Introducción
Las actividades extractivas (como la minería a cielo abierto, el agronegocio, el fracking, entre otras) se caracterizan por la explotación intensiva de los recursos naturales para su comercialización (nacional e internacional) y el posterior desgaste/agotamiento de los mismos; sus impactos negativos sobre el ambiente y la salud humana; y la reprimarización de la economía (Giarracca y Teubal 2013). En el caso de la técnica de fractura hidráulica (fracking), que consiste en una técnica experimental, su desarrollo fue posible por avances tecnológicos y técnicos que permitieron acceder a hidrocarburos de baja permeabilidad, y fue fuertemente impulsada por las potencias centrales y emergentes (con protagonismo de Estados Unidos), dada su necesidad de incrementar el abastecimiento de crudo. Lo que caracteriza a esta nueva forma de explotación de recursos, afirman Svampa y Viale (2014), es la utilización intensiva del territorio y de agua (entre 9 000 000 y 29 000 000 de litros de agua por pozo perforado), la contaminación de aguas, los impactos sobre la salud, las emisiones de gas metano, que contribuyen al efecto invernadero, y el aumento de la actividad sísmica.
En Argentina, el desarrollo de la explotación hidrocarburífera como política de Estado comenzó en el año 2012, luego del descubrimiento del yacimiento Vaca Muerta, la formación sedimentaria que posee la mayor cantidad de reservorio no convencional en el país y buena parte de la región, por la empresa YPF-Repsol (Opsur 2011; Svampa y Viale 2014). No obstante, a pesar de las políticas llevadas a cabo por el Estado, orientadas a impulsar y legitimar la actividad, su desarrollo se dio en un contexto de multiplicación en América Latina de conflictos socioterritoriales (o conflictos ecológico-distributivos) en oposición al desarrollo de proyectos extractivos y en defensa del territorio y los bienes comunes. El presente trabajo se orienta a la construcción de un estado de la cuestión sobre los factores que inciden en el desarrollo de la explotación de hidrocarburos no convencionales vía fracking y el surgimiento de resistencias sociales, con el fin de extraer de la literatura variables y herramientas analíticas que permitan dar cuenta del plano teórico, sus aportes y restricciones para analizar el extractivismo en general y el fracking, en particular, en tanto política pública.
La pregunta que guía la construcción del presente estado de la cuestión es: ¿Cómo se despliega material y simbólicamente la conflictividad surgida en torno al modelo extractivista en el territorio? La hipótesis que se desprende aquí es la existencia de múltiples territorialidades (construidas social, territorial, política, simbólica y discursivamente) en conflicto entre el extractivismo, en tanto característica sobresaliente del modelo de desarrollo, y quienes entran en conflicto con dicho modelo. Con el fin de realizar una revisión bibliográfica exhaustiva se utilizó la técnica de análisis documental que permitió la generación de un corpus (ponencias, tesis, artículos publicados, revistas, libros, etc.) construido a partir de la búsqueda y revisión sistemática de bases bibliográficas y de la generación de un muestreo, elaborado mediante la técnica de “bola de nieve” a partir de referencias relevantes de los textos más citados sobre la problemática. A partir de ello, se organizó el corpus en función de las variables explicativas en que se centraba cada texto y que serán presentadas a continuación.
La cuestión multidimensional del fracking
El modelo de desarrollo actual se estructura en torno a la expansión de actividades extractivas como fuente de acumulación del capital. Su desarrollo fue acompañado de políticas (regímenes, leyes, cambios en marcos regulatorios, etc.) que lo hicieron posible y rentable (Giarracca y Teubal 2013). Los debates en torno a la consolidación del fracking como política pública y factor de conflictividad social presentan múltiples perspectivas a partir de las cuales pueden ser analizados. Para dar cuenta de estas perspectivas y dimensiones se analiza la literatura proveniente de las ciencias sociales centradas en los debates sobre el extractivismo, el rol del Estado y la territorialización desde un enfoque multidisciplinar. Ello tiene como fin construir herramientas analíticas con las cuales estudiar de manera empírica el objeto de estudio.
En el trabajo, con un fin analítico, la literatura sobre fracking se divide en cinco vertientes, según los aspectos en los que se centre cada análisis. En cada uno de ellos se pueden encontrar diferentes respuestas a la pregunta sobre los factores que inciden en la consolidación de una actividad extractiva, como política estatal y en la emergencia (y capacidad de incidencia) de la conflictividad social en torno a un problema ambiental en general, y del fracking en particular. Estas dimensiones serán denominadas: sociológica, simbólica-discursiva, estatal, territorial y global.
La dimensión sociológica
La literatura que analiza los factores sociológicos se centra en el estudio de los movimientos y las resistencias sociales contra el fracking. Desde este enfoque se considera que su presencia es un factor determinante en la sanción de legislaciones de prohibición/regulación de la actividad. Asimismo, se presta atención a las relaciones de fuerza entre los tres actores que intervienen en los conflictos: el Estado, las empresas transnacionales y quienes conforman las resistencias sociales.
El desarrollo de emprendimientos hidrocarburíferos trae aparejada una intensificación de la conflictividad social protagonizada por una heterogeneidad de actores, que se nuclean en torno a su oposición a las diferentes actividades extractivas y dan lugar a un proceso de ambientalización de las luchas sociales (Svampa 2012). Según argumentan Martínez Alier y Walter (2015, 75), dichos conflictos, denominados conflictos ecológico- distributivos, tienen una dimensión social, ambiental y económica en la que la defensa de la reproducción de la vida y del ambiente en tanto sustento está en el centro de la escena, y su emergencia es resultado “de las asimetrías estructurales en la distribución de las cargas de la contaminación y en el acceso a los recursos naturales (…) enraizadas en una distribución desigual de poder e ingresos, así como en desigualdades sociales”.
La categorización que reciben las organizaciones que componen dichas luchas no está exenta de controversias. Ciertos autores afirman que, al no reunir ciertos atributos propios de las definiciones de movimientos sociales tales como identidad colectiva y creencias compartidas (Diani 2015), es más propicio referirse a ellos como resistencias sociales (Christel 2015) o sociedades en movimiento (Zibechi 2011). No obstante, ello dependería de la definición de movimiento social que se utilice. Si se retoma a Melucci (1989, 29), quien va más allá de las expresiones de valores y creencias presentes (o no) en los movimientos, la definición de movimientos aplicada a aquellos actores que llevan adelante acciones contenciosas e institucionales no resulta tan errada. El autor afirma que los movimientos son un tipo de fenómeno colectivo que reúne las siguientes tres dimensiones:
“Una forma de acción colectiva que implica solidaridad;
inmersa en un conflicto (...) en oposición a un adversario que demanda los mismos bienes o valores;
y que rompe los límites de compatibilidad del sistema que éste puede tolerar sin alterar su estructura”.
Aunque sean identificados como movimientos o como resistencias sociales, como afirman ciertos autores (Santamarina Campos 2008; Bottaro y Sola Álvarez 2012), los nuevos conflictos socio-ambientales/territoriales tienen ciertas particularidades que los diferencian de los movimientos tradicionales, no obstante, también presentan características compartidas con movimientos de larga data, de los que se nutren. Según Svampa (2008), hay cuatro dimensiones que caracterizan estos nuevos movimientos surgidos del giro ecoterritorial: su anclaje territorial; las acciones directas no institucionales como herramienta de lucha; la búsqueda de formas de democracia directa con nuevas estructuras de participación; y su orientación a la demanda de autonomía. La conjunción entre estos cuatro elementos configuraría nuevas orientaciones políticas e ideológicas (de mayor democracia, de construir una alternativa al modelo extractivista, etc.) con nuevas formas de militancia que la autora denomina nuevo ethos militante.
En el caso del fracking, las resistencias sociales persiguen como fin evitar el desarrollo de la actividad, en confrontación con las empresas transnacionales y el gobierno provincial y nacional. El objetivo que persiguen es influir en el accionar de las autoridades para lograr la problematización de la cuestión ambiental en la agenda pública y la regulación de la actividad, e imponer marcos regulatorios que la restrinjan o prohíban. Las resistencias ante el fracking se componen de vecinos autoconvocados, comunidad de intelectuales críticos, ONG y movimientos ambientalistas y, sobre todo, de pueblos originarios en tanto principales afectados. La ONG OPSur y la Fundación Ecosur fueron pioneras en el tratamiento del tema. Tempranamente se dedicaron a tomar contacto con las poblaciones afectadas y a divulgar información sobre una actividad poco conocida hasta ese momento (Svampa y Viale 2014, 321). Años más tarde, las resistencias comenzaron a agruparse en organizaciones como la “Multisectorial contra el Fracking”, la “Asamblea Permanente del Comahue por el Agua”, “Centenario Libre de Fracking” y “Fuera Basureros Petroleros”.
Como afirman ciertos autores (Ibarra 2000; Tarrow 2007), los reclamos se orientan al Estado y las luchas se ven condicionadas por factores que influyen en su capacidad de incidencia sobre la agenda de gobierno. Bringel y Falero (2016) consideran al Estado como un actor dual que, por un lado, tiene el monopolio legítimo de la violencia en una territorialidad delimitada, donde ejerce su poder de la coerción e influencia y, por otro lado, es responsable por la democratización política y social e interlocutor entre la sociedad y los movimientos. Desde esa concepción, la oportunidad de incidencia de los movimientos estaría condicionada por la estructura del Estado, tanto a escala nacional como local.
Como otros elementos a destacar que inciden en el surgimiento de las resistencias y en las modalidades de acción que implementan se encuentra la memoria de acontecimientos y los repertorios de acción conocidos de aquellos casos que han resultado exitosos en sus reclamos. Ejemplo de ello puede ser el caso de la resistencia a la megaminería en Esquel (conocido como “Efecto Esquel”) que logró, luego de intensas movilizaciones, la sanción de una ley provincial de prohibición de la actividad. Los repertorios de acción allí desarrollados, muchos de ellos típicos del movimiento piquetero (cortes de ruta, asambleas, etc.), fueron luego retomados por resistencias sociales contra la megaminería y el fracking.
En general, los territorios en los que se desarrollan los emprendimientos hidrocarburíferos vía fracking tienen una larga historia de movilización social en torno a la problemática social y ambiental. Fue allí, en la Patagonia argentina, donde emergieron los movimientos piqueteros surgidos a mediados de los noventa en oposición al modelo neoliberal; las puebladas de Cutral Co (1996) y Plaza Huincul (1997) y la movilización contra el Pacto YPF S.A-Chevron fueron los más emblemáticos (Svampa y Viale 2014; Riffo 2014). Como dice Tarrow (2007, 100): “cada grupo tiene una historia -y una memoria- propia de la acción colectiva en los ciclos generales de protesta”.
Esta influencia de la memoria y la acumulación de experiencias vinculada a la problemática en torno al fracking se manifiesta en dos niveles: el de la acción directa (movilizaciones, marchas, cortes de ruta, reparto de panfletos, etc.) y el de la acción institucional (orientada a la promoción y la sanción de nuevas normas como ordenanzas municipales y proyectos de ley de prohibición en las provincias, y de acciones judiciales como los amparos). Esta última, relacionada con la estrategia jurídica que llevan a cabo las resistencias (Hadad 2022), muestra como principal reclamo la prohibición de la actividad. En ambos casos las demandas están estatalmente orientadas. Si bien las resistencias han alcanzado cierto éxito en sus luchas y logrado la sanción de prohibiciones locales, como afirman los autores Freier y Schaj (2016, 62): “el país ha considerado el fracking como una opción viable (...) al punto tal que la fuerte oposición pública en el ámbito local, especialmente de parte de los pueblos originarios y la izquierda política, no ha logrado revertir los planes del gobierno nacional de permitir la implementación de estas tecnologías”.
La dimensión simbólica-discursiva
Desde la dimensión simbólica-discursiva se presta atención a la forma en la que las relaciones de fuerza se manifiestan en los usos del discurso que elaboran cada uno de los actores que protagonizan la conflictividad. También centra la atención en la manera en que se construyen diferentes imaginarios respecto al fracking. Como afirman Bringel y Falero (2016, 35), la dimensión simbólica (imágenes, discursos, narrativas, etc.): “Se vuelve un espacio clave de lucha donde deben disputar formas de ver y pensar el mundo en un terreno de mayor complejidad”.
Así, se analiza la confrontación entre los discursos orientados a promover la actividad, generalmente construidos por el Estado y las empresas hidrocarburíferas, y aquellos discursos que resaltan sus consecuencias negativas, elaborados por quienes se oponen a la misma. Machado Aráoz (2019) afirma que la matriz semiótico-política y sus prácticas discursivas, relacionada con la forma en la cual en el capitalismo conceptualiza la naturaleza y las relaciones sociales, influye y es influida por el poder, siendo el lenguaje, además de un medio de comunicación, una forma de representación de realidades y construcción de significados que se encuentra impregnado de relaciones de poder. Y ello no es menor en Argentina, dada la influencia de los imaginarios sociales construidos en torno a los hidrocarburos enmarcados en una semántica “patriótica” (Opsur 2011) de soberanía nacional.
Diversos autores (Boccardi et al. 2008; Svampa y Antonelli 2009; Comelli, Hadad y Petz 2010) afirman que la narrativa utópica del desarrollo, entendida como la manera de cohesionar diferentes significados que permitan la construcción de una estructura de sentido, forma parte del “dispositivo pro-extractivismo”. Este dispositivo busca mostrar al fracking como una “vía al desarrollo” en tanto medio para lograr el autoabastecimiento, impulsar la producción, equilibrar la balanza de pagos y obtener divisas. El objetivo de estos discursos es legitimar las prácticas hidrocarburíferas ante la sociedad al tiempo que intentan dar respuesta a un sector social específico que surge en oposición a la actividad. Así, el intento de construcción de un nuevo sentido respecto a la forma de percibir al fracking, que tanto el Estado como las empresas buscan construir es, de alguna manera, una respuesta adaptativa ante la emergencia de demandas y cuestionamientos sociales respecto a los efectos socioambientales negativos de la misma (Svampa 2011; Acosta Espinoza 2016; Acacio y Wyczykier 2020).
Por un lado, las empresas pretenden mostrarse como “empresas socialmente responsables” al manifestar su compromiso en contribuir al desarrollo sostenible y en mejorar la calidad de vida de la sociedad en su conjunto. Para ello, se valen de diversos canales de expresión: revistas, eventos, plataformas webs, visita de periodistas a plantas petroleras, elaboración de informes anuales de sustentabilidad, donaciones, etc., con el fin de autolegitimarse y obtener licencia social. Por otro lado, el discurso estatal se erige en torno a diversos puntos que apuntan al logro de un “desarrollo sustentable”, que pretende mostrar al fracking como una actividad productiva para el país a partir de sus altos niveles de inversión y sus saldos exportables (Cantamutto 2020), lo que se enmarca en un nuevo discurso que procura unificar el desarrollo con las actividades extractivas.
Así, desde la narrativa se presentan los “abundantes” recursos naturales como algo a explotar, los politizan y se generan en torno a ellos disputas violentas (Parks 2021). Sin embargo, como afirman Acacio y Wyczykier (2020) los consensos construidos en torno al fracking son permeables, y, por tanto, sometidos a tensiones y querellas constantes. Desde las resistencias sociales, el discurso hegemónico de las empresas es puesto en cuestión, lo que ocasiona una disputa entre estas, las corporaciones hidrocarburíferas y el Estado a escala nacional y local, respecto al modelo de desarrollo. En palabras de Comelli, Hadad y Petz (2010, 150): “frente al discurso hegemónico del desarrollo sustentable (...) las asambleas irrumpen en el espacio público cuestionando esta conceptualización y repolitizando la idea misma de desarrollo”. Sin dudas, poner en discusión conceptos como desarrollo, soberanía, democracia y derechos humanos es uno de los objetivos que persiguen a través de la acción colectiva (Svampa 2008).
En ese sentido, afirma Gutiérrez Aguiar (2015), que la dimensión discursiva importa también en el plano de la lucha y la articulación entre actores sociales. Por tanto, no solo es relevante en términos de una disputa de sentidos ante el discurso hegemónico desarrollista, sino también al interior de los movimientos/resistencias. En la construcción de un discurso propio y en la forma en que se autodesignan los sujetos de lucha desarrollan sentidos de pertenencia, construyen una identidad compartida y tejen lazos sociales. De este modo, vecinos autoconvocados, profesionales, saberes expertos, comunidades originarias se nuclean en torno a un discurso contrahegemónico con consignas tales como: “no al fracking” o “agua para la vida”, y tienen como principales ejes de lucha la defensa del agua como un bien común y del territorio.
El discurso predominante, que incluye tanto el discurso empresarial como el estatal, tiene como fin presentar al fracking como actividad segura, sustentable y fuente de desarrollo económico. Discurso que se contrapone e intenta desacreditar el de aquellos actores sociales críticos de la actividad, con el fin de invisibilizar las disputas en torno a la actividad y deslegitimar los procesos sociales que reclaman la regulación o prohibición de la actividad (Antonelli 2009, 100). En oposición a ello, el discurso de las resistencias busca visibilizar la multiplicidad de actores y valores en disputa, al tiempo que cuestiona la forma en la que el Estado y las empresas conciben al fracking, a los hidrocarburos y al desarrollo. Y, en el plano discursivo, al igual que en el social, se manifiestan las disputas, los antagonismos y las relaciones de poder.
La dimensión estatal
Desde la literatura científica-social del fracking, el carácter que asumen las políticas (energéticas, científicas y tecnológicas, ambientales, etc.) depende de la autonomía del Estado y de ciertos condicionantes relacionados con su capacidad (Vargas Suárez 2015). Dado que, si bien la política energética (e hidrocarburífera) es producto de decisiones tomadas entre el Estado y actores sociales (públicos y privados), es el Estado quien cuenta con los poderes políticos necesarios para permitir (o no) el desarrollo de proyectos hidrocarburíferos en su territorio (Gutiérrez Ríos 2014; Giuliani 2017). Esta centralidad puesta en el Estado descansa en su rol como regulador del acceso, uso y disponibilidad de la fuerza de trabajo, los bienes naturales y la infraestructura (O’Connor 2001), es decir, de las condiciones de producción y distribución.
Como afirman diversos autores, en las últimas décadas, en paralelo a la nueva modalidad de acumulación, hubo una transformación en el rol del Estado que dio lugar a la consolidación de un Estado autorregulador en tanto “entidad responsable de crear el espacio para la legitimidad de los reguladores no estatales”, donde el Estado “se ubica (o media) entre el capital y la naturaleza” (Souza Santos 2007, citado en Svampa 2008, 95). Svampa y Viale (2014, 324) argumentan que el marco legal del Estado responde ante el avance de proyectos de explotación hidrocarburífera, favorece su desarrollo y limita la sanción de legislaciones que regulen/prohíban la actividad, como consecuencia del realineamiento entre los distintos poderes del Estado (político, económico y judicial) en favor del fracking. Por su parte, afirma Riffo (2014, 68) que la prevalencia del Estado en el desarrollo de la explotación hidrocarburífera responde a la consolidación histórica de su hegemonía.
Si lo antes expuesto es analizado desde los debates marxista-ecológicos, el rol del Estado como garante se puede considerar orientado a “hacer que el capitalismo no se destruya” (Moore 2013). Desde este enfoque se echa luz sobre el rol del Estado en el proceso de acumulación capitalista y apropiación de los bienes comunes y en la forma cómo él mismo, en tanto regulador del acceso del capital a la naturaleza (O’Connor 2001), tiene la capacidad/autonomía (o no) de incidir/condicionar el desarrollo de políticas (ambientales y energéticas). Asimismo, se presta atención a cuál es el modo de producción y el modelo de desarrollo que subyace en las políticas públicas y que son disputados por los actores intervinientes, así como también la forma en que la racionalidad económico-instrumental, que implica la conversión de la naturaleza en objeto de trabajo y mercancía, está presente (implícita o explícitamente) en las racionalidades sobre las que se construyen dichas políticas.
Según Oxilia y Blanco (2016, 17), una política energética incluye: “un conjunto de disposiciones y lineamientos estratégicos consensuados y asumidos por una autoridad gubernamental competente dirigidos a enfrentar situaciones públicas y a satisfacer requerimientos relacionados con el sector de la energía”. Desde el año 2011, Argentina ha llevado adelante reformas en el marco jurídico y normativo, sancionando diferentes legislaciones que promueven el desarrollo de la explotación hidrocarburífera. La sanción por decreto de un nuevo régimen hidrocarburífero, la creación de programas de inversiones y beneficios fiscales, la quita de retenciones a la exportación, entre otras medidas, evidencian la orientación del Estado nacional en torno al fracking.
Para Pérez Roig (2016) las políticas públicas orientadas a los hidrocarburos, pre y post convertibilidad se caracterizan por presentar una doble contradicción: “la contradicción existente entre la condición social de los hidrocarburos como valores y su condición natural como valores de uso” (19). Afirma que “la tensión “commodities/recurso estratégico” atraviesa transversalmente el diseño y la implementación de numerosas políticas estatales referidas al sector durante la posconvertibilidad” (19). Ello sin que haya cambios radicales en lo que respecta a la política energética en el posneoliberalismo, con una continuidad de la presencia del mercado en el sector.
La dimensión territorial
La dimensión territorial se nutre de los aportes de la geografía crítica (Porto Gonçalves 2002; Mançano Fernandes 2005) que complejizan el estudio del territorio desde la imbricación sociedad-naturaleza. Como epicentro de conflictividad por el uso de los recursos naturales/bienes comunes, el territorio asume una importancia destacada en las luchas socioambientales donde entran en tensión diferentes territorialidades en las que “una visión de la territorialidad se presenta como excluyente de las existentes (o potencialmente existentes) (Svampa, Bottaro y Sola Álvarez 2009, 43). En los movimientos sociales el territorio, en tanto organizador de la vida de los individuos, asume una dimensión central y es visto como lugar de resistencia y disputas.
Los territorios se encuentran atravesados por dinámicas de poder que pueden dar lugar a procesos de territorialización, desterritorialización y reterritorialización, según los grupos de poder dominantes, las características que asume la estructura estatal y la capacidad de resistencia. Se generan así disputas entre diferentes representaciones donde lo que está en juego es el “tipo de territorialidad inserta (...) en un modo de concebir al desarrollo” (Bottaro y Sola Álvarez 2012, 176). De este modo, si para las empresas transnacionales el territorio en que se ubica el yacimiento Vaca Muerta puede ser considerado un territorio vacío y los recursos allí presentes commodities, para el Estado puede ser una zona de sacrificio en pos de su idea de progreso y los hidrocarburos, recursos estratégicos. En cambio, para las comunidades originarias y quienes conforman las resistencias el territorio es el lugar donde se desarrolla la convivencia de múltiples vidas, y los recursos naturales, incluidos los hidrocarburos, son considerados bienes comunes. De acuerdo a cómo se desarrollan las disputas sociales alguna de esas visiones puede llegar a ser dominante.
Centrados en el fracking, Forget, Carrizo y Villalba (2018, 357) argumentan que el inicio de la explotación de no convencionales genera tensiones y transformaciones que dinamizan los territorios, que se concentran en el nivel local/municipal. Para los autores son cinco las principales causas que contribuyen a la conflictividad territorial: la oposición a las técnicas no convencionales, la protección de áreas naturales, la defensa de los derechos humanos, el uso (y competencia) del suelo, y el tratamiento de residuos de la actividad hidrocarburífera. Estas transformaciones dan cuenta de un “corrimiento de la frontera extractiva” o lo que Schweitzer (2012, 23-24, citado en Scandizzo 2016, 86-87) denomina “expansión geográfica” o “producción de espacios de “frontera de expansión del capital” que comprenden:
la adecuación de un territorio a los fines de asegurar las condiciones para la realización de nuevas actividades o de reconversión de las mismas bajo nuevas tecnologías o formas organizativas (...) que implica fenómenos de apropiación, desplazamiento de población y actividades e imposición de nuevas maneras de organización del espacio, se los puede definir como procesos de producción de espacios de “frontera de expansión del capital.
Respecto a las políticas públicas, en la medida en que los territorios tienen una dimensión material y otra simbólica (Zibechi 2017), también las políticas que se implementan allí ejercen agencia sobre los territorios y son dotadas de diferentes sentidos, atribuidos por la población. Las legislaciones nacionales y provinciales inciden en el territorio a través de regulaciones de ordenamiento territorial, autonomía provincial, regulación de recursos naturales, entre otras. En ese sentido, la sanción de legislaciones y políticas públicas nacionales que regularon la técnica del fracking han incidido en los territorios con el aumento de proyectos hidrocarburíferos y sus impactos socioambientales.
La dimensión global
Nuestras sociedades actuales se caracterizan por la consolidación de un modelo de desarrollo y una modalidad específica de acumulación basados en la explotación intensiva de la naturaleza desde una lógica de enclave, de tal modo que el corrimiento de la frontera mercantil hacia zonas antes consideradas improductivas o no rentables para el capital es la condición sine qua non de la acumulación capitalista (Moore 2013). Y ello adquiere características propias en nuestras formaciones periféricas-dependientes (Machado Aráoz 2019, 212), cuya configuración no responde solo a factores nacionales, sino que es influenciada por la economía del mundo capitalista (Moore 2013) y la desigualdad geográfica del capitalismo, que han colocado a la región de América Latina como proveedora de recursos naturales de los países centrales, generándose así una la polarización entre regiones centrales y regiones periféricas de acumulación (Bringel y Falero 2016). Así, como afirma Moore (2013, 43): “El gran triunfo del capitalismo a lo largo de su derrotero ha sido evitar los costos de la degradación ecológica local y regional mediante la reubicación de sus actividades de acumulación. En otros términos, el capitalismo es constitutivamente un sistema global y globalizador”.
El extractivismo es inherente a esa expansión del capital hacia nuevos espacios de acumulación y funciona “como práctica colonial sistemática e institucionalizada, es decir, como producto resultante de la expansión, generalización, perfeccionamiento, e intensificación constante de las redes extractivistas de las emergentes potencias europeas” (Machado Aráoz 2019, 208). Así, la acumulación por desposesión de la que hablara Harvey (2004) como etapa de expansión del capital actual inaugura una nueva etapa de expansión del capital, caracterizada por la reactualización y profundización de la explotación intensiva de la naturaleza por parte de las potencias centrales.
Y ello tiene su correlato en los territorios para los que la globalización supone una transformación de la organización territorial capitalista (Brenner 1999, 69 citado en Freier y Schaj 2016, 63), en la que los territorios se orientan hacia la instalación de una economía de enclave articulada con el mercado mundial y que adquiere, según afirman Machado Aráoz y Rossi (2017), las siguientes características: una producción local como prolongación directa de las economías centrales que son las que decisiones de inversión, con escasos beneficios locales; ausencia de conexiones entre la economía global y la local; y una integración subordinada, parcial y selectiva del potencial productivo de un territorio. Se da así un extractivismo asimétrico en el que se fortalece la dependencia de la naturaleza por parte del capital en el marco de la división internacional del trabajo. No obstante, es importante tener presente que esa expansión del capital asume diferentes características, según cada región (Nygren, Kröger y Gils 2022).
En esta nueva lógica de acumulación, el autoabastecimiento de los hidrocarburos está en el centro de la escena, dada su importancia para la economía mundial que demanda su aprovisionamiento y propicia un escenario de disputas por el poder y por la apropiación de los recursos. En esta nueva etapa de expansión del capital, la frontera hidrocarburífera se expande hacia países poseedores del recurso como nuevos proveedores. Como señalan diversos autores, esto llevaría a “una modificación del mapa geopolítico mundial” (Svampa y Viale 2014, 208). Aunque, en oposición a ese argumento, autores como di Risio (2016) afirman que no se trataría de un nuevo orden absolutamente distinto, aunque sí supondría una nueva forma de gobernanza en la relación capital-Estado.
Ante este escenario de transnacionalización económica, el rol que asume el Estado no es menor. Para algunos autores como Bringel y Falero (2016) la dependencia de la economía local de los capitales extractivistas de países centrales afecta la capacidad de los Estados de tomar decisiones relevantes de forma autónoma. Para otros autores como Zibechi (2008) el Estado, ante la nueva fase del capitalismo global, tiene un rol más instrumentalista, centrado en garantizar la estabilidad y el orden social que beneficie a las élites económicas y políticas que controlan el sistema, por lo que se convierte en un instrumento de la dominación del capitalismo globalizado. La reconfiguración del Estado nación sería central para implementar la globalización en cada escala nacional/local.
En cuanto a la respuesta de los movimientos ante la transnacionalización del poder, los debates son muchos. Para Santamarina Campos (2008) esta nueva etapa de reconfiguración del Estado frente a la globalización supone un desafío para los movimientos sociales en la medida en que se desplazan (o desterritorializan) y disfuman los focos de poder que, si bien supone el surgimiento de nuevos movimientos sociales, el nivel local continúa siendo el lugar clave de acción social. Ante el nuevo escenario los movimientos llevan a cabo una estrategia de transnacionalización de las luchas en la que los movimientos, frente a la multiescalaridad del conflicto, actúan en los tres niveles (locales, nacional y transnacional) y conforman redes regionales y globales (Svampa y Antonelli 2009). Retomando a Sassen (2015), en la medida en que el proceso de la globalización no supone un proceso que opone lo local y lo global, sino más bien una suerte de imbricación, los conflictos socioterritoriales se articulan en diferentes escalas: local, provincial, regional, nacional y global.
El boom de los hidrocarburos a escala internacional y su posterior agotamiento tuvo su correlato en Argentina, un país “con petróleo, pero no petrolero”. El impulso al fracking en el país comienza en las últimas décadas, luego del descubrimiento por parte de Repsol-YPF de 4 500 000 de metros cúbicos de gas no convencional y de la divulgación del informe de la Agencia de Información Energética de Estados Unidos (EIA), que incluyó a la formación Vaca Muerta entre los yacimientos con mayor reserva a escala mundial de HCNC (shale oil y tight gas). Estos descubrimientos pueden ser visto como una bisagra que habilita e impulsa el ingreso del fracking a las provincias argentinas, principalmente en las provincias patagónicas (Opsur 2011), con lo cual se amplió la frontera hidrocarburífera en un contexto de alta demanda del recurso “estratégico”.
En el fracking la dimensión global ha incidido de dos maneras. Por un lado, en la promoción de un marco jurídico-legal nacional que permita el desarrollo de emprendimientos de fracking en el país, en un contexto de progresivo agotamiento de hidrocarburos convencionales y no convencionales a escala mundial. Por otro lado, en la orientación de las políticas públicas y económicas nacionales a lograr el desarrollo de la explotación hidrocarburífera, motivado por su atractivo rentístico y fiscal.
Esta orientación de la política energética está lejos de lograr la soberanía energética, presentada como horizonte en los discursos oficiales. De ello da muestra la distribución de las concesiones dadas a las empresas. En la actualidad, YPF, en tanto principal empresa nacional operadora, controla el 37,9 % de la producción de hidrocarburos, mientras las empresas de capital extranjero dominan el mercado; entre ellas se encuentran: Pan American Energy, Vista Oil, Shell, Petronas, Chevron, Tecpetrol, Total, Wintershall y Pampa Energía (Ejes 2023). Algo similar sucede con los subsidios a los combustibles fósiles en cuya distribución YPF recibe el 15%, 31% menos que la transnacional TECPETROL, que obtiene el 46% (FARN 2013). Como afirman Svampa y Viale (2014, 351): “el Consenso del Fracking reafirma la dependencia de los combustibles fósiles, pero también el de la dependencia con las grandes empresas trasnacionales, embarcándonos ciegamente en la explotación de hidrocarburos no convencionales”.
Consideraciones finales
Desde las últimas décadas en Argentina comenzaron a implementarse diversas políticas orientadas a incentivar el fracking y posicionarlo como una actividad promotora del desarrollo y el crecimiento económico. En paralelo a dicho proceso, a medida que se consolidaba el modelo extractivista como política nacional, comenzaba a aumentar el cuestionamiento y la oposición a esta actividad por parte de una heterogeneidad de actores sociales. En el presente trabajo se han analizado los factores, presentes en la literatura, que influirían en ambos procesos. Como se ha observado, la literatura analizada fue estructurada en cinco dimensiones que responden a un objetivo analítico. En cada una de ellas fue posible observar la predominancia/centralidad en uno o más factores que hacen al estudio del extractivismo y del fracking.
Por un lado, desde el estudio de políticas públicas se extrajeron ciertos elementos (relación Estado-empresas, resistencias sociales, tensiones entre Estado nacional y subnacional, relación entre políticas y acumulación capitalista, condicionamientos externos, etc.) que incidirían en las características que asuman. Por otro lado, al centrar la atención en las resistencias sociales fue posible dilucidar las particularidades que asumen los movimientos y resistencias sociales ante la avanzada extractivista y los factores estructurales que influirían sobre los mismos y condicionarían su capacidad de incidencia y probabilidad de éxito en sus reclamos.
Como se ha visto, el modelo extractivo presenta una complejidad en su análisis por las grandes dimensiones que lo atraviesan. Este trabajo se ha orientado a la construcción de un estado de la cuestión sobre el fracking a la luz de los aportes provenientes de las ciencias sociales (sociología, geografía, ciencia política, etc.). La recopilación de los trabajos considerados más relevantes sobre la problemática del extractivismo en general y del fracking en particular, tuvo por objetivo dar cuenta esquemáticamente, de los principales enfoques, los puntos en común y las diferentes formas de abordar el problema.
Esta síntesis fue construida, en el marco de una investigación doctoral que persigue analizar la relación/tensión entre políticas hidrocarburíferas y ambientales, la manera en que se despliegan en términos materiales y simbólicos/inmateriales y las tensiones que genera en el territorio. Luego de esta revisión, surgen ciertas inquietudes que, se considera, restan por indagar, relacionadas con las particularidades que asume el conflicto en cada nivel territorial en que se instala, las características que asume la relación Estado-sociedad-empresas frente a la problemática ambiental, los cambios que operan en el territorio, los límites en la articulación entre actores sociales en lucha, la relación entre actores locales opositores a la actividad y pueblos originarios, las tensiones entre el Estado en sus diferentes niveles (nacional, provincial, local). Asimismo, dada la singularidad que presentan los territorios y las actividades extractivas que allí se desarrollan, la búsqueda de factores de estudio no siempre enfatizados por la bibliografía dominante muestra la importancia de respetar las peculiaridades de los casos de estudio y la pertinencia de indagar en literaturas alternativas, que permitan una mejor comprensión de los fenómenos estudiados.
Desde la prohibición de la minería a cielo abierto en Esquel comenzó a incrementarse el cuestionamiento y el rechazo a este tipo de actividades extractivas a lo largo del país. Hace más de 10 años que se inició la resistencia contra el fracking. Desde el 2013 se sancionaron en diferentes provincias ordenanzas que prohíben la actividad. En paralelo, se promovieron políticas orientadas a impulsar su desarrollo. Los debates sobre el binomio sociedad-ambiente-desarrollo se intensifican cada vez más, por lo que su abordaje desde las múltiples dimensiones que intervienen (narrativas, simbólicas, identitarias, culturales, políticas, económicas, territoriales, etc.) resulta acuciante para analizar la complejidad del escenario.