Forma sugerida de citar:
Touriñán López, José Manuel (2022). Construyendo educación de calidad desde la pedagogía. Sophia, colección de Filosofía de la Educación, 32, pp. 41-92.
Introducción
En 2005 el profesor Pérez Juste publicó un artículo en la Revista de Educación, titulado Calidad de la educación, calidad en la educación. Hacia su necesaria integración. En ese artículo formula la siguiente tesis:
La tradicional preocupación y las aportaciones de los educadores y pensadores de la educación en torno a la naturaleza, sentido y esencia de la misma, esto es, de la calidad de la educación, puede y debe ser compatible con los movimientos, propuestas y actuaciones de nuestro tiempo en relación con la calidad, en cuyo marco se pueden situar los planteamientos relativos a la gestión de la calidad, tales como los de Calidad total, ISO o EFQM, la evaluación, la certificación o la acreditación. En tal sentido, se analizan y formulan los conceptos de calidad de y en la educación y se formaliza una propuesta de integración en la que la calidad de la educación queda ligada a la misión de las instituciones y a sus proyectos educativos, y la calidad en se integra con el carácter de medio, relevante y eficaz, a su servicio (Pérez Juste, 2005, p. 11).
Hay muchos estudios sobre calidad ‘de’ educación (significado) y sobre calidad ‘en’ la educación (procesos) y es un principio asumido que, la convergencia de ambos análisis es lo que se busca, cuando hablamos de Educación de calidad. Ya sé que para algunos autores la preferencia está en hacer discurso sobre calidad de educación, pensando en su significado y propósito, y para otros la preferencia es construir discurso sobre calidad en la educación, pensando en los proceso y procedimientos para lograr los estándares de calidad. Pero para mí, en este trabajo, voy a razonar tomando como punto de partida la convergencia de calidad “de” y “en” para lograr educación de calidad. Así las cosas, asumo que la educación de calidad requiere entender el concepto y utilizar procesos orientados al logro de sus rasgos definitorios.
Como ha sintetizado muy bien el profesor López Cubino, un modelo de gestión de calidad es un referente permanente y un instrumento eficaz en el proceso de toda organización de mejorar los productos o servicios que ofrece. El modelo favorece la comprensión de las dimensiones más relevantes de una organización, así como establece criterios de comparación con otras organizaciones y el intercambio de experiencias. Tal como manifiesta López Cubino (2001), la utilización de un modelo de referencia se basa en que:
Evita tener que crear indicadores, ya que están definidos en el modelo.
Permite disponer de un marco conceptual completo.
Proporciona unos objetivos y estándares iguales para todos, en muchos casos ampliamente contrastados.
Determina una organización coherente de las actividades de mejora.
Posibilita medir con los mismos criterios a lo largo del tiempo, por lo que es fácil detectar si se está avanzado en la dirección adecuada.
Existen diversos modelos que, previa adaptación, pueden utilizarse en el ámbito educativo. Los modelos de gestión de calidad total más difundidos son el modelo Deming creado en 1951, el modelo Malcolm Baldrige en 1987 y el Modelo Europeo de Gestión de Calidad, EFQM. Pero ninguno de ellos anula la necesaria referencia a la calidad como concepto (Touriñán & Soto, 1999).
En el tema de la educación de calidad siempre he considerado como referente de nuestro contexto pedagógico formativo el libro de 1981, derivado del seminario celebrado en La Granda (Avilés-Principado de Asturias) bajo el patrocinio de la Escuela asturiana de estudios hispánicos (EAEH, 1981). Ver la educación de calidad como el grado de adecuación, coherencia, eficiencia e integración de los elementos de la estructura, proceso y producto de la educación con lo que se considera valioso (con lo que significa) la educación es una propuesta concluyente de ese Seminario que yo sigo asumiendo (EAEH, 1981).
Por supuesto, soy consciente de que, como dijo el profesor Municio (1993), la dificultad de elaborar una definición general de calidad de la educación estriba en que “ésta representa la imagen social positiva de la educación y cada modelo cultural la describe a través de componentes diferentes. Cada componente es un indicador de calidad que aisladamente no es representativo, pero toma sentido en la medida en que puede integrarse dentro de un conjunto coherente como es un modelo cultural” (p. 18). La idoneidad socio cultural de la oferta educativa, debido a la legítima condición territorial (espacio temporal) de la acción educativa, no anula la necesaria referencia a los rasgos de significado en todo aquello que, de acuerdo con estándares propios de cada momento, utilizamos como procesos educativos de calidad (Orden, 1988; García Garrido, 2005).
Es obvio que, si dos instituciones educativas con valores y culturas distintas son consideradas con una calidad alta, no se puede vincular dicha calidad con las características específicas (valores, metas, objetivos, programas, formación del profesorado, etcétera) de cada institución, sino que, por el contrario, la calidad debe residir en las relaciones entre los elementos que las componen más que en esas características específicas, respetando la orientación formativa temporal, que no anula el ajuste lógico de las acciones al significado de educar (Vega Miranda, 1998; Touriñán, 2015).
La orientación formativa temporal para la condición humana es el modelo o patrón educativo de esa sociedad (el tipo de personas que queremos hacer con la formación que les damos en un determinado momento histórico). Por medio de la intervención, transformamos en educación el conocimiento de áreas culturales, en cada ámbito de educación que construimos (Touriñán, 2014).
La orientación formativa temporal integra el contenido de la educación y permite concretar y diferenciar la respuesta educativa correspondiente en cada territorio a cuestiones centrales y complementarias del concepto de educación, respecto de lo permanente y lo cambiante, lo esencial y lo existencial, lo estructural y lo funcional, lo que corresponde al ser o al devenir de la educación en cada momento socio-histórico concreto y que se plasma en la arquitectura curricular y en los ámbitos de educación que construimos, desde la Pedagogía.
Toda orientación formativa temporal conjuga tradición e innovación, el cultivo de lo personal y el compromiso con la grandeza de miras, porque ese es el marco en el que se mueven los fines de la educación que nacen de las expectativas sociales dirigidas al sistema. Se conjuga tradición e innovación (a veces, enmascarado en los términos modernidad y progreso), no por puro capricho particular del político de turno, sino porque, asumiendo el carácter de responsabilidad compartida en la educación, todos reconocen participativamente que, a la hora de definir el humano que queremos formar, ni todo en la tradición es rechazable, ni solo las innovaciones responden al conocimiento que debe conservarse. Se conjuga el cultivo de lo personal y la grandeza de miras, porque la educación, entendida en su sentido pleno, no alcanza su objetivo con desarrollar un hombre capaz de valerse por sí mismo y para sí mismo (Touriñán, 2015).
Los distintos modos de abordar la educación, desde la perspectiva del conocimiento pedagógico, permiten hablar siempre de ella como un valor elegido con finalidad educativa. Desde el punto de vista de la intervención, la educación está comprometida con finalidades extrínsecas o metas educativas y con finalidades intrínsecas o metas pedagógicas para lograr en la intervención el cumplimiento de exigencias lógicas del significado de la educación que determinan y cualifican destrezas, hábitos, actitudes, conocimientos y competencias como componentes de valor educativo reconocido para construirse a uno mismo, o lo que es lo mismo, para educarse, y por tanto, para hacerse cada vez más autor y no solo actor de sus propios proyectos (SI(e)TE, 2012).
La orientación formativa temporal está elaborada a partir de la singularidad de las situaciones, del conocimiento de la educación generado, del avance de las áreas culturales y de la pertinencia y relevancia de los valores vigentes dentro de una determinada sociedad. Las materias escolares se agrupan en la arquitectura curricular, atendiendo a los niveles del sistema educativo, respetando los criterios y rasgos de definición nominal y real de educación. Y, desde áreas culturales, vigentes, consolidadas y transformadas en ámbitos de educación, la orientación formativa temporal para la condición humana, oferta el patrón o modelo para el diseño educativo y la intervención pedagógica derivada.
Por medio de las materias escolares, la orientación formativa se aplica y se nutre desde estratos de pensamiento, derivados de diversas áreas culturales y variada condición, que van desde el humanismo al comunitarismo, desde el nacionalismo al individualismo, de la ética a la estética, de la moral a la religión, de la filosofía a la ciencia, de lo antropológico a lo cultural y así sucesivamente. La educación no se confunde, ni se identifica con esos estratos necesariamente, porque el significado de la educación es específico, distinto y propio de ese ámbito de realidad que es la educación y ajustado a definición nominal y real. La educación, tendrá orientación formativa temporal en la política educativa de perfil socialista, humanista, comunitario, laico, confesional, aconfesional, etc., según sea el momento histórico y atendiendo a la mayor o menor preponderancia de un determinado tipo de mentalidad ciudadana; son los sentidos filosóficos de la educación vinculados a expectativas sociales (Pring, 2014; Carr, 2014, 2006). Pero, además, en todos esos casos la educación es educación sustantivamente y por ello mantiene —tiene que mantener, so pena de perder su condición propia— coherencia con el significado de educación, con los rasgos de carácter y sentido que son inherentes al significado de ‘educación’. De este modo la acción educativa no dejará de ser educación y no se convertirá en canal propagandístico de las ideas políticas del grupo dominante (Touriñán, 2014; Touriñán & Longueira, 2018).
Y esto es así, porque, en concepto, la educación es un proceso que implica realizar el significado de la educación en cualquier ámbito educativo, desarrollando las dimensiones generales de intervención y las competencias adecuadas, los hábitos fundamentales de desarrollo, las capacidades específicas y las disposiciones básicas de cada educando para el logro de las finalidades de la educación y los valores guía derivados de las mismas. Y a lograr eso orientamos los procesos en un proyecto educativo de calidad.
El profesor Teófilo Rodríguez Neira se ha preocupado en sus últimos años de vida por la calidad de la educación y nos ha dejado textos de singular agudeza desde la perspectiva de los bits en la escuela y de los cristales rotos en la escuela que deben evitarse siempre, si buscamos la educación de calidad (Neira, 2010, 2011, 2018, 2019).
Conforme con ese compromiso, también debo dejar, en esta introducción, constancia de que, en 1987, publiqué un libro sobre la función pedagógica (Touriñán, 1987b). Entre ese libro y el publicado en 2020, con el título Pedagogía, competencia técnica y transferencia de conocimiento (Touriñán, 2020a), he generado diversos trabajos sobre la función pedagógica, la imagen social de la Pedagogía y la educación de calidad. En todos ellos he seguido argumentando desde y sobre la tesis de aquel primer libro de 1987 que ahora puedo formular en los siguientes términos:
La calidad de la educación depende, en buena medida, de la calidad de los profesionales de la educación y la calidad de estos profesionales depende, en buena medida, del conocimiento de la educación que han recibido en su formación (Touriñán, 1987b).
El conocimiento de la educación que proporciona la pedagogía hace posible la representación mental de la acción educativa y desarrolla en el pedagogo la visión crítica de su método y de sus actos en cada intervención, haciendo posible el paso del conocimiento a la acción (Touriñán, 2016).
Estimar la educación (ámbito de conocimiento) no significa, sin más, estimación del conocimiento del ámbito (Pedagogía como disciplina de conocimiento de la educación y actividad derivada) y tampoco equivale siempre a estimación positiva del pedagogo (persona que ejerce la carrera) o de la carrera que se estudia para ser pedagogo. En todos los ámbitos que se da la doble condición de conocimiento y acción se da esa diferencia posible de estimación: estimo la salud, estimo la medicina como conocimiento y acción y estimo o no a los médicos que se someten a los intereses de las farmacéuticas respecto de los medicamentos recetables (Touriñán, 2017).
La Pedagogía es una condición necesaria (necesidad lógica) para satisfacer una necesidad (social, cultural, económica, personal, etcétera: la educación), respecto de la cual la sociedad demanda imperiosamente respuesta de calidad. La Pedagogía se quedará en un puro saber academicista que unos enseñan para que otros aprendan, si no se relaciona con el logro de educación de calidad (Touriñán, 2019c).
Hay que vincular imagen social y respuesta a una necesidad social con la calidad de educación por medio de la Pedagogía, de tal manera que se entienda que no se logra educación de calidad sin desarrollar en los profesionales de la educación la competencia derivada de la calidad del conocimiento de la educación que tienen que recibir en su carrera (Touriñán, 2020a).
Y es por todo lo anteriormente dicho que, en este trabajo, voy a centrar mi reflexión sobre el conocimiento de la educación y la actividad común, que es sobre y desde la que intervenimos en la relación educativa para lograr educación de calidad. Prestar atención a la actividad común, es una condición necesaria de la educación de calidad. No hay educación de calidad, si no trabajamos, en la relación educativa, la actividad común. Y no hay educación de calidad, si no nos ajustamos a lo que, en términos de educación, es valioso y, por tanto, queda determinado explícitamente en su significado.
El conocimiento de la educación ha crecido a través del tiempo (O’Connor, 1971; Novak, 1977; Broudy, 1977; Berliner, 1986; Carr & Kemmis, 1988; Touriñán, 1987a, 1989, 2018b, 2019b, 2020c; Schulman, 1986; Biesta et al., 2014; Vázquez, 1980, 1981; Colom, 2018; SI(e)TE, 2018). Se ha convertido en un conocimiento especializado (Touriñán, 2016, 2017, 2020a; SI(e)TE, 2020). Este trabajo aborda la distinción entre los conocimientos especializados de cada área cultural que se enseña y el conocimiento específico del estudio de la educación como objeto de conocimiento. El objetivo es entender, por una parte, que el conocimiento de la educación hace posible la construcción de ámbitos de educación con las áreas culturales, transformando la información en conocimiento y el conocimiento en educación (ajustándolo al significado de educación). Hay que educar “con” el área cultural y esto exige, por otra parte, ejercer la función pedagógica con competencia, estableciendo una relación educativa en la que la actividad común interna y externa es el medio necesario: todos nos formamos y tenemos que usar la actividad común para educar y educarnos y sin ella ni es posible hacerlo, ni es posible lograrla (Touriñán, 2019e, 2019b, 2020b).
Sin la actividad común, ni es posible educar, ni es posible realizar la relación educativa. Y solo por medio de la actividad común, en la relación educativa, logramos la concordancia entre sentimientos y valores educativos que es necesaria para pasar del conocimiento a la acción educativa. Y dado que en la relación educativa la actividad común debe ajustarse al significado de educar, para que la relación sea educativa, se sigue que la actividad común, ajustada al significado de educar, hace efectiva la educación de calidad. Y de este modo, puede decirse que la actividad común es, además, una condición necesaria de la educación de calidad. Y esto es lo que argumento en este texto por medio de los siguientes postulados:
El conocimiento de la educación determina el concepto de ámbito de educación sobre el conocimiento de áreas culturales
Conocimiento de la educación y conocimiento pedagógico no significan lo mismo
La condición de experto se vincula al conocimiento de la educación en los profesionales de la educación
El punto de partida hacia la definición real de educación está en el uso común del término y en las actividades que se realizan
La función pedagógica genera intervención desde las actividades comunes
En la relación educativa se efectúa el paso del conocimiento a la acción, realizando, por medio de la actividad común, la concordancia entre valores educativos y sentimientos en cada intervención pedagógica, de manera que así se haga efectiva la educación de calidad en cada interacción.
El conocimiento de la educación determina el concepto de ámbito de educación sobre el conocimiento de áreas culturales
El nivel de las investigaciones pedagógicas actuales permite afirmar que hay razones suficientes para distinguir y no confundir en el lenguaje técnico (Touriñán, 2013a y 2014): el conocimiento de la educación, y los conocimientos de las áreas culturales.
Es verdad que, desde el punto de vista antropológico, la educación es cultura y, por tanto, tiene sentido afirmar que la función del profesional de la educación es transmitir cultura. Pero, si además afirmamos que los términos educacionales carecen de contenido propio, los conocimientos de las diversas áreas culturales se convierten en el eje de toda actividad pedagógica hasta el extremo de que los mismos profesionales de la educación tendrían que llegar a aceptar, por coherencia, que su formación es simplemente el conocimiento de esas áreas culturales y que conocer, enseñar y educar serían la misma cosa. Para mí, por principio de significado, conocer un área cultural no es enseñar, porque el conocimiento puede estar separado de la acción y enseñar no es educar, porque podemos afirmar que hay enseñanzas que no educan, con fundamento en el significado propio de esos términos (Touriñán, 2016, 2017; SI(e)TE, 2016, 2018, 2020; Touriñán & Longueira, 2016, 2018).
En relación con las áreas culturales, es verdad que el conocimiento del área cultural es un componente de la acción educativa, pero el conocimiento del área cultural tiene un protagonismo distinto cuando hablamos de ‘conocer un área cultural’, ‘enseñar un área cultural’ y ‘educar con un área cultural’. Esto que decimos, es obvio, si pensamos en un caso concreto, pues no es lo mismo ‘conocer Historia’, que ‘enseñar Historia’ que ‘educar con la Historia’, y así sucesivamente con cada área de experiencia que se constituye en objeto de enseñanza y ámbito de educación.
Desde el punto de vista del conocimiento de la educación, al que enseña se le requiere un determinado nivel de formación relativo al conocimiento del área que será objeto de la enseñanza (área de experiencia y formas de expresión adecuadas al área), pero de ahí no se sigue que enseñar un área sea conocer esa área y que educar sea simplemente enseñar el contenido del área. Es innegable, dado el actual desarrollo del conocimiento de la educación, que todos los profesores no requieren el mismo nivel de pericia en el área cultural de experiencia que enseñan (varía según cuál sea su nivel de ubicación en el sistema educativo), y que todos los profesores no deben tener el mismo conocimiento pedagógico, porque este depende de cuál sea el nivel del sistema educativo en el que se trabaje.
Conocer, en el amplio sentido de rendimiento identificado con las expresiones ‘sé qué, sé cómo y sé hacer’, no se confunde con enseñar. Aptitudes y competencias para conocer y aptitudes y competencias para enseñar no se subsumen unas en las otras, ni tampoco ambas vacían de significado a la expresión ‘educar con’ un área cultural. El análisis detenido del contexto pedagógico da pie para sostener que el conocimiento de las áreas culturales no es el conocimiento de la educación y que tiene sentido distinguir conocer, enseñar y educar, porque (Touriñán, 2015, 2019c, 2018a, 2020d):
Si bien es verdad que una buena parte de los objetivos de la educación tiene algo que ver con los contenidos de las áreas culturales en la enseñanza, el ámbito de los objetivos no se agota en los ámbitos de las áreas culturales, ni siquiera en la docencia. La función pedagógica, referida a la docencia, no se agota en saber la información cultural correspondiente a un tema de un área cultural en una clase; antes bien, la función pedagógica se pone de manifiesto cuando se sabe qué tipos de destrezas, hábitos, actitudes, etc., de los diversos dominios que señalan las taxonomías, se están potenciando al trabajar de manera especial en ese tema. La cuestión, en la docencia, no es saber tanto sobre un área como el especialista, sino saber qué objetivos de conocimiento se logran y cómo se logran al enseñar un tema del área y qué destrezas, hábitos, actitudes, conocimientos y competencias estamos desarrollando al enseñar ese tema.
La identificación del conocimiento de las áreas culturales con el conocimiento de la educación fomenta una situación pedagógica insostenible: la tendencia a evaluar el rendimiento escolar fundamentalmente por los niveles de información cultural de área. Sin que ello signifique que cualquier contenido sea puramente formal y sirva para alcanzar cualquier tipo de destreza, es posible afirmar que, aunque no con el mismo nivel de eficacia, desde el punto de vista pedagógico, con uno solo de los temas culturales del programa que debe estudiar un alumno de secundaria, por ejemplo, se podrían poner en marcha las estrategias pedagógicas conducentes al logro de casi todos los objetivos educativos del programa, a excepción de la información cultural específica del área.
Incluso identificando conocimiento de la educación y conocimiento de áreas culturales, se puede entender que hay un determinado conocimiento de la educación, hablando de la enseñanza, que no es el conocimiento de las áreas culturales: el conocimiento de la transmisión de los conocimientos de esas áreas culturales. La educación tendría efectivamente como misión, por ejemplo, la transmisión de conocimiento acerca de la Historia. En este caso, que ese conocimiento sea fiable y válido es problema de los historiadores y de los investigadores de esa área cultural; el conocimiento de la educación para la enseñanza sería, en este caso, el conocimiento de las estrategias de intervención.
Atendiendo a lo anterior, es obvio que existe una competencia distinta para educar y enseñar que para conocer un área cultural específica. En efecto, los conocimientos teóricos, tecnológicos y práxicos que se constituyen en objetivos de instrucción en la enseñanza, no los crea el profesional de la educación; son los investigadores de cada área cultural los que los crean. Al profesional de la educación le corresponde, con fundamento de elección técnica, decidir: si el educando puede aprenderlos; si son coherentes con la representación conceptual de la intervención educativa; si tienen fundamento teórico, tecnológico y práxico, según el caso, en el conocimiento de la educación para ser utilizados como instrumento de la educación; qué nivel de contenidos es adecuado en un caso concreto, cual es el método de enseñanza adecuado y qué destrezas, hábitos y actitudes, conocimientos y competencias educativas se pueden desarrollar con la enseñanza de ese conocimiento. Es decir, el profesional de la educación domina los conocimientos teóricos, tecnológicos y práxicos del área cultural que va a enseñar, al nivel suficiente para enseñarlos; pero, como profesional de la educación, domina el conocimiento de la educación que le permite justificar y explicar la conversión de esos conocimientos de un área cultural en objetivo o instrumento de la intervención pedagógica.
Desde el punto de vista de la competencia educativa, la clave del conocimiento que es válido para educar no está en el dominio de las áreas culturales, como si fuera el especialista de ese área cultural (artista, historiador, químico, u otros), sino en el dominio de la competencia pedagógica que le capacita para ver y utilizar el contenido cultural como instrumento y meta de acción educativa en un caso concreto, de manera tal que ese contenido cultural sea utilizado como instrumento para desarrollar en cada educando el carácter y sentido propios del significado de ‘educación’. El conocimiento de la educación capacita al profesional de la educación, por ejemplo, no solo para establecer el valor educativo de un contenido cultural y participar en el proceso de decidir su conversión en fin o meta de un determinado nivel educativo, sino también para establecer programas de intervención ajustados a hechos y decisiones pedagógicas que hagan efectiva la meta propuesta.
Hablar de conocimiento de la educación no implica, por tanto, interrogarse directamente acerca de los saberes de las áreas culturales. Cuando hablamos de ‘el conocimiento de la educación’, es más apropiado preguntarse por qué determinados conocimientos se constituyen en meta o instrumento de la acción educativa o por qué es educable la dimensión cognitiva del hombre. Y así como de los conocimientos de cada área cultural podrían hablarnos, según el caso y con propiedad, el historiador, el geógrafo, el matemático, el físico, etc., porque son especialistas en cada una de esas áreas de conocimiento, no nos cabe ninguna duda que responder adecuadamente a si tal o cual contenido histórico, matemático, físico, etc., debe constituirse en el contenido de la acción educativa que realizamos con un determinado sujeto, o a como cultivar su sentido crítico, exige interrogarse acerca de la educación como objeto de conocimiento. En la primera conjetura, los conocimientos de áreas culturales -la historia, la matemática, la física, etc.- son el objeto científico de estudio; en los dos casos de la segunda conjetura, la transmisión misma, la influencia que se ejerce, se convierte en objeto específico de reflexión científica.
De acuerdo con las reflexiones realizadas anteriormente, hablar de ‘conocimiento de la educación’ es lo mismo que interrogarse acerca de la educación como objeto de conocimiento, lo que equivale a formularse una doble pregunta (Touriñán & Rodríguez, 1993; Touriñán & Sáez, 2015, Colom, 2006; Vázquez, 1981, 2018; Walton, 1971, 1974):
Qué es lo que hay que conocer para entender y dominar el ámbito de la educación; o lo que es lo mismo, cuales son los componentes del fenómeno educativo que hay que dominar para entender dicho fenómeno.
Cómo se conoce ese campo; o, dicho de otro modo, qué garantías de credibilidad tiene el conocimiento que podamos obtener acerca del campo de la educación.
Nos parece necesario distinguir conocimiento de áreas culturales y conocimiento de la educación porque, en la misma medida que el conocimiento de la educación va más allá de lo que se transmite, la función pedagógica —en el ámbito de la docencia— comienza a ser objeto de conocimiento especializado y específico. Precisamente por eso podemos definir la función pedagógica como ejercicio de tareas cuya realización requiere competencias adquiridas por medio del conocimiento de la educación (Touriñán, 2019f).
Si no distinguimos conocimiento de áreas culturales y conocimiento de la educación, se sigue que, por ejemplo, la competencia profesional de los profesores se definiría erróneamente por el mayor o menor dominio del área cultural que van a enseñar. Este tipo de planteamientos genera consecuencias nefastas para estos profesionales:
En primer lugar, como los conocimientos de áreas culturales que enseñan no los crearían los profesores, estos se percibirían a sí mismos como aprendices de los conocimientos de esas áreas que otros investigan.
En segundo lugar, como la competencia profesional se definiría por el dominio del área cultural, se fomentaría el error de creer que el que más sabe es el que mejor enseña.
Si no confundimos conocimiento de áreas culturales y conocimiento de la educación, ni es verdad que el profesor es un aprendiz de las áreas culturales que enseña, ni es verdad que necesariamente el que más Historia sabe es el que mejor la enseña, ni es verdad que el que mejor domine una destreza es el que mejor enseña a otro a dominarla, a menos que, tautológicamente, digamos que la destreza que domina es la de enseñar.
Esto es así, porque cada una de esas actividades requiere distintas competencias y destrezas para su dominio, y la práctica y perfección en una de ellas no genera automáticamente el dominio de la otra.
En rigor lógico, hay que aceptar que el conocimiento de la educación es, pues, un conocimiento especializado que permite al especialista explicar, interpretar y decidir la intervención pedagógica propia de la función para la que se habilita, bien sea función de docencia, bien sea de apoyo al sistema educativo, o bien sea función de investigación.
Si repasamos las afirmaciones anteriores, parece obvio que la función pedagógica, por principio de significado, exige conocimiento especializado de la educación.
Por supuesto, es evidente que la función pedagógica no se reduce a la docencia; el colectivo profesional de los docentes es solo una parte de los profesionales de la educación. Pero la distinción realizada entre conocimiento de áreas culturales y conocimiento de la educación nos permite distinguir e identificar a los profesionales de la educación y a las funciones pedagógicas (Touriñán, 2013b):
En el sistema educativo trabajan sociólogos, médicos, psicólogos, y otros profesionales que reciben con propiedad la denominación de profesionales del sistema educativo, porque ejercen su profesión en y sobre el sistema educativo. Pero, además, existe un grupo de profesionales del sistema educativo que merecen con propiedad la denominación de profesionales de la educación; su tarea es intervenir, realizando las funciones pedagógicas para las que se han habilitado; el contenido propio del núcleo formativo en su profesión es el conocimiento de la educación. ‘Profesionales del sistema educativo’ y ‘profesionales de la educación’ son dos expresiones distintas con significado diferente; y tiene sentido afirmar que, no todo profesional del sistema educativo es profesional de la educación, en tanto en cuanto solo el contenido de la formación profesional de este es siempre el conocimiento de la educación. Profesional de la educación es el especialista que domina los conocimientos teóricos, tecnológicos y prácticos de la educación que le permiten explicar, interpretar y decidir la intervención pedagógica propia de la función para la que está habilitado.
-
Si tomamos como referente las tareas y actividades a realizar en el ámbito educativo, el conocimiento de la educación y el desarrollo del sistema educativo permiten identificar tres tipos de funciones pedagógicas, genéricamente (Touriñán, 1987b, 2020a):
Funciones pedagógicas de docencia, o funciones didácticas, identificadas básicamente con el ejercicio y dominio de destrezas, hábitos, actitudes y conocimientos que capacitan para enseñar en un determinado nivel del sistema educativo.
Funciones pedagógicas de apoyo al sistema educativo. Son funciones que no se ocupan directamente de la docencia, aunque mejoren las posibilidades de esta, porque su tarea es resolver problemas pedagógicos del sistema educativo que surgen con el crecimiento del mismo y del conocimiento de la educación, y que, de no subsanarse, paralizarían la docencia o dificultarían el logro social de una educación de calidad a través del sistema educativo, como es el caso de la organización escolar, la intervención pedagógico-social, la planificación educativa, etc.
Funciones de investigación pedagógica, identificadas con el ejercicio y dominio de destrezas, hábitos, actitudes y conocimientos que capacitan para la validación y desarrollo de modelos de explicación, interpretación y transformación de intervenciones pedagógicas y acontecimientos educativos.
Cabría pensar que debiera añadirse la ‘función educadora’ al cuadro de funciones pedagógicas, porque no es lo mismo educar que enseñar. Educar es, en efecto, la función más excelsa del pedagogo y esa función está asumida, desde la Pedagogía en cada una de las demás funciones, tanto desde la consideración de la educación como ámbito de conocimiento, como desde la consideración de la educación como acción. Ahora bien, dado que hablamos de funciones pedagógicas en sentido estricto, debemos mantener la diferencia entre Pedagogía y educación y, precisamente por esa distinción, sería un error atribuir la función de educador de manera particular al pedagogo de carrera, como si no hubiera educadores que no son pedagogos (Touriñán, 2015).
Y esta afirmación que acabo de hacer no debe tomarse como renuncia a la acción y a la competencia especializada y específica en la función pedagógica, sino como reconocimiento de responsabilidad compartida en la tarea educativa. Y así las cosas, salvando la responsabilidad compartida, también hemos de reconocer que en cualquier función pedagógica se incluyen competencias educativas, pues por principio de definición nominal y por principio de finalidad en la actividad, ejercemos funciones pedagógicas y eso quiere decir que lo son, porque usan el conocimiento de la educación para educar: no se trata de enseñar, investigar y apoyar al sistema educativo para cualquier cosa, sino de enseñar, investigar y apoyar lo que educa. En este discurso, la función educadora está presente como cualidad o sentido en las funciones pedagógicas de docencia, apoyo al sistema educativo e investigación, que son tres funciones pedagógicas distintas.
La distinción realizable entre conocimiento de áreas culturales y conocimiento de la educación nos permite distinguir e identificar a los profesionales de la educación como profesionales distintos de los profesionales del sistema educativo. Respecto de esta cuestión, hemos de decir que en el sistema educativo trabajan sociólogos, médicos, psicólogos, conductores, cocineros, arquitectos, etc. Estos profesionales reciben con propiedad la denominación de ‘profesionales del sistema educativo’, porque ejercen su profesión en y sobre el sistema educativo aplicando su conocimiento especializado sobre las cuestiones específicas del sistema educativo: el comedor escolar, la salud, el transporte, los edificios, etc. Pero, además, existe un grupo de profesionales del sistema educativo que merecen con propiedad la denominación de ‘profesionales de la educación’; su tarea es intervenir, realizando las funciones pedagógicas para las que se han habilitado; el contenido propio del núcleo formativo en su profesión, su conocimiento especializado, es el conocimiento de la educación. ‘Profesionales del sistema educativo’ y ‘profesionales de la educación’ son dos expresiones distintas con significado diferente; y tiene sentido afirmar que, no todo profesional del sistema educativo es profesional de la educación, en tanto en cuanto solo el contenido de la formación profesional de este es siempre el conocimiento de la educación. Profesional de la educación es el especialista que domina los conocimientos teóricos, tecnológicos y prácticos de la educación que le permiten explicar, interpretar, transformar y decidir la intervención pedagógica propia de la función para la que está habilitado (Touriñán, 2017).
Los profesionales de la educación realizan ‘funciones de docencia, funciones pedagógicas de apoyo al sistema educativo y funciones de investigación’, siempre con el objetivo último de educar en cada una de ellas. Las ‘funciones pedagógicas de apoyo al sistema educativo’ son funciones referidas siempre a la intervención pedagógica, no se ocupan directamente de la docencia, aunque mejoren las posibilidades de ésta; su tarea es resolver problemas pedagógicos del sistema educativo que surgen con el crecimiento de este y del conocimiento de la educación, y que, de no subsanarse, paralizarían la docencia educativa o dificultarían el logro social de una educación de calidad a través del sistema educativo. Las funciones pedagógicas de apoyo al sistema educativo responden a la diferencia entre conocer, enseñar y educar y, son, como en todos los ámbitos de realidad que tienen la doble condición de ámbito de conocimiento y de acción (caso de la educación), de dos tipos: el técnico de apoyo a la realización de la intervención pedagógica (como el inspector de educación o el director de centro educativo, entre otros) y el técnico especialista en la realización de la intervención pedagógica (como son el pedagogo que construye ámbitos de educación y diseños educativos, el orientador formativo-educacional, el pedagogo escolar, el pedagogo ambiental, el pedagogo laboral, el pedagogo social, el pedagogo familiar, por ejemplo). Estas funciones se resumen a continuación en el Cuadro 1.
Por otra parte, la distinción entre conocimientos de áreas culturales y conocimiento de la educación nos coloca también en una posición especial para establecer la distinción entre finalidades extrínsecas de la educación (metas educativas) y finalidades intrínsecas de la educación (metas pedagógicas). Tiene sentido establecer esta distinción dentro del sistema social y para el subsistema ‘educación’ porque las finalidades intrínsecas son propias del subsistema, en tanto que derivan del conocimiento propio del subsistema educación (conocimiento de la educación) y, a su vez, las finalidades extrínsecas también son propias del subsistema, pero porque se incorporan al mismo después de ser elegidas (fin = valor elegido) para el subsistema por ser compatibles con él, aunque no nacen del conocimiento de la educación.
Así las cosas, podemos decir que los conocimientos teóricos, tecnológicos y práxicos (de la Literatura, la Historia, la Filosofía, la experiencia de vida, la Moral, las costumbres, etc.) de las diversas áreas culturales que se constituyen en objetivo de conocimiento de la enseñanza no los crean los profesionales de la educación con su conocimiento especializado (conocimiento de la educación); son los especialistas de cada una de esas áreas los que los crean y se ‘convierten’ en metas social y moralmente legitimadas en esa sociedad. Precisamente por eso son candidato a meta de la educación. Si además de estar legitimadas social y moralmente, son elegidos, pasan a ser, no candidato a meta educativa, sino efectiva finalidad extrínseca.
Las finalidades intrínsecas, por su parte, son las que se deciden en el sistema y su contenido es conocimiento de la educación. La validez de sus enunciados no procede sin más de su carácter social y moralmente deseable, o de su validez en un área cultural, sino de las pruebas específicas del ámbito, es decir, a partir del significado que se les atribuye a los enunciados desde el sistema conceptual elaborado con el conocimiento de la educación.
Este mismo discurso exige, por coherencia, reconocer que hay un determinado tipo de metas (extrínsecas) que tienen un carácter histórico y variable, sometido a la propia evolución de lo socialmente deseable y al crecimiento del área cultural concreta a que pertenece (hoy no se enseñan las matemáticas de hace años, ni se les da el mismo valor dentro del currículum escolar; hoy no se enseñan las mismas ‘costumbres’ que hace años, etc.). Hablamos aquí de los conocimientos de las disciplinas que forman parte de la educación.
Además, hay otras finalidades intrínsecas, que tienen un carácter histórico y variable sometido a la propia evolución del conocimiento de la educación. Hablamos aquí del conocimiento de la educación derivado de la educación como objeto de conocimiento.
Ambos tipos de finalidades están sometidas al carácter histórico. Pero la respuesta es muy distinta —por el tipo de discurso que lo justifica—, cuando decimos que el hombre debe saber Historia para estar educado (finalidad extrínseca) y hay que desarrollar sentido crítico, porque sin él, el hombre no podrá educarse (finalidad intrínseca). En el primer caso el hombre estará más o menos educado; en el segundo, el hombre podrá educarse o no (necesidad lógica). Parece, por tanto, que una buena separación entre las finalidades intrínsecas y extrínsecas deriva de la distinción entre necesidad lógica de algo y necesidades psicológicas del nivel sociohistórico en el que se da ese algo (¿cuál es el hombre educado de cada época?).
Si nuestro discurso es correcto, tal como decíamos al principio de este apartado, es posible hablar y distinguir conocimientos da áreas culturales y conocimiento de la educación. Pero, además, como se ha razonado a lo largo de este epígrafe, conocer, enseñar y educar tienen significados distintos, la lógica de saber, no es la lógica de hacer saber y hay enseñanzas que no educan. Por eso, es importante distinguir entre la educación como objeto de conocimiento (el conocimiento de la educación; knowledge of education; education knowledge) y el conocimiento como objeto de educación (la educabilidad de nuestro conocimiento; the educability of our knowledge; knowledge education or cognitive education), si se nos permite la expresión (Touriñán, 2013b). Para nosotros queda claro que:
Hablar de los conocimientos de la educación (knowledges about education; educational knowledges; education knowledge) es lo mismo que hablar del conjunto de conocimientos teóricos, tecnológicos y prácticos que la investigación va consolidando acerca del ámbito de realidad que es la educación. Son en sí mismos conocimientos de un área cultural. Pero, en este caso, son el área cultural específica; la de la educación, que se convierte en sí misma en objeto de conocimiento (educación como objeto de conocimiento, como objeto cognoscible).
Hablar de los conocimientos de las áreas culturales es hablar de los conocimientos teóricos, tecnológicos y prácticos que los especialistas de cada área —matemáticos, físicos, psicólogos, médicos, etc.— han ido consolidando con sus investigaciones.
Hablar del conocimiento como objeto de educación (the educability of our knowledge; knowledge education or cognitive education) es hablar de una determinada parcela del conocimiento de la educación, aquella que nos permite intervenir para mejorar nuestro modo de conocer.
Hablar de conocimiento de la educación no implica interrogarse directamente acerca de los saberes de las áreas culturales. Cuando hablamos de “el conocimiento de la educación”, es más apropiado preguntarse por qué determinados conocimientos se constituyen en meta o instrumento de la acción educativa o por qué es educable la dimensión cognitiva del hombre. Y así como de los conocimientos de cada área cultural podrían hablarnos, según el caso y con propiedad, el historiador, el geógrafo, el matemático, el físico, el crítico de arte, etc., porque son especialistas en cada una de esas áreas culturales, no cabe duda que responder adecuadamente a si tal o cual contenido histórico, matemático, físico, artístico, etc., debe constituirse en el contenido de la acción educativa que realizamos con un determinado sujeto, o a cómo cultivar su sentido crítico, exige interrogarse acerca de la educación como objeto de conocimiento.
En el primer supuesto, los conocimientos de las áreas culturales —la historia, la matemática, la física, etc.— son el objeto científico de estudio; en los dos casos del segundo supuesto, la transmisión misma y la mejora de la capacidad de conocer se convierten en objeto específico de la reflexión científica en forma de Didáctica y de Pedagogía cognitiva, según el caso. Y así las cosas, el conocimiento como objeto de educación exige la investigación de la educación, es decir, exige que la educación se convierta en objeto de conocimiento, bien como Pedagogía cognitiva o bien como Didáctica, respectivamente, pero, además de responder a por qué se produjo un determinado acontecimiento educativo y a cómo se puede lograr un determinado acontecimiento educativo, hay que responder, también, a cómo se justifica ese acontecimiento como acontecimiento educativo y esta es una cuestión que solo se responde desde el conocimiento que tenemos del concepto educación y el significado de ‘educación’ se construye desde la Pedagogía. Esa es la pregunta desde la Pedagogía, no por mejorar nuestro modo de conocer, ni por mejorar nuestro modo de enseñar, sino la pregunta por la educación misma desde conceptos con significación intrínseca (autóctonos) al ámbito de conocimiento ‘educación’. Conocer un área cultural no es enseñar, porque, como acabamos de ver, las competencias que se requieren en cada caso son distintas y enseñar no es educar, porque podemos afirmar que hay enseñanzas que no educan, con fundamento en el significado propio de esos términos.
Hay que asumir sin prejuicios que la pedagogía es conocimiento de la educación y este se obtiene de diversas formas, pero, en última instancia, ese conocimiento, por principio de significación, solo es válido si sirve para educar; es decir, para transformar la información en conocimiento y este en educación, desde conceptos con significación intrínseca al ámbito de educación. Por una parte, hay que saber en el sentido más amplio del término (sé qué, sé cómo y sé hacer); por otra parte, hay que enseñar (que implica otro tipo de saber distinto al de conocer las áreas de experiencia cultural; enseñar implica hacer saber a otros). Y, por si eso fuera poco, además, hay que educar, que implica, no solo saber y enseñar, sino también dominar el carácter y sentido propios del significado de ‘educación’, para aplicarlo a cada área experiencia cultural con la que educamos. Cuando interpretamos el área de experiencia cultural desde la mentalidad pedagógica específica y desde la mirada pedagógica especializada, nuestra preocupación intelectual nos permite distinguir entre ‘saber Historia’, ‘enseñar Historia’ y ‘educar con la Historia’, entendida esta como una materia de área cultural que forma parte del currículo junto con otras y se ha convertido desde la Pedagogía en ámbito de educación.
El ‘ámbito de educación’, tal como se usa en este contexto de argumentación, no es un espacio físico, sino un concepto derivado de la valoración educativa del área de experiencia que utilizamos como instrumento y meta de educación. El ámbito de educación es resultado de la valoración educativa del área de experiencia que utilizamos para educar y por eso, desde la Pedagogía, en el concepto de ámbito de educación se integran el significado de educación, los procesos de intervención, las dimensiones de intervención y las áreas de experiencia y las formas de expresión, junto con cada acepción técnica de ámbito.
El ‘ámbito de educación’, que es siempre expresión del área cultural valorada como objeto e instrumento de educación integra los siguientes componentes: ‘área de experiencia’ con la que vamos a educar, ‘formas de expresión’ convenientes para educar con esa área, ‘criterios de significado de educación’ reflejados en rasgos de carácter y sentido inherentes al significado de educar, ‘dimensiones generales de intervención’ que vamos a utilizar en la educación, ‘procesos de educación’ que deben seguirse y ‘acepción técnica de ámbito’. Integrar estos componentes es lo que hace el conocimiento de la educación con cada área cultural para hablar con propiedad conceptual de educar ‘con’ un área cultural como concepto distinto de ‘enseñar’ un área cultural y ‘conocer’ un área cultural que forma parte del currículo.
Si no confundimos conocimiento de áreas culturales y conocimiento de la educación, ni es verdad que el profesor es un aprendiz de las áreas culturales que enseña, ni es verdad que necesariamente el que más Arte sabe es el que mejor lo enseña, ni es verdad que el que mejor domine una destreza es el que mejor enseña a otro a dominarla, a menos que, tautológicamente, digamos que la destreza que domina es la de enseñar, ni es verdad que, cuando se enseña, estamos utilizando siempre el contenido cultural como instrumento de logro del carácter y sentido propio del significado de educación, porque enseñar no es educar. Es objetivo de la pedagogía transformar la información en conocimiento y el conocimiento en educación, valorando cada medio utilizado como educativo y construyendo ámbitos de educación desde las diversas áreas culturales: es la perspectiva mesoaxiológica de la Pedagogía 2 (Touriñán, 2020e, p. 50). Precisamente por eso podemos decir que a la Pedagogía le corresponde valorar cada área cultural como educación y construirla como ‘ámbito de educación’ (Touriñán, 2017).
Para nosotros, el área cultural contemplada desde la perspectiva de ámbito de educación no es solo educación ‘para’ un área cultural (desarrollo vocacional y carrera profesional), centrado preferentemente en el área como conocimiento teórico, ámbito de investigación y actividad creativa, cuyo dominio técnico y ejecución práctica pueden enseñarse. El área cultural también es educación ‘por’ el área cultural (ámbito general de educación y ámbito de educación general), ámbito general de educación que permite focalizar la intervención pedagógica en el área cultural al desarrollo del carácter y sentido propio de la educación, -como se debería hacer con las matemáticas, la lengua, la geografía, o cualquier disciplina básica del currículum de la educación general- y ámbito de educación general en el que se adquieren competencias para el uso y construcción de experiencia valiosa sobre el sentido conceptual del área, asumible como acervo común para todos los educandos como parte de su desarrollo integral. Podemos conocer un área cultural, podemos enseñar un área y podemos educar ‘con’ el área cultural, ya sea para desarrollar en los educandos el carácter y sentido inherentes al significado de educación, ya sea para desarrollar el sentido conceptual del área dentro de la formación general de cada educando, ya sea para contribuir a formar especialistas en el área cultural desde una perspectiva vocacional o profesional (Touriñán, 2015; Longueira et al., 2019).
Esto es así, porque cada una de esas actividades requiere distintas competencias y destrezas para su dominio, y la práctica y perfección en una de ellas no genera automáticamente el dominio de la otra. En rigor lógico, hay que aceptar que el conocimiento de la educación es, pues, un conocimiento especializado que permite al pedagogo explicar, interpretar y decidir la intervención pedagógica adecuada al área cultural que es objeto de enseñanza y educación, según el caso.
En resumen, la defensa del carácter especializado del conocimiento de la educación permite afirmar que la función pedagógica es, en nuestros días, una actividad específica reconocida socialmente para cubrir necesidades sociales determinadas; una actividad específica con fundamento en el conocimiento especializado de la educación, que permite establecer y generar hechos y decisiones pedagógicas. La competencia de experto en las funciones pedagógicas procede del conocimiento de la educación: se manifiesta en el dominio de las competencias adecuadas para educar y en la posesión de mentalidad pedagógica específica; se ejerce con mirada pedagógica especializada en los elementos estructurales de la intervención; se diversifica en profesiones conocidas hoy ya como profesor, director, inspector, educador social, pedagogo laboral, pedagogo familiar, psicopedagogo, pedagogo, etcétera. Y todo esto son exigencias lógicas que asumen la profesionalización y el profesionalismo, desde la Pedagogía, para lograr educación de calidad.
Conocimiento de la educación y conocimiento pedagógico no significan lo mismo
Después de estos pasos, parece evidente que preguntarse qué conocimiento de la educación se necesita, reclama una respuesta amplia que no quede restringida al conocimiento de la educación que proporcione una de las corrientes. Según el tipo de problemas que estemos planteando, necesitaremos conocimiento autónomo, subalternado o marginal. A veces necesitaremos ciencia de la educación (necesitaremos ‘teorías sustantivas’ de la educación para explicar y comprender la educación en conceptos propios, autóctonos, haciendo reglas y normas derivadas del proceso); a veces necesitaremos estudios científicos de la educación, teorías prácticas y teorías interpretativas (reglas para fines dados y orientaciones de la acción hacia determinados efectos que justifica la teoría interpretativa; orientar la intervención hacia fines socialmente prescritos o para comprender la intervención educativa en términos validados por otras disciplinas consolidadas, como la Psicología, la Sociología, etcétera); y por último, necesitaremos estudios filosóficos de la educación, cuando queramos hacer fenomenología de un fin en sí, estudiar la lógica interna del fin dentro del sistema conceptual de Educación o conocer las consecuencias que se derivan para la educación de una determinada concepción de vida. necesitaremos ‘teorías filosóficas’ (en plural) de la educación, que se centran en conocer las consecuencias que se derivan para la educación de una determinada concepción de vida y, a veces, necesitaremos ‘teoría filosófica’ (en singular) de la educación que se centra en hacer análisis fenomenológico, dialéctico, crítico-hermenéutico o lingüístico de un fin en sí, estudiar la lógica interna del fin dentro del sistema conceptual de ‘educación’, etcétera (Touriñán, 2019b, 2020c; Gil Cantero, 2011; Carr, 2006, 2014).
El conocimiento de la educación procede de muy diversas formas de conocimiento y genera muy diversas disciplinas. Hay disciplinas derivadas de las Filosofías, hay disciplinas derivadas de las teorías interpretativas, hay disciplinas derivadas de teorías prácticas y hay disciplinas derivadas de teorías sustantivas. La estructura conceptual del conocimiento de la educación en cada una de ellas es distinta. La Pedagogía como ciencia, los estudios interdisciplinares de la educación, o estudios subalternados, y los estudios filosóficos de la educación no se confunden, aunque todos son conocimiento de la educación y todos forman parte en distinta medida de los estudios propios de la Pedagogía como carrera (Touriñán, 2014, 2016; Pring, 2014; Rodríguez, 2006; Sáez, 2007).
Los distintos modos de entender el conocimiento de la educación han generado una diversidad necesaria de conocimientos teóricos de la educación, según el tipo de problemas que se estén analizando. Y, si esto es así, igual que podemos afirmar que no todo conocimiento de la educación es Pedagogía en el sentido de pedagogía como disciplina científica con autonomía funcional, también podemos afirmar, sin contradicción, que de todo conocimiento de la educación se deriva un cierto conocimiento pedagógico, porque el conocimiento pedagógico nace del estudio de la intervención, es decir, del estudio de la relación teoría-práctica; y, en cada corriente, por su modo de entender el conocimiento de la educación, se genera un conocimiento distinto de la intervención: en unos casos el conocimiento es experiencial, en otros es de teoría práctica y, en otros, de tecnología específica (Belth, 1971; Touriñán & Sáez, 2015, Dewey, 1998; García Aretio et al., 2009; Gil Cantero, 2018, Rabazas, 2014; Martínez et al., 2016; Jover & Thoilliez, 2010).
El conocimiento de la educación tiene su manifestación más genuina en el conocimiento pedagógico, que es el que determina la acción profesional en cada función pedagógica. El conocimiento pedagógico nace del estudio de la intervención, por medio de la relación educativa que propicia el paso del conocimiento a la acción, conjugando teoría y práctica (Touriñán & Rodríguez, 1993; Touriñán, 2017). Y dado que de todo conocimiento de la educación se deriva a través de la relación teoría-práctica una cierta consideración o recomendación para la intervención, podemos decir que de todo conocimiento de la educación se deriva un cierto conocimiento pedagógico. Por la misma razón podemos decir que toda intervención educativa es, en cierta medida, una intervención pedagógica, porque en toda intervención educativa hay una componente de conocimiento pedagógico, que nace del estudio de la relación teoría-práctica y que no tiene siempre el mismo nivel de elaboración técnica en su manifestación. Esto es así y podemos decir, por tanto, que en un determinado tipo de intervención educativa hay un conocimiento pedagógico experiencial, en otro, hay conocimiento pedagógico de teoría práctica y, en otro, hay conocimiento pedagógico de tecnología específica (Cuadro 2).
La condición de experto en los profesionales de la educación se vincula al conocimiento especializado
Hay que aceptar que el conocimiento de la educación es, pues, un conocimiento especializado que permite al especialista explicar, interpretar y decidir la intervención pedagógica propia de la función para la que se habilita, bien sea función de docencia, bien sea de apoyo al sistema educativo, o bien sea función de investigación (Touriñán & Sáez, 2015).
En todos estos casos, la condición de experto le viene dada por estar en posesión de diversas competencias que le capacitan para el conocimiento teórico, tecnológico y práctico de la educación en su área de actuación, para ejercer como técnico de la educación y para controlar la práctica de su intervención como especialista de la educación.
Desde la condición de experto, cabe la posibilidad de hablar de profesionales de la educación y de profesiones pedagógicas. Esto, evidentemente, no debe contradecir el hecho, ya asumido, de que no toda persona que educa es un profesional de la educación, porque los profesionales de la educación ocupan un espacio laboral definido, compatible con la actuación de otros profesionales del sistema educativo y con la de otros agentes de la educación. Pero es precisamente el conocimiento especializado de la educación el que otorga la competencia de experto al profesional de las funciones pedagógicas (Wynen, 1985; Fraser & Dunstan, 2010; Berliner, 1986, 2002; (SI(e)TE, 2020):
El experto en educación (de grado o postgrado) es un especialista en una parcela del ámbito de realidad de la educación (educación física, educación, educación cívica, u otras) desde el punto de vista del desempeño de funciones, según el caso, de docencia, investigación o apoyo a la intervención e intervención en el sistema educativo
La formación como experto en actividades educativas capacita para intervenir en la actividad educativa: enseñar, organizar y dirigir centros, evaluar y controlar actividades educativas, etc. Son funciones distintas que en determinados casos configuran la actividad propia de alguna profesión
La formación como experto le capacita para alcanzar con su maestría, no solo conocimientos de nivel epistemológico (teórico, tecnológico y práctico) acerca de la investigación en educación, de la enseñanza y de la intervención educativa, sino también destreza y experiencia en el ejercicio o práctica de esa actividad
El experto en educación, cuando proceda, tiene que dominar el área cultural que se constituye en ámbito de educación (objeto y meta de su quehacer) al nivel suficiente para desempeñar su función pedagógica (educación artística, educación física, educación literaria, etcétera).
Ahora bien, llegados a este punto del discurso, hay que destacar, por una parte, la importancia de diferenciar la ‘práctica’ como entrenamiento o ejercicio repetido de una actividad y la ‘práctica’ como nivel epistemológico de conocimiento (aplicación del conocimiento al caso concreto) y, por otra, la importancia de distinguir con precisión entre conocer una actividad, investigarla, enseñarla, ejerciendo como técnico en esa actividad y practicarla como persona o como especialista. Las aptitudes y destrezas que se requieren en cada caso son distintas, y si bien en pura hipótesis mental pudieran darse todas en una misma persona, lo normal es que eso no ocurra y ello no merma el éxito en cada caso (Perrenoud, 2004a, 2008, 2004b).
El especialista en ciencias de la actividad educativa hace práctica en el ámbito epistemológico (aplica su conocimiento al caso concreto y pone en acción la secuencia de intervención). Pero, además, hace práctica o entrena o se ejercita en las destrezas propias de un técnico en ciencias de la actividad educativa (hace prácticas como entrenador, como administrador o director de recintos educativos, etcétera).
No hay nada extraño en que una persona que prepara a otras para la actividad educativa, la conoce, la investiga y trabaja como técnico de esa actividad, la practique. Más aún, tampoco hay nada extraño en aceptar que, en determinados tipos de actividad, tales como la docencia, la abogacía, la medicina, la educación, etc., la práctica de la actividad ayuda al experto y forma parte de su formación. Eso que acabamos de decir lo comprobamos en todas las áreas de experiencia que requieren ejercicio de destreza práctica, como son el deporte, la educación, el arte o la cirugía. Pero de ahí no se sigue que quien más educación sabe es quien mejor la enseña o que quien más salta es quien mejor entrena. Si se me permite un símil con el médico-cirujano, puede decirse que quien mejor logra el objetivo de hacer médicos-cirujanos no es necesariamente, a su vez, el mejor cirujano. El mejor cirujano domina la teoría, la tecnología y la práctica de la intervención clínica; además, ‘practica’, es decir, ejercita la intervención clínica. Pero por el hecho de ser buen cirujano, no es buen “entrenador” de cirujanos, porque lo que necesita dominar el entrenador es la técnica de enseñar cirugía, aunque no sea un experto de la intervención clínica.
Esta distinción entre conocer, investigar, enseñar una actividad o intervención (deportiva, médica, artística, etc.), ejercer como técnico especialista de una actividad o intervención (médico, artista, deportista), practicar la actividad a nivel epistemológico y practicar (entrenar la actividad como técnico especialista o como persona particular aficionada), nos pone en el camino de comprender la peculiar situación de determinadas carreras en relación con la práctica. Conviene no confundir esas peculiares relaciones, porque la práctica de quien enseña un deporte o un arte es, prioritariamente, la práctica de la enseñanza, no la del deporte o arte en sí. Esta distinción es fundamental para dilucidar cuestiones de profesionalismo y no anula de ningún modo la importancia del entrenamiento y el aprendizaje vicario en el dominio de destrezas.
Desde el punto de vista de la educación, al que enseña se le requiere un determinado nivel de aptitudes relativas al área en la que va a educar (experiencia y expresión artística), pero de ahí no se sigue que no se puede ejercer como educador en esa área de experiencia educativa sin que el profesor sea además experto practicante de esa área de experiencia. Para nosotros es un hecho que no es lo mismo educar que actuar educadamente; no es lo mismo sanar a alguien que vivir sanamente, no es lo mismo enseñar un arte o un deporte que ser el deportista o el artista. Y, así las cosas, sigue siendo verdad que la eficacia en la enseñanza significa que no se requiere más nivel de competencia técnica que el necesario para hacer efectiva la acción. Precisamente por eso los profesores no requieren el mismo nivel de pericia en el área cultural de experiencia que enseñan, según cuál sea su nivel de ubicación en el sistema educativo, ni todos deben tener el mismo conocimiento pedagógico, según cuál sea el nivel del sistema educativo en el que trabaje, ni todos los alumnos se preparan para ser profesionales de una determinada área educativa de experiencia.
Esta diferencia entre aptitudes para practicar y aptitudes para conocer, enseñar, investigar y ejercer como técnico nos permite entender, además, por qué el especialista en ciencias de la salud no es el que más salud tiene, aunque sea el que está más preparado para controlar y optimizar los instrumentos y condiciones de salud. Por la misma razón, el técnico en actividades físico-deportivas no es quien más y mejor actividad físico-deportiva realiza, aunque es quien está en mejores condiciones para controlar y optimizar las aptitudes para la actividad físico-deportiva. Y esto se aplica a todas las áreas educativas de experiencia que suponen actividad práctica, incluidas las Artes.
Es fundamental, en este tipo de carreras, distinguir entre ámbito de conocimiento y conocimiento del ámbito. El ámbito de conocimiento es la realidad práctica de la actividad, pero el conocimiento del ámbito es el dominio intelectual, no la práctica. El graduado es experto en conocimiento científico, por ejemplo, del arte, de las artes y del teatro. Conviene reparar en esto, porque no existen licenciados ni doctores en saltar vallas o hacer obras artísticas; pero sí puede hacerse una licenciatura o un doctorado del salto de vallas o de una obra de teatro o de un artista: su historia, su técnica, su entrenamiento, etc.
Conocer, investigar, enseñar una actividad o intervención (deportiva, médica, artística, etc.), ejercer como técnico especialista de una actividad o intervención (médico, artista, deportista), practicar la actividad a nivel epistemológico y practicar (entrenar la actividad como técnico especialista o como persona particular aficionada) y, por último, practicar como docente o practicar la actividad del área cultural que enseño, son funciones distintas que se predican de un ámbito de conocimiento compartido. Pero, además, son funciones distintas respecto de un ámbito de conocimiento compartido que tiene diversos niveles de elaboración epistemológica comunes. Precisamente por eso, podemos decir que teoría, tecnología y práctica se integran en cada función, como queda reflejado en el Cuadro 3.
Es posible diferenciar ‘aptitudes para conocer la educación’ (relacionadas con dominio de la teoría, la tecnología y la práctica propias de la educación como conocimiento y acción), ‘aptitudes para investigar’ (relacionadas más directamente con el dominio de la metodología y la capacidad de verificación y prueba), ‘aptitudes para la enseñanza’ (más unidas al dominio del conocimiento de la educación específico de los métodos de enseñanza y su aplicación, un conocimiento que requiere el dominio suficiente de los contenidos del área en la que se va a enseñar) y ‘aptitudes para intervenir educativamente con un área de experiencia’ (que se identifica además con las competencias vinculadas a la realización del significado de la educación y a la aplicación los principios de intervención pedagógica en un área de experiencia concreta, transformándola en ámbito de educación).
Buena parte de la confusión y dicotomía entre estas competencias tiene su origen en la falta de clarificación de las relaciones entre las distintas actividades que se ejercen en el ámbito de conocimiento compartido con niveles de elaboración epistemológica comunes. Y si nuestras reflexiones son correctas, la condición de experto o la identidad de la competencia vienen dadas por diversos logros, vinculados al ámbito de actividad entendido como conocimiento y como acción:
Dominio del conocimiento de la educación (teórico, tecnológico y práctico) al nivel suficiente para realizar la función
Dominio de conocimiento (teórico, tecnológico y práctico) del área de experiencia en la que va a educar al nivel suficiente para realizar la función, cuando proceda
Dominio de las destrezas para ejercer técnicamente la función
Competencia práctica de la intervención como especialista.
Ni es verdad que el profesor de un área de experiencia artística es un aprendiz del área que enseña, ni es verdad que necesariamente el que más conoce un arte es el que mejor lo enseña, ni es verdad que el que mejor domine una destreza es el que mejor enseña a otro a dominarla, a menos que, tautológicamente, digamos que la destreza que domina es la de enseñar ese arte. Conocer, enseñar, investigar, estudiar, entrenar e intervenir son conceptos distintos pero relacionados y con un lugar propio dentro de la competencia pedagógica.
El especialista en educación realiza una actividad específica con fundamento en conocimiento especializado que le permite la formalización de la función pedagógica más allá de la experiencia personal de la propia práctica, con objeto de lograr con cada educando formación en valores educativos comunes, específicos o especializados, desde un nivel determinado, dentro del sistema educativo (Longueira, Touriñán y Rodríguez, 2019).
El punto de partida hacia la definición real de educación está en el uso común del término y en las actividades que se realizan
Es una observación común que el verdadero conocimiento de las cosas solo se alcanza con la experiencia de su frecuente trato, porque este nos permite hacernos una idea de ellas y alcanzar su significado o comprensión, por medio de una personal asimilación. Esto, que en general acontece en todo orden de asuntos, vale, de una manera especial, para la esfera de los conocimientos. De ahí que la comprensión del significado de un término sea más un resultado tardío y reflexivo, que una labor enteramente apriorística sin experiencia previa. Yo escribo este trabajo desde esa convicción (Touriñán, 2014 y 2015).
En general, toda definición puede verificarse de una doble manera: como ‘definición nominal’ o como ‘definición real’, según se centre, respectivamente, en la palabra o nombre con que designamos a una cosa, o en los rasgos y caracteres peculiares de la cosa nombrada. La definición nominal ofrece, pues, la significación de una palabra; la definición real es expresiva de los caracteres distintivos y singulares de la cosa que se pretende definir.
Es normal, antes de elucidar los rasgos que se identifican en la definición real, considerar la significación de la palabra con la cual la nombramos. El estudio de la palabra se ha especificado en la definición de dos maneras: atendiendo al origen y a su sinonimia. La definición nominal tiene dos modalidades: definición ‘etimológica’ y definición ‘sinonímica’; en el primer caso, el método del que nos valemos para manifestar la significación de un término es el recurso a su origen; en el segundo caso, llegamos al significado buscando su aclaración por medio de otras voces más conocidas y de pareja significación.
Hoy es frecuente escuchar frases que reflejan los usos más comunes de educación: ¿Se ha pasado de moda la buena educación?; ¿Dónde está el civismo?; ¿Dónde está la cortesía?; ¿Tiene alguna utilidad respetar las normas sociales?; La amabilidad no se premia y no es habitual; ahora, más que nunca, la ignorancia es muy osada y se disculpa, como si fuera ingenuidad; no parece que esté formado; hay que darle un barniz, hay que perfeccionarlo; este chico está malcriado”. Todas esas frases inciden en las manifestaciones más tradicionales del uso común de ‘educado’.
Las formas más tradicionales que el uso común hace del significado de educación proceden de nuestra experiencia colectiva histórica y en muy diversos autores y pasajes históricos encontramos argumentaciones que se han transmitido como acervo cultural colectivo y forman parte de la experiencia y de la memoria colectiva que identifica la educación en los siguientes usos comunes: 1) la educación es cortesía, civismo y urbanidad; 2) la educación es crianza material y espiritual; 3) la educación es perfeccionamiento; 4) la educación es formación.
De manera sintética los criterios vinculados al uso del lenguaje común se agrupan en cuatro apartados: Criterios de contenido, forma, uso y desarrollo (Esteve, 2010, pp. 21-28; Peters, 1969, 1979; Hirst, 1966, 1974; Touriñán, 2015; SI(e)TE, 2016):
Algo es educación, porque obedece a un criterio axiológico de contenido: no calificamos de educativos a aquellos procesos en los que aprendemos algo que va en contra de los valores, y esto quiere decir que solo calificamos de educativo el aprendizaje de contenidos axiológicamente irreprochables. Defender algo como educativo, implica un juicio de valor sobre el contenido que se utiliza. Si no se logra esto, estamos simplemente en proceso de comunicación, de enseñanza y de aprendizaje.
Algo es educación, porque obedece a un criterio ético de forma: no consideramos educativo actuar sobre un educando sin que se respete su libertad o su dignidad como persona. El proceso educativo debe respetar la dignidad y la libertad del educando, porque es también agente de su propio desarrollo. Si no se logra esto, estamos en proceso de instrumentalización.
Algo es educación, porque obedece a un criterio formativo de uso: no calificamos de educativos aquellos aprendizajes en los que el educando repite algo que no entiende y que no sabe cómo usar. El proceso educativo debe hacer posible el desarrollo en el educando de algún tipo de esquema conceptual propio sobre lo que se le comunica. Si no se logra esto, no educamos, solo estamos en procesos de información, instrucción, entrenamiento y adiestramiento memorístico.
Algo es educación, porque obedece a un criterio de equilibrio en el desarrollo: hablar de educación exige que se consiga una personalidad integrada sin que el desarrollo excesivo o unilateral de una de las áreas de experiencia produzca hombres y mujeres desequilibrados. El proceso educativo reclama siempre resultados equilibrados. Tanto si hablamos de formación general, como de formación especializada, hablamos de formación construida sobre el principio de educación equilibrada. Si no se logra esto, no educamos, estamos en proceso de especialismo.
En el ámbito del conocimiento de la educación y desde la perspectiva de la actividad, se puede mantener que las actividades que realizamos no son las que determinan el significado real. Las mismas actividades que realizamos para educar se realizan para otras muchas cosas, de manera que las actividades no identifican la acción educativa. En la educación se enseña, se convive, se comunica y se cuida, pero educar no es cada una de esas cosas por separado, ni todas juntas:
Cualquier tipo de influencia no es educación, porque, en caso contrario, influir en una persona para que deje de hacer lo que tiene que hacer para educarse, sería también educación.
El hecho de que cualquier tipo de influencia no sea educación, no anula ni invalida la posibilidad de transformar cualquier tipo de influencia en un proceso educativo. Nada impide lógicamente que el educando, por sí mismo y a partir de la experiencia que otros le comunican (proceso de autoeducación), o por medio de las experiencias que otros le comunican (procesos de heteroeducación), pueda analizar con criterio fundado en el conocimiento de la educación esa influencia negativa y transformarla en un proceso de influencia educativa. No es educativa la manipulación o transmitir como verdadero un conocimiento de un área cultural que la investigación teórica del área prueba como falso. Sin embargo, sí es educativo desenmascarar la manipulación y utilizar un conocimiento falso para probar su error y ejercitar las destrezas de uso de los criterios teóricos de prueba.
El hecho de que cualquier tipo de influencia no sea educación, pero pueda transformarse en un proceso de influencia educativa, no anula ni invalida la posibilidad de obtener resultados educativos por medio de procesos de influencia no orientados exclusivamente a finalidades educativas (procesos informales).
Desde la perspectiva de las actividades, distinguir cualquier otro tipo de influencia e influencias educativas, exige la valoración pedagógica de diversos modos de conducta, atendiendo al criterio de finalidad. Convivir no es educar, porque hay convivencias que no se especifican y cualifican como educativas. Comunicar no es educar, porque la comunicación es siempre un proceso simbólico-físico cuya finalidad es elicitar el mensaje a que apunta el hablante y el hablante no apunta siempre a la educación. Conocer un área cultural no es enseñar, porque el conocimiento puede estar separado de la acción y enseñar no es educar, porque podemos afirmar que hay enseñanzas que no educan, etc.
Desde la perspectiva de la finalidad, la educación es valor, porque la finalidad es un valor que se elige. Como valor, el objetivo fundamental de ‘la educación, como tarea’, es el desarrollo de destrezas, hábitos, actitudes y conocimientos que capacitan a las personas para elegir, comprometerse, decidir, realizar y relacionarse con los valores, porque de lo que se trata en la tarea es de construir experiencia axiológica. Desde esa misma perspectiva, el objetivo fundamental de ‘la educación como resultado’, es la adquisición en el proceso educativo de un conjunto de conductas que capacitan al educando para elegir, comprometerse, decidir y realizar su proyecto personal de vida, utilizando la experiencia axiológica para dar respuesta, de acuerdo con la oportunidades, a las exigencias que se plantean en cada situación, porque, en definitiva, de lo que se trata, respecto del rendimiento, es de utilizar la experiencia axiológica como instrumento de construcción de uno mismo y de formación: es una actividad, en definitiva, orientada a construirse a uno mismo y reconocerse con el otro en un entorno cultural diverso de interacción, por medio de los valores (Touriñán, 2019d).
Llegados a este punto, podemos decir que la actividad educativa es ‘educativa’, porque tiene la finalidad de educar y ajusta el significado a los criterios de uso común del término, igual que cualquier otro objeto que se defina y sea comprensible. Desde una perspectiva descriptiva o expositiva que tenga presente las actividades enunciadas anteriormente, la finalidad de la educación, es que el educando adquiera conocimientos, actitudes y destrezas-habilidades-hábitos que lo capacitan, desde cada actividad para decidir y realizar sus proyectos, dando respuesta de acuerdo con las oportunidades a las exigencias que se le plantean en cada situación.
Nada de la definición nominal nos permite establecer con certeza cuáles sean las finalidades concretas que tienen que ser vinculadas a lo que es el producto de la educación y a la orientación formativa temporal de cada momento, ajustada a la condición humana individual, social, histórica y de especie. Tampoco sabemos con exactitud desde la definición nominal cuales son los componentes estructurales de la intervención pedagógica, porque aquella no nos adentra en la complejidad objetual de la educación. Nada nos dice la definición nominal sobre la capacidad de resolver problemas teóricos y prácticos de la acción educativa, porque no nos adentra en la capacidad de resolución de problemas del conocimiento de la educación. Ninguna de esas cuestiones es asunto simplemente deducible de manera directa desde la idea de finalidad. Tenemos que construir la definición real. Y eso significa responder a una doble pregunta fundamentante: qué tienen en común todas las actividades para que sea posible educar y cuáles son esos rasgos inherentes al significado de educar.
Desde la perspectiva de la definición real, distinguir cualquier otro tipo de influencia e influencias educativas, exige la valoración pedagógica de diversos modos de conducta, atendiendo no solo a criterios de uso y finalidad, sino también entender la actividad como estado y capacidad común que hace posible que el hombre se eduque y además atender a criterios de significado intrínsecos (autóctonos) al propio concepto de educación para que se puedan construir principios de educación y de intervención pedagógica por medio del conocimiento de la educación.
En definitiva, hemos de construir el pensamiento que nos permita justificar que la actividad educativa es ‘educativa’, porque: 1) se ajusta a los criterios de uso del término, 2) cumple la finalidad de educar en sus actividades y 3) se ajusta al significado real de esa acción, es decir se ajusta a los rasgos de carácter y sentido que le son propios, igual que cualquier otra entidad que se defina y sea comprensible (Zubiri, 1978).
Pero, para poder afirmar que algo es realmente educativo y es educación, tenemos que preguntarnos (Longueira et al., 2019):
Qué hacemos con todas las actividades para que se conviertan en educación
Qué hacemos para que una actividad artística sea educativa.
Que hacemos para que un determinado contenido de área cultural sea transformado de información en conocimiento y de conocimiento en educación.
Que hacemos para que, en unos casos, enseñemos un área cultural y, en otros casos, eduquemos con el área cultural.
Que hacemos para transformar un área de experiencia cultural en un ámbito de educación.
Qué hacemos para construir un ámbito educativo integrado en la arquitectura curricular.
Tenemos que avanzar desde discernir, conocer el aspecto, a definir los rasgos propios de educación y a entenderlos en su funcionamiento, porque saber qué es educación es discernir, definir y entender. Todas las educaciones especificadas (matemática, ambiental, intelectual, física, afectiva, profesional, virtual, etc.), son educaciones, porque todas ellas son, genéricamente, educación y eso quiere decir que tienen en común los rasgos propios que determinan y cualifican una acción como educación y, en cada caso se ejecuta como acción educativa concreta y programada que tiene en cuenta todos y cada uno de los elementos estructurales de la intervención pedagógica.
Desde el punto de vista de la definición real, ‘educar’ exige hablar de educación, atendiendo a rasgos distintivos del carácter de la educación y del sentido de la educación que determinan y cualifican en cada acto educativo su significado real. Educar es realizar el significado de la educación en cualquier ámbito educativo, desarrollando las dimensiones generales de intervención y las competencias adecuadas, las capacidades específicas y las disposiciones básicas de cada educando para el logro de conocimientos, actitudes y destrezas-habilidades-hábitos relativos a las finalidades de la educación y a los valores guía derivados de las mismas en cada actividad interna y externa del educando, utilizando para ello los medios internos y externos convenientes a cada actividad, de acuerdo con las oportunidades (Touriñán, 2021).
Desde el punto de vista de la definición real de educación, tenemos que avanzar en el conocimiento de todos estos rasgos distintivos y tiene sentido preguntarse dónde está la educación y cómo llegamos al conocimiento de sus rasgos distintivos, porque hay que ir más allá de la etimología, de la sinonimia y de la finalidad, para alcanzar el significado real y poder establecer principios de educación vinculados al carácter y al sentido inherentes al significado de educación y principios de intervención vinculados a los elementos estructurales de la intervención, atendiendo a lo común de la actividad.
Principios de educación y principios de intervención pedagógica no son lo mismo. Los principios de intervención pedagógica derivan de los elementos estructurales de la intervención (conocimiento de la educación, función y profesión pedagógica, relación educativa, agentes de la educación, procesos, productos y medios). Los principios de educación nacen vinculados al carácter y al sentido que son inherentes al significado de ‘educación’. El carácter propio del significado de ‘educación’ proviene de la complejidad objetual de ‘educación’ y la complejidad objetual, que nace de la propia diversidad de la actividad del hombre en la acción educativa, puede sistematizarse desde los ejes que determinan los rasgos de carácter de la educación. El sentido, que pertenece al significado de ‘educación’, se infiere de la vinculación entre el yo, el otro y lo otro en cada acto educativo y cualifica el significado, atendiendo a categorías conceptuales de espacio, tiempo, género y diferencia específica. Desde la perspectiva del carácter y del sentido, se dice que toda acción educativa es de carácter axiológico, personal, patrimonial, integral, gnoseológico y espiritual (actividad común interna) y es de carácter lúdico, constructivo, edificador, indagatorio, elaborador y relacionador (actividad común externa) y que toda acción educativa tiene, al mismo tiempo, sentido territorial, durable, cultural y formativo. Justamente porque se puede desarrollar un sistema conceptual en educación basado en su definición real, la Pedagogía desarrolla principios de educación, ajustados a los rasgos de carácter y sentido de educación, y principios de intervención, ajustados a los elementos estructurales de la intervención. Los principios de educación, derivados del carácter y del sentido de la educación, fundamentan las finalidades educativas. Los principios de intervención fundamentan la acción. Ambos principios tienen su lugar propio en la realización de la acción educativa controlada (Touriñán, 2016).
Este razonamiento nos sitúa ante el reto de ir más allá de la definición nominal y de la actividad con finalidad: además de discernir (conocer el aspecto), hay que definir los rasgos propios de la educación y hay que llegar a entenderlos en su funcionamiento. Y esto exige ir más allá del criterio de uso común del término y del criterio de actividad como finalidad para centrarse en lo que la actividad tiene de común como capacidad para educar y en los rasgos distintivos del carácter de la educación y del sentido de la educación que cualifican y determinan en cada acto educativo su significado realmente.
Para avanzar en este reto, hay que afrontar dos cuestiones: 1) el análisis de la actividad como capacidad, desde la perspectiva de la función pedagógica y 2) la sistematización de los rasgos de carácter y sentido de la educación que determinan y cualifican su significado. A la segunda cuestión, sobre el concepto de educación, le he dedicado tiempo y reflexión extensamente y de manera específica en varios libros (Touriñán, 2015, 2016, 2017). En este trabajo me ocuparé de la cuestión número uno y me aproximaré al tema del significado de educar desde la relación educativa como interacción de identidades que propicia el paso del conocimiento a la acción por medio de la concordancia entre valores y sentimientos en cada actuación.
La función pedagógica genera intervención desde la actividad común interna y externa
En educación realizamos muchas acciones con el objeto de influir en el educando y lograr el resultado educativo. Son siempre acciones mediadas de un sujeto con otro o de un sujeto consigo mismo. Y todas esas acciones, que tienen que respetar la condición de agente del educando, buscan provocar la ‘actividad’ del educando. En su uso más común, ‘actividad’ se entiende como estado de actividad, es ‘actividad-estado’: la actividad es el estado en que se encuentra cualquier persona animal o cosa que se mueve, trabaja o ejecuta una acción en el momento en que lo está haciendo (decimos: este niño está pensando). Este uso hace referencia también a la ‘capacidad’ que tenemos de acción en esa actividad y por eso decimos este niño ha perdido actividad (ahora piensa menos, ha dado un bajón). Por ser el uso más común del término ‘actividad’ como estado y capacidad, lo denominamos ‘actividad común’ y se da en todas las personas porque en todas las personas hay actividad como estado y como capacidad de hacer (Touriñán, 2014, 2019a).
Respecto de la actividad común, hemos de decir que la investigación actual distingue entre acciones ejecutadas para obtener un resultado y acciones cuyo resultado es la propia acción. Así, por ejemplo, la acción de resolver un problema tiene por resultado algo “externo” a la acción: obtener una solución (estudiar tiene como resultado dominar un tema;). En todos estos casos, no se puede ejecutar la acción de resolver el problema y tenerlo resuelto. Sin embargo, no puedo sentir sin estar sintiendo, pensar sin estar pensando, proyectar sin estar proyectando, etc. Las primeras son ‘actividades externas’ y las segundas son ‘actividades internas’. Nosotros, desde ahora, hablaremos respecto de la educación, de ‘actividad común’ (actividad estado y capacidad) ‘interna’ (resultado es la propia acción: pensar, sentir, querer, operar, proyectar y crear) y ‘externa’ (actividad estado y capacidad, cuyo resultado es externo a la propia acción, pero vinculado conceptualmente a la actividad en sí: tengo capacidad lúdica, tengo capacidad de estudiar, tengo capacidad de trabajar, de intervenir, de indagar-explorar y tengo capacidad de relacionar).
Desde la perspectiva de la actividad común interna podemos hacer una taxonomía de las actividades tomando como referente el agente educando. Todos convenimos en que, cuando nos educamos, sea auto o heteroeducación, nuestra condición humana nos permite realizar las siguientes ‘actividades comunes internas’: pensar, sentir afectivamente (tener sentimientos), querer objetos o sujetos de cualquier condición, operar (elegir-hacer cosas procesando medios y fines), proyectar (decidir-actuar sobre la realidad interna y externa orientándose) y crear (construir algo desde algo, no desde la nada, simbolizando la notación de signos: darse cuenta de algo -notar- y darle significado -significar-, construyendo símbolos de nuestra cultura). Nadie se educa sin estar pensando, sintiendo, queriendo, etc. Educarse es mejorar siempre esa actividad común interna y saber usarla para actividades especificadas instrumentales que nos hacen ser cada vez más capaces de decidir y realizar nuestros proyectos.
También convenimos en que, cuando nos educamos, nuestra condición humana nos permite realizar las siguientes ‘actividades comunes externas’: juego, trabajo, estudio, intervención, indagación-exploración y relación (de amigo, familiar, de pareja, social, etc.). Son actividades comunes (estado y capacidad), porque tengo capacidad para el estudio, el juego el trabajo, la exploración, la intervención y la relación. Y son actividades comunes externas, porque tienen necesariamente un resultado a obtener, que es externo a la actividad en sí, pero que está vinculado conceptualmente como meta a la actividad y la caracteriza como rasgo identitario. De ahí que digamos que estudiar es disponer y organizar información escrita ‘para’ su dominio (dominar o saber el tema de estudio); el dominio-saber del tema de estudio es el resultado externo de la actividad y ese resultado es la finalidad que identifica el estudio, con independencia de que yo pueda utilizar el estudio para hacer un amigo, para ayudar altruistamente a otro, para robar mejor, etcétera, que son usos de la actividad como especificaciones instrumentales de ella (Touriñán, 2016).
Como actividad común externa, estudiar, por ejemplo, tiene un fin propio vinculado a esa actividad de manera conceptual y lógica (el fin propio de estudiar es dominar-saber aquello que se estudia: una información, un contenido o la propia técnica de estudio). Pero, además, como actividad común externa, estudiar puede convertirse en actividad instrumental especificada para otras finalidades, son finalidades especificadas y externas a la actividad en sí, pero vinculadas a la actividad de estudiar de manera empírica o experiencial (estudiar se convierte en actividad instrumental especificada, porque podemos estudiar para robar, para hacer amigos, para ayudar a otro, para educarse, etcétera) (Touriñán, 2020b).
Es un hecho que las actividades comunes se usan propedéuticamente para finalidades educativas, pero también pueden usarse para otras finalidades. Las actividades comunes pueden ser usadas para realizar actividades especificadas instrumentales y tienen valor propedéutico; son preparatorias para algo posterior. Y esto es así, por una parte, porque todo lo que usamos como medio en una relación medio-fin, adquiere la condición propia de los medios en la relación (el medio es lo que hacemos para lograr el fin y el fin es un valor elegido como meta en la relación medios-fines) y, por otra parte, es así, porque el medio muestra su valor pedagógico en las condiciones que le son propias, ajustando el medio al agente, a la finalidad educativa y a la acción, en cada circunstancia (Touriñán, 2021).
Desde la perspectiva de la actividad común interna podemos decir que la actividad es principio de la educación, porque nadie se educa sin estar pensando, sintiendo, queriendo, etc. Y desde el punto de vista de la actividad común externa podemos decir que hacemos muchas actividades cuya finalidad es ‘educar’. Siempre, desde la perspectiva del principio de actividad como eje directriz de la educación: educamos con la actividad respetando la condición de agente (Touriñán, 2015).
Si esto es así, se sigue que los medios tienen que ajustarse a la actividad del sujeto y al significado de educación. Son medios para un sujeto concreto que piensa, siente, quiere, opera, proyecta y crea. Son medios para realizar actividad, jugando, trabajando, estudiando, indagando, interviniendo y relacionándose. Pero el agente realiza esas actividades para educarse: no piensa de cualquier manera, sino de la que se va construyendo para educarse y actuar educadamente, y así sucesivamente con todas las actividades. Se sigue, por tanto, que cualquier medio no es ‘el medio’ para un sujeto concreto; en la acción educativa, el sujeto-educando actúa con los medios internos que tiene y con los medios externos que han sido puestos a su disposición. Y todos esos medios solo son medios educativos, si sirven para educar a ese sujeto-educando. Los medios no son exactamente los mismos, si quiero formar el sentido crítico, o si quiero educar la voluntad para producir fortaleza de ánimo. Precisamente por eso se explica la tendencia a centrarse en los medios específicos y particulares de una acción, olvidándose de los medios comunes y compartidos con otras actividades educativas (Touriñán, 2020d).
La actividad está presente en toda educación: desde una perspectiva, como principio de intervención y, desde otra, como principio de educación. Y precisamente por ser esto así, se explica que la ‘actividad se convierta en el principio-eje vertebrador de la educación’ y represente el sentido real de la educación como actividad dirigida al uso y construcción de experiencia valiosa para generar actividad educada. Usamos la actividad común para educar, educamos las competencias adecuadas de la actividad común y esperamos obtener actividad educada. En definitiva, ‘usamos la actividad de manera controlada para lograr actividad educada y educar la actividad por medio de las competencias adecuadas’ (Touriñán, 2016).
El principio de actividad, ni es pasividad, ni es activismo; es uso de la actividad de manera controlada para actuar educadamente. Y de este modo, la actividad y el control son principios de la intervención pedagógica, derivados de la condición de agente que tiene que construirse a sí mismo y reconocerse con el otro y lo otro en un entorno cultural diverso de interacción, por medio de los valores que ha de elegir, comprometerse, decidir y realizar, ejecutando por medio de la acción concreta lo comprendido e interpretado de la relación medio-fin, expresándolo, de acuerdo con las oportunidades.
Esto es así, porque, por principio de actividad, nadie se educa sin estar pensando, sintiendo, queriendo, pensando, operando, proyectando y sin estar interpretando símbolos de nuestra cultura creativamente. Nos educamos con la actividad común interna. Pero, además, nos educamos por medio de la actividad común externa (estudiando, jugando, trabajando, indagando-explorando, interviniendo y relacionándonos con el yo, el otro y lo otro), porque al ejercer una concreta actividad común externa activamos las capacidades comunes internas, las entrenamos, las ejercitamos, las ejercemos y las mejoramos para hacer bien cada actividad común externa. La actividad común externa, por principio de actividad, activa la actividad común interna en cada ejecución concreta de la actividad común externa, sea esta jugar, estudiar, trabajar, indagar, intervenir o relacionar. Al ejecutar la actividad común externa, mejoramos y entrenamos las actividades-capacidades internas: sin la actividad es imposible educar y gracias a ella se hace posible que el educando sea agente actor y cada vez mejor agente autor de su propios proyectos y actos.
El principio de actividad permite afirmar en Pedagogía que la actividad común externa (por ejemplo, jugar) activa la actividad común interna de pensar, sentir, querer, operar, proyectar y crear, pero eso no significa caer en el activismo: la actividad por la actividad no educa; pensar de cualquier manera no es educarse, pues educarse, como mínimo, requiere que, al pensar, se mejore el hábito y el modo de pensar.
Desde la perspectiva de la actividad común, la educación es un problema de todos y todos contribuimos a ella, porque todos nos formamos y tenemos que usar la actividad común para educar y educarnos y, sin ella, ni es posible hacerlo, ni es posible lograrla.
La relación educativa requiere concordancia entre valores y sentimientos en el paso del conocimiento a la acción por medio de la actividad común
Veo la relación educativa como interacción de identidades para educar y eso implica pasar del conocimiento a la acción en cada interacción (Touriñán, 2016). Yo puedo elegir hacer algo, puedo comprometerme con ese algo y puedo decidir integrar ese algo como parte de mis proyectos, pero, a continuación, tengo que realizarlo, debo pasar del pensamiento a la acción, debo pasar del valor realizado y realizable a la efectiva realización. Y esto implica, en cada ejecución de la acción, interpretación, comprensión y expresión. No hay educación sin afectividad, es decir, sin afrontar el problema de generar experiencia sentida del valor. Y para ello necesitamos hábitos operativos, volitivos, proyectivos, afectivos, cognitivos y creativos. La efectiva realización de la acción requiere hábitos operativos, volitivos y proyectivos, pero, además, necesitamos hábitos afectivos, cognitivos y creativos. Y solo de ese modo llegamos a la realización de la acción que siempre implica ejecutar la acción, atendiendo a la comprensión, interpretación y expresión (atendemos a la integración cognitiva, creativa y afectiva).
Por medio del sentimiento manifestamos el estado de ánimo que se ha producido por cumplir o no nuestras expectativas en la acción; manifestamos y esperamos ‘reconocimiento’ de nuestra elección; manifestamos y esperamos ‘aceptación’ de nuestro compromiso voluntario; manifestamos y esperamos ‘acogida’ nuestros proyectos y manifestamos ‘entrega’ a ellos. Elegir, comprometerse, decidir y realizar un valor, tiene su manifestación afectiva de vinculación y apego, en actitudes de ‘reconocimiento’, ‘aceptación’, ‘acogida’ y ‘entrega a la acción’. Lo que caracteriza a la actitud es su condición de experiencia significativa de aprendizaje nacida de la evaluación afectiva de los resultados positivos o negativos de la realización de una determinada conducta, tal como reflejamos a continuación, bajo la forma de relación compleja valor-actividad común interna del educando, concordando valores y sentimientos en el paso del conocimiento a la acción (Cuadro 4):
Llegamos a la realización concreta de un valor, contando con las oportunidades, pero siempre hemos de disponer de hábitos operativos, volitivos, proyectivos, afectivos, intelectuales y hábitos, notativos-significantes, creadores. Cada vez que realizamos algo pensamos, sentimos, queremos, elegimos hacer, decidimos proyectos y creamos con símbolos. Y solo de ese modo llegamos a la realización concreta de algo que siempre implica, elegir procesos, obligarse (comprometerse voluntariamente), decidir metas y proyectos (de acuerdo con las oportunidades y en cada circunstancia), sentir (integrar afectivamente, expresando), pensar (integrar cognitivamente, comprendiendo) y crear cultura (integrar creativamente, interpretando, dando significado mediante símbolos).
Solo por este camino se llega a la realización de una acción como agente autor, de acuerdo con las oportunidades y en cada circunstancia. La realización efectiva de la acción exige, en la ejecución de la acción, interpretación, comprensión y expresión. La realización exige ejecutar mediante la acción lo comprendido e interpretado, expresándolo. Y para que esto sea posible, además de hacer una ‘integración afectiva’ (expresión), pues nos expresamos con los sentimientos que tenemos en cada situación concreta y vinculamos afectivamente, mediante apego positivo, lo que queremos lograr con valores específicos, necesitamos hacer ‘integración cognitiva’ (comprensión de lo pensado y creído), relacionando ideas y creencias con nuestras expectativas y convicciones, para que podamos articular valores pensados y creídos con la realidad, porque nuestra acción se fundamenta de manera explícita desde la racionalidad con el conocimiento. Pero necesitamos, además, hacer una ‘integración creativa’ (interpretación simbolizante-creadora), es decir, debemos dar significado a nuestros actos por medio de símbolos, que interpreten cada acto, porque cada acto que realizamos requiere una interpretación de la situación en su conjunto y en el conjunto de nuestras acciones y proyectos dentro de nuestro contexto cultural. La ‘integración creativa’ articula valores y creaciones, vinculando lo físico y lo mental para construir cultura, simbolizando (Touriñán, 2019e).
Si nuestros razonamientos son correctos, la doble condición de conocimiento y acción nos coloca en la visión integral de la complejidad de la acción. El hábito operativo, el hábito volitivo y el hábito proyectivo exigen, para realizar la acción, el hábito afectivo que se deriva de la relación valor-sentimiento en cada acción realizada y permite obtener, en la realización, la experiencia sentida del valor. La realización del valor no es posible en su concreta ejecución, si no hacemos, de acuerdo con las oportunidades y en cada circunstancia, una integración afectiva, cognitiva y creadora en cada acción.
La relación educativa es, por tanto, interacción para educar y ello implica asumir la complejidad propia de la educación, y las exigencias derivadas de los rasgos propios del significado de educar, que han de manifestarse, en cada intervención por medio de la actividad común, haciendo efectiva de ese modo la educación de calidad, al ajustarse a lo que es valioso en términos de educación (Touriñán, 2016; Naval et al., 2021; Ibáñez-Martín & Fuentes, 2021; Perines, 2018).
Intervenimos para establecer una relación educativa que logre educar y para ello utilizamos la actividad del educando y del educador. La relación educativa es el foco de la función de educar en la que se produce la interacción entre yo, el otro y lo otro. Y precisamente por eso, desde la perspectiva de la relación educativa, la interacción de identidades (la relación con el otro) es un componente definitorio en la educación. Respecto de nosotros mismos y de los demás, en los procesos de auto y heteroeducación, tenemos que lograr en la relación educativa el paso del conocimiento a la acción y ello exige lograr una puesta en escena en la que la concordancia valores educativos-sentimientos se produzca: elegir, comprometerse, decidir y realizar deben tener su correspondencia en la acción concreta, manifestándose en actitudes de reconocimiento, aceptación, acogida y entrega a la tarea y al logro de lo que es valioso en educación. Y esa tarea y logro hacen explícita la educación de calidad.
Conclusiones: una relación de necesidad entre conocimiento de la educación, actividad común y competencia en la intervención para el logro de una educación de calidad
En la relación educativa, buscamos la concordancia valores-sentimientos en cada interacción y para ello elegimos (operar), nos comprometemos (querer), decidimos (proyectar) y realizamos lo decidido (realizar). Y para realizar, ejecutamos mediante la acción lo comprendido e interpretado, expresándolo (integración de pensar comprendiendo, sentir expresándolo afectivamente y crear interpretando los símbolos). La realización exige ejecutar mediante la acción. Y esa acción, además de la actividad común interna del sujeto, utiliza siempre la actividad común externa del educando. Realizamos por medio del juego, del trabajo, del estudio, de la indagación-exploración, de la intervención en cada acto y de la relación que se establezca entre el yo y las cosas usadas en cada interacción, que está definida siempre como relación yo-el otro-lo otro. Todo eso es implementado por el educador en la relación educativa para construir, por medio de la actividad común, educación de calidad, ajustada al significado de educar.
El conocimiento de la educación se ha convertido en un conocimiento de experto que da competencia para ejercer la función pedagógica con mentalidad pedagógica específica y mirada pedagógica especializada. Somos capaces de hacer representación mental de la acción de educar, atendiendo a la relación teoría-práctica y somos capaces de hacer representación mental de nuestra actuación como pedagogos, actuando con visión crítica de nuestro método y de nuestros actos profesionales.
El conocimiento de la educación hace posible la construcción de ámbitos de educación con las áreas culturales, transformando la información en conocimiento y el conocimiento en educación, ajustándolo al significado de educar. Hay que educar “con” el área cultural y esto exige ejercer la función pedagógica con competencia, estableciendo una relación educativa en la que se logre educación de calidad, Y el medio necesario, para lograr una educación de calidad en la relación educativa, es la actividad común interna y externa. Sin la actividad común, ni es posible educar, ni es posible realizar la relación educativa. Y sin ajustarse a lo que es valioso en términos de educación en la tarea y en los resultados, no hay educación de calidad. Por consiguiente, dado que solo por medio de la actividad común, en la relación educativa, logramos la concordancia entre sentimientos y valores educativos que es necesaria para pasar del conocimiento a la acción educativa, y dado que en la relación educativa la actividad común debe ajustarse al significado de educar, para que la relación sea educativa, se sigue que la actividad común, ajustada al significado de educar, hace efectiva la educación de calidad. Y de este modo, puede decirse que la actividad común es, además, una condición necesaria de la educación de calidad.
La pedagogía forma criterio acerca de los ámbitos de educación en el sentido genérico de entender cada área cultural como ámbito de educación. Este es un objetivo que solo se resuelve desde la Pedagogía, porque cada área cultural tiene que integrar los rasgos de carácter y sentido que son propios del significado de educación. Para ello, el área de experiencia cultural tiene que ser construida como ámbito de educación, ya sea ámbito general de educación, ámbito de educación general o ámbito de educación vocacional y profesional (ámbito de educación común, específico y especializado), porque a la pedagogía le corresponde comprender cada medio como valorado educativamente, es decir, le corresponde valorar cada área cultural como educación y construirla como ‘ámbito de educación’.
Estamos en condiciones de ir desde la pedagogía general a las pedagogías aplicadas, construyendo ámbitos de educación, haciendo el diseño educativo derivado y generando la intervención pedagógica pertinente. Y, en mi opinión, al operar sobre la actividad común, concordando valores y sentimientos ajustados al significado de educar, ámbito, diseño e intervención son exponentes de la educación de calidad que hay que lograr por medio de la relación educativa.
Conocimiento de la educación, función pedagógica competente y actividad común son implementadas por el educador en la relación educativa para construir educación de calidad. Se ejerce la función pedagógica por medio de la actividad común en cada interacción y, por consiguiente, comprender y cumplir la relación entre actividad común y conocimiento de la educación, que justifica la competencia de experto y da fundamento a la función pedagógica y al significado de educar, es una exigencia lógica respecto del logro de una educación de calidad en el ejercicio de la relación educativa.