Forma sugerida de citar:
Cepeda-Sánchez, Jonathan (2022). Devenir sujeto en la configuración de prácticas pedagógicas incluyentes. Sophia, colección de Filosofía de la Educación, 34, pp. 207-236.
No podemos decirles a los chicos que tienen que ir a la escuela porque así se ganarán la vida. Decirle a un ser humano que tiene que estudiar porque está trabajando para tener trabajo es contradictorio con darle un sentido a la vida. Porque lo que le estamos diciendo es que su vida solo vale para ser conservada en sí misma, y no para producir algo diferente.(Bleichmar, 2008, p. 132).
Introducción
Hablar de la calidad en la educación implica desentrañar el conjunto de pasiones, esfuerzos e idealismos que suscriben al acto educativo como un derecho humano fundamental, su cabal presencia en los caudales de formación ha sido tal que, el deseo de mejora en prácticas, culturas y políticas educativas debe convertirse en un proceso ineludible y por tanto inacabado. A través de un recorrido epistemológico se observa que la escuela desempeña un papel crucial en la vida del ser humano, su función educativo/social representa una oportunidad clara para construir sociedades más justas e inclusivas.
El movimiento de transición que se aspira tener hacia comunidades inclusivas supone un cambio profundo en las estructuras base y actuaciones que configuran el hecho escolar. Ante la mirada de un mundo cambiante que interpela el modo de ser y pensar del estudiantado con ramificaciones en lo tecnológico y social, es que se concibe necesaria la apuesta por caminos y modelos divergentes.
El discurso de la educación inclusiva no puede deslindarse del ejercicio de las prácticas y preceptos de la formación docente; desde la superficie de la autorreflexión/autoconocimiento resulta imprescindible analizar qué factores pueden obstaculizar o favorecer su libre tránsito en las instituciones del saber, tanto el cambio de terminologías como el desarrollo de reformas educativas implica un cambio de paradigma que obliga a pensar qué dirección se quiere edificar a futuro (Booth & Ainscow, 2015). Lo que aquí entra en juego es la valoración de la praxis docente; aquella que puede sucumbir ante escenarios incluyentes donde se enarbole el compromiso y respeto, o en su caso, hacia colorarios excluyentes donde se niegue la autenticidad y escucha misma de la esencia histórica.
Por tanto, la finalidad que persigue este estudio es analizar la retórica del cambio de paradigma inclusivo en consonancia con el derecho a la educación. A la luz del andamiaje filosófico que da soporte a los momentos históricos donde es posible rastrear el discurso de una educación equitativa y de calidad, adquiere relevancia la dicotomía inclusión/exclusión como espacio para pensar la insurrección o sofocamiento del individuo. El escrutinio sobre este pasaje reposa en una cuestión medular que atañe a los procesos de formación docente y política educativa, su máxima como hilo conductor de saberes, posibilita desentrañar el enredo y turbio juego que caracteriza a una sociedad mitigada por la premura y malestar propios de la época actual.
Los retos y problemas que se alcanzan a vislumbrar en este proceso exigen un replanteamiento de las políticas educativas que tienen alto impacto en la praxis docente, dada la resistencia y apego a enfoques tradicionalistas cuyo basamento es una respuesta educativa de corte homogeneizador, donde todo estudiante es valorado y reconocido bajo la misma lógica de pensamiento, el faro y punto de referencia hacia el cual apunta la inclusión parece difuminarse en los vestigios de la incertidumbre y desbordante negación. En contraste con lo mencionado por Maya et al. (2017) exponen que, el enfoque de la educación inclusiva “busca que todos los alumnos reciban una educación de acuerdo con sus necesidades, y que a su vez permita la participación de la comunidad escolar para fomentar el aprendizaje de todo el alumnado” (p. 63).
La configuración de prácticas y discursos implícitos en la determinación del rumbo educativo depara en una dinámica de forzosa retrospección; la manifestación de desigualdades, injusticas, discriminación y violencia registradas, ofrecen un panorama dentro del cual, la singularidad y condición de vulnerabilidad parecieran opacarse y asemejarse a un cuadro de riesgos y efímeros intentos por comprender al otro. Desde esta perspectiva, es lícito ceder espacio a la contemplación y tener un primer acercamiento al constructo de la diferencia, pues como señalan Cornejo et al. (2017), el tenor con el que se trata este asunto en los espacios escolares adquiere un sentido normalizador, es decir todo aquello que esté fuera del radar y de la forma espacio-temporal que circunda el statu quo, es prescrito como una intempestiva y un tópico de trabajo aislado.
Este ejercicio de reflexión es importante porque permite la deconstrucción de paradigmas donde el acto educativo se ha visto transgredido. Si se tiene en cuenta que la visión de la educación como bien de mercado ultraja los derechos fundamentales del hombre, supeditándolos a una retórica de consumo y adquisición de beneficios, por demás socorrida a las preferencias de mercado y oportunidad de clase social, se cae en la lógica de reavivar el principio de exclusión mediante el cual los individuos son valorados en función de lo que poseen y no de lo que son (Scioscioli, 2015). En otras palabras, la educación bajo un enfoque económico pareciera deslindarse de las condiciones de vulnerabilidad y pobreza del estudiantado para situarse en su parte, en una visión y valores meritocráticos.
A partir de lo anterior y teniendo en cuenta que la educación como derecho humano centra sus esfuerzos en el reconocimiento de las personas como sujetos de derecho, es que surge la necesidad de desarrollar un trabajo de corte hermenéutico para explorar y analizar ¿Qué implicaciones tiene la educación como derecho humano fundamental en el marco de una inclusión educativa, en tanto el foco de atención se centra en el reconocimiento y producción de subjetividades? Los hitos para entretejer las coordenadas de dicha disyuntiva son reflexionados desde un diálogo interdisciplinar que reúne al discurso de la pedagogía, filosofía, sociología y psicología. Focalizar la visión en la dignidad de las personas significa reconstituir la función del Estado para salvaguardar los aditamentos de calidad e igualdad educativa y formación ciudadana (Scioscioli, 2015).
En este tenor de ideas, este artículo busca dar cuenta de un ejercicio reflexivo cuyo axioma se rige por el despliegue de procesos de subjetivación. La dimensión subjetiva, eje vertebrador de una educación de calidad, se vincula con la idea de que para lograr una transformación de los centros escolares, resulta asequible cuestionar y repensar los contenidos de la educación a la que se tiene derecho; si una de las finalidades de tan loable profesión es lograr la formación de un ser humano íntegro y socialmente ético, valdría la pena tener a consideración el andamiaje de la subjetividad en el ámbito educativo.
La trascendencia de este pensamiento implica una ruptura con el discurso neoliberal que solo ostenta la productividad y competitividad del ser humano, las lógicas de mercado en tanto inversión y consumo, van en detrimento de la voluntad propia de las personas (Plata, 2018), es decir existe una marcada tendencia a sobreponer el resultado y los indicadores de medición y clasificación por encima de la cualidad del sujeto. La necesidad de contar con preceptos de mayor bagaje humanístico en el sentido de construir una cultura de la diversidad (López Melero, 2006), surge en contraposición a mecanismos deshumanizantes y a las formas sublimes de desigualdad y violencia que ponen en riesgo la convivencia democrática en la actualidad.
El hecho de analizar las casuísticas de una educación de calidad representada por el enfoque de derechos humanos, genera la posibilidad de replantear modelos epistemológicos y contextualizar así el sentido de un cambio de paradigma. El juego asociativo de cada uno de los apartados descritos en el actual artículo, pretende capturar y entrelazar el análisis del discurso a un ejercicio introspectivo que abone a la producción de conocimiento, más aún, que permita la creación de significados del encuentro escolar con la diferencia.
En vías de instituir vínculos de reflexión y comprender el carácter holístico de la vida escolar, la organización de este documento parte de tres pasajes clave -a saber- de: la trama intersubjetiva como proceso de apuntalamiento del derecho a la educación; correlatos del paradigma inclusivo y; despliegue de proyectos libertarios. En un primer momento se reconoce la subjetividad como elemento fundamental para el ejercicio de una educación de calidad con enfoque en derechos humanos. Acto seguido, se discute el cambio de paradigma para pensar a los sujetos de la educación, estableciendo nuevas parcelas de conocimiento a lo que de antaño representa la institución tradicional. Finalmente, se subraya la importancia de tener en cuenta los sentidos subjetivos en detrimento de perspectivas asistencialistas, es decir la organización del currículo y la escuela en sí, se convierten en instrumentos clave para significar redes solidarias que den soporte a proyectos más humanitarios e incluyentes donde se salvaguarde la dignidad y respeto por las personas. En otras palabras, la necesidad de hacer un ajuste social en tanto se cambie la idiosincrasia y actitud frente a las diferencias, radica en apuntalar la calidad educativa hacia el despliegue de principios inclusivos.
La metodología y el tratamiento de la información tienen soporte en una revisión bibliográfica con enfoque hermenéutico, dentro del cual se analizan textos sociológicos, filosóficos y psicológicos en bases de datos y fuentes primarias (libros, tesis, revistas científicas), sobre el estudio de la educación inclusiva como un derecho humano fundamental. Los criterios para la selección y análisis de información se circunscriben a lo siguiente: 1) su reconocimiento internacional e indexación; 2) contribución al tema de análisis.
La trama intersubjetiva como proceso de apuntalamiento del derecho a la educación
Los marcos de actuación del derecho a la educación a nivel internacional se pueden identificar de grosso modo en momentos históricos fundamentales, cuya trascendencia apoya las visiones proactivas y de lucha contra procesos de exclusión, discriminación y violencia que estremecen las voluntades más endebles de una sociedad. Su análisis deviene ineludible en tanto instituye directrices de normatividad y legalidad para el despliegue de políticas educativas.
Atendiendo el marco de acción de una educación para todos (EPT) y reconstruyendo los criterios celebrados en la conferencia de Jomtien, en Tailandia, el encuentro que tiene lugar en Dakar (UNESCO, 2000) resalta aspectos fundamentales aunados al derecho a la educación como la paz y el desarrollo óptimo de los países, siendo destacadas aquellas ideas que apuntan a robustecer el concepto de calidad educativa mediante acciones de sensibilización al cuerpo docente, y una re-configuración cultural que tiene como finalidad lograr mayor cohesión social en la humanidad. La filosofía que emana de este foro está en consonancia con las directrices de la atención a la diversidad, dado que tiene como prioridad: “velar por que la educación, en todos los niveles y en todo lugar, refuerce una cultura de paz, tolerancia y respeto de los derechos humanos” (UNESCO, 2000, p. 19).
Bajo el reconocimiento de que la inclusión y equidad son piezas fundamentales de una educación transformadora, la Declaración de Incheon para la Educación 2030 celebrada en la República de Corea (UNESCO, 2015), se apuntala como un acontecimiento trascendental cuyo basamento filosófico se sustenta en el cumplimiento de los derechos humanos. Su enfoque de corte humanista prioriza un marco de actuación equitativo hacia las personas marginadas o en situación de vulnerabilidad. La contextualización necesaria entre el acceso a una educación de calidad con los aprendizajes in situ de estudiantes, habrá de ser uno de los pilares que simbolizan el esfuerzo por lograr un desarrollo sostenible.
La educación como derecho implica reconocer el componente de la subjetividad del ser humano, entendido ello como un despliegue de la individualidad y la colectividad que lo representan. Su función social en tanto conjunto de normas éticas (Kachinovsky, 2017) instituye vías de acceso al conocimiento, a la cultura y a la coyuntura simbolizada en la transmisión de un saber.
En contraposición a una precaria subjetivación y adiestramiento meritocrático (propios de un enfoque asistencialista y económico), la educación como derecho fundamental implica hacer una reconversión de los significantes que la constituyen, es decir esta ya no se enfoca en la figura del Estado sino en la singularidad del individuo reconociéndolo como sujeto de derecho. Se busca en todo caso, superar el dogma de la reproducción social anteponiendo los derechos subjetivos como primacía de la dignidad humana (Scioscioli, 2015). En tal sentido, la educación habrá de considerarse como un fin y no como un medio; su esencia sostiene un encuentro con el otro (otredad) que interpela una reconstitución de la ciudadanía y función del Estado para salvaguardar la calidad e igualdad sustantiva. Sobre la base de este enfoque, la doctrina de la educación necesita superar los suplicios de la lógica neoliberal y alejarse de su función instrumental-mercantilista que tiende a ratificar los procesos de desubjetivación. La adopción de los derechos humanos implica revertir aquella visión característica de la cúspide empresarial y asistencial, que percibe a la educación como un ejercicio de re-producción de conocimientos, y no como un sistema que pretende explorar las dimensiones epistemológicas inherentes al devenir sujeto.
Abrirse a la diferencia equivale a revalidar el encuentro con la “otredad” y constitución simbólica (Bravo, 2014). Las formas de totalización institucional en tanto sistemas de control y clasificación social, no solo parten de un horizonte colonial, sino que además, apuntan a confinar las subjetividades; la construcción de la realidad a partir de principios universales es un hecho que indudablemente afecta la acción educativa, su móvil homogeneizante indica la suspensión de la ética y el ingreso de los sujetos a estructuras de destrucción. Por lo tanto, es necesario reconstruir la historia de la educación desde ángulos no enunciados y desde saberes cabalmente silenciados.
Es desde la re-conceptualización de los proyectos educativos, que se pueden extraer bases y acciones para acotar las diferencias y mitigar los impulsos producidos por la inmediatez de la época cultural (Mosquera & Rodríguez, 2018), la construcción de procesos de subjetivación apuntalados en el acontecimiento humano, representa en sí, tierra fértil para llevar a cabo el trabajo de comprensión y articulación que necesitan los pensamientos y discursos enquistados en la grieta escolar.
Si en la configuración de la diversidad se superponen vías de transición con destinos disímiles, y que además, llevan a una reelaboración del estado natural de las cosas, es porque en su esencia se destapan las cloacas de una escisión en los esquemas culturales; el carácter general y totalizador en la aprehensión del saber y producción de verdades no puede legitimarse como una entelequia, es necesaria, como ya lo señalaba Duschatzky (1996) una interpelación a la construcción de significados y una negociación a campo abierto. La función de la escuela en relación con la diversidad es que los significados puedan ser aprehensibles. Pero los códigos de la humanidad no se descifran a partir de un simple inventario o en la presentación a secas de información, sino cuando se ponen en conflicto-se tensionan distintas retóricas y modos de expresión.
Dado que el carácter intersubjetivo de los saberes conduce a la expresión estética de la divergencia (Pérez et al., 2013), la aprehensión del saber debe construirse en función de una óptica transdisciplinaria. Su naturaleza radica en sostener una visión amplia de la realidad que permita impulsar una nueva manera de concebir la pedagogía y las relaciones del hombre con su entorno, problematizar los acontecimientos educativos, sociales y políticos habrá de ser un verdadero propósito para los y las estudiantes, ya que como afirman los autores:
…la escuela debe constituirse en un espacio para enseñar a pensar, para encontrar, con la ayuda del docente, la forma como percibir la diferencia entre lo aparente y lo esencial al momento de problematizar la realidad; esta posición igualmente representa superar la visión de lo fragmentario y buscar a través de los elementos que conforman la totalidad como forma de pensamiento (p. 22).
El estallido social y malestar escolar representa un intento por hacer cosas distintas a lo que de antaño venía configurándose y que, en términos de Bourdieu y Passeron (1996) trasciende a la reproducción de desigualdades sociales. A medida que se van situando los valores de la diversidad para sedimentar las bases de la equidad social, se va desvaneciendo el velo que rodea las estructuras de poder y control, sin embargo, el juego cíclico de un doble discurso y doble moral en términos de Benítez et al. (2016) deja entrever que, la trascendencia de un pensamiento lineal de la diversidad retumba en los cimientos donde persiste la discriminación: “La búsqueda de la perfección, el desarrollo económico o el estatus ha generado al interior de los grupos sociales competencias y confrontaciones que arrasan con el otro, vulnerando su dignidad humana, su valor, su identidad y esencia” (p. 283).
El análisis expuesto por Ballester y Arnaiz (2001) se entrelaza con lo señalado sucintamente ya que muestra un panorama distinto sobre las formas de comprender los problemas de convivencia en los centros escolares, es decir, sobre las prácticas y culturas que tienen que ver con el fenómeno de la violencia escolar y su correlato con la atención a la diversidad. Los postulados principales de su posicionamiento giran en torno a una violencia no observable, de carácter simbólico que se entreteje en los hilos del sistema social. En dicho campo de estudio se resalta el esfuerzo de velar por aquellos estudiantes que no han visto cubiertas sus necesidades básicas, que se encuentran en un estado de precariedad socioeconómica o que simplemente carecen de un vínculo familiar estable, se trata entonces de reclamar “una adecuada atención a la diversidad de los alumnos, especialmente necesaria cuando se trata de procurar una convivencia adecuada en el centro” (p. 42).
En aras de establecer lazos que permitan una mejor comprensión de lo anterior, es válido suscribir el constructo que en palabras de Bleichmar (2007) tiene que ver con la construcción de legalidades. Las situaciones de violencia, exclusión y discriminación latentes en la sociedad actual, representan nuevas formas de subjetivación y por tanto, una deconstrucción del ideal familiar y proyecto educativo. Es necesario reflexionar qué papel juega la escuela y particularmente el colectivo docente, ya que el bienestar educativo y desarrollo sostenible de un país solo cobrará sentido si se piensa en función del otro, pues tal y como aduce la autora:
La escuela tiene que romper ese molde. Tiene que ayudar a producir subjetividades que no solamente sirvan para la aplicación del conocimiento, sino para la creación de conocimientos y de conocimientos con sentido, no solamente con el único sentido de ganarse la vida, sino con sentido (p. 12).
En aquellos procesos de exclusión escolar se alcanza a percibir un elemento que es determinante para la vida de los sujetos adolescentes, el análisis del componente afectivo en jóvenes pertenecientes a sectores sociales bajos, permite re-significar la valiosa importancia del encuentro docente-alumno (Nobile, 2014); a través del registro biográfico se destaca que la personalización con aquellos sujetos en situación de vulnerabilidad, o con previas experiencias de exclusión, es piedra angular para favorecer proyectos de vida y reducir la brecha de la inequidad de acceso y desigualdad social.
Frente a las diversas problemáticas de la realidad social, el devenir de las instituciones educativas representa una oportunidad para que los actos de discriminación y exclusión disminuyan, los estudiantes que son rechazados por diversas situaciones del entorno escolar y social, reflejan la ausencia de prácticas pedagógicas incluyentes y de un marco regulatorio basado en la equidad y el respeto (Cifuentes, 2016). Es imperativo reflexionar cómo se aborda la construcción de identidades y el uso del lenguaje entre la comunidad educativa; fomentar una cultura que apueste por la valoración de las particularidades, implica superar el mito y los quehaceres educativos tendientes a homogeneizar la enseñanza y con ello, a denegar las bases para una libertad y justicia social.
El esfuerzo por sentar las bases para la libertad, la paz, el pluralismo auténtico y la justicia social no debe conducir al colapso ni al desaliento, en su caso, se trata de llevar a cabo una participación de todos en el ejercicio de una vida democrática (Delors, 1996), ya que lo está al centro del debate y que desafía al orden político-educativo, es la capacidad de los individuos para convertirse en sujetos autónomos y reflexivos respecto de lo que sucede a su alrededor. En este sentido, Juárez et al. (2010) llaman a la construcción de una sociedad inclusiva que acepte a todos sin distinción alguna, donde se pueda ejercer la participación en la vida política, económica, social y cultural. El avance hacia una sociedad de la transformación implica desplegar un modelo democrático que supere la visión de la cultura de reproducción.
La humanización necesaria para procesar la aceptación de las diferencias se perfila como un estado de derecho de las culturas que tienen su punto de intersección en el espacio escolar (Acevedo et al., 2015). La coexistencia de costumbres, hábitos y estilos de vida puede llegar a ser el derrotero que ilumine el compromiso y ética de los sujetos de la educación en contra de las desigualdades que se viven día a día.
Ante el reconocimiento de la diversidad humana y creación de escuelas inclusivas se demandan nuevos escenarios de formación inicial docente. En ese sentido, Sales (2006) menciona que es importante redefinir el papel del profesorado mediante programas de capacitación y actualización; fomentar actitudes positivas ante la diversidad y; desarrollar un cuerpo de conocimientos de preparación que erradique la visión fragmentaria centrada en teorías del déficit y modelos asimicionalistas.
Asociar el constructo de la diversidad a niveles de rendimiento o aprovechamiento académico es sencillamente una condena al vacío, las prácticas homogeneizadoras lejos de eliminarse, se encuentran latentes (Cajibioy et al., 2014). La necesidad de valorar las diferencias no es otra cosa más que reconocer al otro (sujeto maestro/sujeto estudiante) como entidad social dentro del marcaje socio-histórico que le rodea. Así, la escuela se convierte en un espacio de encuentros y desencuentros donde se resalta el entramado de valores, conocimientos y configuración ética/moral de cada persona.
Esto supone según el estudio de Jiménez y Buitrago (2011) romper con prácticas homogéneas y segregadoras, dentro de las cuales no se logra visibilizar la diversidad de estudiantes desconociendo sus potencialidades y necesidades. El sistema se debe transformar y reflexionar constantemente, con el objetivo de innovar en sus propuestas pedagógicas la formación de un nuevo sujeto histórico:
Donde el docente es el dinamizador y operador del aula, permitiendo modificar sus prácticas al hacer consiente su función y papel dentro de este nuevo proceso de educación, lo cual implica un cambio de mirada al sujeto (Jiménez & Buitrago, 2011, p. 242).
La naturaleza de los enfoques asimicionalistas se edifica a partir de una concepción determinista del desarrollo, que basa sus explicaciones en modelos médicos-psicométricos a fin de que las dificultades de aprendizaje sean atribuidas a causas biológicas e innatas del ser humano (Begué, 2017). Bajo esta dinámica de actuación se encorseta al alumnado con el rótulo de una etiqueta según una supuesta deficiencia o patología que conduce a mantener los mecanismos de segregación y homogeneización, dejando al sujeto como aduce el autor sin posibilidad alguna para cambiar su destino, “en el entendimiento de que cuánto más homogéneos sean los grupos de estudiantes se alcanzaran mejores resultados…” (p. 44).
En la cotidianeidad escolar es común que las dificultades educativas sean patologizadas como problemas inherentes a los estudiantes, más aún cuando esta retórica sirve de base para cuestionar su funcionamiento (Ainscow, 2005). Bajo este tipo de agrupamiento no solamente se segrega a los y las estudiantes con alguna discapacidad o con necesidades educativas especiales (NEE), sino también aquellos cuya condición singular (estatus socioeconómico, origen, idioma, género) les vuelve problemáticos.
Un factor determinante para incluir o excluir al estudiantado con necesidades educativas especiales y discapacidad, está representado según Efthymiou y Kington (2017) por las actuaciones del maestro en el aula; el discurso monológico y prácticas pedagógicas con características monomodales, inhiben la adquisición de conocimientos y participación del alumnado con NEE. Para contrarrestar esta disyuntiva, se considera necesario cambiar de un enfoque mediatizado por el currículo oculto negativo, a una perspectiva multimodal centrada en las voces emergentes de estudiantes.
La retórica de los cambios estructurales radica en reconocer la diversidad como un rasgo inherente al ser humano y no como un problema; el precisar competencias y actitudes positivas hacia la inclusión educativa equivale a deconstruir los esquemas filosóficos, sociológicos, psicológicos y pedagógicos que se anudan al soporte curricular de las instituciones de formación docente (Ledezma, 2017).
Los hallazgos revelados en el estudio longitudinal de Savolainen et al. (2020) muestran que, la autoeficacia de los docentes predice sus actitudes hacia la educación inclusiva. Por lo tanto, los programas de formación inicial del profesorado deben tener en cuenta el desarrollo de cursos y procesos de acompañamiento profesional donde se pueda practicar de manera segura y solidaria la pedagogía inclusiva, dando así a los futuros docentes la posibilidad de adquirir experiencias de dominio que aumente su eficacia en la implementación de la educación inclusiva. Tener creencias de eficacia más sólidas y actitudes más positivas puede aumentar la probabilidad de que el profesorado principiante trabaje con éxito en escuelas inclusivas.
La aceptación de la diversidad requiere de un contexto de participación que posibilite terminar con las exclusiones y conductas de discriminación (Ossa et al., 2014); desde las características de la cultura transformacional se espera un mayor reconocimiento de las diferencias, apertura al cambio y motivación del desempeño.
Potenciar estos conocimientos exige un examen retrospectivo de los saberes implicados en la configuración del paradigma inclusivo. Su propuesta requiere comprometerse con otros conocimientos que coadyuven a comprender la constitución de la diversidad, otorgando crédito a las redes de carácter semántico de la educación y la inscripción del sujeto en la cultura.
Correlatos del paradigma inclusivo
El ideario de la educación inclusiva busca en su sentido más amplio, lograr un cambio profundo en la forma de hacer escuela hoy en día, desenterrando en primera instancia aquella visión tradicionalista centrada en las limitaciones de las personas y en el individualismo.
Para Pujolàs (2003) hay una serie de postulados clave que ayudan a pensar la estructura de una vida inclusiva en los centros escolares; el hecho de valorar las diferencias es en primer momento el eje nodal para combatir las desigualdades e injusticas; concretizar y aterrizar las políticas educativas a principios de igualdad, ayuda a entretejer los hilos de una educación de calidad; el promover acciones de colaboración y motivación encuadra un ambiente de clase ameno y; reconsiderar la preparación de los y las estudiantes como personas que coadyuvan a la formación ética/moral, es decir: “la escuela debe enseñar a compartir y a cooperar con los demás, cuidando el afecto mutuo, la satisfacción y el éxito de todos” (Pujolàs, 2003, p. 6).
La noción de escuela inclusiva va en sintonía con una educación de calidad, el servicio que se ofrece a los educandos debe ser la puerta de acceso a la participación y el aprendizaje, pero además, ser portavoz de los derechos y necesidades de todo el estudiantado, prioritariamente de los alumnos más vulnerables (Echeita & Duk, 2008).
Desde una perspectiva universal de la diversidad, el movimiento inclusivo va acompañado de un marco ideológico que tiene como premisa la consecución de la igualdad social (Miranda, 2018). Este enfoque implica un cambio en las políticas y organización de las respuestas educativo-sociales, el esfuerzo para realizar ajustes ad hoc a la participación democrática debe ser responsabilidad de la sociedad y de los sistemas educativos. Así, la pretensión fundamental de la inclusión radica en fortalecer la participación, el aprendizaje y el rendimiento de todo el alumnado. Es insuficiente crear espacios para el saber, es necesario dar un paso adelante y abrir el campo de estudio a las experiencias que tienen lugar en el aula, de modo que tanto el reconocimiento como la valoración se conviertan en baluartes de la comunidad educativa.
La inclusión plena de un individuo en el contexto educativo es crucial para su participación en otros sistemas de la esfera socio-política (Michailakis & Reich, 2009), sin embargo, desde la teoría de los sistemas sociológicos es lícito reflexionar sobre aquellos eventos de exclusión latente en tres niveles, a saber de lo social, organizacional y de interacción.
Como movimiento pedagógico, la educación inclusiva aspira al bienestar del estudiante reconociendo sus diferencias en términos de cualidad y haciendo valer su derecho a la educación, asume como prioridad la participación democrática de todos y la necesidad de aminorar los obstáculos en la trayectoria escolar (Muñoz, 2008). En este sentido, la visión del modelo se aleja de una práctica lineal que prioriza el acceso y permanencia del alumnado con necesidades educativas especiales y/o discapacidad, para situarse en beneficio de toda la comunidad educativa que conforma la cultura escolar.
La construcción y desarrollo de una escuela inclusiva de calidad debe comenzar por reconocer que, el carácter de lo inclusivo no se limita únicamente a los colectivos de estudiantes representados por la discapacidad, por las necesidades educativas especiales, por la situación de inmigración o por sus dificultades de aprendizaje (Ocampo, 2015). Los retos implícitos de la inclusión dependen según el autor: “de la heterogeneidad y de la visualización de la totalidad en todas las estructuras de la organización educativa” (p. 21).
Esta lógica de pensamiento encuentra su punto de intersección en los cuatro pilares de la educación promulgados por Delors (1996) a saber de: aprender a conocer, aprender a hacer, aprender a vivir juntos y aprender a ser. Si bien la importancia de los dos primeros radica en comprender que su función está íntimamente ligada a la adquisición de conocimientos y desarrollo de procesos cognitivos, el énfasis que se deposita en aprender a vivir juntos se correlaciona directamente con el ideal de fomentar el respeto por la diversidad, en ese sentido el autor afirma que:
El descubrimiento del otro pasa forzosamente por el conocimiento de uno mismo; por consiguiente, para desarrollar en el niño y el adolescente una visión cabal del mundo, la educación, tanto si la imparte la familia como si la imparte la comunidad o la escuela, primero debe hacerle descubrir quién es. Solo entonces podrá realmente ponerse en el lugar de los demás y comprender sus reacciones (pp. 104-105).
Los marcos de actuación de la educación inclusiva se condensan a través de una serie de valores y creencias que de acuerdo con Dueñas (2010), corresponden al hecho de reconocer que la diversidad funge como pieza nodal en la construcción de la comunidad educativa y; la igualdad sustantiva implícita en todos los elementos del currículum, posibilita que estudiantes reciban servicios educativos de calidad y con plena atención a su condición particular.
El objeto de la inclusión es promover valores como la solidaridad, respeto por las diferencias, tolerancia y práctica fundamentada en el diálogo, eliminando las barreras para el aprendizaje que estén relacionadas con la infraestructura de la institución, sistemas de comunicación, recursos didácticos, currículos, contexto geográfico y cultura (García et al., 2018). De esta manera se transforma el paradigma de la inclusión y se beneficia a todo el alumnado que conforma la comunidad educativa.
Es importante subrayar que la inclusión requiere congruencia y responsabilidad (Mendoza, 2018), la necesidad de enarbolar un modelo de “escuela para todos” con las particularidades del contexto inmediato, constituye un paso fundamental en la formulación de prácticas educativas diferenciadoras, acordes a la diversidad de los centros escolares y necesidades que en materia de gestión, formación docente y ejercicio curricular complementan el núcleo central de la política escolar. El establecimiento de redes de colaboración parece apuntalarse como un elemento a favor de los procesos inclusivos y respuesta a la diversidad (Azorín, 2017a), las redes entre escuelas y comunidad constituyen una herramienta poderosa para el cambio socioeducativo, el éxito de la inclusión educativa exige un trabajo colegiado con la inclusión social, por tal motivo: “La inclusión precisa de responsabilidades educativas, políticas y sociales compartidas” (Azorín, 2017b, p. 43).
La formación docente en términos de cambio y mejora es un parteaguas en el tema de la atención a la diversidad, estudios como el de Medrano (2001); Muñoz (2008) y Molina (2015) señalan la importancia de abrir paso a nuevos conocimientos y actitudes para atender las exigencias que demanda la educación. La correlación de estas actuaciones con los contextos donde acontece el acto educativo es un punto nodal ya que, como afirma Plancarte (2016, p. 32) “las acciones, creencias y valores de todos tienen un impacto multidireccional en cada uno, creándose redes de comunicación que pueden influirse entre ellas y por lo tanto cambiar”. A su vez, Rebolledo (2017) menciona que, una de las acciones principales en las instituciones de preparación profesional es incorporar y por tanto, ampliar la visión sobre diversidad cultural, género y discapacidad.
La prevalencia de este tipo de pensamientos se correlaciona con la investigación de Galán (2012), quien revela una especie de fragmentación entre las escuelas especiales y comunes; la visión sobre la diversidad se asienta en unas creencias donde la diferencia es igual a la discapacidad o problemas de aprendizaje. Si bien existe una reglamentación para pensar la organización de escuelas inclusivas, aún prevalece un sentimiento de desamparo y segregación hacia los sujetos con discapacidad, en dicho recinto la idea de diversidad, diferencia e inclusión se encuentra sostenida desde el marco de actuación de la educación especial.
No cabe duda que la escuela necesita hacer ajustes en sus prácticas y culturas para trascender a un modelo inclusivo, la importancia de considerar los procesos de subjetivación que se dan en el funcionamiento de la misma, apuntan precisamente a acotar la brecha generacional existente entre docentes y alumnos (Frandsen, 2014), la tensión latente que en ocasiones desemboca en la exclusión escolar por parte del alumnado, podría ser encarada desde una visión comprensiva y no autoritaria.
Impulsar el re-encuentro con las historias de vida, deseos y motivaciones de estudiantes en situación de vulnerabilidad, donde prevalece la exclusión y la discriminación, supone para Pons et al. (2019) desplegar un cúmulo de acciones tendientes a establecer el rapport pedagógico; aunque la labor del profesorado no se limita a una función reproductiva y monótona, el hecho de considerar la dimensión subjetiva en las relaciones escolares, permite adoptar una postura de transformación en la vida de los educandos, en tanto se visibilizan los saberes y sentidos de los actores involucrados. La posibilidad de generar experiencias escolares significativas en contextos donde el silencio ha trastocado la categoría de la subjetividad, exige tener en cuenta el elemento biográfico del ser docente, ya que a partir de este adquiere sentido y significado su vida profesional.
El éxito escolar en contextos desfavorecidos implica reflexionar sobre los preceptos de inclusión identitaria y de justicia social (Camarero et al., 2020). Las prácticas de segregación originadas por evaluaciones externas o políticas inadecuadas, tensionan la singularidad de los sujetos e inciden en el trabajo cooperativo entre equipo directivo y profesorado, recrudeciendo su eficacia y soslayando su esfuerzo en la praxis educativa. Por ello, se considera necesario enfatizar proyectos de trabajo basados en la construcción identitaria y en el desarrollo de habilidades psicosociales.
La construcción de culturas inclusivas recae en la importancia de solidificar comunidades de aprendizaje basadas en la curiosidad por aprender, en la seguridad por desarrollar una vida digna y en la colaboración de todos los agentes implicados (Booth & Ainscow, 2015); el sello distintivo que caracteriza a los centros escolares se afianza en la transmisión de valores y en la identidad colectiva de maestros y de estudiantes.
Para construir una sociedad equitativa, los esfuerzos educativos deben sincronizarse en eliminar las conceptualizaciones deficitarias que transgreden a los sujetos de la educación (Brennan et al., 2019). En este contexto, el profesorado debe estar preparado para comprometerse a apoyar el aprendizaje de todo el alumnado sin excepción alguna. Para fomentar ese compromiso, se debe acompañar al profesorado a que desarrollen una comprensión de la pedagogía inclusiva en beneficio de la comunidad educativa.
Es esencial que los profesores aborden las necesidades de los estudiantes de manera adecuada y no bajo un enfoque único (Schwab & Alnahdi, 2020). Dada la necesidad urgente de cambios con respecto a la política educativa y a la formación inicial y continua de los docentes, es importante brindar mayor autonomía de gestión y flexibilidad para que el profesorado sea consciente de llevar a cabo estrategias de enseñanza inclusivas con el alumnado.
El énfasis en el perfeccionamiento del profesorado implica, una reorganización y trasformación de los centros escolares para enfrentar los desafíos de la desigualdad y exclusión escolar. El concepto de educación inclusiva para todos, promueve que los docentes sean capaces de crear espacios educativos significativos y estimulantes para la participación y el aprendizaje (Parrilla, 2002). La transición de un modelo educativo tradicional a una pedagogía centrada en la persona, representa el punto de partida para sembrar una educación acorde a las diferencias y necesidades de cada estudiante.
El diseño diferenciado e individualizado y la estimulación de los procesos de enseñanza y aprendizaje, es un enfoque didáctico que intenta asegurar la justicia educativa en el sentido de una equidad participativa (Lindner & Schwab, 2020), su implementación requiere un entorno específico con un uso adecuado y flexible de los recursos, de los planes de estudio, competencias y conocimientos de los docentes y una comprensión de la educación inclusiva como una oportunidad para una educación beneficiosa para cada alumno y alumna.
La inclusión a menudo implica un cambio en la cultura escolar y en la mentalidad de los profesores, ya que el valor de las creencias puede obstaculizar el desarrollo hacia una práctica inclusiva (Kristin, 2019); mientras que la individualización asume que el aprendizaje es un fenómeno individual oponiéndose a una visión social del mismo, el hecho de centrarse en el profesor como fuerza impulsora, no permite que surja la colaboración entre estudiantes. Además, existe una visión limitada de la responsabilidad del docente, ya que se prioriza el aprendizaje cognitivo y académico de estudiantes, dejando de lado la oportunidad para ayudarles a desarrollar sus habilidades sociales y personales.
Para Escarbajal et al. (2017), la evaluación que se haga de las prácticas docentes con respecto al modelo de inclusión educativa es una situación apremiante, dado que solo así se podrá avanzar en un terreno apenas iluminado. Dan a conocer a través de su estudio comparativo cómo se despliega el conjunto de acciones para la atención a la diversidad en centros de educación infantil, primaria y secundaria. Dentro de los resultados observables existen aspectos favorables que fortalecen el ejercicio de la inclusión como por ejemplo, la noción que se tiene sobre lo que implica la diferencia, sin embargo, ello no es en absoluto necesario aun cuando los esfuerzos se dirigen hacia una atención equitativa; la práctica docente no debe quedarse solo en el plano imaginario, debe trasladarse como afirman los autores al campo de la vida diaria: “la auto-evaluación puede ser considerada como un proceso de autoreflexión auto-crítico, de auto-corrección y de auto-renovación llevado a cabo por la comunidad educativa con el fin de establecer mejoras en las dinámicas organizativas y curriculares de los centros” (pp. 428-429).
El terreno para avanzar hacia políticas y prácticas inclusivas es aún confuso, ya que los centros educativos parten de una doble funcionalidad (Jiménez & Jiménez, 2016); mientras que deben estar preparados para atender las diferencias de todo el estudiantado, es decir integrar la diversidad y convertirla en un contenido de aprendizaje más, al mismo tiempo, deben propiciar la formación de sujetos con las suficientes habilidades para desenvolverse en una sociedad diversa y compleja.
El propósito de trazar nuevos senderos en el terreno educativo es para Skliar (2005) romper con ciertos paradigmas, ya que invita a pensar y cuestionar el criterio de la norma, es decir desde el programa de la educación especial y educación regular es imperativo ocuparse de las diferencias.
Despliegue de proyectos libertarios
La preocupación estética de las escuelas para recubrir su imagen ante la sociedad o ante las autoridades educativas, conduce a experimentar riesgos que ponen en entredicho sus más fieles intentos por crear culturas inclusivas (Lugo, 2019); en el afán de dar una respuesta educativa a todo el alumnado y cumplir con los objetivos académicos, la escuela genera acciones de segregación reflejando una predisposición a crear un individuo estándar que comparta los mismos modos de ser en el mundo que los demás.
La enseñanza y formación implícita en los programas curriculares es un tema de alta trascendencia ya que de ahí se derivan los conocimientos, actitudes, habilidades y formas de ser necesarias en el alumnado, sin embargo, cuando la estrategia no tiene congruencia con la persona y mucho menos con el objetivo trazado, sucede un estancamiento, un declive que genera desarmonía y que en términos educativos conlleva a cuestionarse, si desde la educación básica se fomenta un espirito libertario, o simplemente el cumplimiento de un cierto número de requisitos para determinado nombramiento.
En el eco de estas líneas se alcanza a visualizar un pensamiento que de acuerdo con Bottini y Rinaudo (2016), tiene que ver con un funcionamiento escolar atravesado por el discurso meritocrático propio de la sociedad actual, esta clase de espejismo organizacional que encubre a las instituciones educativas, deja sin rostro, polariza el encuentro entre adultos y jóvenes dejando mínimas y precarias posibilidades de registro simbólico, es decir los chicos se ven emparentados con un proceso de ambigüedad que los va dejando poco a poco sin una base sólida de identificación.
La procedencia de estos planteamientos hace resurgir y rememorar aquellos pasajes del joven Hans descrito en la obra de Hesse (2015), quien en busca de un sentido fiel a sus deseos, se viera condenado a la estirpe de unas normas y preceptos morales que según su contexto, le depararía el más grandioso de los éxitos en tanto se convertiría en un hombre de honroso conocimiento y extensa sabiduría, sin embargo, en su travesía por cumplir unas expectativas por entero ajenas a su intimidad y pensamiento libertador, le llevarían a asimilar los senderos de la vida bajo un esquema totalmente riguroso y obstinado, es decir a representarse bajo la rueda.
Ahora bien, es acaso la renuncia a los deseos y el cumplimento de las normas, la única vía de acceso para trascender al terreno de la libertad, en tanto que esta se halla íntimamente ligada a las condiciones socioculturales que ofician de base como señala Fromm (1983) la realización de la individualidad, o quizás, será que en ese proceso de reconocimiento se dé una verdadera transformación del ser que evite en lo posible, todo acto de sumisión e incertidumbre cuyos caminos conducen hacia el abandono, pues como afirma el autor:
…si las condiciones económicas, sociales y políticas, de las que depende todo proceso de individuación humana, no ofrecen una base para la realización de la individualidad…la falta de sincronización que de ello resulta transforma la libertad en una carga insoportable. Ella se identifica entonces con la duda y con un tipo de vida que carece de significado y dirección (pp. 58-59).
La presencia mediática de circunstancias subjetivas tiende a ser un factor esencial en los procesos de enseñanza y aprendizaje, ya que el deseo mismo de los y las estudiantes se configurará o se inhibirá en función de la posición que tenga el docente frente a sus semejantes y frente a sí mismo, de tal manera que lo fundamental en términos de Martín (2005) sea “dejar un lugar para el saber” (p. 11).
Es imperativo resaltar que la voluntad por el deseo de aprender puede concretizarse según Steimbreger (2019), por un proceso de emancipación intelectual donde la autoridad como tal, figura como un hecho clave en la relación pedagógica. La cuestión de la autoridad radica en revisar cómo esta se ha instalado en el mundo actual y específicamente en el ámbito educativo, si bien, pueden presentarse eventos que desvelan la imaginación y la libertad, también se exteriorizan hechos que lejos de impulsar, se tornan opresivos generando indiferencia e intimidación. Es entonces a través del reconocimiento, la confianza y la diferenciación que pueden desplegarse movimientos emancipatorios hacia el alumnado, re-valorar el vínculo de autoridad apunta a pensar en un problema que gira alrededor de los procesos de subjetivación.
La actividad del pensar como señala Colella (2018) trasciende hacia los auspicios de la alteridad, lejos de transmitirse mediante el método de la explicación escolar, el hecho de enseñar y aprender del encuentro pedagógico implica un “pensar-juntos” de la educación emancipatoria. De esta manera el autor deduce que: “Solo habrá un sujeto colectivo en la educación cuando los miembros de un encuentro educativo interrumpan la actividad de circulación de saberes a través de la puesta en acto de la capacidad igualitaria del pensamiento” (p. 49).
Si bien el hombre es un ser social que puede formarse y crear cultura según Peiró y Beresaluce (2012), la educabilidad como proceso de constitución debe reformularse como posibilidad y categoría humana, destacando la función inseparable de la subjetividad en el proceso de enseñanza-aprendizaje. En la subjetividad se configuran contenidos semánticos y axiológicos, que mediante los procesos de pensamiento y reflexión, construyen un sentido congruente con la propia concepción general de la realidad.
En este proceso de transformación sobresale un aspecto nodal concerniente al paradigma de gestión escolar; la viabilidad de acompañar a todas las personas en un rumbo equitativo se despliega en tanto la escuela según Quiroga (2017), es una institución “productora de saberes, de representaciones, de prácticas, de pensamientos, de opiniones, de experiencias, de subjetividades” (p. 233).
Para favorecer el movimiento inclusivo en los centros escolares es necesario ejercer la capacidad de gestión escolar y liderazgo directivo que trasciende desde los altos mandos hasta el personal docente (Fernández, 2013). La gestión escolar aquí cobra relevancia en el sentido de aprehender y tomar conciencia de la coexistencia que se da entre el espacio educativo y contexto social. La desconexión que existe entre estas dos dimensiones ha sido señalada como una de las dificultades que se enfrentan a la hora de emprender la maquinaria de la inclusión.
La colaboración de los centros escolares con la comunidad local es un aspecto clave que sobresale en estudios como el de Azorín (2018), si bien, una de las ventajas que caracteriza a los centros en pro de la inclusión es el liderazgo educativo por parte del equipo directivo, la necesidad de establecer vínculos entre el centro y su comunidad es una cuestión pendiente en tanto se aleja de los esquemas deseables, es decir: “el trabajo en red y la construcción de puentes para el apoyo y la colaboración inter‐centros es un elemento esencial para la mejora de la inclusión” (Azorín, 2018, p. 182).
En alusión al reconocimiento del contexto local para comprender la vida interior de cada una de las instituciones escolares, es menester considerar la investigación que efectúa Paz (2014) para analizar el conjunto de percepciones y actitudes originadas en una institución de formación para la docencia; si bien el grupo de sujetos participantes mantiene percepciones favorables hacia los principios y planteamientos que engloban el marco de inclusivo, la escaza constancia para abordar elementos teórico-prácticos que conducen a una reflexión de las prácticas docentes, se convierte en un pieza coyuntural en tanto no se ve fortalecido el proceso de formación para responder a la diversidad del alumnado.
Lo anterior permite establecer los primeros pasos hacia un cambio cultural, según Ferreres (1992) conocer la cultura de los profesionales de la educación va más allá de indagar lo que circunda en el espacio del aula, prioriza que existen al menos tres dimensiones vinculadas con lo social, lo institucional y la docencia que pueden sujetarse a escrutinio, de tal manera que el interés por uno u otro campo debe estar delimitado por lo que se pretende analizar.
Centrarse en la cultura escolar para sembrar acciones inclusivas y de respeto a la diversidad invita a reflexionar sobre la identidad del colectivo docente y su compromiso respecto la resolución de problemas y procesos de mejora. De esta manera se puede decir que una cultura inclusiva se asemeja a una cultura democrática (López, 2008) basada en los principios de responsabilidad, afiliación, diversidad, autonomía, justica, control y convivencia.
Una educación pensada en términos culturales es una educación que permite superar las resistencias que la agobian actualmente, para Rodríguez (2018) esto supone, además de diversificar y articular el esquema curricular con la esfera microsocial, aprehender un saber ontológico que tiene que ver con el saber sobre la existencia misma, generando una reflexión sobre la situación social y política del contexto que lo representa.
Conclusiones
La práctica educativa para abordar el fenómeno de la diversidad, específicamente para valorar el marco de actuaciones docentes hacia el reconocimiento de las diferencias, se ha caracterizado por modelos segregacionistas y de corte homogéneo. Esta forma de proceder donde se acentúa un trabajo lineal y uniforme parece situarse en un escenario que lejos de apuntar a culturas inclusivas, se ajusta a unas necesidades que no precisamente van acorde con las del estudiantado (Begué, 2017; Cardona et al., 2017; Mendoza, 2018; Domínguez, 2019).
Sin embargo, a lo largo de los últimos años la conceptualización de las diferencias individuales ha comenzado un viraje fundamental que, asienta las bases de un debate sobre la convergencia de los escenarios socio-políticos y el conocimiento interdisciplinario. Si bien, se hace alusión a un fenómeno educativo que con la creciente globalización del mundo actual exige nuevos sentidos y significados para estudiar al hombre (Martínez, 2011), la configuración del modelo social de inclusión interpela la re-significación del encuentro pedagógico y proyectos globales de formación ciudadana.
Este movimiento de transformación como bien lo perciben algunos autores (Echeita & Sandoval, 2002; Parrilla, 2002; López Melero, 2006), apunta a transitar de un espacio opaco y reducido en términos de prácticas, culturas y políticas educativas, a un sendero donde se tome en cuenta una verdadera participación democrática de los agentes involucrados en la función educativa. Esto conlleva según Cleri y Camacho (2020) a realizar un ajuste en los aparatos o estructuras que le dan forma a los espacios escolares, entendidos estos como aquellos lugares donde se tejen identidades y formas de interpretar la realidad.
Reflexionar sobre la inclusión implica pensar en los avances y logros del sistema educativo, sin embargo, como menciona Díaz (2013) también supone hablar de sus límites y desafíos. La insuficiente implementación de prácticas inclusivas genera una fragmentación que evidencia la incapacidad del Estado para intervenir frente al fenómeno de la violencia escolar. Esta especie de cristalización que se muestra claramente en los colegios supone un doble problema: para el alumnado que sigue sintiéndose marginal, y para un gran porcentaje de trabajadores de la educación, que se sienten desbordados y sin herramientas para intervenir de modo efectivo en dichos contextos.
Este proceso de trasformación que se necesita en las escuelas para pensar otra educación, remite a tener en cuenta además de la voz de los maestros, la voz de los estudiantes y padres de familia (Azorín, 2017b). Los destinatarios de conocimientos y subjetividades cuentan también con un andamiaje subjetivo que les permite simbolizar lo que está sucediendo en el mundo exterior y que en algunas ocasiones no se toma en cuenta.
Aunado a esta situación, la investigación educativa sobre el tema de la atención a la diversidad como fundamento para el despliegue de proyectos libertarios, ha comenzado a dirigir su mirada hacia otras latitudes, hacia los auspicios de la subjetividad humana (Parisí & Manzi, 2012; Escobar et al., 2015; Manrique & Mazza, 2016; Arreola, 2019).
En este tenor de ideas, Izaguirre y Alba (2016) aducen que el tema de la subjetividad ha sido polarizado en el discurso educativo y prácticas escolares debido a un enfoque bancario que a ultranza, refuerza la idea de una formación que se funda en la voluntad de dominio. Esta especie de ceguera doctrinal colapsa la palabra y el deseo propio ya que según los autores “…aprender no es apenas un proceso intelectual, sino un proceso subjetivo que integra sentidos subjetivos muy diversos, que se activan y organizan en el curso de la experiencia del aprendizaje” (p. 4).
Retomar la experiencia del claustro docente en la investigación educativa sobre la inclusión, radica según Korsgaard et al. (2020) en erradicar que el juicio del profesorado se vea tipificado bajo una serie de adiestramiento al verse obligados a seguir las pautas impuestas por métodos respaldados políticamente, por lo tanto, escuchar no solo es esencial para comprender otras perspectivas, sino también para agudizar el pensamiento en tanto crea canales de retroalimentación en el conocimiento y la experiencia.
La visión de articular la experiencia al quehacer académico como principal dispositivo de reflexión, trasciende a los espacios y discursos donde se pretende colegir una sociedad más justa y democrática (Di Franco, 2019). Es a partir de esta correlación que pueden construirse pedagogías más activas y críticas con relación a la formación de seres humanos.
De acuerdo con Mabel (2007) esta reorganización necesaria en las instituciones del saber, radica en concebir que la subjetividad del individuo se teje en función de las construcciones sociales derivadas del plano familiar y sociohistórico actual, de tal manera que la finalidad a perseguir desde las políticas sociales y educativas sea el pautar acciones para instituir proyectos de vida sólidos y por tanto, reflexionar sobre los efectos que recrudecen la desubjetivación “Lo fundamental es que la vida humana no es pura inmediatez ni permanencia cotidiana, es posibilidad de proyectar un futuro. La creación de posibilidades que habiliten un por-venir” (p. 86).