Forma sugerida de citar:
Touriñán, José (2019). La relación educativa es un concepto con significado propio que requiere concordancia entre valores y sentimientos en cada interacción. Sophia, colección de Filosofía de la Educación, 26(1), pp. 223-279.
Introducción
Johan Friedrich Herbart reclama para el educador la mirada pedagógica especializada, bajo la idea de “círculo visual propio”, que él construye desde la pedagogía, algo que, según sus propias palabras, olvidan enteramente formarse la mayoría de los que educan antes de entregarse a ese empeño. Nos dice Herbart (1806) que: “La mayoría de los que educan olvidan enteramente formarse un círculo visual propio antes de entregarse a ese empeño; les surge poco a poco en su trabajo [...], si realmente se desarrolló así (el niño), hay que felicitarse por ello” (p. 1). Frente a este tipo de actuación, Herbart (1806) quiere construir un saber que le proporcione razones para fundamentar por qué un educador debe seguir actuando del modo en que lo hace o por qué debe cambiarlo: “Un maestro de escuela de aldea, de 90 años, tiene la experiencia de su rutina de 90 años; posee el sentimiento de sus largas fatigas, pero ¿tiene también la crítica de su método y de sus actos?” (p. 5).
La ciencia de la educación, en Herbart (1806), supone la utilización de datos, pero la teoría hay que construirla con autonomía funcional, porque los datos se interpretan desde un entramado conceptual con significado intrínseco a “educación”:
Lo que debe hacer la pedagogía es deliberar sobre sus propios conceptos y cultivar una reflexión independiente. De esta forma llegaría a ser el centro de un círculo de investigaciones y no correría el peligro de ser gobernada por un extranjero como lejana provincia conquistada” (p. 8, las cursivas son mías).
Este trabajo no es una reflexión sobre lo que dicen los especialistas de otras disciplinas respecto de la relación educativa. Desde los trabajos de Goodwin (1994) sabemos que los análisis de especialistas de otras disciplinas son necesarios, pero no agotan el contenido del campo de la educación ni exigen vivir como aprendiz de lo que ellos dicen. Se recurre a una ciencia cuando se tiene un problema específico de ella, que será, según el caso, un problema médico, sociológico, psicológico u otro. Toda disciplina con autonomía funcional focaliza la realidad que estudia, generando la mentalidad específica de esa disciplina, que debe exteriorizarse en forma de mirada especializada de esa disciplina hacia su objeto de estudio e intervención. La pedagogía, como disciplina consolidada académicamente, avanza en el desarrollo del continuo “corriente de conocimiento-disciplina sustantiva-focalización-mentalidad específica-mirada especializada-discurso-intervención pedagógica” (Touriñán y Sáez, 2015). Como se ha podido justificar en un trabajo reciente (Touriñán, 2014), este continuo se da en todas las ciencias consolidadas y, en este caso, que es el estudio y análisis de la educación, permite obtener respuestas fundamentadas sobre los elementos estructurales de la intervención (conocimiento, función, profesión, relación, agentes, procesos, producto y medios)
La representación mental de la acción de educar desde la perspectiva de la relación teoría-práctica, que es la mentalidad pedagógica específica, funciona, bien como presupuesto de la investigación en pedagogía, bien como supuesto, y determina una significación y validez de un modo de pensamiento singular para la función pedagógica, la profesión, la relación educativa y para el propio conocimiento de la educación. La mentalidad pedagógica no se entiende sin hacer referencia a esos cuatro componentes –porque la concretan en cada acción– ni ellos pueden entenderse en el discurso y en la intervención que generan sin hacer referencia a la mentalidad –porque dejarían de especificarse con significación y validez–. Precisamente por eso puede decirse que son componentes estructurales de la intervención vinculados a la mentalidad. La mentalidad pedagógica determina el modo de pensamiento específicamente pedagógico para esos cuatro elementos.
La “mirada pedagógica” es el círculo visual que se hace el pedagogo de su actuación. Es representación mental que el profesional hace de su actuación en tanto que pedagógica. Es la expresión de la visión crítica que tiene el pedagogo de su método y de sus actos. Implica la visión pedagógica total, ajustada a los elementos estructurales de la intervención, que son los cuatro componentes estructurales de intervención, vinculados a la mentalidad (conocimiento, función, profesión y relación) y los cuatro componentes de intervención, vinculados a la acción (agentes, procesos, productos y medios). Mentalidad pedagógica específica y mirada pedagógica especializada confluyen en la intervención pedagógica que se define como la acción intencional que desarrollamos en la tarea educativa en orden a realizar con, por y para el educando los fines y medios que se justifican con fundamento en el conocimiento de la educación (Touriñán, 2017).
Dentro del continuo “corriente-disciplina-focalización-mentalidad-mirada-discurso-intervención”, toda disciplina con autonomía funcional focaliza la realidad que estudia, generando la mentalidad específica de esa disciplina, que debe exteriorizarse en forma de la mirada especializada hacia su objeto de estudio e intervención.
En cada acción pedagógica concreta pasamos del pensamiento a la acción; se da la doble condición de ámbito de conocimiento y de acción para toda intervención. La mentalidad específica y la mirada especializada son representaciones (conocimiento), la intervención es la acción. Mantener estas distinciones es una exigencia para llegar a la acción educativa concreta y a su control, por medio de la acción educativa programada.
En trabajos recientes (Touriñán, 2013b y 2015), ha quedado establecido que los términos educacionales han adquirido significado propio basándose en el conocimiento de la educación, de manera que la relación educativa ya no es solo una relación moral o una relación de cuidado y de convivencia y comunicación, sino la forma sustantiva de la intervención ajustada a los rasgos de carácter que determina el significado de “educación” en su definición real.
Desde la perspectiva del conocimiento de la educación, es obligado que pensemos en la relación educativa como una forma de interacción singular y distinta, cuyo significado no depende de que la asociemos a términos avalados desde otros campos disciplinares. Las mismas actividades que realizamos para educar se realizan para otras muchas cosas, de manera que las actividades no identifican la acción educativa. En la educación se convive, se comunica y se cuida, pero educar no es cada una de esas cosas por separado ni todas juntas. Cualquier tipo de influencia no es educación, pero puede transformarse en un proceso de influencia educativa, en la medida en que lo ajustemos a la finalidad de educar y a los criterios de significado de educar.
En este artículo se construye el discurso sobre tres ejes de razonamiento:
La relación educativa es un concepto con significado propio y es distinta por finalidad y significado.
Cuidar, convivir y comunicar son condiciones necesarias, pero no suficientes de la relación educativa.
La relación educativa exige concordancia entre valores y sentimientos en cada puesta en escena y es una forma de actuación comprometida y no neutral, ajustada a los rasgos de carácter que determinan el significado de “educación”.
La relación educativa asume los criterios de uso común y finalidad en su significado
En el año 1984, en el VIII Congreso Nacional de Pedagogía, que organizamos con la Sociedad Española de Pedagogía, en Santiago de Compostela, el profesor E. B. Page (1984), presidente de AERA, dictó una conferencia en la que hacía referencia a la sensación que se produce cuando un especialista en un campo es llamado a otro campo, o a la que se siente cuando todo lo de un campo de conocimiento se resuelve desde los postulados y logros de otro campo. Como si médicos, sociólogos, analistas experimentales o psicólogos pudieran agotar el contenido de la educación.
La visión aplicada de la relación educativa es la visión desde las teorías interpretativas. Las teorías interpretativas, como ha dicho el profesor González Álvarez en su clásico libro Filosofía de la educación (1977), son “tratados especiales” de las disciplinas generadoras. Son aplicaciones a la educación de los conceptos de disciplinas generadoras tales como la psicología, la sociología, la antropología, etc. Las teorías interpretativas no son tratados de psicología especial o sociología especial, sino tratados especiales de psicología, sociología, etc. Lo que se especializa es la tarea no la disciplina, porque la disciplina siempre es, en el caso de las teorías interpretativas, la misma disciplina generadora –psicología, antropología, biología, sociología, etc., según corresponda– (p. 20).
Se habla de sociología general y aplicada, de economía general y aplicada, de biología general y aplicada; se habla de psicología, de medicina, de antropología y de otras disciplinas autónomas del mismo modo. Pero en cada caso, cuando hay esa disciplina autónoma y la aplicamos a la interpretación de otro campo, estamos diciendo, en palabras de González Álvarez (1977), que las disciplinas aplicadas especializan la tarea, mas no la disciplina; son sociología, psicología, etc. La psicología de la educación, la psicología del trabajo, la sociología de la educación, etc., especializan la tarea y no la disciplina; son y aplican sociología, psicología, etc., a ámbitos distintos; son disciplinas aplicadas. En el capítulo siete de otro trabajo (Touriñán y Sáez, 2015), he dedicado espacio a fundamentar que en pedagogía, también tenemos pedagogías aplicadas (pedagogía del trabajo, de la familia, de la educación general, de la educación profesional, de la educación de adultos y otras) que especializan la tarea, no la disciplina. Pero como se sigue del estudio del conocimiento de la educación como actividad (Touriñán, 2014), las argumentaciones no agotan la pedagogía ni anulan el sentido de la pedagogía como disciplina con autonomía funcional desde conceptos con significación intrínseca al ámbito.
Se puede hablar de psicología de la relación educativa, de sociología de la relación y así sucesivamente, pero siempre nos preguntaríamos, después de aplicar el análisis de la psicología, la sociología etc., por qué es educativa esa relación. Esa pregunta la podemos hacer con la misma legitimidad que hacemos la pregunta de por qué la relación educativa es una relación psicológica desde una determinada perspectiva o una relación sociológica desde otra. Tenemos que hablar de la relación educativa desde la pedagogía y afrontar el reto de resolver la relación en conceptos propios de educación. Del estudio del concepto de educación (Touriñán, 2015), se sigue que distinguir cualquier otro tipo de influencia e influencias educativas, exige, desde la perspectiva del uso común del término y de las actividades que se realizan al educar, la valoración pedagógica de diversos modos de conducta, atendiendo al criterio de finalidad. Convivir no es educar, porque hay convivencias que no se especifican y cualifican como educativas. Comunicar no es educar, porque la comunicación es siempre un proceso simbólico-físico cuya finalidad es elucidar el mensaje a que apunta el hablante y el hablante no apunta siempre a la educación. Cuidar no es educar, porque a veces cuidamos para sanar a alguien y otras cuidamos para educar, y ambas acciones tienen significados distintos. Conocer un área cultural no es enseñar, porque el conocimiento puede estar separado de la acción y enseñar no es educar porque podemos afirmar que hay enseñanzas que no educan. Y así con cualquier otra actividad. En la relación educativa es necesario comunicar, pero no es suficiente comunicar para educar. En la relación educativa es necesario convivir, pero no es suficiente convivir para educar. En la relación educativa es necesario cuidar, pero no es suficiente cuidar para educar. En la relación educativa enseñamos, pero no es suficiente enseñar para educar. Son condiciones necesarias, pero no suficientes para caracterizar la relación educativa, tal como se resume en la siguiente figura:
La relación educativa lo es, en la misma medida que se cumplan los criterios de uso común del término “educación” y se preserve la finalidad de educar, si no será cualquier otro tipo de relación. A la relación educativa le conviene la definición sinonímica, pero debe analizarse en sus propios rasgos como corresponde a la definición real de cualquier término. Y esto exige ir más allá del criterio de uso común del término y del criterio de actividad como finalidad, para entender los rasgos distintivos que determinan en cada acto educativo su significado real.
En el punto de partida, debe quedar claro que si podemos hablar de la relación educativa, como sustantivamente educación, es decir, como “educativa” (Touriñán, 2016), es porque la relación cumple los criterios de uso común del término “educación”, que se identifican como criterio de contenido, forma, uso y de equilibrio:
La relación educativa lo es, porque obedece a un criterio axiológico de contenido: no calificamos de educativos a aquellos procesos en los que aprendemos algo que va en contra de los valores, y esto quiere decir que solo calificamos de educativo el aprendizaje de contenidos axiológicamente irreprochables. Defender algo como educativo, implica un juicio de valor sobre el contenido que se utiliza. Si no se logra esto, estamos simplemente en proceso de comunicación, de enseñanza y de aprendizaje.
La relación educativa lo es, porque obedece a un criterio ético de forma: no consideramos educativo actuar sobre un educando sin que se respete su libertad o su dignidad como persona. El proceso educativo debe respetar la dignidad y la libertad del educando, porque es también agente de su propio desarrollo. Si no se logra esto, estamos ante un proceso de instrumentalización.
La relación educativa lo es, porque obedece a un criterio de uso formativo: no calificamos de educativos aquellos aprendizajes en los que el educando repite algo que no entiende ni sabe cómo usar. El proceso educativo debe hacer posible el desarrollo en el educando de algún tipo de esquema conceptual propio sobre lo que se le comunica. Si no se logra esto, solo estamos en fase de instrucción, entrenamiento y adiestramiento memorístico.
La relación educativa lo es, porque obedece a un criterio de desarrollo equilibrado: hablar de educación exige que se consiga una personalidad integrada sin que el desarrollo excesivo o unilateral de una de las áreas de experiencia produzca hombres y mujeres desequilibrados. El proceso educativo reclama siempre resultados equilibrados. Si no se logra esto, dejamos de hablar de formación general y estamos en fase de formación especializada.
En el ámbito del conocimiento de la educación, la aplicación de estos criterios nos coloca en posición de no confundir educación con cualquier tipo de influencia. Cualquier tipo de influencia no es educación, pues influir en una persona para que deje de hacer lo que tiene que hacer para educarse, también sería educación.
El hecho de que cualquier tipo de influencia no sea educación no anula ni invalida la posibilidad de transformar cualquier tipo de influencia en un proceso educativo. Nada impide lógicamente que el educando, por sí mismo y a partir de la experiencia que otros le comunican (proceso de autoeducación) o por medio de las experiencias que otros le comunican (procesos de heteroeducación), pueda analizar con criterio fundado en el conocimiento de la educación esa influencia negativa y transformarla en un proceso de influencia educativa. No es educativa la manipulación o transmitir como verdadero un conocimiento de un área cultural que la investigación teórica del área prueba como falso. Sin embargo, sí es educativo desenmascarar la manipulación y utilizar un conocimiento falso para probar su error y ejercitar las destrezas de uso de los criterios teóricos de prueba.
Los criterios del lenguaje de uso común cualifican de manera singular la actividad que realizamos como educación. Puede afirmarse que distinguir cualquier otro tipo de influencia e influencias educativas, exige la valoración pedagógica de diversos modos de conducta, atendiendo al criterio de uso del lenguaje y finalidad.
Desde la perspectiva de la finalidad, la educación es valor porque la finalidad es un valor que se elige (Touriñán, 2016). Como valor, el objetivo fundamental de la educación, como tarea es el desarrollo de destrezas, hábitos, actitudes y conocimientos que capacitan a las personas para estar, moverse, intervenir, actuar, aprender e interrelacionarse con los valores, porque de lo que se trata es de construir experiencias axiológicas. Desde esa misma perspectiva, el objetivo fundamental de la educación, como resultado, es la adquisición en el proceso educativo de un conjunto de conductas que capacitan al educando para decidir y realizar su proyecto personal de vida, utilizando la experiencia axiológica para dar respuesta, de acuerdo con la oportunidades, a las exigencias que se plantean en cada situación, porque, en definitiva, de lo que se trata es de utilizar la experiencia axiológica como instrumento de la construcción y formación de uno mismo: es una actividad, en definitiva, orientada reconocerse con el otro en un entorno cultural diverso de interacción por medio de los valores.
Si esto es así, se entiende que desde una perspectiva descriptiva o expositiva que tenga presente las actividades enunciadas anteriormente, la educación es desarrollo de las dimensiones generales de intervención y de las competencias adecuadas, las capacidades específicas y las disposiciones básicas de cada educando para el logro de conocimientos, destrezas-habilidades, actitudes y hábitos relativos a las finalidades de la educación y a los valores guía derivados de las mismas en cada actividad interna y externa, utilizando para ello los medios internos y externos convenientes a cada actividad.
Se trata de que el educando adquiera conocimientos, actitudes y destrezas-habilidades que lo capacitan, desde cada actividad común interna (pensar, sentir afectivamente-tener sentimientos, querer, elegir-hacer [operar], decidir-actuar [proyectar] y crear: construir simbolizando) y externa (juego, trabajo, estudio, profesión, investigación y relación), para decidir y realizar sus proyectos, dando respuesta, de acuerdo con las oportunidades, a las exigencias que se plantean en cada situación. Cumplir con estos criterios de contenido, forma, uso y de equilibrio y cumplir con la finalidad de la educación, hacen que la relación educativa no se confunda con cualquier tipo de actividad y que una relación no se cualifique sin más como educativa por realizar una actividad.
La relación educativa no solo es convivir
En el lenguaje común hay una aproximación entre “convivencia” y “vivir con”, que no oculta las diferencias profundas en el uso de ambos términos. Unas diferencias que se ponen de manifiesto en la pregunta: ¿Con quién vives? Pues, en efecto, se convive con los parientes, con el grupo de amigos, con los miembros del club o asociación, con los ciudadanos, con los vecinos, etc. En cada uno de esos grupos con los que se convive, se hacen unas cosas y no otras. Por eso un adolescente puede prestarle dinero a un amigo, pero no se lo presta sin más a cualquier compañero de colegio. Por otro lado, realmente “vivo con” mis padres o con mi esposa o con mi esposa e hijos, etc., según sea el caso. Se convive en muchos ámbitos y hay, desde el punto de vista de la educación, espacios, ámbitos o sectores de convivencia y hay, además, niveles de convivencia, pues la convivencia no es la misma en todos ellos, ni se da el mismo nivel de convivencia entre todos los que están en el mismo espacio de convivencia. “Vivir con” no es exactamente lo mismo que “convivir”. Desde muy diversos trabajos (Touriñán, 2012; Peiró, 2012; Pinker, 2012), la pedagogía se interroga sobre esas diferencias y la escuela forma en un clima de convivencia. Hay que cualificar la convivencia, porque la clave en la formación para la convivencia es lo que estamos dispuestos a asumir. Hay que especificar la convivencia. Cada espacio especifica la convivencia, atendiendo a las condiciones propias de ese espacio. La relación de convivencia es relación de identidad e interacción de identidades (entre personas o también con animales o cosas), con cualquier cualificación y especificación que corresponda.
En relación con la educación, la convivencia es una propuesta cualificada y especificada. La educación para la convivencia implica asumir que:
Hay que cualificar la convivencia, porque la clave en la formación para la convivencia es lo que estamos dispuestos a asumir. No toda convivencia es igual y existen niveles de convivencia, respecto de sí mismo y de los demás. La convivencia es, en principio, una cuestión de identidad y de relación consigo mismo, con los demás y con las cosas que afecta a los derechos de tercera generación. Y, si esto es así, la educación para la convivencia es un ejercicio de educación en valores orientado a asumir el compromiso de la relación interactiva con uno mismo, con el otro y con lo otro.
Hay que especificar la convivencia, porque la convivencia se produce en espacios concretos. La formación para la convivencia se plantea como un ejercicio de educación en valores singularizado por la intervención pedagógica, orientada a construir y usar experiencias axiológicas para actuar pacíficamente en relación con nosotros mismos, con el otro y con lo otro, en los diversos espacios convivenciales.
Formar no es lo mismo que convivir ni equivale a formar para la convivencia. Es preciso que la pedagogía se interrogue sobre esas diferencias y se forme en los diversos niveles de convivencia, atendiendo a la especificidad de los espacios convivenciales, con el objetivo de atribuir a la formación para la convivencia el lugar que le corresponde dentro de la educación social y la educación en general.
Entender que la convivencia como concepto –sin ningún tipo de cualificación– mantiene una relación inversa con el concepto de violencia, como si tuvieran las mismas causas pero en sentido inverso, implica atribuir erróneamente a una conexión empírica entre dos conceptos el rango de conexión conceptual. Es cierto que la violencia se produce en los espacios propios de o apropiados para la práctica y el ejercicio de la convivencia, esa es la evidencia de conexión empírica entre ambos conceptos. Pero no hay, a partir de ahí, conexión conceptual, porque tenemos también la evidencia incontestable de que grupos identificados étnica, ideológica o socialmente, según el caso, manifiestan fuertes lazos y prácticas de convivencia y solidaridad entre ellos y al mismo tiempo se comportan en entornos compartidos con otros miembros o colectivos de manera violenta.
Todos tenemos pruebas de este tipo de conexión empírica convivencia-violencia y evidencias de la no conexión conceptual entre ambos conceptos en los comportamientos violentos entre dos grupos de amigos enfrentados en una discoteca, entre dos familias enfrentadas por una herencia, en sucesos de enfrentamiento entre grupos fundamentalistas religiosos, étnicos, políticos, pandilleros o hinchas en eventos deportivos. En todos estos casos se detecta que hay convivencia dentro del grupo y fuerte solidaridad entre los miembros del mismo, motivada por el sentido de pertenencia al grupo o por las metas que comparten. Hay convivencia, pero hay, además, violencia. Efectivamente, hay convivencia en el grupo que se manifiesta violentamente y hay fuerte sentido de solidaridad entre los miembros del mismo. Pero esa solidaridad no implica igualdad ni valor compartido extra-grupo. Se sigue, por tanto, que convivencia y violencia mantienen solo conexión empírica. La violencia no corresponde lógicamente al concepto de convivencia, pues no es una condición necesaria.
El carácter empírico (experiencial) y no conceptual de la relación convivencia-violencia, exige cualificar y especificar los espacios de convivencia, para entender lo propio del espacio convivencial escolar (aula, transporte, patio, zonas de ocio y deporte, comedores) como un espacio de relación pedagógicamente programado para educar en determinadas edades y ajustado a los principios de intervención pedagógica. Y si esto es así, la convivencia tiene que ser cualificada y especificada, tal como se resume en la siguiente figura:
La propuesta de cualificar y especificar la convivencia afecta a cada individuo y la decisión del sujeto aparece, de este modo, como una cuestión de derechos y como una cuestión axiológica y de compromiso ético de convivencia cualificada (intercultural, cívica, educativa, participativa, etc.) y especificada (familia, amigos, local, ciudadana, etc.), fundado en los valores guía de dignidad, libertad, igualdad, diversidad y desarrollo, y en las cualidades personales de autonomía, responsabilidad, justicia, identidad y cooperación. Un compromiso ético de voluntades personales e institucionales orientado, en el caso particular de la convivencia, a convivir en un mundo mejor en el que la educación es, cada vez más, el instrumento eficaz de transformación y adaptación del hombre como ciudadano del mundo, pero localmente ubicado.
Es seguro que en cada espacio convivencial se potencian determinados valores que se hacen necesarios para alcanzar la convivencia. En la convivencia consigo mismo se potencian los valores de autonomía, responsabilidad, autoestima, sensibilidad, fortaleza, disciplina, control, sentido de intimidad, etc. En la convivencia con los amigos se potenciarán preferentemente valores vinculados a la deferencia, el respeto, la reciprocidad, la confianza, la generosidad, la empatía, etc. En la convivencia laboral se potenciarán valores vinculados a la lealtad, la sinceridad, el respeto, la cortesía, la colaboración, el cumplimiento, la iniciativa y la participación, como bases de la relación. En la convivencia familiar se potenciarán valores vinculados a la identidad, la diversidad, la diferencia, la igualdad, el aprecio, el reconocimiento, la complementariedad, la protección, el cuidado, la entrega, la obediencia, la disponibilidad y la afectividad. En la convivencia con las cosas se potenciarán especialmente los valores vinculados a la propiedad, a la naturaleza de las cosas y a la vinculación al entorno. En la convivencia con animales son tantas las posibilidades de tipo terapéutico y formativo que estamos descubriendo, que no sabría destacar valores genuinos especificables singularmente más allá de la identidad, la afectividad, la reciprocidad y la responsabilidad.
En cualquier caso, es seguro que en todo espacio de convivencia se puede comprobar que no hay nada en los derechos de la persona humana que se oponga al reconocimiento del lugar de uno mismo, del otro y de lo otro; porque lo que corresponde a los derechos del hombre es afianzar el significado de la condición humana y su identidad en un entorno cultural diverso de interacción. Así las cosas, la relación de convivencia es relación de identidad e interacción de identidades (entre personas y también con animales y cosas), con cualquier cualificación y especificación que le corresponda al concepto y estemos dispuestos a asumir.
La comprensión de la relación de convivencia como relación de identidad e interacción de identidades en la que puede haber conflicto, como un ejercicio de educación en valores orientado a asumir el compromiso de la relación interactiva con uno mismo, con el otro y con lo otro, es lo que hace que tenga sentido pedagógico, al lado de la relación educativa, la relación de mediación es una función pedagógica nueva que hay que proteger y desarrollar convenientemente.
La mediación supone un punto medio entre dos situaciones. Su objetivo es que las dos partes en conflicto se encuentren en un punto intermedio que conduzca a la superación del conflicto. Existe posibilidad de mediación en todos los ámbitos de la vida de relación, puesto que en todos ellos cabe la posibilidad del conflicto. La función mediadora se ha formalizado actualmente en algunos ámbitos hasta llegar a profesionalizarse. Hoy hablamos ya con sentido profesional de la mediación familiar, laboral, judicial, etc.
La mediación apuesta por la cultura de la comunicación, porque propicia el encuentro y proporciona oportunidades para que las personas encuentren las posibles soluciones a sus conflictos por sí mismas. Esta es una diferencia conceptual respecto al arbitraje, pues en este siempre surge una decisión que obliga a las partes cuando estas no se ponen de acuerdo (Si(e)te, 2010). La finalidad de la mediación es que los interesados logren un acuerdo y, en todo caso, restablezcan la relación, reduciendo la hostilidad. A tal efecto, el mediador propicia propuestas y soluciones, y promueve procesos de respeto entre los interlocutores. No se trata tanto de negar que haya conflictos, sino de estar en condiciones plantearlos, afrontarlos y resolverlos, si es posible, sin limitar las alternativas de intervención a las formas clásicas de disciplinar a los alumnos.
La mediación no debe confundirse con una terapia ni con una actuación jurídica (no se puede ser mediador y abogado de una de las partes), ni con el acto de conciliación ante un magistrado. La mediación precisamente busca eludir el recurso a los tribunales para resolver un litigio, como es el caso de la mediación entre consumidores y fabricantes, entre vecinos de una comunidad, etc.
La persona que ejerce la mediación no tiene poder de decisión ni de persuasión. No impone, solo propicia y propone, desaparece cuando las relaciones se rehacen. Tiene la función de retornar a las partes el control de su conflicto y de ayudarles a recuperar la confianza necesaria para adoptar sus propias decisiones. Se trata de ayudar a cada parte a salir de un único punto de vista parcial y a convertirse en protagonistas de la salida posible acerca al conflicto.
Si esto es así, tiene sentido afirmar que la educación debe formar para saber afrontar el conflicto y para lograr la convivencia cualificada y especificada. Una forma de educación que tratamos de reflejar de manera resumida en la siguiente figura:
En los espacios convivenciales, los valores derivados de los derechos humanos se consolidan como fundamento de la educación para la convivencia que, en principio, supone un compromiso de voluntades en la interacción con uno mismo, con el otro y con lo otro, que se funda en la aceptación de sí mismo, de los demás como personas humanas y como seres dignos e iguales y de lo demás como sujeto-objeto de derechos en nuestro entorno. Solo de este modo se vuelve pleno el significado de la educación para la convivencia como un ejercicio de educación en valores orientado a asumir el compromiso de la relación interactiva con uno mismo, con el otro y con lo otro.
Finalmente, desde el punto de vista de la relación educativa, vale resaltar que la convivencia es una condición necesaria, pero no suficiente. La convivencia es una interacción de identidades, es relación interactiva con uno mismo, con el otro y con lo otro, pero no basta con convivir para establecer la relación educativa.
La relación educativa no solo es comunicar
Para Stewart (1973), la comunicación es un proceso simbólico-físico, cuya finalidad es elucidar el significado a que apunta el comunicador. Sea verbal o no verbal, la comunicación se define por la relación en la que se transmite algo para que otro lo elucide. Desde los trabajos de Berlo (1979) y Luft (1976), se asume que en la comunicación se puede transmitir sin interacción con el otro, pero no es posible la comunicación sin tener en cuenta que nos dirigimos a otro. Comunicar no es solo transmitir, la comunicación tiene una amplitud de alcance demostrable y ha hecho posible una gran parte de la actividad humana, pero eso no la hace sinónimo de educación. En primer lugar, es absolutamente necesario no olvidar que el propósito de la comunicación no es siempre y necesariamente educar, de ahí que sea posible afirmar que no hay educación sin comunicación, pero es posible comunicar sin educar. Los estudiosos de la comunicación McLuhan y Powers (1995) asumen que no hay neutralidad del medio de comunicación y, aceptando que el medio es el mensaje, en la comunicación, como dice Berlo (1979), resulta más útil hablar de propósito de la comunicación en términos de meta del creador o del receptor del mensaje, antes que definirla como la propiedad del mensaje en sí (p. 9).
La comunicación humana tiene unos componentes definidos que se observan en cada proceso concreto (Berlo, 1979): la fuente de la comunicación o persona con objetivo de comunicar (pude ser un director de centro escolar, por ejemplo); el encodificador o mediador que expresa y traduce los propósitos de la fuente para los consumidores (puede ser el profesor); el mensaje o contenido; el canal o medio utilizado para transmitir; el decodificador, que son los elementos internos y externos que tiene el receptor para descifrar el mensaje (oído, vista, pensamiento, audífonos, etcétera, del receptor del mensaje); y el receptor de la comunicación, que es la persona que recibe y actúa (p. 25).
Esta descripción del proceso de comunicación se puede ir agrandando desde el punto de vista de la psicología, bajo la forma de estímulo-respuesta-retroalimentación y también desde el punto de vista de la aceptación o no del significado del mensaje a que apunta el emisor. En cualquier caso, siempre nos quedará en el discurso un lugar para la pregunta acerca de qué es lo que hace que una comunicación sea educativa y otra no.
A los efectos de la relación educativa, lo que más nos interesa destacar del concepto de comunicación no es el proceso en sí o el contenido –de cuyas condiciones se ocupa la enseñanza con criterio propio–. Cuando hablamos de educar, toda comunicación es un proceso mediado de enseñanza. Enseñar es mostrar algo por medio de signos y hacer conocer una cosa a alguien por medio de método, sea esa cosa de índole teórica o práctica. Enseñar es ordenar los elementos que intervienen en el proceso de hacer conocer, para un tiempo y espacio dados, de manera que profesor y alumno sepan qué cambios se quieren conseguir, cómo se van consiguiendo y qué habría que hacer en caso de no conseguirse. Así, el proceso de comunicar se integra a otro proceso que tiene singularidad propia en el ámbito de la educación: el proceso de enseñar, que será educativo si cumple los criterios de definición nominal y real, propios del término “educación”.
A los efectos de la relación educativa, además, nos interesa destacar la perspectiva de la comunicación personal, que también está incluida en el concepto de comunicación. En contra de lo que piensan algunos, la comunicación no es siempre comunicación entre dos personas o entre una persona y un grupo o entre grupos. Como dice Redondo (1999), la comunicación es, en un sentido básico, comunicación consigo mismo. Y lo mismo que la convivencia se cualifica y especifica, también la comunicación se cualifica y especifica: desde la verbal a la no verbal, desde la auto a la hetero comunicación, desde el proceso al resultado, desde el sujeto al objeto, desde el contenido a las técnicas de comunicación, desde la comunicación existencial a la comunicación educativa (cap. 9).
La libre comunicación existencial, que es un concepto analizado por Jaspers, refleja, según muy diversos autores (Millán Puelles, 1951; Redondo, 1999, cap. 7; Campillo et al., 1974; Gusdorf, 1973), el sentido más básico de comunicación personal. La libre comunicación de existencias es un diálogo sin pretensiones, en el que cada uno abre de par en par las puertas de su intimidad al otro, respetando su libertad y absteniéndose de ejercer la más mínima influencia directiva. La comunicación existencial, en palabras de Redondo, significa que las dos personas están al mismo nivel de igualdad. La igualdad se entiende no como una equivalencia aritmética, sino como la plena aceptación del otro, en la promesa de aceptarle como un “sí mismo”, como un sujeto igual que yo (p. 146). La comunicación existencial es la manifestación de la necesidad de comunicación y su paradoja más profunda de relación de alteridad, porque (Redondo, 1999):
Mientras tengo que afirmar y defender mi libertad frente al otro y destacarme de él, solo puedo realizar esta tarea, abrazándome a él. Ni los otros ni yo podemos realizar aislados lo que cada uno quiere realizar para sí: yo, para ser yo mismo, necesito de ellos; ellos, para ser sí mismos, necesitan de mí (p. 135).
La comunicación existencial nunca es la comunicación educativa, porque aquella no admite relación directiva de uno hacia otro, sino igualdad de sujetos que se comunican como seres adultos por el afán de participar algo. Lo que caracteriza la comunicación personal es, desde el punto de vista de lo humano, la relación de participación de uno consigo mismo o con otro u otros, o con un objeto, de manera que en el contacto se hace donación de algo. Bien entendido que la donación en la comunicación existencial no es donación material y grosera, sino donación que no implica la privación de lo que se da. Por eso la donación o transmisión de objetos materiales no es comunicación. La comunicación bien entendida, en palabras de Redondo (1999), se aplica a realidades inmateriales o a la participación mental y espiritual de símbolos y significados, por mucho que sus resultados cambien las cosas materiales, las relaciones y las realidades de todo tipo (p. 179).
Desde el punto de vista de la relación educativa, la comunicación no es educación ni donación material, sino relación de uno consigo mismo, con otros o con las cosas, en forma de participación que se ajusta a dos condiciones, según Redondo (1999): la puesta en contacto y la donación que uno de ellos hace al otro (o a sí mismo, desdoblado para la autocomunicación). La ausencia de una de esas dos condiciones sería suficiente para destruir la comunicación (p. 210). Quien comunica algo no pierde en la donación lo que comunica, el maestro no se empobrece perdiendo lo que comunica, un artículo de revista no se merma por mucho que lo leamos y aprehendamos su contenido.
Por último, me parece conveniente destacar otro aspecto fundamental de la comunicación personal. Es la conciencia de lo que compartimos en la puesta en contacto. Esta es una cuestión en la que no se suele reparar desde el punto de vista de la educación, pero que es especialmente significativa a la hora de gestionar los afectos. Luft se refiere a este problema como el modelo de los cuatro cuadrantes (abierto, ciego, oculto y desconocido) que representa a la persona total en la relación con otras personas, tal como se detalla a continuación:
Desde el punto de vista de la comunicación, la interacción de los cuadrantes da lugar a las siguientes observaciones:
Un cambio en cualquier cuadrante afectará a todos los demás.
Cuanto más pequeño es el cuadrante 1 Abierto, más pobre es la comunicación.
Hay una curiosidad universal sobre el área 4 Desconocido, pero suele reprimirse por los usos y costumbres sociales y los temores.
El aprendizaje interpersonal significa que ha habido un cambio que incrementa el espacio del cuadrante 1 y se reduce uno o más de los otros tres.
Saber apreciar y respetar los aspectos encubiertos de los cuadrantes 2, 3 y 4 tiene que ver con la educación afectiva.
En la relación de comunicación, la interacción entre personas da lugar a tres modalidades: exponer, proponer e imponer. Exponer, proponer e imponer son conceptos marco en la relación educativa, nacidos de la comunicación y aplicables a una relación entre iguales y a relaciones asimétricas. Cuando uno expone, en el interlocutor caben dos acciones si se logra la atención interesada: entiende lo expuesto o no. Cuando uno propone, en el interlocutor caben dos acciones –desde la perspectiva del compromiso–: acepta o rechaza. Cuando uno impone, en el interlocutor caben dos acciones –desde la perspectiva del poder–: se somete o se subleva.
Es innegable que la relación educativa está más allá de la mera comunicación existencial y es innegable también que la relación educativa no es la relación entre dos sujetos adultos que tratan de influirse mutuamente, tampoco es una relación entre un sujeto y un objeto que es manejado a su antojo. La relación de comunicación es una relación en la que compartimos, hacemos una puesta en contacto y hacemos una donación, y al igual que en la relación de convivencia, gestionamos espacios y gestionamos afectos. Y todo esto se aplica a la relación educativa, pero eso no hace sin más que la comunicación sea definida como educativa. La comunicación es necesaria, pero no es suficiente para la relación educativa. Toda relación educativa es relación de convivencia y de comunicación, pero cualquier relación de convivencia o de comunicación no es relación educativa. Es preciso seguir avanzando y entender, además, los límites entre los que se encuadra la relación cuidar-educar, un tipo de relación que exige la efectiva existencia de una relación directiva, pero que tampoco es por sí misma educación.
La relación educativa no solo es cuidar
En el más puro sentido de la tradición pedagógica (Millán Puelles, 1951; Redondo, 1999; Campillo et al., 1974) se ha asociado siempre cuidar y educar, en la convicción de que los límites de la educación se establecerían en esa alianza, frente al obrar técnico y al obrar político:
El obrar técnico se entiende en este caso como la interacción de un sujeto con un objeto que maneja a su antojo (o con otro sujeto, que es tratado como objeto), dentro de un programa de relación medio-fin.
El obrar político se entiende, en este caso, como la interacción de un sujeto adulto con otro sujeto también adulto respecto de un proyecto u objetivo que es el interés general o el bien común o el interés de cada uno de los sujetos, con intención de influenciarse mutuamente respecto de ese proyecto u objetivo.
El obrar que corresponde al cuidar y al educar es una relación peculiar mediante la cual se trata a un sujeto, que está en dependencia de cuidado y educación conmigo, como el objetivo de mi intervención y dirijo mi acción y la suya hacia la meta de curarlo o educarlo.
Ahora bien, dicho esto, debe quedar claro que la relación educativa no es solo cuidar, porque cuidar no es educar: distinguimos por su significado las expresiones “cuidamos para sanar” y “cuidamos para educar”. Cuando un médico “mira” un cuerpo, su mirada especializada ve a la persona desde la perspectiva de la anatomía, la fisiología y la patología que justifican su modo de intervención clínica (su diagnóstico, su pronóstico y su proyecto de actuación). Lo mismo ocurre en cada ciencia, porque cada vez que se actúa se ha definido un problema de intervención. Entonces, el pedagogo le incumbe definir y delimitar su problema de intervención con mentalidad específica y mirada especializada.
El cuidado es un concepto que se ha ido ampliando, a partir del modelo maternal, a otras necesidades de cuidado. Desde su origen en la relación maternal, el cuidado se ha ido ensanchando hasta el aprendizaje del comportamiento social. Pero como han enfatizado Tobío, Agulló, Gómez y Martín (2010), hay una frontera entre cuidar y educar, entre lo “asistencial” y lo “educativo”, que las propias leyes no deben obviar so pena de confundir los contextos y las acciones de sanidad y educación (p. 52). Para nosotros está claro que el Ministerio de Sanidad no es el Ministerio de Educación, aunque en ambos casos haya que cuidar.
Asumimos que lo asistencial y lo educativo no son lo mismo y que el concepto de cuidar se aplica a personas animales y cosas, mientras que el de educar solo se aplica con propiedad a las personas.
Si decimos con sentido de significado que “cuidamos para sanar” y “cuidamos para educar”, y decimos que cuidar es lo mismo en ambos casos, estaríamos diciendo que dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí y, por tanto, sanar y educar significarían lo mismo respecto del cuidado. Lo cierto es que los cuidados que hacemos para sanar y los cuidados que hacemos para educar no son los mismos, aunque en ambos casos usamos el concepto de cuidado como atención en sentido moral. Cuidar, sanar y educar no significan lo mismo.
Incluso manteniendo que cuidar no es lo mismo que educar, es justo reconocer también que hay cuestiones en el concepto de cuidado que nos obligan a afinar la relación educativa, porque en la relación educativa se da la relación de cuidado como atención en sentido moral.
La relación educativa no es solo heteroeducación, también es autoeducación, relación de uno consigo mismo. El cuidado entre personas, como la educación, es una relación de uno consigo mismo y es una interacción o encuentro entre dos seres humanos, en la que los dos lados de la relación –quien cuida y quien es cuidado– desempeñan un papel: uno da y el otro recibe, y como dice Noddings (1992): estos dos roles se intercambian en diferentes momentos de la relación (p. 30).
Las relaciones de cuidado entre personas se caracterizan por un interés genuino en el bienestar del otro y de sí mismas, que se refleja en actitudes y acciones en las que se vivencia y construye una búsqueda recíproca del bienestar. La relación intersubjetiva de cuidado se construye en interacciones respetuosas de atención y escucha de las necesidades mutuas. Cuando observo atentamente a alguien e identifico que necesita algo y se lo doy –por ejemplo, un alumno que necesita entender mejor una instrucción, a quien le permito preguntar y respondo a su inquietud–, la relación de cuidado solamente se completa, si ese alguien manifiesta haber recibido lo que yo le di (en nuestro ejemplo, el alumno recibe y acepta la aclaración). Daza (2009) coincide con lo dicho por Noddings (2002) respecto de las relaciones de cuidado. Noddings argumenta que promover relaciones de cuidado implica, necesariamente, construir comunidad entre todos y también es un hecho que la reciprocidad en el reconocimiento y la atención crean vínculos que hacen posible desarrollar interés por el bien común y crear conciencia acerca de cómo las acciones de cada uno afectan a los demás (pp. 18-28).
La puesta en marcha de la ética del cuidado conlleva un cambio de perspectiva en cuanto al manejo de la disciplina en la escuela, pasando de ser negativa a positiva. Justicia (justice) y cuidado (caring), que son dos conceptos que dan título a la obra de Katz, Nodings y Strike (2002), son unas alternativas que forman parte de la relación de ayuda entre personas. Pero no se trata de ofrecer en este trabajo un resumen de ética aplicada a la educación desde la ética del cuidado que, dicho sea de paso, enriquece mucho más que el ajuste de la acción del profesor a los códigos de ética profesional que no generan, por el hecho de estar formulados, el compromiso moral del profesional: no basta con formular el código para que se ejecute y se actúe de acuerdo con él (Touriñán, 2013a).
La ética del cuidado nos lleva a una nueva perspectiva de la alteridad y de la deferencia, de la relación afectiva, desde el punto de vista de la aceptación del otro y del sufrimiento, porque es incuestionable que en educación, nuestros alumnos, a veces, sufren con nuestra intervención y, a veces, los hacemos sufrir; pero también lo es que a veces disfrutan con nuestro trabajo y con el suyo y se sienten satisfechos y felices (Noddings, 2002):
La atención en tanto que orientación moral requiere receptividad, desplazamiento de las motivaciones (que la energía de la persona se canalice hacia los proyectos o las necesidades de la persona atendida) y realización completa en la persona atendida. Cualquier política que excluya sistemáticamente esta interacción se puede considerar ipso facto contraria al concepto de atención (p. 25).
Ahora bien, a los efectos de esta exposición, es suficiente dejar constancia de que la ética del cuidado (Beauchamps y Childress, 1979; Kemp, 2000; Gilligan, 1982; Nussbaum, 2002) ha contribuido, en términos de educación moral, a ampliar las perspectivas de los análisis de los estadios morales definidos por Piaget o Kohlberg y a otorgar al cuidado (atención y asistencia de sentido moral) el carácter de valor universal, subrayando que, ni el cuidado es un rasgo de carácter definido unívocamente de manera biológica, ni la valoración de la afectividad y la atención al otro constituyen una inferioridad femenina que desmerezca la importancia y el valor del cuidado en la educación.
Dicho esto, damos por sentado, con Esteve (2010), que la relación educativa, igual que la relación de cuidado entre personas, debe conciliar dos exigencias: la finalidad de la interacción –que de alguna manera convierte al otro o a sí mismo en objeto de la acción– y la condición de sujeto de la persona con la que interaccionamos. Pero ni las finalidades ni la intervención son las mismas cuando cuidamos para educar y cuando cuidamos para sanar, aunque en ambos casos se establezca una relación afectiva y directiva de confianza y obediencia; es decir, una relación de cuidado, de atención en el sentido moral que en la tradición más clásica de la pedagogía ha sido analizada siempre como una relación de autoridad (Touriñán, 2013a).
En otro trabajo (Touriñán, 2014) hemos abordado con detalle la consideración de la autoridad institucionalizada como principio de intervención pedagógica. Y precisamente por eso, en este estudio asumo que en toda relación directiva asimétrica, en la que hay un líder, la relación directiva debe ser relación de autoridad. Toda relación directiva es relación de autoridad, pero a veces se entiende la autoridad solo como poder y no como prestigio y reconocimiento ganado. “Autoridad” se atribuye a toda relación directiva en la que hay que liderar situaciones, proyectos y grupos respecto de las tareas que les competen. La conexión entre autoridad y relación directiva es conceptual no empírica. No hay relación directiva sin autoridad y no hay autoridad sin relación directiva. Precisamente por eso podemos decir que la autoridad es una relación directiva y que la relación directiva es una relación de autoridad. No es una condición particular y exclusiva de la relación docente o de la relación educativa. Y precisamente por eso se vincula la autoridad como principio a las profesiones que otorgan condición de experto en dirección de proyectos e interacción personal. Pero de manera particular, en las relaciones directivas de cuidado y educación, la condición de relación directiva de autoridad como prestigio y reconocimiento ganado, se entiende como relación directiva asimétrica. En estos casos, la relación de autoridad como prestigio ganado se define como relación directiva basada en la confianza que una persona otorga a otra para dirigir sus conductas en un determinado ámbito de su existencia. Esta autoridad forma parte de la autoridad institucionalmente reconocida del profesor como profesional y es compatible, en determinadas condiciones, con el añadido de autoridad como cargo público.
Cuidar y educar son dos formas de interacción que requieren relación directiva. Y asumiendo que no toda relación directiva es relación de cuidado o educación, se puede afirmar que en la relación de cuidado y educación se requiere autoridad como reconocimiento y prestigio ganado. Se trata de actuar de un modo especial para conseguir que otro cambie y actúe, pero sin olvidar que relación educativa no es lo mismo que relación de autoridad y que si bien la relación de autoridad se da en el cuidar y en el educar, eso no las hace iguales. La relación de cuidado no es sin más relación educativa, porque tiene sentido distinto cuidamos para sanar y cuidamos para educar, pero la relación de cuidado hace que en la educación se preste atención a varias condiciones:
La condición de sujeto de la persona con la que interactuamos.
La finalidad de la interacción, que de alguna manera convierte al otro o a sí mismo en objeto de la acción.
Los conceptos de atención y asistencia, en tanto que exigencia moral respecto del sujeto con el que interaccionamos.
El carácter directivo de la relación, porque se actúa siguiendo un plan establecido o programado de cuidado o educación con un sujeto que no está en el mismo nivel, pues está necesitado de ayuda, dirección y cuidados.
El sentido de la relación directiva como relación de autoridad.
El sentido de la responsabilidad consigo mismo y “para con el otro” en la interacción, que es responsabilidad situada, porque se trata de responder a la demanda del otro que está situado (bien o mal, pero situado), y asimétrica porque no es mi igual en la relación y porque yo soy responsable del otro sin esperar lo mismo. Como los partidarios de la pedagogía de la alteridad mantienen (Mínguez, 2012; Ortega, 2014; Arboleda, 2014): ninguno de ellos es responsable de mí.
El carácter de ser una responsabilidad compartida y derivada. Compartida porque todos somos objeto de formación y no todos tienen las mismas atribuciones en el tema. Derivada porque la responsabilidad y la obligación de educar nacen del reconocimiento de la propia condición humana y de la sociedad, como factor de desarrollo educativo, del fundamento ético del Estado de derecho, del valor educativo de la legislación y de la educación como factor de desarrollo social (hemos dedicado otros trabajos a estas cuestiones: Touriñán, 2008a, 2008b y 2012).
En definitiva, el cuidado, como atención moral, igual que la justicia, forma parte de la relación educativa y de la educación. Son condiciones necesarias, pero no suficientes para convertir una interacción en educativa. La relación educativa es “educativa” porque tiene la finalidad de educar y se ajusta al significado de esa acción. Pero convivir, comunicar y cuidar son relaciones previas a la relación educativa que establecen condiciones necesarias, pero no suficientes.
La relación educativa es relación y no se resuelve en pares antinómicos
El uso común del término “educación” nos ayuda a configurar el concepto, de manera que somos capaces de discernir lo que es educar, de lo que parece educar. El análisis de las actividades nos ayuda a precisar más: no solo discernimos (conocemos su aspecto y configuración), sino que avanzamos hacia la definición de los rasgos propios de educación. Además de saber que algo es educación, hace falta poder decir qué es educación. Hay que saber lo que es una cosa a diferencia de otra que es también. Pero el análisis nos permite afirmar que las actividades que realizamos en educación no son las que determinan el significado real. Las mismas actividades que realizamos para educar se realizan para otras muchas tareas. Tenemos criterios de uso del término que nos permiten discernir, pero solo alcanzamos el espacio de la definición real si nos adentramos en los rasgos que caracterizan la cosa a definir.
En el ámbito del conocimiento de la educación y desde la perspectiva de relación educativa, se puede mantener que las actividades que realizamos no son las que determinan el significado. En la educación se enseña, se convive, se comunica y se cuida, pero educar no es cada una de esas cosas por separado ni todas juntas. Nada de lo anterior anula el hecho de que la educación es un ámbito de realidad susceptible de ser conocido de diversas formas, en el que se toman decisiones técnicas, morales y políticas; un ámbito analizable desde los niveles epistemológicos de teoría, tecnología y práctica; un ámbito en el que la relación también es con uno mismo y no solo con el otro y lo otro.
El profesor Ibáñez-Martín (2013), en el texto de presentación del Congreso Internacional de Filosofía de la Educación, celebrado en Madrid, en junio de 2012, nos lanzó un reto desde el problema central de la finalidad, centrándose en los cuidados que debemos hacer para educar: cada vez se hace más urgente replantearse una educación que sustancialmente se oriente hacia un cuidado por el desarrollo integral del ser humano, en el que la promoción de la libertad del educando impida cualquier diseño de la acción del educador como una imposición que pretenda moldear a los demás según los propios criterios personales, y en el que la realización de quienes intervienen en el proceso educativo no se entienda desde una perspectiva individualista, sino solidaria, sabiendo preocuparse empáticamente por el cuidado de los otros.
Atendiendo a lo que llevamos dicho, tiene sentido afirmar que la relación educativa es, genéricamente, relación. La relación es una de las categorías aristotélicas (Ferrater, 1980). Relación se refiere a lo “relativo”, que se define como la referencia de una cosa a otra, de manera numérica, no numérica, determinada o indeterminada, activa o pasiva. El concepto de relación hace referencia también a categorías deducidas de los juicios y en este sentido se habla en términos kantianos de relación de causalidad y dependencia, y de relaciones de comunidad o reciprocidad de acción entre el agente y el paciente. Pero, además, en el pensamiento contemporáneo, desde los trabajos de Menne, (1976), podemos hablar de las relaciones como vinculación entre hechos adscritos a dos o más objetos, y así hablamos de relación de igualdad, de causa-efecto, de mayor a menor, de medio-fin. Una de las formas específicas de relación es la relación de encuentro humano, que es una relación interpersonal en la que podemos integrar las relaciones de cuidar, comunicar, convivir, educar, etc. En ellas cabe diferenciar su sentido simétrico, recíproco o de transitividad –según proceda–, lo mismo que su sentido de relación de uno a muchos, de muchos a uno, de uno a uno y de uno consigo mismo.
Siguiendo el orden del razonamiento anterior, también podemos decir que la relación educativa es, específicamente, educativa. Es educativa en la misma medida que cumple las condiciones de uso del lenguaje común que hemos especificado y las condiciones de finalidad, distinguiéndose de otras actividades especificadas como cuidar, convivir y comunicar. Así, la relación educativa, además de ser “relación”, es “educativa” porque cumple los criterios de contenido, forma, uso y equilibrio. Es una relación que no se confunde con convivir, comunicar o cuidar, no es cada una de esas cosas por separado ni todas juntas, pero todas ellas son condiciones necesarias para la relación educativa y determinan características que deben ser asumidas en esta:
Al igual que la convivencia, la relación educativa es una interacción de identidades, es relación interactiva con uno mismo, con el otro y con lo otro. La relación educativa tiene que cualificarse y especificarse y no se confunde con la violencia, la mediación o la conciliación y el arbitraje.
Al igual que la comunicación, la relación educativa no es pura comunicación existencial, ni obrar técnico con objetos, ni obrar político entre sujetos iguales. Al igual que en la comunicación, la relación educativa es una relación en la que compartimos, hacemos una puesta en contacto, hacemos una donación y gestionamos espacios y afectos.
Al igual que en la relación de cuidar, la relación educativa es una relación en la que se respeta la condición de sujeto de la persona con la que interaccionamos, se reconoce la finalidad de la interacción, se asume el sentido de atención y asistencia –en tanto que exigencia moral respecto del sujeto con el que interaccionamos– y se identifica como relación directiva asimétrica –como relación de autoridad en sentido pleno y como relación de responsabilidad situada y asimétrica–.
Me resulta imposible entender la relación educativa sin considerar estas condiciones derivadas de los criterios de uso del lenguaje común y de la finalidad que permite diferenciarla de otras actividades. El camino de la definición real se inicia en el análisis de las actividades que nos permite preservar la finalidad. De este modo, además de discernir, conocer el aspecto de algo, definimos los rasgos propios de la educación, para llegar a entenderlos en su funcionamiento, porque saber qué es educación es saber discernir, saber definir y entender el concepto. Y esto exige ir más allá del criterio de uso común del término y del criterio de actividad como finalidad para entender los rasgos distintivos del carácter de la educación, que determinan en cada acto educativo su significado real.
Desde el punto de vista de la tradición pedagógica, se trata de tener claro qué hacer, cómo y por qué hacerlo. Dürr (1971) en su obra Educación en la libertad nos dice, parafraseando a Froebel (1999) en La educación del hombre, que lo que hay que hacer en toda acción educativa completa es una “acción seguidora”, que cuida y comprende al educando, y una “acción anticipadora”, determinante, prescriptiva y exigente. El autor sostiene que ambas acciones identifican de manera especial el “amor materno” y “la autoridad paterna”. Su propio razonamiento lleva a Dürr (1971) más allá, para poder decir que toda la acción educativa ha girado siempre entre esos dos pilares que se han traducido de muy diversos modos en pares alternativos, de sentido no siempre antinómico y que hoy identificamos del siguiente modo: autoridad-libertad; coacción-libertad; autoritarismo-no intervencionismo; liberar-obligar; dirigir-dejar crecer; libertad-ordenación; autoridad-obediencia; libertad-educación; preparar para la vida-vivir la vida; tarea-resultado; encender el fuego-llenar el vaso; imparcialidad del juez-ayuda atenta, vigilante, asistencial y de servicio del cuidador (p. 25).
La existencia de esos pares alternativos hace sostener a Dürr (1971) que la “realización pedagógica” se manifiesta sin excepción como riesgo, porque “la unicidad irrepetible del encuentro pedagógico, en ‘su concernir’ convoca al hombre entero, de modo que el educador ha de aceptar y tomar sobre sí el riesgo y el fracaso” (p. 30). Una idea en la que profundizó el profesor Ibáñez-Martín (2010), en la lección inaugural del curso 2010-2011, hablando de viejos y nuevos riesgos en la acción educativa, con la esperanza de ver en cada alumno el arco-IRIS: Interés por aprender, Reflexión sobre lo percibido, Incorporación de lo que le aportan, Superación de los retos (pp. 24-25).
Sin lugar a dudas, la relación educativa es una relación esencialmente de libertad y educación. Es preciso reconocer que todas las discordias que surgen acerca de la conjunción de esos dos términos en la relación educativa, ni son gratuitas, ni son fruto de mentes hipersensibles a los consejos pedagógicos. La más elemental sombra de sentido común obliga a reparar en ciertos contrastes reales en la relación: si la libertad reclama independencia y autonomía, y la educación es un modo de influir en las personas, ¿cómo pretendemos establecer vínculos entre estos dos conceptos tan opuestos?
A primera vista, el dilema parece abocarnos –valga la expresión– a un callejón sin salida. Sin embargo, la contradicción entre los términos solo existe cuando –como podremos comprobar– se solicita excesivamente el carácter de independencia de la libertad o el carácter de influencia de la educación. En un correcto entendimiento de ambos términos no existe contradicción, sino reciprocidad. A lo sumo, existe la apariencia contradictoria que es propia de todos los planteamientos antinómicos.
La tradición pedagógica mantuvo, en palabras de Whitehead (1965), que frente a una visión naturalista en la que, de la libertad incipiente del educando, surgiría de modo voluntario una disciplina autoperfectiva que abocase a la libertad moral, la relación libertad-educación exige realistamente demandas rítmicas de libertad y disciplina, exige un ritmo peculiar que obliga al educador a dosificar su influjo sobre la incipiente libertad del educando, según sea el grado de desarrollo de las disposiciones de este (p. 56). Como dice Bantock (1970): “Las más altas libertades del ser humano implican, a fin de ejercitar la habilidad requerida por la libertad, la restricción y la disciplina esenciales al proceso de hacerse libres” (p. 67).
No se trata, por tanto, de apuntarse a los lemas “más libertad, menos educación” o “menos libertad, más educación”, sino de asumir realistamente que el máximo de libertad requiere en cada caso el máximo de educación. Yo, como educando, tengo en cada momento la libertad que tengo, y para mejorarla se requiere la mejor educación que pueda recibir. Se trata de dejar elegir al educando que use su libertad, porque aprende, ejercitándola en sus posibilidades, o sea, se trata de educar en la libertad. Pero se trata, también, de educar para la libertad; de tal modo que el educador, partiendo en cada caso de la capacidad que tiene el educando para organizarse de acuerdo con su condición humana, lo lleve a dominar los requisitos necesarios para elegir.
En definitiva, hace falta una educación de la libertad, porque solo en la medida que el educando conoce su situación y condición y aprende a dominarlas, ejerciéndolas, adquiere competencia para actuar y decidir. La relación libertad-educación es educación de la libertad, es educación en y para la libertad. Los términos “libertad” y “educación” no se excluyen en sí mismos, no son antagónicos por significado, aunque puedan instrumentalizarse y desvirtuarse para que lo parezcan. Lo cierto es que libertad y educación son términos no antagónicos, pues se requieren y se necesitan mutuamente. La libertad y la educación no se contraponen, se reclaman mutuamente (Touriñán, 1979). Y si bien se establece la relación libertad-educación tomando como primer término a la libertad, esto no significa que dicha relación deba considerarse transitiva, sino que en la relación libertad-educación, la libertad va delante porque pertenece a la persona y la educación va después porque es algo que recibe la persona.
No existe contradicción entre los términos de la relación, al contrario, existe reciprocidad entre ellos. La libertad, en palabras de Yela (1956), se beneficia de la educación, pero también la educación se beneficia de la libertad. Pues si la educación es un proceso de ayuda al individuo a fin de que pueda realizar plenamente la humanidad en sí mismo, la educación se beneficia de la libertad porque, a medida que avanza el conocimiento, se pueden rebatir adecuadamente ideas que hasta ese momento se consideran acertadas y se pueden decidir formas de educación más acordes con lo humano, que han de ser valoradas, elegidas y realizadas (p. 208). No se trata de decir que la educación reclame la libertad, porque se beneficie de ella y es un instrumento para la educación. Se trata, más bien, de entender que la libertad y la educación se reclaman entre sí al mismo nivel de necesidad: la libertad es necesaria para poder llevar a término la educación y la educación es necesaria para llevar a término la libertad.
Algunos autores han tratado de negar la exigencia de la educación, por parte de la libertad, sin embargo, esto equivale a sostener, en contra del sentido común más elemental, que el hombre no puede mejorar su libertad o que el individuo alcanza espontáneamente la perfección de su libertad: ni nuestra realidad nos obedece incondicionalmente, ni el aprendizaje de las exigencias que nos impone la realidad propia y ajena en cada situación se alcanza sin la ayuda de los demás.
La relación libertad-educación exige defender la educación como principio de libertad, porque la libertad procede de la educación, ya que a la libertad hay que educarla y, en este sentido, se habla de educación para la libertad y de la libertad como meta de la educación. Pero también hay que defender la libertad como principio de educación, porque la educación procede de la libertad, ya que en la educación hay que elegir y el educando es agente libre al que se educa. Sin libertad no se educa, se amaestra y en este sentido, se habla de educación en libertad y de la libertad como medio de la educación (Touriñán, 1979 y 2014, cap. 5).
Esto es así porque, por naturaleza, la persona es un ser inacabado: su respuesta no está determinada por su estructura unívocamente, tiene a su haber unas necesidades que no le marcan de forma incondicionalmente eficaz el modo de satisfacerlas; el ser humano no nace con una inserción preestablecida en una forma de vida, sino que debe decidir una forma de realizarse. Por naturaleza, la persona es un ser incompleto en un doble sentido: primero, no nace en condiciones de utilizar sus disposiciones con lucidez y segundo, no aprende por sí solo, espontáneamente, sin la ayuda de los demás. Asimismo, por naturaleza, la persona es un ser limitado: la respuesta humana no solo produce los efectos que él quiere, sino los que tienen que producirse, con independencia de que se piense en ellos o quiera considerárselos; la respuesta afecta a su realidad interna y externa en cada circunstancia y de acuerdo con las oportunidades.
Así, el ser humano, por ser como es, tiene la libertad del modo natural, al modo humano, es decir, inacabado (no está determinado unívocamente por su estructura, aunque no elige en ausencia de impulsos), limitado (no solo se produce el efecto que él quiera) e incompleto (no nace capacitado para usar sus disposiciones ni aprende por sí solo). Y precisamente por tener la libertad así, incom-pleta, se habla de la educación como principio de la libertad, pues solo gracias a la educación aprendemos a usar competentemente la libertad. Pero precisamente por tenerla inacabada, podemos hablar también de la libertad como principio de la educación, ya que es evidente que esta carecería de toda posibilidad, si el ser humano fuera un mero conjunto de reflejos determinados unívocamente, es decir, si estuviera determinado y sin posibilidad de asumir intencionalmente su vida y el tipo de existencia que desea. Además, como la libertad la tiene de manera limitada, para satisfacer sus necesidades tiene que aprender a marcarse fines y aprender a lograrlos, porque cualquier objeto no satisface igualmente cada exigencia o necesidad, ya que cada objeto tiene unas propiedades y, según ellas son, así afectan a las propiedades de la exigencia que queremos satisfacer. De este modo, el conocimiento de esas relaciones y la oportunidad real de lograrlas es el camino de la acción educativa concreta.
La libertad reclama la educación como condición necesaria, porque hay que lograr el hábito lúcido de la capacidad de elección y la educación reclama la libertad como condición necesaria, porque si el educando no fuera libre, no podría ser educado, todo estaría determinado para la condición humana. Libertad y educación se reclaman mutuamente con necesidad lógica y eso implica, además, que libertad y educación no se excluyen, pues, aunque la libertad reclame independencia y la educación se presente como un modo de influir en el educando, no puede mantenerse seriamente que el influjo educativo es negativo o que la independencia exigida por la libertad es total e incondicional.
Antes de seguir adelante, conviene dejar bien sentado que afirmar la educación como principio de la libertad no es lo mismo que afirmar que la educación nos da la libertad. No cabe duda de que algunos así lo han entendido, pero la educación no puede entenderse como un proceso de creación en sentido pleno. Si el ser humano no contase en su haber natural con la capacidad de poder elegir, sería imposible toda elección, pues aprender a elegir rectamente implica la existencia de la propiedad de elegir. Más bien hemos de entender que la educación es un acto de creación en sentido analógico. Por consiguiente, la educación de la libertad no equivale a crear la libertad, sino que equivale –de acuerdo con nuestras reflexiones– a poner los medios adecuados para que el educando actualice ese atributo de la condición humana.
Es cierto que el acto de la decisión implica independencia, pero la independencia que reclama el ejercicio de la libertad no equivale a ausencia de cualquier ayuda. Por supuesto que tampoco equivale a una imposición ajena. Ahora bien, entre el craso abandono del educando ante la realidad y la constricción del mismo a las expectativas del educador, se extiende todo el campo del consejo pedagógico o lo que es lo mismo: el campo de la actividad educativa sistematizada. En palabras de Kant (1966):
El hombre no tiene el instinto del animal y es preciso que él se cree a sí mismo su plan de conducta. Mas, como no es inmediatamente capaz de hacerlo, sino que llega al mundo en estado inmaduro, tiene necesidad de la ayuda de los otros (p. 70).
La relación libertad-educación exige, en palabras de Ibáñez-Martín (1969), despertar en el alumno el deseo de buscar personalmente las soluciones correctas y no sofocarlo de opiniones legítimas que deben ser ponderadas y si es pertinente rechazadas, exponiendo no solo las razones de su invalidez, sino también las causas por las cuales se ha llegado a tal opinión (p. 93). Esto significa que el interés del educador por cultivar la libertad del educando le llevará a adoptar, en algunas ocasiones, una postura de silencio o abstención, y no porque defienda la neutralidad como lema de la educación, sino porque es consciente de que el educando posee en esas ocasiones todos los medios y condiciones necesarias para realizar una elección lúcida.
Del mismo modo, su afán por llevar al alumno al recto ejercicio de la libertad le obligará, en todas aquellas situaciones educativas que desborden las posibilidades decisorias del alumno, a ponderar los argumentos a favor y en contra de cada solución posible. Otras veces estará obligado a actuar como árbitro imparcial que decide sin favoritismos, aunque le hubiera gustado más que la solución se inclinara hacia un lado determinado. En otras tantas hará exposiciones emocionadas a favor de la relación entre un enunciado y la realidad que expresa. Todo esto es así porque la realización de un acto requiere comprensión, interpretación y expresión de lo decidido. Las estrategias procedimentales que utilice son muy diversas y siempre orientadas al objetivo de elegir aquellos modos de intervención que garantizan la capacitación del educando para elegir su modo de vida y su posición ante los valores. Si esto es así, la premisa básica de la acción del profesor es de compromiso responsable para que el alumno aprenda a distinguir entre valor, valoración, elección, obligación, decisión, convicción, interpretación y sentimiento. Para ello, a veces, hará de abogado del diablo y a veces hará de desconocedor de la solución al problema e incluso buscará que el alumno vea la importancia de no tomar postura ante algo, de abstenerse o de hacerle ver su propia preferencia como sentido de acción y sentido de vida, pero siempre desde el compromiso responsable de enseñarle a elegir, distinguiendo el valor de algo y la elección de ese algo, ya sea ese algo vinculado a la tradición, la innovación, la grandeza de miras o la dignidad, ya sea contemplado desde la perspectiva de la verdad, la bondad, la belleza o la creación.
La verdadera postura de la escuela es, como ha afirmado Weiss (1967), la postura de libertad comprometida y de actividad responsable, pues la garantía de libertad no es la neutralidad del profesor, sino el respeto a la integridad de la personalidad del alumno (p. 1). La verdadera postura de la escuela la resumió Jeffreys (1955) como aquella que obliga a enjuiciar y decidir sobre todos los esquemas fundamentales en la formación del hombre, a fin de que los alumnos sepan qué es lo que van a recibir de la Institución (p. x). En definitiva, es una postura que, rechazando ingenuos conceptos de libertad, trata de educar utilizando la libertad como medio y como meta. La educación de la libertad implica educación en y para la libertad.
La relación educativa se identifica con la interacción que establecemos para educar
La relación educativa es la forma sustantiva de la intervención educativa, es su acto concreto. La relación educativa se identifica con la interacción que establecemos para realizar la actividad de educar y, precisamente por eso, la relación educativa puede ser vista como el conjunto de cuidados que hacemos para educar. La relación educativa es genéricamente “relación” y esto quiere decir que respeta y se ajusta a las condiciones propias de toda relación. Sin embargo, se distingue de las demás acciones que cumplen los criterios de relación porque es cualificada sustancialmente como educativa. Precisamente por eso decimos, además, que la relación educativa es específicamente “educación” y esto significa que debe respetar los criterios de uso, finalidad y significado de “educación”, si quiere serlo realmente.
En la relación educativa reforzamos la capacidad de hacer compatible la acción de educar y nuestro conocimiento de tal actividad, con el objetivo de responder en cada acción educativa concreta a la pregunta ¿qué actividades cuentan para educar y qué cuenta en las actividades educativas? Para ello, hay que elegir y valorar en relación con el conocimiento que tenemos de la acción educativa, ya que “educación” tiene significado propio.
Por consiguiente, veo la relación educativa ni más ni menos que como la relación interactiva que establecemos para realizar la actividad de educar, tal como queda reflejado en la figura siguiente:
La visión compleja de la realidad humana no se ajusta a dos reinos, el del corazón y el de la cabeza, por mucho poder de captación que tengan expresiones como “educan dirigiéndose solo a lo que las personas tienen por encima de su cuello” o “hay personas que solo piensan con el corazón” o “piensan solo por debajo de la cintura”. Los lemas, las metáforas y el pensamiento antinómico hay que asumirlos en sus limitaciones de significado, no sustituyen en rigor lógico la definición y precisamente por eso toda posición vinculada a la complejidad no puede limitarse a esos dos conceptos de corazón y cabeza. Desde la complejidad, si mantenemos la comparación, deberíamos hablar de inteligencia afectiva, de inteligencia volitiva, de inteligencia operativa, de inteligencia proyectiva, de inteligencia simbolizadora y de inteligencia razonadora, porque son aplicaciones de la inteligencia a las dimensiones reales y distintas de nuestra actividad interna que requieren en cada caso ser bien gestionadas. Quedarse al concepto de inteligencia emocional es, como ya hemos desarrollado en otro trabajo (Touriñán, 2016), subalternar la educación afectiva a la educación emocional, y si asumimos que emoción y sentimiento no son lo mismo, educación emocional no es sinónimo de educación afectiva, porque en el sentimiento se integra afecto, valor y expectativas.
Desde la perspectiva de la pedagogía como conocimiento de la educación que valora cada medio como educativo y de la educación como ámbito de realidad con significación intrínseca en sus términos, estamos obligados a mantener la educación intelectual, la educación afectiva, la educación volitiva, la educación operativa, la educación proyectiva y la educación interpretativa-mental-simbolizante-creadora, como espacios dimensionales de la intervención que no se confunden y responden a dimensiones humanas de actividad común interna diferenciadas, a competencias adecuadas, a capacidades específicas, a disposiciones básicas, a conocimientos, destrezas, actitudes y hábitos fundamentales de desarrollo y a finalidades específicas.
La relación educativa exige sistematizar rasgos de carácter
Como se ha dicho anteriormente, la relación educativa lo es, en la misma medida que se cumplan los criterios de uso común del término “educación” y se preserve la finalidad de educar. De lo contrario sería cualquier otro tipo de relación. A la relación educativa le conviene la definición sinonímica, pero aquella debe analizarse en sus propios rasgos como corresponde a la definición real de cualquier término. Y esto exige ir más allá del criterio de uso común del término y del criterio de actividad como finalidad para entender los rasgos distintivos que determinan en cada acto educativo su significado real.
Distinguir qué hace que una relación sea educativa, exige la valoración pedagógica de diversos modos de conducta, atendiendo no solo a criterios de uso y finalidad, sino también a criterios de significado interno al propio concepto. En definitiva, hemos de construir el pensamiento que nos permita justificar que la actividad educativa es “educativa”, porque: se ajusta a los criterios de uso del término, cumple la finalidad de educar en sus actividades y se ajusta al significado real de esa acción, es decir, se ajusta a los rasgos de carácter y sentido que le son propios, igual que cualquier otra entidad que se defina y sea comprensible.
El carácter es el rasgo distintivo o conjunto de características que determinan a algo como lo que es. El carácter de la educación es su determinación, lo que la determina y eso que la determina nace de la complejidad objetual de educación que exige resolver en cada caso concreto de actuación las relaciones entre valor, elección, obligación, decisión, sentimiento, pensamiento y creación que son propias de la actividad común interna del hombre. El carácter, el conjunto de rasgos que determinan el significado de educación, se vincula a la complejidad objetual de educación. La complejidad objetual es la propiedad de la investigación pedagógica que nos hace mantener con realismo la vinculación de la condición humana individual, social, histórica y de especie con el objeto “educación”, y atender a las características propias de este, cuyas relaciones hacen posible identificar sus rasgos internos determinantes (de carácter) y afrontar cada intervención como conocimiento y acción y como vinculación entre valor, elección, obligación, decisión, sentimiento, pensamiento y creación. Las relaciones que se establecen entre esos elementos las hemos desarrollado en otros trabajos (Touriñán, 2014 y 2016), aquí es suficiente afirmar que esas relaciones hacen posible identificar los rasgos internos determinantes (de carácter) de la educación.
Hoy podemos afirmar desde la pedagogía que la complejidad del objeto de conocimiento “educación” nace de la propia diversidad de la actividad del hombre en la acción educativa: intervenimos por medio de la actividad para lograr actividad educada y esto quiere decir que pasamos del conocimiento a la acción para formar la condición humana individual, social, histórica y de especie, atendiendo a las características propias del objeto “educación”, que hacen posible identificar sus rasgos internos determinantes (de carácter). La actividad es el pilar central de la complejidad del objeto “educación”.
Es posible sistematizar la complejidad del objeto educación desde tres ejes que determinan rasgos de carácter de la educación:
La condición fundamentante de los valores en la educación.
La doble condición de agente-autor y agente-actor de cada sujeto respecto de su educación.
La doble condición para la educación de ámbito de conocimiento y de acción.
Respecto de la primera condición, hemos de decir que la educación carece de toda justificación inteligible, cuando se rechaza el carácter fundamentante de los valores, pues, dado que no tenemos que ser todos lo mismo en la vida, necesariamente se infiere que cada uno por sí solo decidirá realizarse de un modo con-creto, cuando le sea posible desvelar el valor de esa forma específica de llevarse a cabo, con su capacidad y con la ayuda de los demás. Pero, además, como el hombre no nace perfecto ni alcanza la perfección que le es propia de modo espontáneo, se sigue que no entenderá correctamente el valor de tal forma concreta de realizarse, mientras que la educación no ponga los medios adecuados para que él pueda forjarse una capacidad de elección lú-cida. Y esta relación entre educación y valores es la que hace de la educación en valores sea una necesidad inexorable. La educación es siempre educación en valores y elección de valores y cualquier tipo de influencia no es educación, aunque cualquier tipo de influencia pueda ser transformada en un proceso de influencia educativo. Tenemos que conocer, estimar, y elegir valores. La educación en sí misma es un valor, enseña valores y –cuando educamos– estamos eligiendo valores, porque nos marcamos fines y las finalidades son valores elegidos. Y les damos sentido de acción responsablemente desde la resolución de la relación medio-fin. La relación educativa, desde la condición fundamentante del valor, se hace de carácter axiológico y se entiende necesariamente como educación en valores para la construcción de procesos y de hábitos operativos de elección que se concretan en creación de sentido responsable de acción, desde la perspectiva de vincular medios y fines
La condición fundamentante del valor hace que el objeto “educación” sea como es: valores elegidos. Desde la perspectiva del valor, la educación implica relación valor-elección, porque construimos finalidades y eso significa que tenemos que desarrollar hábitos operativos que nos permiten relacionar las cosas que elegimos y ordenarlas como fines y como medios. Hay que lograr en cada educando hábitos operativos, que se vinculan al sentido de la acción responsable. La responsabilidad y el sentido de acción son principios de la educación vinculados al carácter axiológico de la misma.
Por medio de la primera condición, la educación adquiere carácter axiológico, lo cual significa que la educación es siempre educación en valores y elección de valores y cualquier tipo de influencia no es educación, aunque cualquier tipo de influencia pueda ser transformada en un proceso de influencia educativo. En cada acción nos marcamos fines, que son valores elegidos y les damos sentido de acción responsablemente desde la resolución de la relación medio-fin. Los valores son elegibles, porque nos marcamos fines, que son valores elegidos. El carácter axiológico determina la educación como construcción de procesos, de relación medios-fines.
Respecto de la segunda condición hemos de decir que el significado de agente marca un rasgo de carácter en la educación que no puede soslayarse, so pena de renunciar a educar. Se piensa siempre en la relación educativa como una relación entre dos, pero lo cierto es que la relación educativa es –de manera inequívoca– relación de uno consigo mismo. En la relación educativa somos cada uno de nosotros agentes-actores que nos dejamos guiar y obedecemos a las personas que ejercen la condición de educadores. Realizamos un sinnúmero de operaciones guiados para educarnos, pero también somos agentes-autores que nos guiamos a nosotros mismos en procesos de educación, decidiendo nuestras metas e integrando nuestros actos en nuestros proyectos. Por medio de la educación emprendemos la terea de ser actores y autores de nuestros proyectos, incluso si nuestra decisión es la de actuar según nos digan los demás. En cada caso, como agentes, estamos abocados por la educación a emprender la tarea de ser autores y actores de nuestros propios proyectos.
Desde la perspectiva de agentes, la peculiaridad de la acción educativa no estriba en el hecho de que sean uno o dos agentes, sino en la incuestionable verdad de que cada persona es agente –actor y autor– de su propio desarrollo de alguna manera, por consiguiente, hay que lograr en cada educando hábitos volitivos, de querer las cosas y comprometerse con ellas, obligándose; así como hábitos proyectivos, que le permitan integrar las cosas en sus proyectos, identificándose con ellos. Los hábitos volitivos se vinculan al compromiso personal y los hábitos proyectivos se vinculan al sentido de vida, es decir, yo educo para que el educando pueda educarse y decidir, y desarrollar su proyecto de vida y formación. No solo operamos (elegimos hacer cosas, hacemos operaciones, actuamos), también nos obligamos (compromiso voluntario) y proyectamos (hacemos proyectos, decidimos actuar). En la relación educativa, el educando es también sujeto de su educación que ha de encontrar el control de su propia vida, desarrollando el sentido patrimonial de su condición humana individual, social, histórica y de especie. Me marco fines y me obligo a mí mismo, y controlo con autonomía mi elección, decidiendo las acciones desde mi proyecto, incluso si mi proyecto decidido es hacer lo que me digan los demás. Desde el punto de vista de los agentes, distintos pensadores (Ferrater, 1979, pp. 119-155; Dearden et al., 1982), coinciden en que la educación se hace de carácter personal y patrimonial, y exige entender la relación valor-obligación y valor-decisión, porque en la acción educadora, junto al hábito operativo, tienen su lugar los hábitos volitivos y los hábitos proyectivos.
Por medio de la segunda condición, la educación adquiere carácter personal y patrimonial. Carácter personal quiere decir que la acción educativa respeta la condición de agente del educando y lo prepara para comprometerse y obligarse personalmente (es el origen genuino de su elección), de manera voluntaria, en sus actuaciones y para inventar o crear modos originales-singulares (que nacen en él y de él) de realización de la existencia, afrontando su condición humana (individual, social, histórica y de especie), con autonomía y responsabilidad, dentro del espacio participado de una cultura, apartándose de la repetición o clonación de modelos preestablecidos. Respecto de la educación como acción, muy diversos autores (Arendt, 1974; Damasio, 2010; Gervilla, 2000; Haidt, 2006; Marina, 2009; Morin, 2009; Pinker, 2011; Mosterín 2008a; Touriñán, 2013a) coincidimos en que, además de hábitos operativos, necesitamos hábitos volitivos de compromiso y obligación personal a la acción. Esto marca el sentido personal de la educación como compromiso propio y original, es decir, nacido de uno mismo hacia su educación, que no debe ser vista alejada de la existencia del otro y de lo otro en cada intervención. Estamos obligados a ser actores y autores en la acción educativa respecto de uno mismo y del otro y de lo otro. Nos comprometemos con los valores voluntariamente para cumplir reglas y normas. El compromiso y el origen de la acción en la persona que es agente son principios de educación vinculados al carácter personal.
El carácter patrimonial de la educación significa que, cuando nos marcamos finalidades, no solo hacemos una estimación del valor, sino que también asumimos ese valor en la finalidad como una parte integrante de nuestro proyecto de vida; hacemos de nosotros nuestro propio patrimonio. La identidad, la individualización y el sentido de vida son principios de la educación vinculados al carácter patrimonial. Afirmar el carácter patrimonial de la educación quiere decir que somos, cada uno de nosotros, un patrimonio; que aprendemos a elegir, a comprometernos y a marcarnos finalidades, para poder determinar nuestro proyecto de vida, dando respuesta a nuestras necesidades en cada circunstancia, construyéndonos a nosotros mismos como nuestro patrimonio más propio. Desde el sentido de la experiencia axiológica (Touriñán, 2006), decidir cuál de nuestras necesidades debe ser atendida, aquí y ahora, en nuestro proyecto de vida, supone deliberar y asumir, atendiendo a los conocimientos, valores, sentimientos, actitudes e intereses que tenemos en ese momento. Es un patrimonio que nosotros podremos corregir y variar amparados en las oportunidades, en las circunstancias y en la educación recibida, pero que no podemos evitar tener en el momento de adoptar la decisión. El carácter patrimonial determina la educación como construcción de metas y proyectos personales. La finalidad se convierte en meta, porque se integra en nuestros proyectos.
Respecto de la tercera condición, se sigue que yo puedo elegir hacer algo, puedo comprometerme con ese algo e incluso puedo decidir integrar ese algo como parte de mis proyectos, pero debo realizarlo, debo pasar del pensamiento a la acción, debo pasar del valor realizado y realizable a la efectiva realización. Desde la tercera condición, hay que insistir en que la educación es un ámbito de realidad susceptible de conocimiento y una acción que se desempeña mediante la relación educativa. Cabría decir, por tanto, que a la educación le convienen, tanto los métodos de pensamiento como los métodos de acción, en el sentido más clásico y universal de métodos propios de la racionalidad teórica y de la racionalidad práctica (Mosterín, 2008b). Esta doble condición identifica la complejidad de la acción educativa para el conocimiento pedagógico, que debe resolver en cada caso la relación teoría-práctica: debo pasar del pensamiento y del conocimiento a la acción. Para eso no basta con conocer, elegir, comprometerse y decidir, también hay que dar un paso más y sentir, es decir, vincular afecto, valor y expectativas personales para que se produzca sentimiento en forma de vinculación positiva de apego hacia el valor de lo logrado o de lo que queremos lograr. La realización efectiva de la acción exige –en la ejecución– comprensión, interpretación y expresión de lo decidido.
Para que esto sea posible, además de hacer una integración afectiva –pues nos expresamos con los sentimientos que tenemos en cada situación concreta y vinculamos afectivamente mediante apego positivo, lo que queremos lograr con valores específicos– necesitamos hacer integración cognitiva relacionando ideas y creencias con nuestras expectativas y convicciones, para que podamos articular valores pensados y creídos con la realidad, porque nuestra acción se fundamenta desde la racionalidad, de manera explícita, con el conocimiento. Necesitamos, además, hacer una integración creativa, es decir, debemos dar significado a nuestros actos por medio de símbolos, porque cada acto que realizamos requiere una interpretación de la situación en su conjunto y en el conjunto de nuestras acciones y proyectos dentro de nuestro contexto cultural: construimos cultura simbolizando.
El hábito operativo, el hábito volitivo y el hábito proyectivo exigen, para realizar la acción, del hábito afectivo que se deriva de la relación valor-sentimiento y genera experiencia sentida del valor. Nos desplazamos de la sensibilidad al sentimiento y vinculamos, con apego positivo, lo que queremos hacer con lo que es valioso. Necesitamos hábitos afectivos, pero la realización concreta de la acción no es posible sin el hábito intelectual y sin el hábito creativo, simbolizante-creador.
Las cualidades personales de los agentes le imprimen carácter a la intervención, como concreta y singular puesta en escena, porque no pueden dejar de tener los valores y los sentimientos que tienen en cada situación concreta. Ese sentido personal y singular nos pone en situación de entender que la acción educativa obliga a asumir la relación valor-sentimiento y nos ofrece no solo una perspectiva teórico-práctica, sino también una perspectiva artística y estética intrínseca.
Por medio del sentimiento manifestamos el estado de ánimo que se ha producido, según se cumplan o no nuestras expectativas en la acción; manifestamos y esperamos reconocimiento de nuestra elección; manifestamos y esperamos aceptación de nuestro compromiso voluntario; manifestamos y esperamos acogida nuestros proyectos y manifestamos entrega a ellos. Elegir, comprometerse, decidir y sentir positivamente un valor tiene su manifestación afectiva en actitudes de reconocimiento, aceptación, acogida y entrega a la acción. Lo que caracteriza a la actitud es su condición de experiencia significativa de aprendizaje nacida de la evaluación afectiva y de los resultados positivos o negativos de la realización de una determinada conducta.
Por medio de la tercera condición, la educación adquiere carácter integral, gnoseológico y espiritual. Carácter integral quiere decir desarrollo dimensional integrado de cada educando desde su actividad común interna: pensar, sentir afectivamente, querer, elegir-hacer (operar), decidir-actuar (proyectar) y crear (construir simbolizando), para desarrollar con posibilidades de éxito la condición humana individual, social, histórica y de especie en las situaciones que se nos plantean en todos los ámbitos de la vida (personal, familiar, local, escolar, profesional, etc.). Carácter integral de la educación quiere decir educación de todo el educando como un todo desde su actividad interna no como una suma de partes. La vinculación positiva de apego y la implicación del agente como un todo hacen que positividad y desarrollo dimensional sean principios de educación derivados del carácter integral de la misma.
Desde la perspectiva del carácter integral de la educación, puede decirse que toda educación es intelectual, pero no todo en la educación es educación de la inteligencia; hay otras dimensiones de intervención educables, que pueden ser atendidas específicamente. Y lo mismo se puede decir de cada una de las otras dimensiones de intervención: toda educación es afectiva, pero no todo en la educación es educación de la afectividad; toda educación es volitiva, pero no todo en la educación es educación de la voluntad; toda educación es operativa, pero no todo en la educación es educación de la capacidad de obrar-hacer; toda educación es proyectiva, pero no todo en la educación es educación de la capacidad de decidir moralmente; toda educación es notativa, simbolizadora, creadora y concienciadora, pero no todo en la educación es educación de la espiritualidad, de la corporeidad mental, de la consciencia, de la aprehensión significativa, de la creatividad.
Desde el punto de vista pedagógico, en la acción educativa integral se unen inteligencia (cognición y razonamiento), afectividad y emociones (sentimiento dimensionado), volición (querer con determinación y compromiso), operación y proyección (sentido de acción y sentido de vida, construcción de procesos y de metas), creación (construcción de cultura simbolizando) de las personas en desarrollo y variables contextuales que nos permiten configurar un “todo concordado” entre valores, pensamientos, sentimientos, obligaciones, elecciones, decisiones y creaciones. Todas las dimensiones intervienen en cada caso y no se resuelve la educación atendiendo a una de ellas solamente.
El carácter gnoseológico de la educación significa que somos capaces de integración cognitiva, es decir, aprendemos a relacionar ideas y creencias utilizando las formas de pensar, de manera que podamos articular valores pensados y valores creídos con la realidad por medio del conocimiento y la racionalidad en cada uno de nuestras elecciones, voliciones, proyectos, sentimientos, pensamientos e interpretaciones creativas. La integración cognitiva es principio de educación derivado del carácter gnoseológico.
El carácter espiritual significa que generamos consciencia y creatividad que hace posible, desde la propia condición humana, crear símbolos para notar y significar el yo, el otro y lo otro, en el mundo físico, en el mundo de los estados mentales y en el mundo de los contenidos de pensamiento y sus productos. Carácter espiritual de la educación significa que la educación se hace al modo humano y genera eventos mentales en los educandos; mejoramos la toma de conciencia de nosotros mismos y de la realidad por medio de símbolos, al modo humano, es decir, como corporeidad mental que integra de manera emergente en el cerebro lo físico y lo mental, y establece una forma de relación creadora entre el yo, el otro y lo otro, por medio de símbolos. Carácter espiritual quiere decir que podemos construir cultura, es decir, podemos construir simbolizando. La integración creativa (simbolizante-creadora) es principio de educación vinculado al carácter espiritual.
Para mí, la educación se define atendiendo a rasgos de carácter que determinan el significado de educación. Nada es educación si no cumple las condiciones de uso común, finalidad y los rasgos de carácter. Toda acción educativa se distingue de las demás por el uso común y por la actividad, pero además se singulariza, atendiendo a criterios de definición real porque, desde la complejidad objetual de educación, a la acción educativa se le atribuyen rasgos de carácter que determinan el significado. Así, puede decirse que toda acción educativa tiene carácter axiológico, personal, patrimonial, integral, gnoseológico y espiritual, tal como se resume a continuación:
La relación educativa requiere concordancia entre valores y sentimientos
Como ya dijimos, cada persona puede comprometerse con ese algo y puede decidir integrar ese algo como parte de sus proyectos, pero entonces debe pasar del pensamiento a la acción. Y realizar implica ejecución mediante la acción de lo interpretado y comprendido, expresándolo. No hay educación sin afectividad, es decir, sin afrontar el problema de generar experiencia sentida del valor. Para ello necesitamos hábitos operativos, volitivos, proyectivos, afectivos, cognitivos y creativos. La efectiva realización de la acción requiere hábitos operativos, volitivos y proyectivos, pero, además, necesitamos hábitos afectivos, cognitivos y creativos, solo de ese modo llegamos a la realización de la acción que siempre implica –en la ejecución– comprensión, interpretación y expresión de lo decidido (integración cognitiva, simbolizante-creadora y afectiva).
Por medio del sentimiento manifestamos el estado de ánimo que se ha producido por cumplir o no nuestras expectativas en la acción; manifestamos y esperamos reconocimiento de nuestra elección; manifestamos y esperamos aceptación de nuestro compromiso voluntario; manifestamos y esperamos acogida nuestros proyectos y manifestamos entrega a ellos. Elegir, comprometerse, decidir y sentir positivamente un valor, tiene su manifestación afectiva de vinculación y apego, en actitudes de reconocimiento, aceptación, acogida y entrega a la acción. Lo que caracteriza a la actitud es su condición de experiencia significativa de aprendizaje, nacida de la evaluación afectiva de los resultados positivos o negativos de la realización de una determinada conducta, tal como reflejamos en la figura 7, bajo la forma de relación compleja valor-actividad común interna del educando, concordando valores y sentimientos en el paso del conocimiento a la acción:
Llegamos a la realización concreta de un valor, contando con las oportunidades, pero siempre hemos de disponer de hábitos operativos, volitivos, proyectivos, afectivos, intelectuales y hábitos, notativos-significantes, creadores. Cada vez que realizamos algo pensamos, sentimos, queremos, elegimos hacer, decidimos proyectos y creamos con símbolos. Solo de ese modo llegamos a la realización concreta de algo que siempre implica, elegir procesos, obligarse (comprometerse voluntariamente), decidir metas y proyectos (de acuerdo con las oportunidades y en cada circunstancia), sentir (integrar afectivamente), pensar (integrar cognitivamente) y crear cultura (integrar creativamente, dando significado mediante símbolos).
Solo por este camino se llega a la realización de una acción como agente-autor, de acuerdo con las oportunidades y en cada circunstancia. La realización efectiva de la acción exige –en la ejecución– comprensión, interpretación y expresión de lo decidido. Para que esto sea posible, además de hacer una integración afectiva –pues nos expresamos con los sentimientos que tenemos en cada situación concreta y vinculamos afectivamente, mediante apego positivo, lo que queremos lograr con valores específicos–, necesitamos hacer integración cognitiva relacionando ideas y creencias con nuestras expectativas y convicciones, para que podamos articular valores pensados y creídos con la realidad, porque nuestra acción se fundamenta de manera explícita desde la racionalidad con el conocimiento. Pero necesitamos, además, hacer una integración simbolizante-creadora, es decir, debemos dar significado a nuestros actos por medio de símbolos, porque cada acto que realizamos requiere una interpretación de la situación en su conjunto y en el conjunto de nuestras acciones y proyectos dentro de nuestro contexto cultural. La integración creativa articula valores y creaciones, vinculando lo físico y lo mental para construir cultura, simbolizando.
Si nuestros razonamientos son correctos, la doble condición de conocimiento y acción nos coloca en la visión integral de la complejidad de la acción. El hábito operativo, el hábito volitivo y el hábito proyectivo exigen –para realizar la acción– el hábito afectivo que se deriva de la relación valor-sentimiento y genera experiencia sentida del valor. Pero la realización del valor no es posible en su efectiva ejecución si no hacemos, de acuerdo con las oportunidades y en cada circunstancia, una integración afectiva, cognitiva y creadora en cada acción.
Desde la perspectiva del paso del conocimiento a la acción, en cada actuación hacemos un camino de doble dirección que nos permite ir:
De la elección, la obligación y la decisión a la afectividad y viceversa.
De la afectividad a la cognición y a la creatividad y viceversa.
De la cognición y la afectividad y la creatividad a la estética y viceversa.
La creatividad y la afectividad se vinculan por medio de las actitudes hacia la innovación y las experiencias sentidas de la emoción y el valor. La creatividad nos produce sentimientos singulares y los sentimientos impulsan o inhiben la creatividad. La cognición y la creatividad se vinculan por la posibilidad de generar una integración cognitiva superior en cada aprehensión de la realidad innovadora. Usamos la cognición para interpretar, significar e innovar. La cognición y la afectividad se vinculan porque somos afectividades conscientes y pensantes: relacionamos ideas y creencias, y generamos convicciones sobre lo que elegimos, lo que nos compromete y lo que decidimos y sentimos, alcanzando experiencia sentida de lo valioso, de la realidad, de nuestros actos y de nuestros pensamientos. La cognición, la creatividad y la afectividad se vinculan a la estética, porque somos capaces de hacer interpretaciones y atribuir significados a la belleza como armonía o relación entre las formas, generando experiencia sentida de esa relación. En la articulación de la acción somos capaces de pasar, en cada acto, de la sensibilidad al sentimiento y de la cognición y la afectividad a la creatividad y a la estética.
Cada caso de intervención, es un ejercicio de libertad, compromiso, decisión, pasión y compasión; cada caso de acción pedagógica exige resolver la concordancia de valores y sentimientos en cada situación, como manifestación explícita de actitudes de reconocimiento, aceptación, acogida y entrega a la acción educativa. Pero aun así, con esto no se resuelve en su totalidad el paso del conocimiento a la acción, porque requiere, además, de razón y creación: cada caso de intervención es una puesta en escena cuya realización implica, de acuerdo con las oportunidades y en cada circunstancia, comprensión, interpretación y expresión, en la ejecución de lo decidido, que exige, por tanto, la integración afectiva, la integración cognitiva y la integración simbolizante-creadora.
Cada actuación es un camino que implica el valor pensado y creído, valor creado, simbolizado y significado, valor elegido, valor comprometido, valor decidido y valor sentido. El paso del conocimiento a la acción nos instala en la complejidad del valor realizado, del valor realizable y de la realización del valor. La relación educativa se hace de carácter axiológico, personal y patrimonial y de carácter integral, gnoseológico y espiritual.
Dentro del marco que acabo de exponer, quiero hablar de la relación educativa como acto concreto, no como una cuestión de educabilidad que nos llevaría a enumerar las capacidades humanas que hacen posible recibir educación; tampoco como una cuestión de educatividad, que nos llevaría a enumerar las competencias que hacen viable que un sujeto pueda dar educación; ni como una cuestión de libertades formales y reales que garantizan la oportunidad de educar en un territorio legalmente determinado y que constituye la forma institucional de plantear la relación entre justicia y cuidado. Quiero deliberar sobre el propio concepto “relación educativa” que aúna en un solo acto educabilidad, educatividad y oportunidad de educar, y quiero deliberar sobre ese concepto cultivando una reflexión independiente, como diría Herbart. El resultado de mi pensamiento sobre esa cuestión es lo que pretendo ofrecer. Así, mi planteamiento es el siguiente:
La relación educativa es la forma sustantiva de la intervención educativa, es su acto concreto. La relación educativa se identifica con la interacción que establecemos para realizar la actividad de educar y, precisamente por eso, la relación educativa puede ser vista como el conjunto de cuidados que hacemos para educar.
En la relación educativa reforzamos la capacidad de hacer compatible la acción de educar y nuestro conocimiento de tal actividad, con objeto de responder en cada acción educativa concreta a la pregunta: ¿qué actividades cuentan para educar y qué cuenta en las actividades educativas? Para ello hay que elegir y valorar en relación con el conocimiento que tenemos de la acción educativa, ya que “educación” tiene significado propio.
Por consiguiente, veo la relación educativa, ni más ni menos, que como el ejercicio de la educación y ello implica asumir la complejidad propia de la educación y que he sistematizado en un triple eje condicional: valores, agente-actor y autor, más la concurrencia de conocimiento y acción. Esta triple condición debe cumplirse en cada caso concreto de la relación educativa, porque desde la complejidad se fijan los rasgos que determinan realmente el significado de “educativo” y permiten singularizar la relación respecto de otros tipos de relaciones. Si no se cumplen esos rasgos de significado que caracterizan a “educación”, la relación educativa será genéricamente relación pero no podrá ser específicamente educativa, porque no lograría caracterizarse frente a otras relaciones. Debemos asumir que:
En la relación educativa se crea una vinculación entre valor y elección, de manera que podemos mejorar el sentido responsable de acción, en cumplimiento del carácter axiológico de la educación.
En la relación educativa se crea una vinculación entre valor y obligación, de manera que podemos mejorar el compromiso voluntario de acción, en cumplimiento del carácter personal de la educación.
En la relación educativa se crea una vinculación entre valor y decisión, de manera que podemos mejorar el sentido de vida individualizado que tiene esa acción, en cumplimiento del carácter patrimonial de la educación.
En la relación educativa se crea una vinculación de apego o dependencia entre valor y sentimiento de manera que podemos orientarnos hacia el logro de experiencia sentida del valor por medio de la integración afectiva, en cumplimiento del carácter integral de la educación.
En la relación educativa se crea una vinculación entre ideas y creencias con las expectativas y convicciones, por medio de las formas de pensamiento, de manera que somos capaces de integrar cognitivamente los valores pensados y creídos con la realidad, en cumplimiento del carácter gnoseológico de la educación.
En la relación educativa se crea una vinculación entre signos y significados, debido a la relación humana de lo físico y lo mental, de manera que somos capaces de hacer integración simbolizante-creadora del valor y darle significado, en cumplimiento del carácter espiritual de la educación.
Cada una de estas vinculaciones que se establecen en la actividad común interna del ser humano genera y da lugar a un rasgo de carácter que determina a la relación educativa frente a otro tipo de relaciones. El carácter es una exigencia de la definición real. La complejidad objetual de la educación origina el carácter de la misma a partir de la actividad común interna y la relación educativa debe cumplir esas exigencias por principio de significado: nada es educativo si no tiene los rasgos propios del carácter de la educación, solo así la relación será educativa. La relación educativa es, por tanto, interacción para educar y ello implica asumir la complejidad propia de la educación y las exigencias derivadas de los rasgos de carácter de la educación, tal como los he ido especificando en el epígrafe anterior.
Conclusiones: la relación educativa no es neutral
La relación educativa es “educativa” porque tiene la finalidad de educar y se ajusta al significado de esa acción. Pero convivir, comunicar y cuidar son relaciones previas a la relación educativa que establecen condiciones necesarias aunque no suficientes de esta. La relación educativa es, genéricamente, relación y es, específicamente, educativa. La relación educativa es un concepto con significado propio, vinculado al carácter de la educación y requiere concordancia entre valores y sentimientos en cada interacción.
La triple condición derivada de la consideración de valores, agentes y acción educativa marca la complejidad objetual de educación” y hace que el conocimiento de la relación educativa –si se respeta esa complejidad– pueda entenderse sin renunciar a los rasgos derivados de la complejidad que determinan realmente el significado de “educativo” en la relación, singularizándola respecto de otros tipos de relaciones.
La relación educativa, reitero, no es básicamente un problema de enseñanza, pues esta puede usarse para educar o no, tampoco un problema de conocimiento que puede permanecer separado de la acción. La relación educativa es un problema de conocimiento y acción vinculados al significado de la educación en cada ámbito construido para intervenir. Todo esto es, en mi opinión, lo que hace que la relación educativa no pueda darse por comprendida si no se interpreta como un ejercicio de libertad comprometida y como una actividad responsable.
No existe la neutralidad de la tarea. Si la relación que establecemos es educativa y hay que comprometerse y defender el significado de la educación en el diseño educativo de cada espacio de intervención categorizado como ámbito de educación. Hemos podido fundamentar en otros trabajos (Touriñán, 2015; Touriñán y Longueira, 2018) que el ámbito de educación es resultado de la valoración educativa del área de experiencia que utilizamos para educar y por eso en el ámbito de educación se integran el significado de educación, los procesos de intervención, las dimensiones de intervención, las áreas de experiencia y las formas de expresión en cada acepción técnica de “ámbito”.
La intervención siempre está orientada a la acción desde el diseño educativo, que es representación del ámbito de educación construido (valoramos el área de experiencia como educativa). El diseño es ordenación de los componentes de ámbito de educación (área de experiencia, formas de expresión, criterios de significado, dimensiones generales, procesos de intervención, acepción técnica de ámbito). El diseño educativo propicia la relación educativa ajustada a principios de educación y a principios de intervención en cada acción pedagógica singular, para formar la condición humana individual, social, histórica y de especie.
El diseño educativo es compatible con y necesario para hacer un diseño instructivo coherente en cada intervención pedagógica bajo principios de educación y de intervención pedagógica. Para hacer el diseño educativo no solo debemos entender los componentes de “ámbito de educación”, sino que debemos implementar una acción educativa concreta, controlada y programada desde la actividad común de los educandos, usando los medios internos y externos convenientes en cada circunstancia y grado escolar.
El diseño educativo queda definido para mí en este trabajo como la ordenación racional (espacio-temporal) de los componentes de ámbito de educación para intervenir contando con los medios internos y externos pertinentes en cada circunstancia y grado escolar.
La relación educativa implica actividad comprometida y, además, es una actividad responsable, porque cuidamos para educar, es decir, para que cada educador, junto con el educando, genere en cada educando la relación educativa respecto de sí mismo, de tal manera que este no sea solo actor, sino también autor de su propio proyecto de vida en lo que pueda, en cada ámbito de intervención creado:
En la relación educativa se crea una vinculación entre valor y elección, de manera que podemos establecer el sentido responsable de acción, construyendo procesos desde la relación medios-fines.
En la relación educativa se crea una vinculación entre valor y obligación, de manera que podemos establecer el compromiso personal de acción.
En la relación educativa se crea una vinculación entre valor y decisión, de manera que podemos establecer el sentido de vida individualizado que se busca en esa acción, construyendo metas.
En la relación educativa se crea una vinculación de apego o dependencia entre valor y sentimiento de manera que hablamos de experiencia sentida del valor como integración afectiva.
En la relación educativa se crea una vinculación entre ideas y creencias con las expectativas y convicciones, por medio de las formas de pensamiento, de manera que somos capaces de integrar cognitivamente los valores pensados y creídos con la realidad.
En la relación educativa se crea una vinculación entre signos y significados, debido a la relación humana de lo físico y lo mental, de manera que somos capaces de hacer integración simbolizante-creadora y darle significado a la condición humana en el mundo simbolizado, construyendo cultura.
La relación educativa tiene un sentido singular y específico desde las cualidades personales de sus agentes. Cada caso de intervención es un ejercicio de libertad, compromiso, decisión, pasión y compasión, razón y creación, en el que la experiencia sentida de la acción concreta relaciona valores y sentimientos de modo tal que la ejecución de la acción tiene que ir creando su sentido específico en el proceso mismo de realización, desde las cualidades personales de los agentes que no pueden dejar de tener los valores y los sentimientos que tienen en cada situación concreta. En la relación educativa se gestionan ámbitos educativos y en cada ámbito se gestionan cada una de las relaciones derivadas de la complejidad objetual de educación.
La relación educativa, reitero, no es una cuestión de educabilidad, ni de educatividad, ni de oportunidad de educar, sino todo eso junto en una acción concreta. Y como acción concreta, está definida en sus propios términos que se establecen desde la condición fundamentante del valor, la doble condición de agente y la doble consideración de conocimiento y acción para el objeto “educación”. De la complejidad objetual de “educación” se sigue que la relación educativa responde a rasgos reales definidos de carácter axiológico, personal, patrimonial, integral, gnoseológico y espiritual.
La manera de responsabilizarse de la relación educativa y de comprometerse pedagógicamente con ella, marcan un sentido profundo de la educación, alejado igualmente de la amenaza fundamentalista del adoctrinamiento, de la ilusión antipedagógica del neutralismo y de la propuesta instrumentalizadora de la manipulación, y la coacción intimidatoria, errores siempre posibles, pero evitables, en la formación. Cuando uno educa, se establece una relación directiva de autoridad, basada en la confianza que una persona otorga a otra para dirigir sus conductas en un determinado ámbito de su existencia –en este caso, el educando–, que es guiado mediante actividad responsable para que decida hacer lo que debe, para obedecer y para que emprenda la tarea de ser actor y autor de sus propios proyectos.
En definitiva, la relación educativa es “educativa” porque cumple los criterios de uso del lenguaje común para la educación, tiene la finalidad de educar y se ajusta al significado de esa acción. En la relación educativa interaccionamos para realizar la actividad de educar, y para ello cuidamos, enseñamos, convivimos, comunicamos y mediamos, pero siempre con la finalidad presente de educar, es decir, de cumplir las condiciones de significado de ese concepto en cada acción educativa concreta. Todo eso hace de la relación educativa un ejercicio de libertad comprometida y una actividad responsable y compasiva que se ejerce en cada acción educativa concreta.
Algo ha cambiado y algo permanece en el debate pedagógico respecto de las cuestiones que afectan a la relación libertad-educación. La verdadera postura de la Escuela es la postura de la libertad comprometida y de la actividad responsable, pues la garantía de libertad no es la neutralidad del profesor, sino el respeto a la integridad de la personalidad del educando: un sujeto que piensa, tiene sentimientos, se compromete, elige actuar, decide proyectos y crea símbolos para significar la realidad y la cultura desde su propia condición humana como agente actor y autor. Desde la perspectiva de la relación educativa, la educación es educación de la inteligencia, de la voluntad, de la afectividad, de la construcción de procesos enmarcados en fines y medios, de la construcción de metas y proyectos decididos y de la construcción de cultura. Eso es lo que corresponde a las actividades comunes internas y a las dimensiones generales de intervención vinculadas a ellas.
En la educación en general, cada acto de realización del valor implica el paso del conocimiento a la acción y eso quiere decir que, atendiendo a las oportunidades y a los recursos disponibles, tenemos que ejecutar, comprender, interpretar y expresar. Cuando elegimos finalidades no solo hacemos una estimación del valor, sino que también asumimos ese valor en la finalidad como una parte integrante de nuestro proyecto de vida y lo sentimos; hacemos, de nosotros, nuestro propio patrimonio y nos identificamos en las decisiones que adoptamos, con sentimientos positivos hacia y desde esa identificación. Actuamos con libertad, determinación y decisión, y hacemos integración afectiva, cognitiva y simbolizante-creadora. Articulamos valores pensados y creídos con la realidad por medio del conocimiento y la racionalidad. Establecemos relación creadora entre el yo, el otro y lo otro, creando cultura y símbolos para notar y significar la realidad desde la propia condición humana. Expresamos el distinto grado de compromiso con nosotros y con el otro y lo otro por medio de la relación compleja entre valores y actividad común interna del educando. Por medio del sentimiento manifestamos el estado de ánimo que se ha producido por cumplir o no nuestras expectativas en la acción; manifestamos y esperamos reconocimiento de nuestra elección; manifestamos y esperamos aceptación de nuestro compromiso voluntario; manifestamos y esperamos acogida de nuestros proyectos y manifestamos entrega a ellos. Elegir, comprometerse, decidir y sentir positivamente un valor, tiene su manifestación afectiva en actitudes de reconocimiento, aceptación, acogida y entrega a la acción, que siempre exige, además, integración cognitiva y creadora. Y por todo eso, respecto de la relación educativa, la libertad y la compasión son principios de la intervención: elegimos y tenemos sentimientos hacia nosotros mismos, lo demás y los demás, tenemos que compadecernos, sentir con nosotros y con el otro y lo otro en cada elección, desde nuestra condición humana. Privarnos de ello es privarnos de una parte fundamental, integrante de la actividad común interna del hombre que se manifiesta, querámoslo o no, en la condición humana.