I. INTRODUCCIÓN
En el tránsito del siglo XIX al XX se advierte un viraje con respecto a las características de la organización estatal, que va desde un Estado legal a un Estado constitucional de derecho. Esto significó una apertura hacia otros horizontes de racionalidad y eticidad. En efecto, en el Estado constitucional se coloca el foco de atención en los textos constitucionales en cuanto normas jurídicas fundamentales y arquitectónicas. En particular, en la segunda mitad del siglo pasado las Constituciones se enriquecieron por la incorporación de los derechos humanos básicos y, a la luz del derecho internacional de los derechos del hombre, se orientaron sobre la base del paradigma de la inviolabilidad de la persona (Depetris, 2015). El Estado, pues, tiene en su interior valores y principios sustantivos; no es pura forma. A diferencia de lo que sucedía con el Estado legal, la práctica del derecho en el Estado constitucional, como explica Atienza (1998), “presupone -o implica- no sólo valores de tipo formal (ligados con la idea de previsibilidad), sino también de tipo material (vinculados a las nociones de justicia o de verdad) y de tipo político (conectados a la noción de aceptación)” (p. 47).
En los últimos años, se dice que el Estado constitucional de derecho ha tomado la forma particular de un Estado ambiental de derecho, como consecuencia de la integración en su estructura de un componente ecológico y de una serie de normas y principios propios del derecho ambiental que guían la actividad estatal. Tal organización política ha establecido una nueva plataforma que condiciona y determina la actividad judicial y que hace del juez, como ha reconocido la Corte Suprema de Justicia de la Nación (en adelante CSJN), una figura sumamente activa con poderes normativos amplios.
Este trabajo tiene el propósito de discutir si esa caracterización del juez supone un riesgo, por un lado, para la institucionalidad del derecho y el esquema de división de poderes y, por el otro, para las garantías constitucionales de los ciudadanos. Se intentará argumentar, a partir de una reflexión que metodológicamente se nutre de contribuciones de la literatura especializada y la doctrina fijada por la CSJN, a favor de la tesis de que las prácticas judiciales proactivas, lejos de desafiar el derecho, caerían prima facie en un activismo judicial justificado siempre que se respeten ciertos límites (procesales y relativos a la organización estatal) y exista un compromiso serio con los derechos humanos, la defensa del bien colectivo del ambiente y, en última instancia, la realización de la justicia ambiental. Así, veremos que en el campo del derecho ambiental a veces ir más allá del excesivo formalismo se vuelve imprescindible con miras a avanzar en la protección de un derecho cuya vulneración, por la importancia que tiene, se vuelve intolerable y exige actuar. En modo alguno esto implica afirmar, vale aclara, que los jueces no tengan que respetar el principio primario de sujeción a la ley, sino que lo que se acentúa es la importancia de no perder de vista que el derecho no es solo lógica (pura forma) y que los jueces no pueden ser indiferentes a los aspectos materiales que integran el sistema jurídico -los cuales se encuentran reconocidos en la Constitución Nacional y tratados internacionales de derechos humanos-, así como tampoco deben estar incapacitados para hacer frente a los nuevos problemas que signan la realidad actual y el porvenir.
En función del propósito fijado, el trabajo se estructura de la siguiente manera. En primer lugar, a los fines de delimitar el terreno donde se mueve el juez explicaremos algunas de las principales características del Estado ambiental de derecho; en segundo lugar, veremos algunas notas distintivas de la figura del juez ambiental y ofreceremos argumentos que sirven para justificar, bajo ciertos límites, su carácter proactivo; en la última parte del trabajo, nos detendremos a mostrar que ello contribuye a la realización de la justicia ambiental, la cual es una exigencia fundamental que debe satisfacer el Estado para garantizar el derecho consagrado en el artículo 41 de la Constitución Nacional
II. EL ESTADO AMBIENTAL DE DERECHO
El Estado ambiental de derecho, cuya primera conceptualización se remonta a la doctrina alemana y se introdujo en nuestro país por Quiroga Lavié (1996) bajo el rótulo de “Estado ecológico de derecho”, tiene hoy en día cada vez mayor reconocimiento a nivel nacional, internacional y jurisprudencial (Esain, 2017a). Se han ofrecido diversas definiciones y caracterizaciones de tal forma de organización política (Wahl 2013, p. 101), pero siguiendo a Aranda Ortega (2013) podemos decir que se trata de: […] una construcción teórica, que se propone incardinar el deber de protección del medio ambiente a todas las actuaciones del Estado, inspirándose primero en un imperativo ético de protección del entorno, desarrollado a posteriori, en términos jurídicos, conforme al correlativo deber constitucional de proteger el medio ambiente” (p. 30).
En lo que respecta al plano de su fundamento, el Estado ambiental de derecho es una expresión del llamado “paradigma ambiental” (Lorenzetti, 2006, p. 425). En efecto, tal cosmovisión o “visión del mundo” (Weltanschauung), para decirlo en términos de Dilthey (1949), se ha instalado en las estructuras organizativas del Estado actual, definiendo sus instituciones jurídicas a partir de un enfoque que privilegia el ambiente. Así, Lorenzetti (2008) explica que “actúa como un principio organizativo del pensamiento retórico, analítico y protectorio, que se vincula con la interacción sistémica y con los enfoques holísticos” (pp. 2-3). Son varias las características del paradigma ambiental, pero entre ellas se destacan: el diseño de la categoría especial de bien colectivo, que se diferencia de aquellos en los que se admite la titularidad de un particular o del Estado; un sistema en el que predominan los deberes y los límites a los derechos en razón de la protección que demanda dicho bien; una definición jurídica de ambiente en la que prima la idea de “interrelación” o “sistema” entre sus partes componentes; y, por último, una concepción sistémica de la causalidad, que “toma en cuenta los efectos individuales y colectivos, presentes y futuros de la acción humana” (Lorenzetti, 2008, pp. 8-22).
A la luz del paradigma ambiental, la base que estructura el modelo jurídico-político abarca otras preocupaciones, creencias, técnicas, valores, modelos y fines. Esto hace que el Estado ambiental de derecho tenga notas características muy propias, de las cuales se destacan, a nuestro modo ver, en especial dos. En primer lugar, tiene una serie de principios rectores a los que el Estado de derecho debe sujetarse, entre los cuales sobresalen sobre todo los principios de prevención, precaución, progresividad, equidad intergeneracional, sustentabilidad, derecho a la información, participación ciudadana, acceso a la justicia y responsabilidad en materia ambiental (Lubertino Beltrán, 2018).
La segunda nota es que en el Estado ambiental se expresa cierto rechazo hacia un antropocentrismo extremo y egoísta que concibe al hombre como amo y señor de la naturaleza y que, por eso, tiene el derecho de devorar todo a su paso.1 Se adopta, en su lugar, una visión ecocéntrica o, al menos, un antropocentrismo moderado que se estructura, como explica Quiroga Lavié (1996), “en función de la protección del hábitat natural, del sistema cultural de la sociedad y de la información y educación ambientales” (p. 951). En estos términos, la CSJN dijo en el fallo “Barrick” (2019) que en el andamiaje constitucional el ambiente “no es un objeto destinado al exclusivo servicio del hombre, apropiable en función de sus necesidades y de la tecnología disponible, tal como aquello que responde a la voluntad de un sujeto que es su propietario” (considerando 17).
Asimismo, el Estado ambiental de derecho se nutre de elementos de otras posturas ético-ambiental enriquecedoras y que toman en serio a la naturaleza, como sucede con el ecocentrismo y el sensocentrismo. Hay un hito muy importante de nuestro país que marca este aspecto: la incorporación del artículo 41 de la Constitución Nacional mediante la reforma de 1994. En efecto, allí se puede encontrar la combinación de una postura antropocéntrica con un enfoque de corte biocentrista y también ecocentrista. Semejante rasgo, por ejemplo, fue señalado en las sesiones de la reforma por la convencional Vallejos (1994), quien dijo:
Creo que las dos posturas más divergentes éticamente hablando, tanto la homocéntrica como la biocéntrica o ecocéntrica, están contempladas en nuestro proyecto y están interrelacionadas para un mejor entendimiento de esta norma y de los valores que contemplan al hombre y como persona, así como a la Tierra en su conjunto, que es el lugar donde este se desenvuelve (p. 1690).2
La nueva forma de organización estatal no se concentra pura y exclusivamente en los intereses de las personas, sino que los considera en función de su relación con todo el sistema cultural y natural en el que se desenvuelve el hombre. En tal sentido, el artículo 41 de la Constitución Nacional muestra un abandono de un modelo económico que se cree legitimado para arrasar con el hábitat natural sin ninguna limitación. En su lugar, se establece un modelo de mercado sujeto a un programa de gobernabilidad social y ambiental más amplio, con un fuerte interés sobre lo ecológico, en el que la “solidaridad generacional es el núcleo de la normativa” (Quiroga Lavié, 1996, p. 951).
Este enfoque sistémico, que toma en consideración el todo, también resulta patente en el artículo 240 del Código Civil y Comercial, el cual establece, en el marco de los derechos individuales, que su ejercicio tiene que ser “compatible con los derechos de incidencia colectiva”. Así, se dice que, además de ajustarse a las normas del derecho administrativo local y nacional, “no debe afectar el funcionamiento ni la sustentabilidad de los ecosistemas de la flora, la fauna, la biodiversidad, el agua, los valores culturales, el paisaje, entre otros, según los criterios previstos en la ley especial”.
La jurisprudencia de la CSJN, otro campo donde se manifiesta, como demostró Esain (2017b), la cosmovisión que privilegia el Estado ambiental de derecho, ofrece ejemplos interesantes. Así, por nombrar solo uno reciente, en el fallo “Equística Defensa del Medio Ambiente Asociación Civil” (2020) se dice que con la incorporación al texto de la Constitución Nacional del artículo 41 el paradigma jurídico que gobierna la regulación de los bienes colectivos ambientales es ecocéntrico. De esta manera, no se tienen en cuenta “solamente los intereses privados o estaduales, sino los del sistema mismo, como lo establece la Ley General del Ambiente 25.675”, respecto a los cuales se debe “conjugar el territorio ambiental, de base natural, con el territorio federal, de base cultural o política” (considerando 7)
III. LA ACTIVIDAD JUDICIAL EN EL ESTADO AMBIENTAL DE DERECHO
III.1. El modelo de juez ambiental
En el Estado legal de derecho el juez tenía un rol muy secundario. En la historia del derecho moderno fueron en particular las cadenas del Código Civil de Napoleón las que ataron, sobre la base de una gran desconfianza, la labor del juez, sin que fuera necesario que se moviese en lo más mínimo de los parámetros fijados por la ley: se imponía el modelo de juez júpiter, según la terminología de Ost (1993). El rechazo de todo movimiento interpretativo más allá de la literalidad de la norma se ilustra muy bien con la famosa leyenda que dice que, cuando Napoleón recibió el primer comentario reinterpretando su texto, exclamó “¡mí código está perdido!”.
En este ambiente nació la escuela de la exégesis que, influida por las ideas racionalistas imperantes de la época, se estructuró sobre la base de dos principios constituyentes: la primacía de la ley como fuente del derecho y la valoración de la voluntad del legislador como contenido de la ley (Soler, 1962, p. 8). La decisión del juez no era más que el fiel reflejo del texto de la ley y su quehacer interpretativo se reducía a desentrañar, mediante el análisis de las palabras de la norma, qué quiso decir el legislador. De hecho, estas ideas ya habían sido marcadas por Montesquieu (1989), quien consideraba a los jueces como “la boca que pronuncia las palabras de la ley, seres inanimados que no pueden mitigar la fuerza y el rigor de la ley misma” (p. 163). En Alemania, por cierto, a pesar de ser un escenario distinto, la ciencia jurídica no pudo escapar a los vientos de ese tipo de cosmovisión y de la mano de la jurisprudencia de conceptos se buscó establecer un método de interpretación lógico-objetivo en el que la tarea del juez se redujera a subsumir los casos a ciertas categorías a priori que supuestamente prefiguraban y contenían la regulación detallada de cada institución del derecho (García Amado, 2010, p. 86; Cossio, 1956, p. 758).
A diferencia de ello, en el campo del Estado constitucional actual, y en especial su variante ecológica, la tarea jurisdiccional es una operación compleja y multidimensional, alejada de cualquier lógica silogística, en la que el juez toma diversos materiales para resolver el caso. En particular, en lo que al derecho ambiental se refiere, al ponerse en juego cuestiones tan importantes para el ser humano, se exigen criterios específicos y un tipo de actitud especial acorde con la materia. En efecto, el juez no puede solucionar los casos solo mediante un razonamiento silogístico, sino que debe ser activo, tal como ha destacado la CSJN en reiterados fallos (“Mendoza”, 2006 y “Saavedra”, 2021). Dicho de otra forma, en materia de libertad y restricción de la actuación judicial, es necesaria una concepción del juez que, lejos de ser la mera boca de la ley, se inmiscuya en el conflicto, lo gestione y adopte los mejores medios para salvaguardar los derechos comprometidos. La actividad del juez es un complejo ejercicio interpretativo en el que interviene, sobre todo, el numeroso catálogo de principios ambientales que hemos mencionado, dentro del cual cabe agregar los principios in dubio pro natura y el in dubio pro aqua, los cuales disponen que la normas, en caso de duda, tienen que ser interpretadas del modo más favorable para la naturaleza y la preservación de los recursos de agua, respectivamente. La CSJN ha ofrecido una enriquecedora doctrina en lo que respecta al uso de estas dos directrices interpretativas a favor de la naturaleza y el agua al momento de llevar a cabo el acto de interpretación, tal como exhiben los fallos “Majul” (2019) y “Saavedra” (2021).
El modelo de juez ambiental es dinámico, lo cual supone, como indica el propio concepto de “dýnamis” (δύναμις) -potentia en latín-, cierta idea de potencialidad, de disponer de la capacidad para llevar a cabo algo que se pretende realizar. Así, su campo de actuación abarca un universo de posibilidades respecto a la cuales puede realizarlas porque tiene el poder normativo para hacerlo. Buena parte de semejantes facultades se apoya en los poderes que le confiere el artículo 32 de la ley 25675 (Ley General del Ambiente). Claramente ello, como destaca la CSJN en los fallos “Mendoza” (2006) y “Saavedra” (2021), constituye una revalorización de las atribuciones del magistrado, las cuales lo distancian de forma notoria del modelo de juez pasivo. En tal sentido, en su comentario a dicha norma, Cafferata (2003) dice que, mientras que “el esquema clásico jurisdiccional concibe la figura del juez neutral, pasivo, quieto [y] legalista”, en estas “nuevas manifestaciones del accionar judicial asoma la figura del juez comprometido socialmente” (p. 52), quien ejerce una justicia de acompañamiento y de protección. La normativa ambiental le confiere al juez “un nuevo arsenal de derechos/deberes que le fuerzan a un intervencionismo” (Sagüés, 2007, p. 137).
El juez activo que lidia prudentemente con problemas ambientales es aquel que investiga las razones que se ponen en juego en el proceso, contempla la compleja realidad que exhibe el problema, considera los valores sobre los que se estructura el ordenamiento legal, se apoya en la jurisprudencia y la doctrina fijada por la tradición jurídica y no pierde de vista las implicancias de sus decisiones en relación con la importancia de mantener un trato respetuoso hacia la naturaleza con el fin último de salvaguardar el medio en el que se realiza la persona y sus derechos básicos.
Semejante dinamismo tiene dos virtudes: por un lado, enriquece el propio contenido del derecho que se debe aplicar al caso, pues se toman numerosos ingredientes normativos del sistema (principios, en especial) y se los valora a través de los elementos fácticos que le aporta la situación concreta que se debe juzgar; y, por el otro, esto permite que el juez alcance con mayor facilidad, al no estar atado a las cadenas de un excesivo formalismo, la realización de la justicia misma. Dicho con las palabras de la CSJN utilizadas en el fallo “Kersich” (2014), se trata de que los jueces, en cuanto guardianes de la Constitución Nacional, busquen las “soluciones procesales que utilicen las vías más expeditivas, a fin de evitar la frustración de derechos fundamentales.” En tal sentido, en el fallo “Mendoza” (2006), la CSJN dijo que “los jueces deben actuar para hacer efectivos” los mandatos constitucionales ligados con la protección del ambiente (considerando 18). Incluso, en la resolución dictada el 19 de febrero de 2015 en el marco de esa misma causa, el máximo tribunal destacó que respecto a la tutela del daño ambiental las reglas procesales tienen que ser interpretadas “con un criterio amplio que ponga el acento en el carácter meramente instrumental de medio a fin, revalorizando las atribuciones del tribunal al contar con poderes que exceden la tradicional versión del ‘juez espectador’” (“Mendoza”, 2015, considerando 9).
III.2. Activismo judicial ambiental
La La posibilidad de contar con mayores márgenes en la tarea interpretativa y de creación de derecho da cuenta de que el modelo de juez ambiental caería bajo el llamado activismo judicial. Sin entrar en las grandes dificultades que existen en torno a la delimitación de tal concepto,3 por cierto muy polisémico (Ruiz, 2004), parece estar claro que el activismo judicial fundamentalmente se opone al formalismo. Se trata, como explica Duquelsky (2018), de un “juez consciente de su rol político, abierto a buscar soluciones innovadoras, que genera interpretaciones novedosas, cambia la jurisprudencia, sale de su despacho, tiene conciencia de la realidad social” (p. 203).
Ahora bien, la cuestión es que la idea de activismo judicial ambiental ofrece algunos puntos problemáticos. Uno de ellos es que la innovación, si se escapa a las reglas establecidas, desafía las reglas del derecho. Así, en relación con el campo procesal, ello puede volver el proceso un tanto caótico y, en la medida que se alteren sus formas básicas y esenciales, lo privaría de sentido. Sin embargo, sobre este punto y la importancia de mantenerse en los límites de las reglas, la CSJN ha sido contundente. Así, en el marco de la causa “La Pampa” (2009) dice que respecto a la recomposición del ambiente dañado:
[…] las facultades ordenatorias del proceso […] deben ser ejercidas con rigurosidad, pues la circunstancia de que en las actuaciones hayan sido morigerados ciertos principios vigentes en el tradicional proceso adversarial civil y, en general, se hayan elastizado las formas rituales, no configura fundamento apto para permitir la introducción de peticiones y planteamientos en apartamiento de reglas procedimentales esenciales que, de ser admitidos, terminarían por convertir el proceso judicial en una actuación anárquica en la cual resultaría frustrada la jurisdicción del Tribunal y la satisfacción de los derechos e intereses cuya tutela procura (considerando 6).
La tutela del ambiente hace necesario que las reglas procesales tengan que ser interpretadas con un enfoque más amplio, pero no habilita al intérprete a salirse de su propia lógica ni desconocer sus fines (“Martínez”, 2016 y “Mendoza”, 2006). Esto parece estar definido con cierta claridad en la doctrina de la CSJN citada. Sin embargo, la dificultad de hablar de activismo judicial en el campo ambiental no termina en este punto de índole procesal. El problema es que la actuación del juez puede terminar afectando, en mayor o menor medida, el esquema de división de poderes del Estado. Dicho con otras palabras, lo que parecería hacer el activismo es entrometerse en competencias ajenas a su función que pertenecen a los otros poderes del Estado (Laise, 2020, p. 155). La pregunta frente a esta situación es si la figura del juez activo ambiental se justifica o, al contrario, no es del todo deseable, pues tiene la capacidad para poner en jaque la estructura organizativa del Estado y minar las instituciones. Creemos que la primera afirmación de la disyunción es la correcta, básicamente por tres razones.
En primer lugar, como reconoce Atienza (2011) respecto a la satisfacción de los derechos sociales en Latinoamérica -lo cual es aplicable a supuestos ambientales-, los jueces se involucran “simplemente porque si ellos no lo hacen, no cabe esperar que alguna otra instancia estatal pueda satisfacer la exigencia que se plantea cuando alguien pide que se le reconozca uno de esos derechos: a la subsistencia, a la salud, etc.” (p. 85). De esto da cuenta Carnota (2010) en su cometario a un caso que llegó a la justicia contencioso-administrativa de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, en el que para defender el derecho a la vida y la propiedad se hizo lugar a una medida cautelar que ordenó la desactivación de un cartel luminoso que presentaba una amenaza de incendio, a pesar de que no hubo un reclamo previo en sede administrativa.
Al respecto, la CSJN es clara en precisar que su intervención se vuelve una necesidad para que el sistema de reconocimiento y satisfacción plena de los derechos funcione, se realice y no se quede como una expresión de buenos deseos volcada en los textos normativos (“Mendoza”, 2006). Su jurisprudencia ofrece muchos ejemplos sobre este punto, tales como la protección de los bosques nativos (“Salas”, 2009 y “Mamani”, 2017), recursos minerales (“Cruz”, 2016 y “Fundación Ciudadanos Independientes”, 2016), los humedales (“Majul”, 2019), los glaciares (“Barrick”, 2019) y acceso al agua potable (“Kersich”, 2014 y “La Pampa, 2017).
Claro, en todo caso una de las claves de un ejercicio jurisdiccional prudente que no asuma de modo indebido la tarea de los otros poderes está en limitarse a “afirmar la garantía de los derechos a través de mandatos orientados a un resultado” (Lorenzetti, 2008, p. 181). Ello se realiza por medio de fórmulas como “hay que limpiar el río”, “hay que terminar con la emisión de gases contaminantes” o “hay que hacer cesar el incendio”. El procedimiento para alcanzar semejante resultado, el cual requiere muchas veces de enormes conocimientos técnicos, le competerá a la administración y no parece acertado que los jueces se inmiscuyan en esta área, respecto a lo cual a lo sumo pueden exigir que se informe un plan de actuación para su control.
Un ejemplo que ilustra muy bien el respeto del rol de los otros poderes del Estado se da en el caso “Equística Defensa del Medio Ambiente Asociación Civil” (2020). En este fallo, a raíz de constantes incendios irregulares que afectaban gravemente el ecosistema del Delta del Río Paraná, se hizo lugar a una medida cautelar y se dispuso que las Provincias de Santa Fe, Entre Ríos y Buenos Aires, y los Municipios de Victoria y Rosario, constituyan un Comité de Emergencia Ambiental para que adopte medidas eficaces para la prevención, control y cesación de dichos incendios. En este caso, la intervención de la CSJN no supuso un cuestionamiento de las atribuciones de las entidades municipales y provinciales. En realidad, se trató de un trabajo conjunto que buscaba establecer un mecanismo robusto para hacer frente al problema. El rol de la justicia, para ser más precisos, fue “fortalecer las labores de fiscalización por parte de los Estados en el ejercicio efectivo del poder de policía ambiental, en cumplimiento de las leyes ambientales citadas”, de manera de aunar los poderes públicos para detener o controlar de inmediato los incendios que se habían producidos.
La segunda razón que podría justificar aquel tipo de activismo ambiental es que este permite muchas veces hacer respetar la Constitución Nacional cuando las decisiones mayoritarias afecten los derechos individuales. Se trata, entonces, de un aporte a la democracia deliberativa desde el Poder Judicial, pues los jueces, como explica Gargarella (2009), son los que reciben “las quejas de quienes son, o sienten que han sido, tratados indebidamente en el proceso político de toma de decisiones” (p. 969).
La última razón estaría dada por la naturaleza del derecho que está en juego. El ambiente no es un derecho más, sino que es un derecho fundamental en el sentido de que se relaciona con las condiciones existenciales de posibilidad para desarrollar todos los demás derechos. Sin un ambiente adecuado la calidad de la vida se depreciaría; incluso, en ciertos casos en los que el entorno natural se halle muy comprometido, no habría posibilidad de existencia humana alguna. La naturaleza de la que forma parte el ser humano es el soporte de la vida y, por eso, su conservación tiene un carácter prioritario.
No se puede perder de vista, además, que el carácter de los problemas ambientales ofrece otras exigencias jurídicas. En efecto, se trata de situaciones que conciernen a todos. Ello se debe a que el ambiente es un bien colectivo, de pertenencia comunitaria, de uso común e indivisible.4 Si bien ya hemos señalado este rasgo al mencionar la categoría de derechos de incidencia colectiva, resulta oportuno agregar en esta instancia algunas notas centradas en la actividad interpretativa del juez a partir de la doctrina de la CSJN. En este sentido, se destaca el precedente “Barrick” (2019), en el cual los jueces señalaron que los casos ambientales exigen “una consideración de intereses que exceden el conflicto bilateral para tener una visión policéntrica” en razón de los múltiples intereses en juego. De hecho, la actividad jurisdiccional no es una cuestión que se limita a resolver el pasado, sino sobre todo a “promover una solución enfocada en la sustentabilidad futura, para lo cual se exige una decisión que prevea las consecuencias que de ella se derivan” (considerando 17). Lo futuro abre un abanico de posibilidades de intervención, lo cual hace que la actividad jurisdiccional esté menos limitada que si tuviera que decidir solo sobre una realidad ya desplegada. Sin duda, pues, el tipo de problema, como dice el máximo tribunal, “invita a reforzar la visión policéntrica propuesta para los derechos colectivos al tiempo que evidencia la dificultad del proceso bilateral tradicional para responder a la problemática ambiental” (Barrick, 2019, considerando 21).
Queda claro, de acuerdo con los argumentos ofrecidos, que el activismo en el campo ambiental, más que debilitar el derecho, puede resultar imprescindible para garantizar los derechos mismos de las personas, preservar y proteger la naturaleza, los ecosistemas y toda forma de vida que se encuentre en peligro por factores antropogénicos. En este orden de ideas, el tipo de activismo del juez que se defiende se trata, usando la propuesta de Duquelsky (2018), de un “activismo garantista”, esto es, “una actitud creativa, antiformalista y comprometida con la efectivización de los derechos fundamentales sin que ello implique la vulneración de garantías constitucionales” (p. 205). Es, pues, una intervención judicial, con más márgenes de actuación, que se da cuando no existe otro medio jurídico para proteger los derechos y hacerlos efectivos (Carnota, 2010).
IV. ACTIVISMO JUDICIAL Y JUSTICIA AMBIENTAL
Hay un aspecto más que se suma a las razones que apoyarían la defensa del modelo de juez activo, el cual, debido a su importancia, hemos decidido desarrollar por separado. Este es que la protección de derechos esenciales permite la realización de la justicia y, más en concreto de acuerdo con el área de estudio de nuestro trabajo, la justicia ambiental.5 Se han ofrecidos diversas definiciones de este tipo especial de justicia (Holifield, 2001), pero podemos tomar prestada la formulada por Bullard (1999), quien es considerado “el padre” de la disciplina. Según este autor, ella se define como “el trato justo y la participación significativa de todas las personas, independientemente de su raza, color, origen nacional o ingresos con respecto al desarrollo, implementación y cumplimiento de las leyes, regulaciones y políticas ambientales” (p. 7). Todas las personas, sin distinción alguna, tienen un igual derecho a la protección del ambiente y cuando este derecho fundamental se vea vulnerado de forma intencional o no, se puede hablar, dice Bullard (1999), de “racismo ambiental” (environmental racism) (p. 5).
Como se advierte, la justicia ambiental es una especie dentro del género de justicia distributiva, solo que está delimitada por su campo de actuación. En concreto, como dice Wenz (1988), “la justicia ambiental trata principalmente acerca de las teorías de la justicia distributiva, respecto a la manera en que los beneficios y las cargas deben ser localizadas” (pp. xi-xii). Se apoya sobre dos ideas básicas: la primera es que todas las personas, sin excepción, tienen derecho a vivir en un entorno limpio, sano y equilibrado, en el que puedan acceder a sus recursos para llevar a cabo su plan de vida, sin amenazas ni perjuicios por la actividad de otros que deprecien la calidad de tal espacio vital; la segunda idea es que, por lo general, son las personas más vulnerables las que carecen de tales condiciones. El caso “Barrick” (2019) ofrece un ejemplo ilustrativo en el que se busca garantizar la distribución igualitaria de los recursos, pues, al declararse la constitucionalidad de la ley de Glaciares, se pone un fuerte límite a la minera Barrick Gold en la extracción de minerales que afectaría el acceso de grandes grupos de población al recurso estratégico del agua. En cuanto a la segunda idea básica mencionada, los hechos que originaron la intervención de la CSJN en los autos “Mendoza” hablan por sí solos. Recordemos que allí se trató el daño colectivo que producía la contaminación de la cuenca del Río Matanza, la cual tiene una población de alrededor de 3.000.000 de habitantes de los cuales, como es sabido, una buena parte corresponde a personas de muy bajos recursos que se radican en asentamientos muy humildes a las orillas del río.
Dicho esto, el juez activo, en la realización de la justicia ambiental, debe aspirar con medidas proactivas destinadas a modificar el estado de cosas por el cual los ciudadanos tienen afectado su derecho constitucional a un ambiente sano y equilibrado, apto para su desarrollo. Los pasos que tiene que seguir su intervención están fijados con claridad en la doctrina especial que elaboró la CSJN en materia de responsabilidad civil por daño ambiental. Intervenir, en primer lugar, teniendo en cuenta que “tiene prioridad absoluta la prevención del daño futuro”. En segundo lugar, si ya hay un daño, “debe perseguirse la recomposición de la polución ambiental […] conforme a los mecanismos que la ley prevé” y, en último término, “para el supuesto de daños irreversibles, se tratará del resarcimiento” (“Mendoza”, 2006, considerando 18).
Hay un horizonte privilegiado en la actividad judicial que, de acuerdo con el artículo 35 de Código Iberoamericano de Ética Judicial, “es realizar la justicia por medio del derecho”. A este respecto, Aristóteles (1975) decía que el juez es la “justicia viviente”, una metáfora que ilustra muy bien, además del dinamismo de los jueces, que es allí, a la figura de ese tercero imparcial, a donde deben recurrir los individuos cuando sus derechos se han vulnerado. Todo aquel que tenga afectado su derecho fundamental consagrado en el artículo 41 de la Constitución Nacional tiene el derecho a acceder a los tribunales de justicia y los jueces deben adoptar aquellas medidas necesarias para que aquel se haga efectivo. En el caso particular de la justicia ambiental, esto se logra efectivamente, como explica Nonna (2020), cuando “todos disfrutemos del mismo grado de protección contra los riesgos ambientales y de salud y cuando esté consagrado el equitativo acceso al proceso de toma de decisiones para gozar de un ambiente saludable” (p. 25).
Un activismo deseable en materia ambiental, entonces, es aquel que privilegia en sus decisiones el valor de la naturaleza y, al mismo tiempo, vela porque se satisfaga la exigencia fundamental del acceso igualitario al bien colectivo del ambiente. Sin ir más lejos, este último aspecto ligado a la igualdad constituye un elemento central del propio concepto de justicia, en particular en su aspecto formal, es decir, respecto al criterio bajo el cual han de distribuirse los bienes y cargas en toda la comunidad. Claro, hablar de igualdad es hacer referencia a un término polisémico que como tal ha sido entendido de varias maneras. No es extraño afirmar, pues, que su denominación ha dado más problemas que soluciones a lo largo de la historia. Es muy probable que por este motivo, por ejemplo, Finnis (2000, p. 193) considera conveniente sustituir el término igualdad por otros menos vagos como proporcionalidad, equilibrio o contrapeso.
No hace falta discutir aquí ese tema, muy escurridizo y espinoso, pero nos interesa realizar solo dos aclaraciones. En primer lugar, conviene señalar que no se añora una igualdad absoluta en la que los individuos son tratados de manera idéntica, pues lo que busca la forma de la justicia es más bien “mitigar, justificar y objetivizar las inevitables desigualdades existentes entre los miembros de la comunidad política” a la luz de un criterio de distribución que conserve la igualdad proporcional (Massini Correas, 2005, pp. 9-10). En segundo lugar, y relacionado con el primer punto señalado, es importante decir que el criterio que guía a la justicia hacia la realización de la igualdad proporcional, como afirman diversos autores, entre ellos Aristóteles (1975), Tomás de Aquino (1956) y Finnis (2000), encuentra su contenido en un título que determina lo que se le es debido a alguien en el marco de las exigencias y beneficios del bien común (Massini Correas, 2005, p. 14), entendiendo a este como la realización de todos los miembros de la comunidad o, en palabras de Finnis (2000), “un conjunto de condiciones que capacita a los miembros de la comunidad para alcanzar por sí mismos el valor (o los valores), por los cuales ellos tienen razón para colaborar mutuamente (positiva y/o negativamente) en una comunidad” (p. 184).
Entonces, la bien común estructura el reparto de los títulos, coronándose de esta manera en la estrella polar que guía la realización de la justicia; de ahí que aquel sea calificado por Finnis (2000) como “el objeto de toda justicia” (p. 198). Desde luego, vale aclarar, es necesario precisar que este reparto se lleva a cabo bajo ciertos criterios intermedios que no responden necesariamente a un orden lexicográfico, como ser: la necesidad, la función, la capacidad y la convención, entre otros (Rabbi-Baldi, 2015, pp. 430-438). Lo que fundamenta que se realice tal distribución, por cierto, es en última instancia la dignidad en cuanto fundamento de los derechos humanos (Spaemann, 1988), la cual hace a todas las personas acreedoras, sin excepción alguna, de gozar de “un ambiente sano, equilibrado [y] apto para el desarrollo humano”, tal como prescribe nuestra Constitución Nacional.
En efecto, la dignidad se refiere a un valor que le pertenece por igual a todos los seres humanos y se caracteriza por ser incondicionado, indivisible, permanente e inviolable (dignidad inherente), el cual se va actualizando o realizando en la persona en un contexto determinado y con base en criterios culturales acerca de lo que es digno (dignidad no inherente) (Michael, 2014; Laise, 2017, p. 134). Bajo este horizonte, entonces, el juez que avanza en la garantización de un ambiente sano y equilibrado, lo hace precisamente para preservan la dignidad humana, pues sin un entorno de tales características no sería posible el desarrollo de la persona ni tampoco, en situaciones extremas, su existencia. Sin duda el ambiente es el “presupuesto de viabilidad de bienes existenciales individuales” (Lorenzetti, 2008, p. 61) y, como tal, merece el mayor respeto y consideración.
V. CONCLUSIONES
Los conceptos de ambiente, precaución y prevención se han vuelto “expresión de funciones centrales del Estado en el último tercio del siglo XX” (Walh, 2013, p. 101) y comienzos del XXI, reconfigurando el Estado de derecho a una versión ecológica que intenta hacer frente a los problemas actuales: calentamiento global, desertificación, deforestación y contaminación generalizada, entre muchos otros. Así, el Estado ambiental de derecho ha establecido, a nivel macro del sistema jurídico, una nueva plataforma de materiales normativos en materia ecológica y, respecto al ejercicio de la jurisdicción, dispuso un modelo de juez con poderes normativos amplios para lidiar con los problemas ambientales. En ese sentido, el juez no se concibe como una figura inerte o como un simple espectador, sino que es dinámico y activo y no está atado a excesivos y paralizantes formalismos que puedan poner en peligro la satisfacción de derechos fundamentales. Es claro que este tipo de cosmovisión se inserta dentro de una perspectiva de corte activista que le da al magistrado un papel central y decisivo en la práctica del derecho.
Hemos tratado de demostrar que, sobre la base de los valores materiales y los fines que estructuran el Estado ambiental de derecho, el activismo ambiental, ejercido de forma prudente, encuentra una buena justificación. Siendo un poco más precisos, las razones que apoyan semejante afirmación se resumen en las siguientes sentencias: la defensa de los derechos humanos; la necesidad de ir más allá del excesivo formalismo cuando se vuelve imprescindible avanzar en la protección de un derecho cuya vulneración, por la importancia que tiene, se vuelve intolerable; tercero, la intervención judicial permite hacer respetar la Constitución Nacional cuando las decisiones mayoritarias afectan los derechos individuales; cuarto, el bien colectivo del ambiente, en cuanto condición de posibilidad para desarrollar todos los demás derechos, establece exigencias especiales por parte del Estado; y, por último, con todo ello se tiende a la realización de la justicia ambiental.
En los nuevos tiempos, en los que los desafíos se vuelven cada vez más complejos, se requiere de jueces comprometidos, que tengan una acción decidida y que ofrezcan respuestas más ágiles, eficaces y justas en lo que al desarrollo de la persona se refiere. Con las herramientas normativas adecuadas para la defensa de la naturaleza y de los seres que la integran, y con una actitud receptiva a la evolución y los nuevos problemas, los jueces sin duda pueden contribuir significativamente a construir un futuro en el que los derechos humanos y la preservación del ambiente estén en armonía, promoviendo así la sostenibilidad