Introducción: cuerpos dementes, cuerpos descompuestos
“A quien los dioses quieren destruir, antes lo enloquecen”, esta frase, analizada por la filóloga londinense Ruth Padel en su obra titulada A quien los dioses destruyen (2009), es una paráfrasis de un dicho empleado entre la cultura griega clásica y romana, la cual refiere a una conciencia trágica acerca del destino humano, en el sentido de que se asume que nuestras vidas, nuestra finitud y nuestras corduras dependen de una naturaleza caprichosa y de una voluntad mezquina por parte de los dioses.
Con la cultura monoteísta cristina y la idea de un dios bondadoso, esta visión trágica de la locura y la muerte se modifica, sin embargo, es posible repensar el infortunio de la demencia o la muerte, como una decisión que no necesariamente ha sido tomada por dioses iracundos o voluntariosos, sino, tan solo como una metáfora para insinuar la vida desafortunada de seres humanos sin destino, abandonados, arrojados en las calles sin protección alguna.
En cuanto a la noción de infamia, la palabra es extraída de la lectura de un pequeño escrito de Michel Foucault, titulado La vida de los hombres infames (1977). El texto es apenas el prólogo de un libro que no fue escrito, sin embargo, en él se propone un cierto modo de abordaje de la condición de infamia, de aquellas existencias fulgurantes, de vidas miserables, desgraciadas, víctimas sin gloria, sin reputación, sin nombre, seres abandonados por los dioses, cuerpos atrapados en las redes de clasificación de las instituciones públicas, de los saberes médicos y psiquiátricos, víctimas de una violencia social y excluidos de las dinámicas que conforman el tejido de lo social.
En breve, el objetivo de este texto es desarrollar la noción de estética de la infamia a través del estudio de la obra realista, no figurativa, de Martha Pacheco; la referencia al arte no figurativo será desarrollada en páginas posteriores, no obstante, vale señalar que éste refiere a la creación de imágenes y representación de cuerpos que no pretenden contar historia alguna; en el caso de nuestra pintora, sus obras dibujan cuerpos que no buscan narrar ningún acontecimiento, se trata de figuras humanas sin identidad, encerrados entre la locura y la muerte, entre su demencia o su descomposición.
La infamia
Estar frente a la representación de un cuerpo humano sin vida, abierto, vaciado de sus entrañas, u observar los rastros de locura en el rostro una persona, son experiencias que nos alejan del placer o de la belleza habituales durante la contemplación de una obra pictórica realista, semejante experiencia se encuentra más próxima al horror y al espanto.
La propuesta artística de la pintora tapatía, su estilo realista de la figura humana se ubica en los márgenes de lo ominoso de aquello que casi nadie quiere mirar. Así, por ejemplo, en la serie de óleos sobre madera titulados Exiliados del imperio de la razón (1996) (figura 1) o en el “Autorretrato. Martha en la Morgue” (1996) (figura 2), la pintora desarrolla una especie de poética del cuerpo alejada del placer estético y contemplativo, obliga al espectador a mirar de frente los síntomas del abandono de un ser desgraciado, desafortunado, desdichado.
Respecto a la noción de infamia, la idea es derivada de la propuesta de Michel Foucault acerca de crear una especie de antología de vidas de hombres sin honra, execrados de la sociedad y sus normas. El proyecto obedece a una serie de condiciones o reglas simples que él mismo detalla, y que a continuación se resumen:
Debe tratarse de personas con existencia real.
De individuos que hayan padecido existencias oscuras y desafortunadas.
De discursos compuestos por una anécdota minúscula de sus existencias (contadas en pocas páginas o frases), de su desdicha, de su rabia o de su incierta locura.
Que del choque entre las palabras y sus vidas emerja un cierto efecto de mezcla entre belleza y espanto. (Foucault, 1977, p. 139)
Es posible interpretar la condición de infamia como una especie de poemas vivos, de discursos minúsculos sobre existencias desafortunadas, reales, y el cruce, la complicidad entre dos experiencias contrapuestas: la belleza y el espanto. Sin embargo, es necesario advertir que este texto no pretende hacer una apología de la desdicha, ni de la violencia de individuos sometidos a semejantes condiciones, no hay belleza alguna en la mirada vacía de un cadáver con el cráneo destapado, o en la miseria de un cuerpo víctima de la indigencia, o en el abandono en instituciones públicas de individuos con síntomas de demencia. La posibilidad de hablar de una estética de la infamia radica, más bien, en un esfuerzo por dilucidar una especia de relación imposible entre vida y muerte, entre eros y tánatos, entre la iconografía erótica y divina, entre lo profano y lo sagrado.
Existe pues una coincidencia entre el proyecto del filósofo francés y el trabajo de la pintora mexicana, pero ¿cómo fue que la condición de infamia de ciertos individuos despertó el interés de cierta comunidad? Desde esta pregunta, el filósofo Foucault y también la pintora Pacheco exploran la columna de los faite divers1 de la prensa francesa y la nota roja de la prensa mexicana, respectivamente, para contemplar la vida, la existencia y la muerte de seres ordinarios.
En cuanto a la exclusión social como forma de violencia, resulta un problema que implica estudios profundos; en México y en Latinoamérica resulta difícil estimar las cifras de individuos que viven en condición de indigencia o abandono, esto se debe a que se trata de individuos de quienes no se tiene registro alguno, que no forman parte del sistema social que administra la vida de los ciudadanos.
En Prólogo a las actas del taller sobre pobreza y exclusión social en América Latina (2000), Guillermo Perry puntualiza que el fenómeno de exclusión social abarca muchas dimensiones, y precisa cuatro de ellas: 1) la exclusión no económica de acceso a servicios básicos de capital humano; 2) acceso desigual a los mercados de trabajo y mecanismos de protección social; 3) la exclusión a mecanismos participativos de una sociedad democrática y 4) la ausencia de ejercicio y protección de derechos políticos y libertades civiles. (pp. 9-10).
La condición de infamia abarca las cuatro dimensiones puntualizadas por Perry, Martha Pacheco logra advertirlas, y reconocer el infortunio de las vidas infames, la exclusión de individuos sometidos a la negación completa de servicios básicos, de derechos sociales, humanos, políticos.
Desde estas notas preliminares, a continuación, se desarrollarán algunas categorías para el análisis de la representación del cuerpo en Martha Pacheco y para la reconstrucción del concepto propuesto: la estética de la infamia.
Cuerpos reales
Según María Fernanda Matos Moctezuma, investigadora de El Colegio de Jalisco, en su obra Locura y muerte. El horror y lo sublime en la pintura de Martha Pacheco (2013), existe una coincidencia entre el trabajo pictórico de Martha Pacheco y el arte renacentista, respecto a los intereses de ambos por asociar la condición humana con el dolor y el sufrimiento.
Y en efecto, es posible advertir la influencia de pintores como Andrea Mantegna en la obra “Lamento sul cristo morto” (1495) en el trabajo de la artista tapatía. María Matos lo explica de la siguiente forma: “el esquema planteado por Mantegna puede encontrarse en diversas obras de Martha Pacheco, como en dibujo en picada, trabajado con una perspectiva pronunciada, donde el cuerpo de una mujer muerta se muestra desde las plantas de sus pies” (Matos, 2013, p. 21). En “Autorretrato. Martha Pacheco en la Morgue” (1996) (figura 2), se aprecia lo que Matos sostiene respecto al empleo de la tercera dimensión, de los cuerpos en picada, en perspectiva. En el caso de Mantegna, el cuerpo del cristo muerto se distribuye de los pies a la cabeza; el cuerpo de Pacheco, invertido, comienza con la cabeza y la imagen se difumina progresivamente, como una escala deslizante de una imagen fotográfica.
En la historia del arte renacentista, el empleo del pasaje religioso sobre la agonía y la muerte de cristo se puede apreciar en el desarrollo y perfeccionamiento de una diversidad de técnicas, y el clímax de la iconografía realista que logra representar el cuerpo humano (el de cristo fundamentalmente) como algo físico, como una superficie de carne y hueso, perenne, que yace, sufre, sangra, agoniza y muere.
Así pues, en la obra de Pacheco se constata la apropiación de técnicas realistas provenientes de artistas como Mantegna, y también de los estudios anatómicos desarrollados por da Vinci entre 1510 y 1511, de la antropometría de Durero desarrollada en su texto sobre las proporciones humanas, o de la obra “El cuerpo de cristo muerto en la tumba” (1520-1521) de Hans Holbein, donde se aprecia el cuerpo cadavérico, muerto, yaciendo en su tumba, e incluso de Rembrandt en “La lección de anatomía del doctor Deijman” (1656), donde se muestra un organismo humano con los músculos y tendones del brazo izquierdo al descubierto.
La pintora mexicana recompone una poética del horror, se apropia virtuosamente de técnicas renacentistas parar representar la anatomía de cuerpos y rostros humanos, pero se distancia del sufrimiento humano o divino, en realidad, su obra se acerca al morbo que implica observar un cuerpo rígido, sin vida, muerto. Los poemas vivos de Pacheco reconocen una relación imposible al interior de los cuerpos representados: el vínculo entre el erotismo de la desnudez y el horror de la muerte.
Cuerpos no figurativos
No obstante, el proyecto realista de Martha Pacheco de representar cuerpos reales se aleja de un arte figurativo, lo anterior quiere decir que su propuesta pictórica está compuesta de imágenes que no pretenden contar historias, que no forma parte de una narración.
Los cuerpos muertos que dibuja Pacheco están dispuestos sobre la plancha de una morgue, abiertos, con sus dientes o sus órganos expuestos. No hay una historia por contar, son sólo cuerpos sin nombre, desnudos, abandonados, pero en términos pictóricos, son cuerpos que intencionalmente han sido representados en espacios cerrados, y ni el fondo ni el plano de la imagen ofrecen pistas respecto a qué hacen ahí, o sobre su estatus social en vida (figura 3).
Pero, “¿cómo puede hacerse una pintura no figurativa sin necesidad de hacerla abstracta?” (Pinotti, 2011, p. 199), esta pregunta, formulada por el filósofo italiano Andrea Pinotti en su texto Estética de la pintura, resulta ser el núcleo central de las investigaciones que Gilles Deleuze dedicadas al pintor Francis Bacon, tituladas Francis Bacon: Lógica de la sensación (2009), y que también podrían extenderse al trabajo de la pintora tapatía.
En el caso de Bacon, sus obras suelen representar personajes con cuerpos deformados, figuras que parecen desvanecerse, escurrirse como una especie de masa viscosa, o rostros deformes, sin rasgos faciales definidos. “La cuestión concierne entonces [sostiene Deleuze] a la posibilidad de que haya entre las figuras simultáneas relaciones no ilustrativas y no narrativas, aun lógicas, que se llamaría precisamente matters of fact (cuestiones de hecho)” (Deleuze, 2009, p. 40).
Las figuras de Bacon suelen aparecer encerradas en márgenes geométricos, aisladas al interior del propio cuadro, pero, “¿Para qué sirve ese radical aislamiento? [se pregunta nuevamente Pinotti]: […] para evitar que la figura asuma un carácter figurativo, ilustrativo, narrativo, es decir, para impedir que pueda trascenderse a sí misma hacia algo diferente de sí misma” (Pinotti, 2011, p. 200), en eso consisten las “cuestiones de hecho” (matters of fact) a las que alude Deleuze.
Bacon resulta ser otra influencia notable en la obra de la artista Martha Pacheco, principalmente durante su producción en la década de los 80, donde se observa el mismo recurso de Bacon de disponer en sus obras trozos de carne colgados (figuras 4 y 5).
Esta relación entre cuerpo y carne, Bacon la precisa en la entrevista realizada en marzo de 1966, por el crítico de arte y curador británico David Sylvester, el pintor afirma lo siguiente:
Bueno, claro, somos carne, somos armazones potenciales de carne. Cuando entro en una carnicería pienso siempre que es asombroso que no esté yo allí en vez del animal. Pero el utilizar la carne de ese modo particular posiblemente sea algo parecido a cómo uno podría utilizar la columna vertebral, porque estamos viendo constantemente imágenes del cuerpo humano a través de radiografías y eso evidentemente altera las formas en las que uno puede utilizar el cuerpo. (Sylvester, 2009, p. 43)
La carne, para Bacon, es una zona común entre el hombre y el animal, es un territorio indiscernible de músculos, tendones y grasa; el cuerpo es la carne y la carne es la materia de toda figura.
Para el caso de Pacheco, sus cuerpos muertos son representados como trozos de carne, órganos y músculos visibles, puestos sobre la plancha de la morgue. Pero, a diferencia de Bacon, donde las figuras humanas suelen estar encerrados al interior de figuras geométricas, el aislamiento de los cuerpos dibujados por la pintora mexicana proviene de su propia desnudez, de su anonimato, de su abandono, “no portan ni una cadenita que marque su nivel socio económico” (Matos, 2013, p. 53).2 Esta abolición de diferencias de clase sociales responde a una condición de injusticia social, el anonimato de los cuerpos queda evidenciado en la imposibilidad de narrar algo de ellos, y en la renuncia a reproducir un ideal corporal, lejano de la belleza o la fealdad, son sólo cuerpos abandonados, tendidos en la plancha de una morgue.
Cuerpos laicos
Es conocida la historia de Águeda de Catania, una joven nacida en Palermo en el siglo III, quien, al resistirse al acoso sexual por parte del procónsul de Sicilia, Quintianus, éste ordenó torturarla y amputarle los senos. La historia de Águeda proviene de una existencia ordinaria, es sacada de su cotidianidad y llevada al universo de la literatura y la pintura religiosa. En el óleo titulado “Santa Águeda” (1636) de Andrea Vaccaro, se detalla el torso desnudo de la mujer y deja entrever la herida de sus pechos cercenados, en la mirada de la mujer se aprecia un vínculo religioso, se trata de un simbolismo, de una iconografía ambivalente -en términos de Erwin Panofsky- entre pureza y sensualidad (Panofsky, 1984, pp. 215-217).
Desde esta ambigüedad, Martha Pacheco construye su poética de lo imposible, y abandona el contenido religioso y cualquier relación entre la divinidad, la muerte, el sufrimiento y el dolor.3 Sus modos de representación de los cuerpos se ubican en el laicismo, alejados de cualquier confesión religiosa, centrada en la contemplación de sus condiciones sociales.
En Locura y Muerte (2013), María Fernanda Matos sostiene que:
Cada cuadro de Pacheco es una escena interdicta que revela a un individuo después de muchas horas de haber expirado, y lo muestra agredido en su escena: abierto, cosido, trepanado, […] en un acto prohibido que cuenta con la complicidad del forense, persona socialmente autorizada para cometer el sacrilegio. (p. 40)
Son una especie de acto prohibido, un sacrilegio, pues exhibir un cuerpo muerto viola los preceptos religiosos de un cadáver. En esta representación de cuerpos desacralizados que no cuentan ninguna historia, lo que sí se aprecia es la presencia de espacios cerrados, de paredes blancas y vacías propias de instituciones públicas, de recintos carcelarios, de hospitales psiquiátricos, de zonas no públicas, inaccesibles para cualquier ciudadano.
Y en efecto, exhibir un cuerpo muerto viola los preceptos religiosos de un cadáver. En esta representación de cuerpos desacralizados que no cuentan ninguna historia, lo que sí se aprecia es la presencia de espacios cerrados, de paredes blancas y vacías propias de instituciones públicas, de recintos carcelarios, de hospitales psiquiátricos, de zonas inaccesibles.
Pero una obra de arte no sólo está compuesta por lo visible, por todo aquello disponible a la vista, lo invisible también conforma la imagen dispuesta, en este sentido, en las obras de Pacheco se yuxtaponen espacios y objetos, puertas, ventanas que no están ahí, invisibles en el cuadro, pero es necesario presuponerlos, imaginarlos, forman parte fundamental de la obra; esos elementos no visibles son la condición burocrática de los cuerpos: los forenses, los ministerios, los policías, las actas administrativas, que tampoco se explican, que parecen no tener razón, pero que forman parte del destino trágico de aquellos seres infames.
Las instituciones públicas resultan ser un espacio de sometimiento donde se configuran una serie de formas de control, en Vigilar y castigar (1998) Michel Foucault desarrolla una tesis sobre el sistema carcelario y en general, sobre las instituciones de encierro -se incluyen los hospitales psiquiátricos y las instituciones hospitalarias- como espacios en los que se distribuye una diversidad de tecnologías políticas y procesos disciplinarios sobre los individuos y sus cuerpos, técnicas de encierro destinadas a la normalización de individuos.
En estas instituciones públicas de encierro, de vigilancia, castigo, corrección y normalización, confluyen una diversidad de procesos ocultos, no visibles, inaccesibles, son papeles, trámites que ocurren detrás de un escritorio, de una ventanilla, es el anonimato de una cifra, de un código, de una firma. Pacheco advierte de esta condición de invisibilidad, de la violencia que queda oculta en el anonimato y la indiferencia de semejantes instituciones, nunca visibles, siempre sugeridas, como un rayo de luz que atraviesa la horizontalidad de una pintura que hace suponer la existencia de una ventana, no visible en la obra, pero necesaria en la composición mental.
Cuerpos grotescos
Finalmente, una estética de la infamia implica hablar de lo grotesco como un modo de representación artística. Derivada del latín grotta -gruta, la palabra se refiere a lo extravagante, lo irregular, lo grosero, aquello que es de mal gusto. Lo grotesco refiere a una representación desfigurada de la naturaleza, a una unión imposible entre objetos, a una distorsión del estado natural de las cosas, a una mezcla entre lo animal con lo humano, entre la fantasía con la realidad.
En este proceso de desacralización del cuerpo muerto, existe un intento, por parte de Pacheco, de transgredir los hábitos de percepción artística, el público es obligado a reconocer su propia condición morbosa para mirar de frente la representación de cuerpos explícitos, reales y sin vida. Desde esta experiencia, se construye una propuesta para la contemplación de lo siniestro y el horror de lo humano.
En un texto de Freud titulado Lo ominoso (1919), el psicoanalista señala que el término pertenece al orden de lo terrorífico, de lo abominable, de lo que causa horror, angustia. “Lo ominoso es aquella variedad de lo terrorífico que se remonta a lo consabido de antiguo, a lo familiar desde hace largo tiempo” (p. 225).
Según la afirmación anterior, lo ominoso resulta ser una experiencia que angustia justo porque en ella se reconoce una cercanía, una cierta familiaridad. Se habla de una persona ominosa cuando se reconoce en ella atributos de maldad, y la muerte, los cadáveres, las historias de fantasmas y aparecidos son ominosas debido a la relación afectiva con lo vivo y con el destino trágico de su supresión.
En cuanto las obras de Pacheco, la pintora nos enfrenta al horror insoportable de contemplar un cuerpo real, sin vida, con sus órganos expuestos o vaciado de ellos. Al respecto, señala Freud que la experiencia de contemplar “miembros expuestos, una cabeza cortada, una mano separada del brazo […] pies que danzan solos […], contienen algo enormemente ominoso, en particular cuando se les atribuye todavía […] una actividad autónoma” (Freud, 1919, p. 243).
En la serie Exiliados del imperio de la razón (figura 1), Pacheco remplaza el tema de la muerte por el de la demencia. Sus imágenes se incorporan al universo de representaciones acerca de la locura y sus manías; en esta fascinación por su representación pictórica se destacan las obras como “La nave de los locos” (1500) de El Bosco, los grabados de Gustave Doré, o “El bufón Calabacillas” (1636) de Velázquez.
La idea de desmesura, ya desarrollada por los griegos a través de la palabra hybris, refiere a un estado emocional, a un pathos experimentado por el alma. En el caso de la pintura, ésta suele ser representada mediante la alusión a lo grotesco y del empleo de formas exageradas, desproporcionadas de los rostros y cuerpos, “el problema mental se traduce pictóricamente mediante recursos tales como el giro forzado de la cabeza, el guiño de los ojos y otras muecas” (Matos, 2013, p. 73).
La artista se concentra en los rostros de sus personajes, son imágenes que logran capturar una expresión, pero al igual que en su serie de cuerpos muertos, los que aquí representa carecen de una identidad, no cuentan ninguna historia. El fondo y plano evitan cualquier posibilidad narrativa, pero al mismo tiempo evocan la idea de encierro, de la condición sombría de instituciones públicas.
En esta estética de la infamia, Pacheco no presenta escenas de instituciones carcelarias, pero las insinúa, es el rostro el que domina casi todo el marco pictórico, como una especie de close up fotográfico, el espectador no tiene más remedio que ver frente los signos del abandono, de la desgracia, o de la muerte.