1. Introducción
A inicios de 2017, el Gobierno de Uruguay hizo pública su decisión de iniciar negociaciones con terceros países, rompiendo de manera unilateral un compromiso legal que ya lleva más de treinta años (Diario La Nación, 15/1/17). Sin embargo, esa no es la primera vez que se habla de fracaso ni que se predice el final del bloque: el Mercosur ha atravesado ya varias crisis internas y de ellas ha resurgido a manera de ave Fénix. Si bien es muy prematuro predecir qué ocurrirá a futuro y más aventurero aún hablar de un final del bloque, lo cierto es que si evaluamos sus resultados a la luz de un enfoque racionalista, como se ha venido haciendo, dicho proceso de integración no cumplió con sus objetivos planeados en un inicio de alcanzar un mercado común, con libre circulación de bienes y servicios, personas e inversiones, tal como prometía el tratado fundacional.
Las razones que ayudan a explican ese fracaso se encuentran, siguiendo a los especialistas, en la ausencia o déficit de complementariedad y especialización de las estructuras productivas de los países del bloque (Lucangelli, 2001; Porta, 2007; Machado y López, 2009) y en la resistencia de los Gobiernos a delegar cuotas de autoridad en instituciones supranacionales (Malamud, 2011; Gratius & Bouzas, 2008). Sin bien tales explicaciones son válidas y en gran medida complementarias, no son suficientes para explicar los vaivenes recurrentes entre crisis y relanzamientos. En ese sentido, el presente trabajo espera contribuir a dicho debate, señalando la necesidad de superar las explicaciones de índole endógeno (propia de los países miembros o región) para incluir factores exógenos que -como las crisis globales- intervienen también en los vaivenes de ese proceso. A nuestro entender, ese reduccionismo se explica por el hecho de que las teorías de la integración regional y multilateral sobre las que se sustentan están construidas a partir de experiencias exitosas del Norte y de visiones hegemónicas de la economía global que no toman en cuenta los dilemas estructurales del subdesarrollo y la dependencia económica.
Para ilustrar tal hipótesis dividimos el artículo en tres partes. En la primera se aborda -de manera estilizada- los principales aportes de las teorías de la integración regional, identificando las diferencias entre las relaciones internacionales y la economía política internacional. En segundo lugar, se analizan las evaluaciones que se han hecho sobre el Mercosur a la luz de sus principales hitos de construcción y de deconstrucción institucional y de interdependencia económica. Por último, y para ilustrar nuestra hipótesis, se busca complementar esa descripción del caso con las crisis externas más importantes que ayudan a explicar el auge y fracaso de los dos principales momentos del Mercosur: los que la literatura describe como un “Mercosur comercial” seguido por un “Mercosur productivo”.
La importancia de la política comercial y las condiciones para el éxito de la integración productiva
Los procesos de integración económica se inician con una liberalización comercial como puntapié para alcanzar un mercado ampliado, tanto en producción como en consumo de bienes y servicios. Sin embargo, la integración negativa, como se la suele llamar, no es el objetivo o meta, sino un mecanismo para alcanzar la Integración Productiva Regional (IPR), la que además supone la coordinación de nuevas políticas sectoriales (integración positiva). La importancia de la IPR por sobre otras agendas se justifica en múltiples razones: en primer lugar, involucra a los actores privados más allá de los Gobiernos, asegurando la continuidad y profundización del proceso por fuera de los cambios de gestión y prioridades estratégicas; en segundo lugar, facilita el camino hacia la liberalización multilateral del comercio y, además, ayuda a promover un desarrollo más equitativo y convergente entre los países miembros.
Las disciplinas que se ocupan de estudiar los procesos de creación y conformación de bloques regionales son la economía y las relaciones internacionales. Estas últimas fueron, sin embargo, las primeras en identificar las condiciones que lo favorecían. La primera respuesta provino de las teorías de la integración que, bajo axiomas funcionalistas, interpretaron lo sucedido en la experiencia europea de posguerra. Para ellas, el factor clave para el éxito de una integración está en la decisión de los Gobiernos de crear instituciones supranacionales. Esas instituciones -que velan por el interés colectivo y están por sobre los Estados- generan un efecto de derrame (spill over) que va incluyendo de manera progresiva nuevas políticas y nuevos actores domésticos, como las burocracias y los actores productivos (Haas, 1971).
Hacia finales de la década de 1960, y como consecuencia de la crisis de la silla vacía (1965), surge la primera controversia teórica, en la que los llamados intergubernamentalistas cuestionan el axioma de la evolución lineal y automática de los procesos mencionados. Señalan que en dichos procesos la delegación de autoridad política no es absoluta, sino que depende de la voluntad de los Gobiernos de turno, los cuales, en definitiva, mantienen el control sobre las grandes decisiones políticas (Moravcsik, 1994).
Terminando la década de 1990, los neoinstitucionalistas hicieron una advertencia no menor. Si bien la supranacionalidad es importante, no cualquier institución interesa a la continuidad y profundización del proceso, como aquellas que resuelven los dilemas de la acción colectiva transnacional. Es decir, las instituciones que aseguren la implementación de los compromisos iniciales (mecanismos de enforcement) y la distribución simétrica de los beneficios obtenidos de la integración (mecanismos de compensación) (Laursen, 2010).
Una segunda controversia en la década de 1990 surge como consecuencia de la proliferación de bloques regionales gracias a la globalización económica. La IPR estadounidense promovida mediante el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Nafta, en su sigla en inglés), seguida por la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (Asean) demuestran que el éxito de la convergencia regional puede lograrse por medio de otros mecanismos que van más allá de las instituciones supranacionales, tales como la existencia de un fuerte liderazgo regional, acompañado de amplias asimetrías entre los miembros (Hurrell, 2007).
Con o sin supranacionalidad, la conclusión que emana de ese grupo de teorías es que la condición sine qua non para el éxito de un proceso de integración es la decisión (más o menos voluntaria) de las partes de delegar autoridad (política y legal) en pos de la acción colectiva transnacional. Los institucionalistas irían más allá, al señalar que los factores de agencia son los que importan, ya que, aun cuando exista interdependencia económica, sin decisión política no hay acuerdo posible.
Al igual que en las relaciones internacionales, las primeras incursiones de los economistas en la temática datan del período de la Posguerra. Estas surgieron en respuesta de dos hechos históricos que marcaron el debate sobre la integración europea: las negociaciones multilaterales del Acuerdo General sobre Comercio y Aranceles (por sus siglas en inglés, GATT) y la creación del mercado común europeo. También en ese caso se trató de un debate fuertemente normativo-ideológico en torno a cuál de las dos opciones contribuiría a generar crecimiento y desarrollo. Durante largas décadas, dicha discusión estuvo hegemonizada por la ortodoxia económica, basada en la afirmación de Smith y David Ricardo, quienes sostenían que el mejor camino para crear riquezas era eliminando las trabas comerciales y dejando que el mercado, por la oferta y la demanda, promoviera la complementación y la especialización productiva entre los países.
El primero en desdecir esta afirmación fue Viner (1950), quien, desde la ortodoxia económica, defendió la estrategia regional como un atajo para alcanzar la deseada apertura multilateral. Esa situación, sin embargo, no era una regla general, sino que se contrastaba tan solo en los casos en los que los efectos en términos de creación de comercio eran mayores que el desvío generado por la protección de un arancel externo común. Tal afirmación abrió una primera brecha entre los economistas de la integración: por una parte los ortodoxos, quienes critican los efectos del desvío, y por otro la heterodoxia, más ligada a las teorías del desarrollo, que habla de los efectos dinámicos generados por la especialización, el aumento de la escala de producción y el incremento de la innovación que contribuyeron a alcanzar un up-grade en la producción.
En la actualidad, la heterodoxia reconoce la existencia de distintos motores de la integración productiva, la cual puede adoptar una modalidad pública ya sea mediante formas de injerencia activa y directa, por medio de mecanismos y políticas que aseguren la coordinación macroeconómica, la reconversión industrial y las compensaciones de asimetrías mediante fondos específicos, o de la coordinación motorizada por actores privados, empresas, redes, etc., y en las que la intervención pública es mínima y se restringe a la coordinación arancelaria.
Una segunda polémica surge en el seno de la escuela neoclásica como resultado de la proliferación de bloques en la década de 1990. La pregunta que buscan responder es: ¿qué tipo de acuerdo resulta más exitoso para garantizar la integración productiva: aquel en que se asocian países de distintos grados de desarrollo, como en el caso del Nafta; o aquel que integra países de igual grado de desarrollo y en el que las asimetrías son menores, como en el caso de los acuerdos Sur-Sur? Una vez más, las respuestas serían difíciles y ambiguas, ya que un acuerdo Norte-Sur, como el Nafta, aseguraría crecimiento e IPR pero también una ampliación de la asimetría internas; mientras que un acuerdo Sur-Sur prometería resultados inversos: menos crecimiento pero mayor convergencia.
El Mercosur y sus déficits institucionales
Los estudios que hablan del fracaso del Mercosur se apoyan en mayor o menor medida en esas teorías. A continuación analizaremos las principales interpretaciones a la luz de los hechos, buscando identificar si con el correr de los años el bloque ha incluido cambios y modificaciones que ayudaron a solucionar sus déficits o, por el contrario, a ampliarlos. Iniciaremos el recorrido con las explicaciones que focalizan sobre la construcción institucional del bloque y las caracterizaremos alrededor de los dos momentos o etapas en los que los actores dividen los más de treinta años de vida del Mercosur.
3.1. La etapa comercial (1991-2001)
Las explicaciones que se apoyan en el factor institucional coinciden en señalar que su principal problema ha sido la persistente resistencia de los Gobiernos a ceder soberanía (Grabendorff, 2015). Sin embargo, las argumentaciones han ido cambiando y sofisticándose con el tiempo.
En un principio, los autores hicieron hincapié en el carácter intergubernamental de sus instituciones políticas y jurídicas, las cuales, reforzadas por el hiperpresidencialismo de sus constituciones nacionales, contribuyeron a fortalecer los liderazgos de los ejecutivos por sobre otros poderes constitucionales, como los parlamentos o burocracias nacionales, lo que dificultó la continuidad de los compromisos en el tiempo. En efecto, esa característica fue la marca inicial del Mercosur, que con el Protocolo de Oro Preto (1995) queda conformado por los cuatro Gobiernos miembros que definen el organigrama del bloque respecto a las instituciones formales encargadas de poner en marcha y monitorear el proceso de liberalización y de coordinación política y económica.
El Mercosur optó por tres instituciones regionales: el Consejo Mercado Común (CMC), el Grupo Mercado Común (GMC) y la Comisión de Comercio. La estructura de carácter jerárquico está conformada por funcionarios de los ministerios nacionales de economía y de relaciones exteriores, desde las primeras líneas (ministros) hasta las terceras representadas por burocracias técnicas, cada una de ellas con capacidad de crear normativa y encargadas de asegurar su implementación por medio de decisiones tomadas por la regla del consenso de todas las partes (cuadro 1).
Con posterioridad, los déficits del intergubernamentalismo del Mercosur se fueron sofisticando (cuadro 2). El problema no eran las instituciones políticas en general sino aquellas vinculadas con los mecanismos diseñados para la implementación de los compromisos iniciales y para reducir la brecha de asimetría inicial, que se iría ampliando con el tiempo y a medida que los beneficios del Mercosur no se distribuían de manera equitativa entre los países.
En efecto, a raíz del carácter intergubernamental de sus instituciones, la normativa del Mercosur era de tipo secundaria y requería de la internalización por parte de los Gobiernos nacionales, según sus usos y costumbres, para su puesta en vigencia. Como los tratados constitutivos no especificaban plazos ni obligaciones, un alto porcentaje de la normativa del Mercosur que se fue sancionando a escala regional nunca entró en vigencia, por lo que la literatura especializada empezó a llamar la “brecha de la implementación” (Gratius y Bouzas, 2008). Los tratados originales tampoco previeron un sistema jurídico eficiente que fuera capaz de dirimir los conflictos surgidos al calor de la mala aplicación de sus normas. En vez de incluir reglas por mayoría o incluirle un carácter supranacional, los Gobiernos se inclinaron por un sistema de resolución de controversias de tipo ad hoc y privilegiaron la vía diplomática por sobre la judicial.
La única excepción a esa regla fue el Tratado de Asunción (1991), concebido como normativa primaria del Mercosur. Con la sola firma de ese tratado fundacional los Gobiernos se comprometían, por una parte, a poner en marcha el funcionamiento del Programa de Liberalización Comercial, el cual obligaba a eliminar las trabas al comercio intrazona de manera automática, progresiva y universal. Por otra parte, los Gobiernos se comprometían a profundizar la integración económica con la creación de una unión aduanera mediante un arancel externo común hacia terceros países. Si bien el acuerdo fundacional no avanzaba en la definición de cómo hacerlo, especificaba que debía entrar en vigencia en el año 1995, es decir, cuatro años después de firmado el acuerdo.
Con relación a las instituciones regionales para reducir la distribución de beneficios y resultados de manera asimétrica entre los países miembros, el Mercosur no previó mecanismo alguno para reducir la brecha o asimetrías entre los países más grandes, como Brasil y Argentina, por un lado, y Uruguay y Paraguay, por el otro. El único mecanismo previsto en los tratados fundacionales fue la ampliación de plazos y de listas de excepciones a la desgravación arancelaria que debían seguir en el Programa de Liberalización Comercial (PLC primero y en el Régimen de Adecuación Final a la Unión Aduanera, Rafua, después), sin prever ninguna política de compensación monetaria o de asistencia técnica a los países más pequeños.
Hacia finales de 1995 el Mercosur alcanzo su máximo desarrollo institucional, con la desgravación de la mayor parte del comercio intrazona2 y con la conformación de la unión aduanera tal como lo establecía el tratado original. Sin embargo, la puesta en marcha del Arancel Externo Común (AEC) no solo fue el punto culminante de la construcción institucional sino también el inicio de su declive (Botto, 2015). La ausencia de mecanismos de compensación, seguida por la falta de procedimientos vinculantes, contribuyó a que los países, sobre todo aquellos que debían asumir costos sin recibir beneficios, aplicasen medidas de protección unilateral al comercio intrazona y a perforar el AEC. Esa práctica se extendió también a los más grandes y generó una competencia de apoyos encubiertos, que en algunos casos derivaban en conflictos y controversias comerciales, pero en su mayoría era aceptada de manera implícita por el resto, a sabiendas que tarde o temprano todos las terminarían usando.
Una tercera interpretación de los déficits institucionales del Mercosur apunta al proceso de ampliación de la agenda política y de los actores sociales. Para algunos autores, tal peculiaridad deriva de la incapacidad del bloque de avanzar en la agenda de la integración económica. La consecuencia de esa apertura ha retroalimentado la parálisis del proceso, ampliando la voz y las demandas de dichos sectores en las negociaciones y generando verdaderos cuellos de botella en e rango decisional (Hirst, 1996). Para un segundo grupo de autores, esa ampliación y proliferación de instituciones y de agencias ad hoc en el organigrama del Mercosur es el resultado del tipo de agenda o contrato abierto con que los Gobiernos lanzaron el Mercosur en 1991. Tal contrato establecía un objetivo meta -la creación de un mercado común con libre circulación de factores productivos- que sedujo el apoyo de los actores sociales y políticos que desde el inicio apoyaron el proceso y demandaron su inclusión en las negociaciones. En ese sentido, la integración económica del Mercosur generó un efecto de derrame sobre otras agendas no económicas y más vinculadas con la cooperación política, como la migraciones, educación, derechos humanos, entre otras (Botto, 2015).
2.2. La etapa de la integración productiva (2002-2015)
Con la renovación de los ejecutivos en los principios del siglo XXI -Kirchner por Argentina, Lula por Brasil, Lugo por Paraguay y Tabaré Vázquez en Uruguay- el proceso de integración fue relanzado. Entre ellos existía un profundo consenso sobre la necesidad de reformular la agenda regional, sumando a la agenda previa de crecimiento comercial la idea de desarrollo inclusivo, que cada uno de ellos imprimiría a escala nacional. En términos institucionales, el cambio de la agenda comercial hacia una de desarrollo inclusivo paso por agenda por suplir algunas de las debilidades fundacionales. En primer lugar, busco reducir la brecha de implementación, introduciendo precisiones en torno a la modalidad y fechas de internacionalización de la normativa Mercosur en los Estados miembros. También en esa dirección, fortaleció el sistema de solución de controversias comerciales por medio del Protocolo de Olivos (2005), que obligó, por un lado, a la selección de foros (OMC o Mercosur) a las partes demandantes, con el objetivo de evitar la postergación de plazos y la duplicación de procesos; y por otro, creó un tribunal de segunda instancia que, a diferencia de los de primera instancia, sería de carácter permanente y funcionaría en Paraguay. Por último, fortaleció el carácter hiperpresidencialista del proceso decisorio, incorporando las cumbres presidenciales a la cabeza de la estructura institucional, las que se reunirían de manera periódica para marcar las nuevas líneas políticas del proceso.
Sin embargo, los principales cambios se manifestaron en relación con la agenda de integración productiva que constaba de dos pilares. El primer pilar buscó cerrar las asimetrías internas entre los países y en su interior, por intermedio de un fondo regional -Fondo de Compensación Estructural del Mercosur (Focem, 2002)- con el que se beneficiará en mayor medida a Paraguay Uruguay, otorgándoles mayores beneficios y menores aportes. El segundo pilar apuntó hacia la formación de cadenas productivas de alcance regional que incluyera a las pequeñas y medianas empresas (pymes). En esa dirección se diseñaron tres iniciativas: 1) los foros de competitividad (2002-2008) para promover la asociatividad de pymes de los distintos sectores que conforman la cadenas de maderas y muebles; 2) las cadenas verticales de proveedores (2010-2014) en sectores como el petróleo y la industria automotriz, en los que Brasil ejercía un claro liderazgo regional;3 y 3) la creación de un fondo regional (Fondopyme) (2007) que facilitara el acceso a financiamiento a pymes vinculadas a proyectos de alcance regional.
La puesta en marcha de todas esas iniciativas no fue sencilla ni tampoco alcanzó los resultados esperados, fundamentalmente por dos razones, en gran medida complementarias. La primera, la insignificancia de recursos disponibles para revertir problemas estructurales. El caso que mejor ilustra tal situación fue la creación del Focem, que se materializó en un magro pozo de cien millones de dólares anuales que se destinarían a proyectos nacionales para el desarrollo, en vez de dirigirlos hacia la mentada integración productiva regional. El segundo obstáculo fue la resistencia de Brasil a asumir su liderazgo regional en un área en la que con claridad se dejaba entrever una brecha creciente entre los países miembros no solo en términos de recursos materiales sino de capacidad política y técnica.4 En vez de priorizar ese espacio de la integración regional, Brasil preferiría fortalecer un nuevo ámbito de cooperación regional, que como la Unasur, le permitía ampliar su proyección a escala regional y hemisférica, sumando nuevos países y agendas; sin cargar sobre sus espaldas con una estructura intergubernamental que le obligaba a alcanzar mayores consensos y asumir mayores compromisos en virtud de las asimetrías crecientes.
El Mercosur y sus déficits económicos
Los análisis económicos que hablan del fracaso o límites del Mercosur se apoyan en la tesis de la ausencia de interdependencia productiva entre sus estructuras. Para la ortodoxia, el problema radica en las distorsiones que generan las protecciones arancelarias y pararancelarias que dificultan el libre juego de la oferta y la demanda entre economías con sectores competitivos que favorecerían la complementariedad y la especialización (Machado, Bosco y López, 2009; Lucangeli, 2007). Para los heterodoxos, en cambio, se justifica en la ausencia de políticas activas por parte de los Estados que no han logrado avanzar en la coordinación macroeconómica y política de integración productiva que reduzcan la incertidumbre y favorezca la asociatividad de los sectores productivos a escala regional (Porta, 2007; Bembi, De Angelis y Molinari, 2013). Ambos diagnósticos son acertados y en gran medida complementarios en el tiempo, ya que a la integración negativa que propone la ortodoxia se le sumaría la integración positiva, con la participación activa de los Estados. A continuación analizaremos los avances y los resultados obtenidos de cada una de esas estrategias en el Mercosur.
3.1. La etapa comercial
Con la firma del Tratado de Asunción (1991) los países asumieron dos compromisos ineludibles. Por una parte, dar inicio a un proceso de desgravación de los aranceles intrazona, lo que la literatura llama integración negativa, mediante un mecanismo de desregulación automático, universal y progresivo, hasta alcanzar un área de libre comercio.5 Por la otra, comprometía a las partes a avanzar hacia un proceso de integración positiva, coordinando una política arancelaria compartida para proteger el mercado ampliado y negociar acuerdos con terceros países. Sin especificar en el cómo alcanzarlo ni al nivel arancelario, el acuerdo fundacional estableció que para el año 1995 dicha unión aduanera debía estar constituida.
Hacia el año 1998 el Mercosur había alcanzado su época de oro (Bouzas, 2001). La liberalización del comercio intrazona había contribuido a triplicar los flujos entre los países miembros y asociados. En un primer momento, los principales beneficiarios fueron las economías más pequeñas, en virtud de su tamaño relativo; pero esa correlación fue cambiando con el tiempo en favor de los países más grandes del bloque (tabla n.° 1).
El arancel externo común también introdujo un cambio profundo en la matriz productiva del Mercosur: el comercio extrazona, en especial con la Unión Europea y los Estados Unidos, se vio reducido de forma drástica. Esos países eran los socios tradicionales de América Latina: hacia ellos, los países de la región exportaban bienes primarios (commodities agrícolas y minerales) a cambio de manufacturas industriales. Sin embargo, gracias a la eliminación de barreras arancelarias intrazona, seguida por la instauración de un AEC, la importación de manufacturas de los países industrializados se redujo de manera notable por aquellas producidas en la región (principalmente en Brasil y en menor medida en Argentina) (tablas 2 y 3).
Sin embargo, no todos los países del bloque se beneficiarían de ese cambio en la matriz productiva El país que más beneficio obtuvo de ese nuevo mercado ampliado fue Brasil. No solo porque era la economía más industrializada de la región, sino porque asumió un claro liderazgo político y técnico en las negociaciones para definir el AEC, que tuvieron lugar entre los años 1991 y 1995. A diferencia de otros países, como Argentina, que tuvieron una actitud dubitativa en torno a los beneficios del bloque, Brasil logró imponer su propia estructura arancelaria a escala regional, protegiendo con altos aranceles a los sectores industriales que consideraba estratégico y desgravando a los de menor valor agregado, como las commodities minerales (Botto & Quiliconi, 2007).6 También Argentina obtuvo beneficios de esa nueva matriz productiva; pero, en su caso, los beneficios se reducían a su participación en la industria automotriz.
La industria automotriz fue y sigue siendo “el sector estrella” del Mercosur, ya que ella se beneficia no solo de la reducción de aranceles intrazona y el abaratamiento de los costos de producción gracias al libre comercio; sino que, además, tiene asegurado un mercado de consumo ampliado por medio de la altísima protección que le garantiza un arancel externo común (de alrededor del 35%). El interés de los Gobiernos del Mercosur de proteger ese sector no solo se justifica en la necesidad de atraer inversión externa directa (IED) de las casas matrices para modernizar la industria en la región, sino por su impacto sobre la industria siderúrgica y metalúrgica nacional, que es la que le provee de insumos básicos. A partir de la industria automotriz del Mercosur, esas empresas lograron integrarse en redes y desde allí proyectarse a escala global (Sánchez Bajo, 1999). Sin embargo, muchos autores señalan que no se trata de una política industrial de alcance regional sino más bien de una “política de comercio-administrado”, de la que se benefician las dos economías más grandes del bloque.(Machado y López, 2009).7
Además de la industria automotriz, el mercado ampliado se constituyó en un polo de atracción sobre las inversiones externas directas (IED) en sectores productivos en los que la región era atractiva debido al petróleo, la minería y los alimentos. Sin embargo, los especialistas tienden a señalar que la llegada de esos flujos de inversiones fueron el resultado de una sumatoria de incentivos, como los procesos de privatizaciones y de reformas unilaterales que se estaban implementando de manera simultánea a la integración regional (Chudnovsky y López, 2007). Tampoco en ese caso la distribución de los beneficios fue equitativa entre los países del Mercosur. Si bien todos recibieron inversiones externas, la mayor cantidad de IED se concentró en Argentina y Brasil, países en los que el proceso de privatización de los servicios y de empresas públicas aseguraba mayores retribuciones en virtud de su tamaño (tablas n.° 4 y 5).
Si bien los procesos de liberalización arancelaria, seguidos por la instauración de una AEC, trajeron mejoras en los indicadores de crecimiento del bloque, la ausencia de mecanismos para hacerlos efectivos o de políticas para distribuir los beneficios de manera más equitativa terminaron por frenar el dinamismo inicial y por desandar muchos de los compromisos asumidos de forma previa. Los países que se percibían perdedores de esa integración empezaron a postergar fechas de liberalización, así como a recurrir a prácticas desleales del comercio, a anteponer barreras pararancelarias al comercio intrazona, a la perforación de manera inconsulta del arancel externo conjunto e iniciar negociaciones bilaterales con terceros países. En muchos de los casos, esas medidas fueron aceptadas de manera implícita como vías de escape o “manotazo de ahogado” por parte de Brasil; pero en otros casos, generaron roces diplomáticos y conflictos comerciales de lenta resolución. El momento más crítico, sin embargo, devino hacia el año 1998, fecha en la que el principal ganador del proceso decide, de forma unilateral, devaluar su moneda para proteger su economía de los cimbronazos externos. La consecuencia no tardó en llegar, con un abrupto desvío de flujos del comercio intrazona y el éxodo de las industrias hacia ese país, ampliando los desequilibrios y las asimetrías ya existentes.
3.2. La etapa de integración productiva
Hacia finales del 2002, el interés por el Mercosur renace. Los nuevos Gobiernos comparten la decisión de fortalecer el mercado regional por medio de la intervención de los Estados. En esa dirección se incluyen iniciativas que tienden a generar un mayor equilibrio en la distribución de oportunidades. Los Gobiernos de Brasil y Argentina convencen a los propios sectores industriales sobre la necesidad de negociar entre ellos (y al margen del Estado) las llamadas “cláusulas compensatorias” que permitieran a las empresas argentinas de la línea blanca recuperar parte del mercado interno perdido en manos de las empresas brasileras. En esa misma dirección, la economía de Uruguay es invitada a formar parte de la cadena automotriz.
Todas esas gestiones de buenos oficios entre los países aseguraron hacia el año 2008 un repunte de flujo intrazona que había llegado a su peor obstáculo en el año 2002. Sin embargo, esos nunca llegarían a los márgenes de diez años atrás. La brecha entre la economía brasileña y el resto de los países se habían ampliado, sobre todo con Argentina (Inchauspe, 2012). Los flujos del comercio bilaterales entre Argentina y Brasil eran superavitarios para Brasil, no solo en términos cuantitativos, sino del alto valor agregado de los bienes que Argentina adquiría de su socio
A manera de ejemplo, para el año 2008, el comercio intraindustrial mostraba un distanciamiento y especialización en la producción de manufacturas entre Argentina y Brasil. Mientras el primero mantenía su perfil como productor de manufacturas industriales vinculadas con los recursos naturales, como refinados de maderas, petróleo, química y caucho, Brasil se posicionaba como principal proveedor de manufacturas industriales de alto valor agregado, como electrodomésticos, electrónica, informática, equipos de transporte, máquinas y herramienta, automotrices y otros instrumentos de precisión (Porta, 2015) (gráfico n.º 1).
Frente a tal aumento de las asimetrías internas en favor de Brasil, los Gobiernos del Mercosur ensayaron soluciones novedosas, como la creación de un Fondo de Convergencia Estructural del Mercosur (Focem) y tres distintas iniciativas para promover cadenas productivas de alcance regional. Respecto a la primera, el fondo no superó los cien millones de dólares que en su distribución privilegiaron a las economías más pequeñas de la región y se destinaron inicialmente a proyectos de carácter social. Respecto a las iniciativas productivas de integración productiva apuntaron a promover la participación de pequeñas y medianas empresas pero sus esfuerzos se redujeron al intercambio de experiencias y de necesidades entre los distintos países con escasos recursos y voluntad política8 (Botto & Molinari, 2014).
Otra condición que se mantuvo ausente en esa segunda etapa se refiere al liderazgo de Brasil. Si bien en el plano económico, en especial la industria manufacturera de ese país, había crecido y consolidado al calor del mercado ampliado, su Gobierno se resistía a ejercer el liderazgo regional y, en gran medida, contribuyó a obstaculizar la puesta en marcha de las iniciativas que buscaban afianzar la integración productiva.9 Una de las razones que explican ese desinterés se encuentra en el hecho de que si bien Brasil era el principal ganador comercial del Mercosur en términos relativos al resto de los países, esos valores resultaban insignificantes si se lo comparaba al total de sus exportaciones nacionales (tablas 6 y 7). Tal situación se agravó aún más a partir del año 2006, fecha en la que las exportaciones industriales caen y las exportaciones de commodities agrícolas hacia terceros países comienzan a ganar protagonismo en su producto bruto nacional.
Factores endógenos y exógenos que explican los cambios de agendas y los fracasos “relativos” del Mercosur
Hasta aquí las explicaciones y los hechos que las contrastan. Todos estos análisis buscan interpretar las crisis y fracasos recurrentes del Mercosur. A nuestro entender, resulta necesario explicitar a qué nos referimos por Mercosur y por fracaso. Desde la perspectiva racional que caracteriza la mayoría de estos trabajos, Mercosur hace referencia al objetivo o meta inicial de construir una unión aduanera que genere las condiciones para superar el patrón tradicional de región exportadora de commodities a terceros países y promover la complementación y especialización productiva entre los países miembros. En cambio, la evaluación de los alcances del Mercosur, a la luz de un enfoque constructivista, variaría enormemente, ya que consideraría como altamente positivo la construcción (no prevista) de una integración de carácter política y el efecto de derrame que la agenda económica tuvo sobre otras agendas de cooperación regional y sobre actores (identidades y valores) transnacionales (Botto, 2015).
Para explicar el fracaso del Mercosur los especialistas enfatizan, como vimos hasta ahora, en la ausencia o déficits de factores endógenos (internos a la región), sean estos de tipo político, como la resistencia de los Gobiernos a la construcción institucional o a asumir el liderazgo, o de económicas, como la falta de interdependencia productiva de las estructuras nacionales. Explicaciones distintas pero complementarias, ya que una lleva a la otra, o viceversa. También vimos que esta caracterización describe la configuración original del Mercosur pero que ella fue cambiando en el tiempo con la puesta en marcha de mecanismos e iniciativas que buscaron promover la convergencia arancelaria, la complementación industrial, la compensación de las asimetrías originarias. Sin embargo, dichas medidas no lograron romper con el patrón dual de comercio industrial, que habla de la convivencia de un patrón tradicional en el que prevalecen las exportaciones de materias primas de tipo agrícola o mineral; y otro, favorecido por el arancel externo común del Mercosur, en el que priman las manufacturas de alto y medio valor agregado (ver gráfico Nª2)
Lejos de romper y desplazar la estructura tradicional por otra de tipo industrial, como era lo esperado, el Mercosur mostró un desempeño inverso. En un primer momento, con la pérdida de protagonismo de las manufacturas argentinas en el mercado regional en manos de las brasileras; y posteriormente, con la caída de esas últimas en el mercado intrazona y el aumento geométrico de los flujos extrazona de commodities agrícolas.
Para entender esos retrocesos en el desempeño comercial del Mercosur, las explicaciones de carácter endógenos por si solas resultan insuficientes. Resulta necesario incluir otros factores exógenos que hablan de una fuerte vulnerabilidad y dependencia estructural de la región. Entre ellas podemos incluir cambios en la regulación global del comercio multilateral, cambios en la direccionalidad de los flujos financieros globales y en la estrategia de inversiones de las empresas transnacionales. Esos cambios de orden global y exógeno generaron fuertes cimbronazos/crisis en el bloque regional que fueron seguidas por procesos de deconstrucción institucional.10 La primera fue la crisis financiera asiática que obligó a Brasil a devaluar su moneda en el año 1998 para evitar el éxodo de las inversiones externas directas (IED) en su país. Esa decisión de carácter unilateral e inconsulta, de romper la convergencia macroeconomía que existía entre los dos socios principales, Argentina y Brasil, generó irreversibles daños en el Mercosur: el comercio intrazona cayó, las IED se mudaron hacia Brasil junto con las principales industrias y los conflictos comerciales proliferaron y recrudecieron. Las asimetrías originarias del Mercosur, lejos de reducirse, se ampliaron.
La segunda crisis del Mercosur se hace manifiesta en el año 2014 con la explicitación de todos los Gobiernos de la región de la necesidad de repensar el Mercosur hacia una zona de libre comercio. Si bien ese consenso habla de la divergencia de “proyectos “nacionales en el seno del bloque,11 el detonante externo fue la aparición de China como actor clave en la economía global tras su adhesión en la OMC (2001). Para América Latina y el Caribe significó un acelerado crecimiento de su exportación, que pasó de 1% en el año 2000 al 7,6% en el 2009; y un aumento de las IED, que en el año 2015 ascendió a diez mil millones de dólares. Al Gobierno de China y a sus empresas no solo le interesa comprar granos y alimentos sino también invertir en planes de infraestructura que le faciliten el traslado de materias primas de las minas, de la plantas energéticas o del campo hacia el puerto, a la vez que dan respuesta a los superávit chinos en materia de mano de obra (Myers, 2016: 29).12
De entre todos los países del Mercosur, China privilegio sus vínculos con Brasil mediante un acuerdo bilateral de preferencias arancelarias. Los efectos de esa estrategia bilateral no tardaron en hacerse visibles, echando por la borda la idea de integrar a los países entre sí por medio de negociaciones regionales y articulando su geografía mediante obras de infraestructura en dirección centrípeta y no centrífuga.
A modo de conclusiones
La intención de este articulo ha sido la de interpretar la actual crisis del Mercosur a la luz de las teorías de la integración política y económica. Desde su origen, el proceso de integración ha generado opiniones opuestas, algunas que lo enaltecen al caracterizarlo como el caso más exitoso de regionalismo abierto latinoamericano (Estevadeordal et al., 2001) y otros que lo caracterizan como un elefante blanco (Natanson, 2017).
La pregunta que buscamos responder en el presente artículo fue comprender por qué se presentan estos vaivenes en las interpretaciones sobre sus alcances y resultados. ¿Se trata de fracasos genuinos o son más producto de interpretaciones que evalúan realidades con criterios inadecuados? La respuesta que buscamos demostrar es que la mayoría de tales interpretaciones se apoyan en teorías de economía y política internacional que, basadas en las experiencias exitosas del Norte, focalizan solo en la existencia de condiciones de carácter endógenas, como es la estructura productiva y la decisiones de la agencia.
Siguiendo las teorías de carácter prescriptivo, el Mercosur, en efecto, no poseía ninguna de esas condiciones o prerrequisitos iniciales. Y si bien es cierto que ha habido avances en materia de instituciones más vinculantes, liderazgo regional, fondos de compensación de asimetría e iniciativa para promover una mayor interdependencia regional, lo cierto es que no han sido suficientemente fuertes como para desviar el patrón originario de una complementación débil, sumado a la falta de un claro líder regional.
Sin embargo, tomando en cuenta los déficits y momentos críticos atravesados por la gestión anterior (que es la que más ha hecho para promover la integración productiva), este artículo busca llamar la atención sobre la necesidad de sumar a las interpretaciones, condiciones o factores de índole externa que, al decir de las crisis financieras globales (1997), como la presencia de China (2001), amplían la vulnerabilidad generada por los déficits internos. En ese sentido, todas esas crisis han generado oportunidades para la construcción o deconstrucción de la acción colectiva regional. Cada una de esas crisis externas ha generado importantes cimbronazos en el bloque, ampliando los disensos nacionales en torno al modelo de desarrollo en vez de fortalecer la idea de un mercado interno.
Una de las posibles explicaciones de la razón por la que no aparecen los factores exógenos en la interpretación de los avances y dificultades de la integración del Mercosur es la ausencia de los mismos en la teoría de la integración, pensada desde y para los países centrales, que tienen más autonomía y espacios de maniobra que los países periféricos y con estructuras productivas fuertemente dependientes.