Introducción
La asociación entre constructivismo pedagógico e inmanentismo filosófico constituye una suerte de lugar común en la filosofía de la educación. En buena parte, esto se explica a partir de la fuerte incidencia de uno de sus principales referentes, Jean Piaget. Este autor no dudó en afiliar explícitamente sus intuiciones con las propias de la tradición kantiana, aunque con ciertos reparos. Desde entonces y hasta nuestros días, quien se dedica a la pedagogía o a la formación docente suele sentirse forzado a optar por alguna de las siguientes alternativas: o adherir al anti-realismo por encontrar razonabilidad en los planteamientos pedagógicos constructivistas, o rechazar total o parcialmente el constructivismo pedagógico en defensa del realismo. El problema de investigación abordado en este trabajo tiene que ver, precisamente, con el análisis de la posición de Piaget en esta materia. El objetivo es demostrar que la disyuntiva constructivismo pedagógico vs. realismo es falsa y se instala en el marco de malinterpretaciones generadas en la modernidad que aún hoy conservan buena parte de su fuerza persuasiva. Por tratarse de un artículo filosófico, la metodología utilizada es la propia del estudio hermenéutico basado en el análisis de los textos de Piaget, en diálogo con textos de otros autores especializados en la materia.
El artículo inicia con un repaso sintético sobre los hitos que explican el tránsito desde el realismo filosófico de la antigüedad clásica griega al inmanentismo de la modernidad y que configuran el contexto sobre el cual se asienta la prédica de Piaget. Su posición constructivista es funcional a su defensa de la Epistemología Genética, una construcción epistémica que se funda en el rechazo de la validez de la filosofía misma para la fundamentación de la tarea científica y se constituye sobre una cierta petición de principio de corte positivista. Esta premisa, sumada al rechazo del realismo (concebido según una interpretación representacionalista algo ingenua), contribuyen a consolidar la dicotomía entre el constructivismo pedagógico y el realismo que se extiende hasta nuestros días.
A fin de presentar una alternativa superadora, el artículo recupera algunos intercambios entre Charles Taylor y Richard Rorty a través de los cuales se visualiza una versión del realismo que resulta coherente y consistente con las tesis principales del constructivismo pedagógico. En efecto, esta versión del realismo se muestra muy afín con las intuiciones centrales piagetianas, aspecto que quedará en evidencia al identificar los aspectos receptivos y constructivos que configuran la noción filosófica de “representación”.
Del realismo al anti-realismo: tres hitos fundamentales
La discusión acerca de la capacidad de nuestra inteligencia para acceder al conocimiento de la realidad en sí es, y sigue siendo, una de las más antiguas y apasionantes de la filosofía. En su diálogo Cratilo, Platón pone en boca de Sócrates los términos de una disyuntiva que atraviesa las discusiones de la filosofía occidental desde los griegos hasta nuestros días. La dialéctica entre el realismo y el anti-realismo o inmanentismo filosóficos aparece planteada en estos términos:
¡Vaya! Veamos entonces, Hermógenes, si también te parece que suceda así con los seres: que su esencia es distinta para cada individuo como mantenía Protágoras al decir que el hombre es la medida de todas las cosas (en el sentido, sin duda, de que tal como me parecen a mí las cosas, así son para mí, y tal como te parecen a ti, así son para ti), o si crees que los seres tienen una cierta consistencia en su propia esencia (385e-386a).
El realismo filosófico de Platón defiende la consistencia de la realidad y la necesidad de que nuestro conocimiento se configure como respuesta a la inteligibilidad del mundo. No así para Protágoras, su antagonista, para quien la verdad acerca de la realidad es el resultado de una construcción lingüística.
Aristóteles se separa de su maestro en muchos aspectos, pero lo sigue en el reconocimiento de la capacidad humana de acceder al conocimiento de las cosas en sí. Atribuye a los sentidos esta efectiva habilidad para penetrar en la inteligibilidad del mundo: “La percepción de los sensibles propios es siempre verdadera y se da en todos los animales” (Aristóteles, 1978, p. 134 (427b)). Para este pensador, los sentidos externos no fallan en su aprehensión del mundo salvo que exista una lesión orgánica.
La tradición tomista recupera la herencia realista griega en la famosa concepción de la verdad como adequatio. Es verdadero el juicio que une o separa en la mente aquello que está unido o separado en la realidad. Existe, por tanto, una verdad en las cosas (a la que se denomina verdad ontológica) y una verdad en el intelecto (llamada verdad lógica). La verdad ontológica refiere a la inteligibilidad de las cosas mismas, aquello por la que son cognoscibles (Pieper, 1997, p. 29). En tanto esta inteligibilidad presente en las cosas impacta formalmente sobre nuestros sentidos y nuestro intelecto (a través de la intuición sensible o intelectual), somos poseedores de una verdad lógica, que es aquella que se forja en nuestra inteligencia cuando aprehendemos las formas sensibles e intelectuales. De esta manera, se logra una correspondencia entre lo que concebimos subjetivamente y lo que ocurre en la realidad.
Es importante destacar que la tradición escolástica no interpreta la mencionada correspondencia en términos de construcción de un tertium quid, una representación intra-mental que intenta copiar lo extra-mental. Sobre la base de las nociones aristotélicas de acto y potencia, y de forma y materia, formula una teoría del conocimiento en la que se verifica una continuidad entre sujeto y objeto de conocimiento. Como las potencias cognitivas son intencionales, son constitutivamente receptivas y están orientadas por naturaleza hacia objetos que las trascienden. La formalidad (sustancial o accidental) presente en las cosas, al ser principio actual, ejerce causalidad eficiente sobre la receptividad de las potencias del sujeto y las “informa”. Entonces, en cierta medida, las cosas se hacen presentes de un modo inmaterial a la sensibilidad y a la inteligencia. Por ello dice Juan de Santo Tomás, discípulo del aquinate, que “conocer es hacerse otro en tanto que otro” (fieri aliud in quantum aliud). Hasta aquí una síntesis apretada del realismo peripatético dominante en el período pre-moderno occidental.
El abandono de las categorías aristotélicas exigió a la modernidad un replanteo de la teoría del conocimiento. Hay tres hitos que modificaron esta comprensión. El primer hito refiere a una inclinación que algunos autores críticos de la modernidad denominan fundacionalismo (Wittgenstein, 1995, pp. 1-2). El fundacionalismo sostiene la idea de que “el conocimiento de la conclusión del silogismo exige el conocimiento de las premisas, de modo que, si estas requieren indefinidamente de otras para ser conocidas, entonces el conocimiento demostrativo es imposible. En consecuencia, debe haber proposiciones que conozcamos, no ya por inferencia a partir de otras, sino por sí mismas” (Garber, 2007, p. 9). Esta noción abstracta de fundacionalismo puede resultar difícil de comprender. En Descartes, sin embargo, se verifica con facilidad. No satisfecho con la posibilidad de fundar el conocimiento en el dato sensorial, convirtió a la evidencia del yo pensante (cogito ergo sum) la piedra fundante del sistema. Su aspiración principal fue la de construir el conocimiento a partir de ideas claras y distintas concebidas y desplegadas al modo matemático, vale decir, como certezas apodícticas resultantes de una deducción irrefutable. El fundacionalismo se origina en esta acuciante necesidad de saberes fundantes irrefutables.
En la modernidad, esta aspiración fundacionalista se relaciona directamente con una concepción de objetividad determinada. Lo objetivo es aquello que se ajusta a los estándares matemáticos de certeza y evidencia, los que por su misma naturaleza son universales y universalmente aplicables. Así, la certeza objetivante de la modernidad busca prescindir de cualquier condición subjetiva individual o social y adopta una “perspectiva del observador desvinculado” (Taylor, 1985, p. 280); aspira a desarrollar una “mirada desde ningún lugar” (Nagel, 1996, p. 19).
El segundo hito tiene que ver con la irrupción de la noción de verdad como correspondencia o como “copia”, propia de algunas concepciones empiristas. Abandonada la teoría de las formas aristotélica, la filosofía moderna no es capaz de sostener una concepción de verdad como adequatio basada en la presencia intencional del objeto de conocimiento en el sujeto. El conocimiento es concebido, por tanto, como un proceso constructivo de una copia intra-mental que pretende ser fiel a aquello a lo que representa. Esta concepción representacional o mediacional, una vez configurada, se encuentra con el problema inmediato de su justificación: ¿cómo podemos probar que la representación reproduce fielmente la realidad externa? Necesitaríamos un cognoscente dentro del cognoscente que asegure la correspondencia y, así, de otro, y de otro, necesidad que se prolongaría al infinito, lo que se ha dado en llamar “falacia del homúnculo” (Llano, 1999). El problema no refiere exclusivamente a las versiones modernas del representacionalismo. Bernache (2021, p. 268) ilustra con claridad la variedad de dificultades que enfrenta la contemporánea Teoría Representacional de la Mente cuando intenta sostener la función explicativa que le atribuyen sus partidarios.
En la filosofía de Kant se sintetizan los esfuerzos de sostener el ideal de certeza universalmente válida propio de la modernidad con la tradición de la verdad representacionista del empirismo. Al mismo tiempo, se incorpora -como tercer hito- un reconocimiento explícito de las condiciones subjetivas que operan en la configuración misma del conocimiento humano. Para Kant el conocimiento es precisamente humano en tanto las condiciones de la subjetividad forman parte del modo en que se construye la representación interna. Por lo tanto, esta representación no es considerada ni pretende ser considerada una copia fiel de la realidad extra-mental. La construcción del conocimiento del mundo lleva consigo el andamiaje estructurante de nuestras propias categorías. De este modo, sujeto y objeto se co-configuran de manera simbiótica. Al respecto, afirma Ortiz (2012) que “el observador y lo que observa está determinado por su propio funcionamiento y por la perspectiva desde la cual mira el fenómeno” (p. 112).
Tenemos un arriba y un abajo, concebimos el mundo según la orientación vertical de nuestra corporeidad. Nuestro mismo tamaño constituye el umbral de posibilidad de acceso a un determinado mundo, al mismo tiempo que oculta otros mundos posibles.
Del mismo modo, nuestra percepción de la temporalidad de los objetos trae consigo la constitución temporal de la subjetividad. Si nuestra vida durara un segundo y, la de la humanidad toda, unas pocas horas, el alcance del conocimiento de lo que llamamos mundo estaría limitado por este horizonte temporal. Espacio y tiempo son condiciones de nuestra subjetividad y no propiedades intrínsecas de los objetos, afirma Kant. De allí, la necesidad de distinguir entre el fenómeno (la construcción intra-mental) del noúmeno (la cosa en sí misma).
Esta sintética recopilación permite entender la mutación que experimentó la filosofía desde sus orígenes hasta la modernidad, y comprender las razones por las que cobró tanta fuerza la disyuntiva entre realismo y anti-realismo. Dicha disyuntiva tiene vigencia hasta nuestros días y se aplica en los más diversos campos del saber. En lo que respecta al dominio pedagógico, no son pocos los que identifican al pensamiento de Piaget con el anti-realismo, ya que concibe nuestra aprehensión del mundo más como el resultado de una construcción que de una reproducción icónica. El constructivismo pedagógico es concebido por algunos autores como la única alternativa razonable frente a un realismo ingenuo, que identifica sin más las premisas del aristotelismo clásico con el modelo representacionalista moderno:
Mientras la concepción tradicional del conocimiento y las tradicionales teorías cognitivas, consideran que existe una correspondencia casi icónica entre el conocimiento y la realidad responsable de los datos que percibimos, el constructivismo cognoscitivo parte de un principio diferente. El conocimiento no es la computación de una realidad, sino más bien la computación de las descripciones de una realidad (Alcalá, 2016, p. 21).
De este modo, la disyuntiva realismo-antirrealismo se traduce, en el campo pedagógico, en la dicotomía representacionalismo-constructivismo. El representacionalismo es denominado por algunos autores como “teoría correspondentista de la verdad”, categoría bajo la cual quedan identificadas las posiciones de Aristóteles, Tomás de Aquino, Locke o Hume (Islas Mondragón, 2022, p. 71), aun a pesar de sus grandes diferencias. Esta identificación del realismo con la teoría representacionalista configura una suerte de postulado irrefutable que conduce a un anti-realismo inducido. Cualquiera que encuentre razonabilidad en las intuiciones de Piaget, se sentirá obligado a afiliarse al inmanentismo filosófico ante la necesidad de reconocer el dinamismo evolutivo y configurador de nuestras estructuras cognitivas. Presa de esta misma dialéctica falaz, algunos defensores del realismo (fundamentalmente, de inspiración tomista) se apresuran a denostar al constructivismo, incluso a pesar de reconocérsele aportes o intuiciones valiosas (Barrio Maestre, 2000).
En los párrafos que siguen se intentará demostrar que esta visión dicotómica (realismo vs. constructivismo pedagógico) constituye una falsa alternativa arraigada en dos equívocos diferentes y complementarios. Por un lado, el de confundir el nivel epistémico de la pedagogía con el de la metafísica. Por otro lado, el de sostener y perpetuar la imagen ingenua del realismo representacionalista que viene heredada del empirismo moderno. El siguiente apartado se detendrá en el análisis del primero de los equívocos.
Los niveles de abstracción y su aplicación al caso del constructivismo pedagógico
Para poder comprender este equívoco resulta necesario recuperar algunas nociones básicas de lógica aristotélica relativas a los grados de abstracción, que el filósofo peripatético ensaya en su Metafísica al ilustrar los distintos niveles que componen el saber especulativo. Según Aristóteles (1985, p. 1076 (1026a20-1026a36)), la abstracción física prescinde de los rasgos particulares de un determinado sujeto singular para reparar en los aspectos comunes de su especie. Así, por ejemplo, la biología estudia las ranas sin interesarse por esta o aquella rana en particular. La abstracción matemática, por su parte, prescinde de los atributos de la especie para centrar su análisis en la dimensión cuantitativa en que comulgan diversidad de especies. No importa en este caso si se trata de ranas o de caballos sino las cantidades y magnitudes asociadas. Finalmente, la abstracción metafísica (considerada por algunos escolásticos como separatio) prescinde incluso de la dimensión cuantitativa al concentrar su atención en la calidad de “ente” de los objetos. En tanto la gnoseología estudia al “ente de razón”, la tradición aristotélica la considera una parte de la metafísica. La tradición filosófica posterior ubica a la epistemología dentro de la gnoseología, vale decir, lindante con la metafísica.
Los tres grados de abstracción configuran tres grandes niveles epistémicos en la tradición peripatética. El avance contemporáneo de la especialización y multiplicación de las ciencias particulares convirtió esta distinción en un principio algo vago, general y poco funcional. Resultó necesario distinguir nuevos criterios de clasificación dentro de cada uno de estos grandes niveles para dar cuenta de la diversidad de disciplinas y subdisciplinas existentes, así como de sus objetos y métodos específicos. Pero la distinción de grados, si bien excesivamente general, sigue siendo útil para salvaguardar la especificidad inherente a cada uno de los niveles epistémicos.
En particular, el estudio sobre el conocimiento humano admite un abordaje desde el primer nivel de abstracción, tanto como desde el tercero. En el primer nivel operan las ciencias particulares que estudian aspectos parciales y fenomenológicos del proceso cognitivo (neurología, psicología, pedagogía, etc.). En este nivel, y conforme el objeto de estudio y método de cada disciplina, se indaga respecto del modo en que el sujeto humano aprende, sobre los órganos biológicos que actúan en el concurso del conocimiento, acerca de la incidencia de las emociones en el conocimiento, sobre el lugar que ocupan las estructuras cognitivas en el proceso cognitivo, su evolución y su relación con el ambiente, entre otras muchas cuestiones. En el nivel metafísico, en cambio, se reflexiona sobre la naturaleza del conocimiento considerado en sí mismo y en su relación con el mundo y el lenguaje.
Por supuesto, existe una vinculación directa y natural entre los distintos niveles; estos se reclaman mutuamente. No obstante, según advierte Ballantyne (2019), es preciso estar prevenidos del riesgo de intrusión epistémica (epistemic tresspasing). Esta ocurre cuando los “expertos saltan una frontera visible evidente hacia un dominio para el cual no cuentan con evidencia relevante o con las capacidades para interpretar esa evidencia adecuadamente. Pero, igualmente, siguen hablando” (Ballantyne, 2019, p. 369). El problema se presenta particularmente con lo que el autor denomina preguntas híbridas (hybridized questions) que afloran precisamente en aquellas preguntas de frontera cuya respuesta exige interdisciplinariedad.
En el caso de la discusión sobre el conocimiento humano, Gilson rastrea los primeros síntomas de la intrusión epistémica en tiempos medievales. Su análisis se remonta a Abelardo, monje medieval estudioso del conocimiento humano y de la lógica:
El tema era esencialmente filosófico, porque es uno de los problemas fundamentales con que tropieza la mente humana en cuanto intenta comprender más allá de todas las ciencias particulares las condiciones que hacen posible el conocimiento mismo. Pero, desgraciadamente, cuando el científico se eleva a un problema como este, lo ordinario es que no llegue a darse cuenta de que pertenece a un orden de cuestiones no científicas. Lo mejor que puede suceder es que quiera descartarlo como una cuestión fútil, no susceptible de respuesta positiva. Sin embargo, en algún caso se ha intentado con más o menos éxito tratarlo por vía científica, como si fuera un problema científico. Después de todo, nada más natural. Como los problemas de este tipo surgen en la frontera de alguna ciencia particular, no resulta fácil distinguirlos de la ciencia que es, de hecho, su suelo nativo. Y el científico, al no darse plena cuenta de que lo que él ve son meros reflejos de problemas que se hallan más acá y más allá de su ciencia puede plantear, piensa, naturalmente, que está simplemente llevando el estudio de su ciencia particular hasta sus últimas implicancias (Gilson, 1973, p. 16).
El problema de Abelardo es también -de algún modo- el problema del constructivismo pedagógico. Al indagar respecto del modo en que se conoce, es natural que el pedagogo intente configurar una respuesta filosófica relativa a la pregunta por el conocimiento mismo y la posibilidad de acceder a la verdad. Esta inclinación representa una intrusión epistémica. Ahora bien, la indagación filosófica no debe ser considerada un riesgo indeseable, mucho menos en un contexto como el actual que valora especialmente la discusión y el aprendizaje inter y transdisciplinario. La mencionada intrusión no debe combatirse con la reclusión hacia preguntas no híbridas intra-disciplinares, sino con lo que Ballantyne denomina “defensas contra la intrusión epistémica” (2019, p. 376).
En otras palabras, no se trata de que los pedagogos eviten formularse preguntas metafísicas, sino de que tengan advertencia del salto epistémico que conlleva esta indagación y de que cuenten con evidencias y capacidades propias de este dominio del saber en caso de intentar responderlas. El problema surge cuando se formulan respuestas a preguntas de nivel metafísico (grado epistémico 3) apelando al conocimiento de la ciencia particular (nivel epistémico 1), o a la inversa. Planteada la necesidad de distinguir y respetar los niveles epistémicos, es necesario preguntarse si Piaget cayó en una intrusión epistémica al intentar responder a la pregunta filosófica “¿qué es el conocimiento humano?” apelando a descubrimientos propios de la disciplina pedagógica.
¿Cae Piaget en una intrusión epistémica?
La pregunta respecto de si Piaget cae en la intrusión epistémica resulta, a la vez, sencilla y compleja de resolver. En primer lugar, resulta sencilla porque Piaget tuvo formación filosófica, adquirió habilidades filosóficas, discutió con filósofos de su tiempo, y expresó formulaciones o consideraciones de carácter filosófico. En uno de sus últimos libros, Sabiduría e ilusiones de la filosofía, publicado en 1965, presenta una reproducción autobiográfica en la que sintetiza su curioso derrotero y su valoración del saber filosófico.
No es esta la ocasión para profundizar en torno de su desilusión con la filosofía y de los motivos de este desencanto. Lo que resulta evidente a partir de la lectura de sus memorias es que sus planteamientos de nivel metafísico no se realizan de manera inadvertida, sino con plena conciencia. De hecho, Piaget hace explícita su adhesión al kantismo en diversos párrafos de sus Seis Estudios de Psicología (Piaget, 1954, pp. 69-70). Su filiación no es, sin embargo, devoción:
Puede uno sentirse muy cerca del espíritu del kantismo (y creo estarlo tanto como muchos partidarios del método dialéctico) y considerar el a priori como disociable de las nociones de anterioridad cronológica o de nivel (…) La construcción propia del sujeto epistémico, tan rica desde la perspectiva kantiana, es aún demasiado pobre, ya que está enteramente dada desde el principio, mientras que un constructivismo dialéctico -tal como la historia de las ciencias y los hechos experimentales, reunidos por los estudios sobre el desarrollo mental, parece mostrar en su realidad viva- permite atribuir al sujeto epistémico una constructividad mucho más fecunda, aunque desembocando en los mismos caracteres de necesidad racional y de estructuración de la experiencia que aquellos cuya garantía pedía Kant a su noción del a priori (p. 71).
Piaget se inclina, por tanto, por un constructivismo que se funda en un kantismo dinámico, dialéctico, genético; uno que acepta el rol estructurador de las condiciones del sujeto al tiempo que otorga un dinamismo a las estructuras mismas con las que se construye esta experiencia. Rolando García lo expresa de esta manera:
El sujeto de conocimiento estructura la ‘realidad’, es decir, sus objetos de conocimiento, a medida que estructura, primero, sus propias acciones, y luego sus propias conceptualizaciones. O, dicho más específicamente: el sujeto construye sus instrumentos de organización (estructuración) de lo que llamamos “el mundo de la experiencia”, puesto que -y este es el nudo del problema- solo a través de esas organizaciones (estructuraciones) puede asimilarlo (2000, p. 59).
Reconocida la explícita filiación kantiana de Piaget y, al mismo tiempo, su intento de superación, ¿por qué motivo hemos dicho que resulta complejo dirimir si cae en una invasión epistémica? Tal vez el aspecto más novedoso y, al mismo tiempo, cuestionable de su contribución reside en el hecho de haber negado la valoración misma de la epistemología o teoría del conocimiento de carácter filosófico, y su pretensión de reemplazo de esta rama de la gnoseología por un saber no filosófico. Piaget proclama, así, la necesidad de configurar una Epistemología Genética, una “investigación esencialmente interdisciplinaria, que se propone estudiar el significado de los conocimientos, de las estructuras operatorias o de nociones, recurriendo por una parte a su historia y a su funcionamiento actual en una ciencia de terminada” (Piaget, 1970, p. 90).
En efecto, Piaget propone reemplazar las consideraciones filosóficas relativas a la naturaleza de aquello que llamamos conocimiento o conocimiento científico (nivel de abstracción 3) por un nuevo tipo de saber interdisciplinario, que se valga de su propio método del conjunto de las ciencias experimentales (nivel de abstracción 1) para afirmar los alcances y límites de la ciencia.
La propuesta de Piaget no cae, por tanto, en una intrusión epistémica en el sentido propuesto por Ballantyne. Anula, antes bien, la noción misma de intrusión al rechazar la distinción de grados epistémicos y su autonomía relativa. En este sentido, propone invalidar el aporte de la filosofía misma (y la epistemología filosófica) por considerarla “útil para sostener una posición razonada respecto de la totalidad de lo real” (Piaget, 1970, p. 52), pero no para proveer fundamentos sólidos para el desarrollo de la ciencia. La filosofía sigue teniendo su razón de ser, pero carece de valor para alcanzar certezas científicas:
Entonces sería posible distinguir sin herir las convicciones de nadie, al lado de un conocimiento estricto, lo que podríamos llamar una “sabiduría” (sophia) es decir, un conjunto de conocimientos plausibles agrupados en función de una coordinación general de los valores (Piaget, 1970, p. 79).
En suma, mediante su rechazo de la validez del aporte de la filosofía para el conocimiento científico, Piaget cuestiona el rol de subalternación que las ciencias particulares tienen respecto de ella, tanto en el nivel de los fundamentos, cuanto en el de los procedimientos epistémicos o lógicos válidos para el desarrollo del conocimiento científico.
Esta invalidación del carácter fundante de la filosofía no es inocua ni necesariamente novedosa. De algún modo, al declarar su preferencia por el conocimiento estricto de base experimental, Piaget se ubica en una tradición cercana al positivismo filosófico. Cae, así, en una cierta contradicción performativa al declarar -mediante argumentos filosóficos no fundados en demostración empírica- la invalidez de la filosofía y la constitución de una nueva disciplina: la Epistemología Genética. En su opinión, ella parece ofrecer mayores garantías de solidez y rigor que el que provee la historia de la filosofía misma. La defensa de la Epistemología Genética descansa, pues, en una petición de principio basada en experiencias subjetivas negativas sobre la filosofía, antes que en una demostración cabal resuelta con los métodos defendidos por sus propios principios1.
Al mismo tiempo, con su defensa férrea de la certeza de la ciencia empírica, Piaget no desea regresar a posiciones pre-modernas que conciben la posibilidad de aprehensión incontaminada del mundo. Al igual que en el caso de Descartes, Piaget considera que no puede fundarse el conocimiento humano a partir de intuiciones surgidas de la sensibilidad. Estas no son confiables y merecen ser sometidas a prueba:
La creencia según la cual la intuición es a la vez “contacto con el objeto” y “Verdadero”, exige, pues, una doble prueba de hecho y de justificación normativa; ahora bien, en cuanto se buscan esas pruebas, la intuición se disuelve en experiencia y en deducción (Piaget, 1970, p. 131).
Piaget se afilia con la tradición moderna fundacionalista al proponer sostener toda la arquitectura de la ciencia en fundamentos y métodos que aseguren confiabilidad empírica. Al igual que Descartes, aspira a que nada quede excluido de la necesidad de demostración cabal, ni siquiera la intuición primaria del mundo.
En suma, el Piaget filósofo admite su adhesión a una versión reformulada del constructivismo kantiano y declara la validez relativa (relativamente insignificante) de la filosofía para orientar el desarrollo científico y delimitar sus alcances. Sus conclusiones filosóficas revelan ser filosóficamente cuestionables, lo que le valió severas críticas de sus congéneres (Merleau-Ponty y Husserl, en particular), algo que contribuyó a profundizar su descrédito por la filosofía. Como suele suceder, “la filosofía entierra siempre a sus enterradores” (Gilson, 1973, p. 346). La epistemología genética de Piaget no logró trascender fuertemente como alternativa filosófica, más allá de haber configurado un círculo de seguidores de la Epistemología Genética bastante extendido.
Por otra parte, el Piaget pedagogo realizó una de las más notables contribuciones a la historia de la pedagogía al resaltar varios principios y leyes vinculados con el rol de las estructuras cognitivas en la constitución del conocimiento humano. Sus aportes han demostrado tener validez -con las debidas correcciones y necesarias reformulaciones- no solo en el dominio de la pedagogía, sino de toda la psicología contemporánea. Basta ilustrar esta afirmación recordando la herencia piagetiana de numerosos psicólogos contemporáneos (Meyer, 2000, p. 514). La obra de Piaget iluminó, por ejemplo, los descubrimientos de Aaron Beck, fundador de la terapia cognitiva. Esta influencia se percibe claramente en la descripción del rol que este atribuye a los esquemas cognitivos para la configuración de pensamientos automáticos actuantes en los cuadros depresivos (Alford y Beck, 1997).
Si el valor de Piaget ha de hallarse principalmente en sus contribuciones científicas y no tanto -o no necesariamente- en su contribución filosófica, cabe someter a discusión la asociación casi natural que él mismo (y otros muchos con él) establece entre sus aportes científicos y el fundamento filosófico kantiano con el que naturalmente se lo emparenta. En otras palabras, reconocer el aporte del constructivismo en el nivel pedagógico o psicológico no implica un deber de filiación natural ni necesaria a una filosofía de inspiración kantiana.
En consecuencia, tiene sentido discutir si es posible admitir algún género de realismo que otorgue participación a los elementos dinámicos y estructurantes de la experiencia del mundo sin que eso signifique necesariamente un abandono del realismo filosófico. Una respuesta positiva a este interrogante permite resignificar el sentido del término “realismo” para liberarlo del lastre representacionalista que alimenta la falsa dicotomía señalada. Conocer los términos generales del debate que desarrollaron Charles Taylor y Richard Rorty puede resultar útil a efectos de ampliar la noción de realismo y verificar la posibilidad de su compatibilidad con el constructivismo pedagógico.
Realismo deflacionario o realismo robusto
Entre Charles Taylor y Richard Rorty existió una curiosa relación, que el primero define como de “amigo, adversario y sparring” en el prólogo a su última gran obra, Retrieving Realism, co-escrita con Richard Dreyfus (2016, p. 9). Fueron numerosos los intercambios orales y escritos que ambos mantuvieron durante años, y en los que quedaron reflejados sus puntos de acuerdo y sus disidencias. Desafortunadamente, la riqueza de esta interacción quedó prematuramente interrumpida con el fallecimiento de Rorty.
El mayor consenso se registra en el mutuo rechazo de la epistemología mediacional moderna que conduce a aceptar la existencia de representaciones intra-mentales cuya correspondencia con el mundo debe ser demostrada. Sin embargo, lo curioso es que ambos autores se acusan mutuamente de seguir cautivos de esa epistemología, pese a este rechazo. En palabras de Rorty, “tanto Taylor como yo nos enorgullecemos de haber escapado de la tienda del circo colapsado que es la epistemología -esas hectáreas de tela alrededor de los cuales muchos de nuestros colegas siguen mendigando sin sentido. Pero cada uno de nosotros considera que el otro sigue aún, por decirlo de alguna manera, tropezando en el lugar, entre las enredadas cuerdas, sin haberse escapado definitivamente” (Rorty, 1995, p. 29). Ahora en términos de Taylor:
Es aquí donde la postura de Rorty, que llamaremos «“realismo deflacionario»” y que sostiene que todos los objetos, también los de la ciencia natural, solo resultan inteligibles en el trasfondo de nuestro afrontamiento incrustado, por lo que la perspectiva “desde ningún lugar” es literalmente incomprensible. Se diferencia de nuestra propuesta, que calificaremos de “realismo robusto”, y que afirma que para comprender el estatuto de los objetos de la ciencia natural es necesario defender la existencia de una realidad independiente. Para el realismo robusto, el deflacionario, es un antirrealismo apegado todavía a esa imagen interno-externo (Dreyfus y Taylor, 2016, p. 115).
A diferencia de lo propuesto por Rorty, Taylor cree sinceramente que el lenguaje humano permite el contacto del hombre con el mundo. De la fenomenología de Merleau-Ponty aprendió Taylor que todo acto perceptivo coloca a la persona en presencia de cosas que tienen un sentido. Este es, de algún modo, previo a toda articulación posterior que podemos hacer respecto de ellas (Taylor, 1958, p. 128). Pero, al mismo tiempo, tampoco es asequible por el hombre con total independencia de las configuraciones lingüísticas.
Nuestra aprehensión de las cosas no es algo que esté dentro nuestro, como contrapuesto al mundo; yace en el modo en que estamos en contacto con el mundo, en nuestro ser-en-el-mundo (Heidegger) o ser-para-el-mundo (Merleau-Ponty). Por eso es que una duda global acerca de la existencia del mundo (¿el mundo existe?), que puede resultar bastante razonable en el modelo representacional, se muestra como incoherente una vez que hemos hecho el giro anti-fundacionalista (Taylor, 2003b, p. 167).
De ahí que Taylor defina su posición como un “realismo no problemático” -Unproblematic Realism- (Taylor, 2003b, p. 115)2. Rorty no se muestra conforme con esta idea. Denomina la posición de Taylor como un “realismo sin concesiones”, y la considera trivial, de sentido común y carente de interés (Rorty, 2000, p. 127).
Toda la defensa de la verdad tayloriana descansa sobre este postulado no problemático que nos alienta a aceptar que la realidad del mundo nos es accesible inmediatamente a través del trato diario. Se trata de un postulado que no admite demostración racional, puesto que constituye una condición de posibilidad de nuestro conocimiento mismo, vale decir, una condición trascendental (Bellomo, 2010, p. 162). Pero esto mismo es lo que no aprueba Rorty, quien interpreta esta posición como un realismo ingenuo, una versión poco interesante de realismo (Rorty, 1995, p. 29), lo que despierta el rechazo de Taylor, quien denuncia su hábito de usar un lenguaje irónico e inflado para caracterizar la posición de sus oponentes realistas (Taylor, 2003b, p. 177).
Pese a estos intrincados debates, ambos autores parecen confluir hacia una tesis permite echar luz sobre un aspecto muy propio de las posiciones constructivistas: en todo proceso de conocimiento, existe una tensión entre el descubrimiento del mundo y su asimilación a estructuras cognitivas internas. En el marco de esta tensión, la búsqueda del equilibrio reclama una cierta prioridad del aspecto receptivo sobre el activo. El propio Rorty, en su elogiosa reseña del libro Sources of the Self, rescata este rasgo como uno de los elementos definitorios de la filosofía tayloriana (Rorty, 1994, p. 200). Taylor formula este principio con toda claridad en su análisis de la obra de McDowell, Mind and World:
El razonamiento crítico es una actividad, algo que nosotros hacemos, en el ámbito de la espontaneidad y la libertad. Pero, en lo que respecta al conocimiento del mundo, se supone que ella debe ser receptiva del modo en que las cosas son. La espontaneidad debe combinarse con la receptividad (Taylor, 2002, p. 108).
La espontaneidad de la que habla Taylor refiere a la dinámica creativa por la que proyectamos sobre la realidad aspectos que no son de ella. La dinámica receptiva, en cambio, es aquella en la que aflora la realidad misma desafiando nuestras proyecciones. La realidad nos sale al encuentro al mismo tiempo que intentamos forzarla para que se ajuste a nuestros criterios. “La expresión reúne a ambos, al encontrar y al hacer” -afirma Taylor en otra oportunidad-. “En la variante original, hay un equilibrio entre los dos, pero el segundo está básicamente al servicio del primero” (1997, p. 164; cf. también 2003a, pp. 44-45). El hacer está al servicio del encontrar; el proyectar ha de ser funcional al recibir y dejarse iluminar.
En su última gran obra, Dreyfus y Taylor retoman esta intuición:
Solo si se dice algo más de lo que ya se ha dicho en la historia de la filosofía seremos capaces de ver lo que los filósofos próximos al sentido común, como Aristóteles, han advertido siempre, esto es, que estamos en contacto con el cosmos, pero no en virtud de una capacidad contemplativa separada y desencarnada, sino justamente en virtud de nuestro cuerpo material y activo, un cuerpo que está vinculado y que se orienta de la manera adecuada para afrontar las cosas. Tal vez un defensor radical del realismo deflacionario no dudaría en rebatirnos y replicase que es cierto; debemos ser realistas en relación con el mundo cotidiano y con el universo, pero decir metafísicamente que nuestras creencias se corresponden con lo que las cosas son en sí mismas es por ello también inútil (2016, p. 11).
Como puede notarse, Taylor no duda de la existencia de una realidad independiente, y de la presencia real de dicho mundo en nuestra cognición. Su realismo aspira a ser robusto y pluralista. Él mismo se encarga de describir la naturaleza de este particular tipo de realismo:
Según esta visión: 1) Existen diversas maneras de acceder a la realidad (por ello, es pluralista) que, sin embargo, 2) revelan verdades que son independientes de nosotros, es decir, verdades que nos exigen revisar nuestro pensamiento y ajustarlo a ellas (y por ello es realismo robusto). Y, por último, 3) todos intento de reconducir las diferentes formas de interrogarse por la realidad a solo una forma de investigación que ofrezca una teoría unificada están condenados al fracaso (y por tanto se asegura así la pluralidad) (Dreyfus y Taylor, 2016, p. 131).
Existe un cierto vacío conceptual cuando se trata de justificar esta apreciación. De algún modo, esta es la inquietud que formula Rorty al calificar la posición de Taylor como un realismo ingenuo. Siguiendo la lógica misma de los planteamientos trascendentales, la existencia del ser real extra-mental “parece quedar reducida a una condición epistémica de la experiencia, sin que quede explicado de qué manera el ser real extra-mental se hace presente inmediatamente en la experiencia” (Bellomo, 2010, p. 177). En este aspecto, el realismo de fuente aristotélica resulta más persuasivo, aunque desconoce la incidencia de las condiciones de la subjetividad.
¿Es posible establecer un diálogo entre el realismo robusto de Taylor y la tradición realista aristotélica? La posibilidad es cierta, aunque no exenta de complejidad. Para hacerlo, es necesario recuperar algunos aspectos de la teoría de las formas aristotélica, sin que esto signifique un retorno a tradiciones clásicas que no tienen en cuenta el aspecto configurador de nuestras estructuras cognitivas. En otros términos, es necesario revalorizar el rol de la mediación en el conocimiento. “Tal mediación es una representación, en el sentido de una apertura cognoscitiva que haga presente la realidad conocida de tal manera que la convierta, de algún modo, en luminosa y asequible al saber humano” (Llano, 2009, pp. 21- 22). En términos de Millán Puelles:
Toda proposición verdadera es efectivamente una representación, por cuanto tiene la índole de una auténtica mediación entre un sujeto que conoce y un objeto conocido: una mediación por virtud de la cual este está dándose intelectivamente a aquél. En su más dilatada acepción filosófica, representar es hacerle presente algo, ya real, ya irreal, a un sujeto capaz de conocer, y de esta suerte todo conocer es un representar y todo conocimiento una representación (Millán Puelles, 1999, p. 209).
El realismo aristotélico, al igual que la teoría representacional moderna, concibe la necesidad de mediaciones cognitivas o de representaciones internas para el conocimiento del mundo. A diferencia de la epistemología representacional moderna, estas no son concebidas como copias intra-mentales de la realidad externa. La “representación” del aristotelismo no es la de una realidad inconexa y absolutamente independiente de la realidad representada. Existe una identificación intencional entre representación y objeto representado:
Hemos de reiterar que la índole representativa que se adscribe al concepto en la teoría del conocimiento clásica no coincide con el sentido moderno de representatio o Vorstellung. En el entorno de la metafísica realista el concepto no sustituye a la forma real, sino que -por el contrario- remite a ella, justo porque con ella se identifica intencionalmente. El ‘estar por’ o ‘suponer’ no equivale aquí a superponer’ a la realidad efectiva una segunda instancia, poseedora de una realidad objetiva que dispensara de la investigación de cosas y casos reales (Llano, 1999, p. 134).
Una comprensión cabal de esta teoría exige trazar la distinción entre representaciones constituyentes y representaciones constituidas, aspecto que excede las pretensiones del presente trabajo, pero que echa luz sobre la complejidad y profundidad del problema. La tesis última de estas reflexiones es que no por aceptar el rol de mediaciones y representaciones en el conocimiento humano del mundo nos convertimos en víctimas de la epistomología mediacional moderna. La mediación cognitiva surge a partir de la acción eficiente de las propiedades del mundo sobre nuestra subjetividad, un mundo conocido al modo humano. Es en y a través de la mediación que se hace presente la inteligibilidad de lo real.
La pedagogía de Piaget podría perfectamente haberse encuadrado dentro de una posición filosófica semejante. Al aceptarse un momento de la adaptación cognitiva consistente en la acomodación de nuestros esquemas al mundo, se está reconociendo esta dimensión “reveladora” del mundo que obliga a revisar nuestros presupuestos y esquemas preexistentes.
Esta dimensión reveladora coexiste en tensión con nuestra propensión “proyectiva” desde la que primero intentamos asimilar el mundo a nuestras estructuras de conocimiento. Pero si la realidad se resiste a dejarse apresar por nuestros esquemas, es porque existe en sí y opera de algún modo, ejerciendo causalidad eficiente sobre nuestras potencias cognitivas. En suma, esto implica la aceptación no sólo solo de la existencia independiente de un mundo en sí -ontológica y epistemológicamente disponible para ser conocido- sino también de la real posibilidad de su conocimiento.
Conclusión: sobre la posibilidad de un constructivismo pedagógico realista
Sentadas estas premisas, la posibilidad de un constructivismo pedagógico realista no solo no resulta contraria a la enseñanza del constructivismo pedagógico mismo, sino que viene promovida hasta cierto punto por sus mismos descubrimientos.
Por un lado, dentro del paradigma constructivista de Piaget, el momento de la acomodación constituye la instancia en que nuestras estructuras cognitivas se ven obligadas a reorganizarse por fuerza de las demandas de la realidad externa. Esto sucede cuando el momento previo de la asimilación de la realidad a nuestras estructuras cognitivas no resolvió el desajuste cognitivo, lo cual deja al sujeto en situación de desequilibrio.
Bajo estos supuestos, el constructivismo no solo reconoce la existencia de una realidad concebida al modo trascendental kantiano, como fuente primaria de intuiciones de la sensibilidad, sino también de una realidad dotada de sentido intrínseco que convoca nuestra atención y nos persuade de la necesidad de realizar modificaciones a nuestros juicios y esquemas. Es una realidad operante cuyos principios actuales configuran nuestro conocimiento a partir de una inteligibilidad develada en el contexto de la acción.
Para que esta dimensión reveladora del mundo pueda ser explicada desde el realismo filosófico, es preciso reconocer la necesidad y existencia de mediaciones en el conocimiento. Pero, las mediaciones o representaciones, en este caso, no deben ser imaginadas como un tertium quid que organiza y en cierta medida oculta o impide el contacto con la realidad del mundo. No deben ser consideradas un “algo sustitutivo de la realidad de las cosas, aquello único a lo que el sujeto cognoscente puede acceder, quedando así bloqueado en su propia entidad aislada, incapaz, por completo, de abrirse cognoscitivamente a las demás realidades” (Millán Puelles, 1999, p. 293). Esta última acepción conduce a la imagen mediacional o representacionista que nos condena al inmanentismo kantiano, a la distinción entre fenómeno y noúmeno, concepción que apresuradamente ha sido adoptada y reformulada por el constructivismo como doctrina de base.
La mediación o representación que ha de ser reconocida en el constructivismo realista es aquella concebida como el resultado de un influjo activo de la inteligibilidad del mundo en nuestras potencias cognitivas. La mediación es un medio habilitador, un elemento in quo (en el cual) se hace presente la realidad. La representación no es otra cosa que la realidad en tanto presente inmaterialmente en nuestra subjetividad.
Por supuesto, no se trata de retornar posiciones realistas pre-modernas que no conciben absolutamente el aspecto configurador y estructurante del conocimiento. El conocimiento humano entraña, efectivamente, una tensión entre descubrimiento y proyección que se descubre ya en la misma configuración de nuestra sensibilidad e inteligencia. En primera instancia, el realismo tiene lugar cuando la inteligibilidad de las cosas se nos hace presente y accesible en el marco de nuestra constitución orgánica y psicológica. El mundo al que accedemos constituye apenas una parte de una realidad que es más vasta e inconmensurablemente más rica que la que sale a nuestro encuentro en el contexto de nuestras condiciones de subjetividad. Pero es realidad al fin.
Algunas de nuestras mediaciones, una vez configuradas en contacto con la inteligibilidad de lo real, se convierten en estructuras de organización del conocimiento ulterior. Su acción configuradora se convierte en proyectiva, y es desafiada toda vez que -en términos de Piaget- no logramos asimilar la realidad del mundo a nuestros esquemas cognitivos. Entonces, se produce un nuevo momentum fuertemente realista: la inteligibilidad de lo real que nos sale al encuentro, obliga a una modificación de estas mismas estructuras. En un círculo virtuoso que revitaliza y enriquece nuestra aprehensión del mundo, en diálogo con nuestros semejantes.
Si esta conciliación resulta posible, ¿por qué motivo Piaget no adhirió a un posicionamiento filosófico realista si sus descubrimientos científicos abonaban esta posibilidad? Es difícil saberlo con certeza. Es probable que la fuerte incidencia del kantismo en su tiempo jugara un rol muy persuasivo en su caso, tal como sucedió con otros muchos pensadores de su tiempo. Como se ha intentado demostrar, también parece haber obrado en él una inercia muy propia de ciertos autores de ciencia, que solo se inclinan por aceptar aquello que les ha sido probado según los cánones que impone su propia disciplina. Aceptar acríticamente el dato de la intuición de lo real, en un realismo no- problemático ni problematizado parece algo ajeno a las categorías mentales apegadas al fundacionalismo moderno en general, al que Piaget parece haberse alineado filialmente.
La inclinación por el realismo o el inmanentismo constituye una opción filosófica antes que el resultado en una demostración cabal. En otros términos, quien opta por el idealismo, lo hace no a partir de una evidencia, sino del rechazo de lo que para el realismo constituye una evidencia que no puede ni debe ser demostrada, algo que para el inmanentismo puede ser considerado un fundacionalismo igualmente cuestionable.
La imposibilidad de una demostración cabal no convierte necesariamente al realismo en ingenuo, en el sentido de carente de fundamento racional. Según Gilson, es posible justificar la validez del realismo metódico a partir del análisis de los yerros y callejones sin salida a los que conduce el inmanentismo al pretender demostrar la realidad del esse a partir del percibi (Gilson, 1963, pp. 84-85). Se trata de una demostración por la negativa, antes que una justificación por vía propositiva. Esta justificación puede no satisfacer a quienes aspiran a fundar el realismo sobre demostraciones argumentativas irrefutables.
Otro camino posible para fundamentar racionalmente el realismo filosófico es el elegido por algunos funcionalismos: estos son los que reconocen la propiedad de nuestro conocimiento de converger en explicaciones que “funcionan” en nuestro trato diario con él, que nos permiten operar sobre él y proyectar, incluso, comportamientos futuros de la realidad. Las tesis funcionalistas, por carecer de hondura reflexiva suficiente, chocan con el mismo problema de base cuando indagan sobre su justificación última. Para algunos, el funcionalismo constituye una confirmación de las hipótesis realistas robustas (Taylor, 2016, p. 124), para otros, una reivindicación del escepticismo metafísico consecuente con posiciones anti-fundacionalistas (Alcalá, 2016, p. 94).
Es probable, por tanto, que las conclusiones de este trabajo satisfagan plenamente a quienes ya están inclinados en favor del realismo filosófico. Encontrarán ellos argumentos filosóficos más o menos valiosos para concebir y justificar la posibilidad de un constructivismo pedagógico realista. Para quienes se afilian a una tradición inmanentista, que no concibe la posibilidad de acceder al ser de las cosas, seguramente estos argumentos no resulten concluyentes. En cualquier caso, el solo hecho de plantear la alternativa y mantener vigente la disyuntiva misma constituye un gran aporte en la cultura de la pos-verdad.