Introducción
Bienestar infantil y adolescente, bienestar escolar, resiliencia, inteligencia emocional, aprendizaje social y emocional, competencia emocional, son términos que aparecen reflejados en la agenda y en el discurso político en educación, en las colecciones editoriales en el ámbito psicopedagógico, así como en los programas curriculares. Estos conceptos contienen significados derivados, en su mayoría, de teorías científicas procedentes de las ciencias de la salud, lo que les confiere una vinculación específica: lo emocional como estado mental asociado a la salud mental. Todos estos términos están alimentados de teorizaciones previas generadas en el seno de comunidades de investigación específicas con objetivos, culturas y dinámicas diferentes a las que se producen en el seno de las comunidades de investigación en educación.
El problema de las conceptualizaciones teóricas es que nos permiten ver el árbol, pero nos impiden ver el bosque y apreciar el paisaje. En el ámbito educativo, nos apropiamos de conceptos aplicados en otros contextos -en este caso, conceptos que proceden del ámbito clínico o terapéutico en su mayoría- que dan cuenta de realidades concretas (i. e. salud mental). Empleamos conceptos (i. e. bienestar infantil y/o adolescente) que transferimos directamente a una realidad sobre la que se necesita intervenir debido a las problemáticas precisas que exige cada tiempo histórico (léase en nuestro tiempo socioeducativo: problemas de salud mental infanto-juvenil, violencia y acoso, racismo, xenofobia y otras actitudes y comportamientos excluyentes).
Aproximarse al estudio de cualquier fenómeno de la realidad es un proceso arduo que exige de interdisciplinariedad y de toma de distancia respecto al fenómeno estudiado. No hay ninguna realidad diáfana ni poseemos una teoría unificada, al menos aquellas que se ocupan del mundo sociohumano, cuyo poder explicativo o profundidad cognoscitiva la haga única y exclusiva, y que precise de una única teorización o conceptualización. No hay teoría desde ninguna parte. Como sostuvo Niklas Luhmann (1996), la comprensión de la realidad se explica a partir de redes de observadores que imposibilitan una observación unificada.
Esta limitación teórica (Zemelman, 2021) posee implicaciones de orden práctico. Una limitación que afecta especialmente a las ciencias sociales y, con ello, a las ciencias de la educación. En el caso específico de estas últimas -en relación con la dimensión emocional en los escenarios, procesos y prácticas educativas- la limitación mayor tiene que ver con la diversidad de teorías y enfoques pedagógicos existentes, y la hegemonía de unos enfoques frente a otros (i. e. el enfoque del bienestar o terapéutico en educación, dominante hoy en el ámbito educativo). Aun cuando, insisto, esta diversidad teórica nos permite ver los árboles, nos limita a la hora de apreciar la espesura del bosque y las tonalidades del paisaje. Por ello, el propósito inicial de este estudio teórico es ofrecer un marco de análisis integrador -aunque no exhaustivo- que explore nuevas oportunidades epistémicas en torno a una realidad poco explorada en la teoría de la educación: el entramado o arquitectura emocional de la educación y sus implicaciones para el diseño de acciones educativas pertinentes en los procesos de formación humana.
Para la elaboración de este estudio no se parte de un discurso cerrado en el plano teórico, esto es, no se sigue una partitura per se. Por el contrario, se ha apostado por incorporar conocimientos derivados de diferentes fuentes -científica, filosófica y artística- en un intento de expandir las posibilidades epistémicas sobre el objeto de estudio. La presente contribución es, por ello, deudora de las aportaciones epistémicas de la cosmología sistémica de Bunge (2000a, 2000b) y de la epistemología de la complejidad (Morin, 2001a; 2001b). De la primera, se nutre de la noción de sistemicidad conceptual (2000a) y la necesidad de tender puentes entre las teorías y sus producciones (léase: teorizaciones). De la segunda, se inspira en la apuesta por un conocimiento pertinente que pueda integrar los conocimientos parciales y locales (Morin, 2001b) y reconoce la permeabilidad del conocimiento (Arce-Rojas, 2020), así como el pluralismo metodológico y epistemológico. Entonces, tomando en consideración estas premisas cosmológicas y epistémicas iniciales como hilo conductor, se parte de una serie de preguntas con el objetivo de distanciarnos de él y pensar en nuevas posibilidades de teorización y claves para la acción. Así, dos han sido las preguntas que han motivado la elaboración de este estudio: ¿a qué nos referimos cuando hablamos de emoción en las ciencias de la educación? Y ¿qué componentes y mecanismos definen la arquitectura emocional de los procesos educativos?
Para responder a las preguntas que orientan el propósito general de este ensayo, se ha adoptado un enfoque analítico basado en una revisión documental a partir de estudios científicos, humanísticos y artísticos.
Considero que el tema a analizar reviste importancia debido a la creciente fragmentación del conocimiento sobre la dimensión emocional en los procesos educativos, con un notorio peso de la psicología y, más recientemente, de las neurociencias, que explicarían el fenómeno descrito por Ocampo-Alvarado (2019, pp. 143-149) sobre la “colonización psi” y el “advenimiento de lo neuro” en los estudios pedagógicos. La educación -y su producto: el aprendizaje- es un fenómeno que supera los procesos neuropsicológicos, y cuya naturaleza no es solo causal, probabilística, sino también simbólica, social, relacional y expresiva. De ahí el empeño por desbrozar las teorizaciones producto de la especialización académica y sugerir un sistema conceptual sobre lo emocional en educación que dé cuenta de sus componentes y mecanismos básicos. Considero que nada de esto puede lograrse sin recurrir a distintos saberes (científicos, humanísticos y artísticos).
El presente estudio se estructura en tres secciones. En primer lugar, se examina la emoción como categoría analítica en las ciencias de la educación. Seguidamente, se infieren los elementos y mecanismos afectivos básicos que subyacen en todo proceso educativo. Por último, plantean las implicaciones pedagógicas que considero relevantes en dicho proceso.
La emoción como categoría analítica en las ciencias de la educación
Cada campo científico delimita su objeto a partir de supuestos ontológicos y epistémicos específicos. La naturaleza multidimensional de la emoción, inherente a todo proceso humano como es el educativo, precisa de una clarificación conceptual, como paso previo para hipotetizar acerca de la estructura emocional de la educación.
Afectividad, emociones y sentimientos en clave semántica
Los términos: afectos, emoción, sentimientos, aunque participan de una misma categoría analítica (afectividad), albergan significados diferentes. Desde el campo de la salud -psicología y psiquiatría especialmente- el constructo “afectividad” alude al sistema emocional del sujeto (estados de ánimo, sentimientos, emociones, afectos, humor, talante, temple, etc.) (Castilla del Pino, 2000). En el ámbito educativo, la afectividad constituye, en primer lugar, un elemento de actuación pedagógica. Se habla así de educación de la afectividad centrada en el desarrollo de las capacidades o competencias socioafectivas de los escolares. En segundo lugar, la afectividad -en especial la afectividad positiva- resulta ser un elemento crucial para que los aprendizajes de los escolares puedan iniciarse y proseguir en el tiempo, en virtud del significado emocional atribuido al objeto, actores y contextos donde acontece dicho aprendizaje. En tercer lugar, la afectividad, cuando es positiva (adaptativa), activa los procesos relacionales “tanto con personas, animales y cosas, cuanto consigo mismo” (p. 20). Estos procesos relacionales son importantes no solo para el logro de las funciones de socialización y formación de la subjetividad, sino también como condición básica para que todo proceso educativo emerja. Como señala Núñez Cubero (2016), uno de los grandes retos del profesorado en la actualidad es “hacer viable la mutua aceptación de la comunicación” entre enseñantes y aprendices (p. 20). Todo proceso educativo -esto es, comunicativo- está imbuido de afectividad, aunque se presente como una acción técnica, neutra y objetiva. No hay comunicación o, lo que es lo mismo, relación educativa alguna sin gestionar el ambiente o atmósfera afectiva en el que se sucede dicha comunicación. Tampoco sin el cuerpo (rostros, miradas, gestos, silencios, etc.) a través del cual se expresan los afectos. Tan importante es el contenido de lo que se dice, como el estilo comunicativo que se adopta. De ahí la importancia que tiene en educación y, por extensión, en todas las profesiones donde se trabaja a partir de la comunicación -educativa, terapéutica o de otra índole- el ambiente o clima afectivo y el propio cuerpo que sirven de soporte a la comunicación de lo que se transmite.
El sistema emocional humano -afectividad- comprende como elementos básicos: emociones, afectos y sentimientos. Las distintas teorías de la emoción ofrecen conceptualizaciones diversas acerca de la naturaleza de las emociones y de las funciones que desempeñan en la vida humana. Cada una de ellas ofrece claves conceptuales y prácticas relevantes para la tarea educativa. Una definición estándar del concepto de “emoción”, desde la psicología, es la proporcionada por Chóliz Montañes (2005), que define la emoción como “una experiencia afectiva en cierta medida agradable o desagradable, que supone una cualidad fenomenológica característica y que compromete tres sistemas de respuesta: cognitivo-subjetivo, conductual-expresivo y fisiológico-adaptativo” (p. 4).
No existe una teoría unificada de las emociones, sino una pluralidad teórica que revela la pluridimensionalidad del fenómeno analizado. Las teorías científicas de la emoción oscilan entre el continuum naturaleza-cultura confiriendo un mayor peso a lo innato o lo aprendido en función del contenido que atribuyan a las emociones. Así, las teorías evolutivas avalan la naturaleza adaptativa de las emociones y las conciben como un sistema orientado a asegurar la supervivencia y el bienestar del sujeto (Frijda, 1986; Izard, 2001). Vendrían a representar “signos de alerta” presentes en la especie animal humana y, con ello, las emociones implican una respuesta automática al entorno. De este modo, los sentimientos no son sino expresiones de las demandas homeostáticas del cuerpo (Damasio, 2021). Por el contrario, las teorías cognitivas subrayan el papel evaluativo de las emociones en las que la razón queda integrada en la emoción. Las emociones serían estados mentales que permiten evaluar y hacer inteligible la situación. Emocionarse, supondría, “formarse un juicio normativo de la propia situación” (Rodríguez González, 1999, p. 114) y en este complejo proceso mental confluyen: evaluación e interpretación de la situación, creencias, valores y deseos singulares de cada sujeto. Para las teorías socioculturales, emociones y sentimientos son productos culturales: resultado de los modos de afiliación de los sujetos a una comunidad social de pertenencia. Se inscriben en una cultura afectiva específica y forman parte de un juego social (Le Breton, 2004), conformando expresiones valorativas socialmente regladas (Sirimarco y Spivak L’Hoste, 2019).
Afectividad, emociones y sentimientos como objetos de estudio en las ciencias de la educación
El análisis preliminar de la arquitectura emocional de la educación precisa detenernos en cómo las ciencias de la educación han delimitado conceptualmente los conceptos de emoción, afectividad y sentimientos y cómo han sido abordados desde la investigación educativa. Desde el punto de vista analítico, no existe unanimidad en la definición de ninguno de estos conceptos (Martin y Reigeluth, 2000), aunque sí hay consenso en las comunidades educativas científicas y profesionales en la importancia que posee la formación del dominio afectivo desde edades tempranas. Al fin y al cabo, a lo largo del desarrollo, la aventura humana -y con ello, la educativa- consiste en un proceso más fractal que lineal (Ciompi, 2007), en el que las transacciones con el medio se van haciendo cada vez menos neurobiológicas y mucho más afectivas -valorativas- y culturales (Cyrulnik, 2007).
Básicamente, pueden distinguirse las siguientes líneas de investigación con relación a la educación afectiva y el papel de la dimensión emocional en los procesos de enseñanza y aprendizaje.
Educación afectiva y desarrollo de competencias sociopersonales
La educación afectiva se dirige al desarrollo personal y social de los estudiantes y se concibe como un proceso deliberado y sistemático de acciones educativas dirigidas al desarrollo de la individualidad y la sociabilidad en la etapa escolar. En un sentido amplio, incluye tanto la educación de las habilidades emocionales -educación de la competencia emocional- como las actitudes y disposiciones afectivas hacia el aprendizaje y el desarrollo moral o educación del carácter. Debido a la importancia de esta dimensión en el quehacer docente, durante el último tercio del siglo XX -especialmente durante las décadas de los 70 y 80- surgió una importante línea de trabajo en ciencias de la educación dirigida a elaborar taxonomías para el ámbito afectivo (Krathwohl et al., 1964; Martin y Briggs, 1986) para que el profesorado pudiera redactar objetivos afectivos y delimitar resultados de aprendizaje esperables para cada etapa educativa. En el siglo XXI, Martin y Reigeluth (2000) propusieron un nuevo modelo conceptual del dominio afectivo, suficientemente clarificador y útil para el profesorado en su trabajo diario con los estudiantes. El modelo incluía seis dimensiones -desarrollo emocional, desarrollo moral, desarrollo social, desarrollo espiritual, desarrollo estético y desarrollo de la motivación- y tres componentes: conocimientos, capacidades o habilidades, y actitudes, que confieren una visión más actualizada y próxima a la visión actual de la educación afectiva, desde el enfoque de aprendizaje basado en competencias. La OCDE (2016) delimita los objetivos del aprendizaje afectivo en términos de habilidades sociales y emocionales, y las define como:
Capacidades individuales que pueden a) manifestarse en patrones congruentes de pensamientos, sentimientos y comportamientos, b) desarrollarse mediante experiencias de aprendizaje formales e informales, y c) ser factores impulsores importantes de los resultados socioeconómicos a lo largo de la vida de la persona (p. 35).
El marco de conceptual de la OCDE incluye:
• Habilidades para el logro de objetivos (perseverancia, autocontrol y pasión por los objetivos.
• Habilidades para trabajar con otras personas (sociabilidad, respeto, solicitud).
• Habilidades para el manejo de las emociones (autoestima, optimismo, confianza).
En una línea similar, el Consejo de la Unión Europea (2018) contempla la competencia personal y social como una de las competencias clave para el aprendizaje permanente y la define como:
Habilidad de reflexionar sobre uno mismo, […] colaborar con otros de forma constructiva, mantener la resiliencia, […] hacer frente a la incertidumbre y la complejidad […] contribuir al propio bienestar físico y emocional, conservar la salud física y mental, y ser capaz de llevar una vida saludable y orientada al futuro, expresar empatía y gestionar los conflictos en un contexto integrador y de apoyo (Rec. 2018/84 189/01 del Consejo, 22 de mayo de 2018, p. 10).
A partir de estos marcos conceptuales, las ciencias de la educación han venido desarrollando una fructífera y abundante línea de investigación psicopedagógica que se han traducido en: a) estudios metaanalíticos que ofrecen evidencias sobre la efectividad de las intervenciones educativas en el desarrollo de las competencias socioemocionales de niños y adolescentes (Corcoran et al., 2018; Durlak et al., 2011; Goldberg et al., 2019; Murano et al., 2020; Quílez-Robres et al., 2023; Taylor et al., 2017) y b) marcos conceptuales integradores para la competencia social y emocional en contextos académicos. Un ejemplo de ellos es DOMASEC (Schoon, 2021), que comprende las competencias interpersonales (orientadas hacia la ejecución de tareas y adaptación al entorno) e intrapersonales (orientaciones hacia uno mismo).
Neurociencia afectiva aplicada a procesos de enseñanza-aprendizaje
Basada en los avances de la neurociencia afectiva, las ciencias de la educación han diversificado su agenda científica sobre la dimensión emocional en educación focalizando su interés en las implicaciones que para la práctica educativa posee la neurociencia afectiva. Para ello toman como unidad de análisis las experiencias emocionales de los estudiantes. Gran parte de estas experiencias emocionales se infieren a partir del análisis de los sentimientos que suscitan en ellos sus transacciones habituales en el contexto académico. Goetz et al. (2006) y Pekrun et al. (2002, 2017) han demostrado los efectos de las emociones positivas y negativas en la motivación intrínseca y extrínseca en contextos académicos. Las emociones positivas (disfrute, esperanza, orgullo, etc.) se originan a partir de: a) las expectativas y causalidad percibida del control de las actividades por parte del estudiante, y b) el valor subjetivo atribuido a las actividades y a los resultados. Li et al. (2020) demuestran la influencia de las emociones positivas en los procesos motivacionales, atencionales, en la memoria y en el procesamiento de la información.
Se ha demostrado que aquellas emociones placenteras como la curiosidad, el interés, el entusiasmo, la alegría y la conexión social activan el comportamiento exploratorio, tan importante en los procesos de aprendizaje, a la par que actúan como verdaderos remedios o antídotos de las emociones displacenteras, aligerándolas o neutralizándolas (Greenberg y Paivio, 2000). Del mismo modo, el amor y la alegría favorecen los vínculos en las relaciones interpersonales, tan importantes en el quehacer docente. Los estudios neurocientíficos han demostrado también que los cerebros de niños y adolescentes que experimentan una adversidad persistente, refuerzan los circuitos neuronales que promueven las tendencias agresivas y ansiosas, a expensas de los circuitos para la cognición, el razonamiento y la memoria. El estrés limita la plasticidad neuronal y el crecimiento en la adolescencia. De ahí la importancia de educar desde la infancia en estrategias de afrontamiento y estilos de vida adaptativos como organismo. Como subraya Bueno (2021), los aprendizajes trabados de emociones placenteras (alegría, sorpresa, amor) tienden a ser fijados con mayor eficiencia que aquellos tamizados de experiencias emocionales displacenteras (miedo, enfado, tristeza).
En definitiva, los nuevos avances en neurociencia afectiva revelan que el desarrollo cerebral y el aprendizaje dependen directamente de la calidad de la experiencia socioemocional vivida (Immordino-Yang et al., 2019). Las investigaciones demuestran que el desarrollo del cerebro y la configuración de la red cerebral precisan de interacciones sociales amigables que brinden, desde edades tempranas, oportunidades de apoyo y cuidado, así como experiencias socioemocionales placenteras con nítidas implicaciones para el funcionamiento socioemocional, la cognición, la motivación y el aprendizaje.
La naturaleza sociocultural y política de las emociones
La cultura condiciona y fundamenta la experiencia emocional de las personas como sostienen los enfoques culturales y postestructuralistas en las ciencias sociales y humanas. La cultura, grosso modo, unifica nuestra experiencia emocional que se singulariza después en cada sujeto a partir de sus propias evaluaciones en las transacciones situacionales. David Le Breton (2012), desde una lectura antropológica de las emociones, asevera que:
Los sentimientos y las emociones no son sustancias transferibles ni de un individuo ni de un grupo a otro, y no son solo procesos fisiológicos. Son relaciones, y por tanto son el producto de una construcción social y cultural, y se expresan en un conjunto de signos que el hombre siempre tiene la posibilidad de desplegar, incluso si no las sienten. La emoción es a la vez interpretación, expresión, significación, relación, regulación de un intercambio; se modifica de acuerdo con el público, el contexto, se diferencia en su intensidad, e incluso en sus manifestaciones, de acuerdo con la singularidad de cada persona (p. 69).
También las emociones tienen su origen en los dispositivos ideológicos e institucionales y en la estructura social, en los que descansa el orden que regula las relaciones humanas dentro de la comunidad (Averill, 1980). Como demostró Hochschild (2003), existen estrechos vínculos entre la estructura social, la ideología, las reglas de expresión de los sentimientos y la gestión emocional. Las emociones primarias o básicas (asco, vergüenza, amor, tristeza o miedo) cumplen una función evaluativa muy importante en la ordenación social, aunque unas gozan de mayor reconocimiento social que otras (i. e. el amor frente al asco o la repugnancia).
Paralelamente, desde el construccionismo social y las filosofías posestructuralistas, las emociones se conciben como prácticas discursivas y disciplinarias. Desde el análisis sociológico crítico, Cabanas e Illouz (2023) analizan las nuevas estrategias coercitivas y jerarquías emocionales que, junto con un nuevo concepto de ciudadanía, emergen en la “era de la felicidad”. Las autoras denuncian la tiranía de la happycracia. Una nueva cultura afectiva que erosiona y aparta las emociones displacenteras tales como la ira y el resentimiento, y enaltece las emociones placenteras. Una cultura afectiva individualista divorciada del sentimiento de comunidad, de injusticia social -también planetaria-, de sentimientos de indignación hacia la desigualdad y/o lo diverso que, sin embargo, pueden actuar como fuerzas impulsoras de notables transformaciones socioculturales.
En el marco de los estudios teóricos y filosóficos de la educación convendría profundizar en las agendas de las políticas educativas y sus concreciones en el accionar del profesorado y de los estudiantes. Hay buenas razones para ello, siguiendo el desarrollo argumental que nos ofrecen las autoras, como para repensar los discursos desde los que se está trabajando la educación afectiva -educación emocional- de niños y adolescentes en los centros educativos como acertadamente plantea Boler (1999). Habida cuenta de que las emociones satisfacen ciertas funciones sociales y preservan el orden y la cohesión social y que las emociones quedan sujetas también a la convención y normatividad social, convendría interrogarse sobre los contenidos valorativos que se desarrollan en los programas de educación emocional y el modelo de ser humano y de ciudadano que deducen de ellos. Cada cultura ensalza o sanciona, fomenta o desestima la pluralidad de emociones, así como la expresión y autorregulación de unas emociones frente a otras. Por ejemplo, nuestra cultura nos exhorta a evitar el dolor y el sufrimiento y a ensalzar la felicidad como bien supremo. No pretendo en estas páginas reivindicar el sufrimiento como un principio educativo ni negar la importancia de preservar y promover el bienestar infantil y adolescente. Pero el sufrimiento, cuando se convierte en dolor, como acertadamente argumenta Agnes Heller (1985), permite:
Implicarnos en la causa de la humanidad […]. El sufrimiento de la humanidad ha de transformarse en dolor. En el caso de los que sufren ellos mismos, como en el caso de los que saben que otros sufren. ¡Ayúdate a ti mismo… ayuda a los demás! (p. 315).
Los educadores que trabajan en contextos de vulnerabilidad social o aquellos que tratan de sensibilizar sobre las atrocidades de la humanidad (como el Holocausto, las guerras mundiales, la pobreza o el hambre), es decir, aquellos que trabajan habitualmente a favor de la justicia social, emplean las experiencias de malestar para trabajar desde la educación sentimientos de injusticia, abandono, opresión o estigma con resultados positivos en los escolares (Zembylas, 2016). En esta línea, Boler (1999) sostuvo la pertinencia de incorporar una pedagogía del malestar, concebida como una práctica educativa que, basada en la autorreflexión crítica sobre los valores y creencias construidas socialmente, permitan reelaborar nuevas percepciones -libres de estereotipos o estigmas sociales- sobre los otros-diferentes-a-mí.
En el fondo, ambas propuestas pedagógicas -las orientadas al bienestar o las focalizadas en el malestar- representan vías complementarias para trabajar la dimensión afectiva en clave educativa, sean como promotoras de un cambio social (pedagogías del malestar) o bien como “una manera de estructurar la emoción y el afecto en un determinado contexto social y político” (Zembylas, 2019, p. 27) (pedagogías orientadas al bienestar).
En esta línea de consideraciones, cabe destacar que la Agenda 2030, en particular la relacionada con la meta 4.7 del Objetivo de Desarrollo Sostenible 4, que aborda los objetivos sociales, morales y humanistas de la educación, incorpora como meta educativa la promoción de los derechos humanos, la igualdad de género, la promoción de una cultura de paz y no violencia, la ciudadanía mundial y la valoración de la diversidad cultural.
Sostengo, en la línea argumental expuesta, que no es suficiente con una educación afectiva centrada en las competencias socioemocionales de los escolares, aun cuando resulte a todas luces pertinente en la actualidad, sino también una educación de la afectividad que más allá de la individualidad y el bienestar emocional, abrace a la humanidad como principio ordenador (Heller, 1985).
La arquitectura emocional de la educación
Tomando como referencia a Bunge (2000a), el análisis de toda estructura comienza por generar hipótesis sobre los componentes o elementos básicos del sistema (léase: estructura) y sobre los mecanismos específicos que explican su funcionamiento. En esta sección se hipotetiza sobre la composición emocional de la educación -su estructura básica o colección de componentes- así como los mecanismos afectivos específicos que subyacen en los procesos educativos.
Deseo y entusiasmo como componentes afectivos en los procesos educativos
Los procesos educativos -formales, no formales o informales- se nutren de componentes emocionales como soportes de la acción. Con ellos, se establecen las metas que son prioritarias y se crean las condiciones iniciales para la puesta en marcha de la acción de influencia a la que llamamos educación.
En cierto modo, todo proceso educativo se inicia a partir del deseo de educar -es decir: instruir, acompañar, estimular, orientar, recomendar, etc.- por el deseo de aprender -motivado intrínsecamente- o por el deseo de dejarse educar -motivado extrínsecamente-. Difícilmente un proceso educativo puede iniciarse y mucho menos mantenerse a partir de la aversión como componente emocional. Sin embargo, puede ocurrir que algunos de estos deseos iniciales no se den inicialmente por parte de algunos de los sujetos imbricados en este proceso. Por ejemplo, cuando el deseo de educar es bajo o prácticamente inexistente entre el profesorado -por saturación, desgana o desdén, como ocurre entre aquellos profesores que sufren del síndrome del desgaste profesional-o cuando el deseo de aprender por el estudiante está mediado por emociones displacenteras como el rechazo, el aborrecimiento o la desgana. De toda la gama de emociones que los humanos podemos experimentar, el deseo es uno de los componentes emocionales que sustenta cualquier proceso educativo, tanto desde la perspectiva del docente como del estudiante. Unido a este tenemos el entusiasmo, cuyos efectos mediadores han sido confirmados como elemento protector y promotor del bienestar docente (mayor satisfacción laboral o vital y menores niveles de agotamiento emocional) y por sus efectos positivos en el rendimiento académico debido a que funciona como un factor promotor de emociones placenteras (disfrute, satisfacción) (Bardach et al., 2022).
Implicación, resonancia y proximidad como mecanismos afectivos en los procesos educativos
De acuerdo con Bunge (2000b), se entiende por mecanismo lo que “hace que el sistema sea lo que es” (p. 56). Los mecanismos emocionales son definidos como una combinación de procesos afectivos (estados de ánimo, emociones y sentimientos) con las que se expresa la vinculación desiderativa -afectiva- del sujeto con el entorno. Tomando en consideración esta conceptualización, delimitaremos, a continuación, los mecanismos emocionales principales que hacen que todo proceso educativo funcione.
La implicación
La forma básica de vinculación afectiva es la de aceptación y rechazo (Castilla del Pino, 2000). Agnes Heller (1985) definió los sentimientos como “estar implicado en algo” (p. 17). Y esta implicación es “el factor constructivo inherente del actuar, pensar, etc. […] por la vía de la acción o de la reacción” (p. 18). La implicación, para Heller, “no un fenómeno concomitante” (p. 18), sino que compromete al sujeto con un acontecimiento -real o imaginado- un objeto -determinado o indeterminado- o con otros seres -humanos o animales-. Es el modo por el que el sujeto experimenta la realidad y que subyace en el actuar, pensar, conocer y sentir humano. Es, siguiendo a la autora, inherente a la acción y al pensamiento y no un elemento auxiliar o mero “acompañamiento” (p. 23). Además, “puede afectar a parte de la personalidad o a toda ella, puede ser momentánea o continuada, intensiva o extensiva, profunda o superficial, estable o en expansión, orientada hacia el pasado, el presente o el futuro” (p. 22).
El sentimiento o implicación es lo que confiere significado a la acción y es el mecanismo en el que queda comprometido el sujeto en el mundo. Incluso cuando se experimenta indiferencia, umbral inferior de la implicación -sentimiento que no puede alcanzarse totalmente, en palabras de Heller- el sujeto queda comprometido, aunque solo sea sutilmente.
En los procesos educativos, al igual que en todos los procesos humanos, la implicación afectiva o relación emocional que “funciona” (esto es, sentimientos, en palabras de Heller) es la activa y positiva, frente a la reactiva y aversiva. Así lo demuestran las investigaciones que han explorado la implicación escolar de los estudiantes (Gutiérrez et al., 2017; Rodríguez-Fernández et al., 2018), la implicación de las familias en la vida escolar (Smith et al., 2020), las relaciones profesorado-estudiantes y su impacto en el aprendizaje escolar, y la implicación del profesorado en el acompañamiento a sus estudiantes (Hofkens y Pianta, 2022; Kaplan, 2021).
La resonancia
Resonancia es un término usualmente empleado en el ámbito acústico. De acuerdo con el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, significa “hacer sonido por repercusión”. Subyace en la red semántica de este concepto términos sinónimos como: alcance, eco, incidencia o proyección, los cuales remiten, en última instancia, a la emocionalidad y el mundo sensorial, es decir, a las propiedades sensoriales de nuestra relación con el mundo.
El filósofo Harmuth Rosa (2020) sostiene que de la “calidad de la apropiación del mundo” (p. 20) -el modo como nos vinculamos con él, lo experimentamos y tomamos posición ante él- depende la “calidad de la relación con el mundo” (p. 20). El concepto de resonancia está presente también en la teoría teatral. Augusto Boal (2004) se refiere a la resonancia como uno de los niveles más profundos a los que pueden llegar los actores-participantes en la expresión y vivencia emocional. Esta ocurre cuando la escena afecta profundamente a los actores-participantes. Boris Cyrulnik (2007) postula que la resonancia se erige como un mecanismo que permite la unión:
De la historia de uno y la biología del otro. [Así,] un rasgo anatómico o de temperamento, un gesto o una frase, resuenan de distinto modo según la significación que adquieran en un espíritu y no en otro, en una cultura y no en otra (p. 29).
Tomado prestado de la física como sinónimo de “vibración”, la Real Academia de Lengua (RAE) define el término “resonar” como el hecho de “hacer sonido por repercusión”. En definitiva, la resonancia, como mecanismo que activa el proceso educativo, hace referencia a conmover, interpelar y hacer vibrar. En definitiva, como apunta Rosa (2020), la resonancia es “una manera específica de estar relacionado con el mundo, en la que se siente este mundo o un segmento de este como responsivo” (p. 220). Desde el punto de vista educativo, el autor apuesta por una escuela como espacio de resonancia (vibración) y critica el modelo actual cuya lógica afectiva se organiza en torno a la alienación (mutismo). Los mecanismos de alienación, según Rosa (2020), actúan favoreciendo dinámicas emocionales activadas por la frustración, el desagrado y, en casos extremos, la aversión y la amenaza (miedo). El docente “siente a los alumnos como una amenaza: no los alcanza; los percibe desinteresados, y al material de aprendizaje como impuesto” (p. 314). Por el contrario, los mecanismos de resonancia permiten que la experiencia educativa vibre y que profesorado y estudiantes hablen con voz propia transformándose mutuamente. En una escuela concebida como espacio de resonancia:
El docente llega a sus alumnos y transmite entusiasmo; pero también se deja conmover. El alumno está cautivado por el tema: se siente subyugado o absorbido y, a la vez, está abierto. El material (curriculum) aparece para ambas partes como un campo de posibilidades y desafíos significativos (p. 316).
Aunque pudiera parecer que el modelo de escuela como espacio de resonancia propuesto por Rosa pudiera albergar ciertos tintes de happycracia en el sentido planteado por Cabanas e Illouz (2023), resonar (vibrar) no se contrapone a la disonancia, sino a la alienación (mutismo). En una escuela resonante (vibrante), profesorado y estudiantes hablan con voz propia “cada uno en su frecuencia” con voces diferentes y protagónicas (Rosa, 2022).
La proximidad
La filosofía de Lévinas (2014) permitió nutrir la ontología de la realidad educativa a partir del principio de proximidad, entendido como el “origen de toda puesta en cuestión de sí” a partir del otro (p. 80). Los procesos educativos precisan de este principio ontológico para ser reconocidos como tal y también lo requieren para que estos se desarrollen.
Un tercer mecanismo afectivo que se pone en marcha en los procesos educativos “que funcionan” es el relacionado con la función comunicativa o expresiva. Los “principales escollos de las relaciones interpersonales -y, con ello, de la relación educativa- se presentan en el plano de la comunicación” (Núñez Cubero, 2016, p. 19). El estilo comunicativo empleado por el profesorado y su disposición a empatizar o -por el contrario- ser poco o nada sensible con las necesidades de los estudiantes, son variables que ejercen un impacto notable -sea positivo o negativo- en la dinámica educativa. Ser capaz de brindar un grado óptimo de proximidad emocional a los estudiantes es una de las habilidades emocionales que se entrenan en las formaciones para el desarrollo emocional dirigidas al profesorado. Núñez Cubero (2016) apuesta por una pedagogía de la proximidad apoyada en la elocuencia -entendida como el arte de saber expresarse-, la expresión emocional y la expresión dramática. La elocuencia aflora entre el mensaje -aquello que se expresa-, la voz -cómo se expresa el mensaje- y quienes escuchan -asistentes-. Se vale no solo de las palabras (lo verbal), sino también de los silencios, los gestos, la mirada, la postura corporal (lo no verbal). “La expresión del sentimiento es una de las fuentes principales de información que tenemos de otra persona. Los ojos son el espejo del alma” (Heller, 1985). De ahí la importancia que posee para el profesorado el empleo del lenguaje dramático y aprender a leer los signos (gestos) no verbales en sus estudiantes.
Por otro lado, la proximidad a la que se alude no es tanto física, sino emocional, y se materializa en el acompañamiento a los estudiantes (Joaqui Robles y Ortiz Granja, 2019) Pero para ello, siguiendo a Núñez Cubero (2016), la textura afectiva de la relación educativa debe estar alimentada por “el sentimiento (dimensión séntica) de la presencia del otro y el sentimiento de que sin los otros yo no puedo llegar a ser” (p. 56).
Conclusiones
El objetivo principal de este estudio fue analizar la arquitectura emocional de la educación a partir de sus componentes y mecanismos implicados. A tal fin, se ha optado por un enfoque analítico apoyada en el sistemismo conceptual basado en una revisión documental a partir de estudios científicos y humanísticos. Puesto que las palabras “emocional” y “educación” revisten significados plurales, se ha optado por desgranar sus semánticas desde la ciencia, la filosofía y el arte, en lugar de optar por una teoría o enfoque filosófico o científico concreto. Con ello se pretendía ganar en “telemicroscopidad” (Boal, 2004, p. 45) para ampliar las posibilidades analíticas del objeto de estudio, esto es, para poder “ver el bosque” y no perder la visión de conjunto. Por esa razón se determinó tomar como unidad de análisis la “arquitectura” -como sinónimo de “estructura”- en lugar de seleccionar a priori algún elemento o proceso.
La primera conclusión que se extrae es que la arquitectura emocional de la educación posee un carácter pluridimensional pues concierne a realidades orgánicas, psíquicas y socioculturales. Tanto emoción como educación, son realidades en las que están presentes organismo (cerebro), psiquismo (mente) y cultura (sociedad), conformando una unidad. Como organismo, las emociones cumplen una función adaptativa en sus transacciones con el medio y tienen siempre una correspondencia corporal. Como psique, las emociones influyen en el pensamiento y la memoria, la motivación y la comunicación (Greenberg y Paivio, 2000). Finalmente, como realidad sociocultural, las emociones son el resultado de la socialización y, con ello, del aprendizaje y en ellas se condensan las creencias y valores de cada sociedad y grupo social.
La educación, como una acción de influencia, orientada a la individualidad, sociabilidad y socialización de las personas, toma como elemento de “trabajo”, antes que nada, a un “cuerpo” (soma) que se irá desarrollando como psique a través del aprendizaje. Los estudios neurocientíficos han demostrado, por ejemplo, el papel crítico de los estilos de crianza en el desarrollo de los sistemas cerebrales vinculados a la afiliación y el apego. También han demostrado que las experiencias adversas y el estrés tóxico durante los primeros años de vida modifican la estructura cerebral en la primera infancia, con un impacto negativo a nivel psicofísico y neurocognitivo (Förster y López, 2022). Asimismo, se ha demostrado la importancia que tiene conocer nuestras emociones -que incluye saber leer las sensaciones corporales- como primer paso para manejarlas adecuadamente (Van der Kolk, 2015).
El precio de ignorar y distorsionar los mensajes del cuerpo es ser incapaz de detectar qué es realmente peligroso o dañino para nosotros e, igual de malo, qué es seguro o fortalecedor. La autorregulación depende de mantener una relación cordial con nuestro cuerpo (p. 109).
Igualmente, la educación desarrolla subjetividades (psique). De ahí el papel relevante que cobra la educación afectiva -mucho más amplia, a mi juicio, que la educación emocional- en el trabajo pedagógico.
En último término, configura sujetos sociales y socializados. La sociabilidad en educación es objeto también de la tarea educativa. Aprender a convivir en un mundo diverso requiere de una educación afectiva, que configure nuevas sociabilidades emocionales más amigables, altruistas y pluricromáticas desde el punto de vista afectivo. Junto a una educación emocional orientada al bienestar, sería importante también integrar el dolor como elemento educativo, por ejemplo: la pedagogía del malestar de Zembylas (2006, 2016).
La segunda conclusión de este estudio es que este ejercicio de acción de influencia al que llamamos educación, tiene en las emociones sus instrumentos más destacados. Concretamente, en aquellas generadas a partir del entusiasmo, tanto para quienes enseñan como para quienes aprenden. Así se confirma en diferentes estudios científicos (Keller et al., 2018; OECD, 2020; Valentín et al., 2022). Entusiasmo y deseo de enseñar están estrechamente relacionados y figuran como un motivo necesario, aunque no suficiente, para iniciarse y desarrollarse en la profesión docente (Sánchez-Lissen, 2009). Cuando las condiciones de partida al enseñar son la aversión para aprender por parte del estudiante, los profesionales de la educación más avezados ponen en marcha diferentes mecanismos de los que se da cuenta en este estudio.
Uno de ellos es la implicación, consecuencia del entusiasmo docente. Se ha comprobado la efectividad de este mecanismo para trabajar la apatía en los estudiantes (desgana, desaliento, desánimo, pereza, desidia o indiferencia). El entusiasmo, desde el punto de vista emocional, posee un mayor alcance que otras emociones adaptativas (i. e. alegría, satisfacción, deseo o agrado), pues involucra a la personalidad del agente que lo exhibe (sea el educador o el educando). Se señaló que, en educación, la implicación que funciona es la activa y positiva, frente a la reactiva y aversiva.
De estos resultados se infieren implicaciones pedagógicas relevantes para la enseñanza y el acompañamiento socioeducativo. Si la implicación es una cualidad inherente a la acción (Heller, 1985) y se ha probado que es efectiva cuando se apoya en un sustrato emocional motivador y vibrante (la escuela como espacio de resonancia) (Rosa, 2020), las metodologías de enseñanza y aprendizaje más efectivas son aquellas que se apoyan en lo experiencial y la participación, que siempre van acompañadas de introspección, autorreflexión y reflexión colectiva. Entre ellas cobran carta de naturaleza las metodologías artístico-expresivas (i. e. el sufrimiento no hay que padecerlo ni buscarlo intencionalmente en la escuela, pero sí darlo a conocer). El teatro como herramienta pedagógica para la educación afectiva “efectiva” ha sido fundamentado en los trabajos de Gavilanes Yanes y Astudillo Cobos (2016), Navarro Solano (2006), Núñez Cubero y Navarro Solano (2009), entre otros. Desde la filosofía, lo argumentan en ese mismo sentido Heller (1985) y Nussbaum (2010). Como bien señala Heller (1985) “las artes, y en primer lugar sus formas verbales, son capaces de evocar en nosotros todas las emociones que conocemos […] hayamos o no vivido o experimentado en nuestra vida las emociones y disposiciones sentimentales ilustradas por los artistas” (p. 161). También lo vemos en las metodologías participativas aplicadas en los aprendizajes para la vida (Novella y Sabariego, 2023).
Otro de los mecanismos presentes en los procesos educativos efectivos es la resonancia (Rosa, 2020, 2022). Las prácticas educativas alienantes -en el sentido afectivo del término- anestesian, por así decirlo, las experiencias de aprendizaje. Hay un correlato entre la escuela como espacio de resonancia (Rosa, 2020, 2022) y el “maestro de sentido” (Le Breton, 2000). Las implicaciones que para la práctica tiene la resonancia son diversas, pero sucintamente, la más relevante sería su impacto en la capacidad de agencia de los escolares. Concebir una escuela como espacio de resonancia implicaría practicar una educación vibrante -activa, sensitiva, afectiva, motivadora y transformadora- que promueva una disposición a la resonancia entre quienes desean aprender o entre quienes se dejan educar. Esto significa, en palabras de Rosa (2020), “enfrentarse al mundo -a lo extraño, lo nuevo y lo otro- con un interés intrínseco y con altas expectativas de autoeficacia” (p. 321).
De nuevo -muy especialmente para aquellas situaciones educativas en las que el estudiante alienado (no resonante) se resiste a dejarse educar/enseñar- hay un tercer mecanismo afectivo que suelen aplicar los educadores con notable éxito. Se trata de la proximidad (emocional). Un mecanismo que suele deshacer barreras de comunicación al generar confianza y disipar los miedos -fuente de barreras y bloqueos en el aprendizaje-. En la práctica, supone ejercitar la escucha activa (López-Martín et al., 2022; Boada y Melendro, 2017) y disponer en las instituciones educativas -dentro y/o fuera del marco escolar- de dispositivos adecuados de acompañamiento educativo, tanto para los profesionales que trabajan en ella (Schmitt-Richard, 2022) como para los escolares. Es el caso, por ejemplo, de las escuelas de segunda oportunidad (Romero-Rodríguez et al., 2023).