INTRODUCCIÓN
Las relaciones estadounidenses con el resto de América, están marcadas por el ascenso de una de las superpotencias que crearían el bipolarismo global después de la Segunda Guerra Mundial mediante la construcción de un sistema mundo. Calificativo que no se consiguió lanzándose a una campaña militar que asolara a sus principales competidores europeos, sino por un proceso de consolidación económica y geopolítica que puso al país en una condición privilegiada de competitividad.
En general, desde sus orígenes este país se caracterizó por presentar un aislacionismo que rechazaba participar en los asuntos europeos, debido a que en ellos predominaba la diplomacia secreta y los objetivos bélicos. Sin embargo, este aislacionismo siempre fue relativo a causa de que desde épocas tempranas se vislumbraba el concepto exacerbado que Estados Unidos tenía de sí mismo y de su misión en el mundo. Prueba de ello, es que para 1823 el presidente James Monroe proclamaba la Doctrina Monroe y su premisa “América para los americanos”, haciendo referencia más a su dominio que al derecho de independencia de sus vecinos del Sur.
Del mismo modo, la afirmación de Thomas Jefferson de “que debemos tener un imperio de la libertad” (Jefferson 1809), mostraba el contenido moral y aun sagrado con el que se dotaba a las acciones del pueblo estadunidense, ahora paladín de la libertad, el desarrollo y la civilización. Así, su historia está repleta de choques en el ámbito internacional que llevarían a los Estados Unidos a enfrentarse o afectar los intereses de indígenas norteamericanos, franceses, españoles, centroamericanos, sudamericanos, marroquíes, japoneses, etc.
Para ellos resultaba claro que la seguridad y la paz dentro de sus fronteras, dependía de cerrar la posibilidad de que potencias europeas pudiesen frenar su avance, impedirle obtener materias primas o monopolizar los mercados que se encontraban en el interior de su área natural de expansión. Por lo que culminadas las guerras de independencias hispanoamericanas, las amenazas contra la seguridad estadunidense comenzaron a visualizarse en el desorden e inestabilidad existente en los nuevos Estados. Coyuntura que permitió a sus políticos hablar en 1845 de “cumplir el destino manifiesto de extendernos por todo el continente que nos ha sido asignado por la providencia, para el desarrollo del gran experimento de la libertad y autogobierno” (Suárez 2010: 5).
El Caribe fue en ese momento el botín más preciado para la economía estadounidense, siendo Theodore Roosevelt quien inauguraría el siglo XX con su política del “Big stick” (1904), la cual transformó a los Estados Unidos en policía internacional con disposición y capacidad de intervención directa en los países de la región, con el fin de forzarlos a cancelar compromisos adquiridos con potencias europeas o garantizar condiciones favorables a los intereses económicos estadounidenses. Su modus operandi se centraba en arraigarse como una potencia hegemónica en América y el Pacífico, en lo posible haciendo uso del comercio, préstamos, compra de lugares estratégicos, establecimiento de sus multinacionales, entre muchos otros mecanismos que propiciaban la dependencia sin tener que recurrir a las armas o la ocupación.
El propósito principal de este trabajo fue rastrear la tendencia a la hegemonía más que a la conquista en la historia estadounidense, y como esta dinámica repercutió en sus relaciones con América Latina.
METODOLOGÍA
Para realizar la investigación planteada, se analiza la obra de autores como Antonio Gramsci, Alfonso Klauer, Carlos Pérez Morales y Immanuel Wallerstein, relacionada con la definición de la hegemonía, en tanto consolidación de un espacio de dominio e influencia, donde a pesar de que no se presente sumisión por vía de la fuerza, si se introducen instrumentos que mitigan la resistencia de los subyugados, convirtiendo los intereses de las potencias hegemónicas en los de la población intervenida. Proceso que en últimas da posibilidad a las periferias del poder para entablar diálogos de discusión, rechazó o actualización de los lazos establecidos entre unas partes que se necesitan mutuamente.
Cabría decir que dada la amplitud del tema el análisis se centró en el período histórico que media entre la firma del Tratado de Versalles (1919) y el inicio de la Segunda Guerra Mundial (1945), para lo cual se recurre a los pronunciamientos, tratados y políticas internacionales que influyeron sobre las relaciones entre Estados Unidos y el mundo. Para conseguir el propósito mencionado se analiza la evolución del poder económico, político y militar del país en la esfera internacional, intentando encontrar aquellos puntos que direccionaron la inserción de Estados Unidos en un sistema mundo a través de premisas como: américa para los americanos, diplomacia del dólar, la política del gran garrote o el buen vecino, la americanización del mundo, el aislacionismo, la superioridad moral, entre otros conceptos que expresaban los objetivos y perspectivas de esta nación en los siglos pasados. Así mismo, factores como el agotamiento de las tierras de frontera, las corrientes económicas basadas en el comercio, la construcción de intereses comerciales a largo del globo y la creación de instituciones internacionales serán categorías de análisis recurrentes dentro del texto.
Teniendo en cuenta los pocos trabajos que vinculen la política exterior estadounidense, relacionando sus acciones en Europa y Latinoamérica, ambos temas se tratan por separado pero siguiendo como hilo conductor, la tesis de que Estados Unidos vivió apenas un aislacionismo relativo que únicamente se evidenció en su totalidad frente a Europa. Para comprobar esta hipótesis se evalúa el rol de Estados Unidos en la financiación de los estados enfrentados en la Primera Guerra Mundial, el desplazamiento de los sectores productivos y financieros a países emergentes de los cinco continentes, que tanto podían influir los norteamericanos en las cuestiones europeas y por qué no se dio el salto hacia la hegemonía total sobre una Europa en ruinas.
RESULTADOS Y DISCUSIÓN
Latinoamérica primer escenario de la geopolítica y hegemonía estadounidense
En contraste con el imperialismo ejecutado por las potencias europeas en siglos anteriores, cuyo procedimiento se basaba en establecer, por medio de conquistas, colonias o factorías en lugares comúnmente alejados de su metrópolis, en Estados Unidos se podría hablar de una geopolítica del imperio que no consistía en la expansión territorial, sino en la ampliación e ingreso del capital financiero en especial del sector privado a diferentes países.
Como resultado, las multinacionales sirvieron de punta de lanza en lugar del ejército, pero gozaron de pleno apoyo de las fuerzas armadas y políticas del país, sin embargo, Estados Unidos sí vivió un momento inicial de expansionismo directo, durante el cual arrebató a México la mitad de su territorio, estableció un protectorado en Puerto Rico, Cuba y Filipinas, se anexó Hawái, Guam, Samoa Americana y compró diferentes territorios a países europeos como Luisiana y Alaska.
Este expansionismo respondía a dos objetivos principales: en primer lugar avanzar hacia su zona de expansión natural que iba desde el Atlántico hasta el Pacifico, encontrándose con mexicanos y nativos indígenas a los que consideraban ciertamente inferiores y un sacrificio necesario para la misión civilizadora estadounidense. Por otro lado, su presencia en el Pacífico y el Caribe responde a la necesidad de poseer bases de avanzada para sustentar su floreciente comercio y mantener su capacidad militar activa, con miras a responder a cualquier agresión o negativa de algún pueblo no deseoso de mantener relaciones comerciales.
Ejemplo de esto fueron las acciones intimidantes de la flota al mando del comodoro Matthew C. Perry entre 1853-1854, al puerto japonés de Okinawa para obtener una concesión minera y privilegios comerciales. El mismo caso se repite en 1859 en China para proteger intereses estadounidenses en Shanghái, y en 1860 durante la rebelión indígena en Kissembo contra Portugal, que ponía en riesgo la vida y propiedad de nacionales radicados en Angola. Lo mismo podría decirse de sus intervenciones en Argentina, Nicaragua, Haití, Uruguay, Republica Dominicana etc., mostrando que la prioridad del país a ser controlar puntos estratégicos que le permitiesen desplegar su potencia de manera clara y contundente en cualquier coordenada (Fonseca 2013).
¿Pero qué se entiende por Hegemonía?, para responder esta pregunta es imprescindible analizar los aportes teóricos realizados por el italiano Antonio Gramsci en textos como “Cuadernos de la cárcel” (1932), donde proporciona herramientas conceptuales que permiten explicar en el transcurso de la historia las dinámicas ejercidas por los grupos o clases sociales prominentes parar validar su dominación sobre otros.
Dentro de los instrumentos que propone Gramsci para llevar a cabo este objetivo, se encuentra el uso de mecanismos políticos y culturales que permitan implementar una dialéctica entre coerción y consenso a fin de legitimar un orden particular de la sociedad, en este sentido la cultura y la educación cobran un valor mucho más importante que las posturas economicistas de la historia y la política.
Así, la hegemonía jamás puede renunciar a la coerción y la violencia, pero estas deben estar mediadas por fórmulas de aceptación del poder y dominación voluntaria o consensual de los subalternos, encargados de otorgar legitimidad al sistema que desea validarse o imponerse, para que pueda consolidarse una interacción fluida entre dominados y dominadores bajo las reglas de los primeros.
En concreto, la hegemonía consiste en convertir los valores y cosmogonías propias de los entes dominantes en una especie de sentido común compartido por los dominados, que terminan por aceptar sus condiciones como algo necesario o útil, justificando así la presencia y poder de los centros hegemónicos.
De aquí que para Gramsci las instancias superiores articulan su dominación no solo con el poder material, sino por el uso de una serie de estrategias culturales, institucionales y cotidianas que aseguren la cohesión indispensable para conseguir las metas planteadas desde los grupos sociales, países u organizaciones hegemónicas. Esto no quiere decir que no existan conflictos, sino que de aparecer pueden ser tramitados mediante el aprovechamiento de aquellos parámetros sociales que no amenacen la continuidad del estatus quo (Gruppi 1978).
Como concepto la hegemonía ha sufrido múltiples mutaciones que se han alimentado de pensadores de la talla de Alfonso Klauer, quien la definió de la siguiente manera: “Hegemonía es el dominio (permanente o transitorio) que ejerce un pueblo, nación y/o Estado (hegemónico) sobre otro u otros pueblos, naciones y/o Estados (dominados), y a través del que aquél hace prevalecer sus intereses (territoriales, económicos, culturales, etc.)” (Klauer 2003 :36).
Además, “el pueblo dominante hace prevalecer sus intereses ante los pueblos dominados sin que se dé sojuzgamiento y en particular, el que se obtiene con la ocupación militar del territorio” (Klauer 2003: 36). En esta teoría de las relaciones hegemónicas no se intenta desarticular los aparatos estatales de los pueblos dominados, recurriendo a esta medida solo en casos específicos que tienen un carácter de contingencia.
La hegemonía puede darse por lo tanto en aspectos estructurales o cotidianos, que en mayor o menor medida configuran el actuar de otra sociedad (Morales 2014). Para Estados Unidos, la hegemonía militar solo cumplía un papel instrumental a la hora de abrir las fronteras comerciales, mantener el derecho a comerciar de los neutrales, obtener buenas condiciones para la explotación de materias primas, derribar aranceles o construir infraestructuras transcendentales para el desarrollo económico estadounidense. Actuar que se ve reflejado en el apoyo a la secesión panameña de Colombia, cuya concreción significó unir las dos costas de Norteamérica en un tiempo hasta entonces record que revolucionaria el comercio internacional (Galvis 1920).
En contraste, la hegemonía económica trae consigo mejores réditos y puede llegar a mermar los costos sociales y económicos en comparación con la conquista militar, aunque seguiría teniendo una consideración antidemocrática y asimétrica, donde se evidencia la arbitrariedad y el abuso bien sea de forma descarada o sutil. En este sentido, el adelanto significativo de los Estados Unidos en temas científicos, técnicos y tecnológicos, le ha brindado una ventaja extraordinaria frente a los países que lo rodean y aun en paridad con las naciones más desarrolladas.
Esta superioridad le ha permitido aplicar con bastante eficacia sus progresos a sectores indispensables para la economía internacional como la industria, la educación, las telecomunicaciones, la propaganda, el comercio, las finanzas, etc., convirtiéndose con el tiempo en una autoridad global al momento de establecer regulaciones o tomar decisiones a nivel planetario. Sin mencionar que aseguró la dependencia tecnológica de continentes enteros, convirtiéndolo en el socio comercial por excelencia para el hemisferio americano en una condición providencial.
Desde el comienzo, Estados Unidos fue consciente de que para crecer era forzoso mantener controlada su área de influencia inmediata, su lema América para los americanos, simboliza su aspiración a ser la potencia que encabezaría el desarrollo del continente. Pero este postulado no guardaba únicamente un sentido moral y civilizador, para Immanuel Wallerstein en su libro “La decadencia del poder estadounidense” (Wallerstein 2003), la hegemonía se entiende como “mucho más que el liderato, pero menos que un imperio en el sentido estricto del término.
El poder hegemónico impone sus reglas en el sistema internacional, creando un nuevo orden público” (Wallerstein 2003: 32). El proyecto de hacer del mundo Inglaterra cedió su puesto a la americanización de las sociedades, meta que se emprendió de manera tímida en unos orígenes marcados por grandes intervalos de aislacionismo.
Los eventos que cambiarían todo fueron la Primera Guerra Mundial y en especial la Segunda Guerra Mundial, donde Estados Unidos se posicionó en un rol hegemónico bastante predecible al observar su evolución económica desbordada a finales del siglo XIX e inicios del XX, que culminó con su participación en la creación de un sistema-mundo capitalista después de 1945.
La creación de organizaciones internacionales fue otro de los métodos políticos usados por los Estados Unidos, para perpetuar un control hegemónico sobre muchas naciones. Los países Latinoamericanos (aunque esto incluye a todo el tercer mundo y las potencias medias) sumidos en el atraso económico, industrial y de infraestructura, sumado a profundas crisis de legitimidad o guerras internas y externas, recurrían y recurren, a costa de su autonomía, a préstamos, asesoría o reconocimiento de organismos orquestados o influenciados por Estados Unidos como: la Organización de las Naciones Unidas, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la Organización del Tratado de Atlántico Norte.
Ana Esther Ceceña, explica con gran claridad el efecto de estos organismos internacionales al afirmar que: “la hegemonía es una categoría que se ha ido formando de sentidos y contenidos diversos” (Ceceña 2004 :34), lo que “lleva a concebir la hegemonía: como la capacidad para generalizar una visión del mundo” (Ceceña 2004 :35). En esta concepción se basó la firme creencia de que Latinoamérica y el Caribe constituían una especie de área de exclusividad, donde los estadounidenses desplegarían todo su potencial material y espiritual en oposición a la envejecida Europa.
El éxito de la política exterior estadounidense radicó en la comprensión de que para construir y mantener su hegemonía, debía conservar su ventaja más importante, el acceso privilegiado a los recursos naturales de Latinoamérica y progresivamente del globo terráqueo. Esto repercutió en una buena organización militar y el aprovechamiento ideológico de su ascendencia anglosajona, que le dotó de justificación moral para ejercer una dominación efectiva desde las bases ideológicas del capitalismo. Su maquinaria industrial dependía del correcto ejercicio de esta hegemonía, al requerir de un flujo imparable de materias primas, mano de obra y mercados dispuestos a consumir sus excedentes productivos, que podían ser amenazados por gobiernos nacionalistas, izquierdistas o potencias rivales.
Del mercado interno al comercio internacional
Luego del fin de la guerra de secesión estadounidense, se presentó un aumento desmesurado en la producción industrial y agrícola en el país, que pasó a cubrir una demanda interna creciente debido a aspectos que van desde la colonización del Oeste, la construcción de infraestructuras, hasta la implementación de nuevas tecnologías. Desde el inicio su economía no dependió demasiado de naciones extranjeras, salvo tal vez del ingreso de algunas materias primas. Pese a esto, a finales del siglo XIX se temía que la súper productividad de las fábricas y fincas, no pudiese venderse recurriendo únicamente al gigantesco mercado doméstico, obligando a los políticos y empresarios a mirar hacia afuera.
En esta atmósfera de cambio surgieron teorías como las de Frederick Jackson Turner, quien afirmó que la particularidad del pueblo estadounidense se fundamentaba en la existencia de tierras sin colonizar en las que podía respaldarse el desarrollo del país (Turner 1987). El modo de vida americano pasó a sustentarse en la posibilidad de anexionar fronteras al territorio nacional, por lo que la culminación de la conquista del Oeste amenazaba con anular su espíritu emprendedor.
Se comenzó a pensar en la inevitabilidad de buscar alternativas de expansión que mantuviesen la tan querida superioridad norteamericana. Políticos como Brooks Adams publicaron ideas acerca de la ley de la civilización y la decadencia, donde se esbozaba el hecho de que sólo “la expansión podía restituir las reservas de energía que el país necesitaba” (Jiménez 2006: 81). A su vez, se presentó un cambio de filosofía que modificaría tradiciones políticas entre las que se encuentra la Doctrina Monroe, que pasó de una función defensiva a un Corolario Roosevelt cuya meta era servir de instrumento justificativo de la intervención estadounidense en América Latina.
Obras como la de Alfred Thayer Mahan “Influencia del poder marítimo en la Historia, 1660-1783” (Thayer 1890), comenzaron a tener una gran influencia al defender la tesis de que el auge y caída de todos los imperios del pasado, podía analizarse a través del dominio que ejercían en los mares, argumento que tuvo una acogida y repercusión absoluta dentro de los Estados Unidos, pero también en las principales naciones europeas.
En pocos años este texto logró influir en la política interior norteamericana, que fijó su objetivo en la construcción de una fuerte marina mercante y de guerra, respaldada por la posesión de plazas estratégicas alrededor del mundo. Para el almirante, la carencia de enclaves coloniales o militares en el exterior, se traduciría en que los barcos de guerra en una situación de conflicto no serían más que pájaros terrestres, incapaces de volar lejos de sus propias costas. Poseer lugares de aprovisionamiento donde los barcos pudiesen realizar escala, ser reparados y abastecerse de carbón, municiones y hombres, sería una tarea urgente para cualquier gobierno que se propusiera consolidar el poder nacional en el mar.
Rápidamente la mayor parte de la opinión pública guiada por los medios de comunicación, se manifestó favorable a las posturas de los llamados imperialistas y sus máximas intelectuales derivadas del darwinismo social y de obras como las del almirante Mahan, que divulgaban las necesidades estratégicas de la expansión. Sectores productivos entre los que se podrían mencionar empresarios y agricultores, al poseer grandes inversiones e intereses en el exterior y después de un periodo inicial de escepticismo, terminaron por aceptar estas doctrinas intentando tomar partida de las campañas intervencionistas emprendidas por el Estado.
Cuestión que preparó el escenario para que los grandes gremios económicos presionaran al gobierno para cambiar las políticas comerciales, en pos de propiciar la apertura de mercados en ultramar en un esfuerzo que no siempre podía ser llevado a cabo con acciones pacíficas o diplomáticas. De modo que el deseo de tener las Puertas Abiertas en China y monopolizar los mercados latinoamericanos, inscribió activamente a los Estados Unidos en la política y el gobierno mundial, aumentando sus exportaciones siete veces entre 1860 y 1914 pero siendo poco el abandono de su tradición proteccionista.
Tras el boom del capital financiero progresivamente se fortaleció la posición interna y externa de los Estados Unidos, quien no redujo su influencia sobre la industria, el comercio y los transportes, al tiempo que diversificó sus intereses con la actuación de sus multinacionales y proyectos de carácter global entre los que se encuentran: La construcción del Canal de Suez en 1869, el Canal de Panamá y la exportación de capital a los países del tercer mundo, bajo la forma de la inversión productiva y de préstamo. Su política exterior se empezó a concentrar en una propagación del capitalismo industrial y financiero, que conllevó el emprendimiento de expediciones de intervención y persuasión que terminaron entre otros con el modelo semifeudal japonés (Reyes, 2004).
Periodistas como W. T. Stead hablaban en 1902 de la americanización del mundo, mientras que el Káiser Guillermo y otros líderes europeos, señalaban la necesidad imperante de establecer un frente común en contra del desleal coloso comercial al otro lado del Atlántico (Kennedy, 2006). Poder industrial y comercio global agresivo se combinaron con una actividad diplomática mucho más intensa semejante a la Welpolitik alemana, que rodeaba a Norteamérica de un aura moral que la distinguía de todos los pueblos de la Tierra y otorgaba a su política exterior una condición superior a la europea. Así mismo, argumentos extraídos del socialdarwinismo y teorías raciales, apoyaban sus intervenciones en países a los que consideraba bárbaros que podía y aun debía civilizar.
Uno de los primeros desafíos estadounidenses al imperialismo europeo fue la Guerra Hispano-estadounidense en 1898, cuyas consecuencias abarcaron el fin de la España Imperial con la perdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas y la perturbación de las relaciones interamericanas, a causa de un viro en la percepción de los países latinoamericanos hacia el titán del norte al que consideraban imparable.
Ahora no se le daba el carácter de hermano mayor protector, al observar en su poderío una amenaza latente para las soberanías nacionales del continente. Aun así, este hecho no bastaría para ascender a EE.UU. al nivel de potencia mundial, por lo que habría que esperar a su entrada en la Primera Guerra Mundial para confirmar la consolidación del país en una potencia no solo económica sino también militar, capaz de enfrentar a los antiguos poderes imperialistas.
Con respecto a su otrora metrópolis, las contramedidas más importantes de Estados Unidos consistieron en generar lo que se dio en llamar Doctrina Monroe y Destino Manifiesto, en un intento de reemplazar la pax británica y su imperialismo liberal basado en el control de las rutas de comercio marítimas, por una hegemonía continental a la americana (Lorusso, 2007). Para Alain Rouquié, en su libro “América latina: introducción al extremo occidente” (Rouquié 1989), la relación entre Estados Unidos y América Latina, encarnó el ocaso del mundo liberal pero también de la hegemonía británica, al permitir a la creciente nación convertir al Caribe en su patio trasero con los enormes beneficios que esto había significado para las potencias coloniales de Europa durante siglos.
La instauración de una especie de mare nostrum similar al Mediterráneo, otorgó un comercio casi exclusivo a Estados Unidos con un continente completo y reforzó sus ideas de excepcionalidad y destino. Igualmente su expansión por el Pacifico culminó de forma exitosa cuando se garantizó la política de Puerta Abierta en China, aunada al corolario de Theodore Roosevelt de la política del “gran garrote”, usada para justificar ideológicamente la intervención norteamericana en América Latina. Modelo que se combinaba con la “diplomacia del dólar”, con la cual el gobierno asumió la responsabilidad de proteger las compañías que operaban en el extranjero, y ejerció un escrupuloso control sobre los gobiernos americanos financieramente “irresponsables”.
Por estas razones, Estados Unidos se dirigía a paso firme a convertirse junto con Japón en una de las grandes potencias extraeuropeas emergentes a comienzos del siglo XX, pues mientras el sistema europeo se hacía cada vez más global la preponderancia internacional de sus países decaía o era enfrentada por nuevas fuerzas en acenso.
Con todo, considerando la posición de Norteamérica desde un punto de vista político-estratégico, su presencia estaba muy reducida al continente americano y a ciertas posiciones en el Pacífico que aún no dejaban ver la importancia arrolladora que tendría en el futuro (Islas Hawái y el archipiélago filipino, adquiridos ambos en 1898).
Primera Guerra Mundial, Estados Unidos una potencia a tener en cuenta
La Primera Guerra Mundial fue un acontecimiento histórico sin precedentes en la historia de la humanidad, que marcó el inicio de una nueva forma de concebir la política y diplomacia internacional al derribar los últimos cimientos que mantenían erguidas a las entidades políticas de Antigua Régimen.
En el transcurso de cuatro años y medio sangrientos, las pérdidas humanas y económicas habían superado las que anteriormente se produjeron en las constantes luchas por la soberanía en Europa. Ocho millones de hombres muertos, siete millones con incapacidades permanentes y quince con heridas de distintos niveles de gravedad, generaban un panorama escalofriante para unas naciones arruinadas por el esfuerzo de guerra (Kennedy 2006: 432).
Situación agravada por los severos daños a sus infraestructuras civiles, viales e industriales, además del endeudamiento excesivo con potencias extranjeras que proporcionaron el capital que movilizó a sociedades enteras a tierra de nadie. Al concluir, la guerra había costado al Viejo Continente unos 260 mil millones de dólares, que según expertos equivaldría a “casi seis veces y media la suma de todas las deudas nacionales acumuladas en el mundo desde final del siglo XVIII hasta la víspera de la Primera Guerra Mundial” (Kennedy 2006: 432).
¿Pero cómo se iba a pagar esta desmesurada cantidad de deuda?, cuestión más que complicada si se tiene en cuenta que la producción manufacturera mundial, había decrecido a un tercio de lo que era antes de la Gran Guerra. Países como la Unión Soviética contaban con tan solo un 13 % de su capacidad industrial preliminar; mientras que Alemania, Francia, Bélgica o la mayoría de Europa del Este conservaban el 30 % (Kennedy 2006: 433).
No obstante, a pesar de la deprimente exposición de datos arrojados, la guerra siempre tiene una doble cara en donde el declive de unos se traduce en el beneficio de otros. En términos políticos y económicos, muchas naciones alrededor del mundo obtuvieron grandes réditos del comercio y la influencia que significaba la dependencia de Europa a las mercancías y capitales extranjeros.
Aquellas naciones cuyo auge tecnológico se encontraba mejor posicionado dispararon su industria a niveles inusitados, atendiendo a la inacabable necesidad de bienes que implicó el conflicto y la reconstrucción del continente. Estados Unidos, Canadá, Australia, Sudáfrica, India y partes de América del Sur, observaron sus economías crecer aceleradamente por la demanda de mercancía de los vencidos y victoriosos de una guerra de desgaste, siendo la consecuencia más marcada para Europa el traslado de las fuentes de hegemonía (industria, comercio y centros financieros) a potencias emergentes.
La aparición de la Sociedad de Naciones fue otra de las innovaciones vitales para entender el periodo de entre guerras, en su seno se confió la resolución pacífica de los conflictos entre las grandes potencias en el futuro. Sin embargo, el aislacionismo de los Estados Unidos, la infravaloración de los japoneses, la negativa de Francia de aceptar a Alemania en esta instancia internacional y el caos en la Unión Soviética, redujeron sus esfuerzos a un ir y venir de los intereses anglo-franceses que no siempre eran concordantes. Contexto que de manera artificial permitía pensar que el centro del mundo aun giraba alrededor de Europa, pero que no podía ocultar el hecho de que Estados Unidos desempeñaba un rol determinante en cualquier decisión de carácter planetario.
En paralelo con las alianzas militares se intensificó una ardua diplomacia financiera, tendiente a solucionar las complejas dinámicas derivadas de las compensaciones de guerra y las deudas nacionales de todos los países implicados en la guerra. El protagonista de esta actividad diplomática sin duda fue Estados Unidos, quien para 1918 se había convertido en el mayor prestamista mundial y que ahora deseaba recuperar su dinero.
Compromisos financieros como el plan Dawes en 1924, Locanto en 1925 o Young en 1929, intentaron mitigar el descontento y la inestabilidad que trajo consigo la deuda externa, pero no detuvieron la degradación de la vida cotidiana que sufrieron las masas europeas y que permitió el ascenso de corrientes fascistas y nacionalistas en la entre guerra. Con el fin de las hostilidades y la progresiva reconstrucción de la vida civil y productiva, se presentó un problema aún más importante que el declive de la producción europea.
Ahora, sectores competitivos como los astilleros, la agricultura o los bienes manufacturados, se encontraban con un exceso de oferta tras la recuperación de algunos sectores económicos en Europa. En un momento dado, hubo demasiados amarraderos navales con respecto a la demanda requerida, el acero sufría reducciones dramáticas en su precio y la agricultura se direccionaba a una competencia de precios que le haría perder cualquier beneficio considerable.
Es crucial hacer referencia a estos problemas económicos, porque muy rápidamente se convirtieron en problemas políticos de una complejidad nunca antes vista. A excepción de Gran Bretaña y Estados Unidos todos los países implicados en la conflagración, recurrieron a la deuda en vez de a los impuestos para financiar la guerra, creyendo que sería el perdedor quien asumiría la totalidad de los créditos más los costos de reconstrucción, como le había sucedido a Francia en 1871.
Aun con su tendencia al aislacionismo, es innegable que las finanzas del mundo se habían desplazado de forma natural a Estados Unidos entre 1914 y 1919, a causa del formidable aumento de la deuda internacional que posicionó a este país como el más grande acreedor del planeta. Argumento que quedó comprobado con el crack del 29 y la crisis del Wall Street, donde los préstamos norteamericanos se redujeron al mínimo desencadenando una quiebra masiva vinculada con la falta de capital que degeneró en un decrecimiento de la inversión y el consumo.
Menos demanda en los países industrializados significó una desgracia para los productores de materias primas, quienes intentaron aumentar la oferta para rebajar los precios, haciendo imposible equilibrar los costos entre bienes primarios y manufacturados, privando a los países menos desarrollados de la posibilidad de adquirir estas costosas mercancías. Evento que demostró que cualquier suceso dentro de Estados Unidos repercutiría en todos los rincones del planeta.
Una política internacional a la estadounidense - Wilson y sus catorce puntos
Llegada la Primera Guerra Mundial el presidente Wilson retomó el aura de excepcionalismo moral estadounidense, adjudicando los males de Europa a su política de equilibrio de poder implementada desde hace siglos, inculcando la firme creencia de que Estados Unidos estaba encargado de promover valores que demostraran la posibilidad de otras vías para la resolución de conflictos internacionales
Al ser acreedor y sostén de la economía europea, Estados Unidos poseía una capacidad de intervención enorme, pero debido a la tradición de no inmiscuirse en los asuntos europeos optó por practicar su poder solo en ocasiones excepcionales. No obstante, los peligros de una Tercera Guerra Mundial o la expansión desmesurada del comunismo, provocaron más tarde que su política se direccionase hacia una función tutelar del mundo, que lo posicionó como una de las dos superpotencias emergidas después de 1945.
La guerra demostró que Estados Unidos podría seguir sus propios planes con independencia de lo que pensaran sus principales aliados, asunto que quedó plasmado en el discurso de enero de 1918 cuando el presidente Wilson hizo públicos sus catorce puntos. En general, seis de los puntos contenían criterios ideológicos o morales propios de los estadounidenses, siendo los más importantes la condena de la diplomacia secreta, libertad de navegación, igualdad de oportunidades para todos los países en el comercio internacional, reducción de armamentos, derecho a la autodeterminación y la creación de una liga de naciones que garantizase la seguridad colectiva.
Su concepto de Liga de las Naciones era el de una organización que actuase como una “fuerza moral organizada de los hombres a lo largo y ancho del mundo” (Jiménez 2006: 126). Pero la meta de Wilson no se cumpliría al menos en relación con la participación de los Estados Unidos en la Sociedad de Naciones o el Tratado de Versalles, de los cuales el país se retiró en 1920 rechazando las limitaciones y planes que estos decretasen. Ahora bien, para no perder de forma absoluta su presencia internacional se enfatizó en amplios programas de cooperación y expansión cultural, que imprimieron una inaugural oleada de fuerte americanización.
Aun así, el aislacionismo no pudo ser mantenido durante mucho tiempo debido a las crecientes tenciones en Medio Oriente, Alemania, el sur de África y Europa del Este, que implantaban cada vez más en la mente de los dirigentes estadounidenses la creencia de que los europeos no eran capaces de mantener la paz por sí mismos.
Sin importar el limitado alcance de la participación de Estados Unidos en el ámbito internacional después de la Primera Guerra Mundial, este periodo significó un punto de inflexión en el cual se perfiló a sí mismo como el encargado de defender y expandir por el mundo los ideales que habían construido a lo largo de su consolidación nacional.
En este orden de ideas, la transición de Estados Unidos a la Segunda Guerra Mundial estuvo enmarcada por el debate entre aislacionistas e intervencionistas. Los primeros abogaban por mantenerse al margen de todo asunto extracontinental, valiéndose de la gigantesca distancia oceánica que separa a América de cualquier enemigo potencial.
En contraposición los segundos veían la participación en los asuntos internacionales y en especial en las relaciones de poder, como la mejor manera de mantener los logros conseguidos en Latinoamérica y el Caribe, afianzando su condición de potencia regional y evitando cualquier injerencia extranjera procedente de Europa o Asia.
Hegemonía y expansión económica Norteamericana en Latinoamérica
Finalizada la Guerra Civil norteamericana en los años comprendidos entre 1865-1914, Estados Unidos atestiguó un incremento inusitado en su producción hasta 1929, la cual superó por mucho el de las mayores potencias industriales del mundo y convirtiéndose en la primera potencia de este tipo. Un despliegue económico sin parangón trajo consigo la necesidad de explotar recursos naturales aceleradamente, teniendo que recurrir a otros países para abastecerse de lo que el suelo propio no podía proveer. Se inició entonces, una carrera desbordada por ampliar los mercados internacionales a disposición, por lo que una avalancha de empresarios norteamericanos se dirigió a diferentes partes del mundo y en especial a Latinoamérica.
Hábilmente las intervenciones de Estados Unidos en América Latina durante el siglo XX, se justificaron en una ampliación de la doctrina Monroe a través del corolario Roosevelt, que legitimaba una agresiva política de control de lo que consideraba su esfera de influencia natural. La inestabilidad de los países del Sur del continente era uno de los aspectos más perseguidos por los estadounidenses, que veían en la actitud revolucionaria de la América Latina un serio peligro.
Esto quedó patente en 1901 luego de la Guerra Hispano-Estadounidense que concluyó con la independencia cubana de España, donde se produjo una enorme presión por parte del gobierno de los Estados Unidos, que se negó a retirar sus topas hasta firmar un tratado que asegurara sus intereses y que se vio reflejado en la llamada Enmienda Platt que se insertó en la constitución de Cuba. En ella, los norteamericanos se adjudicaban el derecho de intervenir en los asuntos cubanos cada vez que estimara conveniente, junto al arrendamiento a perpetuidad de un pedazo de su territorio para el uso de la Marina de Guerra estadounidense (la Base Naval de Guantánamo) (Muñoz 2001).
Una vez controlados los mares, el siguiente paso consistió en vigilar la importación y exportación de productos al continente, con miras a desalojar el capital británico del territorio americano. Así, en un discurso pronunciado en Nueva York en el año 1900, el próximamente presidente estadounidense Theodore Roosevelt, utilizaría una expresión que representaría toda una época de las relaciones con Sur América: “Habla suave, y lleva un gran garrote”.
Actividades económicas como la explotación petrolera tomaron una preminencia especial en la política exterior, a tal punto que el presidente Harding en 1920 aseverase que: "llegará el día en que la hegemonía mundial pertenezca a la nación que posea petróleo y sus derivados" (Quevedo 1996: 347). En paralelo a estas declaraciones, John D. Rockefeller (1839-1937) consolidaba el más grande trust petrolero del mundo, la Standard Oil Company, dominando la comercialización del petróleo, las compañías ferrocarrileras y trasportadoras terrestres encargadas de distribuir el crudo, monopolizando el 95% del mercado mundial (Quevedo 1996 :347).
Ahora bien, la expansión internacional de estas empresas traía consigo el problema de asegurar sus intereses, en países cuyo común denominador era la inestabilidad política o que poseían niveles abismales de inconformidad producto de la actividad de las multinacionales. Po lo que en los años treinta y cuarenta cuando Europa se precipitaba a una nueva guerra, ciertos sectores del gobierno y la industria norteamericana optaron por una nueva relación con los países del continente, basada en un multilateralismo respaldado por la Sociedad de Naciones.
Con esto, se intentó establecer una dinámica de relaciones triangulares con los gobiernos latinoamericanos y los organismos técnicos de la Sociedad de Naciones, que reconciliara hegemonía regional y multilateralismo. De modo que se reconfiguró el intervencionismo en la zona, dotándolo de una cara amable según la política del Buen Vecino de Roosevelt donde se contemplaba una visión de orden global y no sólo un anhelo de hegemonía en el hemisferio occidental. Lo que en otras palabras buscó concretar los postulados wilsonianios de moldear el gobierno del mundo siguiendo el modelo estadounidense.
Este giro en las relaciones con Estados Unidos dio mayor participación a los países latinoamericanos en las políticas continentales, pero este cambio en su política exterior no respondía solo a normalizar los vínculos con los demás Estados, sino que se concebía como un amplio ensayo que le permitiría a Estados Unidos obtener la experiencia necesaria para liderar la reforma de una gobernabilidad global tras la Segunda Guerra Mundial.
En cierto modo, podría decirse que la reinvención de la Sociedad de Naciones dirigida a establecer un nuevo orden internacional que rigiera después de la segunda posguerra, se emprendió primeramente en América Latina al convencerla de la legitimidad y beneficios de las instituciones internacionales. Tarea que se llevó a cabo a través de proyectos de sanidad, educación, financiación, control de plagas y epidemias, entre otras labores sociales encabezadas por la Fundación Rockefeller, la Organización de Salud de la Sociedad de Naciones y los gobiernos latinoamericanos (Román 2015).
No hay que subestimar los alcances de este cambio, pues hasta entonces las relaciones entre Estados Unidos y Latinoamérica se basaban en la desconfianza, la agresividad y la intervención financiera. A partir de 1920, la diplomacia tomó matices mucho más complejos debido a que el comercio de materias primas se había vuelto inestable, cuestión que se combinó con el hecho de que Estados Unidos se convirtió en el principal socio comercial de la región, aglomerando el 34% de las exportaciones y el 38% de las importaciones en 1929 (Román 2015: 5).
El capital Europeo en América Latina había caído vertiginosamente desde la Primera Guerra Mundial al punto de cesar en la década de 1920, mientras las inversiones norteamericanas se multiplicaron. Prueba de esto es que entre 1913 y 1926, las inversiones estadounidenses pasaron de “1.276 millones de dólares a 5.370” (Román 2015: 5).
Dicho periodo estuvo acompañado de la diplomacia del dólar, donde se presentaron fluctuaciones de bonanzas acompañadas de episodios de corrupción y sobornos. La hegemonía económica se evidenció en la influencia de Estados Unidos a la hora de elaborar políticas financieras, pues de no ser aceptadas las condiciones ofrecidas seria negada toda petición de financiación para los gobiernos latinoamericanos, aumentando su dependencia económica pero insertándolos en el sistema internacional.
En consecuencia, los años veinte estuvieron dedicados a la americanización de Latinoamérica, la profundización de las conexiones económicas entre el Sur y el Norte, crear una imagen favorable del sueño americano mediante el cine y en concreto a mantener y aumentar la hegemonía estadounidense en el continente.
CONCLUSIONES
Las relaciones entre Estados Unidos y América Latina, han evolucionado conforme el sistema mundial ha modificado las formas en que los países entablan y resuelven sus intereses, interacciones y diferencias. Por esta razón, habría que comenzar a realizar análisis que no se reduzcan a interpretaciones antimperialistas que limiten el área de indagación a ciertas problemáticas, que si bien son de vital importancia, no contienen la totalidad de la verdad o constriñen la visión acerca de la construcción de una geopolítica latinoamericana.
Es importante resaltar que las negociaciones entre las potencias y los países en vía de desarrollo, han pasado en los últimos años por una dinámica de consenso que responde a ciertos valores morales, políticos, económicos y culturales, introducidos en una normativa estructural que permite establecer cierto equilibrio de compromisos.
Progresivamente se han implementado una especie de reglas de juego que condicionan la acción hegemónica, obligándola a buscar alternativas de negociación que ofrecen cierto espacio de acción a las demás naciones. La nueva hegemonía se podría explicar en términos de una combinación de fuerza y consenso, pudiendo adquirir grados variables de dominio conforme se encadenen coincidencias de intereses o principios básicos mutuos.
En este sentido, todo país necesita entablar relaciones con el mundo para asegurar su prosperidad y seguridad, cuestión que toma protagonismo cuando la política exterior actúa o reacciona frente a estímulos o amenazas, momento en que la potencia hegemónica podría presionar a sus Estados subordinados para movilizarse de acuerdo a la situación. No obstante, esta cooperación implica que dichas naciones tendrían un papel específico dentro de la política internacional y podrían exigir beneficios relativos a la misma (García 1993).
Por lo tanto la hegemonía se manifiesta no solo en las relaciones de poder entre un Estado todopoderoso y otro débil, cuya principal característica es estar parcial o totalmente subordinado a los intereses del primero, sino en una diplomacia dentro de la que otros pueblos pueden mediar las intenciones de las potencias a través de los organismos del sistema político internacional donde pueden denunciar y hasta frenar los abusos cometidos.
Por otra parte, si este recurso no resulta ser suficiente la libre asociación con otra potencia, es siempre una opción para modificar la política exterior de un país que sea hábil para aprovechar sus riquezas e importancia estratégica. La autonomía no puede ser traducida como aislacionismo en el mundo moderno, pero al mismo tiempo la hegemonía tendría que reconceptualizarse para adaptarla al cambio constante que se produce en las formas y conceptos que rigen la política internacional.
El hecho de que Estados Unidos mantuviera durante tantos años un aislacionismo relativo mientras consolidaba su dominio sobre el continente Americano, demuestra que tal como lo dice Gasset en su libro “España Invertebrada” (2006), cualquier política que se dirija solo hacia el interior es una política de poca monta, al no entender que es el desarrollo que un país tenga a nivel internacional, lo que determina el alcance que este tendrá para implantar y sustentar por ejemplo un estado de bienestar sostenible.
América Latina fue uno de los primeros escenarios donde las instancias internacionales extendieron su influencia, trayendo consigo diferentes niveles de beneficios y desventajas producto no solo de la ambición extranjera, sino de la incapacidad de los gobiernos de elaborar fuertes bloques negociadores, tendientes a participar de las instancias internacionales en una mejor posición.
En perspectiva, casi todos los países europeos y asiáticos sufrieron de igual manera el peso de la hegemonía, la deuda, el intervencionismo y el imperialismo de alguna potencia. Basta observar las cifras acerca de la deuda contraída con Estados Unidos por parte de Francia, Alemania, Japón, etc., sin embargo, muchos de estos países se encuentran hoy en condiciones materiales y económicas favorables, debido a su capacidad de adaptación e inserción en la política y economía internacional