Numerosas veces me han preguntado cuál es la relación entre el paisaje y los bailarines en Los Coros Menores. He ensayado muchas respuestas, pero siempre la más elemental resulta la más precisa: ambos son hechos de un mismo mundo. Los personajes provienen de tres lugares: Alto Hospicio, en Chile, y El Alto y Oruro, en Bolivia. En el caso chileno, los retratados son danzantes de la fiesta de La Tirana, celebración relativa a la Virgen del Carmen. En la fiesta boliviana, son bailarines del carnaval que al igual que en el resto del mundo cristiano se celebran en todo ese país a fines de febrero.
Salvo en El Alto, los paisajes corresponden a vertederos ilegales localizados en la periferia de la ciudad. A esas afueras les llamo ciudades posteriores, debido al hecho simple, pero rotundo, de que tienen habitantes, es decir, constituyen ecosistemas donde convergen indigencias de todo tipo, la prostitución, la droga, el fuego y los perros. La ciudad posterior más paradigmática, sin embargo, se encuentra en las inmediaciones de otra: Alto Hospicio, envuelta en la kamanchaka, palabra que en aimara significa oscuridad -como observó mi amigo el ensayista Francisco Cruz - y que los iquiqueños usan para nombrar a la neblina que emerge del mar. En 2012 grabé un video ahí. Le puse La Ciudad Posterior (ver Fig.1). Ese es el basural más extenso de todos, quizás por estar en un país que después de una dictadura cruenta se erigió en el paradigma sudamericano del neoliberalismo. Pese a no estar en Sanhattan , o quizás por lo mismo, es un paisaje profundamente chileno y también un purgatorio terrenal habitado por las almas en pena de la Ciudad Posterior. Ahí vuelven a encender el fuego primigenio para quemar los deshechos y extraer los metales.
Volviendo a la pregunta inicial, podría haber fotografiado a los bailarines en plena fiesta, como se ve en las postales y en las guías turísticas, o podría haberlos retratado en sus lugares de ensayo, acogiéndome a cierta tradición documental y documentalista. Opté por una puesta en escena que reuniera, de nuevo, dos hechos de un mismo territorio.
Hace no mucho, en un conversatorio, alguien observó que el paisaje podría ser asociable a algo que llamó “tiempo histórico”, en tanto que el personaje al “tiempo mítico”. Sospeché que esa clave de lectura provenía de Walter Benjamin, del cual sé muy poco. Tan poco sé, que preferí partir por saber a través de otro. Ese otro es el filósofo chileno Pablo Oyarzún, autor de Cuatro Señas sobre Experiencia, Historia y Facticidad. A manera de Introducción. En la página 16 Oyarzún cita un “muchas veces citado” fragmento de El Origen del Drama Barroco Alemán (1963):
“La historia en todo lo que ella tiene, desde un comienzo, de extemporáneo, penoso, fallido, se acuña en un rostro, no, en una calavera. Y si bien es verdad que a ésta le falta toda libertad “simbólica” de la expresión de toda armonía clásica de la figura, todo lo humano, [sin embargo], no sólo la naturaleza de la existencia humana sin más, sino la historicidad biográfica de un individuo se expresa como acertijo en ésta, su figura natural más decaída. Este es el núcleo de la consideración alegórica, de la exposición barroca, mundana, de la historia como historia sufriente del mundo. Sólo es significante ella en las estaciones de su caída. Tanta significación, tanta caducidad mortal, porque la muerte graba de la manera más profunda la tajante línea demarcatoria entre physis y significación. Pero si la naturaleza está desde siempre en mortal caducidad, entonces, es también alegórica desde siempre. La significación y la muerte están tan con-temporaneizadas entre sí en el despliegue histórico (gezeitigt in historischer Entfaltung), como tan estrechamente se compenetran, en cuánto gérmenes, en la condición pecadora, carente de Gracia, de la creatura”
¿Hace falta explicitar el obvio parentesco entre esa calavera y los neblinosos campos en descomposición de La Ciudad Posterior? ¿Es necesario insistir en su contingente afiliación con los animales embalsamados de La Revolución Silenciosa - serie producida entre 2001 y 2002 - donde los personajes que posan frente al lente son, en ocasiones, maniquíes que citan a los lívidos, andróginos y sonrojados ángeles y arcángeles apócrifos de la pintura virreinal de los Siglos XVI-XVIII? (Fig.2).
Los cuadros están iluminados como claroscuros. La luz cae sobre el pálido y contingente maniquí mientras unas apolilladas taxidermias, de pelaje raído, como con tiña, ofician de fondo escenográfico en una bodega del Museo Nacional de Historia Natural destinada a las piezas rotas, amontonadas ahí en espera de algún decreto que las devuelva a su condición de espécimen in vitro. En las pinturas citadas, por el contrario, lo que rodea a los ángeles son unos pétalos de flores, de tan vivo colorido como el casto rubor de sus mejillas eternas. Acá abajo, en la tierra, derruidas por el tiempo, algunas piezas han perdido los ojos, otras las extremidades. Largos alambres oxidados se asoman por tobillos y muñecas mal modeladas y cubiertas por una piel que parece de papel encerado, a veces rellenas con yeso y otras con aserrín. Los contornos de las orejas, como mascados, son irregulares y la madera de las tarimas muchas veces está podrida. En este caso, la relación con la calavera barroca es más explícita, inmediata y directa. Incluso a una de las taxidermias, a un chimpancé, le ensamblé un cráneo de tapir en una mano; sin haber leído nunca el texto de Benjamin, sino pensando, más bien, en 2001 Odisea del Espacio de Stanley Kubrick (Fig. 3).
La calavera benjaminiana, en todo caso, refiere no sólo a una visión fúnebre de la historia como un mero “arrasamiento desde el exterior” (Oyarzún, 1996), sino, ante todo, a una condición que a priori determina la experiencia de cualquier cosa, en tanto su relación con el sujeto está tramada por la “singularidad, inanticipabilidad y testimonialidad” (Ibíd.]). Por eso, quizás el replicante de ángel, de esa máquina celeste, sería de fácil asociación con el Ángel de la Historia que Benjamin ve en el Angelus Novus de Paul Klee. Con un poco más de imaginación lograremos que de los grasientos harapos del basural emerjan manos, brazos, pies, piernas y cabezas para que se levanten los muertos. Una observación adicional: cuando Christian Boltanski estuvo en Chile señaló que una chaqueta tirada en la calle era igual que un cadáver, porque había tenido vida mientras alguien la usó. En el Tractatus logico-philosophicusWittgenstein (1921) señala que hay cosas fútiles de ser dichas, pues se muestran por sí mismas. Una clase de ellas son los cadáveres, aunque quizás menos explícita sea su relación con la historia y con la experiencia. Por eso, no debemos pensar en taxidermias, guiñapos y escombros (o ruinas) como en otro si no, ante todo, como en nosotros mismos: en medio de una suerte de marea humana de gestos y muecas donde lo visible es siempre a destiempo, como en una pantomima. Así se ve en Los Tesoros de Satán de Jean Delville. Esos rostros dormidos son los nuestros, en tanto jueces y testigos de la historia y de nuestra condición esencialmente finita: “fervorosamente tenaz en el cuidado de la pobreza” (Oyarzún, p. 18) que es nuestra “única, problemática y paradójica posesión” (Ibíd.). El mundo es una Ciudad Posterior y también una pila de animales momificados. El otro, el verdadero otro, es el personaje mitológico: el ángel, el mesías o el oso Jukumari, que oficia de portada en este número de Index.
“La destructividad fundamental de la muerte” -prosigue Oyarzún:
“(…) establece la condición que hace posible a la significación, siempre que se entienda que esta condición está, en sí misma, temporizada: precisamente en la sazón de la muerte surge asimismo, a título póstumo, el sentido. Y precisamente esta sazón, ese tiempo, la diferencia en que consiste ese tiempo, es la instauración de la historia como despliegue -por lo menos virtual- de la significancia en el seno del devenir natural, marcado por su destino cadente. Pensar la historia en su verdad supone, pues, asumir que la muerte es la nodriza de esa verdad, en cuanto que rubrica el carácter de lo acaecedero, de aquello que, en virtud de su débil ser, es ya lo acaecido - no lo que redondamente “es” sino lo que “fue”, lo sido- (…) Bien podría designarse a la muerte, a la caducidad esencial de lo que “es”, como el instante (Augenblick) de la experiencia -aquello que, sin ser jamás tema de la experiencia, es, sin embargo, su condición insuprimible, la condición de su temporalidad-, que rompe de antemano su articulación categorial, y convierte lo que habría sido el campo continuo de despliegue del sujeto en encrucijada del riesgo inesquivable” (p. 17).
La Muerte constituye el oscuro horizonte de una contingente experiencia de la historia que en su terrenal finitud es expresada por el símbolo paradigmático de la calavera. Esa es una imagen de la historia y es, también, una manera de entender la persistente actividad de La Ciudad Posterior en Los Coros Menores. Dios ha muerto. ¿Pero por cuánto rato?...
Mientras tanto nuestro amigo, el ángel a vueltas, fuera de escena, sin mundo y sin relato, se aparece por aquí y por allá, como una sucesión discontinua de hologramas en el mismo escenario. Más lejos o más cerca y en idéntica pose, se materializa en un lugar y luego en el otro, ensayándose frente a sí mismo, sin espejo y sin mucho más que hacer (Fig. 4).
Quisiera, ahora, abocarme a otra clase de imagen que comparece solamente en una de las obras acá presentadas y que de modo nada casual se titula La Ciudad Posterior (Fig. 5). Es el único integrante de Los Coros Menores donde el mayor protagonista es el paisaje. Se trata de un políptico compuesto por ocho fotografías, cada una con su punto de fuga. Comparece ahí un problema menos temático que perceptual. La imagen, donde de algún modo confluyen el romanticismo y la distopía, es inmersiva. Da la sensación de que la basura lo envuelve a úno, como si fuera un aluvión o algún río contaminado que se ha salido de su cauce. Ya en 1909 algunos pintores quisieron insistir en los límites del cuadro ventana y en lo que David Hockney denominó “la tiranía del lente” (Hockney: 2001). Contra ésta, los cubistas, haciéndose cargo del legado de Cézanne, introdujeron la visión simultánea, el movimiento, el collage y los puntos de vista múltiples que, así su argumento, dan mejor cuenta de la experiencia humana de la visión: “a two eyes and wonky perspective” (Ibíd.). Inútil agregar que no sólo Hockney recuperó ese experimento, reelaborando la normativa monocular que heredamos del Renacimiento. También están Matta-Clark, Dibbets, Spinatsch e incluso el modo panorámico de la cámara de mi teléfono celular, donde ocasionalmente aparecen unos automóviles compactados, comprimidos y facetados que parecen pintados por Picasso, Balla o Russolo.
¿Cómo es mi experiencia de las cosas? La vista se fija y se despega posándose en un punto sin por ello desenfocar los demás (foco es una categoría del mundo de los lentes). Mis ojos te miran a ti o a ella, que también se mueve con mayor o menor fuerza a través del espacio y del tiempo, además de sonar, oler, tener una temperatura y también una piel rosada y llena se sarpullidos. Los globos oculares recorren todas sus órbitas, están en constante movimiento, giran y se retrotraen dentro de sus cuencas en mi cráneo que, sostenido por mi cuello, y envuelto por lo que queda de mi cabeza, nunca está quieto, como si estuviera montado sobre uno de esos cabezales de bola que poseen algunos trípodes (los ball heads). Cabe agregar que el video La Ciudad Posterior se grabó con tres cámaras, cuyos encuadres luego se ensamblaron en una sola imagen apaisada con tres puntos de fuga paralelos, produciendo una panorámica más cercana a las del renacimiento flamenco que a la deconstrucción cubista.
La Ciudad Posterior se enfriaba cuando la cubría la kamanchaka. Olía a basura y las hojas de coca, exprimidas hasta la transparencia por la ceniza de la lejía, me tenían la lengua y los labios completamente adormecidos. Inhalaba muerte y exhalaba entusiasmo, lo cual es una modalidad del sentimiento de lo sublime. Los otros hablaban entre ellos mientras disponían cámara, trípode, flash, batería y dos reflectores . Siempre había perros merodeando. Yo les tiraba vienesas. Una vez un morador del basural se acercó a pedirme dinero. Caminaba muy rápido, impulsado por el viento y como si fuera un velero, y con el torso doblado hacia delante. Daba pasos muy cortos y se acercaba en zigzag. Se mostraba siempre de lado. Parecía subir el sendero de un cerro o las escaleras de un zigurat. Iba con los brazos pegados al cuerpo y las manos metidas en los bolsillos. De silueta oscura, era famélico, huesudo, y tenía la epidermis de un color quemado y ambarino, como los dedos de los fumadores. Su morena palidez vestía una ajustada chaqueta negra engrasada por años de indigencia. Sus dientes tenían manchas amarillas que recordaban al azufre o más bien a los efectos de éste sobre el esmalte dental. Los ojos eran opacos y la mirada huera. Me mostró una extraña masa de metal derretido. Parecía un meteorito de aluminio. Dijo que lo cambiaban por droga en Alto Hospicio y que se obtenían otros similares quemando basura. No me la quiso vender. Algo tenía su piel de la del Baco Enfermo de Caravaggio. Recordaba a uno de Los Embajadores de Hans Holbein, de quien se rumorea no haberle caído en demasiada gracia al pintor que lo retrató así, de mortecina tez color piel de aceituna.
En un ensayo titulado El Guante y el Destino Alfonso Iommi escribe “en esto consiste la pose: disponer la imagen del cuerpo de modo tal que su contenido se agote en un único significado: El Rey, el joven melancólico, la mujer adolorida, el bandido insidioso, el matrimonio esperanzado” (Iommi: 2008, p. 34). Ello se vuelve particularmente obvio en el caso de los bailarines. La pose, rescatada de la coreografía, y el traje constituyen al danzante en el personaje que es. Pocos desvían su mirada de la cámara, como el Moreno, de tocado verde, amarillo y rojo, lo cual le confiere, copio y pego, ese aire freudiano de inquietante extrañeza en cuya búsqueda tanto artista y crítico hoy por hoy se afana (Fig. 6).
Recapitulemos: sin mesías y después de haberse quitado las alas pero no el casco prusiano ni la máscara picassiana, el Ángel de la Historia (Fig. 7), se toma un largo descanso en La Ciudad Posterior, mientras Cacho, el bailarín que se ejerce en el Jukumari, nos sale al encuentro como congelado en un movimiento elíptico que recuerda a la espiral ascendente de una columna salomónica, a una escalera de caracol o a una doble hélice de ADN (Fig. 8).
Lo que está claro es que, de algún modo, no se encuentra en ese paisaje donde el tiempo pasa, se halla como despegado del fondo, detenido en el tiempo, a resguardo de él y vibrando solitario en su frozen momento. Como video en pausa. Listo para la foto: del turista, del documentalista o del artista conceptual que decidió sacarlo del carnaval. A sus pies yacen algunos guiñapos y una cenicienta coronta de maíz. De la pata delantera del disfraz del oso -y debajo de unas zarpas de algún plástico blando de color negro (como el de los peluches)- emerge una zapatilla vieja de color blanco marfil. Como el de la calavera.