Las obras de Roberto Noboa (Guayaquil, 1970) son capaces de movernos hacia los confines oscuros de las historias de Buñuel, hacia la personalidad indefinida y monstruosa de las familias que relata la escritora argentina Ariana Harwicz o hacia las criaturas fantásticas, desgarradoras y tiernamente solitarias que presenta Guillermo del Toro en sus películas.
A través de un libro de EACHEVE, proyecto editorial de la gestora Eliana Hidalgo, se muestra un universo completo -más nunca definitivo- de este artista outsider de la escena ecuatoriana. En su obra Noboa plantea interrogantes detrás del espejo en el que se configura el cuerpo humano, la deformidad que se desprende de ambientes desolados, de extrañas representaciones de la naturaleza y de palacetes desolados en escenas pobladas de hongos en escalas de grises, venados y perros que tensionan los cimientos del mundo.
La obra de Noboa se ha descrito como “figuración especulativa”, como un impulso hacia “la conjetura y el híper subjetivismo interpretativo” que provoca “densidad semántica” (Kronfle, 2019). Es “una narración incómoda y cómplice (Bomnin, 2011)”.
El volumen, revestido en pasta dura que ilustra la obra “Ellos estaban ahí, se habían escondido” (2014), reúne 200 pinturas, dibujos, bocetos, fotografías y registros de instalaciones, que abarcan desde los primeros bocetos en cuadernos del autor hasta el presente. A través de ellos el lector-espectador se sitúa ante la idea que repite Mónica Espinel de Reich en sus primeras páginas: “Si algo tiene la obra de Roberto Noboa es que nunca acaba”.
Los ambientes de la obra de Noboa dirimen su ambivalencia en la mirada del espectador. La idea de que su propuesta nunca acaba corresponde a la apuesta incesante que hace el artista al intervenir obras terminadas, incluso después de haberlas expuesto. “¿Cuándo está o no terminada una obra?”, se pregunta, como todos. Para él podría no estarlo nunca, dejando siempre abiertas las posibilidades de reintervenir: “Es un riesgo, y esos riesgos son claves para sentir que puedes arruinar todo. Esos momentos de tensión son importantes. Hay que pensar siempre que las cosas deben ser de esa forma. Es durante ese proceso, en el que por ratos se pierden las riendas, cuando se puede tener resultados inesperados y entrar en un estado mental en el que encaja perfectamente el psicoanálisis” (Noboa, 2019).
Su obra y la paleta de colores que trabaja desde que hizo sus estudios en Estados Unidos, hasta su retorno a Ecuador a mediados de los 90, ha cambiado, y es posible visualizarlo a través de los cuatro capítulos-galerías que propone el libro. A pesar de la transformación del color hay ideas que se repiten, que se amplifican y se potencian, pero no desaparecen. “Hay que haber empezado a perder la memoria, aunque sea sólo a retazos, para darse cuenta de que esta memoria es lo que constituye toda nuestra vida” (Buñuel, 1982). Con Noboa funciona el impulso de la memoria que se hace consciente sobre la posibilidad de crear.
En la obra del artista es posible distinguir los rastros de un mismo hombre, de los temas que lo dominan y que cuestiona, como “muchas de las dobleces de su entorno social: la falsedad de los afectos, la fatuidad, los apegos a lo superfluo, la corrupción, la doblez moral de quienes se rasgan las vestiduras y vulneran las enseñanzas religiosas” (Álvarez, 2019).
“Siempre tomé por seguro que mi pintura tenía que existir para ser confusa, y que dentro de una confusión debía aparecer al final una verdad que no fuera fácil de digerir, que mas bien hiciera pensar en incomodar al espectador y solo de esa forma se lograría retratar algo real, algo de carne y hueso, algo humano. Para esto dibujaba mucho y escribía en cuadernos de sketches”, dice Noboa en su emotiva entrevista con el crítico de arte Rodolfo Kronfle (Noboa, 2019).
Noboa confiesa su uso del color como ocultación. A pesar de que la cromática en varios episodios de su obra se corresponde más con la vanguardia de arte que afloró en los 80 en Nueva York, donde estudió y exploró de cerca el expresionismo abstracto Willem De Kooning, Jackson Pollock y Robert Motherwell (Noboa, 2019), su idea del color puede remitir a Van Gogh.
En una de las cartas que le dedicó desde París a su hermano Théo habla de su forma de recrear la atmósfera desde el modo en el que la percibe. “De la naturaleza conservo cierto orden de sucesión, cierta exactitud en cuanto al lugar que ocupan los colores; la estudio para no cometer estupideces, para seguir siendo razonable; pero para mí cuenta menos que mi color sea exactamente fiel, siempre que resulte bien sobre mi cuadro, tan bello como en la vida” (Gogh, 2007).
El color en la obra de Noboa es intenso, cambiante, desolador, las atmósferas no coinciden con la sensación que genera su paleta ni el modo en el que entendemos el mundo. Aquel modo de ocultación con el que trabaja, además de remitirnos a la incosciencia que opera cuando produce, al despertar de las relaciones individuales, también nos traslada a la historia del teatro y sus fuerzas trágicas con respecto al tránsito humano.
“Para servirnos de la terminología de Platón, acerca de las figuras trágicas de la escena helénica habrá que hablar más o menos de este modo: el único Dioniso verdaderamente real aparece con una pluralidad de figuras, con la máscara de un héroe que lucha, y por así decirlo, aparece preso en la red de la voluntad individual (…) De la sonrisa de Dioniso surgieron los dioses olímpicos, de sus lágrimas, los seres humanos” (Nietzsche, 1973). Dioniso es la liberación del ser individual que sufre, aunque a Noboa en sus primeras exposiciones en el país, un crítico interesado le cuestionó que “¿cómo es posible pintar si usted no sufre” (Noboa, 2019).