Forma sugerida de citar:
Ocampo, Juan Carlos (2019). Sobre lo “neuro” en la neuroeducación: de la psicologización a la neurologización de la escuela. Sophia: Colección de la Educación, 26(1), pp. 141-169.
Introducción
Hoy por hoy, el progreso de la neuroeducación es innegable. El matrimonio entre las neurociencias y la educación ya está dando sus primeros y esperados frutos, que conciernen tópicos de alta relevancia en el ámbito educativo como: la adquisición de la lectoescritura (Huettig, Kolinsky y Lachmann, 2018), el aprendizaje de las matemáticas (Cargnelutti, Tomasetto y Passolunghi, 2017), la potenciación de la memoria (Markant, Ruggeri, Gureckis y Xu, 2016), la relación de la actividad física con el aprendizaje (Mavilidi, Okely, Chandler y Paas, 2016) y los problemas de aprendizaje (Camargo y Geniole, 2018). También hay evidencia, como reportan Pickering y Howard-Jones (2008), de que su popularidad entre educadores está en auge, sin contar que varias instituciones de porte, como la UNESCO y la Universidad de Harvard, están activamente invirtiendo en la nueva disciplina. Incluso sus más abiertos y polémicos detractores han sido rebatidos o, en su defecto, han claudicado.
El argumento que la sostiene reza así: dado que el aprendizaje está intrínsecamente relacionado con el funcionamiento cerebral y la neurociencia es el campo científico que estudia las bases biológicas de dicho funcionamiento, se deduce como corolario que el proyecto neuroeducativo no es solo factible sino altamente conveniente. Bajo esta lógica, la educación podría abandonar el discurso psicológico, otrora valioso y ahora caduco, para refugiarse en la credibilidad de la biología. A simple vista, lo expuesto es condición suficiente para justificar la neuroeducación; sin embargo, no todos comparten aquella visión mesiánica del proyecto. Para empezar, ¿qué motiva esta unión? Así como lo afirman Ansari, De Smedt y Grabner (2012), “la neuroeducación presume que el entendimiento de los mecanismos biológicos del aprendizaje es más informativo, preciso o confiable que otras explicaciones de carácter no-biológico”. Entonces ¿es el saber neurocientífico intrínsecamente superior a otros? Ortega y Vidal (2007) dirían que no, pero que esa falsa ilusión responde a un giro cultural de la última década, llamado neurocultura. Por último, De Vos (2016) se pregunta: “ ¿dónde está la educación en la neuroeducación? ” Lo comprendido en este artículo podría aproximarse a una respuesta. El objetivo que se propone el presente artículo es analizar la relación triádica la educación, psicología y neurociencias en el marco de la neuroeducación. Con este fin se llevó a cabo una exhaustiva revisión de la literatura más relevante en torno a la temática. A continuación, se expone una breve aproximación histórica a la colonización psicológica de los espacios educativos, desde su introducción en la escuela con los servicios paraescolares hasta su rol directivo en el replanteamiento de los objetivos de la enseñanza. Después se describe el advenimiento y auge de las neurociencias, enfatizando su incidencia en el clima sociocultural e ideológico contemporáneo y en la configuración de las nuevas subjetividades de lo neuro. Posteriormente, se analiza a fondo el proyecto de la neuroeducación, develando las múltiples dificultades que surgen a partir de la relación interna entre sus constituyentes. Por último, se presenta una crítica a la neuroeducación, fundamentada en la contrapsicología y, frente a la permanencia de lo psicológico y la inminencia de lo neurológico, se rescata la pregunta: ¿qué debe cambiar en la educación con vistas a la neuroeducación? Para ensayar una posible respuesta es prioritario explorar el origen de la díada constituida por la psicología y educación.
La colonización psi: una aproximación histórica a la psicologización de la escuela
Como es de conocimiento general, muchos temas estudiados por la psicología responden a temáticas propiamente educativas pues la cognición es el médium del aprendizaje. La historia de la psicología está llena de ejemplos de esto. La primera evaluación psicométrica de inteligencia fue desarrollada específicamente para su uso en centros escolares. El descubrimiento de uno de los postulados fundamentales de la corriente conductista, el condicionamiento, se popularizó como una técnica de enseñanza y fue libremente aplicada por educadores. El trabajo de psicólogos como Piaget, Vygotsky y Ausubel bastan para confirmar la existencia de una intersección, espontánea y difusa, entre psicología y educación. Aun así, como plantea De Vos (2016), no es hasta mediados del siglo XX que se da una auténtica coalición entre psicología y escuela.
Hasta finales del siglo XIX, la psicología estaba compuesta por un minúsculo grupo de profesionales, de popularidad ínfima y sin influencia en la comunidad científica, que aún recordaba la fuerte polémica en torno a la naturaleza de su objeto de estudio. Pero poco después, en palabras de Mulvale (2016), los movimientos sociohistóricos abrirían un espacio para la naciente disciplina: el capitalismo se valía de la noción de individuos emprendedores que creasen su propio destino; la secularización despojó al individuo del amparo divino que le proveía significado y valores; y la neoreligiosidad partió con la idea del Dios trascendental y las reglas tradicionales para promulgar una fe personal con base en las necesidades espirituales de cada uno. La psicología, tras adoptar un enfoque empírico-naturalista, emergió a la par con la corriente individualista de la época, contribuyendo a la producción de las nuevas subjetividades: sujetos autogobernados, autosuficientes y autónomos.
Contando con aquella credibilidad científica y encausada en la corriente cultural predominante de la época, el periodo de entreguerras resultó una oportunidad propicia. Los avances en materia de psicometría fueron bien recibidos para la evaluación estandarizada de inmigrantes, soldados y educandos, brindándole a la psicología algo de esa tan ansiada popularidad. No obstante, Lloyd (2015) argumenta que esta no llegaría a su auge hasta después de la Segunda Guerra Mundial, cuando la alta prevalencia de bajas militares psiquiátricas motivó un incremento sustancial en el financiamiento de servicios de salud mental y llamó la atención a los beneficios de la psicología. Pronto, explica Mulvale (2016), los individuos que buscaban respuestas a los acontecimientos de la guerra, a la felicidad y a la autorrealización se volcaron a la joven disciplina que, en poco tiempo y con suma sutileza, se había introducido en la cultura mainstream.
Tras esta lograda aceptación, la incipiente disciplina se abrió paso en los centros educativos. Según De Vos (2016), esta primera incursión de la psicología fue a través de servicios para-escolares como la orientación vocacional y el acompañamiento psicológico, pero pronto sus avances en materia cognitiva le confirieron un rol directivo en la escolarización. Para Marina (2012), dicha intromisión se justificó en que, considerando que el aprendizaje también ocurre espontáneamente y de manera involuntaria, si el objetivo de la educación era reactuarlo de forma intencionada, dirigida y óptima, era necesario comprender los mecanismos biopsicosociales intrincados. Para inicios del siglo XX, no solo se había dado una auténtica invasión psicológica de la escuela, sino que esta había sido, para efectos prácticos, un éxito total.
Para Mayer (2001), el argumento que justificaba este sospechoso matrimonio era claro: la psicología obtendría problemas prácticos en los que verificar sus hipótesis y la educación, conocimiento teórico para nutrir su praxis. Efectivamente, las corrientes psicológicas predominantes de ese entonces brindaron numerosas aportaciones a la práctica educativa que los maestros, por su parte, acataron diligentemente. Para De Vos (2016), así fue como la terminología psi inundó la escuela, empezando por el plan de estudios y terminando en el contenido educativo mismo. Solé y Moyano (2017) señalan que, posterior a la colonización, los objetivos esperados del estudiante ya no referían al aprendizaje, sino a alcanzar una madurez del yo, un grado de autoestima u otro imperativo psicológico al cual se hacían constantes referencias.
La docencia incorporó a su vocabulario los muchos términos psicológicos que en ese entonces pululaban en la ciencia de la mente, aquellos concernientes a la personalidad, cognición, conducta, etc. El conocimiento psicológico era regularmente aplicado en clase y diferenciarlo del saber educativo se tornó imposible. Aquel límite espontáneo y difuso entre ambas disciplinas se había esfumado, pues el discurso psicológico había impregnado todo lo educativo. En su afán por enriquecer la escuela, la psicología había logrado secuestrarla o mejor dicho, psicologizarla. La educación había perdido su espacio de jurisdicción y lo que en un primer momento fue un leve acto de intrusión, era ahora una invasión a gran escala.
Es innegable que el conocimiento psicológico, al inicio, fue útil para potenciar el trabajo del docente, permitiendo un mayor entendimiento sobre los procesos cognitivos que operan en el aprendizaje y reanimando la investigación empírica en la educación; no obstante, el discurso psicológico no tardó en tornarse hegemónico y corroer aún más la frágil identidad profesional del educador. A este fenómeno se lo conocería como colonización psi, el comienzo de una larga historia de predominio del discurso psicológico en el ámbito educativo. Para efectos de esta ocupación, De Vos (2008) plantea que la escuela había sido rediseñada como un lugar no sólo de escolarización, sino de terapia, donde los maestros dejaron de lado la enseñanza para integrarse a una vasta red de detección de desórdenes. Para Solé y Moyano (2017), este es el factor desencadenante del abuso de clasificaciones diagnósticas en la escuela, una consecuencia catastrófica pero esperable en la escuela psicologizada.
Bajo la premisa piagetiana de que existe un desarrollo cognitivo-conductual natural y universal dependiente del avance evolutivo del individuo, la enseñanza pasa a un segundo plano. La responsabilidad de cualquier retraso o desviación en la línea de tiempo educativa recae ahora en el sujeto, quien triunfa o fracasa en alcanzar los logros previstos. En el caso del fracaso, este es entendido en términos clínicos como una alteración del funcionamiento o desarrollo normal del individuo, un trastorno. En vista de aquello, la investigación educativa abandonó presto las discusiones pedagógicas para concentrarse en las desviaciones que interfieren en el aprendizaje del individuo, menguando la agencia del maestro. Según De Vos (2016), este sería el principal motivo del súbito incremento en la prevalencia de enfermedades mentales en los entornos educativos, fenómeno al que le precedió la sobremedicalización en la infancia.
Así fue como, según Solé y Moyano (2017), los comportamientos inapropiados y que generan fricción en la dinámica escolar fueron agrupados en categorías etiológicas, estancas y superficiales, que rechazaban por completo la experiencia subjetiva. Para Rodríguez (2016) este desenlace no sorprendería a Canguilhem, quien veía en el psicólogo a un técnico de la normalización social cuyo objetivo es el ajuste de los sujetos a la realidad vigente, identificando salud con conformismo al orden establecido y enfermedad con oposición a este. Una vez entrometido en el entorno educativo la función del psicólogo se torna policiaca, pivotando entre los conceptos de adaptación y anormalidad bajo los que, desde su lógica utilitarista, el individuo que cumple con los objetivos curriculares es normal y el que no, anormal y su inadaptación es patológica.
Para Gracia (2018), la colonización psi es una consecuencia natural de la incapacidad de la educación para cementar su propia identidad, inseguridad que la ha llevado a repensar y cuestionar obsesivamente la validez de su saber. Esto la hace especialmente vulnerable a la invasión y ocupación de otras que, sobre dudosa garantía, prometen cientificidad y un marco de referencia robusto. Sobre esta óptica, la educación se observa a sí misma dependiente y necesitada de una disciplina-otra que le brinde sostén. Por otro lado, De Vos (2008, 2012, 2014, 2015, 2016) sostiene que la colonización psi es consecuencia del carácter invasivo propio de la psicología, hecho que sustenta en un complejo análisis sociológico de la irrupción psicológica en la cultura, la política y la sociedad. Tal posición es difícilmente novedosa, pues los críticos de las disciplinas psi, desde Husserl hasta Foucault, han advertido sobre la tendencia monopolizadora del discurso psicológico y su naturaleza expansiva e invasiva como ciencia. Sobre esto, Mulvale (2016) concluiría interrogándose si tras la irrupción de lo psi en la vida cotidiana se puede imaginar realísticamente una sociedad des-psicologizada.
El advenimiento de lo “neuro” y el sujeto cerebral
Por lo pronto, De Vos (2015) afirma que, al menos en la educación, el largo reinado de la psicología como soberano privilegiado ha sido discutiblemente superado. Durante los últimos años, el estudio interdisciplinar del sistema nervioso ha tenido un inmenso repunte gracias al descubrimiento de nuevas y mejores tecnologías de imagenología, desde la ahora clásica imagen por resonancia magnética funcional (mejor conocida como fMRI) hasta la novedosa imagenología con tensor de difusión (diffusion tensor imaging). No obstante, su innovadora parafernalia y su gran poder explicativo no basta para elucidar la preeminencia de las neurociencias en la sociedad contemporánea. Como aclaran Frazzetto y Anker (2009), esta se debe a que, al estudiar los factores subyacentes de nuestra individualidad, los avances en este campo no sólo destacan por su cientificidad sino por su resonancia a nivel personal, social y cultural. Como explican Ibáñez, Sedeño y García (2017), el poder explicativo de las neurociencias le posibilita una perspectiva neurobiológica en tópicos clásicamente monopolizados por la tradición filosófica y psicológica, como la consciencia, subjetividad e intersubjetividad. Por eso no es sorpresa que, pese a sus complejidades técnicas y teóricas, haya logrado captar con facilidad el interés común.
Esta fascinación no es exclusiva de la posmodernidad. Desde los griegos hasta los filósofos modernos, es notable el lugar privilegiado del cerebro en el imago social. Según Crivellato y Ribatti (2017), Alcmeón de Crotona fue el primero en sostener que el alma, entendida como consciencia, se situaba en el cerebro, inaugurando así la teoría encefalocéntrica que defenderían Hipón de Samos, Hipócrates de Cos y Platón. Posteriormente, Galeno agrupó las características propias del ser humano en el pneuma animal, cuya sede era el encéfalo. Descartes continuaría la tradición situando el alma en la glándula pineal y Bonnet, en un punto conjetural dentro del cerebro. El nacimiento y auge de la frenología, primera teoría que atribuye cualidades psicológicas a regiones neocorticales específicas, confirma el vívido interés por el estudio del cerebro en el siglo XIX. En la fecha actual, basta con leer a reconocidos autores como Shoemaker, Putnam, Churchland y Ferret que, siguiendo la tradición lockeana, hacen uso constante de experimentos mentales sobre el cerebro y la mente.
En la actualidad, el neurocentrismo ha traspasado los límites de la academia y se ha mezclado en la cultura, integrándose exitosamente en el tejido social. En palabras de Álvarez (2013), el paradigma de lo neuro, sostenido en la agencia autoritativa del discurso de la ciencia, ofrece la ilusión de “encontrar respuestas a lo más complejo de nuestra existencia (...) por qué somos lo que somos y el por qué hacemos lo que hacemos” (p. 155). Es decir, aquella fascinación histórica del ser humano por el alma, psique o mente se desplazó al sistema nervioso, deviniendo en un interés universal por las neurociencias y en el deseo tácito de que su estudio proporcione respuesta a las interrogantes existenciales del ser. Para Frazzetto y Anker (2009), esta es la neurocultura, la irrupción del saber neurocientífico en la vida diaria, las prácticas sociales y los discursos intelectuales que afecta la forma en la que el individuo se percibe a sí mismo, su cuerpo y a los demás.
Gazzaniga (2006) plantea que en este nuevo paradigma está implícita la noción de que el cerebro es aquello que sustenta, administra y genera el sentido de la identidad y, por lo tanto, es el representante corpóreo de la subjetividad. Como explican Purdy y Morrison (2009), los atributos psicológicos que en un primer momento estuvieron vinculados exclusivamente a la mente, la inmaterial res cogitans, eran ahora adscritos irreflexivamente al cerebro, resultando en una forma mutante de cartesianismo. En la neurocultura, el individuo es reducido a su cerebro y el cerebro es ensalzado como propiedad definitoria de este. Tal afirmación puede ser ejemplificada así: si A recibe el corazón de B, A tiene un nuevo corazón; pero si A recibe el cerebro de B, entonces B tiene un nuevo cuerpo. Si concedemos que el cerebro hace la mente y el dualismo cartesiano ha sido efectivamente superado, Rose y Abi-Rached (2013) preguntan: ¿los neurocientíficos son ingenieros del alma? Estas y otras preguntas surgen en la era del ser humano “cerebralizado”. Como Ehrenberg (2004) afirma, un ser contenido en un órgano que implica una nueva concepción subjetiva en sí.
En un primer intento por capturar conceptualmente este fenómeno, Changeux (1997) propuso a l’homme neuronal para destacar las bases materiales de la identidad yoica. Hagner (1997) postuló el homo cerebralis para explicar el devenir histórico del cerebro, desde su estatuto como recipiente del alma hasta ser el órgano-sujeto. Luego, Rose (2003) propuso el concepto de yo neuroquímico o neurochemical self, entendido como la noción de que la personalidad total puede ser resumida en términos de balance y desbalance económico de iones, enzimas y neurotransmisores. Por último, los conceptos mencionados convergerían en el sujeto cerebral, una nueva concepción trabajada por autores como Ehrenberg (2004), Ortega (2009), Battro, Fischer y Léna (2008) y Silva y Fernandez (2016). Como explican Ortega y Vidal (2006), este sería una figura antropológica que encarna la noción de que el ser y su personalidad son esencialmente reducibles a su sistema nervioso, considerando todos los efectos sociales y culturales que esto acarrea.
Vidal y Ortega (2017) afirman que esta mirada neurocéntrica de la subjetividad humana se encuentra en el corazón de algunos de los debates actuales de mayor importancia, desde la filosofía hasta la política. Ciertamente, el acaecimiento de las dimensiones neuro ha permeado en muchos ámbitos, incluso los más inverosímiles. Uno de ellos es el mercado, en el que ahora es común encontrar productos como música para la estimulación cerebral (Brain.fm), nootrópicos (HVMN), neurobebidas (Neuro), neuróbicos y videojuegos de entrenamiento cerebral (Dr. Kawashima’s Brain Training). Más aún, algunas prácticas que hasta hace poco eran del orden de la ficción han ganado popularidad con varios startups emprendiendo proyectos de preservación cerebral química con criogenización cerebral (Nectome), digitalización mental (Neuralink) y robotización humana (Humai).
Las neurociencias también lograron permear en otras áreas del conocimiento, dando inicio a nuevos campos transdisciplinares de conocimientos. Ellos permiten aplicar los flamantes desarrollos teóricos y las ventajas metodológicas de las neurociencias a su estudio, generando un inmenso valor en sí mismos, como la neuropsicología, neuroeconomía y neuroética. Sin embargo, estos no fueron los únicos epifenómenos de la irrupción de lo neuro en los saberes. Corredor y Cárdenas (2017) identificar otras iniciativas que surgieron con el fin de aprovechar la coyuntura de lo “neuro” para obtener credibilidad, deviniendo en nichos pseudocientíficos que poco o nada tienen que ver con la interdicción de la neurociencia y las disciplinas en cuestión, entre ellos la neurolingüística, el neuromarketing, la neuromúsica y neurojurisprudencia.
Neuroeducación: ¿combinación perfecta o mezcla inestable?
Estas múltiples apropiaciones de lo neuro, tanto en la cultura popular como en la academia, señalan la existencia de un fenómeno ulterior, la conexión entre neurociencias y el clima sociocultural e ideológico actual. Sobre esta línea de pensamiento, se puede deducir que la neuroeducación es otro epifenómeno más de la neurocultura, cuyo propósito particular es integrar las neurociencias en un nuevo dominio: la educación. En sus inicios, esta nueva área suscitó tanto interés como desconfianza. Un colectivo, afín a las expectativas de Battro, Fischer y Léna (2008), expresó su entusiasmo y optimismo con respecto a las posibles aplicaciones de estos nuevos conocimientos en el ámbito de la política educativa y el aula de clase. Algunos llegaron incluso a adjudicarse un papel de evangelistas, predicando las fabulosas promesas de esta naciente disciplina.
Un ejemplo concreto de ello es el artículo de Carew y Magsamen (2010), publicado por la prestigiosa revista Neuron, cuyo ambicioso título reza Neuroscience and Education: An Ideal Partnership for Producing Evidence-Based Solutions to Guide 21st Century Learning [Neurociencias y educación: una asociación ideal para producir soluciones basadas en evidencia para guiar el aprendizaje en el siglo XXI]. Como es evidente desde su epígrafe, el texto itera insistentemente en el incalculable potencial de la neuroeducación, cuyas únicas barreras, mencionadas en dos modestos párrafos, son la popularización de neuromitos, tema a tratar posteriormente, y la necesidad de mayor financiamiento. Atrapados en esta retórica, la neuroeducación parece ser el cénit del proyecto educativo y la respuesta científica a la eterna pregunta del cómo educar. Las neurociencias serían la plataforma a partir de la cual la educación habría de alcanzar su punto álgido de desarrollo.
Otro grupo se mostró escéptico en cuanto a los verdaderos alcances de la improbable oferta. Cigman y Davis (2009) declararon tajantemente que las neurociencias no podrían dar cuenta de la naturaleza del aprendizaje y lo que constituye el buen hacer humano. Otros, entre los que destacan Clark (2013) y Bowers (2016), argumentaron que aquellas seductoras promesas eran o muy generales para ser tomadas con seriedad o directamente falsas. En este grupo se encuentra Bruer (1997) quien en su icónico artículo Education and the Brain: A Bridge Too Far [Educación y el cerebro: un puente demasiado lejos] argumenta que la brecha entre educación y neurociencia podría ser, hasta ese momento, insalvable. Sin embargo, una década después de la publicación de dicho artículo es imposible ignorar el extenso marco teórico que se ha ido construyendo. Investigaciones como las de Ansari, De Smedt y Grabner (2012), Campbell y Pagé (2012), Nouri y Mehrmohammadi (2012), Zadina (2015) y Howard-Jones et al. (2016) justifican la relevancia y abogan por la validez del estudio transdisciplinar de las bases neurofisiológicas que sustentan las funciones cognitivas involucradas en los procesos de enseñanza-aprendizaje. Más aún, varias organizaciones, universidades e instituciones investigativas han realizado evidentes inversiones en el campo de la neuroeducación.
La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos inició el proyecto Brain and Learning para la investigación neuroeducativa. La UNESCO estableció una beca para investigaciones en neurociencias y educación. Varias universidades de renombre como la Universidad Colegio de Londres, Universidad de Bristol, Universidad de Columbia, Universidad de Harvard, y la Universidad Vanderbilt están ofertando posgrados en la materia. En Latinoamérica, universidades de Bolivia, Chile, Colombia, México y Paraguay se han sumado a la causa, ofreciendo diplomaturas profesionales. Además, artículos sobre neuroeducación han figurado en algunas de las revistas académicas de mayor impacto en el mundo, como la previamente mencionada Neuron (Carew y Magsamen, 2010), Scientific American (Stix, 2011) y Nature Reviews Neuroscience (Howard-Jones, 2014b). También han surgido publicaciones periódicas especializadas como Mind, Brain, and Education en el 2007, Trends in Neuroscience and Education y Neuroéducation en el 2012 y Educational Neuroscience en el 2016. Incluso se han formado asociaciones académicas en torno a la disciplina, entre ellas la International Mind, Brain and Education Society, la Neuroeducational Network, el Laboratorio de Neurociencias y Educación y el Centro Iberoamericano de Neurociencias, Educación y Desarrollo Humano.
Aunque el progreso de esta disciplina es irrebatible, aún hay graves dificultades que necesitan ser sorteadas. Como plantea Gracia (2018), la neuroeducación está sujeta a interrogarse compulsivamente por la relación interna que mantienen sus dos componentes esenciales: las neurociencias y la educación. Por eso, para Patten y Campbell (2011), sus dificultades más urgentes son establecer unas sólidas bases teóricas y filosóficas, encontrar modelos empíricos que permitan su investigación y determinar estándares éticos que guíen su desarrollo. La unión entre neurociencias y educación no puede ser convenientemente reducida a la aplicación del conocimiento de la primera sobre la praxis de la segunda, pues este razonamiento superficial ignora el sinnúmero de sutiles e importantes cambios que esta interacción evoca.
Empezando desde las bases, Samuels (2009) señala la existencia de una contradicción entre las perspectivas filosóficas predominantes en los constituyentes de la neuroeducación: el empirismo materialista que prima en las neurociencias y el constructivismo predominante en las ciencias educativas. En una mano, el empirismo materialista plantea que el conocimiento es perceptible, lo cual implica que es posible acceder a la realidad y obtener verdades objetivas. En la otra, el constructivismo de raíces relativistas rechaza esta noción objetando que la realidad es socialmente construida, imposibilitando la existencia de verdades universales. Este antagonismo ontológico entre ambas posturas descubre un primer escollo en el proyecto de la neuroeducación.
Esta grave diferencia es evidente en los estándares metodológicos de cada área. Por un lado, los neurocientíficos emplean técnicas propias de las ciencias naturales, procurando correlatos y causalidades a partir de mediciones neurofisiológicas en contextos experimentales donde existe manipulación de las variables. Por otra parte, como explica Flobakk (2016), en las ciencias educacionales se pretende abarcar lo complejo de las realidades sociales mediante la medición cualitativa, conformándose con la exploración y descripción de los fenómenos en sí mismos. La investigación educativa no pretende conocer ni mucho menos controlar todas las variables que intervienen en, por ejemplo, el aprendizaje dentro del aula escolar, pues tal presunción es inviable y requeriría transgredir los límites propios de sí misma. Crifaci, Cittá, Raso, Gentile y Allegra (2015) consideran que talvez por esto algunos educadores, cuya tradición investigativa acostumbra a estudiar ambientes naturales y ricos en los cuales influyen una miríada de factores, perciben con escepticismo los experimentos neurocientíficos, artificiales y estériles.
Horvath y Donoghue (2016) plantean un argumento similar a partir del concepto de niveles de organización. Tomando como ejemplo la biología, se entiende que los tejidos están compuesto por células, los órganos están hechos de tejidos, los individuos están constituidos por órganos y así sucesivamente. Esta transición, mejor definida como integración desde Bleger (1983), implica un desarrollo polietápico de progresivo perfeccionamiento y complejización en el que cada estado de organización coincide con la aparición de nuevas propiedades que no son exhibidas ni predecibles en el nivel anterior. Las propiedades de las células no son asimilables a aquellas de los tejidos, órganos o individuos, por lo tanto, es necesario que se estudien desde diferentes ramas como la citología, la histología, etc. Así se explicaría, desde los niveles de organización, el surgimiento de diferentes áreas científicas o especializaciones que estudian un mismo fenómeno desde distintos paradigmas.
Como explica Horvath y Donoghue (2016), cada una de estas disciplinas presupone el empleo de un conjunto único compuesto de preguntas de investigación, terminología y herramientas, incompatible con niveles anteriores o posteriores. En otras palabras, aunque cada disciplina estudie diferentes aspectos de un mismo fenómeno, parten de premisas radicalmente distintas que dificultan, si no imposibilitan, el intercambio. Esto lo explica Castorina (2016) al plantear que cada disciplina se define por sus objetos de estudio, por tanto, su marco de referencia es adecuado para la investigación de unos fenómenos particulares, pero no de otros. Así, las neurociencias se ocuparían de los fenómenos neurológicos, mientras la educación trataría de los procesos de enseñanza-aprendizaje y aunque haya coincidencias entre ellas, no es posible pasar injustificadamente de una categoría de fenómenos a otra. Por ende, aunque educación y neurociencias coincidan en un mismo objeto, este será abordado desde distintos niveles de integración, suponiendo una dificultad cooperativa.
Si bien es cierto, educación y neurociencias no comparten un mismo objetivo; no obstante, en palabras de Battro, Fischer y Léna (2008), el aunamiento de esfuerzos entre ambas disciplinas, con el fin de dilucidar las complejas relaciones biopsicosociales del aprendizaje, constituye el llamado proyecto de la neuroeducación. Tomando en cuenta los innegables progresos de la disciplina hasta la fecha, se debe conceder que entre neurociencias y educación hay una asociación, sino del todo correcta, al menos eficaz. No obstante, la eficiencia de tal relación sigue en entredicho. La capacidad de ambas disciplinas para colaborar mutuamente no ha sido corroborada en la práctica e incluso, como postula Zadina (2015), existe evidencia en contra. El proyecto neuroeducativo requiere, en primera instancia, abrir canales de comunicación efectivos entre neurocientíficos y educadores, pero la distancia entre ambas disciplinas presenta un problema. Una comunicación deficiente puede generar malentendidos que, en esa área gris entre neurociencias y educación, se les da el nombre de neuromitos.
Los neuromitos son suposiciones erróneas sobre el funcionamiento cerebral basadas en la malinterpretación o exageración de resultados de investigación neurocientífica (Ansari, De Smedt y Grabner, 2012; Ferrero, Garaizar y Vadillo, 2016). Aunque muchas investigaciones se han centrado en denunciar su alta prevalencia entre educadores, otras como las de MacDonald, Germine, Anderson, Christodoulou y McGrath (2017) y Papadatou-Pastou, Haliou y Vlachos (2017) han demostrado que los neuromitos no son exclusivos de dicho colectivo. En el ámbito de la política pública existen ejemplos de medidas tomadas en base a simplificaciones de presupuestos neurocientíficos, tal como señalan Purdy y Morrison (2009) y Lowe, Lee y Macvarish (2015). Así también, hay evidencia de que los neuromitos son comunes en la población general. Pallarés-Domínguez, (2016) destaca como algunos de los más frecuentes los siguientes: un hemisferio cerebral predomina sobre otro, solo se utiliza el 10% de la capacidad cerebral, la existencia de estilos preferentes de aprendizaje y la música clásica durante la vida intrauterina estimula el desarrollo cerebral, entre otros.
Según Bruer (1997), uno de los primeros en advertir sobre el acaecimiento de los neuromitos, el desarrollo de la neuroeducación pende de la habilidad de educadores y neurocientíficos para entablar un puente entre ellos; no obstante, concluye que existe una brecha insalvable entre ambas disciplinas y que es necesario un tercer elemento intercesor, la psicología cognitiva. En lo posterior, autores como Tokuhama-Espinosa (2013) se ceñirían a la ahora celebérrima metáfora del puente de la neuroeducación. Algunos acordarían que es imprescindible que la psicología actúe como intermediario entre las dos disciplinas esenciales. Otros como Codina (2014) consideran que esta por sí sola sería insuficiente, por lo tanto, sería necesaria la integración de más elementos intermediarios, como la filosofía o la ética, para suplir aquella función. Im, Cho, Dubinsky y Varma (2018) propusieron un modelo novedoso que adopte tanto la psicología cognitiva como la psicología educativa.
Aunque estas han sido las propuestas más populares, no han sido las únicas. Crifaci, Cittá, Raso, Gentile y Allegra (2015) sugirieron la adopción de un sistema de pensamiento alternativo que permita la colaboración entre ambas disciplinas, la cognición corpórea (o embodied cognition). Este modelo de mente sostiene que la cognición emerge de la coacción de los procesos cognitivos, motores y perceptivos. Como explican Lalancette y Campbell (2012), si se considerase la mente y el cerebro como diferentes elementos de una misma unidad, la mente-cerebro, se evita caer en una lógica mentalista o materialista de la experiencia subjetiva. Otra propuesta novedosa es la de Gerdes, Tegeler y Lee (2015), quienes recomiendan un cambio de perspectiva hacia una neuroeducación alostática, sugiriendo una revisión constructivista de la óptica neurocientífica a la luz del novedoso concepto biológico de alostasis. Este, en contraposición a la homeostasis, plantea una posibilidad de permanecer estable al ser variable. Aunque aún es temprano para evaluar la acogida de estas últimas propuestas, son alternativas innovadoras que se deben tomar en cuenta.
En última instancia, como explican Horvath y Donoghue (2016), el consenso tiende a la adopción de al menos un mediador, la psicología, concluyendo que la traducción directa entre neurociencias y educación es una quimera. Algunos como Andrade (2006) ya habrían atisbado esta cualidad de intercesor de la psicología en otras ramas como la pedagogía o la filosofía de la educación. Aunque la discrepancia entre niveles explicativos y la proliferación de neuromitos han evidenciado la necesidad de al menos un intermediario entre educación y neurociencias, no queda claramente explicitada su función ni cómo se concibe su integración en el proyecto neuroeducativo. Por una parte está la analogía del puente brueriano que, más que una explicación, es una metáfora intuitiva y atractiva. Por otra está el argumento de la mediatización o traducción que, aunque más desarrollado, implica tácitamente que el conocimiento neurocientífico, como materia cruda, debe ser procesado a través de la psicología previo a ser aprovechado por parte de los educadores. Ya en aras de la formalización de esta nueva disciplina, es imperativo pensar, sino repensar, de que forma deberán interactuar los elementos asociados más allá de la materialidad de los hechos.
a metáfora del puente y el argumento de traducción son insostenibles porque se basan en un modelo lineal de interacciones sencillas, poco realista y limitativo. Estos responden perfectamente al tratamiento que en la literatura se ha dado a la neuroeducación. Desde sus inicios, la neuroeducación ha sido vista como una mezcla, esto es una sustancia formada a partir de dos o más componentes unidos, pero no efectivamente combinados. En otras palabras, se entiende que sus elementos no han reaccionado entre sí, por lo que conservan su identidad y propiedades individuales. Esta mirada relega a la neuroeducación al campo de las subdisciplinas, sin opción a desarrollarse independientemente o por fuera de los límites de sus constitutivos. Si este fuera el caso, bastaría con justificar teóricamente una alianza estratégica entre ambas ciencias, sin ahondar en la intrincada relación entre ellas. Concedido que no es así, una transliteración del sistema coloidal de la química puede ser útil para conjeturar una alternativa.
Si algo deja en claro la bibliografía es que los dos componentes primarios de la neuroeducación son inmiscibles, en tanto son incapaces de integrarse de forma homogénea debido a sus discrepancias. Por ello es necesario desechar la idea de una combinación perfecta y abrazar la alternativa posible. En química, la adición de un tercer agente en función emulsificante es posible dispersar un componente en otro, logrando integrar dos sustancias inmiscibles. Bajo este ejemplo, la neuroeducación sería una unión más o menos estable entre neurociencias y educación, utilizando la psicología no como un añadido, sino como un agente emulsificador que habilita la incorporación. La neuroeducación no es un proceso lineal de transmisión ni traducción, sino que, así como en la práctica y en los sistema coloidal, sus elementos se inmiscuyen íntimamente disipando las divisiones reales o imaginarias entre ambos. De este modo, se puede escapar de las visiones simplistas de la neuroeducación y concebir una interacción más realista entre sus componentes.
Así la inquisición de De Vos (2016) sobre el dónde de la educación puede reformularse en sentido de cuánta educación en la neuroeducación. Al igual que la primera pregunta se interrogaba por la presencia o ausencia y no la ubicación precisa de la educación, la reformulación de la pregunta sobre el cuánto no ambiciona una respuesta cuantitativa sino relativa. Si la neuroeducación es la agregación medianamente consolidada de educación y neurociencias, debe haber una proporción. Volviendo al ejemplo anterior, el proceso de emulsión se resume como la disolución de un constituyente en otro debido a la acción emulsificante; sin embargo, la naturaleza de la sustancia resultante cambia no sólo debido a la proporcionalidad de los componentes, sino también a la afinidad de cada uno con el emulsificante. Bajo la misma regla, la neuroeducación no sólo se actualiza en función de la proporción relativa de educación y neurociencias, sino también según la afinidad de cada una con la psicología.
Lograda la unión, aún queda un último dilema por resolver. La educación contiene dos aspectos, uno descriptivo y otro normativo, que deberá asumir la neuroeducación. El primero, fácil de convenir, se concentra en estudiar los contextos de enseñanza y las experiencias de aprendizaje de los estudiantes con el fin de entender a profundidad el proceso educativo; no obstante, el segundo aspecto, aquel que busca establecer principios y procedimientos que guíen los objetivos de la educación determinando un ideal, es infinitamente más problemática. Para Nouri (2016), el quid de la cuestión radica en que el aspecto normativo limita al descriptivo, pues la ideología dominante determina que tipo de aprendizaje es considerado educativo o no, distinguiéndolo del mero entrenamiento, la propaganda o la adoctrinación. Por lo tanto, como afirma Koetting y Malisa (2004), toda acción educativa obliga una decisión de preferencia a priori por ciertos valores y fines humanos por sobre otros, lo cual no solo direcciona su práctica sino que la define en sí misma. Nieves (2017) y Collado (2017), en sus respectivos trabajos, tratarían indirectamente sobre esta temática desde diferentes abordajes.
Así como la educación no puede ser una empresa moralmente neutra, la neuroeducación tampoco, en tanto asume la tarea de la primera. Sin embargo, considerar que todas las propiedades que se adscriben a la educación son heredadas directamente por la neuroeducación resulta, en el mejor de los casos, en una incongruencia teórica. Por lo tanto, se asume que el componente axiológico de la educación es intrínseco en su materia, mientras que en la neuroeducación no lo es y esta última debe justificar tal potestad para sí. Tal empeño se ve realizado bajo el término neuroética que, según Lalancette y Campbell (2012), pese a ser acuñado por primera vez para referir a la bioética aplicada al cerebro, hoy en día se ocupa de cuestiones íntimas de nuestro entendimiento de lo que nos hace humanos y expone preconcepciones profundamente arraigadas sobre la relación mente y cerebro. Más aún, debe demostrar que la neuroeducación, bajo las condiciones que se han expuesto previamente, puede ser confiada con la trascendental de normar la transmisión de cultura.
Según Clark (2013), Hume ya había planteado la imposibilidad de derivar una conclusión prescriptiva de un cuerpo de declaraciones descriptivas pues haría falta una o más premisas normativas. La neuroeducación pasa frecuentemente del ser al deber-ser sin admitir la inadmisibilidad lógica de aquello o sin reconocer la introducción arbitraria de un componente normativo. Entendido que las neurociencias, por la naturaleza formal de su disciplina, no conllevan aspectos normativos, entonces estos últimos deben ser de la educación, la psicología o, en su defecto, la educación psicologizada. Si la neuroeducación, en efecto, se rige por por la ética de la educación, esta última debe adaptarse para contemplar al nuevo proyecto. Por último, se mantienen en pie dos hipótesis: o la neuroeducación asume premisas normativas de la psicología o las asume de una educación a priori psicologizada.
Para los críticos de los saberes psi, entre ellos Mulvale (2016), las tendencias individualistas de la psicología y su singular capacidad para producir sujetos acomodados a las exigencias de un sistema, haciendo uso de la credibilidad de la que goza la ciencia, la convierten en un aparato ideológico formidable y a los psicólogos, en arquitectos de la preservación del statu quo. Por tanto, para Rodríguez (2016), la psicología más que una ciencia o disciplina científica, es “una técnica provista de un discurso que justifica sus rendimientos al servicio de la sociedad” (p. 106). En tanto asociada de una manera u otra a la educación y tomando parte en el proceso de transmisión de cultura, no solo su alcance crece exponencialmente, sino también su posibilidad de irruir en las industrias culturales.
Paradójicamente, las preocupaciones centrales del proyecto neuroeducativo no parecen girar en torno a la educación ni a las neurociencias, sino más bien a aquel terciador tras bambalinas. La neuroeducación se presentó como la panacea del ámbito educativo, prometiendo romper con la predominancia hegemónica del discurso psicológico en la educación y ratificar la cientificidad de la investigación educativa. Mediante esta nueva disciplina, se esperaba que la educación trascendiese los límites teóricos impugnados por la psicología y pueda des-psicologizar la escuela. No obstante, el consenso en torno a la nueva disciplina no solo rescata el papel crucial de la psicología en la neuroeducación, sino que lo destaca como único adherente capaz de posibilitar la interdicción de los demás componentes. Con base en lo expuesto, el cometido neuroeducativo tambalea y sus promesas parecen transformarse en amenazas. Lo que es todavía más preocupante es que la psicología, como plantea De Vos (2015), es un elemento más que problemático.
De la psicologización a la neurologización: el renacer de la crítica psi
Según Purdy y Morrison (2009), Wittgenstein afirma que toda iniciativa de mapear la naturaleza exacta del aparato mental está condenada a fallar ya que pretende aprehender un proceso ulterior supuestamente escondido detrás de manifestaciones visibles, pero en el mejor de los casos, solo encuentra concomitantes del rasgo buscado. Un ejemplo que cita Castorina (2016) es que en las neurociencias cognitivas se tiende a confundir conexiones psicológicas con conexiones neurofisiológicas o, mejor dicho, actividad mental con actividad cerebral. Las técnicas de imagenología cerebral constituyen la garantía de objetividad de la investigación neurocientífica. En un caso estándar, afirma Clark (2013), se pide a los participantes que realicen ciertas tareas cognitivas, como leer o escribir, y se registra la actividad neuronal asociada. Sin embargo, Álvarez (2013) reconoce que la data, recogida y resumida en factores numéricos, refiere a una variable física; sin embargo, por muy precisa que esta sea, sigue siendo insignificante hasta que se añade un marco teórico que le dé sentido. De Vos (2016, p. 9) pregunta “¿qué es un marcador de la actividad cerebral? ¿Qué es una actividad significativa? ¿Cómo se definen las áreas del cerebro y sus límites?”.
En palabras de Smeyers (2016), todo lo que es observable son los correlatos neuronales de la actividad mental, no la actividad mental en sí misma. De Vos (2015) concuerda en que las neurociencias pueden mostrar imágenes mudas de reacciones químicas y eléctricas en el cerebro, pero por mucho que se tenga por medir, contar y registrar, no hay nada por saber. Aquello registrado es un conjunto de puntos que solo tienen sentido cuando se aparean con constructos psicológicos, tales como la autoestima, depresión o ansiedad. No obstante, estas categorías no son neutrales, pues contienen presuposiciones normativas condicionadas por configuraciones sociohistóricas particulares. Más aún, su veracidad o, mejor dicho, su aceptación generalizada por parte de la comunidad psicológica depende de su adherencia al marco de referencia predominante de la época. Incluso los constructos teóricos más estudiados y populares han sufrido graves transformaciones conceptuales.
Por ejemplo, hasta finales del siglo pasado, los psicólogos experimentales consideraban que los procesos sensoriales simples constituían la esencia de la inteligencia y los medían haciendo uso de una colección de instrumentos de bronce, como explica Gregory (2012). Con el advenimiento de la psicometría, la inteligencia pasó a ser un conjunto unitario que agrupa distintas capacidades como el juicio, la comprensión y el razonamiento. Cada modelo o teoría de la mente, desde la computacional hasta la conexionista, abogaba por su propia definición de inteligencia y a su vez, por su propia metodología preferida. Por último, se desarrollarían innumerables teorías entre las que destacan la bifactorial, multifactorial, triárquica y gardneriana. Si algo prueba este breve tránsito por la historia de la inteligencia es que la disensión es una constante en la comunidad psicológica. Arribar a una definición consensual, con este o cualquier otro constructo psicológico, no es tarea fácil e incluso si se lograse tal nivel de aquiescencia, solo sería temporal y no absoluto.
El psicólogo contemporáneo presupone que utilizando evaluaciones psicométricas es posible cuantificar fiablemente casi cualquier característica psicológica de un individuo. Este rasgo subyacente, que aparentemente existe sin mediación en la naturaleza, es reificado haciendo un uso excesivo e indiscriminado de técnicas estadísticas como si aquellas fueran evidencia fehaciente. De la misma forma, el neurocientífico parte de la premisa de que sus observaciones, extraídas con sofisticados instrumentos de imagenología cerebral, son fieles corresponsales de cierta característica psicológica definitoria, obviando el hecho de que los primeros son indicadores fisiológicos y los segundos, constructos hipotéticos. La realidad subjetiva del individuo es reducida a un conjunto de mediciones arbitrarias cuya relación con el rasgo a estudiar es temporal y, además, convencional. Las neurociencias cognitivas solo pueden ofrecer conocimiento sobre los concomitantes neuronales del pensamiento, pero no del pensamiento en sí. Autores desde Purdy y Morrison (2009) hasta Lowe, Lee y Macvarish (2015) concuerdan en aquello. De Vos (2016) resume afirmando que es la investigación neurocientífica la que no puede desembarazarse de su herencia psicológica, pues trabaja con base en conceptos ajenos y es estructuralmente incapaz de desligarse del paradigma psi.
Una vez establecida la profunda relación entre psicología y neurociencias, la irrupción de lo neuro en la cultura deja de parecer un fenómeno extraño para la historia. El neurocentrismo, la neurocultura, la neuromanía y la neurofilia, todos términos que hacen referencia a una fascinación, obsesión, exaltación y propagación de lo neuro tienen sus paralelas en la crítica psi pasada y contemporánea. El concepto de psicologismo, como lo planteó Mulvale (2016), ya señalaba grosso modo la tendencia del discurso y práctica psicológica de extenderse fuera de los límites de la academia para permear otras áreas de estudio y la cotidianidad en sí misma. La psicologización, en cambio refería al proceso en el que las teorías psicológicas se tornan centrales en nuestras nuevas tentativas por entendernos a nosotros mismos, a los otros y al mundo, resultando en un cambio fundamental de la subjetividad moderna, como explica De Vos (2015). Así como las mutaciones teóricas, tecnológicas, económicas y biopolíticas en décadas pasadas permitieron que la psicología escape los límites del laboratorio e impregne el mundo exterior, Rose y Abi-Rached (2013) afirman que la coyuntura actual ha abierto sus puertas a la neuroinvasión.
Por una parte, se podría argumentar que el comportamiento invasivo de lo neuro es análogo al de lo psi. Alternativamente, es posible repensar lo neuro no como un estadio independiente, sino como una evolución o extensión del discurso psi. Siguiendo a Mulvale (2016), la psicología es la ciencia predilecta para aprehender todo lo que el materialismo científico no puede: lo humano, el significado, la moral y el espíritu; pero al abarcar todo lo inherentemente humano, también se torna un prisma para experimentar la vida. En la actualidad, afirma De Vos (2008), la psicología es tan prevalente que opera en la invisibilidad, aseverándose a sí misma como una realidad directa y pura de la cual no parece haber escape: el hombre posmoderno es el homo psychologicus viviendo en un habitat a priori psicologizada, este habitat es la ideología, como la definió Althusser (1988), una representación imperceptible de la relación imaginaria de los individuos con sus condiciones reales de existencia que por su condición transhistórica puede variar de contenido, según las formaciones sociohistóricas particulares de una época, pero cuya función permanece inalterable.
El tratamiento de la psicología no como ciencia o técnica, sino como ideología, abre la posibilidad de comprender su transmudación histórica. Según Rodríguez (2016), Canguilhem ya había planteado que la psicología entendida como una ciencia natural eventualmente desembocaría en una psicología de las bases neurofisiológicas. Esta predicción iría de la mano con la de Cassirer, quien en 1927 afirmó que el psicologismo no había sido vencido y que, aunque diferente en forma y justificación, podría reaparecer bajo nuevas apariencias, según investigaciones de Mulvale (2016). Por último, cuando Husserl se refirió a la psicología como una calamidad permanente, Rodríguez (2016) hipotetiza que pudo haber estado atendiendo a su naturaleza transhistórica. Presentado el caso, no sería precipitado argumentar que las neurociencias son, de hecho, una nueva y reconfigurada expresión de los saberes psicológicos, adaptada a la sociedad contemporánea en su condición de posmoderna, cientificista e infatuada por las seductoras promesas del tecnocapitalismo.
En este caso, la neuroeducación no es una alternativa a la colonización psi sino una vuelta hacia él, un retorno al discurso psicológico que ha dominado históricamente la educación. Esta denuncia se encuentra sucintamente expresada en el ingenioso título del artículo de De Vos (2015): Deneurologizing Education? From Psychologisation to Neurologisation and Back [¿Deneurologizando la educación? De la psicologización a la neurologización y de vuelta]. Por lo tanto, el psicologismo y la psicologización serían más que meros antecedentes conceptuales del neurologismo y neurologización, sino que serían sus predecesores genealógicos directos. La implementación de los saberes neurocientíficos en las reformas curriculares escolares no sería una sustitución de un discurso por otro, sino una actualización. Más aún, la introducción de estrategias de enseñanza neuroeducativas en las aulas de clase no vendrían a empoderar al educador, sino a reenactar aquella primera invasión psi de la escuela. La pregunta fundamental que se plantea De Vos (2015) es: ¿qué cambia en la educación cuando el discurso psicológico predominante es sustituido por el neurocientífico? La respuesta aquí propuesta es que lo psi no ha sido ni va a ser sustituido por lo neuro, pues el último no es más que una extensión fenoménica del primero. La fachada biologicista, ultrapositiva y neurológica que acompaña el proyecto neuroeducativo no es más que eso, un frágil semblante. Más allá de lo formal, el discurso psi se mantiene tan vigente, vigoroso y hegemónico como nunca.
La etapa de colonización transcurrió sin oponencia de la educación que, por omisión, ha aceptado la dominancia psi de su espacio epistemológico. Así se conceda el alegato de Gracia (2018), sobre la dependencia de la educación, o el de De Vos (2016), sobre la pervasividad de la psicología, los efectos de la psico-neuro-logización en la escuela ya son evidentes y hay motivos para pensar que podrían engravecer. Por ejemplo, si como Solé y Moyano (2017) afirmamos que el modelo de conocimiento académico e investigativo de la psicología ya estaba provocando una “asfixia del pensamiento” en el ámbito educativo, marginando “cualquier experiencia singular y práctica de pensamiento que no se circunscriban a la investigación de laboratorio o a los excesos de la evaluación estadística” (p. 102), entonces el paradigma neurocientífico causará una hipoxia. La investigación neurocientífica, por su obsesión cuantitativista, no puede distinguir entre elementos cualitativamente disímiles ni tampoco admitir variables que no operen, en el sentido numérico, sobre un quantum del aprendizaje, reduciendo así la intrincada interrelación de factores escolares a unas pocas mediciones ineficaces.
Para Mulvale (2016), la intromisión de lo neuro también afectaría las líneas de investigación educativa, trayendo la posibilidad de que los temas se distancien de su naturaleza social para responder directamente a aquellas cuestiones que más relevantes al poder institucionalizado. De Vos (2015) va más allá y se pregunta si la neuroeducación no será el instrumento que por fin consiga mercantilizar la escuela. Sobre esto, ya ha habido, si no ejemplos concretos, varias advertencias que iteran sobre posibles y existentes intervenciones neuroeducativas fraudulentas comercializadas directamente a educadores, como las que presentan Howard-Jones (2014b) y Jorgensson (2003). En la misma línea, varios críticos han denunciado la ya existente sobremedicalización de los problemas escolares, pero Rose y Abi-Rached (2013) conjeturan que, bajo el paradigma de la neuroeducación, la industria farmacéutica puede redoblar su influencia en el sistema diagnóstico de los trastornos de aprendizaje y promover, aún más, el uso de neurofármacos como primera línea de intervención para problemas conductuales. Estas posibles amenaza no son novedosas, pues estaban presentes antes de la llegada de lo neuro y esto último solo las engravece. Así que, frente a la permanencia de lo psi y la inminencia de lo neuro, la pregunta, antes fundamental y ahora urgente, es: ¿qué debe cambiar en la educación con vistas a la neuroeducación?
Para Solé y Moyano (2017), la expansión generalizada de la psicología y las neurociencias están, en última instancia, “vaciando la escuela y otros contextos educativos de su función pedagógica, esto es, el ejercicio de su responsabilidad en la cadena generacional y la construcción de la filiación social” (p. 102). Por ello, es clave rescatar a Hurtado y Giraldo (1992), quienes afirmaban que es menester del educador asumir una identidad profesional y generar un saber propio, legitimado en su experiencia y práctica, que le permita superar la dependencia intelectual hacia otras áreas y el anquilosamiento de la propia disciplina. Sin embargo, la educación no es sola responsabilidad del maestro, sino también de todo aquel que haga de la educación una ciencia: neurocientíficos, psicólogos, neuroeducadores y especialmente, filósofos de la educación. Debido a su condición singular, la tarea de estos últimos es abrir un espacio fuera de las ideologías desde el cual puedan ser criticadas, por lo tanto, deben contribuir al imperioso debate sobre los problemas filosóficas que son generalmente ignorados por aquellos que no están críticamente comprometidos a este campo. En este último campo, ya es posible ver el trabajo de Clark (2013), De Vos (2015) y Mulvale (2016).
Contrario a la propuesta de Solé y Moyano (2017), este artículo no aboga por un “retorno de la función educativa para hacer frente a ese discurso y (...) establecer un nuevo contrato pedagógico capaz de superar el psicologismo” (p. 102). Para Hurtado y Giraldo (1992), la reivindicación de las ciencias educativas no puede hacerse ignorando las valiosas aportaciones de las otras disciplinas, sino posibilitando su interdicción y haciéndose un lugar para sí misma. Aunque la interrogante, en algún momento, fue si la neuroeducación puede funcionar de manera estable bajo todas las contingencias que componen su situación, la respuesta en la actualidad es clara y contundente: la neuroeducación llegó para quedarse. Pese a todas las críticas, su influencia en el entorno educativo, la política pública y la sociedad en general sigue creciendo exponencialmente. Una vez que se revincule el aprendizaje con la cultura, se reconquisten los espacios educativos y los maestros sean ideológicamente conscientes de su agencia en el futuro de la escuela, entonces la educación podrá reconocerse a sí misma como un saber autónomo y eminentemente integrador donde confluyen interdidácticamente diversas disciplinas, sin dejarse diluir por estas y sin perjuicio de su propia independencia.
Conclusión
Con base en los argumentos previamente discutidos, se puede concluir que: la neuroeducación ya es un hecho incontrovertible y no una posibilidad contingente; esta no implica la superación del discurso psicológico, sino su ratificación, ya sea como agente estructural que habilita la cohesión o como herencia irrenunciable de la educación y las neurociencias; y que no basta con reconocer sus varios logros, sino que hay que asumir prudentemente su perentoriedad. A este punto, toda iniciativa que persiga parar o si quiera refrenar el persistente avance de la neuroeducación está sentenciada al fracaso. Este es efecto de una compleja trama de motivaciones sociohistóricas que, como un sistema de engranajes, solo obedece su propia marcha. El análisis de aquellos motivadores, que datan de mucho antes de la colonización psi y ameritan un profundo estudio transdisciplinar, puede dar sentido a las transformaciones presentes y atisbar tímidamente posibles escenarios a futuro.
Por lo tanto, es preciso redirigir los esfuerzos de la oponencia infructuosa al análisis reflexivo, lo que en suma será beneficioso para todas las áreas involucradas. Esto requiere, por supuesto, cambios sustanciales en la manera como se ha venido abordando la temática. En primera instancia, se debe partir enseguida con el excesivo profetismo en cuanto al potencial de la neuroeducación, empezando con las demasiado ambiciosas y prematuras promesas que giran alrededor proyecto. La mayoría de estas, como ya menciona la literatura, son o tan generales que rozan con lo propagandístico o infundadas, por lo que podrían ser incluso falsas. Después, urge abandonar los modelos simplistas, como el de la metáfora del puente y la estructura de mediación-traducción, por unos más realistas que favorezcan una óptica sensata, holística y orgánica. Por último, todo plan de educar en el que no este presente la educación es, en el mejor de los casos, un desengaño y en el peor, un peligro.
El proyecto de la neuroeducación no debe, aunque pudiese, continuar hasta que los educadores no estén en la vanguardia, encauzando el desarrollo de la incipiente disciplina. Esto amerita, además de una sólida identidad como practicantes de tan histórica y trascendental disciplina, un sentido de pertenencia de los propios saberes y de la propia praxis. Por lógica, este paso previo es el único que posibilita la agenciación del educador en el futuro de la educación, empoderándose de su rumbo. En última instancia, está en el educador hacerse un lugar propio frente a la ideología contemporánea que lo amenace, pese a la paradoja que implica buscar un espacio en aquello que por concepto es ubicuo. Es en este momento, cuando los esfuerzos parecen vanos frente a la inevitabilidad del porvenir, que la tarea de criticar haciendo uso de las herramientas filosóficas se convierte en el modo por antonomasia de resistencia.