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Sophia, Colección de Filosofía de la Educación

versión On-line ISSN 1390-8626versión impresa ISSN 1390-3861

Sophia  no.37 Cuenca jul./dic. 2024

https://doi.org/10.17163/soph.n37.2024.07 

Articles

La filosofía como una continuación por medio de la tarea educativa

Philosophy as a continuation through the educational task

1 Universidad de Talca, Región del Maule, Chile. joalarcon@utalca.cl


Resumen

El artículo aborda el estado actual de la filosofía de la educación, que busca comprender la naturaleza y los fundamentos de la educación para mejorar su efectividad. Identifica una brecha significativa entre los problemas teóricos y prácticos de la educación, tal como se perciben y responden en la agenda pública. Esta separación limita la capacidad explicativa de la disciplina y reduce su relevancia para los actores educativos. Ante este panorama, el artículo propone explorar cómo integrar teoría y práctica educativa. La metodología del artículo implica un análisis crítico del punto de vista de Wittgenstein, enriquecido con las perspectivas de Williams y Medina. Se examina cómo estos filósofos abordan la relación entre la teoría filosófica y la práctica educativa, especialmente en términos de cómo las creencias y los procesos de instrucción se interrelacionan y se pueden entender desde una perspectiva integrada. Los principales resultados sugieren que integrar la teoría filosófica con la práctica educativa permite no solo una comprensión más profunda de los fundamentos de la educación, sino también una mejora en la efectividad de las estrategias educativas. Además, se plantean consideraciones finales sobre el estado actual de la investigación filosófica en educación, destacando la importancia de continuar explorando estas conexiones para avanzar hacia un enfoque más integral y práctico en la filosofía de la educación.

Palabras clave: Filosofía de la educación; aprendizaje; enseñanza; rol de la educación; acción humana; pragmática

Abstract

The article addresses the current state of the Philosophy of Education, which seeks to understand the nature and foundations of education to improve its effectiveness. It identifies a significant gap between the theoretical and practical problems of education, as they are perceived and responded to on the public agenda. This separation limits the explanatory capacity of the discipline and reduces its relevance for educational actors. Given this panorama, the article proposes to explore how to integrate educational theory and practice. The methodology of the article involves a critical analysis of Wittgenstein’s point of view, enriched with the perspectives of Williams and Medina. It examines how these philosophers address the relationship between philosophical theory and educational practice, especially in terms of how beliefs and instructional processes are interrelated and can be understood from an integrated perspective. The main results suggest that integrating philosophical theory with educational practice allows not only a deeper understanding of the foundations of education, but also an improvement in the effectiveness of educational strategies. In addition, final considerations are raised about the current state of philosophical research in education, highlighting the importance of continuing to explore these connections to move towards a more comprehensive and practical approach in the Philosophy of Education.

Keywords: Philosophy of Education; Learning; Teaching; Role of Education; Human Action; Pragmatics

Introducción

In his brilliant 1911 essay “The Handle”, Simmel argued that the handle of a vase bridges two worlds, the utilitarian, and the non-utilitarian. A vessel, according to Simmel, “unlike a painting or statue, is not intended to be insulated and untouchable but is meant to fulfil a purpose-if only symbolically. For it is held in the hand and drawn into the movement of practical life. Wittgenstein’s Handles, C. Benfey, The New York Review of Books, 2016.

Las referencias de Wittgenstein a la educación no solo son frecuentes, sino que también revelan su profundo interés en los procesos de aprendizaje infantil. En su fase tardía, Wittgenstein se aleja de los problemas filosóficamente convencionales para centrarse en cuestiones cotidianas y prácticas mundanas, como el lenguaje y las interacciones humanas. Este cambio de enfoque refleja su convicción de que entender cómo los niños aprenden y desarrollan competencias lingüísticas es fundamental para comprender la naturaleza misma del lenguaje y del conocimiento humano.

Dentro de su obra tardía, Wittgenstein emplea métodos de descripción, ejemplificación y explicación para ilustrar estos procesos de aprendizaje infantil. No se limita a teorizar sobre estos temas, sino que los aborda de manera concreta y contextualizada, destacando la importancia de observar y comprender cómo los niños adquieren competencias lingüísticas y prácticas sociales. Esta atención meticulosa hacia lo mundano y lo práctico subraya su enfoque en la educación como un fenómeno que no solo moldea el individuo, sino que también revela aspectos fundamentales sobre la naturaleza del conocimiento y la comunicación humana.

En consecuencia, las preocupaciones mundanas de Wittgenstein en su obra tardía sobre la educación y el aprendizaje infantil reflejan su compromiso con una filosofía que no se limita a lo abstracto o teórico, sino que busca comprender la vida diaria y las interacciones humanas como claves para desentrañar los misterios del lenguaje y la mente. Su enfoque en cómo los niños aprenden y desarrollan competencias lingüísticas resalta la importancia de estos procesos para entender mejor las dinámicas sociales y culturales que sustentan nuestra comprensión del mundo.

La frecuente alusión de Wittgenstein a la educación y al aprendizaje infantil ha sido objeto de análisis entre los estudiosos de la filosofía analítica. Algunos se enfocan en la concepción general de la filosofía que se atribuye a Wittgenstein, explorando cómo estos temas se integran en su visión filosófica más amplia (Monk, 1990; Moyal-Sharrock, 2017). Wittgenstein, conocido por su enfoque en el lenguaje y el significado, también se interesó profundamente en cómo los niños adquieren competencias lingüísticas y conceptuales a través de la interacción social y cultural (McGinn, 1997). Otros investigadores exploran un posible cambio de enfoque en la segunda etapa de su obra intelectual, especialmente a partir de las Investigaciones filosóficas, donde se observa un giro hacia preocupaciones más prácticas y cotidianas.

Este cambio de enfoque hacia aspectos más prácticos se ve como una evolución natural dentro de la filosofía analítica, donde la atención se desplaza de los problemas abstractos hacia los fenómenos concretos de la vida diaria (Glock, 1996). Estos enfoques hermenéuticos buscan arrojar luz sobre la riqueza y la variedad de reflexiones del filósofo austro-inglés en relación con la educación y el desarrollo del pensamiento infantil, resaltando cómo estas ideas se entrelazan con su filosofía del lenguaje y la mente (Bolaños Vivas, 2017).

Si bien la tarea de la exégesis ha sido llevada a cabo por numerosos estudiosos con resultados variados y significativos desde el punto de vista filosófico, este trabajo se propone avanzar en una dirección ligeramente diferente. El objetivo aquí es explorar hasta qué punto estas consideraciones de Wittgenstein permiten reinterpretar los temas de la teoría educativa en un sentido amplio, o al menos explorar una perspectiva distinta. El término “avanzar” implica un movimiento específico hacia lo que parece ser el problema general de una teoría educativa, tal como lo aborda Amy Gutmann en su obra Democratic Education (1987):

¿Por qué la deliberación debe ser considerada primaria, incluso para la educación pública, cuando la oportunidad para la mayoría de los ciudadanos de vivir una buena vida requiere muchas más habilidades y virtudes básicas, como la aritmética, la alfabetización y la no violencia? La deliberación no es una sola habilidad o virtud. Requiere habilidades de alfabetización, aritmética y pensamiento crítico, así como conocimiento contextual, comprensión y apreciación de las perspectivas de otras personas. Las virtudes que encierra la deliberación incluyen la veracidad, la no violencia, el juicio práctico, la integridad cívica y la magnanimidad. Al cultivar estas y otras habilidades deliberativas y virtudes, una sociedad democrática ayuda a asegurar tanto la oportunidad básica de los individuos y su capacidad colectiva para hacer justicia (p. XIII) (traducción del autor).

La cita plantea la primacía de la deliberación en la educación pública, argumentando que, a pesar de la necesidad de habilidades básicas como la aritmética y la alfabetización, la deliberación no debe ser descartada. Más bien, se sostiene que la deliberación va más allá de una simple habilidad técnica, abarcando múltiples capacidades cognitivas y virtudes éticas fundamentales para una sociedad democrática. La deliberación no solo requiere competencias como la alfabetización y la aritmética, sino también habilidades de pensamiento crítico y la capacidad de comprender y valorar diferentes perspectivas. Además, implica la práctica de virtudes como la veracidad, la no violencia, el juicio práctico, la integridad cívica y la magnanimidad, las cuales son esenciales para la vida democrática y la justicia social (Fenichel Pitkin, 1984).

En el contexto educativo, cultivar estas habilidades y virtudes deliberativas no solo prepara a los individuos para participar activamente en la vida democrática, sino que también fortalece la capacidad colectiva de la sociedad para abordar problemas de manera justa y equitativa. La educación pública, al priorizar la deliberación junto con las habilidades básicas, promueve un entorno donde los ciudadanos no solo pueden desarrollar sus capacidades individuales, sino también aprender a colaborar y resolver conflictos de manera constructiva (Honneth, 2013). Este enfoque no solo busca garantizar la oportunidad básica para todos los individuos de vivir una buena vida, sino que también contribuye a la formación de ciudadanos informados y éticamente comprometidos, fundamentales para el funcionamiento saludable de una democracia robusta y participativa (Biest, 2013).

El análisis del desarrollo y la evolución de la filosofía de la educación, aunque un término discutible, revela un campo de estudio que, si bien es teóricamente rico, a menudo muestra deficiencias significativas en términos de aplicaciones prácticas efectivas. Esta situación es notablemente evidente en contextos como el chileno, donde las teorías educativas avanzadas rara vez se traducen en mejoras sustanciales en la práctica educativa. Sin embargo, este fenómeno no es exclusivo de Chile, se observa también en otros contextos educativos a nivel global. Un ejemplo de este debate teórico-práctico se puede encontrar en A Companion to Wittgenstein on Education: Pedagogical Investigations de Peters y Stickney (2017) (Santoro, 2020).

Peters y Stickney exploran cómo las ideas de Wittgenstein sobre la educación pueden iluminar problemas contemporáneos en la práctica educativa. Wittgenstein, conocido por su enfoque en el lenguaje y la práctica, ofrece una perspectiva que desafía las concepciones tradicionales de la filosofía de la educación, centradas en la teoría normativa y los modelos abstractos de enseñanza y aprendizaje. Su enfoque enfatiza la importancia de comprender las prácticas educativas en su contexto cultural y social, subrayando que la eficacia educativa no se limita a la implementación de teorías abstractas, sino que depende crucialmente de cómo estas teorías se integran y aplican en entornos educativos concretos (Peters y Stickney, 2017).

Así, la crítica hacia la filosofía de la educación contemporánea, como la presentada por Peters y Stickney, no solo señala las limitaciones prácticas de las teorías educativas abstractas, sino que también propone un enfoque más contextualizado y sensible a las realidades educativas locales. Esta perspectiva invita a reflexionar sobre cómo las teorías filosóficas pueden traducirse en prácticas pedagógicas efectivas que realmente impacten positivamente en la educación y el desarrollo de los estudiantes en diversas culturas y contextos educativos (Van Manen, 2010).

No se trata simplemente de la falta de versatilidad de los temas de investigación en filosofía de la educación, como lo demuestra la diversidad de cuestiones pedagógicas y educativas tratadas en el texto mencionado. Más bien, el problema radica en que las investigaciones pedagógicas con raíces filosóficas a menudo contienen demasiada filosofía y muy poca pedagogía, entendida esta última como se ilustra en el debate público, tanto en Chile como a nivel internacional, acerca de la necesidad de la educación para el desarrollo, la relevancia de la educación para el empleo, y la importancia de la educación en la reducción de la desigualdad y el ejercicio pleno de la ciudadanía. Estos son solo algunos de los temas que emergen al observar el panorama de los contenidos de la denominada “agenda educativa pública” (Atria, 2015).

Aquí se sostiene la idea de que, debido a la importancia del problema educativo, la filosofía no puede permanecer al margen; al contrario, debe investigar, utilizando sus métodos, la naturaleza de los problemas del sistema educativo para obtener una perspectiva sobre ellos. El método utilizado en este trabajo es precisamente el que tradicionalmente se entiende como “análisis conceptual”. Esto implica identificar los conceptos que estructuran la gramática del aprendizaje para dotarlos de un nuevo sentido, derivado de comprender su integración en la práctica y sus relaciones dentro de un esquema conceptual más amplio.

Aún más notable es la profunda brecha entre los problemas de la pedagogía, cuando se observa desde la agenda pública, y las cuestiones planteadas al extender las reflexiones filosóficas, como las de Wittgenstein, por ejemplo. Sospecho que esta brecha también se extiende a otros intereses filosóficos que, a primera vista, no logran penetrar completamente en los debates educativos más urgentes, los cuales están condicionados por la opinión pública y las necesidades de la población en múltiples aspectos. En otras palabras, un entorno filosófico no resulta ser el más fértil para abordar las demandas experimentadas por los sistemas educativos. Algunos podrían argumentar que esto se debe a la dominación de una agenda ideológica en la política educativa chilena; esta conclusión parece apuntar a los problemas importantes que dicha agenda compromete.

No se pretende subestimar la importancia de este punto de vista. Sin embargo, considero que debería ser el punto de partida para iniciar la discusión filosófica, no la conclusión que cierre el camino a la reflexión filosóficamente motivada. Después de todo, las relaciones entre el poder y la verdad han sido objeto de profunda consideración filosófica durante mucho tiempo. Quizás, entonces, la veta filosófica apropiada consista precisamente en reflexionar sobre los mecanismos ideológicos y el control hegemónico de la agenda pública.

Las ideas expuestas delinean un contexto que establece las bases para explorar la intersección entre la educación y la filosofía, utilizando la filosofía de Wittgenstein como marco de referencia. Se propone que la filosofía puede ser vista como una continuación de la educación a través de métodos alternativos, retomando la famosa frase atribuida a Bismarck. Esta perspectiva sugiere que tanto las necesidades prácticas de los sistemas educativos como las reflexiones filosóficas pueden abordarse de manera complementaria. La diferencia entre ambos enfoques se equipara a la distinción entre lo crudo y lo cocido: mientras que la educación se ocupa directamente de problemas prácticos y aplicados en el contexto escolar, la filosofía busca abordar estos mismos problemas desde una perspectiva más teórica y reflexiva, a menudo cuestionando las presuposiciones fundamentales y los marcos conceptuales que subyacen a la práctica educativa (Peters y Stickney, 2017).

Desde esta óptica, la filosofía de Wittgenstein proporciona herramientas conceptuales para examinar críticamente los fundamentos del pensamiento educativo contemporáneo. Su enfoque en la práctica lingüística y el uso del lenguaje en contextos específicos invita a una reflexión profunda sobre cómo los conceptos educativos, como la enseñanza, el aprendizaje y la evaluación, se entrelazan con nociones más amplias de significado y acción. Este análisis no solo ayuda a clarificar los problemas prácticos enfrentados por los educadores, sino que también ofrece perspectivas para reformular y enriquecer las prácticas educativas en términos más coherentes y contextualmente relevantes (Peters y Stickney, 2017).

En conclusión, la integración entre educación y filosofía, particularmente en el contexto de la obra de Wittgenstein, sugiere una relación de continuidad y complementariedad. Al considerar ambos campos como parte de un mismo continuum de reflexión y acción, se abre la posibilidad de enriquecer tanto la teoría educativa como las prácticas pedagógicas, promoviendo un diálogo fructífero entre la teoría filosófica y las realidades prácticas de la educación contemporánea.

Es crucial examinar el significado de las expresiones “continuar por otros medios”, “crudo y cocido”, que es esencialmente una referencia a la distinción fundamental entre “problema práctico y problema teórico”. Estas expresiones intentan capturar varias dimensiones que emergen del pensamiento de Wittgenstein, como se verá a continuación. Estas dimensiones abordan cómo Wittgenstein sugiere que debemos abordar la problemática de la diferencia entre teoría y práctica, enfatizando la necesidad de adoptar una perspectiva que no nos obligue a optar por una de las alternativas en juego, reformulando las posiciones originales y, metafóricamente hablando, dejando las cosas tal como están.

El texto que sigue una estructura clara y definida busca explorar la intersección entre educación y filosofía a través del prisma wittgensteiniano. En su desarrollo, se despliega una serie de etapas bien delineadas que guían el análisis hacia una comprensión más profunda de los problemas y perspectivas implicadas. En primer lugar, se presenta de manera precisa la caracterización del problema central, destacando su relevancia tanto en términos educativos como filosóficos. Este paso inicial establece las bases sobre las cuales se fundamenta todo el argumento subsiguiente, subrayando la importancia de abordar de manera crítica y reflexiva las cuestiones que surgen en estos campos interconectados.

En segundo lugar, se explora minuciosamente cómo Wittgenstein emplea la distinción entre proposiciones empíricas y conceptuales como herramienta central en su análisis. Esta distinción no solo facilita la clarificación de las estructuras del lenguaje y del pensamiento, sino que también proporciona un marco conceptual para entender cómo diferentes tipos de afirmaciones se relacionan con el conocimiento y la práctica educativa. Esta fase del análisis revela la profundidad filosófica y la aplicabilidad práctica de los conceptos wittgensteinianos en el contexto educativo contemporáneo.

En tercer lugar, siguiendo la línea de Williams (1994, 1999), se propone una “resolución” o “disolución” característicamente wittgensteiniana de la distinción entre proposiciones empíricas y conceptuales. Este movimiento no busca eliminar la distinción de manera absoluta, sino más bien superar las limitaciones que impone al pensamiento y a la práctica educativa. Se enfatiza cómo este enfoque puede abrir nuevas perspectivas para abordar los desafíos educativos desde una óptica más integradora y holística, permitiendo una mejor comprensión de las interrelaciones entre teoría y práctica en el ámbito educativo.

Finalmente, se concluye con reflexiones que subrayan la importancia de esta relación entre educación y filosofía. Se destaca cómo entender esta conexión puede enriquecer tanto la teoría como la práctica educativa, ofreciendo herramientas conceptuales y metodológicas para enfrentar los dilemas y objetivos fundamentales en la formación de individuos y ciudadanos críticos y reflexivos. Esta síntesis entre educación y filosofía no solo busca resolver problemas específicos, sino también promover un enfoque más integral y humanístico hacia el aprendizaje y la enseñanza en el siglo XXI.

Forma y contenido: acerca de la determinación de lo que aprendemos por el modo cómo lo aprendemos

El presente artículo se enfoca en una “idea central” que puede resumirse de la siguiente manera: la forma en que aprendemos algo determina lo que aprendemos. Esta afirmación es defendida por Williams (1994, 1999) en varios de sus textos. En el último de ellos Williams (1999) expresa:

Finalmente, argumentaré que el aprendizaje juega un papel constitutivo. La forma en que aprendemos conceptos es constitutiva de lo que aprendemos. Este punto de vista va en contra de la idea de que la relación entre el aprendizaje y su producto no puede ser sino contingente y, por lo tanto, una cuestión de “mera historia”. La objeción iría así: la forma en que adquirimos creencias ya sea por instrucciones explícitas, tomando alguna píldora apropiada, por “osmosis” o por accidente, es irrelevante para el contenido de estas creencias. Puede haber muchos caminos para creer, pero el contenido es el mismo. Si la forma en que aprendemos es constitutiva de lo que aprendemos, entonces se debe contrarrestar el atractivo intuitivo de esta objeción (pp. 189-190) (traducción del autor).

La mencionada “idea central” es sugerente e invita a considerar al menos dos cuestiones. En primer lugar, plantea la necesidad de reflexionar sobre si la diferencia entre “cómo” aprendemos y “lo que” aprendemos es relevante, especialmente en términos filosóficos, o si existe algún otro contexto donde podamos hacer plausible esta distinción. Es decir, es crucial determinar si esta diferencia realmente marca una discrepancia significativa, ya que de ser así se requeriría justificar y darle sentido, prometiendo así abrir un camino heurístico con amplias consecuencias tanto teóricas como empíricas.

En segundo lugar -dependiendo de la respuesta a la cuestión central- implica reflexionar sobre el proceso de formación de creencias, es decir, sobre el aprendizaje y, por ende, sobre la educación entendida como un proceso empírico que forma parte de un cuerpo teórico de gran relevancia práctica. En relación con esto último, se propone explorar la posibilidad de una aproximación a la filosofía de la educación de la siguiente manera: cualquier intento de interpretar las alusiones de Wittgenstein a la práctica educativa debe estar subordinado a su comprensión del aprendizaje como el proceso que constituye el contenido de nuestras creencias.

Esto nos lleva de vuelta a la afirmación inicial: la forma en que aprendemos determina lo que aprendemos y, consecuentemente, convierte esta cuestión en el asunto central de toda filosofía de la educación o, dicho de otra manera, de toda teoría educativa. Considerando ambas posibilidades, tanto la que se deriva de la primera como la de la segunda cuestión, ambas redundan en la idea de “continuar la tarea educativa con los medios de la filosofía”.

Desde una perspectiva doctrinal, se trata de evaluar si tiene sentido llamar al punto de vista de Wittgenstein un “enfoque sociogenético” (Williams, 1994; Medina, 2004). Según este enfoque, la historia natural de los modos humanos de hablar y actuar explicaría el rol normativo especial que desempeñan ciertas proposiciones en las prácticas humanas; un rol que proporciona orden a nuestras acciones y discursos. Este último punto lleva la reflexión propuesta al corazón de las cuestiones abordadas por Wittgenstein en su así llamado “tercer periodo” de pensamiento, iniciado con Investigaciones filosóficas II y Sobre la certeza. A este respecto, señala Wittgenstein (1969):

§144. El niño aprende a creer una gran cantidad de cosas. Es decir, aprende a actuar de acuerdo con estas creencias. Poco a poco, las creencias forman un sistema, y en ese sistema algunas cosas permanecen inquebrantablemente firmes y algunas son más o menos susceptibles de cambiar. Lo que se mantiene firme, se mantiene no porque sea intrínsecamente obvio o convincente; es sostenido, más bien, por lo que hay a su alrededor (traducción del autor).

Observemos detenidamente las diversas estrategias expresivas que Wittgenstein emplea para dar sentido a la idea central de este párrafo. En primer lugar, parte de la premisa fundamental de que el niño no solo adquiere conocimientos teóricos, sino que simultáneamente aprende a actuar de acuerdo con esos conocimientos. Esta integración natural entre acción y creencia implica que lo que el niño hace (su actuación visible) coincide con lo que cree (sus creencias invisibles), sugiriendo así que la distinción convencional entre lo visible y lo invisible pierde relevancia. Desde esta perspectiva, la coherencia entre ambos aspectos implica que usar términos separados para describir un mismo acto resulta superfluo.

Wittgenstein cuestiona la necesidad misma de mantener esta distinción dualista en la descripción de los procesos cognitivos y conductuales. Argumenta que, si las creencias y las acciones convergen y se refuerzan mutuamente en la práctica cotidiana del niño, entonces la diferenciación conceptual entre ellas se vuelve artificial y posiblemente innecesaria. Esta crítica apunta a la idea de que nuestra comprensión del aprendizaje y la conducta humana puede beneficiarse de un enfoque más integrador que reconozca la interdependencia entre lo que uno cree y cómo uno actúa.

La propuesta de Wittgenstein invita a reflexionar sobre cómo esta integración natural entre creencia y acción podría reformular nuestras concepciones educativas y epistemológicas. Al subrayar la concordancia entre lo que se cree y lo que se hace, se abre la puerta a una comprensión más holística y unificada del aprendizaje, donde la teoría y la práctica no son entidades separadas, sino componentes intrínsecos de un proceso continuo de desarrollo humano. Esta visión desafía las concepciones tradicionales que separan radicalmente el conocimiento teórico de su aplicación práctica, sugiriendo en su lugar una perspectiva más fluida y coherente de la adquisición del saber y la conducta.

Las creencias se organizan en un sistema gradualmente, dando forma a un modo de actuación. Dentro de este sistema -un entramado de creencias sobre creencias- algunas partes son estables y otras son modificables. Lo que es firme no lo es por sí mismo, sino porque forma parte del sistema circundante, es decir, del entramado que funciona como un andamiaje equilibrado que permite tanto la fijación como el movimiento de las partes. La dinámica del sistema no distingue claramente entre partes móviles y fijas; más bien, todo forma una totalidad entrelazada en constante interacción entre lo que se mueve y lo que permanece estático.

Se puede leer §144, en continuidad con §152:

No aprendo explícitamente las proposiciones que permanecen firmes para mí. Puedo descubrirlas posteriormente como el eje alrededor del cual un cuerpo rota. Este eje no está fijo en el sentido de que algo lo mantiene firme, sino que el movimiento a su alrededor determina su inmovilidad (Wittgenstein, 1969) (traducción del autor).

Las proposiciones firmes no se aprenden explícitamente. De repente, rápida e imperceptiblemente están ahí, como un eje alrededor del cual gira un cuerpo. El eje no está estático, se mantiene firme, pero su estabilidad depende del movimiento a su alrededor. Sin embargo, no hay una relación de causa y efecto aquí: no es que el movimiento produzca la firmeza, ni que la firmeza produzca el movimiento. Se trata más bien de que el movimiento y la firmeza ocurren simultáneamente, al mismo tiempo.

En la discusión sobre la relación entre causa y efecto, se plantea la idea de que ambos están intrínsecamente unidos, funcionando como una manilla que conecta dos dimensiones distintas. Esta metáfora sugiere que la conexión entre la inmovilidad y la movilidad de una puerta refleja una relación fundamental entre dos planos aparentemente opuestos pero interdependientes. Esta imagen no solo ilustra la dinámica entre lo estático y lo dinámico, sino que también subraya cómo las distinciones conceptuales, como la diferencia entre cómo aprendemos y lo que aprendemos, encuentran su significado en la interacción inherente entre estos elementos.

Sin embargo, esta representación también plantea un desafío epistemológico significativo. Sugiere que las diferencias conceptuales no tienen una existencia independiente “en los hechos”, sino que surgen como construcciones derivadas de la naturaleza misma de los fenómenos observados. Esta perspectiva cuestiona la idea de una separación clara y absoluta entre procesos, argumentando que cualquier distinción surge más como una interpretación o modelización que como una realidad objetiva y fija. Así, se invita a reconsiderar cómo entendemos y categorizamos fenómenos complejos como el aprendizaje, donde las interrelaciones entre diferentes aspectos pueden ser más fluidas y entrelazadas de lo que tradicionalmente se ha pensado.

En última instancia, esta reflexión sugiere que la comprensión profunda de los procesos educativos y cognitivos no puede reducirse a simples categorías dicotómicas. En lugar de buscar divisiones rígidas, se promueve una visión más integradora que reconozca la complejidad y la interconexión inherente entre diversos aspectos del aprendizaje y la experiencia humana. Esta perspectiva invita a explorar cómo las percepciones de causa y efecto, así como otras distinciones conceptuales, pueden ser reconceptualizadas para captar mejor la complejidad dinámica de la actividad educativa y cognitiva.

La relación entre forma y contenido es inseparable y dinámica. Al afirmar que ambos “van juntos”, se enfatiza que no hay una secuencia lineal donde la forma precede al contenido o viceversa. Más bien, su emergencia simultánea implica que la dicotomía tradicional entre forma y contenido no puede mantenerse de manera estricta. Esta perspectiva desafía la noción de que uno puede existir sin el otro de manera independiente, proponiendo en su lugar una visión integradora donde la configuración formal y el contenido se coconstituyen mutuamente.

Desde esta óptica, la comprensión profunda de cualquier fenómeno, incluidos los procesos educativos, requiere reconocer cómo la forma y el contenido interactúan y se influencian mutuamente. En el ámbito educativo, por ejemplo, esto implica que las estructuras y metodologías formativas no solo determinan el contenido que se enseña, sino que también son moldeadas por la naturaleza y el significado de dicho contenido. Esta interacción dinámica subraya la importancia de adoptar enfoques pedagógicos que no solo transmitan información, sino que también fomenten una comprensión profunda de cómo la forma de enseñanza y el contenido del aprendizaje se entrelazan para construir significados y competencias en los estudiantes.

Empírico y conceptual

Si fuera necesario hacer un recorrido histórico, uno debería mencionar que la mencionada “idea central” aquí señalada conduce directamente a la distinción entre proposiciones empíricas y proposiciones conceptuales. “Directamente” porque se trata de una distinción cuyos méritos históricos, pero también sistemáticos, son difíciles de evaluar con justicia. Sus méritos, en cualquier caso, son considerables. La manera en que esta remisión del problema se relaciona aquí con la distinción entre lo empírico y lo conceptual es la siguiente

Si se afirma que existe una diferencia entre el proceso de aprendizaje y el resultado de dicho proceso, entre la formación de una creencia y el contenido de la creencia, entonces, debe aceptarse también que lo que puede decirse del proceso es diferente de lo que puede decirse del resultado. Es decir, mientras que el proceso -es decir, el aprendizaje- debe considerarse como contingente, sintético o a posteriori; el resultado -es decir, la creencia- debe considerarse como necesario, analítico, a priori o gramatical, si hemos de emplear la terminología de Wittgenstein. En relación con el alcance de la distinción, se puede convocar a Quine (1985) quien, en su inigualable manera, sirve como autoridad:

La distinción kantiana entre verdades analíticas y verdades sintéticas fue anticipada por la distinción de Hume entre relaciones de ideas y cuestiones de hecho, y por la distinción leibniziana entre verdades de razón y verdades de hecho. Leibniz decía de las verdades de razón que son verdaderas en todos los mundos posibles. Dejando aparte ese pintoresquismo, lo que quería decir es que las verdades de razón son aquellas que no pueden ser falsas […]. Las dos nociones son la cara y la cruz de una misma problemática moneda (pp. 49-50).

La crítica de Quine hacia la distinción kantiana entre verdades analíticas y verdades sintéticas tiene un alcance histórico significativo al contextualizarla dentro del marco filosófico anterior. Quine argumenta que esta distinción, fundamental en la filosofía kantiana, encuentra precursores en las distinciones realizadas por filósofos como Hume y Leibniz. Hume distinguía entre relaciones de ideas, que son necesarias y verdaderas por definición, y cuestiones de hecho, que son contingentes y dependen de la experiencia empírica. Esta distinción establece un precedente clave para Kant, quien desarrolló la noción de verdades analíticas como aquellas cuya negación implica contradicción, en contraste con las verdades sintéticas, cuya negación es posible sin contradicción.

Por otro lado, Leibniz introdujo la distinción entre verdades de razón y verdades de hecho, donde las primeras son verdaderas en todos los mundos posibles debido a su necesidad lógica, mientras que las segundas son verdaderas solo en nuestro mundo empírico actual. Quine (1985) critica estas distinciones al sostener que ambas categorías, tanto las verdades analíticas como las sintéticas, son interdependientes y están implicadas en el mismo problema filosófico central. Para Quine (1985), la crítica a esta distinción dualista apunta a mostrar que el criterio de verdad y la fundamentación epistemológica de las verdades analíticas no pueden sostenerse de manera aislada de las verdades sintéticas, pues ambas se entrelazan en la red del conocimiento empírico y conceptual.

No obstante, se pretende más que simplemente recordar el indudable valor histórico de la distinción conceptual. Se busca establecer un paralelismo entre la distinción empírico/analítico y el proceso/resultado. Esto se debe a que la inteligibilidad y plausibilidad de esta idea eran fundamentales para posibilitar una aproximación a la educación sin comprometerse con una dicotomía que, tanto teórica como prácticamente, ha sido una limitación significativa. Dicha dicotomía ha requerido la elaboración de un extenso aparato crítico para sostener el valor de la distinción entre teoría y práctica, incluso en contextos donde mantenerla no parece aportar ningún beneficio. De hecho, a veces mantener esta distinción ha obligado a abandonar importantes consecuencias derivadas precisamente de no sostener dicha diferencia. En gran medida, estas son las consecuencias pragmáticas que Quine obtiene sin comprometerse con una nueva ontología, o incluso sin comprometerse con ninguna ontología.

Para este propósito, es útil considerar la interpretación que Garavaso hace de la “red de creencias” de Quine (1985) y la analogía del “lecho del río” de Wittgenstein (1969, §§ 96-99). Garavaso (1998, p. 252) busca defender lo que ella considera la versión más general y plausible de la idea de Wittgenstein, en contraste con la más popular y reconocida versión de Quine. Del resumen de los comentarios de Garavaso al respecto, lo que resulta especialmente relevante para el presente propósito es su segunda observación: “No existe una distinción ‘categórica’ ​​clara entre las proposiciones lógicas y matemáticas, por un lado, y las proposiciones empíricas, por el otro, sino sólo una distinción de grado entre los diferentes roles que desempeñan las proposiciones en un sistema” (p. 260) (traducción del autor).

La perspectiva de Garavaso acepta la existencia de diferencias entre proposiciones. Sin embargo, ella añade que es necesario aclarar la naturaleza de estas diferencias. Garavaso interpreta que, según Wittgenstein, la diferencia no es “categórica” (de cualidad), sino una diferencia de “grado” (cuantitativa). Esto significa que la diferencia surge del hecho de que las proposiciones desempeñan roles distintos dentro de un sistema. En otras palabras, son estos diferentes roles los que distinguen un tipo de proposición de otro. La cuestión, por tanto, es que, aceptando la existencia de esta diferencia, cómo mantenerla depende de la interpretación del límite que distingue unas proposiciones de otras: ya sea como un límite fronterizo que divide o separa dos realidades, o como un límite que une dos ámbitos de una misma realidad. En el primer caso, se tienen dos realidades separadas; en el segundo, se tiene una sola realidad con dos ámbitos distintos.

Moyal-Sharrock se pronuncia en este sentido. Reconociendo la dificultad de encontrar una solución convincente para la fundamentación de la distinción entre tipos de proposiciones, Moyal-Sharrock (2000) responde críticamente, afirmando que decir que no hay una “distinción categórica” entre proposiciones no implica que no haya una diferencia clara entre ellas, sino que “el límite es permeable” (p. 54). La idea de Moyal-Sharrock parece ser que, para entender la naturaleza de la diferencia, hay que observar el “límite” que separa ambos lados de la distinción. Este límite es “permeable”, lo que sugiere que no se debe abandonar la idea de la distinción. En cambio, para que la diferencia sea clara, basta con que el límite que separa ambos lados sea permeable.

Esta es una solución singular: la distinción no solo existe, sino que existe como una diferencia en una realidad distinta pero porosa. Esto implica destacar la porosidad de la frontera que separa, permitiendo así mantener ambos lados del dilema. Es como tomar el toro por los cuernos y decir, al estilo de Moore: “He aquí un cuerno” y luego “he aquí el otro cuerno”.

La controversia sobre la distinción entre lo empírico y lo conceptual implica de manera precisa, pero indirecta, una cuestión fundamental: la filosofía, en un sentido relevante, es una tarea normativa. Esto significa que la filosofía es una empresa conceptual, no empírica, y se ocupa de problemas de orden teórico, ya que este es el tipo de proposiciones con las que trabaja. Esto mismo, en mi opinión, se aplica al sentido de una filosofía de la educación y a su relación con la “agenda pública”.

Es decir, si la distinción se sostiene como una diferencia de grado -según Garavaso- la empresa filosófica permanece sólida; pero si la distinción se mantiene tal como es -según Moyal-Sharrock- la distinción se disuelve y con ella la filosofía. Este razonamiento puede aplicarse a las cuestiones educativas: si no hay una forma de conectar cómo aprendemos con lo que aprendemos, de vincular el proceso de formación de creencias con el contenido de las creencias que son su resultado, entonces no hay nada filosóficamente relevante que decir sobre la educación. En consecuencia, lo que la educación sea se dejaría abarcar por investigaciones puramente empíricas, sobre las cuales la filosofía como disciplina o la teoría en general tendrían poco o nada que aportar.

Dado que el análisis de la distinción era importante para entender la diferencia entre lo empírico y lo conceptual, como una forma de representar la distinción entre el modo de adquirir una creencia y su contenido, conviene tener presente que, en el caso de Wittgenstein, la inteligibilidad de la distinción dependía precisamente de entender el aprendizaje.

Esto lleva a examinar por qué Williams alude al rol del aprendizaje. El movimiento de preguntar “¿qué es el aprendizaje?” a indagar “¿qué papel juega el aprendizaje?”, es equivalente al enfoque inicial:

¿Cuál es el significado de una palabra? Abordemos esta pregunta preguntando, primero, qué es una explicación del significado de una palabra; ¿Cómo se ve la explicación de una palabra? La forma en que esta pregunta nos ayuda es análoga a la forma en que la pregunta “¿cómo medimos una longitud?” nos ayuda a entender el problema “¿Qué es la longitud?”. Las preguntas “¿Qué es la longitud?”, “¿Qué significa?”, “¿Cuál es el número uno?” etc., producen en nosotros un calambre mental. Sentimos que no podemos señalar nada en respuesta a ellos y, sin embargo, debemos señalar algo. (Nos enfrentamos a una de las grandes fuentes de desconcierto filosófico: un sustantivo nos hace buscar algo que le corresponde) (Wittgenstein, 1958, p. 1) (traducción del autor).

La “idea central” planteada es precisamente lo que Wittgenstein (1958) sugiere cuando cambia una pregunta por otra en los Cuadernos azul y marrón. Al hacer esto, no solo guía la respuesta en una dirección diferente, sino que al afirmar que la nueva pregunta es “análoga” a la original, representa el problema de manera diferente. La nueva pregunta introduce un nuevo problema, aunque sea “análoga” a la anterior.

Entonces, ¿estamos enfrentando un problema diferente o es el mismo? No es ni otro ni el mismo: son análogos. Podríamos decir que la analogía permite continuar haciendo lo mismo, pero de manera diferente. Esto es similar a cómo la filosofía aborda la educación: continúa la tarea educativa utilizando diferentes enfoques. La filosofía formula preguntas que son análogas a las preguntas que surgen directamente en el ámbito de la educación; reformula estas preguntas para seguir haciendo lo mismo, pero en un contexto teórico. Sin embargo, sigue siendo lo mismo en el sentido de que es “analógicamente lo mismo”.

Los roles del aprendizaje

En la obra de Wittgenstein, la cuestión del “entrenamiento” en el lenguaje surge en contextos donde se debate la normatividad, es decir, en situaciones donde es crucial determinar cómo distinguir de manera sustancial entre usos correctos e incorrectos de las palabras (Williams, 1999, p. 189, nro. 1). Williams propone explorar este proceso mediante un análisis de los roles desempeñados por el aprendizaje, con el fin de ilustrar el enfoque que busca y que, según Williams, revela las conclusiones que Wittgenstein pretendía destacar.

Primero, consideremos el rol “causalmente fundante”. En relación con este, el problema radica en la distinción entre enseñanza y definición ostensiva (Williams, 1999, pp. 192-194). Como se recuerda, Wittgenstein cuestiona la idea de que la definición ostensiva pueda explicar cómo un aprendiz adquiere el lenguaje, ya que, según él, este procedimiento implica una regresión. Su crítica a la definición ostensiva, que implica la identificación de miembros de una clase mediante la ostensión, revela aspectos cruciales sobre el lenguaje y su adquisición (p. 191).

Wittgenstein, al introducir el concepto de “entrenamiento ostensivo” (Wittgenstein, 1988, §6), no solo busca superar la dificultad de la regresión infinita en las definiciones, sino que también revela su compromiso activo con la tarea filosófica de ofrecer respuestas constructivas. Esta perspectiva contrasta con la mera crítica o señalamiento de paradojas, evidenciando su intento por avanzar hacia una comprensión más profunda y práctica del funcionamiento del lenguaje.

Esto explica cómo Wittgenstein aborda un problema filosófico crucial relacionado con la definición de términos en el lenguaje. Tradicionalmente, la “definición ostensiva” (dar ejemplos concretos para definir algo) enfrenta el problema de la regresión infinita: cada ejemplo necesita a su vez ser definido ostensivamente, generando una cadena interminable de ejemplos. Wittgenstein propone el “entrenamiento ostensivo” como una alternativa. Esta idea implica un proceso de aprendizaje donde no se definen términos individualmente mediante ejemplos, sino que se adquiere un uso práctico del lenguaje a través de la interacción y la práctica contextual.

Al adoptar el “entrenamiento ostensivo”, Wittgenstein muestra un compromiso activo con la filosofía del lenguaje. En lugar de simplemente criticar las limitaciones de las definiciones tradicionales, busca proporcionar soluciones constructivas que permitan entender cómo realmente operan los significados en la comunicación humana. Esta perspectiva contrasta con aproximaciones que se limitan a señalar paradojas sin ofrecer alternativas prácticas.

La noción de “entrenamiento ostensivo” según Wittgenstein guarda una afinidad con el concepto conductista del “condicionamiento”, el cual será explorado más adelante. El aprendiz, sin embargo, no parte siendo una tabula rasa: para que el entrenamiento ostensivo sea efectivo, se requieren ciertas habilidades perceptivas y conductuales sin las cuales podría fracasar. No obstante, esto no sugiere que las capacidades cognitivas superiores simplemente emerjan de habilidades más básicas. Más bien, el aprendiz está ajustando su comportamiento conforme a normas, donde el dominio del lenguaje juega un papel crucial en este proceso. El término “normativo” aquí se refiere específicamente a acciones, tanto verbales como no verbales, que pueden ser evaluadas como correctas o incorrectas, y que se individualizan mediante normas, estándares, ejemplos o reglas (Williams, 1999, p. 193). Ambos aspectos son importantes porque sugieren que no hay una diferencia entre creencia y acción, ni tampoco entre acción y normas. Todo esto se manifiesta, en última instancia, como acción.

En síntesis, se discute cómo se adquiere y demuestra la competencia a través de la práctica y el contexto social. La competencia se manifiesta no solo como una habilidad en sí misma, sino como la capacidad de aplicar esa habilidad dentro de un marco de reglas o normas que guían la práctica específica. Es decir, la competencia se demuestra mediante la acción efectiva dentro de un contexto dado, donde las reglas son fundamentales para definir y evaluar dicha competencia.

La diferencia entre el aprendiz y quien enseña es crucial en este proceso. Mientras el aprendiz está en proceso de adquirir competencia, el maestro ya posee y puede guiar debido a su experiencia previa en la práctica. El maestro actúa como poseedor del conocimiento contextual y cultural acumulado a través del tiempo, proporcionando un trasfondo que el aprendiz aún no posee. Este conocimiento del maestro se transmite activamente a través de sus acciones y enseñanzas, sirviendo como modelo para que el aprendiz adquiera y demuestre la competencia deseada.

Este proceso de enseñanza y aprendizaje no se limita a la transmisión de información estática, implica una forma de “enacción”. Aquí, el aprendiz no solo internaliza reglas abstractas, sino que las integra activamente en su práctica diaria. Al imitar las acciones del maestro y aprender de ellas, el aprendiz demuestra su competencia al aplicar las reglas de manera efectiva en situaciones concretas. Esta noción de “enacción” conecta el conocimiento con la acción práctica, destacando cómo la competencia se manifiesta no solo en la comprensión teórica, sino en la habilidad demostrada de aplicar las reglas en contextos reales de interacción social y cultural.

En segundo lugar, el “rol metodológico” del aprendizaje revela la fuente de la normatividad al distinguir entre los contextos de actuación del aprendiz y del experto. El principal desafío radica en cómo un principiante llega a seguir una regla, es decir, cómo una persona inicialmente incompetente lingüísticamente se convierte en competente. Existen argumentos sólidos que respaldan la idea de que el “desempeño” exigido al aprendiz debe ser público y social (Williams, 1999, pp. 197-198). La concepción social del significado según Wittgenstein juega un papel crucial aquí, dado que la acción se presenta públicamente para su evaluación y corrección por parte de maestros expertos en la práctica. De esta manera, el aprendizaje se socializa a través de la práctica, la cual incluye inherentemente las reglas que la constituyen como tal. Conforme a estas observaciones, cabe puntualizar (Medina, 2002).

El “rol metodológico” del aprendizaje y la normatividad se enfoca en cómo las normas y reglas que guían el comportamiento lingüístico se establecen y mantienen dentro de prácticas o contextos específicos. Este enfoque busca comprender cómo las normas emergen dinámicamente a través de la interacción y la participación en comunidades lingüísticas y culturales. Las normas no son estáticas ni impuestas desde fuera, sino que evolucionan en el contexto de prácticas cotidianas y relaciones sociales, definiendo así la competencia lingüística dentro de una comunidad.

La diferenciación entre el aprendiz y el experto se centra en cómo un principiante, inicialmente sin competencia lingüística, adquiere habilidades y conocimientos a lo largo del tiempo bajo la orientación de individuos más experimentados. Este proceso implica no solo la adquisición de habilidades técnicas, sino también la internalización de normas y prácticas compartidas que definen la competencia lingüística dentro de una comunidad. El aprendizaje, por lo tanto, se entiende como un proceso enraizado en relaciones sociales y culturales que influyen en cómo se adquieren y aplican las habilidades lingüísticas.

La naturaleza pública y social del desempeño del aprendiz subraya que el aprendizaje efectivo requiere que el desempeño del aprendiz sea visible y evaluado públicamente. Las interacciones sociales y las correcciones por parte de maestros u otros expertos son esenciales para guiar y mejorar el aprendizaje. Este enfoque reconoce que el desarrollo de competencias lingüísticas no ocurre en el vacío, sino que se fortalece a través de la participación en contextos donde las normas lingüísticas y sociales son aplicadas y negociadas constantemente.

Una implicación crucial de esto es la necesidad imperiosa del entrenamiento inicial. Según Quine (1985), la naturaleza social y aprendida del significado son dos aspectos inseparables de una misma realidad. Si el significado es intrínsecamente social, entonces tanto la perspectiva individualista del cognitivismo como la teleología natural no logran proporcionar explicaciones satisfactorias de lo que intentan abordar. El primer enfoque fracasa debido a una interpretación incorrecta de los conceptos de “regla” y “representación”, mientras que el segundo carece de los recursos conceptuales para comprender la normatividad inherente a la acción (Williams, 1999, p. 198).

En ambos casos, surge el problema de explicar posteriormente, como consecuencia de la incompletitud de la explicación inicial, cómo se integra el aprendizaje individual en el entorno social de ejecución y cómo se genera la acción correcta más allá de una mera repetición mecánica de acciones en una secuencia temporal, sin una “unidad de la conciencia” según la formulación clásica de Kant.

Lo anterior aborda la importancia fundamental del entrenamiento inicial en la adquisición del significado y del conocimiento desde la perspectiva del filósofo Willard Van Orman Quine. Para Quine, el significado no es una entidad que se posea de manera innata; más bien, es algo que se adquiere a través de la interacción social y el aprendizaje. La naturaleza social y aprendida del significado son dos aspectos inseparables de una misma realidad. Esta concepción desafía profundamente las explicaciones proporcionadas tanto por la perspectiva individualista del cognitivismo como por la teleología natural. El cognitivismo individualista sostiene que la mente y los procesos internos del individuo son suficientes para explicar el conocimiento y el significado. Sin embargo, según la crítica presentada en el párrafo, este enfoque falla porque interpreta incorrectamente los conceptos de “regla” y “representación”.

Estas son ideas fundamentales en la filosofía del lenguaje y de la mente, relacionadas con cómo entendemos y seguimos reglas y cómo representamos mentalmente el mundo que nos rodea. La teleología natural, por otro lado, busca explicaciones en términos de propósitos o finalidades naturales. No obstante, este enfoque carece de los recursos conceptuales necesarios para comprender la normatividad inherente a la acción. La normatividad se refiere a las normas y estándares que guían y justifican nuestras acciones, algo crucial para entender por qué actuamos de ciertas maneras en contextos sociales específicos.

La crítica a ambos enfoques revela un problema más profundo: ambos son insuficientes para explicar cómo se integra el aprendizaje individual en un entorno social de ejecución. En otras palabras, debido a la incompletitud de sus explicaciones iniciales, ni el cognitivismo individualista ni la teleología natural pueden esclarecer cómo el aprendizaje individual se incorpora y se manifiesta en un contexto social. Además, no logran explicar cómo se produce la acción correcta de manera significativa, es decir, más allá de una mera repetición mecánica de acciones en una secuencia temporal. Esto último se conecta con la idea de la “unidad de la conciencia” según la formulación clásica de Kant, que enfatiza la coherencia y continuidad de la experiencia consciente.

La importancia del entrenamiento inicial radica en la capacidad de este para integrar el aprendizaje individual en un contexto social y generar acciones correctas que no sean meramente repetitivas, sino que estén imbuidas de significado y normatividad. Esto subraya la interdependencia entre el aprendizaje individual y la dinámica social, así como la necesidad de una comprensión profunda de la normatividad y la unidad de la conciencia para explicar cómo actuamos y entendemos el mundo de manera significativa.

Finalmente, nos encontramos con el concepto del “rol constitutivo”, el cual implica que la manera en que aprendemos conceptos es fundamental para definir lo que realmente aprendemos (Williams, 1999, pp. 189-190). Esta perspectiva se opone directamente a la idea de que la relación entre el proceso de aprendizaje y el resultado final de ese aprendizaje es simplemente contingente, es decir, una mera cuestión de “historia”. En términos más claros, esta postura rechaza la noción de que describir cómo adquirimos nuestras creencias -ya sea a través de instrucción explícita, mediante la ingestión de alguna sustancia, por osmosis o incluso por accidente- sea irrelevante para el contenido de esas creencias. Si aceptamos que la forma en que aprendemos es constitutiva de lo que aprendemos, entonces podríamos contrarrestar la objeción intuitiva de que el proceso de aprendizaje no tiene importancia. Esto se debe a que el proceso de aprendizaje desempeña un rol esencial y necesario para comprender las creencias que finalmente poseemos.

La idea central del “rol constitutivo” es que no podemos separar la manera en que aprendemos de lo que realmente aprendemos. Según esta perspectiva, el método y el contexto del aprendizaje son inseparables del contenido del conocimiento adquirido. Esto significa que la forma en que se adquieren los conceptos no es una mera circunstancia histórica sin relevancia para el contenido, sino que es un componente esencial de ese contenido.

En contraposición a la noción de contingencia -que sugiere que los detalles de cómo llegamos a nuestras creencias no tienen importancia para el valor o la naturaleza de esas creencias- el rol constitutivo afirma que estos detalles son cruciales. Por ejemplo, si una persona adquiere una creencia científica mediante un proceso riguroso de experimentación y validación, esa creencia está intrínsecamente vinculada al proceso mediante el cual fue adquirida. No sería lo mismo que adquirirla por accidente o por una fuente no confiable. El contexto y el método de aprendizaje influyen profundamente en la naturaleza y la validez de la creencia.

Además, esta perspectiva cuestiona la idea de que las creencias pueden ser comprendidas y evaluadas de manera aislada de su proceso de adquisición. Si la forma en que se aprende un concepto es constitutiva de ese concepto, entonces cualquier análisis o evaluación de la creencia debe tener en cuenta el proceso de aprendizaje. Esto implica que, para comprender completamente una creencia, no es suficiente con mirar solo su contenido; es igualmente importante entender cómo fue aprendida.

En buenas cuentas, el rol constitutivo propone que el proceso de aprendizaje es un elemento indispensable para comprender las creencias y conocimientos que poseemos. Rechaza la noción de que la relación entre el aprendizaje y su resultado es meramente contingente y sostiene que el método y el contexto del aprendizaje son partes integrales del contenido del conocimiento adquirido. Esto nos lleva a una comprensión más profunda y matizada de cómo se forman y se validan nuestras creencias, destacando la importancia del proceso de aprendizaje en la configuración de lo que realmente sabemos y creemos.

Sostener la inseparabilidad de ambos aspectos -es decir, la unidad de lo que aprendemos y cómo lo aprendemos- permite resolver el problema de determinar cuál de los dos es más relevante. En lugar de intentar discernir si el contenido del aprendizaje o el proceso de aprendizaje es más significativo, esta perspectiva los considera como componentes igualmente necesarios e interdependientes. Esta visión integrada refleja una comprensión más holística de la forma humana de aprender, donde cada elemento influye y define al otro. La importancia de este enfoque radica en su capacidad para ofrecer una explicación más completa y matizada del aprendizaje humano, evitando simplificaciones que puedan surgir de separar estos aspectos.

Este sentido “constitutivo” de la función del aprendizaje proporciona una base sólida para comprender cómo se establece o se instituye la forma humana de ser. En lugar de ver el aprendizaje como una serie de eventos aislados que conducen a la adquisición de conocimiento, esta perspectiva lo entiende como un proceso continuo y dinámico, donde el método y el contenido se entrelazan intrínsecamente. Así, la manera en que aprendemos no es simplemente un vehículo para llegar a un conocimiento predeterminado, sino que moldea y define el conocimiento en sí mismo. Este enfoque revela la profundidad y la complejidad del aprendizaje humano, destacando la necesidad de considerar ambos aspectos para entender verdaderamente cómo las personas adquieren y aplican su conocimiento.

Reconocer la inseparabilidad entre aspectos del aprendizaje humano abre la puerta a nuevos desafíos que necesitan ser abordados de manera independiente y diferenciada. Una vez que superamos la tendencia a dividir de manera simplista, surgen problemas que requieren enfoques específicos y contextualizados. Por ejemplo, la integración de diferentes métodos de aprendizaje en diversos contextos culturales o tecnológicos podría plantear desafíos significativos. Cada entorno cultural o tecnológico puede influir de manera única en cómo se aprenden y se aplican conocimientos, lo que demanda estrategias educativas flexibles y adaptativas que consideren estas variaciones sin reducir el proceso de aprendizaje a categorías binarias.

En este sentido, abordar los desafíos específicos relacionados con la diversidad de métodos y contextos de aprendizaje implica reconocer y manejar la complejidad inherente al proceso educativo humano. La variedad de enfoques y entornos de aprendizaje no debe percibirse como obstáculo, sino como una oportunidad para enriquecer nuestras estrategias educativas, haciéndolas más inclusivas y efectivas. Cada contexto cultural, tecnológico o socioeconómico influye en cómo se enseña y se aprende, lo que requiere adaptaciones y métodos educativos que respeten y aprovechen estas diferencias.

Es esencial evitar caer en la trampa de las dicotomías simplistas, como la dicotomía entre métodos tradicionales y tecnológicos, o entre enseñanza presencial y virtual. Estas divisiones pueden limitar nuestra capacidad para comprender plenamente la complejidad de las prácticas educativas contemporáneas y para responder adecuadamente a sus desafíos. En lugar de buscar respuestas universales o soluciones únicas, es crucial adoptar una actitud de flexibilidad y adaptabilidad. Esto implica estar abiertos a la experimentación con diferentes enfoques pedagógicos, aprovechar las tecnologías emergentes de manera creativa y promover el diálogo intercultural y multidisciplinario en la educación.

Asimismo, el reconocimiento de la interconexión entre aprendizaje individual y contexto social subraya la necesidad de desarrollar políticas educativas que sean sensibles a las diversas realidades locales y globales. Promover la equidad educativa implica no solo proporcionar acceso igualitario a recursos y oportunidades educativas, sino también reconocer y valorar las múltiples formas de conocimiento y experiencia que enriquecen el proceso educativo. En este sentido, el aprendizaje se convierte en un proceso dinámico y colaborativo donde la diversidad de perspectivas y prácticas no solo se tolera, sino que se celebra como un activo fundamental para la educación del siglo XXI.

Consideraciones finales

La discusión de Wittgenstein sobre el aprendizaje del lenguaje resalta que hay ciertos aspectos de este proceso que los enfoques conductistas y cognitivistas no pueden explicar. Esencialmente, estos enfoques no logran explicar cómo la conducta de los aprendices llega a estar estructurada por normas o estándares de corrección subyacentes al uso del lenguaje. Según Wittgenstein, el aprendizaje del lenguaje no se reduce a la acumulación de disposiciones verbales o hipótesis bien confirmadas; más bien implica la internalización de estándares normativos para la aplicación de palabras, lo cual él describe como una “técnica de uso”.

Entendido de esta manera, el aprendizaje del lenguaje implica un proceso de estructuración normativa de conductas que trasciende el mero “condicionamiento” (Wittgenstein, 1988, §6). Es un proceso de socialización o enculturación. Desde las observaciones de Wittgenstein, dos aspectos centrales de esta perspectiva de enculturación del aprendizaje pueden ser reafirmados.

El aprendizaje de un lenguaje es, fundamentalmente, un proceso social, ya que está mediado y estructurado por el entorno social que impone normas que regulan el uso correcto de las palabras (Wittgenstein, 1988, §257). Estas normas no solo dictan cómo se deben usar las palabras, sino también cómo se deben interpretar y entender en diversos contextos. A través de la interacción con otros miembros de la comunidad, los individuos internalizan estas normas y desarrollan la capacidad de usar el lenguaje de manera autónoma y adecuada. En este sentido, aprender un lenguaje no se limita a adquirir una habilidad cognitiva aislada, es un proceso de integración en prácticas normativas que rigen la comunicación y la conducta social. El lenguaje, por tanto, se convierte en una herramienta fundamental para la interacción humana, estructurando la manera en que nos relacionamos con el mundo y con los demás.

Además, el lenguaje facilita un entrelazamiento único entre acciones y creencias, convirtiéndose en un reino esencial de las acciones humanas. A través del lenguaje, no solo expresamos pensamientos y sentimientos, sino que también coordinamos acciones, establecemos relaciones y construimos significados compartidos. Esta capacidad de entrelazar acciones y creencias mediante el lenguaje subraya su radical importancia explicativa. Nos permite entender y predecir comportamientos, así como formar comunidades cohesionadas basadas en una comprensión mutua. Así, el lenguaje trasciende su función como una mera herramienta de comunicación para convertirse en el fundamento de la vida social y cultural, evidenciando su papel crucial en la configuración de la realidad humana.

En segundo lugar, la enculturación, o la incorporación de los aprendices en el lenguaje, no se basa únicamente en la observación pasiva, sino que requiere acción activa. Wittgenstein propone una “perspectiva de aprendizaje por participación” (participatory view of learning), enfatizando que los aprendices deben involucrarse activamente en las prácticas del lenguaje para dominarlo. Este enfoque sugiere que el aprendizaje no es simplemente un proceso de internalizar reglas observando a otros, sino que implica la participación directa en las actividades lingüísticas y sociales. A través de la participación, los aprendices no solo imitan comportamientos, sino que también desarrollan una comprensión más profunda y contextual de cómo se usa el lenguaje en diferentes situaciones.

Desde esta óptica, el dominio de las prácticas de un lenguaje es un proceso de aprender haciendo. Los aprendices deben involucrarse en situaciones comunicativas reales donde el uso del lenguaje sea necesario y significativo. Esta participación permite que los aprendices experimenten de primera mano las regularidades y las normas que rigen el uso del lenguaje. Medina (2004) destaca que este proceso no solo establece patrones de conducta en los aprendices, sino que también inculca una actitud normativa sobre cómo deben proceder en sus interacciones lingüísticas. La participación en el uso del lenguaje ayuda a los aprendices a internalizar las reglas y expectativas sociales asociadas con las prácticas lingüísticas.

Además, este enfoque participativo del aprendizaje implica que los aprendices desarrollan una actitud normativa hacia el uso del lenguaje, como señala Medina (2004) y Gottschalk (2017). Esto significa que los aprendices no solo adquieren habilidades lingüísticas, sino que también adoptan las normas y valores que rigen el comportamiento comunicativo adecuado en su comunidad. La actitud normativa se refiere a la comprensión y aceptación de lo que se considera correcto o incorrecto en el uso del lenguaje, lo que es esencial para una comunicación efectiva y apropiada. En resumen, la perspectiva de aprendizaje por participación resalta la importancia de la acción y la interacción en el proceso de enculturación, subrayando que aprender un lenguaje es, tanto un acto de hacer como de entender, y que implica la internalización de normas y actitudes que guían el comportamiento lingüístico.

A través de este proceso de entrenamiento, las prácticas compartidas y las técnicas se convierten en una “segunda naturaleza”, como lo describe Medina, adquiriendo así una fuerza normativa: cuando el entrenamiento tiene éxito, el aprendizaje de procedimientos y técnicas no solo determina causalmente nuestras acciones, sino que también explica por qué hacemos lo que hacemos y cómo lo hacemos. Wittgenstein enfatiza que, aunque exista una genuina distinción entre razones y causas, no hay un espacio autónomo de razones separado de las determinaciones causales.

Según Wittgenstein, no hay una separación radical, sino un continuum entre actos deliberados motivados por razones y comportamientos automáticos determinados por leyes causales (Medina, 2004, p. 84). La afirmación de este continuum cumple la misma función que la idea de diferenciación gradual de Moyal-Sharrock, permitiendo aceptar la diferencia sin necesidad de separar completamente las realidades. No hay, entonces, una separación clara entre ámbitos, sino más bien una diferenciación gradual.

¿Cómo progresa este continuum? ¿Cómo llega nuestra conducta a estar estructurada normativamente? El progreso de este continuum, desde la conducta causalmente determinada hasta la conducta normativamente estructurada, se puede entender como un proceso en el cual las acciones de los individuos comienzan a estar cada vez más guiadas por normas y reglas sociales. Inicialmente, la conducta puede estar influenciada predominantemente por factores causales, como instintos o reacciones automáticas. Sin embargo, a medida que los individuos interactúan con su entorno social y se someten a procesos de enculturación y aprendizaje, estas acciones se empiezan a estructurar de manera normativa. Esto significa que las acciones no solo son respuestas a estímulos, sino que están reguladas por expectativas, convenciones y reglas compartidas que definen lo que es apropiado o inapropiado en un contexto determinado. Medina (2004) y Toulmin (1958) enfatizan que, aunque existe una distinción entre estos tipos de conducta, esta no es absoluta; más bien, se trata de un continuo donde ambas coexisten y se interrelacionan.

Reconocer la diferencia conceptual entre la conducta causalmente determinada y la normativamente estructurada no implica que una excluya a la otra. Al igual que la distinción entre una jungla y un jardín, donde ambos representan formas de organización de la naturaleza, pero con diferentes grados de intervención y estructura, la conducta humana puede oscilar entre ser más causalmente determinada o más normativamente estructurada dependiendo del contexto y el nivel de enculturación del individuo. En una jungla, la vegetación crece de manera salvaje y sin intervención humana, mientras que, en un jardín, las plantas son cultivadas y cuidadas siguiendo ciertas normas estéticas y prácticas. De manera similar, en el comportamiento humano, las acciones pueden originarse en respuestas instintivas y automáticas, pero a través de la socialización y el aprendizaje, se pueden guiar por normas y reglas que reflejan las prácticas y valores de la sociedad. Este proceso continuo y dinámico muestra cómo los individuos se mueven a lo largo de este espectro, integrando gradualmente la normatividad en sus acciones mientras siguen respondiendo a influencias causales.

Así, al considerar cómo se establece progresivamente el contraste entre la conducta causalmente determinada y las acciones normativamente estructuradas a lo largo de la vida individual, el proceso de aprendizaje desempeña un papel crucial. En sus últimas obras, Wittgenstein destaca cómo el aprendizaje transforma radicalmente nuestra conducta. Para Wittgenstein, la línea divisoria se establece entre lo aprendido y lo no aprendido: la presencia de procesos de aprendizaje asegura la adopción de una conducta que puede ser evaluada normativamente. Este parece ser el resultado de su discusión sobre la conducta de los chimpancés en las Observaciones sobre los fundamentos de las matemáticas (Wittgenstein, 1978).

Además, las referencias frecuentes a “nuestra historia natural” están destinadas a difuminar la distinción entre naturaleza y cultura, entre lo crudo y lo cocido. De hecho, los seres humanos, en tanto que humanos, nos desarrollamos en un terreno donde convergen naturaleza y cultura para crear un nivel de vida antes inimaginable. Esto desafía las dicotomías habituales que dividimos en nuestros pensamientos, tanto en términos de diversos tipos como en varios niveles.

Esta versión aclara cómo el aprendizaje, según Wittgenstein, transforma nuestra conducta y cómo las referencias a la historia natural y la cultura ayudan a entender la complejidad del desarrollo humano en sus escritos.

La referencia a la “historia natural” en las Observaciones sobre psicología de la filosofía (Wittgenstein, 1997) ofrece un marco teórico para superar las dicotomías rígidas entre naturaleza y cultura. En estas observaciones, Ludwig Wittgenstein propone que los seres humanos no pueden ser entendidos completamente a través de una visión que los separe en términos puramente naturales o culturales. En lugar de eso, sugiere una visión integrada en la que la naturaleza y la cultura están profundamente entrelazadas. Esto significa que las acciones y comportamientos humanos no pueden ser explicados adecuadamente si se consideran únicamente como fenómenos biológicos o exclusivamente como construcciones culturales. La “historia natural” proporciona un contexto en el que ambos aspectos son vistos como partes de un todo unificado.

En este marco teórico, los seres humanos son considerados habitantes de un entorno que es inseparablemente cultural y natural. Wittgenstein utiliza múltiples menciones a la “historia natural” para ilustrar cómo nuestras actividades intencionales, como pensar, esperar y medir, están enraizadas tanto en nuestra biología como en nuestras prácticas culturales. Por ejemplo, el acto de pensar (1997, II, §18) no puede ser comprendido solo como un proceso cerebral; también implica la utilización de un lenguaje y conceptos que son producto de la cultura. De manera similar, esperar (1997, II, §15) no es solo una reacción instintiva, sino una acción cargada de significado cultural, influenciada por expectativas sociales y experiencias previas.

Además, actividades como medir (1997, I, §109) demuestran cómo la historia natural arroja luz sobre nuestras prácticas intencionales. Medir no es solo una acción física, sino que implica el uso de herramientas y métodos que han sido desarrollados culturalmente. Wittgenstein menciona estas actividades (1997, II, §77) para mostrar que nuestras acciones cotidianas están siempre en un contexto que es tanto natural como cultural. Al reconocer la inseparabilidad de estos aspectos, podemos obtener una comprensión más completa y matizada de la psicología humana, que trasciende las limitaciones de las dicotomías tradicionales y nos permite ver a los seres humanos como integrados en un entorno donde la naturaleza y la cultura se entrelazan continuamente.

La comprensión de los fenómenos intencionales en términos de su historia natural se explora en profundidad en la primera parte de las Investigaciones filosóficas (Wittgenstein, 1988). En esta obra se argumenta que las intenciones y actividades intencionales solo pueden ser entendidas adecuadamente cuando se sitúan dentro de su contexto apropiado. Esto significa que no es suficiente analizar las intenciones en abstracto o aisladamente; es crucial considerarlas dentro de las situaciones, costumbres e instituciones humanas en las que se manifiestan. Al ubicar las intenciones dentro de estos contextos, se revela la interdependencia entre la acción individual y el marco cultural y natural en el que ocurre.

Wittgenstein destaca que las situaciones humanas, donde las intenciones se insertan, abarcan tanto aspectos culturales como naturales. Esto se ejemplifica en su afirmación de que actividades como ordenar, preguntar, relatar y charlar forman parte de nuestra historia natural de la misma manera que caminar, comer, beber y jugar (Wittgenstein, 1988, §25). Esta inclusión de actividades culturales y biológicas en un mismo marco subraya que nuestras prácticas comunicativas y sociales están tan arraigadas en nuestra naturaleza como nuestras necesidades y comportamientos físicos. En otras palabras, la capacidad de interactuar mediante el lenguaje y otras formas de comunicación es tan fundamental para nuestra humanidad como lo son nuestras funciones biológicas básicas.

Al considerar las intenciones en este contexto integrado, Wittgenstein ofrece una visión holística de la acción humana. Este enfoque permite comprender cómo las costumbres e instituciones culturales proporcionan el trasfondo necesario para que las intenciones tengan sentido y puedan ser interpretadas. Las intenciones no existen en el vacío, están conformadas y dirigidas por las normas, valores y prácticas de la comunidad en la que se desarrollan. De este modo, Wittgenstein nos invita a ver las acciones humanas no solo como expresiones de voluntades individuales, sino como fenómenos profundamente enraizados en la trama de la vida social y natural. Esta perspectiva enriquecida nos proporciona una comprensión más completa de la psicología humana, reconociendo la inseparabilidad de lo cultural y lo natural en la configuración de nuestras intenciones y acciones.

Además, Wittgenstein realiza observaciones sobre “los hechos de la historia natural” como un método de contraste significativo. Este enfoque permite destacar que ciertas características pueden ser parte de la historia natural humana pero no necesariamente estar presentes en la historia natural de otras especies (1997, II, §18). Esta distinción es crucial para identificar los aspectos específicos que distinguen a los seres humanos de otros animales y para caracterizar las acciones que son típicamente realizadas por agentes intencionales en contraste con aquellas que no lo son. Wittgenstein utiliza este contraste para resaltar cómo nuestras capacidades cognitivas y culturales se entrelazan de manera única en nuestra historia natural, reflejando no solo nuestra biología, sino también nuestras prácticas sociales y simbólicas.

Desde una perspectiva filosófica, esta diferenciación adquiere relevancia al sugerir que las diferencias entre seres humanos y otros animales no se basan en categorías a priori absolutas, sino que emergen como resultado de un proceso contingente de evolución natural (1997, II, §24; 1997, I, §78). Wittgenstein argumenta que nuestras capacidades lingüísticas y nuestras formas de comportamiento no pueden entenderse simplemente como extensiones de las habilidades animales básicas, sino como productos de un desarrollo complejo que incorpora factores biológicos, culturales e históricos. Esta visión integrada desafía las concepciones simplistas que separan nítidamente lo humano de lo animal, sugiriendo en cambio una continuidad compleja y dinámica que reconoce tanto nuestras raíces biológicas como las características distintivas de nuestra historia cultural y social.

La elucidación histórica y naturalista de las acciones intencionales plantea dos preocupaciones significativas. Una de ellas es que estas elucidaciones parecen sugerir algún tipo de fundacionalismo. ¿No es acaso la referencia a la “historia natural” una táctica sutilmente fundacionalista que intenta integrar la gramática dentro de los límites de la naturaleza? Esta preocupación radica en el riesgo de reducir la complejidad de la práctica lingüística y gramatical a meros fundamentos naturales. Otra inquietud es que al introducir consideraciones sobre la “historia natural”, la filosofía de Wittgenstein podría deslizarse hacia el “cientificismo”. ¿Acaso no implica esta perspectiva naturalista que la filosofía se colapse en la ciencia, abandonando su carácter distintivamente filosófico? Wittgenstein mismo se hace eco de estas preocupaciones en sus obras. Si las formaciones conceptuales pueden justificarse a partir de hechos naturales, psicológicos y físicos, ¿no se convierte entonces la descripción de nuestras formaciones conceptuales en una suerte de ciencia natural encubierta? Además, ¿no deberíamos enfocarnos en lo que subyace naturalmente en la gramática en lugar de la gramática misma? (1997, I, §46).

Sin embargo, Wittgenstein responde negativamente a ambas cuestiones. Por un lado, presenta los hechos de la historia natural como condiciones previas contingentes para las actividades intencionales humanas. Estos hechos no son determinaciones absolutas que puedan desempeñar un papel explicativo o justificativo especial. Por otro lado, Wittgenstein insiste en que sus investigaciones filosóficas no deben confundirse con investigaciones científicas sobre la historia natural del ser humano. Si bien estas investigaciones dependen de nuestra historia natural, no forman parte inherente de ella.

Esta distinción es crucial para Wittgenstein: aunque reconoce la influencia de los fundamentos naturales en nuestras prácticas y formaciones conceptuales, sostiene que la tarea de la filosofía es elucidar la gramática del lenguaje y las prácticas humanas desde una perspectiva que no se reduzca a meras explicaciones científicas, sino que preserve la complejidad y el carácter normativo de las actividades humanas.

Las investigaciones de Wittgenstein se centran profundamente en la normatividad, pero esta no se concibe como un dominio separado o autónomo al margen de nuestras prácticas lingüísticas y de acción. Desde la perspectiva wittgensteiniana, la normatividad no es algo que exista independientemente como un orden de razones abstractas que fundamenten o garanticen nuestros modos de hablar y actuar. En cambio, Wittgenstein sostiene que los modos de hablar y actuar son en sí mismos los que establecen y mantienen las normas y prácticas dentro de una comunidad lingüística y cultural. Esta visión implica que las normas no son principios externos que dictan nuestro comportamiento desde fuera, sino que emergen de nuestras interacciones y acuerdos prácticos en contextos concretos.

Es importante destacar que Wittgenstein no intenta disolver o eliminar la normatividad, sino más bien proporcionar un enfoque sociogenético de la misma (Medina, 2004, p. 89). Esto significa que la normatividad surge y se desarrolla a través de procesos sociales y culturales en los cuales los individuos participan activamente. Wittgenstein no busca reducir las normas a meras convenciones arbitrarias, sino entender cómo se forman y se mantienen en el curso de la vida lingüística y práctica de una comunidad. Así, la normatividad adquiere su significado y validez en el contexto de las prácticas compartidas y las formas de vida que caracterizan a una comunidad particular.

Así entonces Wittgenstein ofrece una perspectiva dinámica y contextualizada de la normatividad, en la cual esta surge como resultado de nuestras interacciones y acuerdos prácticos, en lugar de ser impuesta desde fuera como un conjunto de reglas universales e inamovibles. Esta visión sociogenética no solo enriquece nuestra comprensión de cómo funcionan las normas en la práctica, sino que también subraya la importancia de considerar el contexto cultural y social en la interpretación y aplicación de las normas en la vida cotidiana.

Este enfoque de Wittgenstein se ilustra claramente en Sobre la certeza (1969), donde desarrolla una perspectiva sociogenética de las normas que guían nuestras prácticas lingüísticas e investigativas. En este texto, Wittgenstein sostiene que el papel normativo de ciertas proposiciones fundamentales, conocidas como proposiciones bisagra, no puede entenderse por separado de la historia y el contexto de nuestras prácticas comunicativas y comportamentales (1969, §144, §152). Las proposiciones bisagra son aquellas que consideramos ciertas y que sirven como fundamentos para nuestras acciones y creencias cotidianas, como por ejemplo la confianza en nuestras percepciones sensoriales o en la existencia del mundo externo.

Según Wittgenstein, estas normas no existen en un vacío abstracto, sino que se mantienen y validan a través de nuestras interacciones y prácticas discursivas dentro de contextos específicos. Es decir, las proposiciones bisagra adquieren su significado y autoridad normativa a través de su integración en nuestra vida diaria y en las formas de vida compartidas dentro de una comunidad. Esto implica que la certeza y la confianza en estas proposiciones no pueden separarse de las prácticas sociales y lingüísticas que las respaldan. Por lo tanto, Wittgenstein sugiere que entender las normas y certezas implica comprender cómo emergen y se sostienen en el curso de nuestras actividades cotidianas y discursivas.

Este enfoque sociogenético de Wittgenstein desafía las concepciones tradicionales que podrían considerar las normas como principios abstractos o universales que existen independientemente de las prácticas humanas concretas. En cambio, enfatiza la importancia de contextualizar las normas dentro de las prácticas sociales y lingüísticas en las que surgen y se aplican. Esta perspectiva dinámica y contextualizada ofrece una comprensión más rica y matizada de cómo las normas y certezas operan en la vida humana, subrayando su conexión intrínseca con nuestras formas de interactuar, comunicar y hacer sentido del mundo que nos rodea.

Wittgenstein sostiene que comprender las normas de esta manera es fundamental para reconocer que nuestras prácticas lingüísticas y de acción no solo se ajustan a ellas de manera pasiva, sino que desempeñan un papel activo en su mantenimiento y recreación constante. Según su enfoque, las normas no son reglas estáticas impuestas desde fuera, sino que emergen y se validan a través de nuestras interacciones cotidianas con el entorno y con otros individuos. Por ejemplo, las normas que regulan el uso del lenguaje o las prácticas sociales se refuerzan y evolucionan a medida que las personas las utilizan y negocian en contextos específicos. Este proceso dinámico implica que las normas no solo guían nuestras acciones, sino que también son moldeadas por ellas, en un ciclo continuo de práctica y reflexión que define nuestras formas de vida.

Este enfoque contextualizado de Wittgenstein desafía las concepciones tradicionales que podrían ver las normas como entidades abstractas o universales. En lugar de ello, subraya la importancia de entenderlas como productos emergentes de interacciones sociales y lingüísticas concretas. Esta perspectiva dinámica sugiere que las normas no solo son aplicadas mecánicamente, sino que son continuamente reinterpretadas y reafirmadas a través de nuestras acciones y comunicaciones diarias. Así, Wittgenstein nos invita a considerar las normas no como imposiciones externas, sino como parte integrante de nuestras prácticas sociales y lingüísticas, que contribuyen activamente a la configuración de nuestra experiencia compartida del mundo.

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1Doctor en Filosofía, magister en Filosofía. Es profesor de Filosofía y docente en el Instituto de Investigación y Desarrollo Educacional (IIDE) de la Universidad de Talca.

Recibido: 14 de Julio de 2023; Revisado: 15 de Septiembre de 2023; Aprobado: 15 de Noviembre de 2023

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