INTRODUCCIÓN
El concepto de posmodernidad remite a una ingente literatura, en la que se ha revisado el término desde muchos puntos de vista. Esa multiplicidad atañe a los objetos de estudio (pensamiento, literatura o arte posmoderno, por ejemplo) y a las perspectivas de análisis (filosofía, historia del arte, sociología o estudios culturales). Esta labilidad conceptual está en el origen de muchas prevenciones que existen a la hora de aproximarse a la noción de posmodernidad: una expresión tan líquida que dificulta su operatividad como concepto rector, un término vacío que actúa como contenedor de muchas explicaciones, una idea que funciona en tantos ámbitos y con tantos registros que corre el riesgo de terminar desdibujada.
A los objetos que son calificados como posmodernos les sucede algo similar. El tema de este artículo, el cine posmoderno, no es ajeno a estas disquisiciones. Por ello, lo que aquí se pretende abordar es la propia pertinencia del concepto de cine posmoderno. ¿Dicha etiqueta aclara el panorama cinematográfico en la era del giro digital, o lo confunde y embrolla? La hipótesis manejada es que sí es un concepto pertinente, pero acotando la prodigalidad teórica que ha generado el discurso sobre la posmodernidad. Para cercarlo lo mejor posible, el cine posmoderno rendirá adecuadamente si responde a dos posibles aspectos: en primer lugar, como documento; o, siguiendo a Foucault (1984), como monumento de la condición socio-histórica de la posmodernidad; en segundo lugar, como planteamiento estético que diferencia un tipo de cine de otros.
En vista de todo ello, la estructura del artículo responde a los siguientes elementos: un acercamiento al concepto de posmodernidad, entendido como etapa histórica o como categoría estética; una revisión de algunas perspectivas adoptadas por diversos autores para cartografiar el cine posmoderno; y un análisis de la pertinencia del concepto de cine posmoderno sobre las acotaciones formuladas en los puntos anteriores.
El sentido dual de la posmodernidad
En aras de un acercamiento lo más diáfano posible a un territorio que se caracteriza precisamente por lo contrario, se propone como línea de análisis considerar la posmodernidad como un régimen histórico o como una fisonomía cultural. A pesar de las posibles fricciones que puede provocar un enfoque de estas características, la elección viene marcada por los dos tipos de aproximaciones que mayoritariamente ha suscitado el concepto de posmodernidad.
En primer lugar, el entendimiento de la posmodernidad como un régimen histórico, en el cual se pueden rastrear diferentes características que atañen a los rasgos constituyentes de ese tiempo: aspectos sociales, políticos, económicos, ideológicos, morales, epistemológicos o filosóficos que condicionan los modos de ser de la era posmoderna. Por otro lado, la concepción de la posmodernidad como una fisonomía cultural, una expresión acuñada por Calinescu (1991) que alude a una manera concreta en la que cristalizan determinados objetos expresivos de muy distintos linajes, y en la que se pueden extraer conclusiones que opongan la fisonomía posmoderna a otras manifestaciones culturales o estilos.
Este doble acercamiento supone un desdoblamiento hermenéutico. En otras palabras: la dualidad del concepto debe comprenderse como los enfoques mayoritarios escogidos para analizarlo, no como compartimentos estancos observables de manera diferencial.
Los acercamientos a la posmodernidad han tenido muy en cuenta esta forma de proceder para analizar su objeto de estudio. Para tratar de indicar con la mayor precisión posible los rasgos que definen lo posmoderno, la descripción sobre el concepto atiende a esta dicotomía que parece insoslayable a la hora de estudiar esta cuestión, intentando trascender en la medida de lo posible puntos de vista que han polarizado el debate sobre el objeto de estudio con un carácter tan polémico que en ocasiones puede perderse de vista el núcleo de la cuestión (Habermas, 2015; Baudrillard, 2010), lo cual no es óbice para que entre los trabajos revisados haya posturas más o menos críticos con la posmodernidad, teniendo en cuenta una premisa básica: aquella en la que en los dos sentidos delimitados del concepto de posmodernidad tiene un peso enorme la idea de superación, confrontación o revisión de la modernidad.
La posmodernidad como régimen histórico
La época posmoderna puede caracterizarse a través de diferentes esferas: lo moral, lo epistemológico, lo socioeconómico. Desde el punto de vista moral, no son ni triviales ni infrecuentes las referencias al nihilismo como una de las referencias básicas de la condición posmoderna. Fehér habla de tres microdiscursos para señalar las maneras de afrontar la posmodernidad: a) uno vinculado al nihilismo, basado en la ausencia de normas y de motivaciones; b) uno vinculado a la democracia liberal, fundamentado en una “vida moral saludable y vigorosa [...], ligeramente egoísta, completamente pragmática” (Heller y Fehér, 1998, p. 25); y c) uno vinculado al racionalismo universal, que supone el “clímax del desarrollo moral” (p. 25). Según el autor, la posmodernidad supone la comprensión integrada y sin jerarquizar de los tres discursos. Pero es la constatación de que no hay alternativa moral pertinente para el nihilismo lo que vehicula la tesis de Fehér: “Los peligros que se han descubierto en el seno del paradigma del nihilismo no presuponen que los diagnósticos de los otros dos paradigmas sean correctos” (p. 47).
Al nihilismo también recurre Vattimo cuando vincula las reflexiones de Nietzsche y los “discursos más recientes sobre el fin de la época moderna y sobre la posmodernidad” (Vattimo, 1987, p. 9). Sin embargo, Vattimo no define la posmodernidad a partir de la falta de valores, motivaciones o normas, sino que plantea que esta se apoya en la defensa de otros elementos alternativos:
Así -y se encuentran ejemplos por todas partes- se reacciona a la desvalorización de los valores supremos, a la muerte de Dios, sólo con la reivindicación -patética, metafísica- de otros valores “más verdaderos” (por ejemplo, los valores de las culturas marginales, de las culturas populares, opuestos a los valores de las culturas dominantes; la destrucción de los cánones literarios, artísticos, etc.) (p. 28).
Lo que señala Vattimo es la crítica de los valores que habían funcionado como eje discursivo de la experiencia humana durante la modernidad. Ese cuestionamiento es el punto más célebre de la teoría de Lyotard (1989) sobre la posmodernidad. Lo que en su origen fue un encargo del gobierno de Quebec sobre el conocimiento y su relación con las nuevas tecnologías derivó (incluso a pesar de su autor) en uno de los bastiones del pensamiento sobre la posmodernidad. Lyotard acuñó el fin de las metanarrativas o grandes relatos como uno de los rasgos fundamentales de las sociedades posmodernas. Esos grandes relatos legitimaban determinados discursos modernos asociados a conceptos como el progreso, lo histórico o la razón, y son la diana de las ansias desarticuladoras de la posmodernidad.
Esa confrontación con los valores modernos aparece también en el trabajo de David Lyon. El autor comienza balizando algunas de las coordenadas que él considera básicas de la posmodernidad: el “agotamiento de la modernidad, (la) significación de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación y (el) consumismo, que quizá esté eclipsando la convencional posición central de la producción” (Lyon, 1996, p. 22). Lo interesante de la propuesta de Lyon es la derivación posmoderna de algunas de las principales características de la modernidad, que podría resumirse en una serie de pares opuestos: los grandes y rápidos logros basados en el progreso frente a la modernidad como productora de “las condiciones de su propia muerte” (p. 58); la diferenciación (segregación de esferas, ruptura de la unicidad y la globalidad) frente a la alienación y la explotación; la racionalización; “la autoridad derivaba cada vez más de esta racionalidad calculadora y cada vez menos de la tradición” (p. 51) frente al sometimiento sufrido por parte de la burocracia; lo positivo de la vida urbana frente a los problemas creados por esa misma vida en las ciudades; la disciplina frente al control; y la secularización frente a una posible deriva hacia un estado de anomia y una pérdida de dirección. Siguiendo a Giddens, Lyon concluye indicando que la posmodernidad supone una revisión de las instituciones básicas de la modernidad: “el capitalismo, el industrialismo, la vigilancia, especialmente en el Estado nacional, y el ejército” (p. 56).
Si hasta ahora se han expuesto algunas ideas concretas expresadas sin una teorización demasiado articulada (Fehér, Vattimo y Lyotard tienen otros objetivos distintos al de una teoría general de la posmodernidad en sus trabajos, y la propuesta de Lyon solo aspira a ser una introducción a la cuestión), conviene recurrir a David Harvey, por ser un autor que aglutina una visión más global sobre el concepto, introduciendo ya una reflexión sobre las manifestaciones expresivas de la cultura posmoderna. En su trabajo explora varios de los aspectos más importantes de la posmodernidad, que pueden resumirse de la siguiente manera: “su total aceptación de lo efímero, de la fragmentación, de la discontinuidad y lo caótico” (Harvey, 2004, p. 61), es decir, una crítica a la tendencia totalizante de la modernidad; “la idea de que todos los grupos tienen derecho a hablar por sí mismos, con su propia voz, y que esa voz sea aceptada como auténtica y legítima” (p. 65), o en otras palabras, la defensa del pluralismo; “la vida cultural es vista como una serie de textos que se cruzan con otros textos, produciendo más textos” (p. 68), o la cita como mecanismo básico de la posmodernidad; la “compresión espacio-temporal” (p. 314), concretada en una reducción espacial y una aceleración temporal; y la problemática relación de la posmodernidad con “la cultura de la vida cotidiana, y su integración en esta” (p. 77).
Harvey integra en su aproximación elementos de teoría social, análisis económico y análisis cultural, formulando una visión crítica de la posmodernidad que, en términos marxistas, reúne tanto a la infraestructura y a la superestructura. En el mismo terreno se mueve Fredric Jameson, quien no casualmente titula a un artículo capital “La lógica cultural del capitalismo tardío”. Jameson articula un acercamiento teórico en el que extrae varias conclusiones que trazan el perfil de la posmodernidad: “la aparición de un nuevo tipo de ausencia de profundidad, un nuevo tipo de superficialidad en el sentido más literal” (Jameson, 1998, p. 31); el llamado “ocaso de los afectos” (p. 32) propio de la cultura posmoderna; la multiplicidad de las formas expresivas posmodernas, fruto de la multiplicidad de formas modernas contra las que reaccionar; y el borrado de las fronteras que tradicionalmente han jerarquizado y categorizado las formas culturales. Además, Jameson teoriza la posmodernidad sobre dos ejes conceptuales concretos: el pastiche y la esquizofrenia.
El pastiche sería “la imitación de un estilo peculiar o único, llevar una máscara estilística, hablar en un lenguaje muerto” (p. 170), o, en otras palabras, “la imitación de estilos muertos, el discurso a través de las máscaras y las voces almacenadas en el museo imaginario de una cultura que hoy es global” (p. 39). Sobre la esquizofrenia, Jameson se apoya en la teoría lacaniana para describirla como “la quiebra de la relación entre significantes, [...] deshaciéndose la continuidad temporal y viéndose abocado a un presente perpetuo” (p. 177). Lo que Jameson afirma es que la posmodernidad supone una revisión acrítica de la tradición y la segmentación de la temporalidad en una suma de presentes sin historia.
La deriva hacia las manifestaciones expresivas de la cultura posmoderna es evidente (ya sea como centro de los análisis, o como ejemplo propicio de las tesis expuestas). Esta transición puede finalizar recurriendo a dos autores alemanes: Albrecht Wellmer y Andreas Huyssen. El primero afirma que “el momento de la postmodernidad es una especie de explosión de la épistème moderna, explosión en la que la razón y su sujeto, como guardián de la «unidad» y del «todo», saltan hechos pedazos” (Wellmer, 1988, p. 105). Posteriormente se refiere directamente al arte posmoderno, para comentar que “el movimiento contra la razón totalizante y su sujeto es a la vez un movimiento contra la obra de arte autónoma y sus pretensiones de unidad y sentido” (p. 106). Por su parte, Huyssen esboza una cartografía del arte posmoderno (1988), donde deja claro que el núcleo del debate se dirime en los siguientes aspectos: el borrado de las jerarquías estéticas y el juego creativo entre la tradición y el presente.
A partir de toda la revisión anterior, conviene esbozar lo que definiría la posmodernidad como régimen histórico. Evitando repertorios de características que aspiran a la exhaustividad, se propondrá una fórmula mucho más sencilla: la posmodernidad es una condición histórica cuyo rasgo fundamental es la particular relación que mantiene con la modernidad que la antecede. Dicha particularidad se basa en la reacción consciente establecida, y se manifiesta de varias maneras: ya sea como contestación radical a los puntos nodales de la experiencia moderna, o bien como revisión (a)crítica del discurso moderno, la posmodernidad supone una suspensión más o menos drástica de la historicidad, sustituyendo el progreso teleológico moderno por un presentismo que descansa en una relectura constante del pasado más inmediato. Es esta marca de identidad nuclear la que también emergerá al examinar la posmodernidad como una fisonomía cultural determinada.
2.2. La posmodernidad como fisonomía cultural
Al utilizar la expresión de fisonomía cultural se quiere aludir a la cristalización concreta de las diversas formas expresivas que pueblan el panorama posmoderno. En primer lugar, conviene resaltar, nuevamente, la confusión conceptual que rodea a la posmodernidad en este ámbito. Dicha confusión queda evidenciada en las aportaciones de autores como Gómez Alonso (2007), quien asocia la posmodernidad a una serie de rupturas (estética, intelectual, socioeconómica y multimedia) en el ámbito de la cultura audiovisual sin entrar a describir más a fondo un concepto al que vincula vagamente con nociones como la inmediatez, la intermedialidad o la hibridación genérica. Más llamativo es el caso de Connor (1996), quien plantea en su panorámica sobre la cultura posmoderna que esta sería un conglomerado de corrientes y movimientos vinculados a las diferentes formas expresivas.
Connor resulta más sintomático si cabe, ya que dedica un apartado concreto al cine posmoderno, en el que muestra un acusado desconcierto terminológico al utilizar conceptos como realismo, cine clásico, cine moderno o rupturas posmodernas de manera contradictoria y difusa. El fallo estructural radica en la falta inicial de un concepto operativo; a partir de ahí, se entiende que para Connor el cine posmoderno (p. 129-132) se caracterizaría por la “diversidad en forma de pastiche” (que incluyen la parodia, la narrativa discontinua o la heterogeneidad genérica), la “multiplicidad estilística” o la “supresión de los límites históricos entre el alta y la baja cultura”.
Esta situación se puede empezar a desembrollar mediante la propuesta introductoria de Hal Foster, quien identifica dos declinaciones que podrían calificarse de posmodernas:
En la política cultural existe hoy una oposición básica entre un posmodernismo que se propone deconstruir el modernismo y oponerse al status quo, y un posmodernismo que repudia al primero y elogia al segundo: un posmodernismo de resistencia y otro de reacción (Foster, 2015, p. 11).
Posteriormente, mediante el repaso de los ensayos que componen el volumen que edita, y atendiendo sobre todo a la vertiente expresiva, el autor espiga algunos de los rasgos definitorios de la posmodernidad:
Una crítica a la representación (representaciones) occidental y las «supremas ficciones» modernas; un deseo de pensar bajo puntos de vista sensibles a la diferencia (de los demás sin oposición, de la heterogeneidad sin jerarquía); un escepticismo que considere las «esferas» autónomas de la cultura o «campos» separados de expertos; un imperativo de ir más allá de las filiaciones formales (de texto a texto) para trazar afiliaciones sociales (la «densidad» institucional del texto en el mundo); en una palabra, una voluntad de comprender el nexo presente de cultura y política y afirmar una práctica resistente tanto al modernismo académico como a la reacción política (Foster, 2015, p. 16).
Esta descripción pone de relieve que la cultura estética posmoderna supone una reacción más o menos airada, más o menos radical, con las formas expresivas propias de la modernidad.
En 1987 aparecen dos propuestas teóricas que analizan la cultura estética asociada a la posmodernidad. Primero, la descripción de una “era neobarroca” por parte de Omar Calabrese; después, la reflexión sobre las declinaciones modernas por parte de Matei Calinescu.
Omar Calabrese propone superar el concepto de posmoderno por la inanidad conceptual y hermenéutica que le han caracterizado a menudo. Recomienda el término de “neobarroco”, aduciendo que “muchos importantes fenómenos culturales de nuestro tiempo están marcados por una «forma» interna específica que puede evocar el barroco” (2008, p. 31). Sin embargo, el autor entra específicamente en el debate sobre la posmodernidad, haciendo alusión a los tres ámbitos en los que opera el término, y que “se confunden entre ellos” (p. 28): uno que “significaba simplemente que había ciertos productos literarios que no consistían en la experimentación (entendida como «modernidad»), sino más bien en la reelaboración, en el pastiche, en la desarmadura del patrimonio literario (o cinematográfico) inmediatamente precedente” (p. 28); otro de carácter filosófico, que se apoya en la crisis de las metanarraciones o grandes relatos teorizada por Lyotard; y un último vinculado a la arquitectura y otras disciplinas basadas en el trabajo por proyectos, en los que el término “empezó a querer decir algo ideológicamente exacto, es decir, la rebelión contra los principios del Movimiento Moderno, su funcionalismo y su racionalismo” (p. 29).
Este aclarado terminológico de Calabrese se complementa con el realizado por Matei Calinescu, quien comienza por identificar dos acepciones para la modernidad: “como un momento de la historia de la civilización occidental” (y) “como un concepto estético” (Calinescu, 1991, p. 50). Esta postura, análoga a la mantenida en este trabajo sobre la posmodernidad, conduce directamente a los ámbitos en los que Calinescu señala que se ha discutido con más intensidad sobre el concepto de lo posmoderno. El autor afirma que esas áreas son dos: “la primera es ampliamente filosófica, incluyendo problemas de epistemología, historia y filosofía de la ciencia y la hermenéutica. La segunda se refiere a las nociones de modernismo y vanguardia en la cultura del siglo XX y su posible agotamiento” (p. 261).
Posteriormente, Calinescu analiza la vertiente expresiva de la cultura posmoderna. Afirma que el modernismo y las vanguardias basan su proyecto estético en la invención y en el rechazo y destrucción de toda tradición anterior. Esa innovación rupturista es la que contesta el movimiento posmoderno planteando una vuelta al pasado desde un punto de vista irónico. Así, la posmodernidad supone un alejamiento crítico de la vieja vanguardia, ya que no rechaza la tradición, sino que aspira a revisarla reflexivamente.
Calinescu lo explicita al escribir que “el historicismo de la arquitectura posmoderna reinterpreta el pasado de muchas maneras, desde la cariñosamente juguetona a la irónicamente nostálgica, e incluyendo tales actitudes o modos como irreverencia cómica, homenaje oblicuo, recuerdo pío, cita ocurrente y comentario paradójico” (p. 274). He ahí la gran aportación de Calinescu a la teoría sobre la cultura posmoderna: la particular relación que las formas expresivas mantienen con sus respectivas tradiciones, cristalizada de diversas maneras (parodia, cita, homenaje, revisión, reescritura), un rasgo que entronca directamente con el principio rector de la posmodernidad como régimen histórico.
Este epígrafe finaliza con la revisión de las propuestas de Scott Lash sobre la posmodernidad cultural, quien realiza un acercamiento al cine posmoderno muy oportuno. Lash articula su aportación sobre tres ejes, de los cuales hay dos que importan singularmente al presente trabajo. Por un lado, considerar que “la modernización es un proceso de diferenciación cultural mientras que la posmodernización es un proceso de «des-diferenciación»” (Lash, 2007, p. 13), y por otros, señalar que “el modernismo es una formación cultural «discursiva» mientras que el posmodernismo es una formación cultural «figural»” (p. 13). Posteriormene define la posmodernidad como un “paradigma cultural” (p. 20). Esta atribución conceptual es interesante porque describe los componentes generales de todo paradigma cultural, y cómo esos rasgos adquieren su concreción en la posmodernidad:
Hay cuatro componentes principales de un paradigma cultural determinado. Son: 1) la relación entre tipos de objetos culturales producidos [...]; 2) la relación entre lo cultural como conjunto y lo social; 3) su «economía cultural», cuyos elementos, a su vez, son las condiciones de producción y consumo, las instituciones de la cultura, el modo de circulación y el producto cultural o bien como tal; y 4) el modo de significación [...]. Si la modernización presuponía la diferenciación de todas estas unidades, ls posmodernización asiste a la des-diferenciación de cada uno de estos cuatro componentes (Lash, 2007, p. 29).
Partiendo de esta teorización, Lash caracteriza la posmodernidad sobre los siguientes rasgos: borrado de las fronteras ente las esferas estéticas, teórica y político-moral; ruptura de los límites entre alta y baja cultura; desaparición de la figura del autor y el acercamiento entre espectador y obra; y problematización del “estatuto y la relación entre significante y referente o, en otras palabras, representación y realidad” (p. 30). A todo esto, Lash añade una característica fundamental: la contraposición ente las sensibilidades “discursiva” y “figural”, propias de la modernidad y la posmodernidad, respectivamente. Dicha dicotomía podría resumirse contraponiendo pares opuestos: lo verbal (moderno) frente a lo visual (posmoderno); la identidad formal de los objetos culturales frente a la hibridación y la yuxtaposición formal; el racionalismo frente al no-racionalismo; el sentido de los textos frente a la performatividad de los textos; y el distanciamiento entre espectador y obra frente a la inmersión del espectador en la obra.
Toda esta teorización le sirve a Lash para hablar de “cuatro tipos ideales de significación cinematográfica” (p. 238), seleccionando el cine como la manifestación expresiva más propia de la posmodernidad. Afirma que puede hablarse de los siguientes tipos: cine realista o narrativo (basado en la perspectiva artificialis renacentista en lo pictórico, y en la temporalidad causal de la novela decimonónica en lo narrativo); una corriente principal del cine posmoderno (películas propiamente “figurales” que priorizan las atracciones sobre el relato); cine posmoderno transgresivo (en el sentido de que desdibuja la posición del espectador al problematizar la noción de lo real); y cine modernista o discursivo (se pone en cuestión la noción de representación, ubicando al sujeto en una posición ambigua y no cerrada).
Ahora conviene hacer una revisión sobre el concepto de posmodernidad como fisonomía cultural. Si al hablar de la posmodernidad como régimen histórico se hacía referencia a la disolución de la historicidad, en este caso la posmodernidad también se caracteriza por la relación mantenida con el pasado: las formas expresivas posmodernas se distinguen por el diálogo que establecen con las tradiciones culturales precedentes. Así, el presentismo anteriormente aludido se manifiesta en la convivencia sin jerarquizar de multitud de estilos y tendencias de todo tipo de lugares y momentos, en forma de citas directas que juegan con la idea de plagio, de revisiones irónicas que ponen en cuestión postulados estéticos pretéritos, o de acercamientos reverenciales en forma de homenajes y loas de todo tipo. La cultura posmoderna generaliza el uso de la cita, y utiliza el acervo cultural y estético de una comunidad como paleta de colores a partir de la que compone la obra.
Acercamientos conceptuales al cine posmoderno
Los acercamientos al cine posmoderno desde la filmología han solido centrarse en la descripción de los rasgos de una hipotética retórica cinematográfica posmoderna, en vez de articular teóricamente una propuesta general. Por ello, no es extraño encontrar aportaciones muy interesantes que adolecen de cierta precariedad metodológica o epistemológica.
Un ejemplo es el ofrecido por Lipovetsky y Serroy (2009), quienes, paradójicamente, pretenden realizar una panorámica de un cariz holístico acerca de lo que ellos llaman el “cine en la cultura hipermoderna”. El primer problema de su trabajo es que en ningún momento queda claro por qué apuestan por una fórmula como la hipermodernidad en vez de la posmodernidad. Existe una argumentación (no hablan de la superación de la posmodernidad, sino de la acentuación de algunos de sus rasgos), pero es demasiado leve como para justificar debidamente un cambio de nomenclatura tal. Además, el bagaje teórico e historiográfico sobre el fenómeno cinematográfico de los autores es francamente mejorable, como evidencia la siguiente afirmación referente al cine: “he aquí pues un arte que es moderno de entrada, virgen tanto en el plano estético como en el técnico: un arte que ha nacido sui generis, que se ha creado a partir de casi nada y a una velocidad fulgurante” (Lipovetsky y Serroy, 2009, p. 31).
Paradójicamente, los conceptos desarrollados por los autores para categorizar lo que ellos denominan “cine hipermoderno” se revelan como buenas descripciones de elementos que la literatura especializada ha asociado a la cultura posmoderna. Tomando como referente los estudios de cine de Deleuze para bautizar sus conceptos, Lipovetsky y Serroy proponen las siguientes categorías: la “imagen-exceso” (p. 73), que englobaría la duración de las películas, la saturación estética “cuyo fin es el vértigo, la estupefacción del espectador” p. 74), la preeminencia de “todas las formas de hipertrofia” (p. 74), el uso apabullante de nuevas tecnologías y efectos especiales, el cuerpo como exceso, la violencia exacerbada o la hipersexualización; la “imagen-multiplejidad” (p. 94), un modelo cinematográfico que descansa en un esquivo concepto de complejidad que podría rastrearse en la multiplicación de mercados, la hibridación formal e ideológica de los productos culturales, el dinamitado del relato lineal, la porosidad de los géneros y la inclusión de todo tipo de edades vitales, géneros y etnias; y la “imagen-distancia” (p. 124), que podría resumirse como “guiños, citas, alusiones, referencias: son ya innumerables las películas que acentúan la distancia respecto de ellas mismas, induciendo al espectador a adoptar una distancia parecida respecto de lo que ve” (p. 124), y que los autores identifican en la lógica comercial de las secuelas, la proliferación de remakes, reboots y nuevas versiones, el auge del metacine y el constante uso de figuras como la parodia y el pastiche.
Lipovetsky y Serroy se muestran más finos acuñando categorías descriptivas que teorizando sobre el concepto general. Sin entrar en la pertinencia de todos sus ejemplos y observaciones, los dos autores proponen una batería sugestiva de conceptos para balizar el cine posmoderno, si bien remite transparentemente a otras descripciones similares realizadas con anterioridad. Esa tendencia a ser más relevante en la descripción que en la articulación teórica se observa también en el repaso de Esteve Riambau al cine de Hollywood, acotado entre dos hitos escogidos por el autor para abrir y cerrar su corpus: Jurassic Park (Steven Spielberg, 1993) y Avatar (James Cameron, 2009). El libro de Riambau (2011) carece de una teorización clara sobre los factores económicos, estéticos, sociales o tecnológicos que condicionan un presunto cine posmoderno. No obstante, a través del comentario del ramillete de películas escogidas como ejemplos significativos de “Hollywood en la era digital”, el autor desgrana algunos de los rasgos principales del cine hecho en los últimos veinticinco años.
De esta manera, y a través de categorías de clasificación diversas (tecnologías, lenguajes, géneros o reescrituras, entre otras), del texto de Riambau se puede deducir lo siguiente: la existencia de nuevas tecnologías que condicionan nuevos modos de representación; la relación entre productos culturales distintos y pertenecientes al universo de la cultura popular; la convivencia de nuevas escrituras fílmicas con estilos heredados de tradiciones de mayor raigambre; el receptáculo genérico como matriz de hibridaciones y mezclas; y la reescritura como rasgo evidente del cine posmoderno.
El problema que presenta este repertorio es evidente: los puntos que lo componen no son propios ni exclusivos del cine con respecto a otras formas expresivas, ni son propios ni exclusivos del cine posmoderno con respecto a otros modos y escrituras fílmicas. Lo primero en realidad no es una objeción, ya que demuestra que el cine se identifica con otras manifestaciones expresivas con un carácter cultural afín. La cuestión espinosa es la segunda: si los rasgos que deben definir el cine posmoderno no lo diferencian de otros regímenes de escritura cinematográfica, ¿qué operatividad tiene este concepto? El obstáculo se puede salvar si se tiene en cuenta un punto de vista que Riambau pasa por alto: la particular relación que establece el cine posmoderno con su pasado y con otras tradiciones culturales. La manera de actualizar en el presente esas filiaciones da el cariz diferenciador al cine posmoderno.
Quintana señala ese rasgo esencial en su acercamiento al cine contemporáneo (2011). Lo hace por dos razones: una muy acertada decisión metodológica (centrarse en un aspecto clave del debate, en este caso la tecnología, y no desdibujarse en el resto de elementos del debate sobre el cine posmoderno) y la formulación explícita de una hipótesis de trabajo (considerar cierta tendencia del cine contemporáneo como una revisión del cine de los orígenes). Quintana lo explica así: “las producciones de Hollywood de la época dorada de los estudios desterraron el sistema de atracciones como lógica dominante del cine de consumo y convirtieron los trucajes en un elemento funcional” (p. 20), para luego afirmar que “una de las características esenciales del cine espectáculo contemporáneo radica en su capacidad de subvertir la primacía de la coherencia de la trama como elemento vehicular de la narración” (p. 21). Subversión caracterizada por el regreso de ese sentido del espectáculo al que Quintana alude.
El autor distingue entre un cine de atracciones (posmoderno, y que enraíza con el cine de los orígenes) y un cine de atención (que se vincula con el concepto de cine moderno). Quintana da así una de las claves para afirmar la pertinencia del concepto de cine contemporáneo: la relación que establece con un período de su tradición, en este caso el cine de los orígenes. El cine contemporáneo dialogaría con el cine de los orígenes, apropiándose de elementos expresivos y narrativos que caracterizaron la fisonomía cinematográfica de ese período. Ese diálogo implica desde la asunción de la estética de ese cine hasta la recuperación (irónica o cariñosa) de procedimientos y propuestas de dicho cine.
Esta revisión se cierra con un texto que asume con naturalidad la existencia del objeto cine posmoderno. Es un capítulo incluido en el último volumen de la Historia general del cine de la editorial Cátedra, firmado por Vicente Molina Foix (1995). Molina Foix se apoya en la acepción original del adjetivo “posmoderno” utilizada en arquitectura y de las aportaciones de Vattimo para posteriormente introducir una serie de propuestas que tratan de aclarar la noción de cine posmoderno. Para comenzar, una clasificación que distingue entre cine posmoderno europeo “más sucinto, cultista y ritual” (Molina, 1995, p. 152) y un cine posmoderno norteamericano “expansivo, a veces deliberadamente kitsch” (p. 152). Después, el autor describe los rasgos que definen el cine posmoderno: la “desaparición de un cine referencial y canónico” (p. 153), es decir, la ausencia de una idea rectora del cine; el “trocamiento y posterior recuperación canibalizada del cuerpo de la narración” (p. 153), o en otras palabras, la quiebra de la narrativa lineal y la introducción de las referencias intertextuales como recurso expresivo capital; y la “relativización de ciertos patrones ideológicos o morales” (p. 153), que se concreta en la incorporación de tabúes de contenido y expresión en la creación cinematográfica.
El trabajo de Molina, cuando parece proponer una nueva lista de características del cine posmoderno, en realidad señala cualidades ligadas entre sí que abarcan un espectro amplio de criterios: el fin de una gran narrativa (basada en la concepción del cine como productor de películas comerciales y relatos audiovisuales), de la que se deduce un nuevo uso expresivo de la narración y una reordenación de las pautas ideológicas que rigen el campo cultural. El autor incorpora rasgos que ubican la diferencialidad del concepto de cine posmoderno en la doble problemática del régimen histórico y de la fisonomía cultural. La propuesta de Molina Foix solo carece del rasgo catalogado de básico durante todo este artículo: la peculiar relación establecida con el pasado, en este caso, el doble pasado que conforman el mundo del cine en particular y el mundo de las formas expresivas en general.
Partiendo de las oportunas pero incompletas aportaciones de Quintana y Molina Foix, ha llegado el momento de entrar directamente en el debate que motiva este artículo: la pertinencia (o no) del concepto de cine posmoderno.
La pertinencia del concepto de cine posmoderno
El cine posmoderno es un concepto que basa su pertinencia en la operatividad para designar con efectividad un objeto concreto. En este caso, un modo de representación cinematográfica que pueda dar cuenta de determinadas tendencias de producción en el cine realizado en los últimos cuarenta años. Pero, ¿qué clase de objeto designa? El gran riesgo aquí afrontado es generar un concepto para una realidad que no lo necesite. ¿Es cierto que existe un modo de representación cinematográfica vinculable a otras manifestaciones expresivas tildadas de posmodernas, y que a su vez se diferencie de otras tendencias cinematográficas?
Esa pregunta puede responderse a través de los grandes rasgos que se han ido deduciendo acerca de la cultura posmoderna. El cine posmoderno puede rastrearse en base a las siguientes características: la relación con la tradición cinematográfica en particular, y con otras tradiciones culturales en general, concretada en el uso (con diversas intenciones y declinaciones) de la cita como recurso expresivo básico; la ruptura con la idea institucional del cine (que cristaliza en el desbordamiento de los modelos de película comercial y relato audiovisual, apareciendo fórmulas como la explotación transmedia o las narrativas no lineales, entre otras); y el pluralismo expresivo e ideológico, que supone la irrupción de nuevos modelos de creación, circulación y recepción de las películas en el campo cultural cinematográfico.
Estos rasgos, para funcionar eficazmente en la teoría y la historia del cine, deben ser lo suficientemente sólidos en su diferencialidad. El gran obstáculo reside en el concepto de los “nuevos cines”. Dicho concepto se basa en una serie de novedades con respecto a los postulados del sistema institucional, concretados en los siguientes aspectos: “en el nivel de las estructuras narrativas” (Miccichè, 1995, p. 25), el desprecio por el relato que bebía de la organización novelesca; “en el nivel de los procedimientos rítmicos” (p. 25), el rechazo de la transparencia expresiva; “en el nivel de lo fílmico” (p. 27), la ruptura con el principio de borrado de la enunciación; “en el nivel de los mensajes ideológicos” (p. 28), la doble vertiente de un sublimación ideológica a través de la metáfora y de una apuesta por el cine militante; y “en el nivel de las estructuras productivas” (p. 29), la propuesta de una alternativa a los canales clásicos de producción, distribución y exhibición (al menos en el plano teórico). No hay que hacer un gran esfuerzo intelectual para comprobar que estos puntos que caracterizan a los nuevos cines guardan estrecha similitud con los rasgos segundo y tercero propuestos anteriormente para el cine posmoderno. ¿Cómo evitar caer en la tentación de amalgamar todos esos regímenes? Recurriendo al primero de los rasgos formulados para definir el cine posmoderno.
Porque el cine posmoderno lo es en tanto en cuanto se reconozca la relación que establece con las tradiciones culturales y, en concreto, la cinematográfica. Es cierto que los nuevos cines también establecen una relación con la tradición cinematográfica, con sus particulares filias y fobias, y es precisamente esa diferencia en la relación mantenida lo que justifica el concepto de cine posmoderno, ya que, si los nuevos cines explicitan (ya sea en el plano teórico, ya en el plano práctico) una relación de ruptura con una tradición cristalizada en el modo de representación institucional y, en términos más coloquiales, el “cine clásico” producido en el sistema de estudios, el cine posmoderno asume las formas expresivas anteriores y coétaneas, incorporando a los textos fílmicos referencias directas e indirectas a todas esas tradiciones. En otras palabras, donde los nuevos cines basaban esa relación en una jerarquía estética e ideológica, el cine posmoderno la sustenta en el derribo e ignorancia de esas jerarquías.
Un ejemplo concreto puede ilustrar la cuestión: el debate sobre el autor cinematográfico. Se puede observar cómo los miembros de la Nouvelle Vague, una célebre muestra de los nuevos cines, fundamentaron su tarea crítica en la revisión de su panteón cinematográfico, formulando un canon particular en la que la jerarquía era la piedra angular de toda su praxis teórica. Mientras, películas vinculadas al cine posmoderno apuestan por la cita inclusiva de todo tipo de textos, olvidando la figura del autor y eliminando toda clase de clasificaciones estéticas que sancionen unas formas expresivas como mejores o peores que otras. Así, obras que van desde la prácticamente fundacional Pulp Fiction (Quentin Tarantino, 1994), que bebe de todo tipo de géneros considerados menores en la ficción popular (desde el hard-boiled hasta el de artes marciales), hasta la no menos paradigmática Scott Pilgrim contra el mundo (Scott Pilgrim vs. the world, Edgar Wright, 2010), que integra en su textura fílmica desde el cómic hasta los videojuegos, muestran la convivencia de formas expresivas bajo unos parámetros ajenos al de la jerarquía estética. Tarantino y Wright constituirían dos casos de estudio muy apropiados a la hora de dirigir el debate conceptual a la discusión de elementos concretos, dadas las características de sus respectivas filmografías.
La pertinencia del concepto cine posmoderno descansa en esa mencionada relación que mantiene con otros linajes culturales y la propia tradición cinematográfica. Una relación basada en la ausencia de jerarquías entre formas expresivas y el uso recurrente de la cita como recurso expresivo básico. Igualmente, esa pertinencia se sustenta en un doble nivel. Por un lado, el cine posmoderno sirve como concepto si actúa como documento de un determinado régimen histórico. Por otro lado, si presenta una fisonomía acorde con una determinada escritura fílmica. Así pues, y dado que el régimen histórico está identificado (aunque discutido) y la escritura fílmica designada y diferenciada de otras, parece claro que el concepto de cine posmoderno es pertinente, ya que señala un objeto analizable.
CONCLUSIONES
La principal conclusión de este artículo debe organizarse sobre el siguiente eje: sin glosar ni resumir lo expuesto en las páginas anteriores, señalar claramente en qué momento alcanza pertinencia el concepto de cine posmoderno (una vez afirmado que existe dicha pertinencia).
La pertinencia del concepto de cine posmoderno tiene dos pilares básicos: su valor como documento de una época y su carácter de escritura fílmica en contraposición a otros modos o estilos. Es importante recalcar que ambos ámbitos, a pesar de haber sido separados siguiendo un criterio de claridad analítica y expositiva, han de rendir simultánea y conjuntamente. El propio régimen histórico es el que genera las condiciones de existencia de las formas expresivas que le son propias, y una retórica particular es en sí misma un síntoma de unas determinadas circunstancias históricas que, a su vez, se ven influidas por esos estilemas. En vista de todo ello, el cine posmoderno será un concepto operativo en el seno de los estudios fílmicos solo si da cuenta, en el mismo análisis, del texto y del contexto.
En cuanto al sendero que toca ahora transitar, ya se apuntó algo en el final del epígrafe anterior, al hablar de algunos casos concretos de cine posmoderno. Efectivamente, el turno es para los análisis concretos, para el estudio y discusión de cómo el cine posmoderno toma forma en productos acabados. Ya se ha señalado a Tarantino o a Wright como casos de estudio convenientes, pero existirián muchos más, construyéndose así un corpus de propuestas que podrían edificar empíricamente unos cimientos teóricos que necesitan un posterior desarrollo.