1. INTRODUCCIÓN
En estas páginas exploraremos la soledad como cualidad propia del individuo tardomoderno, valiéndonos de la corriente cinematográfica chilena actual para desentrañar esta condición. Es decir, para dar cuenta de dicho sujeto, será el cine el medio que actúa de traductor, de espejo. El objetivo central de este artículo es evidenciar esta relación que estamos proponiendo: el cine, entendido como imaginario social, es el reflejo del estudio de un sujeto y comunidad solitarios. Para ello, primero contextualizaremos nuestros marcos sociales, después exploraremos la soledad contemporánea, para finalmente analizar un corpus concreto de películas chilenas contemporáneas que dialogarán con las fases anteriores. Nuestro juego consiste en conducir las relaciones de idas y venidas que suponemos en este complejo triangular.
En cuanto al corpus fílmico, estudiaremos el más reciente de los movimientos de la cinematografía chilena, lo que se ha denominado “Novísimo cine chileno”. Hablamos de un cine que empieza a diferenciarse alrededor del año 2004 y que continúa hoy día. Será el cine chileno el lugar desde el que miraremos a este sujeto contemporáneo. Lo que haremos será dar con las particularidades de Chile como marco de estas creaciones. Este nuevo cine conecta también con los nuevos cines de autor de otros países, siendo el caso chileno el lugar en el que estas tensiones se muestran de manera esclarecedora.
El primer film que analizaremos será Bonsái (2011) de Cristián Jiménez. Es la historia de Julio, quien en lugar de enfrentarse de forma ordinaria al día a día prefiere dedicarse a cuidar de su bonsái. La segunda película, Gloria (2004), del director Sebastián Lelio, es la historia de una mujer recién divorciada que comienza a lidiar con una nueva soledad a la que se acaba de ver abocada. Finalmente, contaremos con De jueves a domingo (2012), de la directora Domiga Sotomayor, un relato complejo sobre la soledad experimentada desde los ojos de una niña de diez años.
2. Bueno para nada
El filósofo, sociólogo y politólogo Hartmut Rosa recomienda aplicar una perspectiva temporal en los análisis sobre el presente pues “la modernidad tardía no es más que la sociedad moderna acelerada” (Rosa, 2011, 12). Rosa diagnostica la aceleración como el síntoma y efecto de la concepción del tiempo y del tiempo de la vida. Es decir, este cambio en las estructuras temporales trae consigo una modificación ontológica en los sujetos hoy día. ¿Cómo ser en esta sociedad? ¿Podemos salir de esta lógica acelerada? ¿Emanciparnos del imperativo del rendimiento? ¿Y del de la positividad y el emprendimiento? ¿Se puede hablar de comunidad en la sociedad del cansancio? Mark Fisher decía “el siglo XXI se ve oprimido por una aplastante sensación de finitud y agotamiento” (Fisher, 2018, 32).
Rosa apunta hacia otra paradoja: los individuos en esta sociedad acelerada perciben justamente lo contrario: el tiempo se ha congelado. Sumergidos en la presión y el estrés del tiempo, la aceleración de la tecnología, del ritmo de vida, del cambio cultural, “los individuos a veces experimentan su pérdida de dirección, de prioridades y de ‘progreso’ narrable como un ‘tiempo congelado’” (Rosa, 2011, 43). Es decir, inmersos en este ritmo frenético, el propio paradigma de la aceleración trae consigo la paradoja de la “desaceleración” (2011, 43)1. ¿Qué individuos resultan de esta compleja sociedad? Daremos cuenta de un sujeto sesgado por el agotamiento, la presión, ansiedad, depresión... Y la soledad no puede ser estudiada desarraigada, fuera de este marco.
Uno de los capítulos de Mark Fisher en Los fantasmas de mi vida se titula “Bueno para nada”. En él relata brevemente en qué consistió su vida y qué supuso en ella la depresión. Pone en el centro este padecimiento conectando las nociones de depresión y política. Para él “la depresión colectiva es el resultado del proyecto de resubordinación de la clase dirigente” (Fisher, 2018, 283). Con relación a estos sentimientos, vemos que la figura del citadino, la persona de ciudad, es la de un ser hastiado, cansado, conducido a una sociedad más bien del rendimiento, de la fatiga. Más que una oda a la depresión lo que estamos intentando esbozar es un marco social en el que distinguimos unos sujetos encerrados en una espiral de ese imperativo de la positividad en la que la culpa y la disciplina han sido enmascaradas por la responsabilidad y la iniciativa.
Albrecht Wellmer popularizó, en Sobre la dialéctica de modernidad y posmodernidad, la definición de esta nueva etapa en algo así como una “modernidad sin tristeza” (Wellmer, 1993, 59). A propósito de esta concepción, propondremos el siguiente juego: quizás el desasosiego sea una noción sintomática que da cuenta de una serie de cambios en la actitud de los sujetos. Por su parte, el desasosiego es el estado de intranquilidad. Podríamos proponer la desazón, pues contiene también esa intranquilidad. Pero, entre otras cosas, elegimos el desasosiego porque ofrece otro matiz: es intranquilidad sin tristeza. En el Libro del desasosiego, Fernando Pessoa incide en una serie de aflicciones como la ambivalencia y una especie de estado de sin sentir -“Todo me interesa y nada me cautiva (...)” (Pessoa, 2002, 26)-. Este sin sentir nos acerca a ese “a punto de”, a la confusión y estados depresivos que venimos anunciando. No estamos diciendo que este sujeto sea infeliz o forzosamente depresivo, pero detectamos una amalgama de constantes en los padecimientos de estos sujetos. Pessoa también trabaja la soledad, la trae consigo y la arrastra a otros lados para definir el desasosiego.
Así, parecería que la sociedad tardomoderna se compone de individuos desasosegados, aplacados por una depresión sistémica de expectativas que se traducen en estos estados que venimos describiendo en lo que se incluye la soledad.
3. La soledad poblada
Hannah Arendt recoge estas palabras de Catón en Los orígenes del totalitarismo: “Nunca estaba menos solo que cuando estaba solo” (Arendt, 1998, 381). Serán también las palabras con las que acabe La condición humana: “Nos olvidamos de que nunca está nadie más activo que cuando no hace nada, nunca está menos solo que cuando está consigo mismo” (Arendt, 2006, 359). En inglés distinguimos dos acepciones para la noción de soledad: loneliness, que sería el padecimiento de estar solo, frente a solitude, que haría referencia a una vertiente quizás más empoderadora de la soledad, vinculada con el aislamiento. Y en este aislarse, también podemos traer el juego entre soledad y aislamiento que propone Arendt en Los orígenes del totalitarismo. Aunque la posición de Arendt es bastante pesimista, rescataremos el aislamiento que proponía para esa sociedad convulsa atravesada por el auge de dichos totalitarismos. La soledad (loneliness) sería algo propio de la masa, pesar que nos incomunica aunque estemos rodeados. Frente a ella, el aislamiento (solitude) que Arendt propone es el paso previo a esta irrevocable soledad (loneliness). Estar solo, aislado, sería algo que quizás uno podría decidir y que se relacionaría con un tipo de contemplación que parece imposible en el mundo contemporáneo. De momento, detectamos una cara de la soledad más bien adjetiva, de la vida solitaria por ejemplo, mientras que esta otra soledad solemne pareciera necesaria.
En lugar de concebir la soledad como algo negativo o simplemente vinculada a la contemplación, proponemos rescatar para este análisis el retiro del que hablaba Gilles Deleuze. Lo definió como la soledad poblada, un retiro a un vacío, en realidad, poblado. Esta “soledad extremadamente poblada” no está poblada de “sueños, fantasmas o proyectos, sino de encuentros (...)” (Deleuze & Parnet, 1997, 10). Uno se aleja en el desierto, se aísla, pero este desierto es un desierto poblado: “El desierto, la experimentación con uno mismo es nuestra única identidad, la única posibilidad para todas las combinaciones que nos habitan” (1997, 16). Podríamos hablar del aislamiento de Arendt, pero Deleuze parece ir un poco más allá: un desierto en compañía. Es decir, alrededor de estos sentimientos aparentemente contradictorios, encontraríamos una imagen que aúna tanto la necesidad del retiro del sujeto como la de un otro que lo reconozca: lejos del mundo y con el mundo.
Para terminar de cerrar esta propuesta, acudiremos a otra imagen. En el desierto de Atacama, siendo una de las zonas más áridas de todo el mundo, tiene lugar un fenómeno singular. Si uno recorre la carretera Panamericana, que atraviesa el país de norte a sur, a ambos lados de la vía, a la altura de Copiapó y Vallenar, dará con un espectáculo que solo se manifiesta en cierta época del año: el Desierto florido (Figura 1). Gracias a las abundantes lluvias en parte del gran desierto de Atacama se despliegan kilómetros de campos de flores púrpuras. Esta imagen tan contradictoria pero posible es la que estamos albergando en nuestra investigación: una soledad que se vive en el retiro, en el desierto, pero se da en la compañía, con otros sujetos; en este desierto chileno, entre flores. Concretamente hemos elegido esta metáfora, curiosamente chilena, porque refleja de forma clara e intuitiva el centro mismo de la soledad que hemos ido desvelando aquí: profundamente contradictoria.
4. El horroroso Chile
Si bien hemos elegido hablar de un sujeto chileno atravesado por ciertas nociones que son universales en los sujetos tardomodernos, sería de gran ingenuidad no señalar la singularidad del país. Chile más que una parte de América del Sur pareciera una isla. Al norte, el gran desierto de Atacama; al oeste la inmensidad del océano Pacifico; y al este aquello que extraña todo chileno en exilio, la Cordillera de los Andes. Hablamos de un país aislado geográficamente. El investigador Pablo Gómez Manzano propone el ensimismamiento como cualidad de este sujeto chileno: “una irresoluble y tensa contradicción inscrita en la raíz misma de las subjetividades” (Gómez Manzano, 2016, 26). Es decir, este ensimismamiento que él detecta relaciona la metáfora geográfica con esa imposición de lo ajeno. De ahí el sujeto ensimismado, atravesado por estas paradojas. Chile se narra a sí misma con pesimismo, desengaño; se interroga con cierta culpa y desesperanza; no es baladí la popularización del poema de Enrique Lihn y el verso “El horroroso Chile”.
Este Chile es un Chile arrasado por la tortura de una dictadura reciente y arrolladora. Víctima de los experimentos de Milton Friedman y los “Chicago boys”, esta población convive en los restos del laboratorio que fue su país y que marcó el cambio y ritmo de su subjetividad. Resultado de “la mercantilización de una cúpula incesante entre militares, intelectuales neoliberales y empresarios nacionales y transnacionales” (Moulian, 1997, 18). Además, una “transición invisible” (Gómez Manzano, 2016) que ha acabado encubriendo el olvido y un gran bloqueo de la memoria impidiendo muchas veces la “integración del pasado en el presente” (Moulian, 32). Un Chile sostenido por una superficial estabilidad y apariencia de calma que hemos visto llegar a quebrarse en estos último dos años. Hablamos de generaciones que todavía en la posdictadura2, intentando desvincularse en parte artísticamente de la misma, acaban construyendo relatos sobre el abandono, la fragmentación familiar, el peso de los legados…
5. Novísimo cine chileno y experiencias de soledad
En lugar de una ventana, podríamos decir que el cine de autor más reciente ha estado funcionando como un tubo de ensayo en el que los directores han ido explorando y traduciendo malestares. Hablamos de una vía de cuestionamiento, un cine de la duda que más que identificación busca la proyección del espectador, como señala Gerard Imbert en Cine e imaginarios sociales (Imbert, 2010). El cine es nuestra herramienta para acceder a la cultura del otro, texto que recoge imaginarios colectivos: una transcripción. Raúl Ruiz, teórico del cine y uno de los directores más importantes de Chile, en La poética del cine refuerza esta idea del imaginario social: “Escribí estos textos pensando más bien en aquellos espectadores que disponen del cine como se dispone de un espejo, o sea, como instrumento de especulación y de reflexión, o como máquina para viajar en el tiempo y el espacio”3 (Ruíz, 2000, 13)
Ascanio Cavallo y Gonzalo Maza editaron un libro para el Festival Internacional de Cine de Valdivia en 2010 donde reunieron el sentir de un grupo de artistas, teóricos y públicos que distinguían en su cine un nuevo movimiento al que acabaron acuñando como “Novísimo Cine Chileno”. Esta generación no reniega de sus educadores visuales. Aprendieron de directores como Sergio Bravo, Patricio Guzmán y Raúl Ruiz. También es una generación en la que muchos emanan de espacios académicos, de las universidades chilenas: “El Novísimo Cine Chileno tiene su novísimo entusiasmo crítico” (Cavallo, Ascanio & Maza, Gonzalo, 2011, 16).
Como se comentaba al inicio de estas páginas, las películas elegidas como objeto de estudio y muestra representativa serán Bonsái, Gloria y De jueves a domingo. Si bien presentan una serie de particularidades en cuanto a las temáticas y su tratamiento, todas ellas están vertebradas por el cuestionamiento de la soledad. Como hemos reflejado en los títulos, cada film tratará una experiencia concreta de este sentir aislado, resultando así una visión más bien poliédrica que reúna distintas miradas que identificamos en los cineastas a la hora de abordar estos pesares. Con Bonsái reconoceremos una singular forma de resistencia contemporánea, amparada en la inacción, el sujeto desaparece de sí. Gloria, desde el otro extremo, explora los límites sin timidez, ocupa cualquier nuevo vacío presionada también por el imperativo del tiempo, retrasando así el encuentro con su soledad. Finalmente, De jueves a domingo es el relato de un viaje familiar, el descubrimiento de la soledad a través de los ojos de una niña de diez años, explorado a través de la metáfora del desierto.
5.1. Bonsái. Desaparecer de sí
Cristián Jiménez nos propone en su segundo film una historia que consigue llenar de matices un relato aparentemente ordinario: Julio acaba de perder su trabajo como mecanógrafo de Gazmuri, un prestigioso escritor, y decide reescribir la última novela del mismo proponiendo un romance sobre su primer amor, Emilia. El miedo a amar y a escribir harán de hilo conductor en este relato en el que hemos identificado cierta tendencia automarginal.
Se trata de una película tibia, de paleta muy poco saturada. Al igual que la trama, los planos y el montaje son acompasados, ni muy acelerados y picados, ni muy estáticos o lentos. La forma aparenta acompañar a los personajes, quienes con tranquilidad parecen pasearse por sus vidas y por el film. Bonsái crea un universo en el que las cosas suceden porque sí, nada es problemático, solo ocurre. Los diálogos y sus enunciaciones resultan tragicómicos, nadie se emociona o sufre de más, pareciera una lectura dramatizada más que una representación. Un universo en el que el tinte anémico de sus habitantes no perturba o angustia, más bien envuelve y atrapa.
Bonsái está basada en la novela homónima del escritor Alejandro Zambra. No es baladí que en la última película de Cristián Jiménez -codirigida con otra directora chilena, Alicia Scherson-, Vida de familia (2017), también tenga como referente otro cuento de Zambra, escritor muy importante en el contexto chileno que estamos estudiando. En una entrevista para Casa de América Madrid, Cristián Jiménez definió la película de la siguiente manera: “Bonsái es una historia de amor, una historia de libros y también una historia de plantas. Las mentiras pasan por la literatura, por los amores, pero también por las plantas” (Casa de América, 2011). La mentira y la impostura son parte del origen de la propia historia, es así como comienza el romance entre estos singulares protagonistas, con una mentira. Jiménez en esta misma entrevista hablaba de dicha impostura como germen tanto para la literatura como para la propia vida. Al plantearnos el carácter profundamente metalingüístico del film y la novela, podríamos dar con diferentes hipótesis. Cuando se proyectó Bonsái en Casa América al posterior coloquio acudió, junto al director, Alejandro Zambra. A propósito de este juego intertextual de la obra, Zambra contestaba desde su fascinación por los bonsáis. Literalmente son arbustos cuya belleza reside en su manipulación y, en consecuencia, en su fragilidad. Y esto encandilaba a Zambra. Se propuso con su obra la búsqueda de la liviandad y la ligereza. La novela es, por ello, una reflexión sobre la literatura misma: “hacer un bonsái de novela” (Casa de América, 2019). Cristián Jiménez traslada esta problemática a su película, realiza una especie de cuestionamiento y oda a la ficción.
Julio tiene una peculiar forma de enfrentarse a la vida. No es una rebeldía clásica, más bien es una rebeldía pasiva, aunque pueda parecer un oxímoron. Algunos sociólogos, como David Le Breton, han detectado en el sujeto contemporáneo una especie de estrategia de desaparición, un cuerpo mínimo que parece abandonado, casi inerte, pero que resiste de una forma diferente en su interior (Le Breton, 2018, 187). Un cuerpo en el que la actividad reside en la inacción, algo profundamente ambivalente. Gerard Imbert en sus análisis propone hablar de una resistencia blanda (Imbert, 2010). Cuando Gazmuri, el famoso escritor, decide prescindir de Julio en la transcripción de su última novela, el protagonista no lo desafía ni le increpa por su deslealtad. Su forma de resistencia supone lidiar con el miedo que le produce escribir creando su propia novela. Sin embargo, su gesto empoderador se refugia en el anonimato, acaba hablando de sí mismo en tercera persona y firma como si fuera el propio Gazmuri. Una forma de sobrevivir más que de vivir, quizá. Julio vive en la duda constante, en la intermitencia. Le Breton, en Desaparecer de sí, habla de blancura, el sujeto elige no-elegir: “no es la nada, el vacío, sino otra modalidad de existencia que se teje en la discreción, la lentitud, la humildad” (Le Breton, 187). Le Breton vincula esta desaparición -que en el caso de Julio a veces es literal: lo vemos esconderse cuando Blanca, su vecina, llama a la puerta (Figura 2)- a las pasiones, y Gerard Imbert propone en este sentido un estado de desapasionamiento al que él se referirá como “despasionalización” (Imbert, 2010). Noción que parece acoger a la perfección el universo que hemos percibido en Bonsái. Este deshacerse de sí mismo, esta rebeldía pasiva, se inscribe en los planos y en los cuerpos. Tenemos numerosos encuadres cerrados, otros que persiguen de espaldas a Julio, incluso otros que parecieran asfixiar al bonsái del protagonista cuando se acerca la cámara para ofrecer diversos planos detalle.
Esta especie de aceptación pasiva resulta también indecisa. Como si la firmeza de la resistencia clásica dejara su solidez y fuera algo más bien etéreo. Otro personaje secundario y también muy curioso es la joven a la que Julio da clases de latín. Jiménez nos ofrece un plano divertido de los dos en el jardín: ella fuma y él se come un bollo mientras conversan. Ella lo cuestiona: “¿por qué estudiar una lengua muerta?” Julio no lo entiende, y le comenta a Blanca lo insolente que ha sido su alumna. Para Blanca, esto ocurre porque la niña tiene ansiedad, miedo al fracaso. “Habría que montar una campaña por la reivindicación del fracaso”, propone. Cuenta Zambra que cuando vio esta escena del jardín por primera vez pensó que podría haber sido escrita por él. Encajaba en el juego tragicómico que había planteado en su novela, estaba convencido de esa defensa de la inutilidad que hacía Blanca para calmar a Julio.
El escritor para el que iba a trabajar Julio le resume en qué consistirá su nueva obra al comienzo de la película: “El protagonista escucha por la radio que su primera novia se mató”. Julio le pregunta qué más está ocurriendo. Gazmuri contesta: “Lo de siempre, todo se va a la mierda”. Cuando Julio es despedido por el escritor y crea su novela, inventa la historia a partir de la premisa de Gazmuri, pero comienza a introducir elementos de su romance con Emilia. Empieza aquí la confusión. Tanto Zambra como Jiménez lo anuncian al principio de sus obras: lo que aquí nos acontece consistirá en constantes cruces entre realidad y ficción. Como el texto, la historia de Julio y Emilia nace de una mentira. Sin embargo, no es causa de quiebre, solo sustrato de la historia. Y no importa. El director juega en el montaje, en los capítulos y en los diálogos para provocar aún más caos y confusión. Y de nuevo, no importa, estamos ante un cine de la duda.
5.2. Gloria. Adolescencia tardía
En la línea de este cine chileno, Gloria (2013), del director, guionista y montajista Sebastián Lelio, es otra película que explora la soledad y la experiencia de los límites. Esta es la historia de una mujer de casi sesenta años, divorciada, que llena su vida de nuevos pasatiempos para paliar una inesperada soledad que parece quebrar con la llegada de Rodolfo, un hombre recientemente divorciado con el que intentará tener un nuevo romance.
Gloria es una mujer muy sociable, graciosa y vital. Frente a la independencia de Gloria, Rodolfo sigue muy unido a su exmujer y sus hijas, las sustenta económica y emocionalmente. Gloria intentará disfrutar con él de una segunda juventud, pero Rodolfo sigue anclado a su anterior familia, huye constantemente, y cualquier relación entre los dos se vuelve imposible. Él es la manifestación de la cobardía, de un constante a punto de que Gloria no es capaz de soportar. No es baladí que la falla entre estos dos personajes sea justamente la contraposición de ambas familias. A pesar de los grandes problemas que atraviesa el núcleo familiar de Gloria, Rodolfo la envidia. Lelio, al igual que muchos cineastas chilenos, aborda en sus obras la complejidad de esta cuestión, como podemos ver en algunos de sus títulos anteriores La Sagrada Familia (2005) o Navidad (2009).
Siguiendo con la propuesta que se planteaba anteriormente con Bonsái, en el caso de Gloria la rebeldía torna diferente: ella sigue explorando una adolescencia tardía, una rebeldía que se alarga en el tiempo. Todo lo externo le dice a Gloria que ya es mayor: su cuerpo, sus hijos, el médico que le diagnostica glaucoma... incluso el esqueleto de un espectáculo callejero que danza, como una mala broma, pero al que Gloria observa y se enfrenta. Y, sin embargo, lleva su cuerpo al límite, experimenta con él. Encontramos el punto más alto de este indagar el límite en la elección del trabajo de Rodolfo: su negocio es un parque temático, “Vértigo Park”. En él, Gloria participa en una guerra de paintball e incluso practica puenting. Le da miedo perder el control con las drogas, pero acaba cediendo y fumando marihuana también. Gloria es ese sujeto más exploratorio que reivindica una suerte de libre albedrío. Cuando Rodolfo la abandona por última vez, Gloria, en lugar de irse a su habitación o del hotel, sigue con este atreverse y dejarse llevar. Conoce a una pareja en el casino, apuestan, beben, se marcha con un amigo de ellos y tiene lugar una de las escenas más hermosas de la película: Gloria gira en un columpio, gritando y sonriendo, a pesar de todo (Figura 3). La regresión es tan fuerte que, más que su adolescencia, presenciamos una suerte de inocente niñez. Gloria amanece en la playa y recorre el paseo de cualquier joven después de una fiesta.
Desde el comienzo de la película aparece en casa de Gloria el gato egipcio de su vecino. Siempre se cuela en su departamento y a Gloria parece sacarle de quicio. El gato pasaría desapercibido en nuestra indagación si Gloria no lo acabara aceptando al final. Se trata de un animal que identificamos con la independencia, con la soledad, incluso con la feminidad. Que Gloria lo acoja no pone punto final a un proceso de madurez lineal y finito. Abrazar este animal es una especie de reconciliación con una soledad de la que nuestra protagonista parecía estar huyendo. Sebastián Lelio nos regala un plano muy revelador en el que aparece Gloria echada desnuda en su cama, después de ducharse -otro elemento cinematográfico muy clásico, que desvela un giro en la actitud de la protagonista- tras poner fin a su relación con Rodolfo, junto a la gata (Figura 4). Para cerrar esta escena, propongo conectar esta imagen con otras dos que aparecen en la película. En una de ellas Gloria está en una comida rodeada de amigos que festejan. Uno de ellos toca la guitarra mientras su hija comienza a cantar “Aguas de março”. Gloria mira la escena encandilada. La siguiente imagen pertenece a la boda de esta misma joven. Gloria está sentada, bebiendo, reflexiva, cuando empieza a sonar la canción de Umberto Tozzi, “Gloria”. Diferentes hombres la invitan a bailar, pero ella se niega. Solo se levanta cuando sus amigos la reclaman al siguiente instante, y comienza a bailar sola.
Con Gloria percibimos ese estado de melancolía menos clásica, que no se regodea en lo trágico, sino que aprende a dialogar con la soledad. Hablamos de una tendencia de renuncia al sentir, de una caída en una especie de estado de sin sentir, y que ya trabajamos con la “despasionalización” en Bonsái. Aunque sí vemos a un personaje muy ambivalente en sus formas de comunicación. Por un lado, es extremadamente sociable, pero por otro distante en sus afectos con personas tan cercanas como sus propios hijos. En el marco que señalamos, serían comunes estos quiebres a la hora de querer transmitir el malestar, y la impotencia o pasividad al no poder hacerlo.
Hablamos de diferentes formas de responder ante ciertos imperativos. Por ejemplo, ante el imperativo de la positividad -“happycracia” según Eva Illouz y Edgar Cabanas (Illouz & Cabanas, 2019)- Gloria decide apuntarse a risoterapia. Ríe durante una larga sesión para luego ser incapaz de decirle a su hija que la echará de menos si se va del país. ¿No resulta profundamente miserable? Quizás parezca salirse de la soledad abatida que hemos ido viendo, pero también hay pesar aquí́. Gloria elige la vida, se elige a sí misma, intenta hacer todo aquello que se supone que ha de hacer ahora que es libre.
5.3. De jueves a domingo. El desierto
De jueves a domingo (2012), ópera prima de la directora y productora Dominga Sotomayor, cuenta la historia de un viaje familiar desde el punto de vista de la hija mayor, Lucía. El viaje se va convirtiendo en una despedida final, un devenir empapado en soledad. No sabemos a dónde van. Tampoco ellos. Una propuesta que dialoga desde lo íntimo y que nos ofrece en imágenes la más profunda de las soledades vivida a través de una niña de apenas diez años. Es la historia de cómo una niña se da cuenta de la complejidad del mundo.
Identificamos tres etapas claras en la película. Una primera haría referencia a la preparación y salida de este viaje. Sotomayor comienza con un gran plano -no por su dimensión, sino por su profundidad- de hermosa composición, en la que en un primer orden vemos a Lucía dormir mientras la buscan y cogen en brazos, y en el fondo, en un segundo orden, el coche arrancado. Un plano estático de bastante duración en el que la directora capta la luz chilena que destilan los primeros rayos de sol y la expresión a causa del frío en sus protagonistas, y presenta, de esta forma aparentemente sencilla, la premisa de esta historia: un viaje en coche. La segunda etapa pertenece al desierto. Vemos que los protagonistas discurren entre algunos pueblos, gasolineras, campings, pero la imagen que acaba resultando es la de un viaje por un paisaje desértico. Finalmente, una última etapa vinculada a la pérdida. Tras una discusión con su marido, no diferente a las que ha tenido con anterioridad en el film, la madre se adentra en el desierto, el viaje se quiebra. Lucía la busca junto a su hermano y su padre, pero de un momento a otro ella también parece que se ha perdido. A partir de este momento más que una familia parecieran cuatro personas solas compartiendo el mismo coche.
Dada la lógica del film, será la división por espacios otra que resulte instintivamente: dentro y afuera. Este dentro correspondería al interior del coche, donde se encuentran los protagonistas y donde sucedería a priori la mayor parte del film. En el coche se divierten juegan, cantan y duermen siesta. La estructura del propio vehículo complejiza esta mirada de Lucía, quien observa y construye lo que ocurre desde el asiento de atrás. Por ejemplo, en una escena ve como su madre parece quitarse una lágrima del ojo. No sabemos qué entiende ella en ese gesto que además tiene que descifrar entre las líneas gruesas del cinturón y con ayuda de los reflejos del retrovisor. Mientras el afuera, el exterior, sería el lugar del desierto, de los paisajes. La familia se adentra de sur a norte en la aridez del desierto de Atacama. Dejan de estar rodeados de gente de forma paulatina. Es interesante que esta fragmentación que proponemos acaba siendo un juego de espejos: dentro y afuera se funden, el paisaje condiciona a estos personajes y viceversa: cuanto más desierto vemos, mayor es la soledad de los protagonistas.
Son estos espacios los que definen también la estética. De jueves a domingo es algo así como el reflejo de la paleta del desierto. Son característicos también los planos generales en las escenas en exterior, en las que contemplamos la inmensidad de sus paisajes, mientras que los planos más cerrados corresponden al interior del coche, un espacio más constreñido. Uno de los juegos más recurrentes que propone Sotomayor es la composición en dos términos. Es decir, como veíamos en ejemplo de la primera secuencia en la que la familia iniciaba el viaje, a lo que estamos aludiendo es a este modo de generar dos acciones que conviven en un mismo plano: la niña que duerme en su habitación mientras sus padres preparan el coche para la excursión. Este esquema se repetirá y será la forma de conectarnos con la curiosidad de Lucía. En esta fragmentación de su mirada, en este juego visual, Sotomayor sitúa a Lucía siempre en primer término, observando con distancia lo que ocurre, mientras que en el fondo del plano colocará generalmente a sus padres, deducimos, discutiendo. Nunca sabremos qué motiva estas discusiones, sólo se producen, no hay contexto más que el propio viaje. Tal es así que cuando entendemos que la niña comprende que esta excursión para sus padres está siendo más difícil, antes que se adentre en el desierto, la cámara se sitúa detrás de Lucía, dejando al padre a su izquierda y a la madre a su derecha (Figura 5). De nuevo, hay una gran distancia, la niña los observa con lejanía.
Es hermoso el contraste que generan estas escenas frente a otra con la misma composición, en la que en lugar de estar su madre y su padre, están su madre y uno de sus mejores amigos -con el que toparon en la gasolinera a mediados del film- (Figura 6). Lucía se detiene y observa durante unos minutos la felicidad en el rostro de su madre. Entendemos que hay otras nociones que destila esta imagen para ella, como el afecto y el amor, frente a la complejidad que resulta cuando es su padre quien protagoniza la escena. Otra de las escenas creadas con este patrón está inspirada en una fotografía familiar de la propia Dominga Sotomayor: una imagen en la que aparece junto a su primo en lo alto del portacargas de un coche mientras viajan (CNN Chile, 2015). Algo gracioso pero delirante que mueve a Sotomayor a escribir a partir de sus recuerdos, imágenes de estos largos viajes en coche durante su infancia. En el film, Lucía y su hermano están encima del coche. La imagen continuaría siendo tan divertida y delirante si no fuera porque, en la película, la protagonista de la fotografía mira hacia el interior del coche y ve a través de la luna delantera cómo sus padres discuten de nuevo.
Hay algo curioso en el modo en el que Lucía canaliza todo lo que observa durante este viaje. Está en una edad de transición, intenta aparentar ser mayor, quiere que su padre la enseñe a conducir, pero al mismo tiempo sigue disfrutando de los juegos familiares. Cuando se discute, por ejemplo, como espectadores no sabemos si ella es consciente de lo que está pasando en la relación de sus padres. Lo mismo ocurre cuando, de repente, la encontramos sola en la gasolinera en la que hacen una breve parada. Aparentemente sus padres no están en ese lugar, ella recorre el establecimiento sola. Tras unos instantes aparecen como si la hubieran estado esperando en el aparcamiento entretenidos saludando a otros amigos. ¿Se olvidan de ella? ¿Lucía lo malinterpreta? ¿Ella no se da cuenta pero es en realidad lo que ocurre? No es algo que podamos saber. Ni lo que ocurre ni lo que ella piensa. Sotomayor mantiene una serie de juegos sutiles en la interpretación que hace que no podamos descifrar lo que la niña está pensando, más que acompañarla. Hay algo en sus reacciones, una especie de introspección que nos conduce hacia el Julio de Bonsái. En la siguiente escena este retraimiento es más literal. Se están bañando en una especie de laguna y su hermano y su padre juegan sin ella. Lucía mira desde la distancia y los imita. Lucía se hunde en el agua, como ellos, pero esta vez solo la vemos a ella: Lucía desaparece, se esconde bajo el agua (Figuras 7 y 8). Una imagen profundamente íntima y solitaria. En las películas de Dominga Sotomayor estas resistencias pasivas aunque pobladas son tratadas con mucha delicadeza.
Durante todo De jueves a domingo va apareciendo en momentos cruciales la canción “Quiero dormir cansado”. Será la madre de Lucía quien la cante, en la propia diégesis, alrededor del fuego del camping: Quiero dormir cansado / y no despertar jamás. Todos los presenten se suman a este canto excepto el padre de Lucía. Hay algo de cansancio, de fatiga, en la manera en la que los supuestos adultos deambulan por este viaje. Esta canción comenzará de nuevo en la escena final: solo vemos cómo se montan de nuevo en el coche en medio del desierto, con un profundo hastío. De jueves a domingo es la historia de la soledad de unos personajes frente a la del propio paisaje.
6. CONCLUSIONES
Tras el análisis de este corpus fílmico se han podido observar una serie de constantes en los tres relatos. Si con Bonsái proponíamos el estudio de ese desaparecer de uno mismo, hemos podido comprobar que, si bien en el caso de Julio es más exagerado este gesto, todos los protagonistas de estas películas necesitan desvanecerse, deshacerse de sí mismos en determinados momentos. Curiosamente, tanto Lucía como la misma Gloria eligen el agua como el medio en el que desaparecer. Estas no son escenas anecdóticas o superficiales. La cámara espera y acompaña a estos personajes durante su evasión. Del mismo modo, la adolescencia y exploración de los límites que detectábamos en Gloria atravesará al resto de protagonistas: Lucía se encuentra en esta etapa, juega con las fronteras de este periodo; mientras, el Julio del pasado -el de Emilia-, más ensimismado, se enamora, y el Julio del presente juega con los límites de la propia literatura. Aunque De jueves a domingo sea la única película que discurre explícitamente en el desierto el aislamiento será́ otra de las constantes en el resto de películas. Julio se refugia en la literatura y en su nuevo bonsái, y Gloria, como cualquier adolescente, en las fiestas en las que baila rodeada de gente y al mismo tiempo sola.
Detectamos en otros cines de autor este espíritu que navega y explora el fracaso, la deriva, la desorientación y esa suerte de incomunicación comunicada tan contradictoria y contemporánea. En España encontramos filmes como Julia Ist (Elena Martín, 2017), Un otoño sin Berlín (Lara Izaguirre, 2015). Directores como David Trueba que bucean una y otra vez ensayando alrededor de sus pesares. O el peculiar tratamiento de Juan Cavestany en películas como Gente en sitios (2013) que tanto se aproxima al Ilusiones ópticas del chileno Cristián Jiménez a la hora de abordar la crítica social. Lo mismo ocurre en Francia con Mia Hansen-Løve y Edén (2014) o Abdellatif Kechiche con La vida de Adele (2013), por ejemplo. También desde Canadá con Xavier Dolan con películas como Laurence Anyways (2012).
Este cine más que una reflexión intencionada es una búsqueda. En ella “surgen personajes que parecen padecer el mundo más que habitarlo” (Carolina Urrutia, 2010, 35), este capitalismo se ha instalado fagocitando cada suerte de motivación y fuente emancipatoria. Es decir, mediante una serie de mecanismos e imperativos ha conseguido limitar nuestras posibilidades. Dice Le Breton: “Encontrar los soportes de la autonomía y bastarse a sí mismo no es igual de fácil para todos” (2018, 12). Es decir, frente a todos los imperativos de esta sociedad del rendimiento, el de ser uno mismo ahogará también al sujeto contemporáneo. En esta nebulosa de confusión y desorientación han reparado diferentes pensadores. Como se intuía al principio, el cine y la filosofía han sido unos de los lugares desde los que cuestionar estas tensiones tardomodernas. Y hemos conseguido ir aunando lo que desde estos ámbitos de estudio se ha reflexionado sobre el propio cine, el sujeto y la soledad. Desde el cine Imbert habla de un extremo “presentismo”, el volcarse excesivamente en el presente como un destacable gesto contemporáneo. Los personajes de estas películas en sus derivas dan cuenta de una suerte de degeneración del clásico carpe diem en el que la velocidad los presiona y envuelve. Mientras, los cineastas parecen perseguir a estos personajes, acompañándolos en su devenir. Desde la filosofía también se aprecian ciertos cambios en la concepción del presente como veíamos con Hartmut Rosa. Se ha estudiado la soledad de este modo, como posición crítica y, a su vez, como una noción que ha evolucionado y forma parte de la propia tardomodernidad. Sería esta soledad una de las nociones que albergaría la expansión del presente más que su contracción, encontramos esa resistencia en el confinamiento de la contemplación, posible incluso en las ciudades.
No solo reconocemos en el cine chileno estas tendencias, pero, como hemos ido viendo, en este país históricamente la soledad ha sido un rasgo definitorio en gran parte por el advenimiento temprano del neoliberalismo a partir del golpe de estado de 1973 y las posteriores reformas económico-sociales. No es que en este modelo de organización social surjan una serie de individuos con características similares. Es que dicho modelo es productor de estos sujetos. Es decir, la instauración del modelo neoliberal conlleva un tipo de subjetividad concreta, que en su arrolladora necesidad de crecimiento económico e impulso de la individualidad frente a la comunidad, acaba generando una serie de características en estos sujetos como las que hemos ido desentrañando: depresión, ansiedad, agotamiento, fatiga… Estos rasgos, estos estados, están presentes en todas las sociedades contemporáneas, pero son especialmente evidentes en las sociedades chilenas y en su reciente producción cinematográfica.
Por último, es importante aclarar que si bien el sujeto generado en -y por- la sociedad neoliberal que aparece en el Novísimo Cine Chileno presenta estos estados descritos anteriormente, no por ello está condenado al fracaso subjetivo. Es decir, si bien está limitado, no está, como no lo está casi ningún tipo de vida humana, absolutamente excluido del potencial éxito subjetivo, siempre queda una capacidad emancipatoria, una posibilidad para subjetivarse. Parece que la soledad que distinguía Hannah Arendt está siempre en potencia. Los personajes que aparecen en este pequeño grupo de filmes deambulan entre una soledad estéril y absoluta y otra soledad más profunda y emancipadora. De cualquier manera, este estado casi patológico de los personajes es sistémico y generalizado. Es, podría decirse, el statu quo de la sociedad neoliberal, que los aísla, en la que, como hemos visto, se desenvuelven los personajes del Novísimo Cine Chileno.