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Collado Ruano, Javier (2018). El paradigma de la cosmodernidad: reflexiones filosóficas sobre ciencia y religión. Sophia: Colección de Filosofía de la Educación, 24(1), pp. 53-85.
Introducción
Mientras que el arte y la espiritualidad ocuparon un rol importante en las sociedades arcaicas y prehistóricas, la emergencia de la ciencia moderna en el siglo XVII la convirtió en una modalidad de organización epistémica que ha cambiado el curso de la humanidad en la Tierra durante los últimos siglos. Desde un punto de vista antropológico, la ciencia y la religión son construcciones culturales históricas que se desarrollaron mediante interpretaciones de la realidad terrenal y cósmica, creando y conformando multitud de cuadros epistémicos paradigmáticos. En este contexto, la ciencia moderna fue separada de las dimensiones espirituales y religiosas, con el fin de estudiar “objetivamente” la estructura ontológica de la realidad. Pero esta situación también dio lugar a otras corrientes filosóficas que, como el sincretismo religioso, buscaron conciliar diferentes tradiciones culturales. A su vez, el panteísmo se constituyó como una doctrina filosófica que concebía las leyes del universo y de la naturaleza como como un equivalente teológico a la figura de “Dios” en las diferentes religiones. Como es lógico, los imaginarios colectivos de culturas y civilizaciones se han nutrido de estos paradigmas epistemológicos que se han construido a lo largo de la historia humana (Collado, 2016a).
Por esta razón, el presente artículo realiza un acercamiento fenomenológico a la relación que existe entre la ciencia y la religión. Al comparar estas construcciones epistémicas desde un pensamiento binario, dicotómico y excluyente, la ciencia y la religión aparecen enfrentadas por sus contradicciones lógicas: conocimiento exterior vs. conocimiento interior, objetividad vs. subjetividad, razón vs. fe, materialidad vs. idealismo, método vs. revelación, etc. Por el contrario, cuando se observa nuestra realidad desde un pensamiento complejo e integrador que busca cooperar, asociar y complementar (Yanes, 2016), se percibe que ambos paradigmas epistémicos estudian e interpretan la estructura ontológica de la realidad en la que se encuentran circunscritos los individuos, es decir, la naturaleza y el cosmos. En este sentido, el filósofo de la naturaleza Luciano Espinosa declara:
De entrada, la más elemental enseñanza de la historia moderna afirma que la naturaleza no puede ser ya una instancia normativa, casi sagrada, ligada además a una razón apodíctica y monolítica que la conoce; pero la actual crisis de civilización también muestra que no debe ser reducida a mero objeto de explotación o de pura re-creación tecnológica, en función de los diversos estadios de la voluntad de poder y de su razón instrumental. Laicismo y autonomía personal, reflexión crítica sobre los límites teóricos y prácticos, sentido de la complejidad, conciencia ecológica efectiva, autocontención y responsabilidad... son algunos de los muchos elementos que respaldan este sencillo punto de partida y que ahora hay que dar por supuestos. La posición más coherente frente a esos dos polos recién rechazados (la esquizofrenia entre la subordinación y el dominio respecto a la naturaleza) es considerarla el hogar común y el soporte básico de la vida, aunque hasta ahora la sociedad no sea consecuente con un principio geobiológico tan claro en la versión profunda del término (Espinosa, 2013, p. 11).
Esta visión constata la interdependencia global de los ecosistemas mediante una autorregulación evolutiva de alcance planetario. Por este motivo, defiendo que la naturaleza y el cosmos constituyen el meta-punto de encuentro entre los diversos saberes científicos y religiosos (Collado, 2016b). Al abordar la complejidad de los fenómenos de nuestra realidad ontológica, se logra comprender que la ciencia y la religión se complementan en diferentes planos lógicos y perceptivos. En armonía con la comprensión del universo y de la naturaleza que desarrollaron Baruch Spinoza (1985) y Albert Einstein (2011), el astrofísico Hubert Reeves (1988) aduce que la existencia de Dios se manifiesta a través de las leyes físicas. Por esta razón, todo parece indicar que el ser humano es la especie más insana de los todos los millones de especies que existen, ya que adora a un Dios invisible y asesina a la naturaleza visible… sin percibir que la Naturaleza que está matando es ese Dios invisible que adoran de múltiples formas en las distintas religiones. Se trata de una visión científica que recoge la herencia filosófica y teológica del panteísmo de los siglos anteriores.
Ante la problemática del cambio climático ya iniciado, Reeves (1988, p. 47) se pregunta: “¿Está en la naturaleza del hombre fabricar, con la mayor rapidez y eficacia posibles, las armas de su propia autodestrucción? Y si es así, ¿nos será posible escapar a nuestra naturaleza?”. Si bien no existe una respuesta única a estas preguntas, el consenso científico está comenzando a sustituir el Holoceno por el Antropoceno, al concebir que la acción devastadora del ser humano en la naturaleza constituye una nueva época geológica distinta del período Cuaternario (Steffen, Crutzen y McNeill, 2007) (Waters et al. 2016). Todo parece indicar que la respuesta la tenemos dentro de nosotros, puesto que la huella socioecológica de la globalización actual se deriva del consumo desenfrenado de recursos naturales que la ciudadanía mundial está ejerciendo sobre la Pachamama (Collado, 2016c), nuestra Madre-Tierra según la cosmovisión de los pueblos indígenas de los Andes.
Depende de nosotros mismos evitar el rumbo de autodestrucción al que estamos encaminados. Por este motivo, la supervivencia futura de la vida humana pasa por conseguir alcanzar un estado de unidad más profunda con la naturaleza, desarrollando un nivel superior de consciencia integral que comprenda la esencia ontológica de la vida como un continuum. Esto implica comprender al propio universo como “un infinito océano de energía donde las cosas se desdoblan para formar el espacio, el tiempo y la materia” según aduce el físico David Bohm (1992, p. 182). Desde esta visión terrenal y cósmica, una nueva fase civilizatoria parece emerger con la concientización ciudadana sobre los procesos de interconectividad, interdependencia y continuum. Pero aprender a coevolucionar de forma consciente para restablecer nuestras conexiones con la naturaleza conlleva el desarrollo de una ecología de saberes, donde el conocimiento exterior y el conocimiento interior de nuestra condición humana convergen. Es decir, donde la ciencia y la religión se fusionan para dar lugar al paradigma cosmoderno.
El paradigma de la cosmodernidad: integrando ciencia y religión
La noción de cosmodernidad que se defiende en este artículo se distingue de la Modernidad y la Postmodernidad porque tiene la finalidad de alcanzar un desarrollo humano sostenible desde un enfoque biomimético que estudia, emula y perfecciona las estrategias coevolutivas de los ecosistemas en la Gran Historia. En su conjunto, la Gran Historia procura organizar el conocimiento de forma transdisciplinar para integrar y unificar la historia del universo, la historia del planeta Tierra, la historia de la vida y la historia del ser humano. Por este motivo, la Gran Historia se basa en el consenso científico logrado por la comunidad internacional en astronomía, cosmología, física, geología, biología, química, antropología, paleontología, arqueología, ecología, historia, geografía, demografía, etc. Se trata de un término acuñado por David Christian (2010) y fundamentado teóricamente por Fred Spier (2011) que busca reconocer el lugar del ser humano en el cosmos. Obviamente, esta pretensión existe en múltiples creencias espirituales y cosmovisiones ancestrales de los pueblos indígenas originarios, por eso la cosmodernidad integra un diálogo inter-epistemológico crítico entre saberes científicos y no científicos. Así, la naturaleza constituye el meta-punto de encuentro entre las diversas epistemes.
En el paradigma de la cosmodernidad, la ciencia y la religión ya no están enfrentadas dicotómicamente como ocurre en la Modernidad y Posmodernidad, sino que están unidas por la naturaleza, que actúa como un modelo, una medida y un mentor. La ciencia y la religión representan, en efecto, las dos vías complementarias para alcanzar una consciencia cosmoderna integral. Mientras que la primera nos sitúa racionalmente como ciudadanos y ciudadanas de un pequeño planeta de un sistema solar periférico a la Vía Láctea; la segunda vía promueve el desarrollo espiritual de una consciencia cosmoderna que nos permite sentir psicosomáticamente la interdependencia de los fenómenos cósmicos, biológicos, ecológicos y antropológicos que nos transcienden como especie distinguida de la coevolución en la Gran Historia (Collado, 2016d). Como puede apreciarse en la figura 1, la visión ecológica y cosmológica de la vida en la naturaleza nos permite integrar y conciliar coherentemente la ciencia y la espiritualidad, logrando superar la dicotomía creada en la Modernidad mediante la Lógica del Tercero Incluido creada por el físico y filósofo Stephane Lupasco (1994).
Como se aprecia en la figura 1, la lógica del tercero incluido nos permite concebir la inclusión de los fenómenos antagónicos “A” y “no-A” en todos los niveles de realidad por la presencia del “estado T”. Esta lógica físico-epistemológica rompe con el imaginario de una realidad unidimensional, donde solo existe el nivel de realidad 1. En este nivel, los fenómenos aparecen como contradictorios y son excluyentes entre sí. “Tertium non datur” y “principium tertii exclusi” son designaciones latinas para referirse a la formulación aristotélica del principio de no contradicción. Un principio de exclusión y reducción epistémica que fundamenta la lógica clásica binaria que ha regido las estructuras de pensamiento humano en Occidente, durante más de dos milenios, y que todavía sigue incrustada en el cuadro epistémico paradigmático de gran parte de la ciudadanía mundial del siglo XXI
Basado en los postulados filosóficos y epistemológicos de la fenomenología que presenta la física cuántica, Lupasco (1994) rompe con el imaginario de una realidad unidimensional, donde dos niveles adyacentes de la realidad están ligados por la lógica del tercero incluido. Del mismo modo que hay diferentes leyes físicas que gobiernan en cada nivel ontológico de la Naturaleza (macro, meso y micro), nuestra percepción humana también tiene diferentes niveles de entender nuestra realidad. Mientras que cada entidad cuántica tiene la dualidad onda-partícula –integrando de forma simultánea los conceptos clásicos de “onda”(A) y “partícula”(no-A) al mismo tiempo– el “estado T” actúa como un quanta que integra diferentes elementos y fenómenos con un abordaje polilógico. Esto significa que diferentes lógicas actúan juntas en el mismo espacio y tiempo, a pesar de sus contradicciones. Por eso el pensamiento complejo logra percibir el nivel de la realidad 2, que constituye el axioma lógico que integra la ciencia y la religión: actuando como el tercero incluido que las unifica y las complementa. Desde esta visión cosmoderna, la naturaleza y el cosmos actúan dando coherencia a las diferentes construcciones culturales históricas y epistemológicas que se han creado durante la historia de la humanidad para explicar nuestra realidad ontológica.
Metafóricamente hablando, la cosmodernidad constituye una fase evolutiva en la historia del género humano donde el alto nivel de concientización le corresponsabiliza con el escenario terrenal actual de pobreza, violencia, exclusión social y degradación ambiental. Esta sensibilización le permite desarrollar su potencialidad cognitiva y afectiva para lograr una consciencia espiritual, ecológica y cosmológica que le interconecta con la Pachamama, con el fin de salvarla del colapso temprano al que la estamos dirigiendo. Se trata de una metamorfosis transcendental con destino al autonacimiento del género humano, donde emerge una nueva vertiente humana capaz de transgredir el cuadro epistémico paradigmático de insostenibilidad actual. A esta forma de autoconocimiento coevolutivo del género humano en la Tierra la denomino Paradigma de la Cosmodernidad (Collado, 2016b).
El inicio de este paradigma cosmoderno se remonta a mitad del siglo XX, un periodo histórico donde tuvieron lugar tres procesos irreversibles para la humanidad: 1) la creación de una tecnología nuclear que nos amenaza con destruir todo lo que nos rodea, 2) la posibilidad de viajar al espacio exterior para habitar en otros planetas, y 3) la capacidad intergubernamental que tienen los pueblos de la Tierra, con la fundación del sistema de las Naciones Unidas, para alcanzar una cultura de paz que salvaguarde toda la biodiversidad. Desde entonces, el proceso de globalización ha hecho que la sociedad red (Castells, 2000) actual haya alcanzado un desarrollo tecnológico importante a costa de explotar al ser humano y al medio ambiente. Al igual que ha sucedido con internet en los últimos años, no cabe duda que los computadores cuánticos, la inteligencia artificial, la nanotecnología, la biotecnología, las gafas y lentes de contacto con acceso a la red de internet, la mutación genética del ADN, la inteligencia artificial, la robótica, los viajes en el espacio y el “descubrimiento” de vida inteligente extraterrestre en otros planetas, así como otras “revoluciones tecno-culturales”, modificarán radicalmente nuestros hábitos y relaciones en un corto período de tempo.
Esta noción conceptual de “paradigma cosmoderno” está en armonía con la idea de “cosmodernidad” creada por Nicolescu (1994, 2014) y con el “cosmodernismo” de Christian Moraru (2011). En el pensamiento de ambos autores se denota un importante fundamento bioético de responsabilidad con las problemáticas del mundo, un llamado epistemológico para la superación binaria y reduccionista del conocimiento, y una marcada relación contextual del ser humano con el cosmos. En esta dirección, mi investigación pretende erguirse como una complementación epistémica que está en, entre y más allá de los posicionamientos de estos autores. No sólo se identifican los procesos cósmicos interligados a la condición humana, sino que además busca aplicar de forma biomimética las estrategias coevolutivas identificadas de los ecosistemas naturales en la Gran Historia para solventar los problemas socioecológicos contemporáneos.
Desde la publicación de su obra 32, Nicolescu viene proponiendo una nueva visión del mundo que reconceptualice el papel del cosmos por completo, concibiendo la Cosmodernidad como una matriz cósmica inmensa a la que pertenecemos como realidad única y múltiple simultáneamente. En palabras de Nicolescu:
La discontinuidad cuántica, el indeterminismo, el aleatorio constructivo, la no-separabilidad cuántica, el bootstrap, la unificación de todas las interacciones físicas, las dimensiones suplementarias del espacio, el Big-Bang, el principio antrópico -otros tantos poemas de ese gigantesco Mahabharata moderno que se representa a nuestros ojos ciegos. Sueño con un director de escena genial que tuviera el valor de hacer de Max Planck el personaje central del Mahabharata de la cosmodernidad (Nicolescu, 1994, p. 86) (traducción propia).
Haciendo un paralelismo entre el extenso texto épico-mitológico de la Antigua India del Mahabharata y los múltiples fenómenos de la mecánica cuántica, Nicolescu (1994) considera que la cosmodernidad es el reencuentro con un pensamiento ternario. Mientras que la Modernidad está caracterizada por la separación binaria entre el sujeto y el objeto, la cosmodernidad consigue derrotar el pensamiento binario como esquema mental y como raíz del nuevo barbarismo nuclear. Para Nicolescu (2014, p. 212), la idea de cosmodernidad “significa esencialmente que toda entidad (existencia) en el universo es definida por su relación con todas las otras entidades”. Apoyada en los fundamentos de la física cuántica, la ciencia contemporánea ha sustituido el objeto por la relación, la interacción y la interconexión de los fenómenos naturales. Esta metamorfosis perceptiva de un universo mecanicista a un universo vivo establece una nueva Filosofía de la Naturaleza en la Cosmodernidad.
Por esta razón, Nicolescu (2014, p. 214) define la cosmodernidad como “una nueva era fundada en una nueva visión de las interacciones contemporáneas entre ciencia, cultura, espiritualidad, religión y sociedad. La vieja idea del cosmos, en la cual somos activos participantes, es resucitada”. Esta es una característica básica de la cosmodernidad que conlleva el desarrollo de un pensamiento sistémico que comprenda al universo como una totalidad, es decir, como una extensa matriz cósmica donde todo está en movimiento perpetuo y estructurándose energéticamente. “El respeto por la Naturaleza, concebida como el cuerpo de Dios, implica respeto por la inteligencia escondida en las leyes de la Naturaleza” (Nicolescu, 2014, p. 24). Por tanto, el estudio de la naturaleza y el estudio del género humano se complementan mutuamente, puesto que estudiando las leyes del universo el género humano logra comprender su propia condición, y viceversa. Por este motivo, Nicolescu (2014) considera que una teoría transdisciplinar que unifique los niveles de Realidad es un buen comienzo para envolver a las más de 8 530 disciplinas identificadas por Klein (1994), que fragmentan el conocimiento y, por tanto, divide y separa las dimensiones científicas y religiosas del ser humano.
Por otro lado, la noción de paradigma cosmoderno que se presenta en este artículo también está en armonía con los argumentos que Christian Moraru (2011) desarrolla en su libro Cosmodernism: American Narrative, Late Globalization, and the New Cultural Imaginary. En esta obra, Moraru (2011) analiza la narrativa de la cultura estadounidense después de la caída del muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría en 1989, donde observa que por primera vez desde la II Guerra Mundial los críticos consideran el restablecimiento de las fronteras del presente. En este sentido, Moraru (2011) define polisemánticamente el concepto de cosmodernismo de la siguiente manera:
Cosmodernismo es principalmente (a) una modalidad imaginaria de mapear el mundo actual como una geografía cultural de relacionalidad; (b) por la misma razón, un protocolo de formación de la subjetividad; (c) un imperativo ético apuntando tanto el presente como al futuro; y (d) un algoritmo crítico para descifrar y montar un rango narrativo post-1989 de imaginaciones teóricas para un modelo razonablemente coherente y, de nuevo, enfrentar el futuro. Si los cosmodernos leen el mundo en términos de interconexiones yo-otro, este algoritmo me ayuda a leer sus lecturas y así convertirme en un voyeur cosmoderno, al tanto de sus percepciones para una nueva geometría de “nosotros” (Moraru, 2011, pp. 5-6) (traducción propia).
De este modo, Moraru (2011) caracteriza el cosmodernismo por la estructura geocultural de co-presencia, de ahí que el cosmodernismo se distinga del modernismo y del postmodernismo por la interrelación de las culturas. Inspirado por la individualidad ética del pensamiento de Levinas, Moraru (2011) desarrolla teóricamente una comparación entre estudios de identidad, intertextualidad posmoderna y análisis más orientados al contexto de la globalización académica, señalando que la “identidad es, para la mente cosmoderna, la razón de ser y el vehículo para una nueva unión, para una solidaridad más allá de las fronteras políticas, étnicas, raciales, religiosas y otras” (Moraru, 2011, p. 5). En la búsqueda de ramificaciones de esta “ética de proximidad humana” en las humanidades de las últimas décadas de la era globalizada, Moraru (2011) logra identificar una hoja de ruta para el imaginario cosmoderno en torno a varios ejes:
Estos ejes (a) tematizan lo cosmoderno como un modo de pensar sobre el mundo y su cultura, sobre la percepción cultural, la autopercepción y la identidad; (b) a la vanguardia, en consecuencia, la intersubjetividad comunicacional, dimensión dinámica del cosmodernismo; y (c) articula el imaginario cosmoderno en cinco regímenes de relacionamiento, o subimaginarios: “el idiomático”, el “onomástico”, la “traducibilidad”, el “legible” y el “metabólico”. Estos son los focos de este volumen de cinco partes (Moraru, 2011, p. 8) (traducción propia).
Desde este imaginario cultural, Moraru afirma que la racionalidad cosmoderna es relacional, superando la racionalidad moderna que se caracteriza por “des-relacionar la presencia del Otro en el mundo y por el mismo movimiento el mundo mismo” (Moraru, 2011, p. 29). Bajo una gran influencia del pensamiento ético de Levinas, Moraru (2011, p. 316) considera que el “cosmodernismo se entiende mejor como una proyecto ético en vez de un proyecto ‘técnico’”, al señalar que se trata de un proyecto que cuenta “con considerables sustentos en nuestra forma de pensar, no sólo sobre el sujeto, sino también sobre el discurso, la historia, la cultura, la comunidad, el patrimonio y la tradición” (2011, p. 316).
En esa línea cosmoderna de pensamiento concibo el desafío planetario de alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) pactados por las Naciones Unidas para el año 2030, ya que la ciudadanía mundial tiene una responsabilidad “bioética infinita” de salvaguardar las millones de formas de vida terrenales que conocemos. La cosmodernidad emerge para estudiar la complejidad de las interretroacciones desarrolladas entre los sistemas dinámicos que componen la vida (ser humano, animales, plantas, etc.), dentro de un entorno ambiental que alberga las condiciones idóneas para su coevolución: la Tierra-Patria (Morin y Kern, 2005). El milagro cósmico del surgimiento de la vida es un desafío transdisciplinar que debemos reconocer con urgencia para lograr un desarrollo sostenible perdurable. Por esta razón, es necesario crear un espacio de convergencia inter-epistemológica entre ciencia y religión para aprender a coevolucionar junto a los ecosistemas de la Pachamama, también conocido como lo sagrado en las cosmovisiones ancestrales de los pueblos indígenas originarios.
Reinventando lo sagrado desde las ciencias de la complejidad
Durante las últimas décadas, se viene intensificando un fuerte diálogo entre los científicos y los líderes espirituales para explorar conjuntamente el significado de la realidad ontológica de la naturaleza y del universo. Este diálogo encontró un punto de encuentro en la Teoría Bootstrap de las partículas elaborada por el físico teórico Geoffrey Chew en la década de 1960, al intentar unificar la mecánica cuántica con la teoría de la relatividad. El modelo teórico supuso una gran ruptura con el enfoque científico tradicional de Occidente al poner de manifiesto que la naturaleza no se puede ser entendida mediante la reducción de entidades fundamentales como el átomo, la partícula subatómica, los quarks, etc. La concepción mecanicista tradicional de la naturaleza y del universo se desmoronó al mostrar que la realidad es una amplia red de eventos dinámicos interrelacionados en una totalidad indivisible, donde cada partícula ayuda a generar otras partículas que son generadas por estas simultáneamente.
Esta observación teórica del modelo bootstrap ha estado presente en numerosas cosmovisiones espirituales de Oriente. Un buen ejemplo es la filosofía budista del Mahayana surgida en la India durante el siglo I d.C. y extendida por otros países asiáticos como Bangladesh, Bután, China, Corea, Japón, Malasia, Mongolia, Nepal, Singapur, Sri Lanka, Tíbet, Taiwán y Vietnam. A través de la metáfora de red Indra ilustrada en el Avatamsaka Sutra, esta cosmovisión espiritual reconoce una red cósmica de eventos que se aplica a la totalidad del universo. Pero esta interpretación no puede comprenderse intelectualmente, sino a través de la meditación, porque es un insight apenas perceptible por la mente iluminada. Por eso la dimensión científica y la dimensión espiritual constituyen dos esferas indisolubles en el paradigma de la cosmodernidad que se defiende en este artículo, puesto que ambas nos ayudan a tomar consciencia de que el mundo actual en el que vivimos es la imagen y semejanza de nuestra individualidad interconectada: fruto de múltiples interretroacciones.
En la actualidad, parece existir una diferencia conceptual sustancial entre las palabras “religión” y “espiritualidad”. Si bien la definición de ambas representa un motivo de controversia entre los especialistas, ambas convergen en lo sagrado. Como señala el pensador biomimético Fritjof Capra (2011, pp. 14-15), “el significado original de «espíritu» en muchas tradiciones filosóficas y religiosas antiguas, tanto en Occidente como en Oriente, es de soplo de vida. La palabra latina spiritus, la griega psyche y la sanscrita atman significan, todas ellas, «soplo» o «respiración»”.
Esta noción también aparece en el pensamiento chino con la palabra shen , y en el mundo Islámico con el fitrah ( ). Otra definición más ilustrativa es la que realiza el educador transcultural Edward Brantmeier (2010, p. XVI), al señalar que “la espiritualidad puede ser una fuerza integral inherente en paz vibrante y en la vida misma. Como un proceso y fuerza, la espiritualidad está compuesta de intuición, un sentido de sacralidad, de conocimiento, de interconectividad y de interdependencia”. Por este motivo la espiritualidad es un fenómeno transcultural en todas sociedades históricas.
A su vez, el origen etimológico de la palabra “religión” proviene del latín religio, compuesta por el prefijo re- (que indica intensidad); el verbo ligare vinculado con la raíz indoeuropea leig- (que significa ligar, unir, enlazar), y el sufijo -ión (que denota acción y efecto). Es decir, el término “religión” significa “acción y efecto de ligar intensamente”, sin que haya implícito ningún dios o dioses de por medio. Esto mismo apunta el filósofo e historiador de las religiones Mircea Eliade (apud Nicolescu, 2008, p. 137): “lo sagrado no implica la creencia en Dios, en dioses o en espíritus. Es… la experiencia de una realidad y el origen de la conciencia de la existencia en el mundo”. Infelizmente, esta experiencia religiosa y espiritual de estar religado y en conexión con el mundo sagrado de la naturaleza ha ido evolucionando históricamente.
Si bien la Modernidad la ha relegado a un segundo plano, la religión se venía constituyendo como un conjunto de creencias y dogmas alienados en torno a diferencias interpretativas sobre los niveles de realidad e individualidad. Es decir, el ser humano ha ido delineando y definiendo cuadros epistémicos paradigmáticos diversos en función de sus interpretaciones hermenéuticas con lo sagrado y con lo profano. Por eso la gran mayoría de las religiones continúan ocupándose del mundo espiritual, pero desde una perspectiva única que suele resultar incompatible con otras religiones creadas en construcciones culturales e históricas diferentes. Como es sabido, esta diversidad ha dado lugar a la aparición de fenómenos como los extremismos o fundamentalismos religiosos.
Históricamente hablando, las religiones han dictaminando las normas morales para la conducta individual y social a través de rituales de oración y culto, organizando patrones de comportamiento en los sentimientos de veneración, adoración y temor al dios o dioses donde el individuo/sociedad está circunscrito paradigmáticamente. Por esta razón, el filósofo y economista Karl Marx (1973) considera que la religión es el “opio” del pueblo, ya que se trata de una forma de alienación social que, al presentar el Cielo como un lugar de comprensión y justicia, justifica el estado actual de las cosas existentes en el mundo terrenal. Para una gran parte de la ciudadanía mundial contemporánea, el concepto actual de religión engloba un imaginario que además de defender determinados intereses económicos y políticos, también alimenta el miedo de las personas: amenazándolas con el infierno eterno y causándoles un sentimiento de pecado y culpabilidad. Para muchas personas agnósticas y ateas, la religión es vista como un conjunto de reglas dogmáticas que guía a las personas siguiendo los preceptos de un libro sagrado, por lo que se convierte en una causa importante de división y conflicto entre la propia especie humana, tanto a nivel interreligioso como a nivel intra-religioso.
A lo largo de la historia de la humanidad, la religión se ha constituido en un factor de riesgo por todos los conflictos bélicos ocurridos, especialmente en la región de Oriente Medio. Esta es una zona de gran inestabilidad debido a una compleja red de factores étnicos, raciales, políticos y económicos que surgen por la convivencia de las tres religiones monoteístas más grandes del mundo: el judaísmo, el cristianismo y el islamismo. En la actualidad, los conflictos interreligiosos son sufridos en países como por ejemplo Nigeria (cristianos y musulmanes), Israel (judíos y musulmanes), Tailandia (budistas y musulmanes), Sudán (musulmanes y no musulmanes), Afganistán (fundamentalistas radicales musulmanes y no musulmanes), y en Bosnia-Kosovo (católicos, musulmanes y ortodoxos). Al mismo tiempo, los conflictos intra-religiosos se están dando con mayor visibilidad dentro del islam, entre chiitas y sunitas, en países tan sometidos como Siria, Líbano o Irak. En estos países está emergiendo el denominado “Estado Islámico”, que amenaza al mundo a través del terrorismo practicado por sus adeptos en la “guerra santa” contra Occidente.
Todas estas confrontaciones parecen apuntar que hemos tenido una forma errónea de buscar nuestra espiritualidad. En vez de cultivar e investigar la mente y nuestra relación con lo sagrado, hemos preferido mantener creencias dogmáticas: confundiéndolas con religión y crecimiento espiritual. Por eso toda educación libertadora debe transgredir estos paradigmas epistémicos para promover una mente investigadora, que cuestione y descubra por sí misma, en vez de reproducir e imitar contenidos de un determinado “libro sagrado” escrito hace miles de años (Collado, 2017).
En esta línea de pensamiento, el teósofo indio Krishna (2013) señala que:
Jesucristo no se volvió Cristo a través de una iglesia o de una creencia, sino a través de su propia comprensión y de su propia investigación. Buda alcanzó la iluminación, la comprensión, a través de su propia meditación, de su propia investigación. Debemos comprender eso y corregir la situación en nuestro sistema educacional (p. 27).
Toda educación libertadora debe orientar a cada individuo de la ciudadanía mundial en su propia búsqueda intelectual, emocional y espiritual, cuestionando los paradigmas epistémicos en los que se encuentren. ¿Cuál es mi identidad? ¿Por qué es esta mi nacionalidad? ¿Por qué debo seguir esta religión? ¿Cuáles son mis responsabilidades con la naturaleza dada mi condición humana y capacidad de reflexión? Solamente investigando y teniendo nuestros propios insights aprendemos a responder. Repitiendo las respuestas de Jesucristo, Buda, Mahoma u otros líderes espirituales no se cultiva nuestra consciencia para salvaguardar la vida en la Tierra. Cada respuesta es única e intransferible.
Por este motivo, resulta importante reinventar lo sagrado desde nuestra propia hermenéutica individual, lo que implica aprender a dialogar de forma intra-religiosa. Según el filósofo, teofísico y especialista en comparaciones religiosas, Raimon Panikkar (1999, p. 74): “Si el diálogo interreligioso es para ser un diálogo real, un diálogo intra-religioso debe acompañarlo, es decir, debe comenzar con mi cuestionamiento a mí mismo y la relatividad de mis creencias”. El pensamiento de Panikkar es un punto de encuentro entre Oriente y Occidente, puesto que sus obras constituyen un continuo diálogo intercultural e interreligioso que van llevando a la fecundación mutua entre culturas y civilizaciones: donde todos aprendemos de todos.
Cada lengua es un mundo (…) cada cultura es una galaxia con sus propios criterios de bondad, belleza y verdad. Mencionamos que la verdad, debido al hecho de ser ella propia relación, es pluralista, si se entiende por pluralismo la consciencia de la incompatibilidad de las diferentes visiones del mundo, bien como la consciencia de la imposibilidad de juzgarlas imparcialmente, una vez que nadie se encuentra encima de su propia cultura que le ofrece los elementos para el juicio (Panikkar, 1998a, p. 29).
Como expresa Panikkar (1998a), el pluralismo nos hace conscientes de nuestra contingencia y de nuestros límites para juzgar, mostrándonos cómo convivir delante de una diversidad cultural que implica galaxias de cosmovisiones con criterios propios de la realidad. Según Panikkar (1998b), toda cultura y civilización tiene tres ordenes ontonómicas (mito, logos y misterio) y una dimensión cosmoteándrica que se interrelacionan, haciendo que lo humano, lo cósmico y lo divino sean inseparables. De este modo, Panikkar (1998b) unifica y reconcilia la cosmología física y la cosmología religiosa, dando un nuevo sentido filosófico y espiritual a la ontonomía de la ciencia. La consciencia pluralista nos recuerda que toda cultura o religión está intrínsecamente abierta a ser fecundada por otras, puesto que la comprensión de nuestra condición humana en el universo requiere una solidaridad integral entre todos los seres para aproximarnos al conocimiento de nuestra estructura ontológica.
De forma complementaria, los físicos y filósofos de la religión Danah Zohar e Ian Marshall (2000, p. 3) argumentan en su obra SQ: Connecting With Our Spiritual Intelligence que “el cuadro completo de la inteligencia humana se puede completar con un análisis de nuestra inteligencia espiritual”. Según Zohar y Marshall, la inteligencia espiritual aborda y resuelve los problemas de significado y de valor, coloca nuestras acciones y nuestras vidas en un contexto más rico y amplio y, en última instancia, evalúa si el curso de una acción o un camino de vida es más significativo que otro. Esta libertad de elección espiritual y religiosa también se encuentra respalda explícitamente en el artículo 18 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos:
Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia.
Debemos escoger sabiamente la imagen que queremos de lo sagrado para orientar nuestras vidas y civilizaciones, sin caer en la barbarie de la autodestrucción. De ahí la importancia en esclarecer los postulados epistémicos de las religiones más practicadas en la actualidad, con el objetivo de construir una nueva ética global que reinvente nuestras relaciones humanas con lo sagrado.
¿Una nueva ética global?
Aprender a coevolucionar de forma sostenible con la Pachamama conlleva la emergencia de un escenario paradigmático que se caracterice por una consciencia planetaria donde convivan diferentes cosmovisiones y epistemes, incluyendo la ciencia y la religión. La percepción de estar interconectado con el cosmos debe confluir en una nueva ética y espiritualidad global que reinvente nuestras relaciones humanas con lo sagrado. Aquí resulta fundamental la obra A Global Ethic. The Declaration of the Parliament of the World´s Religions de los teólogos Hans Küng y Karl-Josef Kuschel (2006), quienes abogan por una ética global y un Parlamento de las Religiones del Mundo para alcanzar una cultura de paz civilizatoria permanente. “En un futuro no muy distante deberíamos tener otras declaraciones que hagan la ética global de las religiones más precisas y concretas” argumentan Küng y Kuschel (2006, p. 9), añadiendo que “tal vez un día incluso pueda haber una declaración de las Naciones Unidas sobre una Ética Global para proporcionar apoyo moral a la Declaración sobre los Derechos Humanos, que tan a menudo son ignorados y cruelmente violados”. De acuerdo con Küng y Kuschel (2006), el diálogo interreligioso es el pilar fundamental para alcanzar una paz mundial duradera, puesto que la sociedad global no necesita una única religión o ideología, sino un conjunto de normas éticas, valores, ideales y propósitos que ya estén presentes en todas ellas, siendo un común denominador que las sobrepase y les haga caminar en una misma dirección.
En este sentido, el médico, biólogo teórico e investigador en sistemas complejos sobre el origen de la vida en la Tierra, Stuart Kauffman (2008, p. XIII), considera que “podemos reinventar lo sagrado. Podemos inventar una ética global, en un espacio compartido, a salvo para todos nosotros, con una mirada a Dios como la creatividad natural en el universo”. Además, Kauffman (2008) apunta que somos completamente responsables de nosotros mismos, de nuestras vidas, nuestras acciones, nuestros valores, nuestras culturas y, en última instancia, de la civilización planetaria actual que destruye cada día al medio ambiente. Para Kauffman (2008, p. 283), reinventar lo sagrado no es un sacrilegio, “al contrario, con precaución, creo que necesitamos encontrar un espacio espiritual global que podamos compartir a través de nuestras diversas civilizaciones, en el que lo sagrado se convierta en legítimo para todos nosotros”, es decir, un espacio espiritual global donde “podamos encontrar un sentido natural de Dios [para] que podamos compartir en un grado substancial cualesquiera que sean nuestras convicciones religiosas” (2008, p. 283). Aquí radica la importancia en conseguir que los problemas socioecológicos reconocidos por los ODS de la ONU promuevan un espacio ético y espiritual global, libre de egos identitarios, a través de una consciencia cosmoderna que suponga un puente de unión entre las diversas religiones, cosmovisiones espirituales e interpretaciones de lo sagrado. ¿Pero cuántas interpretaciones hay de lo sagrado? ¿Cuántas religiones continúan existiendo en el mundo? ¿Cómo conciliar los cuadros epistémicos paradigmáticos en los que se encuentran las diferentes religiones en un mismo espacio espiritual global?
Si bien resulta imposible afirmar con seguridad el número exacto de religiones actuales y el número de seguidores practicantes a cada una de ellas, el libro The Everything World´s Religions Book publicado en el año 2010 por el escritor y filósofo Kenneth Shouler hace una estimación aproximada de 4 200 religiones. A pesar de las dificultades, esta cifra también es compartida por el grupo de investigadores y estudiosos religiosos que trabajan en la iniciativa online de adherents.com, donde se contrastan datos estadísticos provenientes de estudios académicos y se construye un consenso abierto entre diferentes opiniones y explicaciones de expertos y profesionales del área.
Ciertamente, este mapa supone una reducción de las 4 200 religiones estimadas por Shouler (2010) y los investigadores independientes de adherents.com, pero al mismo tiempo nos sirve para reconocer e identificar las creencias religiosas más practicadas en la actualidad: el cristianismo, el islamismo, el hinduismo, el budismo y la religión tradicional china. Llama la atención como los países colonizadores han impuesto su cuadro epistémico religioso en sus respectivas colonias, como es el caso de los cristianos católicos en casi toda Sur América, Centro América y gran parte de Norte América por la hegemonía de españoles y portugueses en gran parte del territorio. También es el caso del protestantismo en las antiguas colonias británicas de Norte América, Sudáfrica, Australia y Nueva Zelanda. Bajo esta lógica de imposición epistémica también destacan los países satélite de la antigua Unión Soviética, que practican la vertiente cristiana ortodoxa en su mayoría. Resulta muy llamativa la zona meridional del continente africano, donde conviven diferentes corrientes musulmanas, cristianas y tribuales, que explica en gran medida el aumento del número de refugiados y desplazados en estos países por la alta conflictividad étnico-religiosa actual. La influencia islámica está patente en la zona septentrional de África, Oriente Medio y gran parte del sudeste asiático. En Asia encontramos el hinduismo como cuadro epistémico religioso preponderante en cuanto a número de seguidores, mientras que en el budismo se expande por un gran número de países asiáticos. La religión tradicional china también tiene un fuerte peso en el área. Pero lo que llama positivamente la atención son las zonas más tropicales de Australia y las zonas de selva amazónica en Sur América, que conservan un fuerte arraigo tradicional y tribuales de las cosmovisiones de los pueblos originarios.
Buscando complementar la información del mapa 1, se ha elaborado la tabla 1 para hacer una comparación interreligiosa de las estructuras epistémicas paradigmáticas que constituyen las doctrinas filosóficas y religiosas más practicadas e influyentes en la actualidad. A pesar de no tener una gran preeminencia en el mapa, también se incluye el judaísmo por su fuerte reseña histórica, puesto que de ella se desglosaron el cristianismo y el islamismo, que son practicadas por más de la mitad de la ciudadanía mundial. La intención es crear un meta-punto de reflexión para poder concebir con mayor claridad este espacio ético y espiritual global que Kauffman (2008), Küng y Kuschel (2006) demandan, puesto que todas estas interpretaciones de la realidad natural y del cosmos parecen converger en muchos aspectos, como se detalla más adelante en la figura 2.
Como se aprecia en la tabla 1, el cristianismo (33%), el islamismo (21%), el hinduismo (14%), el budismo (6%) y la religión tradicional china (6%) constituyen, en su conjunto, las creencias religiosas del 80% de la ciudadanía mundial actual. Pero si además tenemos en cuenta que unas 1 100 millones de personas son seculares, no religiosas, agnósticas y ateas (16% aprox.), eso quiere decir que tan sólo queda un margen del 4% para el resto de cosmovisiones religiosas, que serían unas 4.195. Dicho en otras palabras, las otras 4 195 religiones y cosmovisiones espirituales identificadas por Shouler (2010) son practicadas por el 4% de la población mundial, que en el año 2010 (cuando fueron publicadas las estimaciones) equivalía a tan sólo 275 millones de personas aproximadamente. El contraste es muy relevante: para el año 2010, unos 5 500 millones de personas seguían alguna de las cinco grandes religiones, 1 100 millones no seguían ninguna, y tan sólo 275 millones de personas mantenían el resto, correspondiente a unas 4 195 cosmovisiones religiosas.
Al igual que sucede con el mundo lingüístico, donde se prevé que las 7 102 lenguas reconocidas por la Ethnologue 1 en 2015 vayan reduciéndose y extinguiéndose por diversos motivos culturales, también se piensa que estas cosmovisiones religiosas se reducirán drásticamente en las próximas décadas. Según estimaciones de lingüistas, hace unos 10 000 años atrás, los seres humanos que vivían en el mundo (entre 5 y 10 millones) hablaban unas doce mil lenguas. Si bien la población mundial actual creció exponencialmente tras la industrialización, tan sólo quedan poco más de siete mil lenguas. En su conjunto, la pérdida de lenguas y cosmovisiones religiosas significa que el ser humano está perdiendo parte de su integridad inherente. Es decir, formas milenarias de comprender el mundo y alternativas creativas para alcanzar un desarrollo sostenible en paz y armonía con la madre naturaleza, en oposición al cuadro epistémico racional y capitalista hegemónico actual. La pérdida de una cosmovisión milenaria representa, por tanto, la pérdida de un modo único de pensar y concebir nuestra realidad.
Según el análisis cultural y argumento teológico del filósofo de la religión Mark Taylor (2007), la religión moldea nuestra realidad, ya que la fe y el valor son inevitables e inextricablemente interrelacionados para creyentes y no creyentes por igual. Por eso todo parece indicar que los cinco grandes bloques epistémicos religiosos tendrán una dinámica evolutiva similar a las fuerzas gravitatorias durante la expansión del universo: absorbiendo materia (ciudadanos/as) y haciéndose cada vez más grandes a través de violentos impactos, especialmente en África, donde se espera que la población crezca para 1 800 millones durante la segunda mitad de siglo (United Nations, 2014). Pero también se debe tener en cuenta una entropía religiosa cada vez mayor, es decir, la parte no utilizable de la energía contenida en un sistema: la adhesión al grupo de los “no religiosos”. Esto significaría incurrir en el olvido de la dimensión espiritual de la condición humana, con el riesgo de romper el equilibrio entre eficacia racional y la afectividad espiritual.
Por eso es urgente que los procesos de enseñanza-aprendizaje logren establecer mecanismos para ir más allá de los contenidos pedagógicos de la educación formal e institucionalizada, llegando a las familias, las comunidades, la sociedad civil, el sector privado, los policy-makers, los medios de comunicación, internet, etc. También se deben promover campañas de concientización, sensibilización y participación con los saberes locales en general, y de los pueblos originarios en particular. Al hablar de historia de la filosofía y teoría social, Michel Foucault (2007, p. 44) defiende que “todo sistema de educación es una manera política de mantener o de modificar la apropiación de los discursos, con los saberes y los poderes que ellos traen consigo”. Por tanto, poder y saber son dos esferas complejas indisociables de un mismo proceso educativo donde se establece el discurso, la ideología, los contenidos, las formas de relacionamiento entre los docentes y los educandos, el libro de texto, etc.
Consecuentemente, la repercusión del sistema de educación formal no puede ser considerada neutra, puesto que todos estos elementos de poder y saber albergan, por un lado, la capacidad de colonizar epistémicamente a los individuos con el fin de sostener los propósitos del fundamentalismo económico y sus valores de mercado competitivo; y por otro lado, tienen la potencialidad de desarrollar un pensamiento alternativo orientado a una cooperación transnacional con el fin de crear otros mundos posibles. Dado que los individuos aprenden e interiorizan el orden y la jerarquía impuesta por las clases dominantes en los procesos educativos formalizados por el sistema público, es urgente salvar y rescatar los saberes ancestrales mediante mecanismos pedagógicos interculturales críticos que reconcilien formas de convivencia que siempre han estado en armonía con lo sagrado. “De ahí que la emergencia de una nueva filosofía de la naturaleza en gestación, no sometida ni a la tradicional metafísica ni a la sola ciencia, sino abierta a los distintos discursos que en ella intersectan, tenga claras repercusiones” (Espinosa, 1999, p. 116). Lo importante, a mi juicio, es apreciar el fondo común que tienen la filosofía de la ciencia y la filosofía de la religión al utilizar la naturaleza como meta-punto de encuentro civilizatorio.
El desarrollo sostenible no puede ser concebido como un conjunto de metas, sino un continuo proceso de gestión adecuada de todos los bienes naturales de la biosfera. Sin caer en una idealización romántica, es importante que la educación cosmoderna defienda, reconozca y cuide de los derechos de los pueblos originarios, aborígenes e indígenas; ya que sus costumbres, lenguas, creencias religiosas y cosmovisiones en general, representan una sabiduría biomimética ancestral necesaria para cumplir con los ODS propuestos por la ONU (Collado, 2016e). Esta ecología de saberes científicos y no científicos nos ayuda a reformular el metabolismo socioecológico a través de nuevas simbiosis entre los ecosistemas naturales y los sistemas culturales humanos de producción. En este sentido, la biomímesis emerge como una ciencia que busca la reinserción armónica de los sistemas humanos dentro de los sistemas naturales, para reintegrar la tecnosfera y la sociosfera en la biosfera (Collado, 2016f).
En esta línea de pensamiento, el filósofo de la ciencia Jorge Riechmann (2014, p. 171) afirma que debemos abordar el principio de biomímesis en un sentido más amplio, para “comprender los principios de funcionamiento de la vida en sus diferentes niveles (y en particular en el nivel ecosistémico) con el objetivo de reconstruir los sistemas humanos de manera que encajen armoniosamente en los sistemas naturales”. Por este motivo, el reto de crear nuevos sistemas biomiméticos de producción económica sostenible con el medio ambiente requiere despertar la consciencia coevolutiva de los individuos a través de la combinación epistémica de ciencia-espiritualidad. La emergencia de la ecología como ciencia que cuestiona, valora y religa las relaciones humanas con la naturaleza, nos ha hecho percibir que la ciencia y la espiritualidad deben estudiarse y practicarse de forma complementaria (Madera, 2016). Esta nos invita a razonar y a cuestionar todo, (re)descubriéndonos como parte integrante del cosmos en completa comunión ecológica, lo que implica reinventar lo sagrado a través de un nuevo espacio ético y espiritual. Pero, ¿cómo se puede desarrollar nuestra espiritualidad al margen de la tradición religiosa formal? En el siguiente apartado se busca responder a esta y otras preguntas.
Un diálogo interreligioso e intra-religioso de las creencias espirituales históricas
Como es sabido, el ser humano ha cometido infinidad de crímenes en nombre de las religiones. De hecho, el pensamiento científico, racional, objetivo y laico irrumpió en el siglo XVII para contrarrestar el poder humano de origen divino. Pero el predominio de este cuadro epistémico racional hegemónico, en detrimento de otras dimensiones humanas, nos ha llevado a un panorama todavía más desolador: la amenaza nuclear y el cambio climático derivado de la explotación prolongada y sistémica de la naturaleza. Por este motivo, es necesario un desarrollo potencial y simultáneo de los diferentes saberes científicos y religiosos para aprender a coevolucionar de forma resiliente en la Pachamama. Para tal fin, se requiere un análisis interreligioso e intra-religioso que nos ayude a discernir cómo desarrollar nuestra espiritualidad al margen de los cuadros epistémicos construidos por las tradiciones de la religión formalizada e institucionalizada.
De acuerdo con el libro El Tao de la liberación. Una ecología de la transformación escrito por el ecólogo Mark Hathaway y el teólogo Leonardo Boff (2014, p. 376): “la espiritualidad de cada persona es en algún sentido única, y nuestra espiritualidad puede basarse en la diversidad de tradiciones religiosas y filosóficas, así como en nuestra propia experiencia”. Sin embargo, también advierten que “la mayor parte de la humanidad encuentra en las tradiciones religiosas la fuente clave de su comprensión espiritual. Resulta casi imposible considerar la espiritualidad sin considerar al mismo tiempo la influencia –potencialmente positiva o negativa– de la religión” (Hathaway y Boff, 2014, p. 376). Por esta razón, resulta necesario aprender a diferenciar la espiritualidad dentro de los intereses históricos que han predominado y continúan dándose dentro de las religiones.
Para tal fin, la obra Why Religion Matters de Huston Smith (2003) es un buen trabajo que nos ayuda a analizar y comparar alguna de las connotaciones espirituales definitorias de los cuadros epistémicos que constituyen las cosmovisiones paradigmáticas de las creencias religiosas más practicadas e influyentes de la actualidad: el cristianismo, el islamismo, el hinduismo, el budismo, la religión tradicional china y el judaísmo.
Como se aprecia en la figura 2, se trata de un diagrama en forma de mándala que tiene la flor de la vida en el centro representando la sabiduría común de los pueblos originarios. La mándala aborda las interpretaciones que las principales creencias religiosas tienen sobre las relaciones entre la realidad y la individualidad. Los niveles de realidad de la parte superior son reflejados en los niveles de individualidad de la parte inferior a través de cuatro círculos de diferente intensidad. La importancia de esta figura radica en el hecho de poder contrastar la multitud de similitudes que existen entre los cuadros epistémicos paradigmáticos de las seis religiones más practicadas e influyentes en la actualidad, que son practicadas por un 80,25% aproximado de la población mundial actual. En cierta medida, esta mándala sirve para que la ciudadanía mundial pueda reconocerse en el espejo del otro, de la infinita otredad, puesto que existen numerosos puentes entre estos grandes cuadros culturales.
Sin bien este espacio no permite hacer un estudio interreligioso meticuloso con todos los detalles característicos de cada bloque epistémico, no cabe duda que un nuevo espacio espiritual global comienza a emerge del diálogo horizontal entre las religiones. Este diálogo con aspectos interreligiosos evidencia que la consciencia humana evoluciona hacia la integración con lo sagrado desde diferentes espacios y tiempos históricos, aunque cada perspectiva religiosa da un valor diverso a la naturaleza de la realidad. A pesar de las numerosas diferencias entre las religiones, la mándala apunta a la idea milenaria de la “Gran Cadena del Ser”, es decir, a la idea de que la realidad es una red entretejida de niveles de consciencia alcanzable desde la materia, el cuerpo, la mente, el alma y en última instancia la fuente divina, el Tao, el Nirvana. Las introspecciones espirituales nos revelan un entendimiento de la sacralidad donde la vida está interconectada radicalmente en todos los niveles. La naturaleza nos invita a desarrollar la espiritualidad mediante nuestro propio espíritu judeo-cristiano, fitrah islámico, shen chino, Buddha-dhatu budista y atman hindú para estar en armonía con lo sagrado.
Desarrollar nuestra espiritualidad no puede ser una obligación del micromundo paradigmático que nos circunda. Debe ser una opción devota personal que reinventa nuestro meta-mundo común y compartido, con nuevos sistemas de valores que velen por hábitos más sostenibles con el medio ambiente, así como por la conservación de la vida en nuestro planeta. Según argumentan Hathaway y Boff (2014, pp. 376-377), hay que “tener en cuenta el papel de la espiritualidad y el de la religión en el intento de salir de nuestro camino de destrucción y emprender otro en el que los seres humanos participemos activamente en la preservación y la mejora de la integridad, la belleza y la evolución de la vida en la Tierra”. Para abrirnos a este nuevo camino, la especie humana necesita fomentar la preservación de la biodiversidad y cuidar de la vida de los ecosistemas, tal y como persiguen los ODS de la ONU. Alcanzar una gran familia humana en armonía coevolutiva con los ecosistemas de la Tierra es, en efecto, el gran objetivo del paradigma de la cosmodernidad. Hay que reinventar lo sagrado y transgredir los cuadros epistémicos tradicionales que nos anclan en las diferencias religiosas y culturales, que nos enfrentan y nos abocan a la muerte física y espiritual. Por el contrario, debemos enfocarnos en el desarrollo de una cultura de paz entre los pueblos para no obstaculizar a las futuras generaciones. En todas las creencias y culturas de la humanidad existe ese anhelo común transhistórico.
Un buen ejemplo de esta cosmovisión pacífica son algunos de los textos sagrados de revelación del hinduismo, como las vedas y las upanishad. Sin duda, Mahatma Gandhi es considerado como un apóstol de la paz y no violencia gracias a su conocimiento espiritual de estos textos filosóficos hindúes. La esencia principal de estos tratados de veneración es la realización de unidad con todas las criaturas. A pesar de la diversidad de creencias (monoteístas, politeístas, panenteísmo, pandeísmo, monismo, ateísmo, etc.), los hindúes consideran que detrás del universo visible (Maya), existe una realidad última e infinita conocida como Nirguna Brahman, que carece de forma imaginable. Este carácter monista contrasta con la adoración politeísta a numerosos dioses y diosas, que reciben atributos en el nivel de la Saguna Brahman. Las deidades deva (masculino) y devi (femenino) son descritas como seres super-naturales, como es el caso de los guardianes de las direcciones que hay en los muros del templo Shiva en Prambanan (Indonesia). La Prakriti es la naturaleza, donde habita el cuerpo denso del ser humano, que según el texto sagrado del Bhagavad Gita está dirigido por el cuerpo sutil, es decir, la mente, la inteligencia y el ego. La Karana sarira o cuerpo causal es la semilla del cuerpo denso y del cuerpo sutil que el atma realiza como última instancia individual para conectarse con la realidad última del Nirguna Brahman. De forma similar al Tao chino o al Nirvana budista, el Nirguna Brahman hindú muestra que la búsqueda para la verdad de la unidad de la naturaleza y el cosmos transciende a todas las creencias religiosas, yendo más allá, sin poder ser concebida o descrita en palabras.
De hecho, esa fue la conclusión que compartió el poeta y escritor indio Rabindranath Tagore (Premio Nobel en Literatura en 1913) con el famoso físico Albert Einstein (Premio Nobel en Física en 1921) durante su encuentro el 14 de julio de 1930 a las afueras de Berlín. Un buen ejemplo de esta incapacidad de describir la realidad última del universo fue dada por el propio Tagore en otro momento, con una cita comúnmente conocida que dice así: “la mayoría de la gente cree que la mente es un espejo, que refleja con mayor o menor exactitud el mundo existente fuera de ellos, sin darse cuenta que, al contrario, la mente es en sí misma el elemento principal de la creación”. Se trata de un profundo insight que envuelve un salto ontológico en la forma en que percibimos la estructura de la Realidad.
Sin duda, esta concepción filosófica y religiosa va más allá del concepto de ecología profunda formulado por el filósofo noruego Arne Naess en la década de 1970. De acuerdo con Naess (1973), existe una visión ecológica superficial que percibe al ser humano por encima de la naturaleza y eso le da derecho a explotarla sin límites. Para superar este marcado antropocentrismo, Naess propone una ecología profunda donde el ser humano está conectado horizontalmente con todos los seres vivos. Si bien esta concepción ha sido criticada por considerar que la vida humana tiene el mismo valor que las otras formas de vida, la concepción hinduista de Tagore va mucho más allá de este marco teórico. La introspección de Tagore sugiere que nuestra mente es capaz de transcender todos los niveles gnoseológicos y ontológicos para crear la propia estructura de la realidad cósmica y terrenal.
Este profundo insight de Tagore también es compartido por su compatriota y filósofo espiritual Jiddu Krishnamurti. En un opúsculo llamado The Future of Humanity, Krishnamurti (1983) dialoga con el físico David Bohm a partir de la pregunta ¿Cuál es el futuro de la humanidad? Durante el diálogo, estos autores consideran que la humanidad tomó una curva errada y se salió de su camino, volviéndose un hábito continuar en esa situación que nos está dirigiendo a la aniquilación de la vida en la Tierra, incluyendo al género humano. Para cambiar este rumbo civilizatorio, Krishnamurti (1983) enfatiza en el hecho de promover la espiritualidad, puesto que el conocimiento científico acumulativo no puede librarnos del desastre, sino los insights reveladores que nos interconectan extrasensorialmente con el todo para transcender la realidad. Por increíble que parezca, esta visión espiritual ha encontrado fundamentos científicos a partir de la segunda mitad del siglo XX, especialmente con la formulación de la Teoría de Autopoiésis postulada por Humberto Maturana y Francisco Varela (2011).
De forma similar al modelo bootstrap, la Teoría de la Autopoiesis revela que todos los fenómenos están interconectados y poseen la capacidad intrínseca de auto-organizarse como un todo. Lo que pensamos es trasmitido al resto del cuerpo por los péptidos de la sangre, que actúan como mensajeros moleculares de una misma red psicosomática entre los sistemas nervioso, inmunológico y endocrino. Por este motivo, Bohm argumenta que “las investigaciones modernas dentro del cerebro y del sistema nervioso realmente dan un considerable apoyo a la declaración de Krishnamurti de que los insight pueden cambiar las células cerebrales” (Krishnamurti, 1983, p. 4). Así, parece que la capacidad de transcender con la mente y crear la estructura de la realidad a partir de la meditación profunda podría demostrarse científicamente en los próximos años con pruebas más contundentes.
Conclusiones cosmodernas para bioinspirar futuros más sostenibles y resilientes
La investigación de los estados físicos del mundo y otros fenómenos subatómicos han ido demostrado científicamente que la estructura ontológica de la realidad se constituye por una vasta red de interconexiones que incluye al sujeto-observador. Este reconocimiento autoconsciente sobre la individualidad interconectada tiene una gran transcendencia para lograr la sostenibilidad planetaria, puesto que nos obliga a transformarnos en personas más responsables y reflexivas con los procesos coevolutivos que la vida desarrolla en el planeta como un todo interdependiente.
Dicho en otras palabras, los actos y acciones de contaminación y degradación ambiental de cada persona afectan directa e indirectamente al resto de la ciudadanía mundial, pero también a su entorno medio ambiental. Debemos entender que cada uno de nosotros crea su mundo único a través de la interrelacionabilidad con los otros, y esta interretroacción con otros mundos singulares se da en un mundo común compartido: un meta-mundo. Al descubrir que no podemos ser sustituidos por nadie más, puesto que somos individuos únicos y singulares, entendemos que el mundo está compuesto por muchos mundos. ¡Un mundo con más de siete mil doscientos millones de mundos! Cada mundo interactúa de un modo personal interconectándose con todo el universo de una forma propia y singular, al igual que lo hacen las constelaciones de neuronas existentes en nuestro cerebro.
Como explican los filósofos y biólogos chilenos Humberto Maturana y Francisco Varela (2011, p. 270): “no percibimos que sólo tenemos el mundo que creamos con los otros, y que sólo el amor nos permite crear un mundo en común con ellos”. Cada uno de nosotros es un ser individual singular que vive en un meta-mundo que nos acoge para nuestro florecimiento vital, afectivo e inteligente; pero nuestras meta-acciones están acabando con la vida de este meta-mundo común y compartido que nos afecta a todos/as transcendentalmente. Las acciones de consumo y contaminación de cada individuo afectan directamente al resto de la ciudadanía mundial (actual y futura), pero también a la gran biodiversidad que coevoluciona en los ecosistemas naturales desde hace miles de millones de años.
Al demostrar que existe un condicionamiento paradigmático recíproco entre los sujetos de la emergente ciudadanía mundial con el medio ambiente, queda claro que los ODS sólo podrán ser alcanzados de manera colectiva e indivisible: sintiéndonos parte de los procesos coevolutivos de un meta-mundo indisoluble. Al igual que ocurre en el mundo subatómico, el individuo carece de significado como entidad aislada de las partes de un todo indivisible que está en continuo movimiento y reestructuración, como es la ciudadanía mundial en la era planetaria actual. Debemos promover un pensamiento sistémico-analítico que reconozca la condición humana dentro de una vasta red de relaciones y movimientos energéticos en continua reestructuración. Es necesario complementar la fragmentación epistémica que las personas creamos sobre la estructura de la realidad.
Según explica Bohm (1992, p. 22) al exponer su Teoría del Holomovimiento, “tenemos el hábito de tomar el contenido de nuestro pensamiento como descripción del mundo”, y esto nos crea la ilusión epistémica de considerar que existe una correspondencia directa con la realidad objetiva. De acuerdo con la Teoría de la Relatividad y con la Teoría Cuántica, esta relación es mucho más compleja que una simple correspondencia, puesto que no existe separación por partes, es decir, la estructura ontológica del universo sólo puede comprenderse en términos de relacionalidad entre los propios seres humanos, con la naturaleza, con nuestra Madre Tierra y con el cosmos en su acepción más amplia.
Dicho en otras palabras, a pesar de que ambas teorías son muy diferentes entre ellas, nos muestran la necesidad de comprender el mundo como una totalidad indivisible donde todas las partes del universo -incluido el ser humano observador y sus instrumentos- se funden en una misma totalidad estructurada por materia-energía en constante proceso de transformación. Un buen comienzo para comprender esta complejidad es combinar la razón científica con la introspección espiritual para unificar la vida, la mente y la materia, sin hacer ninguna división categórica entre el mundo físico y el mundo vivo. En este contexto, se podría definir metafóricamente al paradigma de la cosmodernidad como la constelación de interconexiones que los individuos de la ciudadanía mundial deben realizar para alcanzar un auténtico desarrollo sostenible a través de una participación sincrónica con la danza cósmica que las estrellas y galaxias realizan durante los procesos de transformación energética.
Del mismo modo que en el mundo cuántico las partículas subatómicas carecen de significado alguno si se estudian de forma aislada, las interretroacciones de los individuos tienen que ser entendidas dentro de una extensa red de interconexiones y correlaciones. La toma de consciencia de que todas nuestras acciones están interconectadas en una vasta red de interdependencia universal es la clave para salvaguardar la rica biodiversidad planetaria y conseguir el cumplimiento de los ODS en 2030. Para caminar en esta dirección es necesario crear nuevos diálogos inter-epistemológicos entre los saberes científicos y no científicos en todas las esferas de la educación formal, no formal e informal.
En el paradigma de la cosmodernidad, el conocimiento científico de un universo físico exterior converge con el conocimiento espiritual de un universo emocional interior. “La experiencia educativa transdisciplinar para la sostenibilidad incluye la dimensión espiritual como un núcleo para la creación relevante en nuestras sociedades, a nivel local y mundial” explica la antropóloga Cristina Núñez (2012, p. 109). Esto significa que el éxito educativo no puede reducirse a una simple cuantificación llevada a cabo mediante pruebas estandarizadas sobre comprensión lectora, ciencias o matemáticas, como ocurre con las pruebas PISA de la OCDE. El verdadero éxito educativo radica en que los estudiantes tengan experiencias espirituales, emocionales y psicosomáticas entre cuerpo y mente con la intención de desarrollar conexiones profundas con las otras personas, con la vida, con la naturaleza y con el cosmos.
En definitiva, todo parece indicar que los diálogos mantenidos sobre los fundamentos de la mente, la materia, la consciencia, la vida y la naturaleza, entre grandes científicos y líderes espirituales (Einstein y Tagore, Bohm y Krishnamurti, Anton Zeilinger y Dalai Lama, etc.), podrán desvelar el camino incierto de esta encrucijada de insostenibilidad paradigmática en la que nos encontramos como sociedad-mundo interconectada. Por eso el paradigma cosmoderno que postulo para alcanzar un desarrollo sostenible, a través de la inspiración biomimética, se apoya tanto en las creencias espirituales como en las demostraciones científicas empíricas, sin caer en el dogmatismo de uno u otro lado. La visión cosmoderna integra ambos tipos de conocimiento para hacer una metamorfosis civilizatoria que reinvente nuestra relación con lo sagrado. La naturaleza es un modelo único a imitar para conseguir una sostenibilidad socio-económica, como bien es sabido por las creencias espirituales y ancestrales de los pueblos originarios que debemos rescatar por su rica sabiduría milenaria. Por tanto, se concluye que para aprender a coevolucionar de forma resiliente en la Pachamama se requiere el desarrollo potencial y simultáneo de los diferentes saberes científicos y religiosos.
El paradigma de la cosmodernidad se consolida, por tanto, bajo las premisas de la cooperación transnacional, la solidaridad intergeneracional y la coevolución armónica y sostenible de los sistemas culturales humanos junto con los ecosistemas de la naturaleza. Tenemos que aprovechar la oportunidad que nos brindan los ODS para caminar juntos hacia un horizonte civilizatorio sostenible con el medio ambiente. En esta encrucijada histórica, es necesario comprender que la sostenibilidad es un proceso complejo y transdimensional que está dentro y fuera del ser humano al mismo tiempo. También representa una oportunidad histórica para reformular biomiméticamente nuestros valores sobre lo sagrado, así como la oportunidad para crear una “ética global” por la que podamos convivir en una cultura de paz que nos permita evitar el desastre ecológico y civilizatorio al que estamos encaminados. En este sentido, el filósofo Jürgen Habermas (2011) postula su concepto de “paradigma post-secular”, donde afirma que estamos cambiando las religiones hacia una especie de “supra-ética” y la secularidad posmoderna hacia nuevos significados plurales de solidaridad profunda.
De ahí que el abordaje cosmoderno constituya una apertura epistemológica que busca integrar, incluir y combinar las múltiples dimensiones cósmicas, físicas, biológicas, ecológicas, espirituales, religiosas, místicas, racionales, sociales, políticas, éticas, emocionales, afectivas, culturales y artísticas de un ser humano que coevoluciona y se auto-eco-organiza permanentemente en los procesos sistémicos e interdependientes de energía, materia e información (Collado, 2016a). Enfrentarnos a los peligros del futuro, con la pretensión colectiva de cumplir los ODS propuestos por la ONU para 2030, requiere reflexionar sobre la aparición del ser humano en la Gran Historia de un modo holístico, sistémico y transversal, sin olvidar las cosmovisiones epistémicas y las tradiciones culturales de cada contexto particular. En este proceso, la combinación de ciencia y religión nos permite bioinspirarnos de las estrategias flexibles de la naturaleza y el cosmos para adaptadas a cada circunstancia eco-social de nuestra comunidad, sirviéndonos como un modelo, una medida y un mentor para integrar la sabiduría de la biosfera en las estructuras de la sociosfera y la tecnosfera humanas.