I. Introducción
El presente texto se enmarca en la metodología jurídico-comparativa, por cuanto pretende descubrir los posibles nexos existentes entre el régimen constitucional español y la doctrina neoconstitucional andina, de tendencia alternativista y transformadora , cuya expresión normativa la encontramos en la Constitución ecuatoriana de 2008 y en la Constitución boliviana de 2009 . Concretamente, pretendo localizar aquellos aspectos dogmáticos de la Constitución de 1978 susceptibles de redefinición por parte del neoconstitucionalismo andino. Este breve análisis comparativo, según considero, no es caprichoso ni gratuito. Al contrario, encuentra su justificación en la aparición de nuevas propuestas jurídicas en el panorama sociopolítico español, acorde a una lógica tendencial de izquierda, en cuyo discurso el derecho y la política han perdido su autonomía, fundiéndose y mimetizándose entre sí.
La metodología se torna, automáticamente, en interdisciplinar, debido a la familiar cercanía que, tanto en sentido ontológico como histórico, ha existido entre derecho constitucional y política. Como veremos, esta cercanía se da incluso con mayor fuerza en el neoconstitucionalismo andino, pensamiento híbrido en el cual la tensión entre derecho y política es inherente. Por ende, abundarán las referencias a autores estrictamente políticos, fundamentales para comprender el sustrato socio-jurídico del neoconstitucionalismo andino.
Es conocido que, en el marco neoconstitucional -el cual, no sin resistencias, podemos denominar genérico -, el desarrollo en Ecuador y Bolivia de la corriente teorética andina hubiera sido impensable sin el concurso de una serie de circunstancias políticas -nacionales y regionales- concretas. El neoconstitucionalismo andino nace fruto de las tendencias de emancipación de América Latina, anticoloniales y anticapitalistas, de autodeterminación frente al modelo desarrollista y de repulsión frente a las directrices económicas y fiscales propuestas por los organismos internacionales. Teoréticamente, la modalidad andina posee los tres rasgos característicos del neoconstitucionalismo, a saber: la ruptura con el modelo formal previo a la Segunda Guerra Mundial, la importancia de nuevas fórmulas hermenéuticas para analizar el tenor constitucional -basadas en la aplicación de los principios y la derrotabilidad de la norma de Alexy-, y la conformación de una nueva teoría jurídica, prescriptiva, heredera del metagarantismo de Ferrajoli. Según resume Ávila Santamaría,
«El neoconstitucionalismo (…) no es otra cosa que la teoría de los derechos fundamentales puesta en el centro de la teoría del derecho y del estado, mientras que el derecho debe construirse a partir de las personas y colectividades y de sus derechos» (2016, p. 38).
Puntualmente asoma un conflicto, resultado de una dinámica característica de la literatura jurídico-política latinoamericana: toda investigación no tarda en degenerar en una investigación militante (Fals Borda & Rodríguez Brandao, 1987). Esta modalidad, tan enraizada en el ámbito investigativo y educacional de la región, suele converger con la militancia política clásica (Flores-Kastanis, Montoya-Vargas & Suárez, 2009, p. 291). De ahí lo inusitado de encontrar literatura sobre neoconstitucionalismo andino carente de cierto sesgo ideológico.
Para superar este exceso, propongo acordar un pacto de lectura que nos permita ahondar en este pensamiento radical con ojos europeos. Eso es, precisamente, lo que persigue el neoconstitucionalismo andino: un ejercicio de profunda prospección, una evaluación -cruda, crítica- de nuestra postura personal hacia el paradigma jurídico y humano, alejando prejuicios occidentales y etnocéntricos (Ávila Linzán, 2011, p. 16).
No obstante, no debemos caer en lo que Ávila Santamaría (2016, p. 36) denomina la falacia realista, según la cual se tiende a confundir la teoría subyacente de un texto constitucional con la praxis que de ella resulte. A efectos metodológicos, nos decantaremos por el purismo de las cualidades subjetivas de cada texto constitucional, en detrimento de sus posibilidades performativas. Según Ferrajoli (2005, p. 321), no debemos sucumbir a la tentación de analizar el derecho desde la diatriba ser/deber ser. Es la misma tesitura del neoconstitucionalismo metodológico de Comanducci, que también procede de una perspectiva moralista del derecho (2002, p. 101). Conviene tener en cuenta que este no es un texto historiográfico: sobre el neoconstitucionalismo andino no caben aproximaciones paleontológicas. No se trata de una teoría fosilizada y arcaica, sino viva y dinámica, emergente y en construcción (Ávila Santamaría, 2016, p. 76).
II. Neoconstitucionalismo andino y política: el huevo y la gallina
Desde una perspectiva tanto histórica como sustantiva, el derecho constitucional posee un núcleo configurador y direccional eminentemente político. Como rama del derecho, la disciplina constitucional se descubre como el punto de inserción y convergencia entre los fenómenos jurídico y político. Ontológica e históricamente resulta compleja la tarea de deshilar el entramado de relaciones teoréticas que entre las epistemologías jurídico-constitucional y política se han dado a lo largo de los siglos, ya que la división taxativa entre derecho y política es relativamente moderna. Antes de la irrupción del positivismo, el jurista, el filósofo y el actual politólogo solo eran distintas facetas convivientes en el mismo sujeto. Con el tiempo, las ciencias trataron de especificarse, individualizar y clasificar sus elementos constitutivos y profundizar en sus particularidades.
Esta suerte de homogeneización inalienable entre la figura del jurista y el pensador político está grabada en lo más recóndito de la tradición europea. La línea divisoria entre derecho y política es difusa, desdibujada desde su origen, contextualmente oscilante y asimétrica. Ello puede observarse en la producción intelectual de los clásicos, más centrada en auscultar la ética política que en profundizar en una noción de derecho más allá de lo justo. Las tornas se voltearían en Roma, generando un crecimiento de las instituciones jurídicas sustantivas y procesales sin parangón, a pesar de seguir ancladas en la noción griega de derecho.
No fue hasta el siglo V, con Agustín de Hipona, que derecho y política se entrelazaron en un nudo gordiano con la teología como nexo y común denominador. El apogeo de esta hibridación llegaría ocho siglos más tarde, cuando los aportes del tomismo y las escuelas franciscanas ligaron la doctrina jurídica con un incipiente pensamiento político autónomo (Varela, 1997). Con todo, a inicios del siglo XIV comienza a florecer una tendencia inversa con la producción de textos exclusivamente políticos, minuciosamente segregados de lo jurídico . A pesar del impulso de Maquiavelo para considerar la política como una disciplina autónoma, la permeabilidad de un pensamiento dual ha encaminado toda corriente desde el medievo tardío hasta nuestros días .
Con respecto al neoconstitucionalismo andino, la conclusión parece clara: en su interior se da una tensión con visos aporéticos entre derecho y política. Como ocurre con la famosa aporía del huevo y la gallina, la inalienabilidad de la fusión política-jurídica que existe en el neoconstitucionalismo andino dificulta sobremanera cualquier intento de aproximación autónoma. Con esta corriente, derecho y política han retomado las relaciones que mantenían hasta la aparición del racionalismo y los procesos de cientificación.
Por ello, el neoconstitucionalismo andino requiere una lectura interdisciplinaria: erradicar lo político de esta teoría no conduce necesariamente a un mayor conocimiento de lo jurídico. Aislar el componente político no es ninguna solución. Carbonell (2018) llegó a definir el neoconstitucionalismo como una ideología. También Prieto Sanchís (2003, p. 101) y Comanducci (2002, p. 99), quien conceptualizó el neoconstitucionalismo ideológico. Los preámbulos constitucionales ecuatoriano y boliviano son textos profundamente ideológicos. Así lo sostiene Juan Francisco Morales (2014, p. 6): «una de las características que cimentan (sic) al neoconstitucionalismo es un adelantamiento y progreso de esencia cultural y epistémica que reside en una movilización ideológica».
Ahora bien, la división que en cada contexto histórico se ha dado entre derecho y pensamiento político ha sido correlativa, de un lado, a la acepción de política empleada, y de otro, a la noción de derecho dominante (González Schmal, 2015, p. 797). Desde los clásicos, que entendían el derecho como to dikaion, y el tomismo, pasando por la noción de derecho subjetivo de Ockham, y cuatro siglos más tarde, al kantismo y el imperativo categórico de obedecer a ciegas a la autoridad (Kant, 1989, p. 318), hasta llegar al reduccionismo positivista, podemos constatar que las tensiones entre las distintas nociones de derecho, además de cíclicas, también han acompañado el desarrollo de distintos pensamientos políticos (Riofrío, 2019). No en vano, la historia de la relación dialéctica -aun fraterna- entre derecho y política es la historia intelectual de Europa, de su tradición jurídica y política, de las revoluciones, de las ideas de Estado y poder.
Además de las distintas nociones de derecho, otro tanto ocurre con las acepciones de política. Si el empleo de las distintas acepciones de derecho modifica el fondo de la discusión teórica, cada acepción de política refleja diversos vértices del fenómeno político y diferentes capas de profundidad filosófica. Si afirmamos, que el derecho constitucional es el punto de encuentro entre derecho y política, primero cabe preguntarse, en clave heideggeriana, ¿a qué acepción de política nos referimos? Las diferencias que podemos encontrar son tanto sustantivas como definitorias. Conocemos bien los contrastes existentes entre la acepción óntica de política (policy, politics) y su acepción ontológica (polity), relevantes hasta el punto de que no cabe el estudio apropiado de la ciencia política sin delimitar esta distinción (Mouffe, 2007). Así, a la hora de distinguir entre política óntica y política ontológica, surge una diferencia formal: mientras la política ontológica -aún difícil de identificar- subyace al derecho, lo vertebra y le confiere sentido histórico, la política óntica coexiste con el derecho, se retroalimentan y se necesitan ejecutivamente, enfrentando constantes y visibles conflictos .
Actualmente, tanto en Europa como en Latinoamérica, abundan los derechos cuya consideración depende exclusivamente de un prisma político, siendo lo jurídico más un mecanismo de ajuste que de sustantivación . En efecto, son las tensiones políticas, no las propiamente jurídicas, las que han definido históricamente los epicentros conflictuales de nuestras comunidades.
Partiendo de la premisa esencial del pensamiento merkliano-kelseniano, toda actuación de los poderes públicos -y, como tal, toda política pública- debe estar sometida al marco de la legalidad y al reconocimiento del principio de supremacía constitucional. Aun cuando todo derecho procede, en primer término, de un debate político (ontológico) inmemorial, el actuar político (óntico) queda encorsetado según las reglas jurídicas. De ahí que algunos autores responsabilicen a la rigidez de los regímenes constitucionales liberales de la actual crisis orgánica global, según la cual lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer (Gramsci, 1984, p. 37). Pese al proceso de despolitización y tecnificación en el que, según Schmitt (2016, p. 111), se adentró el derecho a inicios del siglo XX, aquí nos decantaremos por la tesis opuesta: el espectro ideológico, sea expreso o post-ideológico, nunca dejó de sustanciar el pensamiento jurídico, incluso en sus estamentos más técnicos. Diversos autores, aún de muy distinta línea, mantienen que no hay sustrato más profundo que el político (Agamben, 1995, p. 21), el ideológico y el religioso (Larraín, 2007, p. 114; Gramsci, 2009); por consiguiente, el derecho no puede desentenderse ni desligarse de los distintos planteamientos políticos, ideológicos o religiosos.
Obviando los aportes del iusnaturalismo, parece obvio que toda manifestación de derecho objetivo procede de una determinada coyuntura fundacional e iniciática, de un origen ideológico -sea más claro o difuso. El derecho no se remonta a tiempos inmemoriales. No preexistía a la caída edénica. Por más que la teología, a lo largo de la historia, haya auxiliado al derecho, este posee claras limitaciones terrenales (Pérez Triviño, 2000, p. 217). Como ciencia, el derecho es convencional, depende de decisiones históricas y colectivas. El ser humano, como defiende el marxismo, es un ser histórico. Y como constructo humano, a pesar de su innegable inspiración divina y natural, el derecho no responde a lógicas ahistóricas, sino a circunstancias contextuales y epocales paradigmáticas, a dinámicas dialécticas (Gramsci, 2005, p. 447; 2011, p. 130).
Según Engels, la ley es una nueva extensión de la ideología (Marx & Engels, 2014), es decir, el derecho es dictado por la ideología dominante. En sentido análogo, y a pesar de las distancias, Schmitt (2016, p. 95) defendía que «el imperio del derecho no significa otra cosa que la legitimación de un determinado statu quo en cuyo mantenimiento están lógicamente interesados todos aquellos cuyo poder político o ventaja económica poseen su estabilidad en el seno de ese derecho». Y acorde a la lectura gramsciana, «la ideología se manifiesta implícitamente en el Derecho» (Gramsci, 1971, p. 12). Podemos observar la vigencia de este planteamiento en los últimos procesos regionales de articulación-rearticulación, en los que, en función de la tensión hegemonía-contrahegemonía, el orden jurídico de distintos países de Latinoamérica se ha visto afectado por los vaivenes políticos.
Habiendo acordado que el derecho descansa sobre lo político, y éste, a su vez, se ausculta a través de una lente ideológica, por tanto, axiológica (Mouffe, 2007, p. 59; Barberis, 2011, p. 91), ¿hasta qué punto podemos asegurar la existencia de un registro moral del derecho? En España, así como en el Ecuador, los derechos fundamentales son estudiados cada vez más desde la crítica jurídica, la programática política y el sesgo ideológico, quedando alejados del debate jurídico propiamente dicho.
Gracias a la profundidad analítica que Gramsci alcanzó con respecto a la metáfora marxista de la superestructura, el sardo clasificó el derecho como un elemento indispensable de su teoría de la hegemonía. Althusser (1974, p. 29) dará continuidad a este pensamiento acuñando la noción de «aparatos ideológicos de Estado», entendiendo lo jurídico como aparato represor. También De Sousa Santos (2005) concibe el derecho como instrumento hegemónico. No es casualidad, por tanto, que Ávila Santamaría (2016, p. 19) recordara que el derecho constitucional siempre «ha estado al servicio de intereses y ha sido fruto de disputas de poder y de luchas sociales». ¿No será, por tanto, el derecho la más perfecta y coactiva expresión de la ideología?
Lejos de esta perspectiva, Bobbio (1990, p. 297) concibe derecho y política como «dos pirámides cercanas, simétricas y recíprocas», metáfora que únicamente explica las relaciones entre derecho y política durante la tendencia de despolitización de las últimas cuatro o cinco décadas. En el ámbito latinoamericano, en cambio, se da «una relación dialéctica entre Derecho y política; [la cual] no siempre es clara, sino con frecuencia difusa» (González, 2015, p. 797). Como mantiene Narváez (2017, §2), dicha relación es aún más difusa en el neoconstitucionalismo andino. Eso sí, de existir un punto de fuga en el que las proyecciones de las pirámides se rocen, este es el derecho constitucional, cuya función básica es regular, proteger y garantizar jurídicamente el conjunto de aspectos fundamentales de una determinada comunidad política.
Ahora bien, dichos aspectos fundamentales no vienen caídos del cielo. Al contrario, fueron configurados y articulados políticamente. Los textos constitucionales, como constructos sociohistóricos, parten de una voluntad fundante, discrecional, hegemónica. La voluntad constituyente, como conjunto orgánico colectivo, es inmanentemente incapaz de cubrir la totalidad de voluntades políticas individualmente consideradas, alcanzando a representar, a lo sumo, una proporción específica de estas (Loewenstein, 1979, p. 57), hecho que evidencia el fracaso de la democracia participativa tradicional y su escasa promoción de la participación social (Pisarello, 2007, p. 111; Ávila Santamaría, 2016, p. 83).
III. La cosmovisión jurídica andina. aterrizando posibilidades e imposibilidades con respecto al régimen constitucional español
III.1. De pluriversalidad, axiología y principios
Jacques Rancière identificó el origen de los conflictos en las ansias de totalización universal . Subvirtiendo el pensamiento de Habermas -como sabemos, gran defensor de los argumentos independientes del contexto-, la aceptación de una moral universal con prescindencia del marco geográfico-cultural depende, en última instancia, de una voluntad asentada en el poder de definición . La universalidad posee rasgos polares, de imantación. Lo universal es más universal cuanta mayor cercanía exista respecto al polo definitorio-irradiador. En mi opinión, fue Schmitt quien más acertadamente criticó el principio de universalidad, acuñando la noción de pluriversalidad, según la cual el universo -conjunto dispar de sociedades que lo pueblan, conjunto de todas las cosas- no conforma un unus-versus. Al contrario, la pluriversalidad habla de distintas dimensiones de lo universal, de la existencia de más de un universo. Así, de un único centro de gravedad moral, pasamos a varios centros gravitatorios que articulan las relaciones sociales y sus términos axiológicos. Para Arturo Escobar, la teoría pluriversal encuentra su origen en la reacción frente al modelo desarrollista occidental . Según Escobar (2012a):
«Hablar de pluriverso significa: revelar un espacio de pensamiento y de práctica en el que el dominio de una modernidad única haya quedado suspendido a nivel epistemológico y ontológico; donde esta modernidad haya sido provincializada, es decir, desplazada del centro de la imaginación histórica y epistémica; y donde el análisis de proyectos descoloniales y pluriversales concretos pueda hacerse honestamente desde una perspectiva des-esencializada. Las alternativas a la modernidad tienden hacia formas de organizar la economía, la sociedad y la política - formas otras - que brindan, si no mejores, al menos otras oportunidades de dignificar y proteger la vida humana y no humana y de reconectarse con la corriente de la vida en el planeta» (p. 17).
No cabe una única cosmovisión que rija toda axiología, ya que los sistemas morales vienen prefijados por sus contextos referenciales. Con todo, la teoría andina no se centra en la idea de pluriversalidad desde un sentido de prevalencia-supeditación: no contrapone frontalmente -ni jerarquiza- las costumbres ancestrales y las costumbres coloniales. Tampoco subordina entre sí los aspectos pluriversales que diferencian las distintas teorías, sino que, más bien, los disocia .
El neoconstitucionalismo difícilmente podría entenderse sin la teoría de los principios de Alexy . El reconocimiento de la coexistencia horizontal de una pluralidad de principios y normas-reglas conlleva la posibilidad de su fricción . Cuando colisionan entre sí principios y normas-reglas, entra en juego el principio de ponderación, el cual abre la puerta a la derrotabilidad de la norma (García Figueroa, 2003) . Y, como no puede ser de otra manera, el neoconstitucionalismo andino está imbuido de la teoría de los principios (Ávila Santamaría, 2012) , de modo que la firmeza de las normas-reglas queda relegada a una posición secundaria frente a la praxis -más estratégico-política que jurídica- de un catálogo difuso de principios.
Ello explica que, durante los mandatos de Correa Delgado y Evo Morales, la práctica totalidad de la legislación orgánica ecuatoriana y boliviana fuera redefinida en base a la preponderancia de los principios como intérpretes modulares. La aplicación directa de los principios -aún definida acorde a un conjunto de ideas ancestrales, tales como la ponderación, la reinserción social, la reparación integral y la reducción del daño-, no deja de quedar al arbitrio de la autoridad jurisdiccional comunitaria. En la justicia andina, la aplicación jurídica de las concepciones axiologías es prácticamente inmediata. Más allá de la generalidad de la norma-regla, la justicia indígena se desenvuelve en una escala temática más particular.
Así, frente a la necesidad de sancionar las ofensas según el planteamiento occidental, para la justicia andina pesa más la necesidad de garantizar la reinserción del agresor en la comunidad y la reparación integral del daño. Por ejemplo, frente a la necesidad de poseer bienes materiales, predomina la necesidad de compartirlos en comunidad. Frente a la necesidad de consumo, surge la necesidad de sembrar la tierra, dejar crecer la vegetación y cuidar la naturaleza. El neoconstitucionalismo andino moviliza las prioridades de las sociedades andinas y sus distintas nacionalidades frente a la visión occidental en una cadena de equivalencias postmarxista, reivindicativa de los llamados saberes del Sur (De Sousa Santos, 2011). A ojos europeos, la principal novedad del pensamiento indígena es comprender la posibilidad de un viraje axiológico, acorde a una cosmovisión ancestral radicalmente opuesta a la occidental.
III.2. Los cuerpos dogmáticos del neoconstitucionalismo andino. Los preámbulos constitucionales andinos
La mejor síntesis normativa del neoconstitucionalismo andino la encontramos en los textos constitucionales ecuatoriano y boliviano, concretamente en sus preámbulos. Ambas constituciones surgieron en un momento histórico de éxito de las movilizaciones populares indígenas, de tendencia regional antiglobalización y de agotamiento del denominado modelo neoliberal. Los movimientos populares fueron fundamentales para conformar la tendencia de gobiernos de izquierda que envolvió a América Latina en las últimas décadas. Mediante sus textos constitucionales, el Ecuador y Bolivia «expresaron sus preocupaciones locales, resultado de proyectos políticos concretos» (Carbonell, Carpizo & Zovatto, 2009, p. 37). En palabras de Pérez Guartambel (2007, p. 14), los procesos constituyentes latinoamericanos se encaminaron hacia la «liberación del yugo oligárquico y neoliberal».
En efecto, para comprender la irrupción neoconstitucionalista en los países andinos resulta necesario asimilar su historia moderna, profundamente marcada por la emancipación de los efectos adversos del neocolonialismo. En este sentido, el neoconstitucionalismo andino no solo defiende la re-adopción de la cosmovisión indígena en el ámbito jurídico, también la excomunión del ideal de progreso desarrollista -sinónimo de extractivismo, competencia, consumismo, contaminación-. Según considero, el neoconstitucionalismo andino puede contemplarse de dos maneras contrapuestas: o bien como hacen los constitucionalistas occidentales, quienes imputan a las instituciones ancestrales el salvajismo de la no-civilización , o bien según los autores afectos al diagnóstico marxista, quienes lo ven como la vía emancipatoria de los pueblos del sur. Por ello, es necesario acudir a una tercera vía, que respete la pluriversalidad y la diversidad étnica, pero no caiga en la fácil crítica capitalista.
Como apunta Ávila Santamaría (2012), el neoconstitucionalismo andino «funde dos utopías centrales para buscar una alternativa poscapitalista» (p. 69) . El neoconstitucionalismo andino aúna la teoría neoconstitucional y la cosmovisión ancestral andina en una única unidad de pensamiento alternativo, de redefinición multidimensional de la visión occidental del ser humano y de las relaciones seres humanos-naturaleza. Esta teoría no solo se desvela como una corriente dialéctica, contestataria y emancipadora, sino como una propuesta abiertamente utópica (Ávila Santamaría, 2012) . Que el neoconstitucionalismo andino requiere de la utopología no deriva tanto de las cualidades intrínsecas de la propia utopía, sino de la dificultad sobrevenida de introducir la filosofía andina en sociedades aún acomodadas en los modelos de pensamiento occidentales. El pensamiento hegemónico no lo es por casualidad. Precisamente, con la noción de colonialismo interno, observamos la primacía del estilo de vida occidental, concepto que plantea el concurso de conductas colonizadoras por parte de los propios sujetos colonizados (Boron, Amadeo & González, 2006).
Estermann (1998) enumera los principios que estructuran la filosofía andina, los cuales se contraponen radicalmente con las formas occidentales de relacionamiento social, con la naturaleza y el resto de los seres vivos. De ahí que debamos reconocer la importancia que para Latinoamérica tuvo -y tiene- la utopía, acorde a la definición gramsciana, como el «desarrollo infinito en régimen de libertad organizada y controlada por la mayoría de los ciudadanos» (Gramsci, 2005, p. 44), opuesta, lógicamente, a la tan mentada opresión capitalista.
Esta definición casa con el pensamiento de Fernando Aínsa (2004, p. 16), que entiende la «utopía como un derecho, como el derecho a “nuestra utopía” [latinoamericana], como un derecho inalienable del pensamiento crítico y del discurso liberador» . Aínsa localiza en las tensiones utópicas una de las principales claves configuradoras de la historia americana, noción que colisiona con la desesperanzadora topía de la realidad. El ser -como denegación del deber ser- se opone a la ontología de la utopía (Aínsa, 1990, p. 24). Partiendo de la dialéctica binaria entre esperanza y desesperanza, parece comprensible la utilidad del pensamiento utópico en los contextos de emancipación y autodeterminación. El anhelo utópico, como tal, no es gratuito, sino auto-invocado como reacción al colonialismo. En el manejo que la teoría neoconstitucional andina hace del término utopía, puede reconocerse el influjo de la clasificación de Loewenstein (1979).
Antes de concretar los principios e instituciones jurídicas del neoconstitucionalismo andino, sugiero leer con detenimiento los preámbulos constitucionales ecuatoriano y boliviano. Como podrá observar, ambos proponen prácticamente las mismas instituciones, y ambos adoptan -al menos sobre el papel- la cosmovisión indígena, partiendo del mismo diagnóstico: América Latina es el safari de depredación de las potencias occidentales neoliberales. Apriorísticamente, ambos textos se alejan de los clásicos preámbulos de las constituciones liberales -con respecto al preámbulo de la Constitución española la diferencia es palmaria-. Los textos ecuatoriano y boliviano son profundamente ideológicos, reaccionarios. En ellos podemos identificar la influencia de un extenso conjunto de movimientos sociales . En sendos textos, los constituyentes mencionaron -implícita y explícitamente- la mayor parte del espectro discursivo de la izquierda postsoviética, sirviéndose de una cadena de equivalencias (Laclau & Mouffe, 2015) .
La narrativa del neoconstitucionalismo andino sugiere que, para materializarse sus reclamos y alcanzar rango normativo, los segmentos ciudadanos marginados -los de abajo-, se levantaron, superando sus propias tensiones horizontales, organizándose en una mayoría en pro del proceso constituyente (Rauber, 2011, p. 33; Chemerinsky & Parker, 2011, p. 154). En las sociedades andinas, aun históricamente afincadas en la discriminación, el otro es el indígena, el cholo, el chagra, el afrodescendiente, el montubio, el amazónico, el fronterizo, el no contactado, etc. No es hasta la aparición del neoconstitucionalismo andino que, más allá del ámbito académico, se acoge el conjunto filosófico indígena y el pensamiento de las nacionalidades y pueblos , gracias al esfuerzo del movimiento indígena, permanentemente movilizado en aras de mayor visibilidad y representación política .
Como defiende De Sousa Santos, sin el éxito arrollador de los reclamos indígenas de las últimas dos décadas, los países andinos difícilmente habrían superado las nociones jurídicas occidentales . El mérito del movimiento indígena es doble. No solo logró lo impensable, esto es, penetrar en las instituciones tradicionales, las cuales siempre habían discriminado al indio, sino que fue capaz de subvertir el sistema , enfrentándose al desconocimiento de la Otredad (Iturralde, 2005) . El cambio de paradigma no fue meramente cosmético, no se limitó a introducir los reclamos históricos indígenas, más bien replanteó el fondo del pensamiento jurídico y político dominante.
De los clásicos Estados de Derecho y Estados constitucionales de Derecho -o el español Estado social y democrático de Derecho-, el Ecuador se refundó como un Estado constitucional de derechos y justicia, social, democrático, soberano, independiente, unitario, intercultural, plurinacional y laico (Constitución de la República del Ecuador, Artículo 1º). Para la doctrina, la particularidad de esta nueva denominación estriba en que el Estado radicaliza el otorgamiento de derechos y su realización, también con las garantías de un Estado Constitucional (Ibarra, 2010, p. 101) . Al respecto, Ávila Santamaría (2012) profundiza:
«El acento no está solo en la Constitución como instrumento normativo, sino en todos los derechos, como atributos de los seres humanos y de la naturaleza; de esta forma el término supera a la denominación de estado constitucional (no basta someterse a una Constitución, sino que esta debe estar cargada de derechos). Finalmente, el estado de derechos también significa que se reconoce la pluralidad jurídica. El estado de derecho reconoce solo una fuente de validez normativa, (…) en el estado de derechos se está reconociendo varios sistemas jurídicos» (p. 56).
El art. 1.2 de la Constitución boliviana declara que Bolivia es un «Estado Social y Democrático de Derecho», al igual que el caso español. En mi opinión, la diferencia entre “Estado de derechos” y “Estado de Derecho” no es baladí. Si bien, Prats i Català (s.f.) afirma que no cabe «un Estado de Derecho si no es Social y Democrático a la vez», la experiencia moderna nos ha enseñado que la sola nominación de una cualidad no la convierte en real. Al igual que derechos y Derecho no son lo mismo, entre las nociones “Estado de derechos” y “Estado de Derecho” hay un mundo de distancia. Al contrario de lo que defiende Ávila Santamaría, no opino que el constituyente ecuatoriano se refiriera a la existencia de un conjunto de sistemas normativos interlegales. Al contrario, pienso que el constituyente consideraba, no sin interés político, al Estado como patrocinador y provisor de nuevos derechos.
IV. Instituciones fundamentales del neoconstitucionalismo andino
IV.1. Aspectos generales
De entre las instituciones esenciales de la teoría andina (plurinacionalidad, multiculturalidad, sumak kawsay, naturaleza, justicia indígena y democracia comunitaria) enfatizaremos aquellas que mayor cercanía tienen con las tensiones españolas históricas y actuales .
IV.2. Plurinacionalidad y multiculturalidad
La actual política regional de España -conflictiva, como demostraron los disturbios de Cataluña de octubre de 2019- enfrenta problemáticas muy similares a las que enfrentaron los países andinos con respecto a sus realidades plurinacionales y multiculturales, a la interpretación y alcance de los derechos y garantías constitucionales, así como a las tensiones sociales, culturales y religiosas entre las distintas cosmovisiones que conforman el tejido social, las cuales exigen el respeto de sus expresiones jurídicas y su presencia en las instituciones.
Sostiene Digón Martín (2012) que la realidad plurinacional es «aquella en la cual, un conjunto de ciudadanos se reconoce primeramente de una nación que no coincide con la nación construida desde el Estado» (p. 14). El ejemplo teorético y práctico de los Estados plurinacionales boliviano y ecuatoriano posee gran importancia para el régimen constitucional español, ya que legitima y valida los proyectos independentistas y de izquierda radical, sirviendo de modelo y espejo para la desarticulación del vigente Reino de España y la articulación de una realidad estatal plurinacional. En teoría, España está conformada por cuatro nacionalidades, a saber: Euskadi, Cataluña, Galicia y el resto de España (Domínguez, 2017). En efecto, la complejidad de la configuración estatal española, sobre todo con respecto a Euskadi y Cataluña, es histórica y ampliamente conocida. El éxito de los laboratorios ecuatoriano y boliviano -y su cercanía con los principales ideólogos españoles de izquierda radical- no hizo sino ayudar a los reclamos independentistas euskaldún-abertzale y catalán a demostrar las posibilidades del modelo de Estado plurinacional. El conflicto identitario, pues, es irremisible . A la postre, la posibilidad o imposibilidad de aplicar los postulados del neoconstitucionalismo andino en España -tal y como pretenden las fuerzas políticas de izquierda radical e independentistas- vendrá determinada, recordando a Gramsci, por las reacciones políticas e ideológicas de la sociedad civil.
No vamos a valorar aquí las tensiones históricas entre el Estado español y los reclamos nacionalistas. Sin embargo, no podemos ignorar que ha sido, precisamente durante los últimos años, cuando el conflicto catalán más se ha recrudecido -alcanzando su punto álgido con los disturbios y actos vandálicos de octubre de 2019, causados como reacción contestataria a las sentencias condenatorias del procés-. Frente a estos acontecimientos, simplemente diré que, en sus respectivas instancias discursivas, la legitimidad de los reclamos nacionalistas se equipara a la autodeterminación de los pueblos . De ahí la constante referencia vasca y catalana a España como un Estado opresor y fascista. Antes, otras naciones también consideradas desarrolladas -y, según algunos autores, plurinacionales-, tales como Bélgica, Canadá, Italia o Gran Bretaña, afrontaron esta discusión, evidenciándose la complejidad que conlleva la discusión sobre las estructuras plurinacionales. Mientras unos autores hablan de sedición y sus implicaciones penológicas, otros pensadores hablan de democracia y derecho a decidir. De ahí que, alcanzar una teoría integral de la plurinacionalidad -que no levante ampollas en unos y otros-, se haya convertido en una ardua tarea.
Pese a ello, la propuesta plurinacional del neoconstitucionalismo andino no puede equipararse a las nociones occidentales de secesión y separatismo. Más bien, la propuesta andina propugna una transformación estructural, dialógica, garantista y concretizante del Estado moderno (Grijalva, 2012, p. 96). Tratando de explicar los casos español, belga o británico, David Miller (2000) acuñó el término nested nationality, que Digón Martín (2012) explica así:
«Este concepto denota los casos en que en el marco de una misma nación (jurídica) coexisten dos o más comunidades con base territorial propia, cuyos miembros tienen una identidad nacional escindida o doble, en tanto que la mayoría de ellos se conciben a sí mismos como perteneciendo a la vez, y sin demasiadas contradicciones, a la comunidad pequeña (por ejemplo, la escocesa) y a la grande (por ejemplo, la británica), dándose un complejo sentimiento compuesto de identidad nacional en dos niveles, (…)» (p. 105).
Sobre la noción de split identity, considero que los plurinacionalismos andinos sí denotan una identidad nacional escindida. En ellos, con independencia de la ciudadanía, la nacionalidad ancestral o su identidad cultural, los sujetos, en el marco de sus procesos de subjetivación, sienten que pertenecen al Estado ecuatoriano, boliviano o peruano y, al mismo tiempo, a su comunidad ancestral. Esta escisión -o, tal vez, deberíamos hablar de coexistencia- es posible, en parte, gracias a que los Estados y los discursos políticos permiten ser lo uno y lo otro sin encontrar en ello contradicciones intrínsecas. Dicha compatibilidad entre ciudadanía estatal y nacionalidad ancestral se debe a la relación de complementariedad que ambas mantienen. De un lado, el Estado central es entendido en términos administrativos, de políticas públicas e infraestructuras, de su obligado respeto por los derechos comunitarios y sus garantías constitucionales; de otro lado, la nacionalidad ancestral satisface las necesidades socioculturales y religiosas más inmediatas de los individuos. Bajo este criterio, el Estado central y la nacionalidad ancestral no se sobreponen, ni sus áreas competenciales se pisan entre sí. Más bien, Estado y comunidad ocupan facetas complementarias, por cuanto ejercen sus atribuciones jurídicas y políticas características en esferas diferentes.
¿Podríamos afirmar lo mismo de los movimientos independentistas catalán y vasco? Según el independentismo catalán y la ideología abertzale, ser español y, simultáneamente, ser catalán o ser euskaldún es una contradicción en sí misma. La nacionalidad española, como una imposición totalitaria por parte del Estado, deniega las nacionalidades catalana y vasca, no les permite ser, las constriñen y oprimen. La misma idea de España es la denegación de las ideaciones sagradas de Catalunya y Euskal-Herria. Aquella persona que trate de alcanzar un equilibrio en su identidad, y encarnar la dualidad identitaria española-catalana, no es más que un botifler, un traidor, un renegado de la Patria Catalana . O, por ejemplo, en tiempos de la banda terrorista ETA, los vascos y los navarros no abertzales eran personas prescindibles, y aún compartiendo la idea de Euskal-Herria, si se manifestaban en contra de la violencia o desatendían el impuesto revolucionario, automáticamente se convertían en objetivos de ejecución. Narrativamente, es impensable que un buen catalán -a poder ser, que no descienda de migrantes andaluces- no pertenezca a la confesión independentista ni profese aversión al latrocinio del Estado español . Tampoco cabe un auténtico vasco que no sea euskaldún, que no haya estudiado en la ikastola y que no recree, en sus pensamientos, los verdes paisajes de su Euskal-Herria natal. Como podemos observar, ya no se trata de nacer en el territorio, tampoco de poseer un apellido vasco o catalán, sino de performar el conjunto de requisitos de la identidad colectiva-nacional hegemónica (lingüística, cultural, política, estética, artística, etc.) .
Pese a que el argumento suele generar resistencia en el debate constitucional español, buena parte de la culpa de la problemática independentista -o, si se prefiere, plurinacional- de la España posfranquista procede del tenor literal del texto constitucional. En el artículo segundo de la Constitución, el constituyente tuvo a bien denominar nacionalidades a las regiones que integran el Reino de España, obviando la contradicción que, en el actual régimen autonómico, implica el término nacionalidad, el cual colisiona frontalmente con las nociones de comunidad autónoma y comunidad foral. Carece de sentido, como hizo el constituyente español, mencionar «la indisoluble unidad de la Nación española» para reconocer, en el mismo artículo, la coexistencia de distintas nacionalidades en su seno. Grijalva (2012, p. 94), desde la mitad del mundo, entendió esta contradicción como la apertura hacia la legitimidad y la legalidad de los movimientos secesionistas.
Los países andinos, en mi opinión, enfrentan con mayor naturalidad la cuestión plurinacional -o, al menos, no produce tamaña tensión política y popular-, posiblemente porque su ciudadanía reconoce tácitamente la existencia ancestral de sus diversas nacionalidades y cosmovisiones, porque respeta y celebra su existencia como rasgo característico y constitutivo de América , o porque no las encuentra necesariamente discordantes con la identidad mestiza-estatal por cuanto no suponen su negación.
Ahora bien, ¿acaso se puede sostener que España y Cataluña manifiesten cosmovisiones Otras, causantes de la lejanía discursiva que sufren ambas narrativas? Rotundamente no . Sostiene Ávila Santamaría (2016, p. 27) que la nacionalidad se debe a un imaginario, a una necesidad de pertenencia social . Puede ser. Pero ¿cuáles serían sus implicaciones prácticas? Por más que exista una perspectiva ontológica, el conflicto óntico es inobjetable. El problema, en el decir de Miller, dimana de la contradicción identitaria entre la comunidad pequeña y la comunidad grande, cuyos rasgos definitorios son incapaces, por su propia naturaleza irradiadora, de coexistir en el mismo sujeto.
En España, el debate plurinacional no es estudiado únicamente desde las claves normativa o política, sino desde posiciones ideológicas y, sobre todo, desde sus connotaciones axiológicas. Las dinámicas relacionales occidentales, tal y como describen continuamente los autores anticapitalistas latinoamericanos, requieren de la dialéctica y la contrariedad, del cálculo de negación entre hegemonías y contrahegemonías, de la categorización de las identidades subjetivas y los proyectos políticos. En definitiva, el conjunto de identidades occidentales necesita definirse y reafirmarse en función del Otro, como explica Henry Staten a través de su noción de exterioridad constitutiva. En cambio, en la cosmovisión indígena las cosas son, en sí mismas y por sí mismas, holísticamente, prescindiendo de cualquier contradicción que las defina. Como ya veremos, es el principio de relacionalidad que vertebra la filosofía andina (Estermann, 1998, p. 114; Ávila Santamaría, 2016, p. 124).
Frecuentemente, la cuestión plurinacional empata con la cuestión multicultural. Aunque el artículo 56 de la Constitución ecuatoriana trata de nacionalidades y pueblos, de él se desprende una incipiente visión multicultural. Como afirma el que fuera Presidente de la Asamblea Constituyente, Alberto Acosta (2012),
«Plurinacionalidad e interculturalidad nos remiten a una noción de Estado conformado por naciones unidas por identidades culturales vigorosas, con un pasado histórico y sobre todo con una voluntad de integración que supere la marginalización explotadora de los pueblos y nacionalidades. (…). La plurinacionalidad no implica pensar una estructura parcializada del Estado (…). La plurinacionalidad no disuelve dichos Estados, pero si exige espacios y formas de autogobierno y autodeterminación para los pueblos y nacionalidades» (p. 147).
Y sigue Ávila Santamaría (2016), «la plurinacionalidad no niega la existencia de un estado que la abarca, que es un gran paraguas, solo que ser ciudadano de un país no significa ya, por ejemplo, una sola lengua [multiculturalidad] o un solo sistema jurídico» [interlegalidad] (p. 27).
La noción de multiculturalidad -o, para ser más exactos, una incipiente y escueta versión de esta- aparece mencionada en el preámbulo de la vigente Constitución de 1978, que establece el deber estatal de «proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones». No obstante, la norma fundamental española se aproxima tímidamente al fenómeno cultural en sentido material, no desde una perspectiva epistémica u ontológica, sino como un bien jurídico indeterminado al que proteger. Aunque la doctrina andina tampoco profundiza más allá de la mera propuesta multicultural, los regímenes establecen mecanismos de protección y garantías constitucionales exclusivos de las manifestaciones culturales ancestrales, a la par que los Estados nacionales no desarrollan conductas de centralismo cultural -al contrario, por ejemplo, de España, Gran Bretaña o Bélgica, profundamente centralistas.
Llama la atención, sin embargo, que, en los países andinos, aún padeciendo notorias tensiones culturales y territoriales entre sus respectivas nacionalidades y regiones -en el caso ecuatoriano, por ejemplo, entre Sierra, Costa, Austro y Amazonia, regiones con distintas predominancias étnicas-, las fricciones populares no alcanzan la intensidad de las españolas, toda vez que, en España, la diversidad étnica y racial y el contraste identitario es muy inferior al ecuatoriano.
IV.3. Sumak kawsay y la naturaleza como sujeto de derechos
El sumak kawsay es el epicentro de la cosmovisión indígena y el planteamiento basilar de las constituyentes andinas. Como sostiene Acosta (2012), sumak kawsay es mucho más que un término, una noción o un concepto . Ya el simple hecho de traducirlo al castellano como Buen vivir reduce drásticamente su significado kichwa. El sumak kawsay no puede equipararse con la noción occidental de bienestar, idea que, tanto desde una perspectiva socialdemócrata como capitalista, procede de un modelo de desarrollo diametralmente opuesto a lo que el pensamiento andino entiende como tal (Pacari, 2009, p. 21; Grijalva, 2012) . Como adelantamos, la holística es fundamental en la cosmovisión indígena. Además de esencial, el relacionamiento es constitutivo del ser. Aún consciente de la individualidad de cada sujeto, la filosofía indígena se debe a la colectividad y a la naturaleza (Pacari, 2009) . Difícilmente podemos encontrar entre las filosofías occidentales una teoría holística similar. El individualismo, el mismo que amenaza con alcanzar la atomización del hombre, es entendido como una enfermedad contagiada por Occidente.
Desprovisto de su característica de saber indígena, el sumak kawsay -o una interpretación occidentalizada del mismo- fue discursivamente utilizado como principal objetivo de desarrollo de los gobiernos de Correa Delgado y Morales Ayma. Designado expresamente como criterio orientador en el texto constitucional ecuatoriano, el constituyente normativizó el llamado «régimen del Buen Vivir» . Ahora bien, dicho régimen, ¿recogía genuinamente la idea indígena del sumak kawsay, o simplemente se limitó a aproximarse sincréticamente a ella? La historia del Ecuador de los últimos diez años es, en resumidas cuentas, la historia de un discurso que nunca supo deslizarse hacia la realidad.
Como institución jurídica, el sumak kawsay requiere de la consideración orgánica de la naturaleza como Pachamama (Llásag Fernández, 2011) . La naturaleza guarda una especial preeminencia para los pueblos ancestrales. En consecuencia, y no únicamente desde una perspectiva indigenista, sino ecologista y conservacionista, del texto constitucional ecuatoriano se desprende el principio pro-natura . La consideración ecocéntrica de la naturaleza como sujeto de derechos es, según mi deformada opinión europea, pionera, no solo por la efectividad de sus mecanismos de protección -materia en la cual el Ecuador es potencia mundial-, sino por el reconocimiento de la naturaleza como ser vivo, del cual todos necesitamos, y que, tanto por conveniencia pública-estratégica como por derecho propio o derivado, merece protección y respeto. Sin embargo, en el ámbito comparado no termina de comprenderse por qué reconocer a la naturaleza como titular de derechos en vez de implementar nuevas medidas de protección ambiental o diseñar políticas públicas más eficaces y eficientes .
Aunque en los últimos años se han acrecentado las fuerzas ambientalistas en España -y, por supuesto, en Europa-, la cosmovisión occidental plantea una relación de dominación sobre la naturaleza, en la cual, los seres humanos, malinterpretando el Génesis, se creen llamados a señorear y dominar a la naturaleza (Gn. 1: 26-28). En consecuencia, el interés ambientalista de la Constitución española es nulo. En toda su extensión, no hace una sola mención a la naturaleza como tal. Exclusivamente la menciona como un simple derecho de disfrute (cfr. art. 45). La escasa consideración jurídica occidental de la naturaleza, en último término, revela la disparidad de sus paradigmas sociales y de relación con el medio ambiente con respecto a las naciones andinas.
A mi parecer, la mejor justificación filosófica de los derechos de la naturaleza y la importancia de esta para el ser humano, la encontramos en la obra de Josef Estermann, a quien le debemos la traducción y definición al castellano de los principios de la filosofía indígena, los cuales incardinan la lógica andina, a saber: relacionalidad, correspondencia, complementariedad y reciprocidad (Estermann, 1998, p. 114).
En primer lugar, sobre el principio de relacionalidad, Estermann (2009) escribió:
«Todo está de una u otra manera relacionado (vinculado, conectado) con todo. (…), la entidad básica no es el “ente” sustancial, sino la relación; por lo tanto, para la filosofía andina, no es que los entes particulares, adicionalmente a su existencia particular, se relacionan en un segundo momento y llegan a formar un “todo integral” (holon), una red de interrelaciones y conexiones. Al contrario: recién en base a la primordialidad de esta estructura relacional, los entes particulares se constituyen como “entes”» (p. 126) .
Con respecto al principio de correspondencia -subprincipio del primero-, Estermann advierte que la realidad andina no puede ser interpretada desde la lógica occidental heredada del tomismo, según la cual lo verdadero es definido como adaequatio rei et intellecti. El principio de correspondencia «implica una correlación, una relación mutua y bidireccional entre dos campos de la realidad, (…) pone en tela de juicio la validez universal del principio de causalidad» (Estermann, 1998, p. 136) . En tercer lugar, el principio de complementariedad debe entenderse en el sentido «de elemento que recién hace pleno o completo al elemento correspondiente» (Estermann, 2009, p. 139). El neoconstitucionalismo andino reconoce la complementariedad vital que se da entre los seres vivos y la naturaleza. Es más, sin el concurso de la naturaleza, difícilmente se podrían dar relaciones sociales entre los seres humanos, habida cuenta que la naturaleza es el único escenario posible de la misma existencia. El fundamento del principio de complementariedad estriba en que, existiendo los seres vivos “en” y “gracias a” la naturaleza, esta, como soporte vital básico, debe gozar de una protección jurídica equiparable a su elevada trascendencia. La filosofía andina no concibe lo contrario como lo contradictorio o lo dialéctico -como, por ejemplo, hacemos nosotros con las dicotomías día-noche, vida-muerte, masculino-femenino, luz-oscuridad, etc.-, sino como un complemento, como un elemento más que se aúna a una pluralidad previa, que se relacionan recíproca y multilateralmente, otorgando nuevas cualidades ontológicas que alteran y renuevan a los entes.
Por último, según el principio de reciprocidad, «a cada acto corresponde como contribución complementaria un acto recíproco» (Estermann, 1998, p. 145). Mientras, como sostiene la ley newtoniana, toda reacción procede como resultado contrario a una acción previa, la lógica andina considera que la reacción termina de completar y construir la acción previa (Estermann, 1998) . La filosofía occidental defiende el concurso de un sujeto activo y un sujeto pasivo en las relaciones dialécticas -un sujeto que acciona, un sujeto que sufre dicha acción-, el pensamiento andino desconoce la pasividad de uno de los sujetos, ya que ambos transforman y construyen a su respectivo exponente binario, conformando, en clave gnoseológica, un binomio relacional activo-activo.
Prescindiendo de los principios expuestos por Estermann, el constituyente andino habría carecido de fundamentos jurídicos-clásicos para reconocer a la naturaleza como sujeto de derechos .
IV.4. Interlegalidad: justicia indígena y justicia gitana
En su obra, Rosembert Ariza (2011, p. 142) ahonda constantemente en la idea de interlegalidad, es decir, la intersección de diferentes órdenes jurídicos en un mismo contexto. Diagnosticando la existencia de una justicia ordinaria desentendida de lo justo, el autor acuñó la noción de derecho profano, aquel orden jurídico que imparte justicia desde abajo. Precisamente, es lo que proponen las justicias indígena y gitana: frente al monopolio estatal de la justicia, persiguen un orden jurídico coherente con sus cosmovisiones, sus costumbres históricas y sus concepciones de justicia.
Del artículo 57 de la Constitución ecuatoriana se desprende que caben tantos ordenamientos jurídicos como nacionalidades o pueblos existan. En concreto, conformándose como un aspecto esencial del derecho a la identidad cultural, el texto constitucional garantiza el reconocimiento y la homologación, por parte de la jurisdicción estatal, del ordenamiento jurídico propio de los pueblos ancestrales. Sostiene Ávila Santamaría (2016) que «en Ecuador existe pluralismo jurídico, esto es, varios sistemas jurídicos con normas de reconocimiento y validez distinta» (p. 31). Pero la idea de interlegalidad exige más: no solo se refiere a la jurisdicción propia, sino a la amplia esfera de su ordenamiento jurídico. A este respecto, la doctrina defiende la aplicación dual de los ordenamientos -estatal y propio-, en un régimen de complementariedad por causales. Así, los conflictos internos , propiamente comunitarios, se resuelven en la esfera jurisdiccional propia, mientras que los litigios que sobrepasan el ámbito de la nacionalidad ancestral pertenecerán a la jurisdicción estatal (Hoekema, 2013, p. 177). Con todo, tampoco sería cierto afirmar que las naciones andinas hayan alcanzado una armonía -política, jurídica, social- plena. En el caso ecuatoriano, los acontecimientos ocurridos en 2013 en la Amazonia (Constante, 28-XI- 2013), que generaron un clima de tensión jurisdiccional, revelaron las muchas dificultades que enfrenta la idea de interlegalidad, además de la noción occidental de universalidad, la garantía de los derechos fundamentales y los conflictos entre el ordenamiento común y las tradiciones ancestrales.
Comparativamente, la dialéctica existente entre el ordenamiento jurídico estatal y su coexistencia con la justicia indígena va mucho más allá de las nociones españolas de derecho foral y derecho especial, habida cuenta que también las particularidades jurídicas y regionales. A decir verdad, los regímenes forales no son genéricamente conflictivos con respecto a las normas comunes del ordenamiento español, posibilitando la coexistencia pacífica entre ambos ordenamientos. En cambio, los postulados y las implicaciones jurídicas de la justicia indígena sí son extensivas al resto de esferas sociales, irradiando efectos ad infinitum. Mientras los derechos forales certifican el reconocimiento jurídico de sus propias instituciones -históricas, regionales, particulares-, diferenciándose levemente del ordenamiento general y permitiendo plena armonía entre derecho general y derecho foral, las justicias indígena y gitana persiguen la emancipación rupturista de aquellos ordenamientos considerados impropios e impuestos . La interlegalidad es indispensable para confirmar la plurinacionalidad y la multiculturalidad de las naciones andinas. Caso contrario, el derecho podría ser visto en clave althusseriana, como un instrumento de represión y atropello de las distintas identidades y la diversidad cultural, toda vez que los ordenamientos coloniales son percibidos ilegítimos, habida cuenta que «el colonizador impuso su derecho con el fin supuesto de “civilizar” al Otro» (Fitzpatrick, 1998).
Las costumbres procesales occidentales -incluso de derecho angloamericano- en nada se parecen a los procesos indígenas. Como regla general, el derecho indígena encuentra sentido en alcanzar una mayor profundidad en el fondo del asunto, desatendiendo las simples formalidades procedimentales. En el proceso indígena la prioridad es la reparación del daño, el bienestar integral de la víctima, la reinserción social del agresor y la superación del trauma comunitario. En Occidente somos grandes desconocedores de la realidad de la aplicación de la justicia indígena: tristemente, aún recurrimos al estereotipo literario y cinematográfico de lo salvaje y la barbarie de la no-civilización . En efecto, afirma Ávila Santamaría, la visión occidental de la justicia indígena «está marcada por el estigma, el drama y la demonización de lo indígena» (2016, p. 31). Por su parte, la corriente garantista mantiene que la justicia indígena es más humana que el derecho penal convencional, amén de la cercanía y comprensión del conflicto, la inmediatez y la solución reparadora y creativa.
En España, así como en otras naciones europeas, el ejemplo de la justicia indígena puede despertar interés en lo relativo a las tensiones históricas que han venido dándose con la ley gitana -o, más actualmente, con el intento de los partidos de izquierda anticlerical de reconocer la validez de la ley islámica-. Al igual que los ordenamientos indígenas, la justicia gitana se remonta a tiempos pretéritos. Es profundamente consuetudinaria, de transmisión oral y carente de regulación positiva (Martínez Cantón, 2010, p. 60). La actual situación de la ley gitana en España -debate que, hasta la fecha, se ha obviado- es similar a la que enfrentaban los núcleos indígenas latinoamericanos décadas atrás. La relación entre la legislación española y la ley gitana no se rige, como en el caso indígena, según los principios de coexistencia, supletoriedad y sustitución. Es más, tal relación no existe. A causa del no-reconocimiento normativo de la justicia gitana, esta es percibida como un conjunto de meras normas culturales y conductuales , alegales, e incluso ilegales, por cuanto pueden contrariar al derecho, la moral y el orden público -en especial, en materia de género, violencia contra la mujer, violencia contra las personas homosexuales, baja escolarización, matrimonios infantiles y matrimonios acordados, etc.-. Además, debe tenerse en cuenta que la inexistencia de una ley gitana material -conferida por el Estado español o cualesquiera otros Estados europeos-, depende de la extensa interterritorialidad de la población gitana, la cual no se corresponde con fronteras, territorios o nacionalidades, convirtiéndose en una cuestión común al resto de ordenamientos comunitarios -así como les ocurre a las nacionalidades ancestrales de los países andinos.
V. Conclusiones
1. Se han planteado las siguientes preguntas: ¿podemos valorar las tradiciones jurídicas indígenas desde nuestra óptica occidental? ¿Cómo podríamos hacerlo sin caer en el eterno prejuicio etnocéntrico? ¿Y con respecto a la ley gitana y la ley islámica? ¿Y las costumbres subsaharianas? Ello nos lleva a otro debate más profundo: ¿hasta qué punto es factible el multiculturalismo en sociedades con tradiciones tan arraigadas? Las respuestas a estas complejas preguntas son, en mi opinión, las que dictaminarán en última instancia la posibilidad o imposibilidad del multiculturalismo en una sociedad, aún plural -y, según algunos autores, plurinacional-, como es España.
2. Aunque el discurso popular -y político- de los pensamientos nacionalistas peninsulares sostenga que la identidad española es contradictoria de las identidades vasca, catalana, gallega o andaluza, las creencias -sociales, jurídicas, culturales, religiosas- profesadas por la mayor parte de la geografía española son similares, no podemos afirmar que la profundidad diferencial entre España, Cataluña, Euskadi o Galicia sea asimilable a las diferencias que existieron -y siguen existiendo-, por ejemplo, entre los pueblos montubios y los Saraguro, o entre los afroecuatorianos y los Tsáchilas.
3. Desconocemos, pues, si en los años sucesivos el debate parlamentario español seguirá girando en torno a las nociones que aquí hemos repasado . En caso afirmativo, no admite dudas es que, en España, tenemos mucho que aprender de los procesos de replanteamiento social, político y jurídico de los países andinos, en especial del reconocimiento de las voces históricamente silenciadas, así como del debate refundacional de lo que significa e implica la política y el derecho.
4. No obstante, volver la mirada hacia el Sur y entablar una conversación trans-hemisférica no implica forzosamente la aplicación a ciegas de sus postulados -por más que, en lo casuístico, hayan podido resultar exitosos. Al contrario, no debemos ignorar las múltiples tensiones discursivas que atenazan actualmente al conjunto de España, cuya particularidad territorial es, cuando menos, compleja.