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Iuris Dictio

versión On-line ISSN 2528-7834versión impresa ISSN 1390-6402

Iuris Dictio  no.33 Quito ene./jun. 2024

https://doi.org/10.18272/iu.i33.3185 

Articles

Nudos feministas en la experiencia chilena para repensar la seguridad, la justicia y el antipunitivismo

Feminist nodes in the Chilean experience for rethinking over-security, justice and antipunitivism

María Ignacia Ibarra E.1 
http://orcid.org/0000-0002-4876-3184

Sofía Esther Brito V.2 
http://orcid.org/0009-0004-7999-1464

1 Universidad Autónoma, Santiago de Chile, Chile mariaignaciaibarrae@gmail.com

2 Universidad de Chile, Santiago de Chile, Chile sofia.brito@derecho.uchile.cl


Resumen

El presente artículo interroga la relación entre justicia y castigo desde los feminismos antipunitivistas en el escenario de una creciente agenda de seguridad. Nos proponemos poner en tensión el reconocimiento punitivo como modo de hacer visibles las diversas violencias de género en los movimientos feministas chilenos de los últimos años. Para ello analizamos la problemática del “espacio seguro” como lugar libre de conflicto; la experiencia de victimización como modo de subjetivación/identificación feminista; y analizamos cómo las agendas de seguridad y justicia se tradujeron en los fallidos procesos constituyentes recientes ocurridos en Chile, sobre todo en el tránsito de una propuesta de Constitución feminista y plurinacional a una criminalizadora y securitista.

Palabras clave: Seguridad; Feminismos; Interseccionalidad; Antipunitivismo; Justicia

Abstract

This article interrogates the relationship between justice and punishment from antipunitivist feminisms in the scenario of a growing security agenda. We propose to put in tension the punitive recognition as a way of making visible the diverse gender violence in the Chilean feminist movements of the last years. To this end, we analyse the problematic of the “safe space” as a place free of conflict, the experience of victimization as a mode of feminist subjectivation/identification; and we analyse how the security and justice agendas were translated into the recent unsuccessful constituent processes in Chile, especially in the transition from a feminist and plurinational Constitution proposal to a criminalizing and securitizing one.

Keywords: Safety; Feminisms; Intersectionality; Antipunitivism; Justice

Introducción: nuestras dificultades ante el reconocimiento punitivo

Desde diversos movimientos que se convocan en la resonancia del movimiento Ni una menos en América Latina, la violencia de género comienza a ser un tema de preocupación pública desde una perspectiva que interroga su naturalización histórica. La recurrente frase avisa cuando llegues pasa de un mensaje de sentido común entre amigas, familiares, compañeras que harán un trayecto solas, a una denuncia y medida de cuidado comunitario frente a una potencial situación de violencia contra mujeres y disidencias.

De algún modo, los feminismos permitieron poner nombre a algunos miedos relacionados con nuestros dolores: ¿Acaso es natural morir por el solo hecho de ser mujeres o por poseer cuerpos fuera de los moldes normativos? ¿Somos todas las mujeres víctimas de violencia o también podemos ser victimarias? ¿Qué modos tenemos de graficar estas afectaciones, daños y violencias?

La representación de la violencia de género como un termómetro que mide el tránsito de los micromachismos hasta los feminicidios como una cuestión de grados, y la violencia cruenta como la “punta del iceberg” del sistema patriarcal, nos han permitido reconocer la estructuralidad del problema de la violencia de género en intersección con otros sistemas de opresión; y, sus cimientos en diferentes expresiones de abusos de poder en razón de género, que la anestesia social frente a las muerte de mujeres, disidencias y personas racializadas nos leía como “vidas que no importan” .

En las relaciones de pareja, la imagen del “círculo de la violencia” se refiere a la reiteración de patrones de forma cíclica, un “círculo vicioso”. Estas imágenes graduales nos han hecho entender la violencia de género a nivel de las luchas políticas como un todo, como la configuración de una estructura. Sin embargo, a nivel de nuestros modos de pensar caminos de salida y formas justas de resolver los conflictos pareciera ser que dicha apelación a la estructuralidad todavía se nos enreda.

Los nudos feministas del reconocimiento punitivo también se urden en esta noción de la violencia de género experimentada como una cuestión de grados que puede aumentar “como una fiebre que debe controlarse a tiempo”. La igualación de la gravedad de “todas las violencias” como consecuencia de la lectura de una conducta como escalada o antesala de otras peores; la pregunta por otros mecanismos de resolución de conflictos, más allá de la exclusión y el realzamiento del poder punitivo del Estado que se basen en la reparación y la potencia de transformación; y, los estereotipos que se asientan sobre nuestras experiencias de victimización y potencial criminógeno, son algunos de los hilos que se tensan.

Sabemos que el reconocimiento de estas violencias, a través de leyes y sentencias que abordan algún aspecto de su dimensión de género, ha sido una respuesta que otorga un cierto alivio a la sensación de indignación por aquellas que ya no están y quienes hemos sufrido, en alguno de sus grados, la posición de sujeción en que nos pone el sistema patriarcal. Sin embargo, sospechamos que la necesidad de activar este reconocimiento punitivo, así como los actos de denuncia, scratch, escrache o funa (que en lengua mapudungun significa “podrido”, por lo que el acto de funar sería podrir) responden más a un síntoma que a una respuesta: la consigna “si no hay justicia, hay funa” se presenta en un contexto donde mujeres y disidencias hemos estado desprovistas de instrumentos de justicia institucional. Así, la matriz jurídica en que nos situamos, considera la experiencia masculina, blanca y heterosexual como universal y neutral (Young, 1990) quedando todo lo demás fuera y excluido.

En la lógica de la urgencia, hemos generado una doble punición que nos afecta nuevamente: el conflicto se expande y repercute en el quiebre de espacios colectivos: familias, organizaciones, u otros tejidos. Se generan divisiones y no sabemos cómo actuar; usualmente, excluimos a los victimarios y perdemos vínculos cuando no sabemos cómo gestionar sus violencias, o bien, sacando los afectos de la ecuación, porque ¿podemos mantener una relación afectiva con una persona que ha sido agresora? ¿Qué tipo de reparación de justicia nos permitiría desprendernos de la sensación de que el único modo de enfrentar el daño y las violencias es a través del castigo? Solemos aludir también a la lentitud de los cambios culturales, a la impotencia de delinear otros modos de producción más allá del capitalismo colonial. Y es que, como señala Ileana Arduino (2022), el punitivismo es un modo de organizar nuestro pensamiento. La idea negativa sobre el conflicto nos sitúa en el castigo como una respuesta cómoda, conocida, pero ¿en qué medida el castigo funciona como reparación del daño?

Por su parte, las nociones de patriarcado, clase y raza, sus imbricaciones e interseccionalidades nos llaman a mirar la estructuralidad del problema de la violencia de género, como conflicto que requiere otros modos de acción. Otros modos que permitan a lo menos cuestionar nuestros repertorios clásicos de respuesta. Las afectaciones ocurren en la vida íntima, en nuestros propios cuerpos y su memoria, pero repercuten en las dinámicas comunitarias de las que formamos parte. La activación de los movimientos feministas para demandar leyes penales y actuaciones de las burocracias judiciales podría presentarse como contradictorio, dada la posición de desigualdad en que el derecho penal nos ha situado históricamente, tanto desde el lugar de víctimas como de responsables criminales. Pensar que el sistema penal pudiese atender a la inequidad económica y social que crea y recrea la violencia, sería no considerar su andamiaje institucional como tecnología de poder. “La relación entre las mujeres y el derecho es una relación controvertida y difícil. Más difícil aún es la relación entre feminismo, como movimiento y horizonte de pensamiento, y el derecho penal”, señala Tamar Pitch (2009). Pero ¿qué otros mecanismos extrainstitucionales y qué otros modos podríamos implementar desde las instituciones?

La pregunta por el sistema penal y su esquema de víctimas y victimarios como forma adecuada para pensar y resolver conflictos (Tamar Pitch, 2018), nos resuena en tiempos donde la llamada “crisis de seguridad” articula nuevos modos de fortalecimiento del poder punitivo del Estado, consolidando mayores atribuciones para las policías, el aumento de las penas y nuevos tipos penales. Nos preguntamos si la prohibición de aquello que consideramos indeseable o ilegítimo es -en todos los casos- la mejor alternativa. ¿Qué sucede con el potencial simbólico del sistema penal cuando este es echado a rodar, y los efectos prácticos de las intervenciones que se animan en esa lógica? ¿Qué grillas de inteligibilidad produce sobre los conflictos y las relaciones? Lo penal, entonces, ¿es una forma de pensar el conflicto, una herramienta o ambas?

Para Diana Maffia y Felicitas Rossi (2016), el reconocimiento punitivo es una toma de posición desde el derecho internacional de los derechos humanos, en especial, las interpretaciones de la Convención Belém do Pará que plantean la prohibición de aplicar mecanismos alternativos de resolución de conflictos para estos casos. Su postura es que la violencia de género requiere de políticas integrales para su combate, pero cuando una mujer llega a la justicia penal es porque el Estado ya incumplió su deber de prevención. Las autoras son conscientes de que la persecución penal no resuelve la problemática de fondo, pero consideran que con la publicidad de los juicios se da un mensaje a la sociedad sobre la importancia de proteger la vida de las mujeres. En esta línea, se da cuenta de la importancia estructurante que tiene la cárcel en nuestro modo de pensar aquellas violencias intolerables. Quizás se nos presenta como autoevidente el paso al sistema penal, cuando históricamente la violencia de género ha sido excluida de los conflictos de relevancia pública por presentarse como un asunto privado. El punitivismo aparece efectivamente como la herramienta más a la mano para generar impacto y dar cuenta de la gravedad de ciertas conductas, de ciertos daños.

¿Cómo abordamos las contradicciones de luchar por el fin del sistema penal y apelar a su activación cuando estamos en una situación de violencia? ¿Cómo pensamos mecanismos que reconozcan las diferencias entre los diversos tipos de daño, contextos, abusos de poder, sin homogeneizar la experiencia de quienes lo sufren, ni de quienes perpetran dichos actos?

Nos proponemos explorar algunos matices en aquellos nudos feministas que conjugan el trinomio seguridad, justicia y castigo como modo de respuesta ante la violencia de género. En primer lugar, abordamos la instalación de la seguridad como urgencia primaria en las agendas y la configuración del “espacio seguro” como lugar “libre de violencia”; luego, intentamos tensionar la categoría de víctimas como marco de acción política; y, para finalizar, nos situamos en el trazado de los movimientos feministas en los fallidos procesos constituyentes recientes en Chile.

Más allá del espacio seguro

Los estudios feministas de la seguridad, como señala July Fajardo, problematizan que se asuma la experiencia masculina como la norma y se ignore el género en el desarrollo de las guerras y las instituciones militares (2023). Estas instituciones se construyen sobre una jerarquización de la experiencia blanca, masculina y heterosexual. Así, la definición de seguridad ciudadana del PNUD articula esta experiencia neutralizada, como:

El proceso de establecer, fortalecer y proteger el orden civil democrático, eliminando las amenazas de violencia en la población y permitiendo una coexistencia segura y pacífica. Se le considera un bien público e implica la salvaguarda eficaz de los derechos humanos inherentes a la persona, especialmente el derecho a la vida, la integridad personal, la inviolabilidad del domicilio y la libertad de movimiento (PNUD, 2014).

También los feminismos han cuestionado la naturalización de la seguridad como idea asociada a la protección de la indemnidad personal o “guerra contra la delincuencia”. La seguridad nació como preocupación en las políticas públicas desde la noción de “seguridad social”, en el sentido de afrontar colectivamente las eventuales dificultades de la vida a través de los recursos públicos. El giro ante los riesgos de la victimización de la delincuencia, se desarrolla en los años ochenta desde la proliferación de un gran mercado de la seguridad, a través del surgimiento de tecnologías de vigilancia y policías privadas. El peligro de considerar la seguridad “una tarea de todos”, nos dicen Loreto Quiroz y María Trebilcock, es la comprensión de una coproducción de seguridad que responsabiliza a los ciudadanos de los riesgos de su provisión. Es necesario atender a los límites de esta autogestión, considerando las desigualdades y diferencias de la experiencia del territorio, la ciudad y la violencia:

En Chile este modelo de seguridad ciudadana está en los fundamentos de los programas impulsados regularmente por el ejecutivo desde la década del 90, en colaboración con los municipios. Estos programas se han alimentado también de un desplazamiento teórico que ocurre a nivel global, a partir de la Posguerra Fría: se trata del reemplazo del discurso de la Seguridad Nacional por el de la Seguridad Ciudadana. Este desplazamiento transforma al crimen en el nuevo “enemigo del progreso” (Quiroz y Trebilcock, 2023).

La seguridad se ha consolidado como un modo de gobierno, un paradigma desde el cual se delinean las estadísticas y proyecciones del poder estatal. No es una falta de Estado, sino una articulación del poder punitivo estatal con la gestión de modos privados de autotutela. Se configura como el más alto concepto social de la sociedad civil, el concepto de policía, según el cual toda la sociedad existe únicamente para garantizar la conservación de su persona, de sus derechos y de su propiedad (Marx, 2004). Desde los feminismos, el cuestionamiento a las categorías de espacio público y privado, han llevado a interrogar las perspectivas de la seguridad desde el binomio amigo/enemigo desde la ética de los cuidados. Un paradigma alternativo de cuidados que parta del reconocimiento de nuestra vulnerabilidad e interdependencia, y que reste fuerza a la dicotomía entre fuertes y débiles, como la asociación del cuidado a una labor femenina (Leone y Caballero, 2021). Las distancias entre una esfera pública y privada, que fortalecen desde la seguridad como paradigma gubernamental, requieren para los movimientos feministas replantear aquellas distribuciones de los riesgos personales como un asunto comunitario, pero ¿cómo buscar otros modos de gestión en un momento de desvanecimiento de la lógica comunal?

La perspectiva de lo común se ha visto impugnada por la racionalidad instrumental; cuesta pensar en la cooperación y convivencia en un espacio que conforme una comunidad, porque lo comunitario es por definición antagónico al capital, aunque su producción no esté definida por éste (Gutiérrez y Salazar, 2015, p. 23) ¿Qué entendemos hoy por comunidad? Los vínculos se han vuelto frágiles, fútiles, distantes en el contexto moderno como el que hoy vivimos. Se impone un malestar cultural, se experimenta la sociedad de la exacerbación del consumo y de la extrema seguridad que me proteja del otro, porque le tememos al otro. Un terror difuso en ciudades del pánico (Vázquez, 2008). Hay una tendencia a buscar lo fácil, lo rápido; señalar lo que me afecta, pero no hacernos cargo de resolver. La responsabilidad se desplaza hacia el exterior.

El problema, entonces, de delegar la justicia hacia fuera, es decir, a los tribunales estatales, las policías y los sistemas de guardias privados, es que estos se caracterizan por reproducir asimetrías, ya sean de género, raciales y de clase que, básicamente, supeditan la probabilidad de lograr una reparación social e, incluso, reproducen la injusticia. En las prácticas carcelarias se generan violencias interseccionales, prácticas de humillación, tortura, violencia, desigualdad y discriminación, que están muy lejos de constituir espacios de resolución de los conflictos. Por eso es que la búsqueda de alternativas a este sistema multicapa es altamente desafiante y requiere una reflexión profunda. Porque no hay justicia posible si no hay un esfuerzo insistente en transformar las estructuras sociales, o como dicen María Lugones (2008) y Yuderkys Espinosa (2016), si no se erradica el sistema moderno colonial de género. Desde ahí surgen las principales opresiones que hoy se señalan como causas de las violencias y sus subsecuentes estrategias de (in)justicia. Somos convocadas, entonces, los movimientos de mujeres, disidencias, subalternidades y desde los feminismos, a construir proyectos colectivos que retomen procesos reparatorios.

La tendencia hoy es a construir nichos de seguridad, ya sea en forma de privilegios, ya sea en formas de ideologías e identidades bien establecidas y cerradas. Pero es obvio que la búsqueda de seguridad alimenta la guerra y siembra minas en el campo de batalla en que se ha convertido la realidad mundial. Frente a ello, recuperar la idea de mundo común no es una forma de escapismo utópico. Todo lo contrario. Es asumir el compromiso con una realidad que no puede ser el proyecto particular de nadie y en la que, queramos o no, estamos ya siempre implicados (Garcés, 2013, p. 14).

En esta línea, nos toca preguntarnos ¿qué prácticas securitarias se han incorporado a nuestros modos de acción desde los feminismos?, ¿es posible desactivar las fronteras de lo público y lo privado sin aludir a un “espacio seguro” como lugar exento de todo grado de conflictos o violencias?, ¿hasta qué punto un espacio seguro es también un espacio de encierro? Estas preguntas nos provocan cuestionamientos y complejizan nuestras militancias y posicionamientos, se abren hacia otras miradas de lo clásica y hegemónicamente considerado “seguro”.

¿Es el cuerpo un territorio securitizado mediante dispositivos que devienen inseguros para otres? La regulación de las violencias debe transformar la noción del castigo como práctica civilizatoria, como mecanismo que perpetúa el debate binario del feminismo hegemónico, que solo reconoce las opresiones de género, pero no aquellas que provengan de estructuras institucionales racistas o clasistas.

Por otro lado, ¿es la dinámica policial la que se busca reproducir en los espacios organizados? El lenguaje leguleyo basado en el imperio del poder coercitivo estatal, se considera el único, universal y legítimo para establecer parámetros de justicia. El punitivismo judicial instala a la seguridad blanca (o blanqueada) como el paraguas de protección, dejando de lado la complejización del resguardo y cuidado intracomunitario.

3. Preguntas incómodas sobre “ser” víctimas

El modo de reconocimiento que otorga el marco punitivista es el “ser” víctimas y reivindicar dicha condición tanto en la esfera del proceso penal como en los procesos sancionatorios de las instituciones educativas, organizaciones sociales o lugares de trabajo. Desligarnos de la condición de víctimas requiere pasar por las posibilidades y condiciones de privilegios que habilitan nuestra potencial victimización en determinados contextos: quiénes pueden ser víctimas y quiénes son reconocidos como potenciales victimarios. Las quizás inevitables asociaciones que arraigan la posibilidad de tener audiencia en el sistema penal, en la jurisprudencia de las cortes supremas o en la creación de proyectos de leyes que ocupen nuestros casos particulares como ejemplo. Nos interpelan las preguntas que plantea Clara Serra: ¿Es el dolor y el sufrimiento lo que nos autoriza a las mujeres a hablar con verdad acerca de la sociedad desigual en la que vivimos? ¿Es nuestro estatuto de víctimas lo que nos hace un sujeto político del feminismo? ¿Solo quienes padecemos y porque padecemos tenemos derecho a hablar? ¿Queremos hacer del dolor y el agravio nuestra fuente de autoridad? (Serra, 2022).

Recuperar la noción de ser parte de una trama comunitaria (Gutiérrez, 2015), -no exenta de conflictos y tensiones- nos enlaza como parte de un complejo humano difícil de gestionar, pero que es, sin embargo, donde se toman las decisiones políticas que nos incumben recíprocamente. Esta estrategia de reproducción de la vida comunitaria fomenta y reproduce la vida social en donde podemos entendernos como comunidad, donde establecemos y organizamos relaciones sociales de “compartencia” (Martínez Luna, 2014). Así, lo comunitario, subvierte la pretensión capitalista civilizatoria y moderna del individualismo, insertando a los sujetos en un tejido que tiene la capacidad en sí mismo de producir sus decisiones normativas.

Consignas como el yo te creo han puesto sobre la palestra la necesidad de reconocer la violencia de género, y la insuficiencia de la justicia estatal para afrontarla. La multiplicidad de las denuncias da cuenta de su carácter estructural, y nos llaman a tomar posición frente a la carencia y desconfianza de las instituciones judiciales. Las fases de un proceso en el que se debe probar una verdad frente a otra, obligan a moldear nuestra experiencia en completar un formulario que permita transformar el dolor en agravio jurídicamente reprochable acorde a la ley y las consideraciones de las y los jueces. Contestar preguntas en un cierto lenguaje ajeno, que otorgue una presunción de credibilidad lo suficientemente precisa como para activar esa red de escritos, notificaciones, lecturas rápidas de carpetas, resúmenes de antecedentes, pruebas, resoluciones. Sí, el patriarcado es un juez, situado en un sistema de poderes organizados por un contrato colonial y capitalista, entonces, ¿qué transformaciones son posibles? ¿Qué expectativas debemos tener frente a la maquinaria judicial? ¿Podemos confiar en que nuestro dolor sea procesado mediante los tribunales estatales para “lograr” justicia?

¿Es contradictorio luchar por el fin del sistema penal y activar el sistema penal cuando se está ante una situación de violencia? ¿Podríamos pensar en formas sociales de resolución que no impliquen el castigo, aunque reconozcan la gravedad del daño? Sabemos que la penalización no ha tenido buenos resultados, y que la amenaza de cárcel no significa un disuasivo para quienes cometen violencia de género. Vemos constantemente las consecuencias perjudiciales para muchas personas, a quienes el sistema se les vuelve en contra. La activación del andamiaje punitivo no acepta que nuestra experiencia de violencia pueda estar plagada de sentimientos ambivalentes, y espera un comportamiento de “buena víctima”. “Una mujer estará en condiciones de denunciar a su agresor cuando logre desnaturalizar la violencia, pero eso no significa que le será fácil confiar en personas extrañas o que transitará el procedimiento sin contradicciones”, señala Julieta Di Corleto (2013). El reclamo de las leyes penales y la actuación de las burocracias, parece al menos contradictorio desde la posición desigual y desventajosa que ocupamos las mujeres y disidencias en el ámbito penal, tanto en condición de víctimas como de responsables criminales.

También parece complejo pensar el sistema penal como dispositivo capaz de atender a la desigualdad social y económica que crea y recrea la violencia, o de hacerse cargo de las demandas de reconocimiento y redistribución (Pitch, 2018). Cuando se recurre a la justicia penal, las vivencias deben ser simplificadas, precisas, claras, como lo requiere el lenguaje normativo de la ley. Esta traducción implica dejar de reconocerse en subjetividades colectivas, que hacen referencia a problemas sociales y culturales con múltiples implicaciones (2018, p. 120). En este sentido, la individualización borra las responsabilidades de quienes soportan y reproducen violencias estructurales, e invisibiliza la capacidad que tenemos -en mayor o menor medida- de ser víctimas y victimaries a la vez, agentes y pacientes de nuestras vidas, responsables más o menos directes de la vida de les demás, sin cuales no sería posible ninguna existencia (Cano, 2018; Butler, 2015).

La matriz punitivista no solo ha hegemonizado nuestras estrategias legales, sino también las prácticas, pasiones y horizontes de justicia, haciendo posible determinados modos de resolución de conflictos al interior de nuestros colectivos y redes afectivas (Cano, 2018). Si la cancelación, la funa -pero inclusive, más allá de eso- los silencios que genera, la imposibilidad de su crítica, se explican por la urgencia en que la lengua jurídica y sus fases del proceso se nos aparecen como necesarias. Quizás otros modos de reparo, de construcción, de solución, se nos hacen aún ininteligibles cuando han fallado las instituciones y los entornos cercanos. La pregunta que nos hacemos es si el relato público, la narración de experiencias que históricamente habían quedado bajo el velo de una violencia experimentada desde el ser mujeres y disidencias, requiere que socialmente la respuesta sea, a modo de un tribunal, la producción de un tipo de sentencia y una especie de alerta a la población (Trebisacce y Varela, 2018). ¿Habrá otras potencias en la escritura, en la narración de nuestras heridas?

La alternativa del “empoderamiento” como salida a la condición de víctimas, también es un nudo que requiere de revisiones críticas. El llamado a empoderarse, se plantea como un paradigma de individuación donde la denuncia se inscribe como punto de partida. El tránsito exitoso de ese pasaje entre ser víctimas hacia convertirnos en sujetas capaces de tomar decisiones acertadas, apuesta a que desarrollemos capacidades para disminuir la exposición a la victimización como método de autogobernar nuestro propio riesgo: el de ser mujeres o disidencias (Hannah-Moffat, 2000). Las nociones de prudencia, cautela, prevención, autocuidado, se instalan en nuestras cuerpas femeninas o feminizadas, desde la necesidad de mantener el control y hacernos cargos individualmente de nuestro propio riesgo. De este modo, la transformación social se lee desde procesos de superación individuales, parcelados, asumiendo que no importan nuestros contextos, la voluntad de “salir adelante” es lo único que importa para dejar atrás el dolor. Autoras como Kate Cronin-Furman, Nimmi Gowrinathan y Rafia Zakaria (2017) abordan el mito del empoderamiento como estrategia vertical colonial, que despolitiza los procesos de toma de consciencia feminista, al abordar las tensiones entre raza, clase y género desde perspectivas individualizantes.

Así también, ¿qué sucede cuando nos toca estar en el lugar de las acusadas?, ¿cómo nos cuestionamos lo que sucede en el sistema penal cuando nos toca el lugar de responsables criminales? El modo en que el derecho penal también nos construye, nos lleva a preguntarnos, como ya ha hecho Angela Davis (2003): ¿Quién define qué es el crimen? ¿Cómo se define el crimen y cómo se define a los criminales? La cárcel opera como anestesia. Es un modo social de desprenderse de la responsabilidad de vidas que pasan al plano de la irracionalidad, de lo descartable. Una lectura interseccional de la cárcel requiere revisar en qué medida la política de persecución de drogas, el trabajo sexual, los trabajos de cuidados, y la misma informalidad de las relaciones laborales acercan a la potencial criminalización y persecución policial. No podemos olvidar que, como institución de control, de dominio, de evaluación y diagnóstico, los recintos penitenciarios operan como dispositivos de normalización de género y sexual, que incita al revanchismo, la punición y la justicia, así como a la producción y reproducción del silencio cómplice que perpetúa la violencia sexual (Yesuron, 2019; Davis, 2003).

La experiencia chilena: de la Constitución feminista y plurinacional a la Constitución segura

La posibilidad de traducir las preguntas de los apartados anteriores en transformaciones estructurales de la vida social tomó una especial deriva institucional para los movimientos feministas en Chile, dada la coyuntura constitucional que se abre desde la revuelta o estallido social de 2019. El rechazo a dos propuestas constitucionales que fueron plebiscitadas en 2022 y 2023 se enmarca en un auge de la agenda de seguridad en materia legislativa. El ánimo constituyente con el que se pretendía transformar las estructuras jurídicas conservadoras y neoliberales de la Constitución de 1980 cedió paso frente a la consolidación de la emergencia securitaria como medida de éxito de las gestiones gubernamentales. No obstante, dada la composición paritaria de ambos procesos, nos interesa preguntarnos someramente cómo estos momentos de discusión constitucional abordaron (o no) la violencia de género y su relación con las condiciones de opresión estructurales.

Parte importante de las normas de la propuesta de la Convención Constitucional de 2022 contenían una mención expresa de la perspectiva o enfoque de género, los cuales, en conjunto con la interseccionalidad, la paridad y la igualdad sustantiva se constituyeron como marco de interpretación para la toma de decisiones del poder judicial. Pese a que el proyecto resultó rechazado, propuestas de normas como el derecho a una vida libre de violencia pueden ser provocadoras para pensar la erradicación de la violencia de género como mandato al poder estatal:

Artículo 27.

Todas las mujeres, las niñas, las adolescentes y las personas de las diversidades y disidencias sexuales y de género tienen derecho a una vida libre de violencia de género en todas sus manifestaciones, tanto en el ámbito público como en el privado, sea que provenga de particulares, instituciones o agentes del Estado.

El Estado deberá adoptar las medidas necesarias para erradicar todo tipo de violencia de género y los patrones socioculturales que la posibilitan, actuando con la debida diligencia para prevenirla, investigarla y sancionarla, así como brindar atención, protección y reparación integral a las víctimas, considerando especialmente las situaciones de vulnerabilidad en que puedan hallarse (Propuesta constitucional, 2022).

No llegamos a saber cómo este modelo de prevención, investigación y sanción obligatoria de la violencia de género hubiese dialogado con el derecho a la educación no sexista; el reconocimiento de la autonomía e identidad de género; el sistema de cuidados; el derecho a la ciudad con perspectiva de género; el reconocimiento a las mujeres rurales, entre muchas otras normas de esta propuesta rechazada. Los tiempos acotados no permitieron abordar de forma más detenida la relación entre sistema penal y penitenciario como respuesta a la violencia de género.

El reconocimiento de derechos específicos para personas privadas de libertad, con énfasis en los derechos sexuales y reproductivos, y de las niñas, niños y adolescentes hijes de mujeres en privación de libertad, dan cuenta de una mirada que intenta mejorar/humanizar la calidad de vida en la experiencia carcelaria, más no cuestionarla, reconociendo constitucionalmente derechos contenidos en tratados internacionales de derechos humanos.

Si bien la cárcel se encuentra, entonces, como un espacio dado dentro de la propuesta, en la retórica de quienes impulsan la campaña del rechazo empieza a emerger un cuestionamiento a la pluralidad de sujetos a los que se les reconocen derechos específicos: mujeres, disidencias, pueblos originarios, migrantes, personas privadas de libertad, niñeces, personas mayores, personas en situación de discapacidad.

Por su parte, en materia de justicia, las críticas se centraron en la consagración de un sistema de justicia plurinacional, considerándose por sus detractores que esto podría implicar la pluralidad de procedimientos y tipos penales según las costumbres de cada pueblo, contraviniéndose la garantía de igualdad ante la ley .

Como hemos mencionado, con la pandemia, y antes del rechazo a esta propuesta, la discusión constitucional comenzó a contraponerse a las demandas urgentes de la “crisis de seguridad”. La seguridad como emergencia se convierte en el eje que guía la configuración del proceso de la Comisión de Expertos y Consejo Constitucional de 2023. Esta propuesta intentó valerse de la consolidación del estado de excepción constitucional como modo de gestión de la pandemia, los conflictos político-territoriales en el Wallmapu y la migración de América Latina para apostar por una “Constitución segura”.

Así, el derecho a vivir en un entorno seguro en esta propuesta, se entiende como el deber del Estado de garantizar una protección efectiva de las personas contra la delincuencia, especialmente contra el terrorismo y la violencia criminal organizada (Propuesta constitucional 2023, art. 16 N.º 20). Esto se acompaña con la consagración constitucional de las fuerzas policiales, la creación de una defensoría de las víctimas, el aumento de las atribuciones del Ministerio Público, la creación de una policía transfronteriza, y la asociación del “problema de la seguridad” como aquel relacionado con la migración, como fenómeno a gestionar desde la expulsión de un otro “enemigo”:

La ley establecerá los casos, procedimientos, formas y condiciones del egreso o expulsión en el menor tiempo posible, según corresponda, de aquellos extranjeros que hayan ingresado al territorio nacional de forma clandestina o por pasos no habilitados, así como de aquellos que hayan cumplido en Chile una pena de presidio efectivo por crímenes o simples delitos (art. 16 N.º 4).

El 17 de diciembre del 2023 se rechazó esta segunda propuesta constitucional. La promesa de cierre del proceso constituyente chileno ha estado ligada al avance de proyectos de leyes que vinculan seguridad, derecho penal y aumento de atribuciones de las policías. La crisis de seguridad, como verdadera urgencia, ha implicado, a su vez, una relectura de la revuelta social de octubre de 2019 desde el cual se abre el momento constituyente. Se aparejan los conceptos de “octubrismo” a delincuencia, y migración al aumento del crimen organizado. En esta línea, nos envuelven todavía los nudos feministas en torno a la configuración de otras lecturas sobre la seguridad: ¿Son posibles otras agendas de seguridad?, ¿cómo se contrapone la seguridad individual a un ideario de seguridad colectiva o social?, ¿qué formas toma el colonialismo interno cuando se activan procesos de criminalización con base en criterios de racialización?

Reflexiones finales: experiencias comunitarias y sentipensares antipunitivistas

Quizás no es el tiempo, ni la tarea sea pensar en sistemas totales que reemplacen al sistema penal ante la violencia de género. Quizás la potencia actual, como dibuja María Galindo (2022), es convertirnos en máquinas de producción de justicias feministas que, desde nuestra reflexión comunitaria, permitan producir nuevos sentidos, otras utopías. La discusión no admite dicotomías cerradas del cambio de un sistema a otro. La función paradojal del sistema jurídico penal en el modo de procesar nuestras experiencias de dolor, requiere visibilizar, narrar, discutir, desde otras experiencias, el cómo nuestras comunidades están luchando por la justicia y la reparación de los tejidos rasgados por el neoliberalismo.

Este artículo propone reflexiones múltiples para problemas complejos. Postulamos que los nudos feministas deben dar cuenta de la pluralidad de voces y multiplicidad de causas para comprender los contextos diversos. Desde ahí, comenzar a visibilizar prácticas que atiendan reparaciones desde el reconocimiento de la interseccionalidad de las opresiones (Crenshaw, 1989), porque las experiencias vividas no son homogéneas. Profundizar la imposibilidad de separar la raza, la clase, el género y la sexualidad para comprender las identidades y vivencias (Curiel, 2021, p. 67). Por tanto, reconocer la agencia de quienes han sufrido violencias (más allá de su condición de víctimas), así como también reconocer las causas estructurales de quienes las ejercen, para pensar la restauración más allá del castigo individualizante. Pensar la justicia restaurativa desde la reconstrucción de los tejidos sociales, haciendo política, dialogando y resguardando la noción de comunidad y cuidado de los territorios. Para ello, se torna fundamental interrogar los alcances y límites del paradigma judicial y el enfoque de género como remedio ante la creciente desconfianza en los procesos de denuncia estatales, en el marco de un auge de las agendas securitarias.

En definitiva, buscamos repensar las lógicas, metodologías y paradigmas en torno al cada vez más creciente debate entre seguridad y justicia, desde aquellos espacios de reflexión contrahegemónicos, organizaciones territoriales y movimientos sociales que se han visto interpelados desde los feminismos.

Referencias bibliográficas

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Recibido: 15 de Diciembre de 2023; Aprobado: 17 de Abril de 2024

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