“El arte es una expresión humana con la finalidad de crear algo bello”
Platón
El arte es una expresión necesaria de la actividad del ser humano. A través de él somos capaces de transmitir y plasmar una visión personal sobre lo real o imaginado. El arte, por lo tanto, constituye un manifiesto de nuestro pensamiento, de lo que proviene de lo más profundo de nosotros; el artista se convierte en un comunicador, que por medio de diversos instrumentos puestos a su favor se permite dominar la técnica y las destrezas manuales. De esta manera es capaz de ejecutar ese sentir del cual tan necesario se torna la existencia misma.
Sin embargo, no se puede hablar de una obra de arte sin tener en cuenta los elementos que permiten su ejecución, de la misma manera en que no es posible comprender la intención de un artista sin involucrar el contexto específico que le rodea. Por tanto, para interpretar y entender en su totalidad a la obra de arte es necesario conocer el momento al que pertenece el artista y su entorno. El crítico y filósofo francés Hippolyte Taine es categórico al respecto:
Para comprender una obra de arte, un artista, un grupo de artistas, es preciso representarse, con la mayor exactitud posible, el estado de las costumbres y el estado del espíritu del país y del momento, en el que el artista produce sus obras. (Taine, 2000, p.11).
Dicho lo anterior, podemos sostener, como premisa indispensable, que el pensamiento del arte y de sus elementos se determina según la época en la que acontecen. De ahí que los términos “belleza” y “estética” también muten según el contexto social al cual pertenezcan o se refieran.
Si la estética consiste en una reflexión acerca del sentir -entendido como un conjunto de ideas y gustos que predominan en un momento histórico- podemos proponer una clasificación general del pensamiento estético en tres grandes momentos de la humanidad: la Antigua Grecia, propuesta por Aristóteles; la Gran Teoría, reivindicada con el Renacimiento; y la Modernidad, resultado de la Revolución Francesa que pasará a transformarse en la Postmodernidad.
A grandes rasgos, el objetivo de la estética propuesta por Aristóteles consistía en enfatizar el orden y la proporción, es decir, crear una belleza a partir de la imitación. De ahí que el arte estatuario de esta época fuera el estilo predominante, resultado de un ambiente donde la ciudad y el ciudadano requerían de pocas necesidades y las ocupaciones se centraban en ámbitos como negocios públicos y la guerra, de la mano con la necesidad de conquista y el establecimiento de ciudades. No es extraño que el espíritu de la nación fuera el de ser político, y que en el ámbito artístico surgiera un interés por el cuerpo humano y por la búsqueda de un ideal con el cuerpo perfecto.
En el caso de la Gran Teoría, el concepto de belleza se traducía en las virtudes de bondad y verdad. Pero dicha estética era posible alcanzarla solo a través de la inteligibilidad, dado que ambas virtudes se encuentran fuera de nuestro alcance. Solo una vez iniciado el Renacimiento -que retomó las posturas de la cultura grecolatina para superar el oscurantismo de la Edad Media- se reintegró la búsqueda de un ser perfecto, y se alejaron las situaciones cotidianas de un asunto único que es el hombre dado que “Es preciso dejar tales asuntos para diversión y lucimiento de los talentos inferiores, ya que el verdadero objeto del arte es el cuerpo humano”. (Taine, 2000, p.86).
De esta manera, es de la mano del Renacimiento cuando se separaron las artes de los oficios y se asentó el inicio de la Edad Moderna, que privilegió un ambiente aristocrático y la vida en la corte, y cuando los modelos de cortesía en las relaciones sociales fueron predominantes. Este espíritu del buen trato produjo una pintura sobria y una arquitectura solemne, aunado al arte del discurso y el teatro francés.
Y es solo después de la Revolución Francesa, cuando se entra a la Época Contemporánea, durante la cual la estética se transformó a un sentir subjetivo, en una belleza que se percibe a través de los sentidos, autónoma e individual. Se trata de una estética que fue resultado de un espíritu soñador y excesiva sensibilidad, y en la cual predominó el escepticismo para dar cabida a obras como la pintura de paisaje y el florecimiento de la música en la corriente más tarde denominada Romanticismo.
Así, de cada momento histórico se puede describir un personaje reinante que conforma un modelo que los contemporáneos celebran, que el artista ofrece al público para identificarse con él y que, finalmente, constituye el tipo ideal del que depende todo arte.
Si hablamos exclusivamente de estos tres momentos del pensamiento estético, podemos establecer que la existencia de la obra de arte no es posible sin hacer directa referencia a las necesidades correlativas y sentimientos en común que el contexto exige. En palabras de Taine (2000):
(…) el medio (…) determina la especie de obras de arte, no admitiendo más que aquellas que están acordes con el ambiente y eliminando las otras especies por medio de toda una serie de obstáculos interpuestos y de ataques renovados en cada momento de su desarrollo. (p.50).
Bajo estos términos, ¿cómo podemos identificar un pensamiento estético postmoderno e introducir el concepto fotográfico en este sentido?
Primero, se debe delimitar el momento postmoderno como el resultado del sentimiento de crisis y pérdida de identidad producido por el tiempo de posguerra. En palabras de Duch (1997):
(…) el momento presente se caracteriza por ser una época fuertemente marcada por una ‘destradicionalización’ generalizada no sólo de las instituciones sociales, sino sobre todo de la misma conciencia de los individuos como consecuencia, probablemente, de la fragmentación de la memoria y de las visiones del mundo (…) (p.40).
Tras lo anterior, es posible considerar la estética de la época postmoderna, ya no como una disciplina organizada o sinónimo de belleza, sino como una experiencia dinámica, aunada al carácter de moda por la necesidad consumista, cada vez más presente en la sociedad.
La organización artística actual resulta difícil de determinar, dado que el arte es innovación y originalidad y el artista debe poseer la capacidad de reinventarse para formar parte de la institución artística. Esta, a su vez, está compuesta por los museos, las críticas y exposiciones de naturaleza mercantil de las cuales todo artista necesita para subsistir.
Dicha institución artística no es lo mismo que arte, ya que la naturaleza de la primera recae en la capacidad de formar aquellos núcleos de prestigio marcando como concepto principal la novedad controlada y sin pérdidas.
Sin embargo, lo anterior implica la pérdida del carácter esencial de la obra de arte, aquella cualidad de la cual todos los demás elementos presentes en la obra se derivan conforme a relaciones fijas. Dicho carácter debe ser la emoción intensa y absolutamente personal, que logre expresar la necesidad humana de lo real o lo imaginado. En otras palabras: esa necesidad indeleble de dejar una huella en el mundo.
Citando a Taine (2000):
La obra de arte tiene por objeto manifestar un carácter esencial o saliente (…) Para conseguirlo se vale de un conjunto de partes o elementos ligados entre sí, cuyas relaciones modifica sistemáticamente. (p.36).
La inexistencia de un carácter esencial en la obra de arte -ya no creada sino fabricada con meros fines de producción- demerita el propio mensaje, es decir, la intención expresiva propia y necesaria de cada obra.
En la actualidad, muchas veces caemos erróneamente en el supuesto de que el arte, y la obra en sí, lo son en tanto se exhiben en los museos con una finalidad de lucro. Sin embargo, en palabras de Vásquez Rocca (2005):
El arte genuino, aquel que incita a la contemplación, nos lleva a entrar en nosotros mismos. En cambio, el arte llamado de masas o de consumo, nos insta a volcarnos a la exterioridad y a devorar, sin razonar, las múltiples imágenes que se nos proponen como válidas. (p.140).
Al formar parte de una comunidad, podríamos considerar a quien pretende plasmar un arte -al artista- como un ser egoísta, que solo busca el ser escuchado pero no tiene interés en escuchar a los demás. Sin embargo, el verdadero artista es aquel que se atreve a hablar en pro de otros, de brindar un discurso sobre el contexto actual, con el fin de transmitir emociones y mensajes. Es el factor distintivo que podemos encontrar en el arte: ese “algo” por lo que vale la pena vivir en un mundo que, en ocasiones, parece ir a ningún lado.
El pensamiento estético postmoderno es resultado de una Sociedad del Espectáculo, definida por Guy Debord en 1966 como aquella donde el conocimiento se encuentra mediatizado. Este tipo de conocimiento arroja como resultado una falta de cuestionamiento hacia la realidad, y un esfuerzo mínimo ante el proceso cognitivo destinado a convertirnos en seres sensibles a los estímulos generados desde la percepción. Anulamos así las experiencias sensoriales que después se convertirán en pensamiento y razonamiento, y finalmente conformarán el lenguaje necesario para alentar la transmisión cultural y el desarrollo de la sociedad. Bien lo menciona Vásquez Rocca (2005):
El mundo postmoderno se caracteriza por una multiplicidad de juegos de lenguaje que compiten entre sí, pero tal que ninguno puede reclamar la legitimidad definitiva de su forma de mostrar el mundo. (p.150).
El arte, entonces, es visto como un proceso de comunicación que inicia el artista, quien transmite un mensaje por medio de una obra que constituye el medio, y que finalmente el público recibe como tal. El arte no acaba al momento de la creación de la obra, ya que a esa acción le sigue el proceso de recepción y dicha recepción se convertirá en recreación. Bajo este esquema, lo más importante será la retroalimentación del público y su reacción ante la obra. Así, la sociedad postmoderna requiere de lo banal y lo trivial como un núcleo de identidad: “El arte ya no existe como fenómeno específico, sino como algo que a todos nos concierne”. (Vásquez Rocca, 2005, p.142).
Entonces, centrándonos en el ámbito fotográfico, ¿cómo se puede traducir esta práctica y este pensamiento en el contexto actual?
La fotografía, desde su invención, ha sido objeto de debate en torno a su propia esencia. Si la definimos como “el arte y técnica de imprimir una imagen en una superficie sensible a la luz”, desde el inicio tiene dos conceptos antagónicos: arte y técnica aun cuando ars, según su etimología, significa técnica. La técnica, por su parte, consiste en la serie de destrezas o procedimientos que tienen por objetivo obtener un resultado determinado. De esta manera, el arte puede poseer técnica, pero no necesariamente la técnica conllevar arte.
La fotografía inició como mero registro -como técnica-, para solo después apoyarse de las artes y formar parte de ellas. De ahí que en su origen las Bellas Artes se encasillaran en seis grandes géneros: pintura, danza, arquitectura, escultura, música y literatura. Todas consistían en creaciones directas surgidas de la mano del hombre, o de actos inmediatos de los sentidos: la vista, el oído y la expresión corporal e intelectual. Bajo este parámetro, solo los seres humanos creaban obras de arte y no había objeto externo que las produjera. Pero gracias a la fotografía se comenzó a aceptar la posibilidad de crear una obra de arte por medio de un instrumento ajeno a la mano del hombre. Y este proceso, además, ayudó al arte pictórico a reinventarse a sí mismo, dado que la fotografía lleva consigo dos aspectos de vital relevancia que ninguna de las otras artes mencionadas posee: el carácter de realidad y su capacidad de replicabilidad.
De esta manera, solo tras la creación de la fotografía y su introducción al ámbito artístico, el carácter original de la obra se vio desvirtuado, desplazó a la obra pictórica de su carácter único y original y reinsertó el concepto de imagen en el contexto social y reproductivo. En palabras de Vásquez Rocca (2005): “Es con la deconstrucción de las nociones de autoría y originalidad, con lo que la postmodernidad provoca un cisma en el dominio conceptual de la vanguardia”. (p.146).
Lo anterior refuerza el propósito de la fotografía en el contexto postmoderno. En palabras de Krauss (2002):
(…) si estamos dispuestos a invertir (en todos los sentidos del término) en la fotografía, debe de ser en parte por cansancio, fatigados por los juegos siempre más regresivos en los que se pierde la pintura, pero tentados, también, por una forma de arte más directamente dirigido hacia la realidad, un arte profundamente realista, en el sentido estricto del término, por su propia naturaleza, por su función de índice. (p.11).
Entonces, la fotografía ya no puede describirse según los ámbitos generados por Aristóteles o la Gran Teoría, ya que en sí misma posee un lenguaje distinto al resto de las otras artes. El artista, su obra y su público son diferentes. La fotografía es un discurso, una narrativa, una historia que se cuenta con cada imagen que pretende reproducirse y exponerse. Según Krauss (2002): “La tradición de la pintura y de la escultura, que hasta entonces se había considerado inalterablemente icónica, reveló ser, sometida al calibrado fotográfico, extremadamente frágil”. (p.15).
La fotografía sigue siendo vista como un instrumento de registro destinado al apoyo de otras artes como la performance, el land art o el body art, representaciones efímeras propias de la era postmoderna, pero que, sin la existencia de la fotografía, serían imposibles de ejecutar. Sin embargo, la fotografía es hoy también elevada a la categoría de arte, porque en su representación y la recreación del público transmite como nunca antes el sentir de una sociedad desencantada que necesita de esa dosis de realidad provista para recuperar su sentido de identidad.
Si consideramos que la fotografía es aún un arte joven, cabe ahora esperar que la permanencia de su carácter supere a la de su discurso. Los caracteres más permanentes son los más elementales, íntimos y de mayor generalidad, y tal vez lo efímero característico de la época en que vivimos no logre una convergencia entre tales elementos.
Finalmente, la superioridad del arte se comprende cuando, tomando por objeto la naturaleza, manifiesta ya alguna de las partes más hondas de su fondo íntimo, algún momento superior de su desarrollo. La obra de arte es más bella a medida que el carácter se imprime y se exterioriza en ella con más intensidad y domina la obra entera. (Taine, 2000).
La fotografía sería, entonces, la obra maestra por excelencia de la Postmodernidad, ya que es la que posee la máxima potencia en su pleno desarrollo. Es superior porque reúne las simpatías generales, y es el canal a través del cual el artista logra plasmar su ideal desde lo real, reproduciendo y destacando el carácter de importancia.
Concluyendo: tanto arte y fotografía, vistos desde el ámbito postmoderno o el de la Gran Teoría, han sido y siempre serán lugares en los cuales podemos encontrar la verdadera esencia de la persona. El arte es el único medio de comunicación que se conserva puro y sincero en comparación con aquellos masivos: es el único lugar en el cual no existe el miedo y no tememos mostrarnos tal como somos. En el arte podemos equivocarnos y volver a intentarlo: el arte puede ser todo, y es precisamente porque se crea de la nada.