Forma sugerida de citar:
Reverter, Sonia (2021). El diálogo en las ciencias cognitivas frente a la controversia de la coeducación. Sophia, colección de Filosofía de la Educación, 30, pp. 71-93.
Introducción
Este artículo se propone reflexionar acerca de la investigación neurocientífica en relación con la diferencia sexual; el objetivo central de este trabajo es abordar el debate sobre la coeducación para ello se realiza una revisión y contrastación de los textos y teorías que han protagonizado el debate en la última década. En los últimos tiempos ha resurgido una controversia de épocas pasadas acerca de la pertinencia de volver a proponer una educación segregada por sexos frente a la coeducación. El artículo planteará primero, y a modo de estado de la cuestión, las líneas principales de argumentación de las posturas en debate. Después se propondrá el diálogo transdisciplinar como método para poder avanzar en un entendimiento entre las neurociencias y la filosofía de la educación. La discusión del artículo se centrará en ver cómo ese diálogo ayuda a resolver el interrogante sobre las diferencias sexuales en el cerebro en cuanto a la educación se refiere. Todo ello guiará la conclusión hacia una apuesta de co-educación y en diálogo constante con las tesis neurocientíficas sobre la plasticidad cerebral.
La evidencia científica acerca de la diferencia entre los sexos a nivel de inteligencia y habilidades innatas asociadas al sexo, según afirman neurocientíficas destacadas como Vidal (2012), Jordan Young (2011), Hyde (2016) y Rippon (2019) y algunos estudios de Hyde (2005, 2006, 2007) con metadatos que lo confirman, es nula o muy pobre. Es decir, no hay forma científica de mantener que el cerebro es binario en términos de sexo. Y es que el cerebro no habla de una forma binaria, como sí lo hace el lenguaje social a través de los géneros ‘hombre’ y ‘mujer’. Aun así, hay una larga tradición en creer que existe tal diferencia. Esta creencia que se puede llamar sin ambages ‘pseudocientífica’ sigue estando presente en muchos manuales de medicina y de biología humana, e incluso hoy sigue siendo una corriente de investigación científica importante,
según manifiesta Rippon (2019). Que se investigue para comprender mejor los cerebros y sus diferencias, a nivel sexual u otros, es un objetivo valioso y que puede aportar un conocimiento necesario para progresar en la propia autoconciencia como humanos, y para
entender mejor qué es el ser humano y qué puede llegar a ser en un sentido incluso transhumano, como Haraway (1991, 2016) propone. Sin embargo, esa investigación no debe ser confundida por la larga y conocida tradición en la historia de la ciencia de intentar encontrar una diferencia natural entre los cerebros femenino y masculino para naturalizar la diferencia (y, a veces, desigualdad) social y cultural.
Hay una profusa documentación que estudios como los de Schiebinger (1989), Russett (1989) o Laqueur (1994) dan acerca de la construcción de la diferencia sexual con base en una idea pre-construida sobre el cuerpo de las mujeres, y otros humanos minorizados (como personas de raza negra), que son testimonios claros de un no-saber al que de forma errónea se le denomina ‘ciencia’. Son las ‘mentiras científicas sobre las mujeres’ como las han llamado García Dauder y Pérez Sedeño (2017). El concepto de ‘epistemologías de la ignorancia’ de Tuana (2004, 2006) puede encajar muy bien para explicar esta práctica, la cual está a la base del debate naturaleza/cultura, centrado y reconvertido en el debate sexo/género, como autoras reconocidas como Haraway (1991) y Fox-Keller (2010) se han encargado de apuntar.
Según el concepto de Tuana, la construcción del conocimiento está vinculada a prácticas de poder de las que muchas veces la misma institución científica es partícipe. Estas prácticas de poder implican comportamientos anómalos en la actividad científica. Estas pueden ir desde el mismo sesgo en el diseño de experimentos hasta conclusiones inconsistentes o poco probadas, como neurocientíficas como Rippon (2019) o Fine (2017) han señalado recientemente.
Los prejuicios que guían estas prácticas se entrelazan y refuerzan por la presión de las revistas científicas para publicar trabajos y experimentos que afirman la diferencia sexual en el cerebro, como señalan en un artículo conjunto las científicas Rippon et al. (2017). Es decir, y como estas científicas declaran, las revistas científicas aceptan con mucha más frecuencia resultados de experimentos que lleven a afirmar hallazgos, por mínimos que sean, de diferencias cerebrales entre los sexos, que conclusiones de que no hay tales diferencias. El porcentaje de rechazo de artículos científicos según se afirmen o se nieguen diferencias sexuales en el cerebro es manifiesto, como Kaiser et al. (2009) afirman Esto de sí ya es negativo, pues impide una contrastación que es parte de la excelencia científica. El hecho de que no se publiquen normalmente artículos científicos sobre similitudes en los cerebros humanos divulga y refuerza una idea de que lo científico es asumir que sí hay tal diferencia sexual en los cerebros. Pero, hay —además— un agravante, y es que este tipo de investigaciones suele llegar después a los medios de comunicación de forma exagerada y llamativa. No parece noticia decir que no se ha encontrado diferencia cerebral respecto a los sexos. Sin embargo, decir, como Brizendine afirma (2006), que ‘las mujeres hablan más que los hombres’ es llamativo y confirma lo que se asume como verdad; lo cual reconforta y permite vivir en un marco cognitivo de verdad porque está de acuerdo con las creencias mantenidas. Maney (2015, 2016) observa cómo la prensa divulga hallazgos publicados sobre este tema con mensajes inapropiados, y que muchas veces incluso se manipulan o exageran las conclusiones de los artículos científicos. En el caso concreto del experimento que acabamos de citar sobre la locuacidad de mujeres y hombres, llegó a la prensa con titulares como: “Hallan la causa de la verborrea femenina” (ABC, 22/02/2013). Este tipo de lenguaje no es solo científicamente injustificado, sino que resulta un grave inconveniente a la hora de poder avanzar y divulgar con veracidad la investigación neurocientífica, como O’Connor y Joffe (2014) hacen notar. En este caso concreto además, un estudio posterior de Mehl et al. (2007) con 396 participantes, frente a los diez de Brizendine, afirmó que no se podía concluir que un sexo habla más que el otro, pues la media es similar para ambos. La autora, Brizendine, se retractó, pero la prensa generalista ya no se hizo eco, ni del experimento posterior que anuló sus conclusiones, ni de la retractación de Brizendine.
Estos casos grotescos, pero usuales, de traslación de la investigación científica a la prensa, confirman la necesidad de patrones más exigentes a la hora de relatar los titulares a los medios de comunicación generalistas. Las disciplinas humanísticas y sociales, como el periodismo, la sociología, la filosofía, la educación y las ciencias de la comunicación habrán de tomar en cuenta cómo divulgar, interpretar y aplicar conclusiones de los experimentos científicos. Así, Maney (2015) recomienda evitar términos que marquen de manera exagerada conclusiones ilegítimas. Hablar de diferencias ‘profundas’ o ‘esenciales’ entre los hallazgos científicos en relación con los cerebros clasificados previamente en dos sexos tiene nula evidencia científica, como Jordan Young (2010) o Kraus (2011) han afirmado. Aun así, estas prácticas de exageración de resultados interpretados de forma exagerada por los medios siguen siendo usuales, con lo que se hace un uso ilegítimo de la autoridad científica, al dar por verdad algo que se pretende ‘natural’ e innato cuando no hay evidencia de ello, como Reverter afirma (2016).
Todas estas prácticas ilegítimas llevan a la necesidad de reafirmar algo que las mismas instituciones reclaman desde hace tiempo, y es la urgencia de una ciencia más abierta, con otros sistemas más colaborativos a la hora de proyectar, experimentar, concluir y publicar; mejores filtros y más transparentes a la hora de valorar y publicar; y más financiación para poder hacer, no solo más, sino mejor ciencia. La actual crisis mundial por la pandemia del coronavirus ha reforzado estas exigencias, y tal vez sirva para concienciar a la ciudadanía, a gobiernos e instituciones para invertir en desarrollar sistemas científicos más sólidos, como la misma ONU está promoviendo.
Los grandes proyectos como el Human Brain Project (Unión Europea) y el Brain Initiative (Estados Unidos), consecuencia de la declaración de la década de los noventa como la Decade of the Brain (Goldstein, 1990), han hecho emerger un interés creciente de las ciencias por captar subvenciones a través de la investigación del cerebro. Ello ha conllevado, a veces, una excesiva confianza y crecientes expectativas acerca de las posibilidades reales de poder explicar al ser humano completamente a través de una descripción de su cerebro, como Rose (2006) y Rose y Abi-Rached (2013) denuncian. Sin embargo, y como el mismo Roger W. Sperry (1981) alertó cuando recibió el premio Nobel en 1981 por su investigación sobre la especialización funcional de los hemisferios del cerebro, los neurocientíficos deben cambiar sus prioridades y enfatizar los posibles beneficios sociales de sus investigaciones.
Con esta idea de analizar los objetivos sociales de las ciencias y, a la vez, liberar a la investigación científica acerca del cerebro de los constreñimientos espurios que pueda conllevar la investigación sobre las diferencias sexuales en el cerebro, ha habido una crítica creciente de parte de algunas mujeres neurocientíficas acerca de estas malas prácticas. Desde hace una década se han organizado en un colectivo para denunciar cómo las revistas científicas y algunas de las agencias que invierten en la investigación científica, solo tienen interés en publicar en relación con la diferencia sexual en los cerebros humanos si es para afirmar que existe tal diferencia, nunca para negarla o ponerla, siquiera, en entredicho. El llamado NeuroGenderings Network (NGN), surgido en 2010 en un congreso en Suecia, se ha constituido en un grupo creciente de científicas radicadas en diferentes universidades y centros de investigación de diversos países, que realizan una labor de vigilancia respecto a publicaciones científicas acerca del tema de la diferencia sexual en el cerebro. En una tarea que denomino ‘guerrilla epistemológica’ (Reverter, 2017) lo que hacen es proponer conceptos y debates que puedan servir de guía para el diálogo necesario entre las neurociencias y los intereses sociales y educativos.
El propósito principal de hacer una tarea de vigilancia de lo que se publica en relación con este tema que no es negar de forma prejuiciosa posibles diferencias entre los sexos y en relación con el cerebro, sino el de advertir la necesidad de una práctica realmente científica y objetiva, tanto a la hora de planificar o diseñar experimentos y sacar conclusiones, como a la hora de publicarlos y trasladarlos a los medios generalistas y populares. Por ello conviene revisar y ajustar nuevos métodos que puedan validar buena ciencia. Como la misma Roskies (2002) afirmó en su prominente artículo titulado Neuroethics for the New Millenium entender los mecanismos del cerebro en los comportamientos humanos tiene potencialmente ‘implicaciones dramáticas’ para nuestra perspectiva sobre la ética y la justicia social. Por ello, las neurociencias y el resto de ciencias cognitivas implicadas habrán de interesarse por investigar y averiguar, no solo las cuestiones relacionadas con los conocimientos de las diferentes disciplinas académicas, sino también por las cuestiones morales y sociales (Reverter, 2019). Y en este ámbito la cuestión de las diferencias y similitudes de los cerebros de hombres y mujeres se vuelve esencial.
Diálogo transdisciplinar como método
Ya se ha comentado que los dos proyectos más importantes a nivel mundial financiados con fondos millonarios, tanto públicos como privados, en relación con la investigación del cerebro son Human Brain Project y Brain Initiative. Ambos proyectos no solo tienen objetivos neurocientíficos que permitan entender mejor el funcionamiento y naturaleza del cerebro humano, sino que están integrados por equipos de investigadores de otras disciplinas que tratan de estudiar las implicaciones éticas, sociales, políticas y educativas de la investigación del cerebro. Se trata de una visión interdisciplinar que tiene en cuenta las preocupaciones por los efectos y consecuencias que la investigación del cerebro humano pueda tener para el conjunto de la especie humana y la vida entera en el planeta. En los dos proyectos hay una prioridad en atender a las necesidades desde el punto de vista de los intereses de la especie humana y el medio ecológico en el que vive. Se trata, por tanto, de que hay que conectar la preocupación científica sobre el cerebro con una visión más completa del mundo que este crea y en el que evoluciona. Se incide, por ello, en una forma de entender los proyectos que desarrollan dentro de un marco de ciencia que tenga en cuenta la sociedad civil y la comunidad humana, en armonía con el resto de vida del planeta. Por ello, ambos proyectos tienen una vocación que definen como democrática e igualitaria.
En realidad, esta vocación interdisciplinar no es nueva. Conviene recordar que la sociedad que se señala como origen de las Neurociencias como disciplina, la Society for Neuroscience (organizada en 1969 y como declaran en su web), desarrolló en la década de los 70 un ideario que llevara aconformar esta nueva disciplina como ‘un campo intelectual y metodológicamente abierto en el que ningún enfoque se privilegiaba sobre el otro’, evitando así el ‘parroquialismo y el asilamiento tradicional’ de las disciplinas. La idea era, ya desde el inicio, servir a un horizonte humano de igualdad.
Esta idea inicial de las neurociencias se aleja de la deriva determinista que piensa que un hallazgo en el cerebro se ha de trasladar en un mandato en el campo de lo social. Ese determinismo obsoleto como idea y principio, que tan rechazado está en muchos ámbitos científicos, sigue manteniéndose muchas veces en ideas tan arraigadas como la creencia en la diferencia sexual. Y, por ello, la labor que he llamado ‘guerrilla epistemológica’ sigue siendo necesaria.
El diálogo interdisciplinar entre las ciencias, y en concreto entre todas las ciencias cognitivas, convocadas a la interlocución sobre la educación es tan necesario que si no se da simplemente no se puede entender qué hacer con los conocimientos que se descubren y se construyen. Y esto no solo es una necesidad ‘escolar’, que ya sería suficiente, sino que es una urgencia mundial. Precisamente, uno de los efectos del confinamiento de la población en tiempos de pandemia ha puesto sobre la mesa la urgencia de repensar la educación de forma que nunca antes ha habido premura en hacer. Y para ello habrá que superar prácticas de generación de conocimiento y de educación que simplemente ya no sean útiles, indiquen que no sirven para preparar un mundo mejor, o incluso sean parte de los problemas que hay.
Al tender la mirada hacia atrás, a la década de los 60 y 70 del siglo XX, se puede ver cómo lo que se llamó ‘el debate de las dos culturas’, protagonizado principalmente por Snow (1959) y Leavis (1962), dejó la conclusión de que la separación de conocimientos es un mal método. Da una mala orientación al conocimiento; es más, esa separación desorienta. Es por tanto, un verdadero error metodológico no mantener, fomentar y buscar un diálogo interdisciplinar, tal y como manifiesta Nussbaum (2010).
En el impresionante estudio en dos volúmenes que Burke (2000, 2012) realiza sobre la historia social del conocimiento, desde Gutenberg a la Wikipedia, da muchas claves para entender que un grave problema del conocimiento es la hiperespecialización, que lleva a una insularidad intelectual. En un mundo como el actual, con graves y complejos problemas a nivel planetario y de especie humana, esa estrechez de miras de las disciplinas aisladas y fragmentadas se convierte en sí misma en un considerable inconveniente. Es imperioso comprender una nueva forma de generación de conocimiento que aproveche el diálogo entre expertos/as, fomente la imaginación, y se arriesgue en investigaciones fronterizas, no disciplinadas. Ante la complejidad de los problemas hay un reto que solo esa forma de ciencia abierta y en red podrá responder, como Carbonell (2018) y Carbonell y Díez Fernández-Lomana (2019) se encargan de señalar en sus últimas publicaciones.
Con esta intención de vincular las neurociencias a su aspiración a ser útiles para un proyecto igualitario de sociedad se organizó en 2008, en la universidad McGill, en Montreal, un congreso denominado Neurociencias críticas. Los organizadores, Suparna Choudhury y Jan Slaby (2012), son profesionales del campo de las ciencias sociales que precisamente con el término ‘críticas’ pretenden dar un giro a esa obsesión por lo ‘neuro’ y por las nuevas técnicas por escanear el cerebro que deja fuera esa necesaria reflexión filosófica, sociológica y política. Su preocupación aparece cuando se dan cuenta de que desde parámetros pretendidamente neutrales se están haciendo distinciones neurales entre clases o categorías de gente. La medicalización creciente de la vida y la progresiva vigilancia de los cuerpos, unido a conclusiones científicas sobre qué es el ser humano, puede conllevar una deriva catastrófica para el proyecto de crear un mundo con más igualdad y justicia, como Rose alerta (2006).
Desde este proyecto de Neurociencias críticas proponen introducir el término ‘crítica’ a la manera como Kant (2003) defendió en El conflicto de las facultades, en 1798. Es decir, es el orden público el que constituye la condición fundamental para poder ejercer el derecho innato que es la libertad. Choudhury, Nagel y Slaby (2009) complementan esta visión crítica con la propuesta de la Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt. El concepto de Honneth (2009) de ‘patologías sociales de la razón’ servirá para formular el marco conceptual que ayude a “articular una postura crítica hacia algunas metodologías, procedimientos, y prácticas de las neurociencias en la actualidad” (Hartmann, 2012, p. 67). Y es que Honneth, con el concepto de ‘patologías de la razón’, precisamente quiso denunciar la pérdida de sentido y la imposibilidad de trazar propósitos y objetivos a nivel de comunidad humana. Rescatar ese núcleo ético para toda acción racional vinculada con cualquier práctica de conocimiento científico debe ser la meta de ese diálogo interdisciplinar por el que aquí se aboga. Toda ciencia, por ello, debería ser crítica; o, mejor dicho, nunca debería dejar de serlo.
Análisis: Neurociencias y filosofía de la educación
La crítica como práctica habrá de ser aplicada, muy especialmente, en la comprensión de lo que somos para poder ofrecer una filosofía de la educación que conecte de forma competente y dialogante con las otras ciencias cognitivas. Desde esa visión crítica se habrá de crear ese espacio de interlocución y darle validez de primer orden. En el tema de la educación es la disciplina denominada ‘neuroeducación’ la que podría cumplir ese papel. Los autores que sirven de referencia en este ámbito son Battro y Cardinali (1996), Battro et al. (2008), Bruer (1997, 2008), Ansari et al. (2011, 2012), y Kitchen (2017). Todos ellos, de hecho, plantean pensar la neuroeducación como un necesario encuentro de miradas a la cognición, al cerebro y a la educación. Esa integración hará que puedan surgir nuevas categorías que permitan entender mejor cómo funciona el aprendizaje y, por tanto, cómo educar. Como alerta Kitchen (2017) una visión que simplemente reemplazara mente por cerebro resultaría tan absurda como peligrosa; y es por ello que, en el diálogo, la filosofía de la educación puede aclarar y proponer nuevos conceptos que permitan alejarse de un determinismo que parece tentar a ciertos sectores educativos vinculados a las neurociencias, como también Gracia y Gozálvez (2019) señalan.
En esta relación lo importante será determinar: ¿qué orientación tiene la relación entre los campos de conocimiento?, ¿Quién guía el camino?, ¿Es una dirección simétrica?, ¿Hay una influencia mutua? El filósofo y neurocientífico Northoff (2004) plantea una forma transdisciplinar al proponer ese diálogo entre teorías filosóficas e hipótesis científicas. Con ello ambiciona crear un diálogo que sea más que la mera síntesis y adición de unas hipótesis y otras. Fuentes Canosa y Collado Ruano (2019) explican muy bien las diferencias entre los diferentes modelos de diálogo entre las disciplinas: multidisciplinar, pluridisciplinar, interdisciplinar y transdisciplinar. Estos autores analizan con detalle y rigor cada uno de estos modelos para la relación entre disciplinas que intervienen en el estudio de la mente, el cerebro y la educación. Llegan a la conclusión de que, efectivamente, hace falta una evolución hacia un enfoque transdisciplinar. Ello implicará, no solo diálogo, sino mixturar formación, conceptos, metodologías y prácticas para generar conocimiento nuevo. Como la metáfora de Breuer (1997, 2008) propone, se trata de crear puentes y no buscar fundamentos.
En esa búsqueda de puentes habrá que hacerse preguntas conceptuales antes de encender el escáner, como alerta Harrison (2008) y ponerse a trasladar o interpretar los hallazgos neurocientíficos en términos de ‘instrucciones’ educativas.
Discusión: ¿Diálogo entre neurociencias y educación en relación con las diferencias sexuales en el cerebro?
El diálogo entre las neurociencias y la educación se está dando, no siempre de forma transdisciplinar, como aquí se propone, pero sí que hay experiencias interesantes de ese diálogo; como por ejemplo Marina (2012), Mora (2013), Narváez (2016) o Carballo (2016). Sin embargo, y como se ha anunciado en la parte introductoria de este artículo, en la investigación sobre las diferencias sexuales en el cerebro, y especialmente, en lo relativo a la cognición, sigue habiendo patrones que no cumplen con los estándares exigibles a la práctica científica, como muchas voces señalan. Y ello es relevante a la hora de dirimir un debate educativo de gran interés.
Si bien es cierto que el modelo de co-educación está bien asentado, tanto en la educación pública como en una parte de la educación privada, no es menos cierto que el debate planteando las ventajas de la separación por sexo en las aulas se ha manifestado con fuerza en la última década. Los que abogan por una vuelta a una educación segregada por sexos se apoyan en supuestas conclusiones científicas sobre cómo la diferencia sexual en el cerebro afecta a las formas de aprendizaje. Así, suelen inferir, que no solo hay estructural y funcionalmente cerebros diferentes, en el sentido sexual, sino que la forma de aprendizaje es, debido a ello, distinta. Los casos más sobresalientes en esta idea son autores norteamericanos, por una parte, Michael Gurian y Kathie Stevens (2011), y por otra Leonard Sax (2005). Los primeros, no solo afirman que la diferencia sexual está confirmada, sino que afecta en gran manera a la forma de aprender, y que ello es una cuestión que atraviesa todas las culturas, es decir, es innato a la especie humana. Los dos son parte del Gurian Institute y se dedican precisamente a difundir la idea de que las escuelas han de volver a separar a chicos y chicas en las clases. Por otra parte, el psicólogo Leonard Sax (2005), con el mismo grado de popularidad que Gurian, mantiene una constante campaña en pro de la educación segregada, porque dice que es la forma correcta de actuar según las diferencias sexuales innatas en el cerebro. Esta educación segregada se propone, además, como solución a muchos de los problemas actuales, no solo en la educación, sino en casi cualquier ámbito humano.
¿Pero qué dice la investigación neurocientífica? Ya se ha comentado que lo que dice es que no hay evidencia concluyente para poder afirmar que existe una diferencia entre los cerebros masculino y femenino. Es cierto que ya el simple concepto de ‘diferencia sexual’ es un tema en sí mismo para un largo debate. Qué se entiende hoy por diferencia sexual no está claro, aunque tampoco nunca lo ha estado. Como Laqueur (1994) explicó de forma brillante en su libro La construcción del sexo. Cuerpo y género desde los griegos hasta Freud, lo que se entiende por diferencia sexual cambia a lo largo del tiempo y las culturas.
En aras de determinar la cuestión sobre la educación y la conveniencia o no de separar niños y niñas se puede dar por sentado que hay dos sexos anatómicamente diferenciados. La pregunta entonces se traslada, porque es el tema que se aborda como más relevante para la educación, a si la diferencia sexual se da en el cerebro. Veamos qué nos dice una de las neurocientíficas más prestigiosas a nivel mundial, Margaret McCarthy (en Joel & McCarthy, 2017): “…la inevitable conclusión de que no puede haber una masculinización o feminización uniforme de todo el cerebro” (p. 381). Es decir, la conversación sobre las diferencias sexuales en los cerebros no está terminada, pues no hay argumentos concluyentes al respecto.
Por su parte, Joel et al. (2015), neurocientífica del comportamiento, se decanta por entender que el cerebro humano se encuentra en un continuum que va de feminidad extrema a masculinidad extrema. No hay cerebros masculinos y femeninos, sino que propone la idea de un ‘cerebro mosaico’, según el cual tienen todas las personas con elementos típicos de un extremo y otro, y una gran variedad de elementos intermedios entre extremos. De hecho, su propuesta y la de su grupo de investigación se publicó inicialmente en 2015 con el título de Sex beyond the genitalia: The human brain mosaic. Es decir, hay una imposibilidad de determinar de forma cerrada binaria dos tipos de cerebros que correspondan al binarismo genital: “Nuestros resultados demuestran que independientemente de la causa de las diferencias de sexo / género observadas en el cerebro y el comportamiento (naturaleza o crianza), los cerebros humanos no se pueden clasificar en dos clases distintas: cerebro masculino / cerebro femenino” (Joel et al., 2015, p. 15468). De hecho, del estudio de Joel se concluye que solo entre 0% y 8% de los cerebros de su estudio contienen todos los elementos femeninos o todos los masculinos. Es fundamental señalar que frente a las muestras pequeñas que suelen usarse, por la complejidad misma de estudiar el cerebro humano, en la investigación de Joel y su equipo se utilizó resonancias magnéticas de 1400 cerebros humanos. Esta información se cruzó con análisis de personalidad, actitudes, intereses y comportamientos de 5500 personas más, para observar las diferencias sexuales estructurales en el cerebro ‘más allá de los genitales’.
Las evidencias de la similitud entre cerebros o de la escasa diferencia encontrada hasta ahora entre ‘cerebros de mujeres’ y ‘cerebros de hombres’, no permite, por tanto, apostar por una separación basada en eso, para aconsejar la segregación en la escuela y en las aulas. La neuróloga Eliot (2011, 2013) se ha preocupado, muy especialmente, no solo de contestar a los argumentos que afirman la diferenciación sexual de los cerebros, sino de desacreditar la propuesta de una segregación en las aulas. Eliot (2011, 2013) rebate una por una las tesis en las que suelen basarse los principales argumentos de la diferenciación sexual del cerebro. Atendiendo a las tres más populares:
El tamaño del cuerpo calloso (que une los dos hemisferios). Pese a la creencia popular de que es más numeroso en las chicas adolescentes que en los chicos de la misma edad, la comunidad científica solo reconoce como evidencia que el tamaño del cuerpo calloso está en relación con el tamaño del cerebro completo y no con el sexo, como Eliot demuestra (2013).
La lateralización cerebral, según la cual la función neural de los niños es más lateralizada; es decir, que los niños usan el lado derecho o izquierdo del cerebro, uno a cada vez, mientras que las niñas utilizan los dos hemisferios a la vez. La base de esta idea, que en realidad es casi un mito, fue un estudio realizado por Shaywitz (1995), cuyas conclusiones se divulgaron de forma masiva en la prensa popular. Sin embargo, la verdad científica es, que desde ese año se ha intentado replicar el experimento con un total de 1526 sujetos estudiados (el experimento original utilizó 38 sujetos) y en todos los casos se concluye que el proceso de lateralización es muy complejo, y que no se puede simplificar con la simplificación de la diferencia entre niños y niñas. De hecho, esa simplificación está hoy en día totalmente desacreditada, como explican Sommert et al. (2008).
La diferencia hormonal, y en relación con el sistema nervioso y el hipotálamo, no se ha podido probar de forma conclusiva que estas diferencias tengan relación con comportamientos diversos y concretos asignados a patrones de sexo y género, como documenta Eliot (2011).
Revisando las tesis usualmente compartidas por quienes basan la diferencia sexual en el cerebro como fundamento y argumento para proponer una educación segregada y diferenciada, se puede ver que hasta hoy en día, las investigaciones neurocientíficas no pueden concluir tales tesis. Sin embargo, siguen formando parte del imaginario social que influye las creencias sobre lo que es recomendable para niñas y niños a la hora de educarlos. Las mentiras científicas que se acaban de indicar como tres de las principales tesis que mantienen la idea de la diferencia sexual del cerebro han sido señaladas por eminentes científicas como contaminantes del proceso científico; tales como Vidal (2012) y Fausto-Sterling (2000, 2015). ¿Se puede decir, entonces, que hay una ciencia distorsionada por la cultura sexista?
Muchas científicas lo creen y lo combaten. Por ejemplo, las del grupo Neurogenderings Network que ya se ha nombrado más arriba. Y por eso se decía en la introducción de este artículo que su labor es una especie de ‘guerrilla epistemológica’.
Desde el punto de vista que interesa ahora analizar está la cuestión de qué filosofía de la educación se puede mantener. Se ha descartado, por pseudocientífica o falta de evidencias, la fundamentación neurocientífica que propone separar a niños y niñas en las aulas por sus diferencias cerebrales. Pero, es importante añadir que esas ideas preconcebidas que se piensa que están basadas en la autoridad científica se introducen igualmente todos los días en el aula de forma prejuiciosa. Es decir, la educación hoy, aun siendo en coeducación, recrea patrones de género que solo las creencias y construcciones sociales y culturales avalan.
En este artículo se propone que antes de concluir con una filosofía con una propuesta educativa planteemos un modelo para entender desde qué marco se hace ese diálogo transdisciplinar, señalado más arriba como necesario y urgente. Con este objetivo resulta muy interesante la propuesta de Halpern (2012) y de Miller y Halpern (2014). Según esta necesitamos un modelo biopsicosocial de vida y cognición humana que no se ampare en el marco dicotómico que piensa y estudia las diferencias sexuales en términos de naturaleza-cultura. Este marco, señalan, es muy simple y deficitario e impide comprender la cognición humana en la complejidad que realmente presenta. Se ha visto cómo los cambios sociales en las últimas décadas han mejorado los resultados que miden el talento en áreas específicas: matemáticas, lenguaje, orientación… Todo ello muestra que los factores culturales, como la misma realidad creciente de igualdad de género, pueden revertir diferencias sexuales que antes se pensaban innatas. Esta idea, vinculada a la cualidad de la plasticidad neuronal del ser humano, permite incidir más en la importancia de acordar en procesos abiertos y democráticos lo que se quiere hacer con la educación y, en definitiva, con el mundo.
Naturalizar las diferencias entre colectivos y grupos humanos ha sido práctica usual y común a lo largo de toda la historia humana. La ciencia y su gran desarrollo en los últimos dos siglos permiten buscar explicaciones innatas a esas diferencias (que de forma peligrosa derivan usualmente en desigualdades). Pero, en un momento de la historia en que la colaboración científica, el diálogo entre las disciplinas que generan conocimiento y la conciencia humana de los grandes problemas planetarios que existen son más necesarios que nunca, no se pueden hacer servir más a las ciencias para las ideologías que previamente se quieren legitimar, como Hartman (2012) o Malabou (2007) afirman. Lo que filósofos de la Escuela de Frankfurt, como Hartmann (2012), llaman ‘neurocapitalismo’ refiere, precisamente, al peligro de despolitización que pueden conllevar unas ciencias cognitivas que no sean críticas. Unas ciencias que hablen de ‘naturaleza’ como una categoría objetiva y neutra. Y ello no es así. Ciertamente lo biológico es importante porque se toma frecuentemente para definir el valor social; y, por tanto, se convierte en espejo de categorías políticas y sociales que van a ser determinantes para vivir, sobrevivir y convivir, como Malabou (2007) advierte cuando pregunta en el título de su libro ¿Qué hacer con nuestro cerebro?
Las ciencias en general, y las neurociencias en particular, tienen una función de legitimación de ciertos poderes y saberes en el contexto capitalista descrito. Es decir, las patologías de la razón tienen también un punto de inflexión y de diseminación patológica en el conocimiento científico. La observación de los cerebros, y las nuevas técnicas al servicio, puede servir para legitimar y justificar ‘científicamente’ ciertas políticas, ideologías, normas y leyes, e incluso mitos y prejuicios, como denuncian Fine (2017) y Rippon (2019). Por ello la ‘razón’ de la ciencia no solo no salva de la crisis de la razón, sino que puede empeorarla.
Conclusiones
Popper (1983, p. 95) dijo: “No estudiamos temas, sino problemas; y los problemas pueden atravesar los límites de cualquier objeto de estudio o disciplina”. Pues bien, lo que plantea este artículo es que con la propuesta de unas neurociencias críticas, amparadas en una práctica más abierta y democrática de la ciencia, se puede conseguir un diálogo que lleve a un marco de transdisciplinariedad. Esto supone un gran reto para una teoría y una praxis de la educación. En concreto, y por el tema planteado, supone abandonar los prejuicios relacionados con una idea tan generalizada en el tiempo como en las diferentes geografías del planeta, y que es la categorización de la diferencia sexual binaria del cerebro.
En el diálogo transdisciplinar que aquí se plantea aparece la neuroeducación como la suma de diálogos que puede aportar, si es crítica, grandes progresos para los enormes retos que planteados hoy a la especie humana a cargo de un planeta y su destino.
Frente a la imposibilidad de afirmar las diferencias sexuales en el cerebro, que algunos tanto ansían, se propone abrazar con optimismo las tesis de la plasticidad cerebral que tan reveladoras se están mostrando. Así, son conocidos los estudios de Lipina (2016) y de Lipina y Evers (2017) sobre la importancia de las condiciones de vida para el neurodesarrollo. En concreto sus estudios llevan a poder concluir cómo la pobreza infantil influye en el desarrollo cognitivo y emocional. Estas investigaciones llevan a afirmar que el desarrollo en términos de derechos, dignidad, capacidad y responsabilidades sociales tiene implicaciones cognitivas. Lo que Gabrieli y Bunge (2016) llamaron the stamp of poverty sirve para entender el efecto del medio en el cerebro y en el desarrollo de la inteligencia a lo largo de la vida; las oportunidades y las frustraciones en la crianza serán traducidas a nivel neurológico y en posibilidades sinápticas que marcarán la vida. Estudios pediátricos confirman que hay una correlación significativa entre el nivel socio-económico y muchas funciones mentales y cerebrales, e incluso, con el volumen y detalles estructurales de ciertas zonas del cerebro importantes para las funciones cognitivas y emocionales, como afirman Johnson, Riis y Noble (2016). Esta plasticidad cerebral, además, no solo se da durante una etapa de la vida infantil, sino que se mantiene a lo largo de toda la vida; no con la misma intensidad, pero la plasticidad neuronal y sináptica permanece toda la vida.
Ello debería aportar optimismo, pues implica la capacidad humana para hacerse mejores, individualmente, en comunidad y como especie. La numerosa bibliografía científica de los últimos años nos habla de cómo la protección, la buena alimentación, el cuidado, en definitiva, aseguran un desarrollo correcto del cerebro. Por el contrario, la desprotección, el maltrato, la pobreza y el entorno socioeconómico adverso en general, lo dificultan y tienen un impacto en la anatomía y la función del cerebro. Como consecuencia hay una correlación significativa entre el nivel socio-económico y muchas funciones mentales y cerebrales, e incluso con volumen o detalles estructurales de zonas del cerebro importantes para las funciones cognitivas y emocionales, como estudian Johnson, Riis y Noble (2016).
Todo ello habla de lo fundamental que la plasticidad cerebral puede ser para entender la educación como elemento de transformaciones sociales impactantes, como enuncia May (2011). Por supuesto, la eliminación de las desigualdades de género podría mejorar los resultados académicos de todos, mujeres y hombres; tal y como aseguran en sus investigaciones Miyake et al. (2010), Hartley y Sutton (2013), y Weber et al. (2014). Entender la importancia de esta capacidad de acción debería llevarnos a ser conscientes del gran impacto que las políticas educativas pueden tener. Por ello, necesitamos, también, una mejor forma de relacionar las políticas educativas con las políticas de investigación científica. La propuesta de este artículo es que el debate educativo avance en entender cómo desde la coeducación, y desligándose de patrones de género de diferencias y desigualdades, se puede promover un marco de igualdad que posibilite el aprendizaje cooperativo y en diversidad. Esta diversidad en las aulas es un elemento que puede ayudar, más que la homogeneidad, a promover el aprendizaje, como explica Cin (2017). Desde esta filosofía de la educación la reflexión acerca de si es preferible una educación segregada o en coeducación no depende de si se encuentran diferencias sexuales en el cerebro; pues, en definitiva, no son los hallazgos científicos los que han de determinar qué y cómo educar. Está claro que las diferencias cognitivas existen, pero no tanto entre grupos, sino entre individuos, como ya Joel et al. (2015) demostraron y recientemente también Rippon (2019). Pero, ello jamás puede ser un argumento para aconsejar la separación por grupos en el proceso de enseñanza-aprendizaje.
Es verdad que no hay conclusiones que desde las neurociencias avalen que los resultados educativos son mejores en coeducación o en clases segregadas. Pero, lo que sí hay son robustas conclusiones sobre la importancia de partir de políticas de igualdad de géneros para mejorar los resultados educativos de las y los jóvenes. Numerosos estudios lo avalan, como Guiso et al. (2008), Corbett y Hill (2008), Klein (2007), Fassa, Rolle y Storari (2014), Fassa (2016), van Hek, Kraaykamp y Pelzer (2017). Que esas políticas de igualdad son más posibles de implementar en una escuela co-educativa es algo que la experiencia sí demuestra, como confirman Chaluda (2017), o la propia UNESCO (2015).
Como conclusión hay que acentuar algunas ideas claras de la investigación presentada: la necesidad de pensar la ciencia y la generación de conocimiento de otra forma; la urgencia de deshacernos de argumentos pseudocientíficos (muy en concreto en relación con la diferencia sexual en el cerebro) a la hora de pensar la educación como el elemento más vital en las vidas humanas; el requisito de concebir a los humanos con una cualidad cerebral de plasticidad y de aprendizaje continuo; y, finalmente, aprender, organizar y consensuar todo ello para que la educación sea principalmente un camino que ayude a formar a las personas como agentes de transformación social para un mundo más justo e igualitario.