En el periodo de auge de las políticas económicas neoliberales en México, en torno a 1994, con la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y la agresiva implementación -tanto de políticas privatizadoras como de mercado y la difusión de un imaginario individualista y competitivo- comienzan a darse singulares estrategias de experimentación entre el activismo político y el arte digital, mediadas por Internet y los dispositivos electrónicos. Esas iniciativas, que ponen en práctica formas de sociabilidad imprevistas que no encajan nítidamente ni en las formas institucionales públicas diseñadas por el Estado ni en las de la iniciativa mercantil privada, pueden ser conceptualizadas más reveladoramente desde la perspectiva abierta por la noción de los comunes. Los comunes enfatizan que los modos de hacer colectivos no tienen como finalidad tanto producir bienes o instituciones, como generar las condiciones para hospedar formas de relación social inesperadas e implementar estrategias para su subsistencia. En este sentido, es notorio como desde la insurrección del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), las prácticas artísticas se han involucrado de manera más efectiva y programática en los comunes digitales hasta el punto de convertirse en algo que no es exactamente arte digital ni activismo, sino más bien modos de experimentación social que, como señalaremos, no presuponen una comunidad cerrada y dada de antemano, sino la incierta convocatoria para estar juntos de otros modos, aunque estos sean transitorios e inciertos.
El auge neoliberal y las insubordinaciones electrónicas
Las prácticas de arte digital mexicanas durante la década de 1990 surgieron del apoyo de instituciones estatales en un momento tanto de inestabilidad política como de entusiasmo tecnológico (Jasso, 2010). La primera de tales instituciones fue el Centro Multimedia, que abrió sus puertas en 1994, el mismo año en que se implementó el TLCAN. Aclamado primero como un logro y luego repudiado como el infame legado del presidente Carlos Salinas de Gortari (1988-1994), el TLCAN proporcionó un programa para la sistemática neoliberalización de la economía mexicana. Uno de los principales ámbitos de privatización fue el de las telecomunicaciones, que comenzó hacia finales de los años ochenta (Martínez Velázquez, 2017). Como ha argumentado Gavin O’Toole (2003), en un país alimentado por una profunda tradición nacionalista, una comprensión puramente económica del neoliberalismo mexicano minimizaría los complejos desafíos discursivos que tuvo que sortear la administración de Salinas. El ingreso a la competencia global debía promoverse como algo bueno para la nación, de hecho, como algo esencial para su supervivencia y, por tanto, la soberanía se convirtió discursivamente en un sinónimo de “fuerza competitiva”, que llevaría a México, según Salinas, a ser “Parte del Primer Mundo y no del Tercero” (O’Toole, 2003, p. 283). En este contexto, el gobierno mexicano lanzó una nueva política cultural, paradójicamente centralizadora, en un momento de desregularización económica, que tendría consecuencias de gran alcance para las artes, comenzando con la creación en 1988 del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta) y del Centro Nacional para las Artes en 1994, un complejo monumental que alberga el Centro Multimedia junto con las escuelas nacionales y los centros nacionales de investigación de teatro, música, danza y artes visuales. Al Centro Multimedia invitó a jóvenes artistas a experimentar con las últimas tecnologías, apoyados por becas, talleres, residencias y festivales (Centro Multimedia, 2009, p. 5). Su arquitecto intelectual y primer director de 1994 a 2001, Andrea di Castro, dejó clara la orientación inicial del Centro al escribir que “fue concebido en la tradición del estudio de artista, donde el ‘maestro’ planifica las actividades y los ‘aprendices’ siguen su dirección” (Di Castro, 2006, p. 372). El objetivo de esta pedagogía tradicional era generar proyectos de arte electrónico que resonaran con las tendencias internacionales representadas por el Banff Centre for Arts and Creativity y el Programa McLuhan de la Universidad de Toronto, “nuestros principales interlocutores y cómplices” (Di Castro, 2006, p. 372). Unos meses antes de que el Centro Multimedia abriera sus puertas, el EZLN confrontó al Estado mexicano utilizando viejas y nuevas tecnologías en el contexto de una poderosa estrategia comunicacional (Conant, 2010, p. 193). Los insurgentes no tenían acceso directo ni al correo electrónico ni a la web, de hecho, “los mensajes tenían que ser llevados a mano, cruzando líneas militares para que otros los subieran a Internet” (Sassen, 2006, p. 39). La forma como el EZLN logró que su mensaje se extendiera dependió de la infraestructura que ya estaba operando (Martínez-Torres, 2001, pp. 350-351) y, aunque el Centro Multimedia encontró sus interlocutores y cómplices en la escena global, a diferencia de este, el EZLN incidió en el imaginario activista mundial mediante las redes electrónicas, como señaló en su momento Harry M. Cleaver: “Ningún catalizador para el crecimiento en las redes electrónicas de las ONGs ha sido más importante que la rebelión zapatista indígena de 1994 en el estado sureño de Chiapas, México” (1998, p. 622).
En el terreno del arte digital, la formación de esas cibercomunidades globales era un objetivo explícito ya en 1996, con proyectos como rhizome.org e irational.org,1 que experimentaban con los tipos de relaciones sociales que posibilitaban las redes digitales. Esa singular capacidad para convocar se manifestó en una de las estrategias más conocidas del EZLN: FloodNet, una aplicación diseñada y ejecutada en 1998 por Electronic Disturbance Theatre, cuyo objetivo era llevar a cabo una “sentada masiva” que bloquearía las páginas web del presidente mexicano Ernesto Zedillo, el Pentágono o la Bolsa de Frankfurt (Eagleton-Pierce, 2001, p. 334). Como ha señalado Brett Stalbaum: “FloodNet es un ejemplo de net.art conceptual que empodera a las personas a través de la expresión artística/activista” (2017, s/p).2 También en 1998, la artista Minerva Cuevas lanzó Mejor Vida Corp (MVC) a través de la plataforma irational.org, una iniciativa que consistía en crear una corporación ficticia que, desde su página web, ofrecía limpiar los andenes de las estaciones del metro, emitir cartas de recomendación y regalar productos como píldoras anticonceptivas, semillas mágicas o credenciales de estudiantes. A diferencia de una empresa multinacional, su prioridad no era obtener ganancias, sino mejorar la vida de las personas. Bajo el lema “Para una interfaz humana”, el proyecto realizaba una crítica simbólica de las grandes corporaciones y circuló en diversos espacios artísticos como el Museo Tamayo, el Centro de la Imagen y el Museo de Arte Carrillo Gil, en Ciudad de México. Lo revelador de esta iniciativa es cómo, desde su parodia institucional y su disponibilidad digital, MVC conformó una inesperada comunidad de usuarios. La imagen corporativa podía ser fácilmente intervenida con la ayuda de múltiples colaboradores anónimos. Con respecto a este y otros trabajos similares, Cuevas ha señalado que “el arte puede generar ejercicios sensoriales, científicos y tecnológicos únicos, así como un sentido más fuerte de comunidad” (Cuevas, 2013, p. 171).
Comunes digitales
La desregulación, la privatización de los servicios y recursos públicos y la financiación de la economía global constituyen los antecedentes para el renacimiento de los comunes, un término poco utilizado fuera de la academia hasta la década de los noventa (Linebaugh, 2014, pp. 143-144). Edward P. Thompson, Bonnie McCay y especialmente Elinor Ostrom subrayan que, más que solo recursos materiales, los comunes son formas de organización social para la supervivencia. Ostrom (1990) indica que los bienes comunes tradicionales tienen mecanismos de subsistencia a largo plazo: se centran en un recurso definido, cuentan con una comunidad autorregulada y disponen de protocolos que permiten la subsistencia, tanto del recurso como de la comunidad. Otra manera de decir esto, con Peter Linebaugh (2014, p.118), es que los comunes son formas colectivas de hacer en la encrucijada de personas y cosas.
Charlotte Hess (2008, pp. 2-3) señala a 1995 como el año en el que un enfoque tradicional en los comunes dio paso a cuestiones de propiedad intelectual y medios digitales. Los comunes digitales comenzaron a considerarse como el motor de la expansión contemporánea de los comunes, un término que ahora se referiría a cosas como un movimiento revolucionario en México, las multitudes inteligentes o el P2P. En los comunes digitales, la colaboración y la cooperación son especialmente relevantes en las prácticas de conocimiento, que son de una escala distinta a la de los bienes comunes tradicionales, que se ocupan de la gestión de la tierra y los recursos naturales. Aquí, los criterios de Ostrom no se aplican sin problemas a estos nuevos comunes, ya que en el dominio digital no hay un recurso limitado que pueda salvaguardar una comunidad que, a su vez, mantenga una identidad constante y reconocible a largo plazo: la desterritorialización global representa un desafío para la comunidad concebida de esta manera. Sin embargo, las formas de organización siguen siendo un tema central en los nuevos comunes y, por tanto, siguiendo a Subirats, los comunes, más que cosas, son “procesos” y es crucial detenerse en sus implicaciones para los modos como pensamos la comunidad (2016, p. 9). Con los comunes digitales, la comunidad se desborda, desde un grupo unido en torno a la defensa de un recurso particular, hasta la voluntad política y la capacidad de hacer algo en común.
Una idea clave que se sostiene tanto para los tradicionales como para los nuevos comunes es que lo que se produce a través de ellos son relaciones sociales. En este sentido, es notorio cómo, desde la insurrección zapatista, las prácticas artísticas se han involucrado de manera más efectiva y programática en los procesos de los comunes digitales hasta el extremo de convertirse en algo que no es fácilmente distinguible, ni como arte digital ni como activismo, sino más bien como formas experimentales de articulación social digitalmente mediadas. Con la llegada y expansión de las denominadas redes sociales como Myspace en 2003, Facebook en 2004, Youtube en 2005 y Twitter en 2006, se hizo necesario reconceptualizar las nociones de colaboración y comunidad (Fuchs, 2017). Un caso notable de esto es el proyecto sitio*TAXI, impulsado por el artista Antoni Abad, que tuvo lugar en Ciudad de México en 2004 (Parés, 2014). Patrocinado principalmente por el Centro Multimedia en colaboración con el Centro Cultural de España en México, y con el apoyo del artista mexicano Eugenio Tisselli, sitio*TAXI proponía el uso de teléfonos móviles y páginas web como repositorios de medios con los que generar inesperadas colaboraciones entre los implicados. Mediante una convocatoria pública, se conformó un grupo de diecisiete taxistas que enviaban imágenes, videos, audio y texto a un sitio web de acceso abierto, que recopilaba y actualizaba los contenidos enviados en tiempo real. A pesar de que sitio*TAXI parece que solo hace visible la realidad de los taxistas, sus efectos fueron más allá de la mera comunicación o archivo mediante dispositivos digitales: más que alternativas al contenido de los medios de comunicación tradicionales, sitio*TAXI activó formas de sociabilidad imprevistas (López Cuenca, 2014, pp.44-45). En este sentido, sitio*TAXI cabe entenderse como una intervención en la política cultural de la tecnología más que como un comentario artístico sobre la vida urbana. Al reunirse cada semana y desarrollar sus contribuciones al proyecto, al convertirse en editores del sitio web y decidir sus formas de operación, los taxistas configuraron modos de relacionarse entre sí que no existían hasta que activaron el proyecto.
Aunque desde mediados de la década del 2000 la producción y distribución de contenidos en tiempo real se generalizó y facilitó con el auge de las redes sociales, a su vez, se desató una carrera descontrolada por el control económico de esas redes (Morozov, 2011). Esta tensión se resolvió de diferentes maneras por medio de movimientos como el 15M en España, Occupy Wall Street o la llamada Primavera Árabe, en Túnez y Egipto, todos ellos ocurrieron en 2011 (Gerbaudo, 2012). En México, la movilización ciudadana espontánea a favor de un Internet abierto comenzó a principios de 2009, lo que preparó el terreno para movimientos como #YoSoy132, que denunciaba la manipulación política de los medios de comunicación durante el proceso electoral de 2012 y exigía su regulación efectiva, con el propósito de incentivar la cultura democrática en lugar de la especulación política y económica (Rivera Hernández, 2016). Las redes sociales desempeñaron un papel de mediación clave en este movimiento, como en los otros, al articular iniciativas ciudadanas sumamente dispersas y aparentemente desconectadas. Lo que era evidente en la celebración posterior de estos movimientos mediados por las redes sociales, sin embargo, era la importancia de tener acceso y poder controlar las infraestructuras digitales. Esta preocupación se hizo más prominente cuando, en respuesta a las amenazas para la privacidad y la libertad de expresión planteadas por la Ley de telecomunicaciones de 2014, una serie de nuevas organizaciones recurrieron tanto a herramientas jurídicas como a métodos experimentales, diseñados para brindar soberanía tecnológica. Para entonces, un pequeño grupo de activistas que habían participado en #YoSoy132 lanzaron R3D, una red de derechos digitales que denunciaba las consecuencias que tendría la nueva Ley de telecomunicaciones para los ciudadanos y articulaba la defensa de los derechos humanos con la renovada lucha por la soberanía tecnológica.3
Disputar la infraestructura digital
Como Daryl Slack y MacGregor Wise señalan, un enfoque cultural de la tecnología debe involucrar más: “la materialidad de la tecnología en sí, el sistema en sí, los vínculos y las conexiones de la infraestructura física” (Slack y Wise, 2006, p. 154). En México, la privatización de la infraestructura telefónica comenzó en 1990, con la supuesta búsqueda de una modernización tecnológica y un mercado más competitivo. La modernización tecnológica y el aumento de la rentabilidad se produjeron pero la estrategia de privatización ha tenido efectos negativos a largo plazo. Este es el argumento de Horizontal, una iniciativa de la sociedad civil que fomenta el debate público sobre temas urgentes a través del periodismo de investigación, el análisis político y las actividades educativas. En su informe de 2017, titulado Derechos digitales en México: ganadores y perdedores de la reforma de las telecomunicaciones, Horizontal analiza el papel del Estado frente a un Internet privatizado y las implicaciones de establecer su acceso como un derecho, al mismo tiempo que dicho acceso hace vulnerable la libertad de expresión, la libre asociación y la privacidad (Martínez Velázquez, 2017).
En vista de este tipo de situación, cada vez más teóricos de los comunes abogan por los “comunes de la infraestructura pública”, incluidos los programas culturales (Rowan, 2016, pp. 40-44, 53-59). Este fue ciertamente el impulso detrás de Rhizomática, que desde 2009 buscó “hacer posible una infraestructura de telecomunicaciones alternativa para las personas de todo el mundo que enfrentan regímenes opresivos, la amenaza de un desastre natural o la realidad de vivir en un lugar que se considera demasiado pobre o aislado para ser cubierto por iniciativas comerciales” (Rhizomática, s/f.). El más notorio de sus proyectos ha sido el desarrollo de Telecomunicaciones Indígenas Comunitarias (TIC) en la Sierra de Oaxaca.4 Basándose en el software de acceso abierto, el proyecto TIC ha diseñado, no solo la tecnología, sino también la organización social para administrar una red GSM para teléfonos celulares, para miles de personas, en 16 comunidades indígenas. Peter Bloom, fundador de Rhizomática, ha señalado que más que una solución tecnológica son un movimiento social: “Nuestro objetivo es poner en marcha procesos mediante los cuales las personas tomen conciencia de que pueden hacer este tipo de cosas y, además, hacerlo de una manera razonable en términos de economía y complejidad. Si bien el involucrarse con este proyecto implica responsabilidades, también refuerza su autonomía” (Gómez Durán, 2017, p. 24).
Cuando en 2011 Rhizomática intentaba iniciar su primer experimento con redes de teléfonos celulares autónomas carecía de fondos para el equipo. La artista Minerva Cuevas supo de él y estaba tan entusiasmada con la iniciativa que logró donar el equipo de uno de sus proyectos a Rhizomática (Gómez Durán, 2017, p. 21). Este cruce entre el arte contemporáneo y un compromiso mucho más estratégico con los medios digitales también es evidente en otros proyectos como los de Anónimo Colectivo y Astrovandalistas. En 2008, Anónimo Colectivo activó la Alerta Móvil de Contravigilancia (AMCV), una aplicación que ubicaba cámaras de vigilancia en la Ciudad de México y Cuernavaca, a través de un mapeo en línea anónimo. AMCV operaba como un esfuerzo colectivo de contravigilancia que descubría las redes de control y evitaba su uso. Astrovandalistas, un colectivo de la ciudad fronteriza de Tijuana (Baja California) ha desarrollado proyectos desde 2010 que combinan investigación, tecnologías de bajo presupuesto, activismo y piratería urbana. El objetivo de todos los proyectos es hacer posible que las personas se apropien de ellos: “Nuestro trabajo está influenciado por el bajo presupuesto, el hazlo tú mismo (DIY), las culturas hazlo con otros (DIWO) y el software libre y los movimientos de hardware abierto” (Astrovandalistas, s/f.). #Esto no es internet, por ejemplo, fue desarrollado en 2014 como parte de la exposición Acciones Territoriales en Ex Teresa Arte Actual, un espacio público de experimentación artística en Ciudad de México. #Esto no es internet aprovechó y negó simultáneamente la lógica de acceso y distribución que parece animar Internet. El proyecto consistió en una serie de talleres dedicados a interrogar críticamente las telecomunicaciones en México, a partir de los que se editó una revista digital. Esta publicación se distribuyó a través de routers wifi intervenidos, que se colocaron en el espacio público con el nombre de WiFi Libre. En realidad, esta red solo daba acceso a los contenidos de la revista digital, que a su vez denunciaba el control y la regulación de la infraestructura digital.
Algunos colaboradores de Anónimo Colectivo y Astrovandalistas participarían en la fundación de El Rancho Electrónico, un hackerspace en la Ciudad de México. Hackers, hacktivistas y usuarios de software libre se reúnen en El Rancho para experimentar con las tecnologías, organizan talleres de autodefensa digital, diseño web, edición libre, Linux o cine (El Rancho Electrónico, s/f). El compromiso del Rancho con las tecnologías digitales se manifiesta tanto en sus actividades como en su forma de organización: una comunidad autónoma abierta a la participación externa y la colaboración, siempre y cuando se aprueben a través de asamblea. En El Rancho se pone en juego no solo la autodeterminación tecnológica o la autodefensa, sino también, sobre todo, una forma de organización basada en la asamblea y la participación horizontal. En este sentido, entendidos como conjuntos de recursos, asociación y formas de organización, El Rancho prioriza el intercambio y el sustento grupal sobre el interés personal. Es clave, pues, prestar atención a las estrategias de sociabilidad que configuran iniciativas de mediación digital que toman conscientemente el hardware y el software para crear otras formas experimentales de organización. Al experimentar con ellas, la autonomía digital interroga otros modos que puede tomar la propiedad de la infraestructura material.
De esto se sigue, y sirva esta reflexión a modo de conclusión, que en estos esfuerzos de comunalización digital (digital commoning) ya no es necesario presuponer la existencia de una comunidad previa que hará que los comunes sean posibles. Los experimentos artísticos y activistas compartidos aquí van más allá del uso de las redes electrónicas como mero vehículo de comunidades preconstituidas y, en este sentido, sugerimos que más bien abren posibilidades para otras dinámicas de colaboración que permitirían cambiar las nociones cerradas de comunidad.
Nos hemos preguntado por el tipo de comunidades que posibilita la comunicación digital y pensamos en ellas, en todo caso, de manera no esencialista. Una comprensión no esencialista de comunidad conlleva una visión relacional y procesual de los comunes. Esta breve reflexión, acerca de las intersecciones entre las prácticas artísticas y los movimientos sociales en el México neoliberal, que utilizan y se apropian de las tecnologías digitales, es solo el punto de partida. Mientras que el uso de la red que hicieron los zapatistas globalmente llamaba a rebelarse, esta no debe entenderse como un simple instrumento de comunicación, sino, más bien, como “una forma de vida, una articulación, un aparato o un ensamblaje donde fluye la agencia” (Slack, 2006, p. 144). Como hemos tratado de mostrar, la noción de los comunes digitales es especialmente útil para entender, en estas condiciones, las superposiciones entre el arte digital y los movimientos sociales en una dimensión más procesual y contingente de la tecnología y las mediaciones digitales.