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Gomes, V. (2018). La persona humana como categoría fundamental de la educación sexual: unaperspectiva fenomenológica. Alteridad, 13(2), 168-179. https://doi.org/10.17163/alt.v13n2.2018.01.
1. Introducción
En el estudio de la sexualidad humana, consideramos un conjunto de cuestiones cuyo primero fundamento es el cuerpo. Sin embargo, las vivencias del cuerpo no son apenas sensoriales, son también simbólicas, así, es posible olvidar que la sexualidad acontece a partir del cuerpo, y reducirla a elementos simbólicos de lenguaje. Para evitar tal reducción, tomaremos la postura metodológica que empieza por el cuerpo y permanece próximo a lo largo de toda la reflexión.
Cuando pensamos en nuestro propio yo, comenzamos por entenderlo como unidad. Tenemos un cuerpo, una historia, una vida. Tal unidad, sin embargo, no es tan simple, establecemos relaciones y en cada espacio de esas relaciones tenemos un yo específico y un mundo propio.
Si a cada campo de relaciones el yo encuentra un mundo propio, la manera cómo confiere sentido a ese mundo depende de un lenguaje que le es vinculado.
Denominamos ontología al estudio de los fundamentos del lenguaje que se constituye a partir de un mundo vivido, por lo cual se discute el sentido de ser, en un abordaje intencional (Ferraz, 2008, p.16).
En este texto, vamos a observar las vivencias que están siendo unificadas en torno de la sexualidad, a partir de la experiencia del cuerpo.
2. Metodología: la opción por la perspectiva fenomenológica
Si la persona humana transita por varias ontologías, se puede indagar si existe una ontología del yo-puro, esto es, de un yo que se mueve en dirección a múltiples relaciones. Esa pregunta puede ser resumida en otra más corta y difícil: ¿de qué se constituye el yo?
Una hipótesis afirma que el yo se constituye solamente a partir de sus relaciones externas y por la práctica del lenguaje, tal como propuso Marx en la 6ª Tesis sobre Feuerbach: “...la esencia humana no es una abstracción inherente a cada individuo. En su realidad ella es el conjunto de las relaciones sociales” (Marx y Engels, 1976, p. 4).
Esa hipótesis puede ser llevada al extremo de decir que no existe el yo, existen solo las relaciones, que acaban por definir el “yo”.
Otra hipótesis es que el yo se funda en una intuición. Hay una primera intuición, sobre la cual se establecen las relaciones, como propone la larga tradición francesa de filosofía, con un marco en Descartes (1999, p. 62) y llegando a Merleau-Ponty (2006b, p. 493).
En el extremo, esa hipótesis puede confundir intuición e imaginación, así, el yo es apenas una interioridad imaginada, con la cual construimos nuestras relaciones.
Esas dos hipótesis están en contradicción con una tercera hipótesis anterior, heredada de la filosofía occidental antigua: la de que existe una esencia humana abstracta, una entidad metafísica que constituye el yo: el alma. Filosóficamente, heredamos el alma de Pitágoras, Sócrates y Platón (Frede, & Reis, 2009, pp. 21, 145) y, cuando se propone, precede las relaciones biológicas, psicológicas y sociales.
Para efecto de nuestra discusión, haremos la elección metodológica de un principio: el fundamento del yo está en una intuición, siendo esa intuición originada no de la imaginación, pero de la corporeidad del humano. Esa intuición no agota el yo, es apenas su fundamento, ya que el yo se completa en un cuerpo que está en relaciones, en un cuerpo que vive en un mundo.
Es un posicionamiento que se alinea a la fenomenología de Maurice Merleau-Ponty, principalmente en sus obras A Estrutura do Comportamento (Merleau-Ponty, 2006a) y Fenomenologia da Percepção (Merleau-Ponty, 2006b).
El mundo y el cuerpo ontológicos que reencontramos en el corazón del sujeto no son el mundo en idea o el cuerpo en idea, es el mundo el propio contraído en una toma global, son el cuerpo el propio como cuerpo-cognoscente (Merleau-Ponty, 2006b, p. 547).
Llamamos elección, porque necesitamos atender al objetivo de situar a la persona humana como categoría fundamental de la educación sexual y esa elección es una de las hipótesis que permite comprender esa situación a partir del cuerpo, sin ceder a una perspectiva mecanicista, de la cual ni el marxismo, ni el positivismo están exentos.
La elección de tomar el cuerpo como punto de partida, a su vez, también se distancia de la perspectiva idealista, pues ella permitiría discutir la educación sexual, a pesar del cuerpo o sin él, como era posible en la filosofía antigua.
Nuestra opción metodológica por la fenomenología de Merleau-Ponty conduce a un recorrido por tres fundamentos de una ontología de la persona humana. Empezaremos por los dos fundamentos que se presentan en su materialidad, que son, el de la corporeidad y sociabilidad y, al final, discutiremos el fundamento de las posibilidades, que es la transcendencia.
El cuerpo, como fundamento, no será suficiente para comprender el humano, pues el cuerpo está situado por condiciones personales, sociales e históricas, de modo que precisaremos también de la sociabilidad y por fin, de una comprensión sobre la transcendencia, para discutir cómo ese cuerpo se mueve a partir de mundos de relaciones para convertirlos.
Por eso, esos tres procesos aparecen como fundamento del humano, porque el humano es el que vive –en cuerpo y sociedad– en la busca de construir un destino, que en filosofía preferimos llamar de proyecto.
3. Resultados y discusiones
3.1. Corporeidad
La historia biológica cuenta que la evolución natural resultó en un cuerpo autoorganizado para la supervivencia individual y de la especie. Imposible hablar en interioridad sin su presupuesto, el organismo. Por lo tanto, la interioridad humana es un fenómeno resultante de una estrategia cosmológica: la autopoiesis.
La autopoiesis, propuesta por Maturana y Varela (2006, p. 16) se refiere a un modo de organización de la materia para optimizar el uso de la energía. Es una estrategia que surge en reacción a la entropía. Dicho de un modo breve e incluso simplista, la entropía se refiere a la indisponibilidad de energía en un sistema. Cada vez que realizamos un proceso, la entropía aumenta, es decir, no conseguimos más reponer la energía gastada en realizar el proceso.
En los animales superiores, la autoorganización se dio de modo para articular diferentes sistemas, entre ellos, el sistema neurofisiológico. En el caso humano, el sistema neurofisiológico se especializó en lenguaje.
La antropología filosófica expresa esa relación entre cuerpo y lenguaje de diversos modos, siendo la persona humana un ser de lenguaje, o como dice Cassirer (1965, p. 49): la persona humana como animal simbólico.
El lenguaje simbólico establece todas las mediaciones del organismo humano. A partir de aquella función básica de control, organizada por la intuición de un yo como referencia primera, ocurre una explosión de las posibilidades de representación, ultrapasando el control de las funciones de supervivencia. El lenguaje comienza a tener posibilidad de despegarse del cuerpo. Vivimos la superposición del sistema simbólico al instintivo, que tiene su intersección en el principio del placer, como propuso Freud (2010, pp.162-163).
El placer es una construcción corporal y simbólica, vivenciado mediante un estado de satisfacción del organismo, que se torna referencia de las representaciones simbólicas. Esa satisfacción tiene una experiencia fundamental y referencial que es el gozo orgánico, u orgasmo.
La interioridad es parte de la experiencia de la situación en el mundo: es preciso representar la relación ausente, para saber cuál relación debo buscar, la satisfacción deseada. La ausencia – emergente de la necesidad– es punto de partida de los significados en el mundo vivido.
Situar el lenguaje en el cuerpo, por una intuición originaria en que el cuerpo-cognoscente se presenta como yo, es alejarse de la afirmación de que “todo es lenguaje”, como si el símbolo ya fuera constituyente del cuerpo y, no, una posibilidad para el cuerpo. Es necesario llamar la atención para ese aspecto ideal, pues la práctica social del lenguaje parece conferir materialidad a la palabra, como si la palabra ya fuera idéntica a las relaciones sociales concretas. Las palabras, sin embargo, permanecen inmateriales.
Ese equívoco idealista es posible porque, una vez presentes el lenguaje, la palabra y la cultura, se hace posible instituir, posteriormente, el cuerpo, es decir, confinar el cuerpo en una institución social y moral, lo que permite imponer el significado del término “cuerpo” sobre la experiencia mucho más amplia de la corporeidad concreta.
El lenguaje no constituye el cuerpo en su historia biológica, pero lo instituye en su historia cultural. La distinción entre constitución e institución del cuerpo se diluyen en la persona, pues ya al nacer, tiene su cuerpo visto como objeto culturalmente constituido-instituido.
De aquí, por ejemplo, surge la afirmación cotidiana de que “niño nace niño, niña nace niña”, como si una cierta morfología sexual, que en la especie humana se presenta bajo tres grupos: femenino, masculino e intersexo (Damiani et al., 2007) –que es un grupo que en verdad presenta una gran diversidad de otros grupos–, pudiera ya ser instituida por el Estado, con el campo “sexo” de la partida de nacimiento. Así, no se instituye el grupo que presenta variedad –hoy denominado por la ciencia de intersexo– obligando a la familia a instituir socialmente un sexo para el niño constituido biológicamente en una condición morfológica diversa. Lo diferente no puede existir, tampoco puede ser nominado. Es la victoria de la cultura sobre el cuerpo, haciendo que se doble a los límites del Estado.
Por ese motivo, tanto bajo la perspectiva psicológica como bajo la sociopolítica, ese orden es relevante: primero la constitución biológica del cuerpo; después, la institución del cuerpo por una práctica social en lenguaje.
Para comprender el emerger del cuerpo-cognoscente, es necesario investigar el instante de la intuición del yo que precede la palabra, de lo contrario, solo cabría filosofar sobre los poderes ejercidos por grupos hegemónicos sobre el cuerpo por lenguajes instituidos, sin posibilidad de nuevos lenguajes y, por lo tanto, nuevas libertades.
¿Cómo un cuerpo puede llegar a ser un yo-semántico, es decir, un yo que es constructor de los significados? La cuestión es que la persona se encuentra en esa situación. Tal encontrarse es la intuición del yo-semántico.
Ese instante antes del yo-semántico es un yo-contraído –como pensó Henry Bergson– que necesita distenderse y expresarse. Bergson (1988, pp. 89-90) pensaba que la expresión era una espacialización de la consciencia, que en su estado primero, sería de intuición. Por su postura vitalista, Bergson parece buscar un principio inmaterial para la vida. La biología, sin embargo, muestra que el movimiento material, en sus búsquedas por equilibrio y menor consumo de energía, asociado a un tiempo cosmológicamente inmenso para ese movimiento, dio origen a la vida y, por consiguiente, a la consciencia (Barrow & Tipler, 1988, pp. 556-570).
En ese punto de nuestra discusión, es suficiente saber que ese yo-semántico está situado en un mundo que lo provoca a crear y realizar cambios de significados, por medio del lenguaje. Así, de nuestra base biológica pasamos al lenguaje, con la posibilidad de experimentar dos órdenes de replicadores: los genéticos y los lingüísticos.
Para Dawkins (1979, p. 211), los replicadores biológicos –los genes– abrieron paso a replicadores culturales –los memes. Los memes usan como medio de replicación los elementos simbólicos, copiándose con fidelidad, uniéndose en redes, como textos o imágenes. Los memes se reproducen con menos variabilidad que los genes, pero perduran más a lo largo de los tiempos.
Por los memes, la cultura impone sus instituciones a las constituciones genéticas, por medio de grandes redes, algunas de ellas denominadas “identidades” otras de ellas denominadas por “sexualidad” o “género” y así sucesivamente, superponiendo un orden social sobre el orden biológico.
En la persona, eso significa un proceso de intuición-expresión de su yo y su sexualidad dentro de un mundo del cuerpo y de la sociedad. A cada intuición del yo la sexualidad se expresa de forma única, denominada identidad sexual (Ventura & Schramm, 2009). De este modo, el yo intuye su cuerpo-cognoscente, su sexualidad y de ella busca su expresión.
Entretanto, esa identidad sexual comienza por la situación del cuerpo-cognoscente: biológicamente situado en una morfología sexual, en una condición, siendo más frecuentes la femenina, la masculina y menos frecuentes las intersexo.
Hay que considerar en esta ontología médica, una secuencia política que coloca a las personas clasificadas como intersexo fuera de la ciudadanía. El propio prefijo “inter-“ alega que esa morfología sexual es una no-morfología y, por lo tanto, casi inhumana.
La variedad de condiciones intersexo pone en cuestión la práctica cotidiana de valerse de un modelo binario para referirse a la morfología sexual. Además de eso, si en parte de esas condiciones hay necesidad de intervención médica, en otras la persona podría desenvolverse con el cuerpo de nacimiento, sin la necesidad de modificar ese cuerpo para adecuarse al campo “sexo” con apenas dos alternativas, porque el Estado así lo exige.
La condición establecida por la morfología sexual de nacimiento no cambiará naturalmente: ella corresponde a la primera situación del cuerpo. Esa situación puede provocar un conflicto y una transcendencia primera para el cuerpo-cognoscente, que es la condición transexual, esto es, el conflicto entre la morfología sexual del cuerpo y como ella es intuida por el yo-semántico.
Sin embargo, antes de proseguir, es necesario explicar el sentido de transcendencia en la fenomenología, ya que las filosofías esencialistas hacen una aproximación entre transcendencia y el inmaterial y, por fin, transcendencia y alma.
Para la fenomenología, la existencia humana es una tensión entre situación y transcendencia: el cuerpo-cognoscente está situado en un mundo y por la transcendencia proyecta y se mueve hacia lo nuevo. Evidentemente, la transcendencia es libertad en relación a la situación presente. Sin la transcendencia, estamos destinados a vivir lo mismo siempre (Merleau-Ponty, 2006b, pp. 10, 211).
Aquí se presenta la intersección entre fenomenología, existencialismo y crítica social: la transcendencia es el proceso tanto de las utopías individuales como sociales, de las revoluciones personales e históricas.
Por otro lado, esa transcendencia fenomenológica se distingue de la transcendencia metafísica, que incluye en su reflexión una realidad esencial y distinta del mundo vivido. Para las filosofías esencialistas, la transcendencia es una transformación metafísica de la realidad, aunque sea un proceso histórico: es una historia que termina en una otra realidad inmaterial, un orden que se completa fuera del tiempo, más allá de la historia.
Para la fenomenología del cuerpo, el cuerpo-cognoscente se sitúa en la historia, pues el punto de partida y de llegada es siempre el mundo vivido. La transcendencia es delimitada a las posibilidades del cuerpo, no cabe proyectarla en un orden inmaterial, pues en ella el cuerpo no es posible.
Diferenciada la transcendencia fenomenológica de la metafísica, podemos tratar del conflicto en el cuerpo-cognoscente en relación a la morfología sexual de nacimiento.
En su concreción, el cuerpo está situado en una morfología sexual de nacimiento, sin embargo el “yo” del cuerpo-cognoscente intuye una otra morfología y da inicio a un proceso de transcendencia de la morfología sexual, la modificación del cuerpo y en el cuerpo.
Aunque la ciencia pueda discutir las causas de ese conflicto entre cuerpo de nacimiento e identidad sexual, del punto de vista filosófico, el proceso se da porque hay un cuerpo-cognoscente con posibilidad de transcendencia. Siendo la morfología sexual una situación del cuerpo, la consciencia se mueve para transcenderla.
La diferencia de ese movimiento hacia cualquier otro movimiento de transcendencia posterior, es que el proceso de adecuación entre el yo-intuido y la morfología sexual está contenida en el proceso de intuición del yo y, así, volverse un proyecto que precede a todas las demás expresiones de la persona.
Denominamos tal proceso como identidad sexual, pues se trata de la relación interna del cuerpo-cognoscente en su morfología sexual y referencia para el lenguaje.
Equivocadamente, podemos reducir el cuerpo al lenguaje, y entonces reducir las cuestiones de identidad sexual a las cuestiones de identidad de género, en prejuicio de la atención a las personas que efectivamente poseen cuestiones de identidad sexual, por borrar el cuerpo ante las relaciones sociales.
Esa reducción acontece, porque el género es una construcción cultural, que así podemos definir:
Género: Conjunto de prácticas, representaciones, papeles, funciones, valores y normas que una sociedad establece por medio de la cultura para una persona, de acuerdo con la morfología de su cuerpo.
Se debe tener en cuenta que Os Princípios de Yogyakarta (ONU, 2006, p. 7), definen identidad de género, destacando, entre paréntesis, las situaciones de identidad sexual bajo la expresión “sentido personal del cuerpo”:
Identidad de género: La experiencia interna e individual del género de cada persona, que puede o no corresponder al sexo atribuido en el nacimiento, incluyendo el sentido personal del cuerpo (que puede involucrar por libre elección, modificación de la apariencia o función corporal por medios médicos, quirúrgicos u otros) y otras expresiones de género, incluso vestimenta, modo de hablar y gestos.
Esa reducción del cuerpo al género ocurre por una cuestión práctica social: las personas que tienen cuestiones de identidad sexual van igualmente a cuestionar los papeles de género atribuidos culturalmente a su morfología sexual de nacimiento. Por lo tanto, se puede asumir que si hay una cuestión de identidad sexual, habrá, consecuentemente, una cuestión de identidad de género.
Un aspecto frecuentemente olvidado es lo de que una cuestión de identidad de género no es, necesariamente, una cuestión de identidad sexual. La persona puede apenas cuestionar el género que le es propuesto por la cultura, sin la intuición de adecuación o inadecuación de su morfología sexual de nacimiento.
Por ese motivo, preferimos separar la definición de identidad sexual de la identidad de género:
Identidad sexual: Proceso por el cual la persona intuye, siente y expresa qué morfología de cuerpo es adecuada para sí.
Siendo así, la identidad sexual trata de una intuición del cuerpo-cognoscente y la identidad de género se refiere a la expresión de ese cuerpo dentro de un cierto repertorio cultural.
Necesitamos tener cautela al crear criterios de clasificación e indagar por el motivo de ese deseo de clasificar. Es necesario recordar a Foucault (1996, p. 53) y pensar que los sistemas de clasificación son sistemas de poder. Así, el primer propósito al clasificar una persona o grupo es un ejercicio de poder, sea para el ejercicio de derechos, sea para la aplicación de penas, en el caso del Estado.
Por lo tanto, las identidades en general y las identidades lgbti –lésbicas, gays, bisexuales, transgéneros e intersexo– en particular son, a los ojos del Estado, objeto de derechos, de deberes, de penalización, conforme el sabor del momento político. Es necesario llamar la atención a ese punto, pues hay una tendencia, entre los movimientos pro y contra de las personas lgbti, en tomar, de forma idealista y esencialista, esas identidades y, consecuentemente, sus derechos o sus penalizaciones.
Las identidades no son definitivas, pues no son esenciales ideales que informan la realidad. Las identidades son procesos y, por lo tanto, sujetas a cambios.
En cuanto a esa relación entre los procesos de identidad y la corporeidad, las indagaciones posestructuralistas sobre el género remiten a una aproximación que ya ocurrió en el desarrollo de la fenomenología y, que, desde una nueva perspectiva, necesita ser retomada.
Del mismo modo que las indagaciones estructuralistas de Levi-Strauss auxiliaran Merleau-Ponty a discutir una ontología salvaje como una ontología pre-reflexiva (Merleau-Ponty, 1990, pp. 58-61), análogamente, las cuestiones pos-estructuralistas de género provocan la indagación sobre la corporeidad pre-género, o sea, la libertad fundamental del cuerpo-cognoscente antes de los destinos culturalmente atribuidos por las definiciones de género ante la morfología sexual del cuerpo.
Esto significa partir de la consideración del género como categoría de análisis histórico, como elemento constitutivo de las relaciones sociales a partir de distinciones de la morfología sexual y de la institución de relaciones de poder (Scott, 1999, c.2, II, §3) y, por lo tanto, fuente de derechos, y el respectivo debate sobre ellos, para el examen del género como una categoría de delimitación de la inmanencia del sujeto en el análisis fenomenológico. No cabe, como finalidad de este texto, profundizar ese análisis, pero es necesario destacar su importancia, por la necesidad de la discusión específica de la corporeidad pre-género, o sea, de la corporeidad que, aun en la inmanencia de diversas morfologías sexuales, es transcendente en su vivencia, además de la imposición categórica de una lectura cultural binaria.
En la búsqueda de defender derechos de las personas en relación a su orientación sexual e identidad de género, los Principios de Yogyakarta también ofrecieron una definición de orientación sexual:
Orientación sexual: Capacidad de cada persona de experimentar una profunda atracción emocional, afectiva o sexual por individuos de género diferente, del mismo género o de más de un género, así como de tener relaciones íntimas y sexuales con esas personas (ONU, 2006, p.7).
La orientación sexual finalmente direcciona la persona al otro. Ella responde a la pregunta “¿por personas de cuál género la persona tiende a sentir atracción emocional, afectiva, íntima y sexual?”
Por lo tanto, bajo el aspecto psicológico, la orientación sexual es la característica de la insuficiencia del sí-mismo para la realización de la sexualidad: no solo el otro se hace necesario, como ese otro corresponde a un cierto género, a una cierta morfología sexual, a una cierta presencia.
El carácter difuso de la sexualidad conduce por fuera del cuerpo-cognoscente y para la situación en el mundo vivido, abriendo, tanto para la identidad sexual e identidad de género como por la orientación sexual, la investigación del aspecto social: la sociabilidad como fundamento antropológico de la educación sexual.
3.2. Sociabilidad
En la vida cotidiana, la sexualidad no parece tan diversa cuando es observada socialmente. Por más cambios y revoluciones sociales que ocurran, si se pregunta a un adolescente sobre su futuro, la respuesta probable es: crecer, casarse, tener hijos...
Una persona que salta directamente del movimiento de amor libre de la década de 1960 a los años 2010 quedaría bastante sorprendida al descubrir que una de las reivindicaciones del movimiento lgbti es justamente la posibilidad de constituir una familia. Nada le parecería más conservador que un matrimonio con hijos, aunque sea una pareja gay. Muchas veces, una revolución, en vez de crear nuevos caminos, busca apenas ampliar caminos que ya existen.
En su aspecto social, la persona no se construye por sí misma: es regida por una condición de heteronomía. El mundo no comienza cuando nacemos y, así, cada persona que ingresa en la sociedad, encuentra un orden ya establecido, que llamamos de civilización.
Un estado de civilización tiende a ser un estado de negación de la animalidad y de la corporeidad humanas, pues es un estado que impone orden por medio de prácticas y normas que disciplinan los cuerpos y las relaciones sociales, incluida en esa disciplina una moral sexual. Tanto la identidad sexual como la orientación sexual, que emergen de condiciones del cuerpo, comienzan a ser disciplinadas por el repertorio cultural disponible. El resultado de esa disciplina es un orden civilizatorio.
En ese sentido, la moral es una construcción en lenguaje que propone un ideal al cuerpo, de modo para evitar que él se autodestruya en la satisfacción de las pulsiones de placer, movilizándolo para las producciones que sirven a la sociedad (Marcuse, 2001, pp. 122-123).
La tensión entre placer y realidad es también una construcción en lenguaje. La realidad social resulta de un proyecto de búsqueda de placer de los grupos hegemónicos que la construyeron. Si en el psicoanálisis desconfiamos del placer –en sus fuentes en el inconsciente– también tenemos la necesidad de desconfiar de la realidad –en sus fuentes en grupos hegemónicos que se establecieron en el proceso socio-histórico.
El estado de civilización es bastante desafiante, pues consiste en consolidar los objetivos de supervivencia del cuerpo –que están en la base del egoísmo humano– con los objetivos de la supervivencia de la especie –que están en la base de la solidaridad humana y los objetivos de control y poder de grupos sociales que buscan la hegemonía.
En un orden social –totalitario o democrático–, la búsqueda de placer en un estado de anomia es amenazadora, así, civilizar implica imponer controles sobre aspectos de la expresión humana, incluso de la sexualidad, para favorecer estrategias deseables en un grupo hegemónico. Es necesario anular la corporeidad humana dentro de algún proceso social: ofrecer un paraíso de silencio de los deseos del cuerpo silencien, o incluso, sin cuerpo. Civilizar implica crear utopías, aunque esas utopías sean imposibles (Freud, 2014, sección III).
El orden social, por ser orden, establece la represión. Eso no depende de qué orden estemos hablando, de allí la cautela con los discursos utópicos de una sexualidad realizada o de convivencia pacífica en un mundo de diversidades.
Cuando observamos el aspecto social, la diversidad cultural es el resultado de diferentes procesos civilizatorios, que crearon diferentes patrones de moral sexual y diferentes formas de represión. Sin embargo, el carácter represivo es el elemento común en todas ellas, como elemento constitutivo del proceso civilizatorio.
De este modo, el multiculturalismo necesita lidiar con guerras territoriales geográficas y culturales. La proclamada victoria del lenguaje sobre la naturaleza falla cuando inmensas masas humanas tienen que dislocarse físicamente por el planeta, por el conflicto en su territorio geográfico, apenas para descubrir que no pueden entrar en los territorios de destino, por su diferencia cultural. Al fin, el lenguaje cede a la defensa concreta del territorio físico.
Por otra parte, una utopía de sexualidad realizada es el opuesto de un proyecto civilizatorio en la historia, pues el placer está en el cuerpo y es vivido de forma inmediata. El horizonte del cuerpo no es de siglos, pero de décadas. Es necesario otra utopía para desplazar la energía del cuerpo de una satisfacción presente para una satisfacción futura. Paradójicamente, la supervivencia de la economía de consumo necesita de esa urgencia del “hoy”, de la manipulación del deseo inmediato, de un planeta descartable, para vender un nuevo planeta mañana. Sin embargo, el planeta no aguanta vivir sin futuro y sin preservación. El proyecto civilizatorio consumista que debería tener un proyecto de futuro, paradójicamente destruye el futuro ya en el presente.
Los procesos civilizatorios, que por el orden querían evitar la autodestrucción provocada por una búsqueda de placer de corto plazo, parecen conducir exactamente a esa autodestrucción.
Por un lado, las órdenes sociales son eficientes en limitar las personas y confinarlas en reglas, iniciando por sus cuerpos y su sexualidad; por otro lado, generan su propia autodestrucción, pues son procesos movidos por grupos hegemónicos con poder para imponerlas sobre todos, que, sin embargo, también tienen el poder de colocarse por encima el orden y del conjunto de normas impuestas, de modo que los grupos hegemónicos no reprimen los elementos destructivos de su propia búsqueda de placer.
La ineficiencia del proceso civilizatorio en compensar las personas por el placer no deleitado en función de la represión ha generado un proceso de tutela de la sexualidad por el Estado. Ineficiente al reprimir y compensar, el Estado pasa a permitir para cooptar, como una estrategia para evitar que grupos no-hegemónicos ganen fuerza social y destruyan el orden social vigente.
El resultado de la contradicción entre orden social y sexualidad humana es una lucha constante entre la represión impuesta por el proyecto civilizatorio y las necesidades de expresión y relación en el campo de la sexualidad.
Ante tantas contradicciones, personas y grupos sociales necesitan proyectos que superen la situación creada por el orden social, de modo que la sociabilidad, como proyecto histórico, también abre la perspectiva de la transcendencia, del ejercicio de la libertad social y personal.
3.3. Transcendencia
Tanto en el campo de la corporeidad –en el conflicto con la morfología del cuerpo en las personas transexuales– como en el campo de la sociabilidad –por la necesidad de romper las contradicciones de los proyectos civilizatorios– encontramos la necesidad de transcendencia.
La transcendencia tendrá sus riesgos, pues no representa el mundo vivido, sino un mundo futuro, una posibilidad a partir del mundo vivido. Una distinción importante es que, si el mundo vivido son inmanentes las limitaciones concretas: el mundo natural, la biología del cuerpo, las relaciones sociales presentes; el mundo futuro es completamente transcendente y en él, incluso esas limitaciones, si se consideran, son construcciones posibles en lenguaje, sin la necesidad de aclarar exactamente en qué se establece esa posibilidad.
La característica constructiva y transcendente del lenguaje es su poder y su emboscada.
Un examen más cercano sobre el lenguaje permite constatar que puede ser lógica, pre-lógica o no-lógica y que el origen mismo del lenguaje no lo conecta directamente con la lógica. El lenguaje lógico es precedido por el lenguaje mítico y el mito es la primera articulación cultural de la transcendencia. Así, hay un orden no-lógico, que es el orden del mito y, si hay algún orden, es posible proponer una disciplina moral para el cuerpo.
Considerada bajo el aspecto psicológico, la transcendencia representa el antes y el después del lenguaje.
Por más creativa que sea, el lenguaje se agota, lo que el cuerpo-cognoscente y el mundo vivido producen en sus interacciones y van allá de la capacidad creadora del lenguaje. Hay un agotamiento de las palabras y de las metáforas y, entonces, es necesario callarse. Por eso, acertadamente, Wittgenstein llamó ese proceso de “místico”, pues hay allí una consciencia contemplativa, que nada puede decir (Wittgenstein, 2017, p. 261).
Entre esas dos experiencias extremas –origen y agotamiento del lenguaje– hay que preguntarse: ¿Cuál es la fuente del proceso de significación que da posibilidad al desarrollo del lenguaje y, así, a la posibilidad de representaciones de la transcendencia?
Necesitamos, una vez más, hacer valer nuestro principio de corporeidad: el comienzo está en el cuerpo y sus experiencias más primitivas y universales: cuerpo, concepción, gestación, nacimiento, relaciones con los elementos naturales, relaciones con la recreación de la vida, la muerte.
Hay una histórica polémica si, de hecho, existen “símbolos universales” o una “gramática universal” y, para los filósofos ese es un problema famoso y recurrente: la cuestión de los universales. Para los límites de nuestra reflexión, basta situar que el proceso de significación necesita de un elemento presente –el símbolo en su expresión– es un elemento ausente –su significado, que por él es re-presentado.
Entre todas las categorías y experiencias pre-reflexivas posibles al humano, la más fundamental es la capacidad de establecer relaciones. El motivo de esas relaciones es la ligación entre placer y necesidad, la pulsión. El desarrollo de esa capacidad se da por las pulsiones más fundamentales que constituyen la sexualidad y que, como mostró Freud (1972, pp. 177-178), se presentan desde la infancia, caracterizando la sexualidad infantil.
El descubrimiento de Freud evidencia que las relaciones con el mundo vivido tienen un primer ensayo en esa búsqueda de satisfacción de pulsiones del cuerpo: la oral, la anal, la genital, que se van evidenciando y van constituyendo metáforas para otros significados, volviéndose experiencias paradigmáticas.
Símbolos y mitos reflejan tales modelos en mundos vividos y sus posibilidades de trascendencia, que tuvieron significados para grupos humanos, no excluidas de ahí las relaciones de poder, en que grupos impusieron sus mitos a otros grupos.
Del punto de vista social, un proyecto civilizatorio necesita de transcendencia para poder proponer un nuevo orden social.
Por otra parte, sabemos que ninguna relación agota la necesidad de placer del humano. La frustración permanece, pues ella es la puerta de la transcendencia, de la búsqueda de un nuevo y de un ausente.
Esa experiencia de angustia, de una búsqueda que nunca acaba, de permanencia del deseo, apunta hacia una experiencia continua, que se extiende por el tiempo y sugiere la eternidad, la mística y la contemplación.
Esa perspectiva, de algún modo optimista, tiene su precio. En el leguaje mítico, la represión de la sexualidad y direccionamiento de la búsqueda del placer para objetivos sociales es dada por el tabú. El tabú es una restricción a la acción, fundamentada en redes simbólicas que evidencia la imposición de una disciplina sexual antes que haya un ordenamiento lógico del lenguaje.
Al instituir un nuevo orden, el tabú confiere un carácter histórico a la propuesta de la trascendencia y solamente una distinción entre estructura mítica y sistema de leyes racionales es quien diferenciará en un orden moral mítico-religioso de un orden ético.
En el camino de creación de la metáfora de gozo corporal al gozo eterno, el cuerpo era glorificado, esto es, inutilizado en sus vivencias de sexualidad, como propone Agamben (2015, p. 133). En el mundo transcendente idealista, aunque haya cuerpo, el gozo no le pertenece, entonces hay que disciplinarse y reprimir el gozo del cuerpo desde ya, para que sea posible que el alma goce de la eternidad.
Sin embargo, incluso la mística idealista necesita tener por referencia el gozo, cuya experiencia solo es posible por la corporeidad. Sin la corporeidad y el lenguaje de ella decurrente, por la cual expresa todas sus relaciones, no hay que transcender.
Cuando la filosofía rompe con el idealismo, como es el caso del psicoanálisis y de la antropología, tenemos la extensión de la experiencia del cuerpo en sucesivas metáforas hasta que por el lenguaje, se redescubra el placer, o, representado por esa metáfora de gozo eterno, como un proyecto personal o histórico.
También el psicoanálisis y la antropología, en algún momento, adentrarán al reino de las utopías idealistas, pues considerarán la hipótesis de curación de la frustración humana, lo que no es posible. Esa utopía se tornó la pequeña utopía de reducir las grandes psicosis en pequeñas neurosis.
Ante la eternidad de la frustración, en lugar del carácter negativo de la alienación del cuerpo por alguna estructura mítica o lógica, podemos tomar el carácter constructivo del desafío de construcción de la libertad.
Desde el punto de vista fenomenológico, la transcendencia se refiere a la condición inmanente en que está el cuerpo-cognoscente –esto es, a su situación. No hay posibilidad de transcender el cuerpo-cognoscente. Cuando afirmamos tal posibilidad, retornamos al idealismo y a las disciplinas morales sin cuerpo. En lugar de ese abandono del cuerpo, es posible proyectarse del mundo vivido para un mundo nuevo, por medio de metáforas de lo vivido, que conducen a lo nuevo. La ausencia revelada por el deseo es construida en un mundo de posibilidades y presencias.
Hay por lo tanto un compromiso de si pensar las vivencias de sexualidad, en sus límites éticos, sin que las personas sean transformadas en objetos de las relaciones afectivas, emocionales y sexuales, como un orden sexual que tiene por fundamento el cuerpo-cognoscente, del cual derivamos las condiciones de los fundamentos de la sociabilidad y transcendencia.
4. Conclusiones
Nuestro objetivo fue discutir los fundamentos de la corporeidad, sociabilidad y transcendencia para el proceso de educación sexual.
El desafío, para la educación, consiste en no abandonar el cuerpo, una vez que el ansia de construir un futuro que aún no existe, por medio de la transcendencia, teniendo por recurso el lenguaje, que puede ser reducida solamente a la práctica social, se constituye en un proceso de desconexión del cuerpo.
La corporeidad puede ser un fundamento ético de la educación sexual, en la medida en que el respeto a la situación del propio cuerpo y del cuerpo de cada uno consiste en una indagación sobre el mundo vivido en esos cuerpos, el cuerpo-cognoscente. Por lo tanto, el cuerpo deja de ser la cubierta de una concepción esencialista de alma o de una concepción idealista de lenguaje, para ser la propia vivencia humana en sus diferentes relaciones, incluso las de la sexualidad.
Vimos también que, aun siendo un importante fundamento, la corporeidad no es un fundamento suficiente, pues es imposible suprimir el otro –y con él la sociabilidad– o rechazar la transcendencia –y con ella tanto el deseo como la búsqueda por la satisfacción y, por fin, por la felicidad.
Proponemos, construir una antropología y una propuesta educacional de la integralidad de la persona humana a partir del cuerpo, en el mundo vivido, en la emergencia del cuerpo-cognoscente, sus relaciones y sus ontologías, como nuevos significados y nuevas vivencias constructivas, en la concreción y en las limitaciones biológicas, sociales, civilizatorias e históricas que constituyen e instituyen el que denominamos humano.