1. Introducción
Mientras en los países occidentales desarrollados, las denominadas ‘políticas de austeridad’ (Ostry et al., 2016) -una reedición actualizada de las políticas de ajuste y reformas estructurales aplicadas en la región latinoamericana de las décadas de 1980 y 1990 bajo las recetas de ideología neoliberal (Ornelas Delgado, 2001; Harvey, 2005)- enfrentan un fuerte rechazo social, en América Latina se evidencian señales de un camino inverso. Si a principios del siglo XXI, la reacción a las consecuencias sociales del experimento neoliberal en la región produjo un ‘giro a la izquierda’ en una mayoría de los países de la región (Paramio, 2006), en los últimos dos años se han acumulado acontecimientos y derrotas electorales o legislativas (el caso de Argentina es paradigmático) que sugieren el fin del largo ciclo progresista iniciado en la década pasada, al margen de las heterogeneidades que caracterizan a los países de América Latina.2
Los avances sociales registrados en los últimos años (Cornia, 2010; Lustig et al., 2013; Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo [PNUD], 2014) no han evitado este cambio de orientación política, en un contexto caracterizado por el fin del ‘boom de los commodities’. Algunos autores atribuyen este factor de crisis en la explicación del fin de la etapa progresista, ya que se quebró el ‘consenso de los commodities’ en torno a la redistribución vía Estado de una parte del excedente generado (Svampa, 2016), al margen de que la indudable recuperación de los ingresos más bajos fue acompañada por el fuerte incremento de los ingresos más altos (Salama, 2015).
En el caso de Argentina, diciembre de 2015 marcaba el final de una larga etapa de la historia argentina (2003-2015)3 y el comienzo de un nuevo período de distinto signo político e ideológico (bajo el gobierno de Mauricio Macri). A la luz de este cambio, se considera necesario presentar un primer balance de la etapa anterior, con un foco en las transformaciones del régimen de bienestar social argentino, en particular respecto a los mecanismos de resolución de la ‘nueva cuestión social’ (Cortés y Kessler, 2013), surgida del declive de la sociedad asalariada de la etapa industrialista y las consecuencias de las reformas de corte neoliberal que condujeron a la crisis económica, social y política de 2001-2002.
El marco teórico de este ensayo se nutre de la literatura sobre regímenes de bienestar, en cuanto ofrece un esquema interpretativo para analizar las interacciones entre las instituciones económicas, sociales y políticas, y sus resultados en términos del acceso de las personas a bienes y servicios básicos y a la protección frente a determinados riesgos sociales (Esping-Andersen, 1993 y 2000; Adelantado et al., 1998; Gough y Wood, 2004, entre otros).4 Además, se toma de la escuela de la regulación la idea de analizar las interacciones dinámicas y las complementariedades entre las instituciones que gobiernan la reproducción ampliada de capital (el régimen de acumulación) y las que ordenan la reproducción social (el modo de regulación) en un determinado modo de desarrollo (Boyer y Saillard, 2002; Boyer, 2014). Aquí se sostiene que su desajuste tiende a producir desequilibrios, tanto en el orden económico como en el social, que pueden conducir a fenómenos de crisis económica, exclusión social o deslegitimación política
Se trata de superar el desafío de la ‘doble incorporación’, social y en el mercado (Martínez Franzoni y Sánchez-Ancochea, 2012), es decir, generar la cantidad suficiente de empleos de calidad, expandiendo la incorporación en el mercado laboral, a la vez que se asegura el bienestar de las personas independientemente de su posición en el mercado; es decir, su incorporación social (mediante políticas que desmercantilizan el trabajo humano, cfr. Esping Andersen, 1993).5 Caso contrario se produce una ‘crisis de incorporación’, ya que las demandas económicas, políticas y sociales de las clases populares no son atendidas por “los patrones institucionales de incorporación y regulación” existentes (Filgueira, 2013: 20), conduciendo a regímenes de bienestar segmentados y a mercados laborales afectados por la informalidad.
Esta discusión más teórica constituye el punto de partida de la siguiente sección. En ella se describen los cambios de largo plazo en los regímenes de acumulación y en los regímenes de bienestar en los países occidentales del centro a partir de la segunda posguerra y, posteriormente, se analiza el caso de una economía periférica y dependiente como la argentina. En particular se discute la fase de construcción de la seguridad social en este país, asociada a un régimen de acumulación cuyo motor fue una industrialización hacia adentro alimentada por la expansión del empleo asalariado formal y el crecimiento del mercado interno. A continuación, se describe la crisis de esta forma ‘criolla’ de compromiso fordista-keynesiano y el progresivo abandono del proyecto de industrialización, dictadura militar mediante, y la construcción de un nuevo proyecto político hegemónico de tipo neoliberal, asociado a una nueva fase de acumulación centrada en la valorización financiera. Finalmente, se introducen elementos de discusión respecto a la etapa posterior de construcción de un proyecto alternativo, luego de la eclosión de la hegemonía neoliberal. En particular, se ofrecen algunos datos estilizados y referencias que muestran las mejoras en los principales indicadores sociales a la vez que persisten ciertos rasgos en los mercados laborales (informalidad, precariedad, etc.) vinculados a continuidades en la estructura económica (concentración, extranjerización, reprimarización).
Situados en este contexto, en la sección sucesiva se presentan brevemente las principales medidas implementadas por el gobierno argentino en el ámbito de la política social en el período 2003-2015 y su impacto sobre la relación salarial y el funcionamiento de las instituciones del régimen de bienestar argentino. Con ese propósito se parte de un análisis de las políticas contributivas destinadas a los trabajadores formales bajo el paraguas de la seguridad social, para continuar con las políticas no contributivas, cuyos destinatarios se sitúan en los sectores afectados por situaciones de informalidad y precariedad laboral, bajos ingresos, pobreza y exclusión social. En particular, se abordan los esquemas de transferencias monetarias (sistemas previsionales, de asignaciones familiares y de subsidios de desocupación) y el caso del sector salud.
Es a partir de este análisis, que vincula una discusión de las medidas coyunturales con una perspectiva de más largo plazo, que se pretende aportar elementos al debate de la literatura en torno a las interacciones entre determinadas configuraciones del sistema económico-productivo y los regímenes de bienestar vía los mercados laborales, es decir cómo los cambios en el primero afectan o transforman el segundo, y qué formas de retroalimentación operan entre régimen de bienestar y régimen de acumulación, caracterizando a una fase del desarrollo de un país.
2. La crisis del modo de desarrollo fordista-keynesiano en el caso argentino
Un equilibrio con características progresivas, en términos de mejora de las condiciones de vida de la clase trabajadora y reducción de las desigualdades, fue logrado durante los trente glorieuses en las democracias de Europa Occidental, período en el que se consolidó una relación salarial (Castel, 1997) asociada al modo de regulación keynesiano característico del régimen de acumulación capitalista fordista. En ese contexto histórico social las instituciones del Estado de bienestar, bajo la forma de salario indirecto o social, las políticas económicas de pleno empleo y el aumento constante del poder adquisitivo de los salarios contribuyeron a generar la demanda efectiva necesaria para estimular y saldar los incrementos de la producción, suavizar el ciclo de crecimiento y estabilizar el crecimiento de los beneficios empresariales. Este compromiso del Estado en la esfera económica constituía uno de los supuestos fundamentales para que la seguridad social pudiera ser sostenible, ya que la masa de contribuciones salariales sostenía todo el esquema de bienestar “con un mayor número de gente trabajando y un menor número de personas que viven de las transferencias sociales”, en palabras de Esping-Andersen (1993: 49).
Por sí mismo no significaba que los regímenes de bienestar fundados en los sistemas de seguridad social contributivos, como el argentino, fueran redistributivos ya que se financian a partir de la propia masa salarial (Shaikh, 2004). De hecho, sus efectos de estratificación tienden a ser conservadores, contribuyendo a la reproducción de las jerarquías sociales (ver Esping-Andersen, 1993). Pese a eso, en el fondo de la cuestión, está la tensión inevitable entre el alcance de la intervención estatal y la esfera de los derechos individuales protegidos por el Estado liberal.6 Esto se traduce a nivel agregado en una contradicción permanente entre la ampliación de los derechos sociales y la propia lógica de la acumulación capitalista, que pone límites políticos y económicos a una continua ampliación de la intervención económica del Estado. Si en el corto plazo, la relativa autonomía del Estado permite cierto arbitraje entre los intereses de la clase social dominante y las dominadas (con la finalidad de consolidar la posición hegemónica de la primera), en el largo plazo la acción estatal debe garantizar la reproducción ampliada del capital (Poulantzas, 1969).
En ese momento histórico particular y en esa área geográfica (la reconstrucción de la segunda Posguerra en Europa) (Piketty, 2014), la intervención estatal no entró en conflicto con la acumulación capitalista de largo plazo, gracias a que redujo el costo de reproducción de la fuerza de trabajo y se promovió la producción de bienes de uso colectivos. Pero, además, favoreció la integración social y la legitimación del statu quo, moderó los ciclos económicos y los conflictos sociales. A la vez, desde el punto de vista de cada capitalista individual, la intervención estatal representa un costo privado que reduce su ganancia, y, por tanto, a nivel agregado tiende a ralentizar la acumulación. A mediados de la década de 1960 se observa una caída de la tasa de ganancia en los países centrales (Duménil y Lévy, 2007), en parte, causada por el incremento de la competencia capitalista interestatal (Arrighi, 1999) y la conflictividad social derivada de la política de pleno empleo (Kalecki, 1943), a lo que se dio respuesta con transformaciones productivas y tecnológicas (Aglietta, 1979) y la financierización y globalización de las cadenas de producción (Arrizábalo Montoro, 2015) que constituyen el fondo histórico en el cual se desarrollan los acontecimientos actuales.
En este trabajo se sostiene la idea de que el desarrollo del Estado de bienestar y, con él, la consolidación de la ciudadanía social (Marshall, 1997), dio solución durante un período limitado de tiempo (algunas décadas) a la denominada ‘cuestión social’, surgida a mediados del siglo XIX; es decir, la contradicción íntima que aqueja al Estado liberal, desgarrado entre un orden jurídico-político fundado sobre el reconocimiento de la igualdad de los derechos civiles y políticos del ciudadano, y un orden económico capitalista que produce desigualdades, sobre la base de la acumulación y la protección absoluta de la propiedad privada (Donzelot, 2007).
Naturalmente, el compromiso fordista keynesiano asumió formas peculiares y periféricas en su versión ‘criolla’, tomando prestada la expresión de Laura Golbert (1988); es decir, durante la denominada etapa de “industrialización por sustitución de importaciones” (ISI) en el Cono Sur, aunque en el caso argentino alcanzó un grado significativo de madurez y extensión, pese a una pronunciada estratificación (Filgueira, 1998). Una de las diferencias que se quieren destacar respecto al caso europeo es que en la región latinoamericana, en términos generales, la creación del empleo formal fue insuficiente respecto al crecimiento demográfico y a la urbanización, lo que produjo un crecimiento de las desigualdades existentes durante la etapa industrialista, incluso bajo los gobiernos populares, entre los trabajadores formales (dotados de derechos laborales y sociales colectivos) y los trabajadores informales (privados de esos derechos) “ligados a puestos de extrema precariedad laboral, el autoempleo de subsistencia, el desempleo estructural y la migración internacional” (Pérez y Mora, 2009: 420).7
Así, en el caso argentino se observa un proceso de ‘democratización del bienestar’ (Torre y Pastoriza, 2002) a partir de mediados de la década de 1940 y la expansión de derechos sociales para las clases trabajadoras, incorporadas a una ‘alianza desarrollista’ que combinaba nacionalismo e industrialización, para promover un crecimiento económico basado en la protección de la industria interna abastecida por recursos públicos y en el aumento del mercado interno de consumo de las clases populares urbanas, pese a los límites de integración social en esta fase de modernización industrial señalados por Germani (1980) y Nun (2001), entre otros. En un período posterior, la inestabilidad y los menores niveles de crecimiento hicieron que los empresarios coincidiesen con la clase propietaria tradicional en considerar las demandas del sector popular como excesivas y dañinas para el proceso de acumulación de capital y una amenaza para el orden social existente (en términos de estructura de clases, distribución del poder político, alineación internacional de esos países), provocando un consecuente proceso de polarización política y ‘empate social’ que caracterizó el país entre 1955 y 1976, y en los que la institución militar actuó como árbitro (O’Donnell, 1972).
La última dictadura militar (denominada no casualmente ‘Proceso de Reorganización Nacional’) dio salida definitiva y trágica a esa situación de ‘empate’, desarticulando a las bases sociales del proyecto nacional de industrialización, con medidas que combinaron la apertura de la economía a los flujos de bienes y capitales del exterior con una redistribución regresiva y feroz del ingreso del trabajo al capital, por medio de una compresión salarial respaldada por la represión violenta del Estado, lo que Rodolfo Walsh denominó en 1977 ‘miseria planificada’ (Basualdo, 2006).
Ya en democracia, las reformas estructurales de la década de 1990 consolidan las recetas de tipo neoliberal, avanzando en la dirección de una posición de mayor subordinación de las clases trabajadoras en la sociedad argentina, ya que al abandonar la vía de la industrialización, los salarios pierden su centralidad económica como componente fundamental de la demanda.8 El motor del proceso de acumulación del capital pasa a ser la extracción de rentas (empresas privatizadas, oligopolios y monopolios) y su valorización en el exterior (fuga de capitales), mientras los sectores caracterizados por una elevada rentabilidad (como la agroindustria) orientan su producción a la demanda internacional.
Con esta lógica exportadora, extractiva y especulativa, la cúpula empresarial impulsa el abaratamiento del costo de la mano de obra asalariada vía reforma laboral y favorece el crecimiento exponencial de la desocupación, de la informalidad y la precariedad laboral (Cortés, 1999; Andrenacci 2002; Lindenboim y Danani, 2003; Basualdo, 2011). Esos cambios estructurales en lo económico fueron acompañados por el surgimiento del proyecto político y económico neoliberal en torno a la transformación del Estado (minimizando su papel de empleador y actor económico directo vía empresas de propiedad pública), a la vez que el incremento del desempleo cumplió como factor de disciplinamiento de la fuerza de trabajo y la política social moderó los fuegos de la protesta social (Vilas, 1997).
Como se observa en los mismos años aun con menor intensidad en el caso europeo, el abandono de las políticas de pleno empleo debilitó a la principal fuente de financiamiento del Estado de bienestar y al fulcro del consenso político en torno a su conservación: las clases trabajadoras asalariadas y organizadas. Al tiempo que el mercado laboral se fue fragmentando, excluyendo cada vez más trabajadores del acceso a empleos con derechos sociales plenos, se vio afectado el equilibrio de los regímenes de bienestar en dirección de un mayor peso del mercado, más allá de que las estructuras y los principios rectores fueran reformados solo paulatinamente (Clayton y Pontusson, 1998; Gerchunoff y Torre, 1999). Además del vaciamiento de las instituciones de la seguridad social, por la destrucción del empleo de mayor calidad, se produjo un progresivo desfinanciamiento de las arcas del Estado, que supuso una gradual reducción de la calidad de los bienes y servicios erogados por el Estado y una restricción tanto del acceso como de la cuantía de las transferencias.
Dicho proceso incentivó una fuga de los sectores medios hacia la oferta del sector privado y debilitó las bases de apoyo de las políticas públicas redistributivas (Pierson, 1996; Huber et al., 2009). En particular, en el caso argentino, la expulsión del mercado laboral formal significó la pérdida de titularidad de los derechos de tipo contributivo, típicos de la estructura tradicional de tipo conservador-contributivo de la seguridad social (Hintze, 2007), al tiempo que los procesos de individualización del ahorro, tanto en el ámbito previsional como del seguro de salud, expandió el peso del sector privado entre las clases medias, y los programas asistenciales de tipo residual atendieron a las necesidades de los más vulnerables (Lo Vuolo, 1995; Barrientos, 2009).
El período 2003-2015 constituye, en ese sentido, la contracara de ese proceso (Danani y Hintze, 2011), ya que se asocian una coyuntura económica positiva, la expansión del empleo registrado y una mayor regulación estatal del mercado laboral (Palomino, 2007). Este proceso se concentra en una primera etapa (hasta 2007, aproximadamente), en la que se observa una fuerte recuperación tanto de la financiación como de la cobertura de la seguridad social contributiva, favoreciendo aquellos sectores que pudieron acceder al mercado de trabajo formal. Los años que siguen, entre 2008-2015, fueron más complejos desde el punto de vista económico, observándose una mejora muy suave o un estancamiento de los principales indicadores laborales (Lindenboim, 2015; Trajtemberg, 2016). En esta segunda etapa, se concentra la implementación de parte del Gobierno de medidas de transferencia de ingresos no contributivos, como se discutirá con más detalle en la próxima sección. En general, estas políticas obtienen resultados positivos en términos de población alcanzada, presupuesto invertido y atenuación de las condiciones de acceso, particularmente en el caso de la denominada moratoria previsional y la implementación de la Asignación Universal por Hijo (AUH).
Pese o en razón a estas medidas, se consolida la brecha entre sistemas contributivos y no contributivos (Gamallo, 2015), en el contexto de una recuperación y consolidación de un enfoque trabajo-céntrico a la integración social (Arcidiácono, 2012), a partir de la convicción de que la política económica, con su énfasis en el pleno empleo, lograría reabsorber a las personas no ocupadas de forma plena en el sistema contributivo tradicional.9 Sin embargo, esta visión choca con una realidad en la cual persisten fenómenos de precariedad e informalidad de amplios sectores de los ocupados, afectando en particular determinadas categorías de la población: mujeres, jóvenes, etc. (Salvia et al., 2008; Ministerio de Trabajo Empleo y Seguridad Social [MTEySS], 2013; Lindenboim, 2015).
Como se dijo, si bien se produjo una importante mejora de los principales indicadores sociales en la primera etapa del kirchnerismo (hasta 2007-2008), en años posteriores se observa un piso elevado de informalidad, pobreza y exclusión social que afecta a una cuota muy significativa de la población y resulta difícil de perforar, pese al fuerte aumento del empleo público en el mismo período.10 En el caso de la informalidad, se registra al final del período una tasa superior al 30% para los asalariados (y del 40% en el total de los ocupados, según las estimaciones de MTEySS, 2013). Por otra parte, a la recuperación de la clase media se acompañó el mantenimiento de un porcentaje elevado de hogares en situación de vulnerabilidad o pobreza, asociada a una incorporación laboral inestable y precaria de sus componentes activos.11 Se observa este fenómeno, pese a que estos sectores fueron objeto de políticas de inclusión social, sobre la base de modalidades híbridas en las cuales las fronteras entre lo contributivo y lo no contributivo se han hecho borrosas, aun situándose en el marco de una reafirmación simbólica del ideal trabajo-céntrico (Messina, 2014), como se discute en la siguiente sección.
En términos generales, estos resultados se deben a que la matriz productiva existente (caracterizada por una fuerte heterogeneidad) no ha logrado garantizar una inserción laboral de calidad a la mayoría de la población en edad laboral. Este resultado se puede explicar a partir de las continuidades a nivel del régimen de acumulación vigente, en las cuales se consolidan los procesos de valorización financiera, concentración productiva, extranjerización de la propiedad de la cúpula empresarial y reprimarización exportadora que se gestaron en la década de 1990 (Rougier y Schorr, 2012; Gaggero, Schorr y Weiner, 2014; Piva, 2015). Es por tanto, en la interacción entre las dos esferas -productiva-laboral y de la política social-estatal- en la cual se considera que se han jugado los límites y los avances de las transformaciones en el régimen de bienestar argentino.
3. Expansión y continuidades en la política social argentina entre 2003 y 2015
En efecto, si se observa la cronología de las medidas de política social y laboral adoptadas durante el kirchnerismo puede observarse cómo en una primera fase el objetivo consistió en recomponer los derechos sociales de los trabajadores (formales), con la idea de que un crecimiento sostenido y continuado del empleo registrado habría dado solución a los problemas de inclusión social de los sectores más rezagados, en el marco de lo que aquí se ha denominado el ideal trabajo-céntrico. Solo en un segundo momento se observan cambios significativos en los principios de política social heredados de la época anterior, como se irá describiendo a lo largo de esta sección.
Respecto a la primera fase, las tres medidas principales fueron la derogación de las reformas laboral de inspiración neoliberal de la década de 1990 (Ley n.º 25877 de 2004); la revitalización de la negociación colectiva, muy debilitada en la década de 1990,12 la fijación tripartita del salario mínimo y su actualización regular en el tiempo, con efectos de arrastre sobre los trabajadores de menores ingresos, incluidos los trabajadores informales no cubiertos (Maurizio, 2014). En la misma dirección va el reforzamiento de la lucha contra la informalidad con la institución en 2004 del Sistema Integral de Inspección del Trabajo y de la Seguridad Social (Organización Internacional del Trabajo [OIT], 2014) y la regulación de sectores gravemente afectados por este fenómeno.13
En el ámbito de la seguridad social, los mayores avances se han dado en el campo de la previsión social (Messina, 2014). En primer lugar, se destaca la unificación en 2008 del sistema de pensiones mixto heredado de la etapa anterior (privado de capitalización y público de reparto) en un sistema público (Sistema Integrado Previsional Argentino). Con anterioridad a esa medida, se implementó la moratoria previsional de 2005, denominada oficialmente Plan de Inclusión Previsional, cuyo objetivo fue incrementar la cobertura entre las personas mayores, que contaban con un número insuficiente de años de cotización.14 Gracias a esta medida, a finales de 2011, la cobertura de la población de más de 65 años alcanzó niveles cercanos al 95% (contra una cobertura inferior al 60% en 2005). También debe decirse que cerca del 72% de los beneficiados por esta medida fueron mujeres (Messina, 2014).
En ese sentido, no solo se reconoció el derecho a una pensión a los trabajadores informales, sino también a las personas que trabajaron de forma no remunerada en tareas de cuidado, representando un avance importante en el reconocimiento de los derechos de las mujeres (Pautassi, Giacometti y Gherardi, 2011). Sin embargo, si bien la moratoria privilegió la extensión de un piso de protección, el nivel de las prestaciones se situó en un nivel promedio cercano al mínimo15 (Messina, 2014). En todo caso, no se modificó la arquitectura contributiva del sistema, ya que la moratoria constituyó una solución de emergencia y una tantum frente a la baja cobertura del sistema, resultado de las trayectorias laborales irregulares, precarias e informales de millones de argentinos.16
La otra medida estrella de la etapa kirchnerista es la Asignación Universal por Hijo (AUH) de 2009, que pese a mantener ciertos rasgos de las transferencias condicionadas de ingresos,17 pasa a constituir un componente no contributivo del sistema de asignaciones familiares contributivas (Pautassi, Arcidiácono, P.; Straschnoy, M., 2013). Las asignaciones familiares son un componente tradicional de la seguridad social, un complemento familiar al salario, que cumple múltiples objetivos como mejorar las condiciones de vida de niños, niñas y adolescentes dependientes económicamente, promover su asistencia escolar, cubrir al hogar frente a determinados gastos (nacimiento, matrimonio), etc. La AUH es el correspondiente no contributivo de la asignación familiar por hijo que se brinda de forma proporcional al número de hijos/as del titular de la prestación.18
En ese espacio limitado es posible solo mencionar algunos de los principales rasgos de esta medida. En primer lugar, debe destacarse el incremento de la cobertura de los hogares con niños, niñas y adolescentes a cargo: la AUH permitió elevar la cobertura del 68% a cerca del 80%, a los que se suman los destinatarios de otros programas sociales de gobiernos subnacionales, que cubrirían un 6% adicional (Bertranou y Maurizio, 2012: 3; Bustos et al., 2012). Respecto a los montos erogados, la dinámica de los precios al consumo a partir de 2007, habría impedido que el mayor esfuerzo fiscal invertido en esta política social se reflejara en un incremento consistente de los montos reales percibidos por los hogares (Messina, 2014).
Como en el caso de la moratoria previsional, también la AUH representó la modalidad que el Gobierno adoptó para paliar el efecto de la persistente informalidad del mercado laboral, en este caso sobre el funcionamiento del sistema de asignaciones familiares. Pese a lo ‘universal’ de su denominación, la AUH no representó una reformulación del sistema contributivo en sentido universalista, es decir que reorientara esta política en favor de los titulares de este derecho a la protección social, los niños, niñas y adolescentes que viven en el territorio del país (nacionales y extranjeros residentes), independientemente del estatus laboral de sus padres. Al contrario, se mantuvo inalterada la estructura básica contributiva del sistema y se extendió su cobertura a los trabajadores informales de bajos ingresos, a las trabajadoras domésticas formalizadas y a los desempleados no cubiertos por la seguridad social.
Figurativamente, para estas categorías de trabajadores, el Estado se hizo cargo de suplir a la ausencia de contribuciones de parte del empleador (Grushka, 2014).19 La acción del Estado responde, entonces, a lo que se ha constituido como un problema colectivo, causado por las características de la matriz ocupacional existente, en el contexto de un régimen de acumulación que ha fallado en la tarea de ofrecer un número suficiente de puestos de trabajo formales.
Por otra parte, el mantenimiento de las condicionalidades reafirma la existencia de un sistema separado, ya que se trata de un requisito que no se pide a los trabajadores registrados, aunque hagan referencia a derechos/deberes de atención que alcanzan a todo niño, niña y adolescente por igual. Además de suponer una carga adicional para los receptores, las condicionalidades también presuponen una más fuerte toma de responsabilidad del Estado para brindar, con un grado suficiente de calidad, los servicios sanitarios y educativos necesarios para atender el crecimiento de la demanda en los sectores de más bajos ingresos (Salvia, Tuñón y Poy, 2014). Sin embargo, implícitamente se descarga del propio sistema educativo y sanitario la responsabilidad de la situación previa de baja cobertura en el acceso a estos derechos fundamentales. Dicho de otro modo, fenómenos como el abandono escolar serían producto, por ejemplo, del comportamiento individual de cada hogar (sobre el que incide el incentivo constituido por las condicionalidades), y no de los mecanismos excluyentes que pone en vigor el propio sistema educativo o de salud.20
Los otros dos componentes de la seguridad social argentina, el seguro de salud y el seguro de desempleo, no han evidenciado un avance comparable en la dirección de solucionar, al menos en el corto plazo, los efectos de la brecha entre el componente contributivo y el no contributivo. En el caso del seguro de desempleo se evidencia la pesada herencia de los años noventa, década en la cual el desempleo no se construyó más como un problema social colectivo, sino como una situación puramente individual.
Esta inversión conceptual se debe a que prevaleció el paradigma económico que considera que el nivel de desempleo se debe a la regulación del mercado laboral (que impide el ajuste del salario -el precio de la fuerza de trabajo, y el reequilibrio de la demanda y oferta laboral-), mientras que la condición de desempleo del trabajador se debe a factores vinculados a las características individuales del mismo. En otras palabras, el problema reside en que la calidad de la oferta laboral no se adecua a las necesidades de la demanda laboral de parte del sector empresario (dado el nivel salarial), en el nuevo contexto de apertura económica (globalización), más que al bajo nivel de demanda laboral debido al ciclo económico (lo que en la receta keynesiana tradicional justificaba un incremento del gasto público, aún en déficit, para mantener una situación de pleno empleo).
En ese contexto se instituye el seguro de desempleo contributivo (Ley n.º 24.013 de 1991),21 lo que quizá contribuye a explicar el porqué nunca alcanzó una cobertura significativa frente a una tasa de desempleo creciente. Por ejemplo, en la etapa de recesión y posterior crisis de la convertibilidad (1998-2001), el seguro de desempleo tuvo una cobertura promedio del 5,9% de la población desocupada (en 2002 sube apenas al 7,3%), garantizando solamente el 26,4% del salario anterior a la desocupación (Contaduría General de la Nación [CGN], 2004). En otras palabras, la reconfiguración del mercado laboral provocó una neutralización del mecanismo asegurador establecido en 1991 (en torno a una figura en declive, la del trabajador asalariado formal y estable), a la vez que se promovieron programas de asistencia focalizados para paliar la situación de los trabajadores desocupados y desprotegidos (Neffa y Brown, 2011). En 2002, en plena emergencia ocupacional, fue creado el Plan Jefas y Jefes de Hogar Desocupados (PJJHD), con una cobertura de casi dos millones de personas (el 6,1% de la población activa, datos Instituto Nacional de Estadística y Censos [Indec]) con un diseño que combinaba elementos de los planes de empleo de la década anterior (las contraprestaciones laborales) con las condicionalidades típicas de los programas de transferencia condicionada. A partir de este programa se desprenderían el mencionado Plan Familias y el Seguro de Capacitación y Empleo (ver abajo).
No obstante, en comparación con las otras áreas analizadas, se observa cierto continuismo respecto a las políticas hacia los desocupados. En el caso del seguro de desempleo, el gobierno actualizó solo una vez (en 2006) el monto de la prestación (todavía en niveles de 1991), lo que significó su caída en términos de poder adquisitivo.22 Sin bien se incluyeron algunas categorías como los trabajadores rurales (Ley n.° 25.191 de 2013), su cobertura llegó apenas al 10% de los desocupados durante la crisis de 2009 y luego de un ciclo de recuperación del empleo formal (Messina, 2017). Para la gran mayoría de los desocupados, se priorizaron políticas de activación de tipo asistencial destinadas a la inserción laboral de categorías vulnerables de trabajadores (Seguro de Capacitación y Empleo y otras acciones de empleo del MTEySS. CGN, años 2004-2016).
Las consecuencias en términos de conflictividad social fueron minimizadas en el corto plazo (ver Nueva Mayoría, 2014), porque la prosecución de políticas económicas de pleno empleo (pese a que no hubo una generalización del empleo ‘de calidad’) logró mantener el desempleo en tasas relativamente bajas (7,4% en promedio entre 2009-2014), pese a la creciente volatilidad económica. Se hace referencia tanto a las políticas de protección del empleo nacional,23 como al efecto sobre la demanda interna de la expansión de la cobertura de las políticas sociales a los sectores de menores ingresos. El gasto en transferencias directas a los desocupados se redujo a pocas décimas del gasto total de la administración nacional, mientras que en 2003 el PJJHD había supuesto más del 6% del presupuesto. En años posteriores, otras medidas tomaron el relevo: la moratoria previsional representó en promedio el 9,51% del gasto del gobierno federal (2007-2015), y el destinado a la AUH el 2,06% (2010-2015).
Finalmente, el caso del sector salud ofrece ulteriores elementos de reflexión respecto a la persistente brecha regímenes contributivos y no contributivos. Respecto a la financiación de los servicios de salud, Argentina se caracteriza por la coexistencia de tres subsectores, uno público de tipo universal y financiado por la fiscalidad general (pero altamente descentralizado),24 uno organizado bajo la forma de seguro colectivo bajo gestión sindical (Obras Sociales),25 y un tercero de ámbito privado (empresas de medicina prepagada).26 También en la erogación de servicios de salud, una cuota muy significativa del total es acaparada por actores del sector privado.27
El resultado de esta configuración es que el acceso a los servicios de salud está segmentado según niveles de ingresos y distribuido de forma muy desigual a lo largo del territorio argentino, además de alcanzar un gasto total muy elevado en comparación regional, superior al 10% sobre el PIB, con resultados menores en términos de indicadores de salud (PNUD, 2011). Como en los casos anteriores, también en este caso la presencia de un subsector contributivo ha llevado a que la cobertura de la población haya oscilado según las tendencias prevalecientes en el mercado laboral.
Por ejemplo, en 2010 el 43% de los argentinos carecía de seguro de salud, teniendo acceso solo al sistema público, sector que recibía apenas el 21,5% del gasto sanitario. El 57% aproximadamente estaba afiliado a una obra social (seguro de salud contributivo). De este grupo, el 23% (10,6% de la población) contaba además con un seguro privado (en ciertos casos se trata de seguros ofertados por las propias obras sociales). Sumando a esta categoría, el 5,1% de la población titular de un seguro privado, aproximadamente el 16,6% de la población tenía cobertura privada, aunque en su mayoría se beneficiaban de una doble cobertura, de la Seguridad Social, e incluso triple, si se considera al sector público, al que se puede acudir en caso de operaciones de alta complejidad (Indec, 2012). A eso, debe sumarse el gasto de bolsillo en el que incurren los hogares (34% del gasto total), el cual recae desproporcionadamente sobre los sectores de menores ingresos (Maceira, 2011: 67). En consecuencia, la cobertura de los tres subsectores del sistema de salud argentino, además de fragmentada, está fuertemente segmentada por ingresos, en un sistema en el que el sector público asume la función residual-asistencial de atender a la población de menores ingresos sin seguro médico (Cetrángolo, 2014).28
Es verdad que los datos censales marcan cierta mejora limitada de la cobertura del subsector contributivo y privado en el período bajo análisis (en 2001, el 48% de la población estaba excluida de estos sistemas), gracias a la recuperación del empleo asalariado formal, pero el porcentaje de personas que pueden atenderse en el sistema público que sufre escasez de recursos y fragmentación de prestaciones sigue siendo muy elevado (Cetrángolo, 2014). Además, persisten las tendencias a la concentración y segmentación por ingresos de los afiliados, resultado de los procesos de desregulación y concentración de la década de 1990, en la que las personas con mayores salarios pudieron migrar hacia las Obras Sociales que ofrecían mayores prestaciones, independientemente de su ocupación. A la vez, las Obras Sociales de menores recursos lograron retener solamente los afiliados de bajos salarios o de mayor riesgo relativo. En conjunto, estos procesos llevaron a un fenómeno de concentración económica que favoreció a las Obras Sociales de mayores dimensiones. Asimismo, la posibilidad para los afiliados de contratar planes de seguro complementarios incrementó la heterogeneidad de las prestaciones dentro de cada obra social, en relación con el poder de compra de cada uno de ellos. Por último, el sistema de copago frente a una prestación se generalizó, lo que supuso un incremento del gasto de bolsillo de los afiliados y un efecto de segmentación por ingresos para los aportantes (Londoño y Frenk, 1997; Cetrángolo y Devoto, 2002).
Por otra parte, pese a la regulación de los seguros privados (Ley n.° 26.682 de 2011), no se observa una estrategia que se haya propuesto modificar de manera estructural a la configuración del sector salud y al equilibrio entre sus componentes, en parte por el poder de veto que poseen las principales organizaciones sindicales respecto al sistema de obras sociales y la influencia económica de las empresas de medicina prepagada (aseguradoras privadas) y de los efectores privados de servicios sanitarios. En cambio, sí se produjeron medidas que apuntaron a mejorar el acceso a los medicamentos y el acceso a las prestaciones básicas de salud de los sectores de bajos ingresos,29 con los límites que derivan de los menores recursos asignados al subsector público. Pese a esto último, puede cerrarse esta sección reafirmando que en el sector salud las continuidades prevalecen sobre las innovaciones.
4. Conclusiones
Llegados a la sección conclusiva, cabe recordar que el propósito de este artículo fue discutir las transformaciones observadas bajo el kirchnerismo en las principales instituciones que componen el régimen de bienestar argentino, centrando el análisis en los principales componentes de la seguridad social y sus contrapartes no contributivas.
En términos generales, esta etapa se distingue por una mayor intervención estatal en todos los ámbitos de la producción de bienestar. Sin embargo, también se han evidenciado continuidades fruto de los efectos inerciales (de dependencia del sendero, path dependence) a nivel institucional no solo de las políticas neoliberales precrisis de 2001-2002 (fuerte presencia de actores privados en la provisión de servicios de salud y educativos; prevalencia de políticas de activación laboral; etc.), sino también de la construcción conservadora del Estado de bienestar argentino en la etapa industrialista. El mejor ejemplo de ello son las Obras Sociales en el sector salud o la necesidad de implementar condicionalidades en el caso de la AUH, por ejemplo, para hacer políticamente viables estos programas (Straschnoy, 2015), diferenciándolas de las asignaciones familiares para los trabajadores formales (por ejemplo, las obras sociales sindicales).
Por otra parte, otro factor que influyó en la evolución del régimen de bienestar argentino fue la persistencia de estructuras económicas heterogéneas, sus efectos sobre la amplitud del mercado laboral formal y, consecuentemente, sobre la cobertura de la seguridad social argentina.30 Medidas como la moratoria previsional y la AUH ampliaron la cobertura de protección de la vejez y la infancia, respectivamente, garantizando un piso mínimo de transferencias monetarias para categorías en las cuales el grado de exclusión de la seguridad social era mayor, pero al mismo tiempo consolidaron las brechas entre contributivo y no contributivo (en términos de prestaciones y requerimientos de elegibilidad).
La incapacidad de la matriz productiva existente en garantizar una inserción laboral de calidad a la mayoría de la población en edad laboral está vinculada a las continuidades en el régimen de acumulación vigente respecto a la etapa neoliberal, toda vez que permanecen fenómenos de acumulación vía valorización financiera (dadas las elevadas utilidades del sector financiero), concentración productiva, extranjerización de la propiedad de la cúpula empresarial, reprimarización exportadora pese a la retórica de la reindustrialización nacional, etc. (los mencionados Rougier y Schorr, 2012; Gaggero, Schorr y Weiner, 2014; Piva, 2015).31
En esos términos, se considera que en esta etapa no se observa una reformulación radical de la política social argentina. En la primera fase del kirchnerismo, la fuerte recuperación del empleo registrado reforzó el enfoque trabajo-céntrico del Gobierno y de los sectores sociales afines (sindicatos, principalmente). En ese contexto, se pensó que la solución de mediano plazo a la exclusión social provenía del trabajo (asalariado formal) y de la recuperación y reconstrucción de las instituciones laborales (negociaciones colectivas, salario mínimo, etc.). En el caso de las personas mayores, que ya pasaron las edades activas, sí se adoptó una medida reparatoria (moratoria previsional) que dio solución de emergencia a la baja cobertura del sistema previsional. Se trataba en suma de una apuesta por el futuro, es decir que la recuperación del mercado laboral formal resolviera los problemas de cobertura observados en la década anterior. Esta ilusión, pese al incremento del empleo público, fue afectada por la desaceleración económica, las crecientes restricciones a la acción del Gobierno y el conflicto político y social que caracterizó a los años posteriores.
La principal medida de esta segunda etapa (la AUH y otros programas asociados) adoptó en favor de los trabajadores informales una solución diferente, al construir un componente no contributivo dentro de ese componente de la seguridad social (sistema de asignaciones familiares), apuntando una vez más a lograr la más amplia cobertura posible para edades no laborales (niños, niñas y adolescentes). El impacto masivo sobre los sectores de menores ingresos también apuntaló la demanda interna y ayudó a sostener los niveles de empleo preexistentes, pese a la crisis internacional.
Junto con las medidas de reforzamiento de la oferta pública en salud como en educación (Kessler, 2014), el conjunto de la política social kirchnerista apuntó, por tanto, a garantizar un piso mínimo de protección a los trabajadores afectados por la informalidad y un nivel mínimo de ingresos a los hogares de sectores populares, a la vez que consolidaba las instituciones de la seguridad social construidas durante la etapa mítica de la Argentina de clase media. Clase media que, pese a la recuperación de sus ingresos en esta etapa de intervencionismo estatal (o en razón de ella), sigue alimentando el desarrollo del sector privado en todos los ámbitos de la producción de bienestar.
En conclusión, una mirada de largo plazo a esta etapa permite sostener que el gobierno dio, en el corto plazo y desde la emergencia,32 una solución a la incorporación social de largos sectores previamente excluidos, aunque por sobre un plano de diferencia respecto a los sectores integrados. Esta incorporación fue construida por medio de una protección no integral y muy heterogénea del trabajo informal y de los hogares pobres, a la vez que proveyó a la reconstitución de la seguridad social en favor del trabajador formal (principalmente de clase media) y a un florecimiento del sector privado en todos los ámbitos de lo social.
En estos términos, ¿hasta qué punto puede hablarse de una reconstitución de la ciudadanía social en los términos previos a la etapa neoliberal? O, más bien, ¿debe reconocerse que esa época ha dejado una marca profunda visible en la fragmentación de la política social? Danani y Hintze (2014: 376) sostienen, desde una perspectiva afín al autor, que en esta etapa se logró avanzar en la universalización de la protección social aunque no desde una perspectiva universalista, sino a partir de una restauración de los derechos sociales fundados sobre el trabajo remunerado formal y una fragmentación institucional de las políticas sociales y una “sumatoria de diversas coberturas para diversos grupos”, próximo al “universalismo estratificado” teorizado por Filgueira (1998) para la etapa industrialista.
La persistencia de una marcada heterogeneidad productiva (señalada por los trabajos de Salvia y su equipo de investigación, citados previamente) tiene su reflejo en que la inserción ocupacional de un amplio sector de la sociedad sigue presentándose como un problema de difícil solución (como en otras latitudes), frente a las presiones que derivan del funcionamiento de esta etapa del capitalismo y a la inserción dependiente de Argentina en el sistema mundial.
En esos términos, el régimen de acumulación dominante en Argentina no muestra cambios significativos que permitan sostener la recuperación de un modo de regulación con rasgos similares a la etapa de la industrialización. Las contradicciones de la etapa vivieron, por tanto, del desajuste entre la incorporación productiva y la incorporación social de amplios sectores de la sociedad, ya que las características persistentes del proceso de acumulación de la economía argentina parecen convivir con una sociedad segmentada y desigual y, a la vez, sus actores protagonistas son reacios a reformular los mecanismos de extracción y redistribución, como demuestra la constante fuga de capitales y el resultado electoral de 2015.
Este hecho provoca que la financiación de la política social descanse principalmente sobre la clase trabajadora (formal y no formal), por medio de contribuciones e impuestos directos e indirectos, al margen de la renta de la tierra que el Gobierno pudo captar a lo largo de estos años (y que el nuevo Gobierno, al día de asumir, redujo considerablemente). A la vez, las tensiones y brechas entre sistemas contributivos y no contributivos y entre la provisión pública y privada de bienes y servicios satisfactores de necesidades fundamentales, provocan que esta fragmentación tenga su reflejo en una clase trabajadora dividida frente a la nueva ofensiva de las políticas de inspiración neoliberal que se instalaron en el país a finales de 2015.
Respecto a esa nueva etapa, las preguntas se multiplican y requieren de un análisis en profundidad, que resulta difícil en tan corto plazo de tiempo. Las primeras medidas parecen apuntar a un cierto reformismo en el área de la política social, cuyos efectos en términos de cobertura, suficiencia y equidad deberán verse en el mediano-largo plazo.33 Sin embargo, y este es uno de los puntos clave que se ha sostenido a lo largo de este texto, no se deben analizar estas medidas de manera aislada del conjunto de la acción del Gobierno actual, en particular de su política económica. Se ha producido sin duda un viraje muy significativo, desde ese punto de vista, que apunta a una mayor desregulación, apertura económica e incentivos a la inversión privada, en particular extranjera, medidas cubiertas financieramente por un nuevo proceso de endeudamiento externo. El conjunto de estas acciones no parece apuntar a la constitución de un modelo de desarrollo más inclusivo, sino a reforzar los actores económicos más poderosos (en la cúpula empresarial) dentro de un sistema productivo que, aún en su mejor momento de la década pasada, no logró incorporar de manera cualitativamente satisfactoria a sectores muy amplios de las y los trabajadores argentinos. A la vez, el abandono de toda estrategia de protección del empleo interno, pese a todos los límites mencionados, hace prever la persistencia y cierto empeoramiento del desajuste en las instituciones del régimen de bienestar argentino y en la brecha entre sistemas contributivos y no contributivos de protección social.