o protector, etc. Por sí solas, todas estas aseveraciones unilaterales serían improductivas para pensar la complejidad de un fenómeno que, justamente, estaría signado por la ambivalencia, por el ir y venir constante de sentidos y tiempos heterogéneos. En definitiva, nuestro abordaje lezamiano-neobarroco de las imágenes nos permitió arribar a una visión del peronismo que polemiza con todas esas tendencias que implicarían una coagulación o cosificación de la mirada, un congelamiento del significado y la identidad peronista. Algo que demuestra, por tanto, la potencialidad de esta máquina lectora para dislocar perspectivas estandarizadas, y para ir más allá de binarismos, dicotomías y sentidos que se pretenden únicos e irrefutables.
3. CONCLUSIONES
A lo largo de nuestro trabajo, intentamos analizar algunas de las imágenes que constituyen el universo visual del artista argentino Daniel Santoro, siguiendo los lineamientos desarrollados por el ensayista cubano José Lezama Lima a partir de su recuperación y recreación del barroco americano. El objetivo, en este sentido, fue doble: demostrar, en primer lugar, las potencialidades de estos lineamientos para erigirse en un método de lectura -o como sostiene Díaz (2015): en una “máquina lectora” (454)-, en aras de abrir la posibilidad de pensar en una hermenéutica neobarroca y latinoamericana; y en segundo lugar, la forma en que este nos permite abordar la producción visual de Santoro, indagando en la nueva visión que de ello emerge de uno de los fenómenos más singulares de la historia argentina: el peronismo.
De este modo, en la primera parte de nuestro trabajo nos abocamos a delinear las principales características del método lezamiano, focalizando en las categorías clave de contrapunto, analogía, enlace y sujeto metafóricos, para luego, en una segunda parte, ver cómo estas nos posibilitan abordar la producción visual de Santoro. Así, pudimos observar, tomando específicamente las imágenes en las que aparecen dos de los personajes más trabajados en este universo -el centauro descamisado y Eva Perón-, la forma en que las mismas habilitan el trazado de toda una serie de analogías, contrapuntos y enlaces entre el peronismo y diversas entidades culturales e históricas, tanto de la mitología antigua, del hinduismo, el judaísmo, el cristianismo, de la propia Argentina decimonónica, o bien, del renacimiento, el barroco o el simbolismo de un Arnold Böcklin. Es decir: logramos ver cómo estas pueden ser leídas en tanto imágenes metafóricas del peronismo, lo que nos brinda una nueva visión y un nuevo conocimiento de él. Un conocimiento que nos informa, tal como se desprende de lo analizado, acerca del propio estatuto complejo y contradictorio de este movimiento político, el cual mixtura tiempos y sentidos diversos; el cual condensa, en una tensión irresoluble y siempre dinámica, toda una serie de significados que imposibilitan abordarlo de una única forma. Que dislocan, por tanto, toda fórmula binaria y esquemática, toda aseveración univoca, lineal e inmediata que se hiciera de él.
En suma, en este trabajo pudimos dar cuenta de la potencia de la máquina neobarroca y lezamiana, la cual nos brinda una serie de claves para la lectura de las imágenes de Santoro y así captar la nueva visión del peronismo que de ella se desprende. Algo que, por lo demás, nos abre la posibilidad concreta de pensar en una hermenéutica propia, neobarroca y latinoamericana. Una que nos permita, en definitiva, investigar, leer e interpretar desde nosotros mismos.