Introducción
En el mundo, se producen alrededor de 2 000 000 000 de toneladas de residuos sólidos urbanos (RSU), y se estima que ascenderán a 3 400 000 000 en 2050 (Kaza et al. 2018). Estos tienen numerosos y graves efectos ambientales, tanto locales como globales, si no se les maneja de modo adecuado. Cerca del 37% de los residuos producidos a escala mundial se deposita en algún tipo de vertedero; el 33% se dispone a cielo abierto; el 11% se envía a un proceso industrial de incineración, y solo el 19% se recupera a través del reciclado o el compostaje. En el Sur Global es común que no exista una infraestructura suficiente para manejar los residuos, y que estos terminen en vertederos no controlados (hasta el 93% en algunos países; Kaza et al. 2018) o se quemen a cielo abierto.
Por una parte, si los RSU se destinan a vertederos no controlados, generan lixiviados que contaminan aguas subterráneas y superficiales, además de representar sitios de reproducción para vectores biológicos de enfermedades y reservorios de zoonosis urbanas (Krystosik et al. 2020). Por otra parte, su quema a cielo abierto produce y dispersa sin control dióxido de carbono (CO2, el gas de efecto invernadero más común) y otros gases promotores de lluvia ácida; contaminantes tóxicos tales como metales pesados, hidrocarburos aromáticos policíclicos, dioxinas y dibenzofuranos policlorados (Tait et al. 2020). Estos últimos constituyen contaminantes persistentes de producción no intencional, para los cuales una de las escasas vías de mitigación es justamente prevenir la incineración y, a fortiori, la quema de residuos a cielo abierto (Convención de Estocolmo 2001). Sin embargo, incluso si se les confina en rellenos sanitarios, los residuos sólidos emiten gases de efecto invernadero (GEI) que, cuando no son capturados in situ, representan el 5% de las emisiones globales (Kaza et al. 2018). Por dichos efectos socioambientales, las dificultades que conlleva su manejo sustentable y la velocidad a la que se producen, enfrentamos una crisis global de los residuos (Zorpas et al. 2021).
A partir de la década de 1980, la economía mexicana pasó de tener como eje el desarrollo y la industrialización planificados por el Estado, a la desregulación y la privatización que resultaron de las reformas decretadas por los gobiernos neoliberales. Dicho proceso se intensificó a partir de la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), en 1994, que allanó el camino para el desmantelamiento de la industria nacional, la privatización o el despojo de espacios o servicios públicos, la apertura desmesurada a las mercancías importadas y, en general, al saqueo de la riqueza natural y los servicios estratégicos de la nación (Ochoa-Chi 2019, 84). Al cabo de apenas unos cuantos años, los efectos de la entrada en vigor del TLCAN ya eran evidentes en la depredación de los recursos naturales y en la contaminación ambiental (Ochoa-Chi 2019, 90).
Desde entonces, las consecuencias socioeconómicas de estas reformas y el deterioro ambiental del país no han hecho sino aumentar, y se han aparejado con la multiplicación y diversificación de los conflictos socioambientales. La degradación ambiental que se constata en México se debe, entonces, a la aplicación de un modelo de desarrollo que subordina los territorios, sus recursos y los derechos de las personas que en ellos habitan, a una dinámica irracional de acumulación y concentración del capital. Si se utiliza la huella ecológica para estimar la presión social sobre el ambiente, se tiene que en 1961 se necesitaban alrededor de dos hectáreas para sostener a cada habitante del país, y que 50 años más tarde esta superficie había alcanzado las 2,9 hectáreas (SEMARNAT 2016). Al analizar por separado cada entidad federativa del país, la mayor huella ecológica corresponde a la Ciudad de México, que asciende a 4,7 hectáreas (Albornoz-Mendoza, Ortiz-Pech y Canto-Sáenz 2020).
La degradación ambiental de México es particularmente visible en el manejo inadecuado de los residuos sólidos. Estos se producen en cantidades crecientes, sobre todo, los RSU, los de tipo industrial y hospitalario (Ochoa-Chi 2019, 90). Tal generación de residuos es impulsada por la urbanización salvaje1 del país y los nuevos patrones de producción y consumo incentivados por el TLCAN que, entre otros aspectos, multiplicaron los centros comerciales y las tiendas de autoservicio. Así, en la década de los años cincuenta del siglo pasado, mucho antes de que se hubiera instalado el modo de consumo norteamericano, cada habitante producía de 300 a 370 gramos de RSU al día (Ochoa-Chi 2019, 91), compuestos entre el 65 y 70% por materia orgánica biodegradable (SEMARNAT 2016). Para 2020, la producción per cápita diaria de RSU aumentó a 944 gramos, de los cuales la fracción orgánica solo representaba el 46,4% (SEMARNAT 2020). Esto equivale, en todo el país, a más de 120 000 toneladas diarias de RSU (SEMARNAT 2020). Alrededor de la décima parte de esta cantidad se genera en la Ciudad de México (CDMX), que produjo cerca de 12 300 toneladas diarias en 2020 y no cuenta con rellenos sanitarios funcionales en su territorio (SEDEMA 2021).
En esta investigación se describe el uso instrumental que el poder central de México y de su capital hace del territorio del estado de Hidalgo, que se deriva del colonialismo, el metabolismo extremo de la CDMX y las políticas neoliberales derivadas del TLCAN, tanto federales como estatales. Para ello, se desglosarán cinco secciones: 1) observación histórica de la degradación ambiental de varias zonas del estado causada por la minería, la industria cementera y las aguas residuales de la CDMX, que se analizarán mediante los conceptos de basurización (Castillo-Durante 1999) y metabolismo urbano (Delgado-Ramos 2015); 2) revisión de la adecuación de las claves de zonas de sacrificio e infiernos ambientales para describir las condiciones que enfrentan las poblaciones afectadas; 3) presentación de los conflictos ambientales relacionados con el deterioro ambiental y el manejo de residuos como una forma de reorganización comunitaria inédita en la zona; 4) exposición de la justicia ambiental como alternativa al discurso hegemónico de la modernización ecológica, en particular en lo concerniente a la basura cero (Rosas-Baños y Gámez-Anaya 2019); y, por último, 5) análisis de uno de los conflictos más recientes en la entidad, conformado en contra de la construcción de un relleno sanitario, como una de las respuestas a esta basurización histórica.
La basurización de Hidalgo, un proceso metabólico e histórico
Hidalgo es un estado del centro de México, con una superficie de 20 814 km2 que representa el 1,1% del territorio nacional. Su población es de 3 082 841 habitantes, que constituyen el 2,4% de la población total del país; el 52% vive en zonas urbanas y el 48% en zonas rurales (INEGI 2021). Su PIB representa el 1,6% del PIB nacional, y en los últimos 20 años pasó de tener un índice de marginación de muy alto a alto (López-Salazar y de la Torre-Valdez 2022).
Por su cercanía con la CDMX, de la que se encuentra a solo 80 km, Hidalgo está inmerso en el proceso de megalopolización que aquella inició a finales del siglo pasado. Este proceso de expansión horizontal, que caracteriza a numerosas urbes latinoamericanas, consiste en la conurbación funcional de la CDMX con otras zonas aledañas, como Toluca-Lerma (Estado de México), Cuernavaca-Cuautla (Morelos), Puebla (Puebla), Tlaxcala (Tlaxcala) y Pachuca-Tizayuca (Hidalgo), que conforman así una corona regional de ciudades.
La conurbación funcional se relaciona con la dimensión metabólica de las ciudades, que toman energía y materiales externos, y que una vez que estos se emplean, disipan calor y producen desechos, que van desde emisiones de CO2 hasta RSU y aguas residuales. Tales intercambios ocurren a una tasa muy intensa por unidad de área, lo cual solo puede ocurrir a partir de la subordinación de espacios territoriales situados más allá de la periferia urbana. En el caso de la CDMX, las zonas colindantes ya mencionadas contribuyen al sostén de la ciudad aportando no solo energía, insumos materiales y agua, sino que también acogen a las actividades manufactureras y comerciales que fueron expulsadas de aquella y, en última instancia, reciben los materiales de desecho generados. En particular, los enormes flujos de RSU y las aguas residuales que esta ciudad produce tienen consecuencias socioecológicas que se han externalizado de modo muy asimétrico (Delgado-Ramos 2015).
El concepto del metabolismo urbano pone en evidencia la importancia de los mecanismos de evacuación de los residuos. Como ha resaltado Castillo-Durante (1999), los residuos, que son indisociables de cualquier metabolismo, vuelven vulnerable al sistema puramente biológico o biosocioeconómico que los produce mientras este no los expulse. Esta expulsión material o basurización relaciona países, o bien regiones dentro de un mismo país (i.e., el centro y la periferia) de un modo desigual. Siguiendo al mismo autor, puede decirse que la basurización reemplaza una relación de sujeto a sujeto en la que el diálogo es posible, por otra en la que uno de estos sujetos ocupa un lugar de objeto, por ende, de subordinación y diálogo imposible.
Según una síntesis de Exner y Gómez (2019), la modernidad sería una máquina productora de valor, por un lado, y de basura, por el otro, como su contraparte necesaria. La función de esta máquina sería la legitimación de determinados sistemas simbólicos mediante la continua distinción entre deseado e indeseado, propio y ajeno, o adentro y afuera. Las alteridades así constituidas en basura son negadas y reprimidas a través de metáforas reiteradas de limpieza y purificación y los consiguientes procesos de higienización. Estas autoras mencionan las nuevas formas en que la “basurización simbólica” emerge como violencia política, por ejemplo, hacia las diferencias sexogenéricas o los migrantes.
De un modo menos simbólico y más material, la descongestión de los residuos de los Estados Unidos de América (EUA) es la vía privilegiada de interacción con países como México, que asumen la posición de vertedero, e igual sucede con la relación que la CDMX ha establecido con los territorios circundantes. La asimetría de estas relaciones de poder forma parte de los constructos sociales que constituyen el metabolismo urbano extendido y que, a su vez, configuran los procesos de desterritorialización y reterritorialización urbana como modos de acumulación del capital (Delgado-Ramos 2016).
La basurización de Hidalgo no es un proceso reciente. Sus orígenes pueden ubicarse en el periodo colonial. Las primeras minas de plata de la Nueva España se descubrieron en Zacatecas en 1546 y unos cuantos años más tarde (1552), en el distrito minero hidalguense de Pachuca-Real del Monte, aún activo. Los 470 años de explotación y saqueo de este distrito hacia urbes, primero, transatlánticas y, luego, transnacionales han producido cerca de 40 000 toneladas de plata y 231 de oro, que en el caso del primer metal equivalen a 16% de la producción nacional y 6% de la producción mundial (SGM 2021). La naturalización del abandono de sitios mineros, que se constata en todo el mundo, en Hidalgo ha generado 751 de los llamados pasivos ambientales mineros, de los cuales 582 representan un riesgo alto para la población y 487, para los ecosistemas (SGM 2021).
Por otra parte, con la apertura en 1887 de la Compañía Manufacturera de Cal Hidráulica comienza la historia cementera del estado, que hoy se concentra en el corredor Apaxco (en el Estado de México)-Tula (Hidalgo)-Atotonilco (Hidalgo) por la importante formación de roca caliza que ahí se encuentra (Hernández-Arellano 2020). Más tarde, en la zona comenzó a fabricarse el cemento Portland que sirvió para los grandes proyectos de infraestructura del porfiriato, como el Puerto de Veracruz y el Gran Canal de Desagüe de la Ciudad de México (Ramírez-González 2018). En el corredor Apaxco-Tula-Atotonilco se encuentran hoy plantas de Holcim, Cemex, Cruz Azul, Lafarge, Carso-Elementia (Fortaleza) y varias caleras. Por ello, Hidalgo es el principal productor de cemento en México, con el 21,9% de la producción nacional. En 2003 se instaló Ecoltec (ahora Geocycle), filial de Holcim-Apasco, con el objetivo de “coprocesar” residuos en el energívoro proceso de producción del cemento. En 2012, tras el cierre del Bordo Poniente (CDMX), el que alguna vez fue el relleno sanitario más grande de América Latina, 3000 toneladas de RSU empezaron a incinerarse en las plantas de Cemex en Huichapan y Atotonilco (ambas en Hidalgo) y en Tepeaca (Puebla). Para lo anterior, el acuerdo incluía el pago por parte del Gobierno de la Ciudad de México de 20 USD por tonelada de RSU a la empresa (Carrasco-Gallegos y Vargas-Juvera 2015).
Estas actividades, sumadas a las de la Refinería PEMEX de Tula y la planta termoeléctrica Francisco Pérez Ríos, condujeron a que desde 1989 la región del Valle de Tula se clasificara como zona crítica en materia de contaminación atmosférica y a que en 2008 tuviera la incidencia de infecciones respiratorias agudas más alta de México (ICM 2021). En 2018, los niveles de partículas suspendidas (PM10 y PM2.5) provenientes, sobre todo, de la planta termoeléctrica y de la producción de cemento y cal superaron los límites establecidos para proteger la salud (SEMARNAT/INECC/CAME 2020) en varias partes de la cuenca atmosférica de Tula. De igual manera, ese año se registraron más de 140 días con concentraciones de dióxido de azufre superiores al límite vigente al día de hoy; este contaminante se asocia con las actividades de la termoeléctrica y del sector petroquímico, encabezado por la refinería de PEMEX. Se ha estimado que, si solo se redujeran los niveles de PM2.5, podrían evitarse entre 94 y 97 muertes debidas a causas generales por cada 100 000 habitantes del estado (INSP 2016).
Agua limpia a cambio de aguas residuales
Una de las principales facetas de la basurización del estado tiene que ver con las aguas residuales de la CDMX. El metabolismo de la capital articula cuatro cuencas que naturalmente no tienen conexión física entre sí: Valle de México, Alto Lerma, Cutzamala y Tula; las tres primeras abastecen los flujos de entrada (agua limpia) y la última recibe los flujos de salida (sobre todo, aguas residuales, más las escorrentías que en temporada de lluvias inundan la urbe) (Delgado-Ramos 2016). La CDMX se construyó sobre una cuenca endorreica que se ha ido desecando desde el periodo colonial a partir de la construcción de varias obras civiles, como el canal de Huehuetoca (1607), el tajo de Nochistongo (1789), el ya mencionado gran canal de desagüe del porfiriato (1905), el túnel de Tequixquiac (1954), el drenaje profundo (1975) y, en fechas más recientes, los emisores poniente (2010) y oriente (2019) (Delgado-Ramos 2016).
Este sistema colecta alrededor de 57 m3/s de aguas residuales en túneles subterráneos que las conducen hacia el centro de la ciudad y luego hacia la periferia norte (Delgado-Ramos 2016; Chahim 2022). A pesar de sus recientes ampliaciones, en temporada de lluvias esta infraestructura es insuficiente y se enfrenta a inundaciones que el Sistema de Aguas de la Ciudad de México controla mediante bombas y compuertas distribuidas por toda la metrópoli. Este control distribuye de manera selectiva el exceso de aguas residuales mezcladas con escorrentías hacia algunas zonas periféricas (por lo general, pobres y desfavorecidas), que soportan eventualmente sus estragos para salvaguardar las zonas céntricas y con mayor poder adquisitivo (Chahim 2022).
Entre 1912 y 1976 se construyó un sistema de presas (Taxhimay, Requena, Endhó, Vicente Aguirre y Javier Rojo Gómez) al norte de la CDMX, con una capacidad total de almacenamiento de 350 000 000 de metros cúbicos (García-Salazar y Lara-Figueroa 2020). Este sistema contribuyó a que cerca del 93% de las aguas residuales de la CDMX (mezcladas con las escorrentías que ahí se producen en temporada de lluvias y con las aguas residuales provenientes de la zona) se envíe hacia el Valle del Mezquital, en Hidalgo, donde se le usa en tres distritos de riego (DR; DR-003 Tula, DR-100 Alfajayucan y DR-112 Ajacuba) (Siebe et al. 2017). Sin embargo, desde antes de la construcción de dichos embalses (de hecho, desde hace más de un siglo), el agua residual se emplea para el riego de unas 90 000 hectáreas cultivadas, en una zona cuyas precipitaciones medias anuales (de 700 mm en el sur e inferiores a 400 mm en el norte) no soportarían tal actividad (Siebe et al. 2017; García-Salazar y Lara-Figueroa 2020). Solo desde 2017 una parte de esta agua recibe tratamiento en la planta de Atotonilco (Hidalgo).
El prolongado uso de aguas residuales ha deteriorado la calidad de los suelos que las reciben, puesto que los metales pesados se acumulan en los horizontes superficiales del suelo al igual que diversos compuestos farmacéuticos y genes de resistencia a antibióticos (Siebe et al. 2017). La calidad de las fuentes de abastecimiento de agua de la población también se ha visto afectada. En algunos pozos se presentan episodios en los que los niveles de coliformes totales y fecales, así como las concentraciones de sodio, nitrato, mercurio y plomo, superan los límites máximos permisibles (Siebe et al. 2017). Lo anterior se traduce en una alta incidencia de enfermedades parasitarias y gastrointestinales, problemas de piel derivados de la exposición directa a las aguas residuales, entre otros padecimientos (García-Salazar y Fuente-Carrasco 2021).
Entre el seis y el siete de septiembre de 2021, el río Tula se desbordó y los habitantes de Tula (Hidalgo) fueron sorprendidos por inundaciones que alcanzaron los dos metros de altura, afectaron a más de 31 000 viviendas y a un hospital del Instituto Mexicano del Seguro Social (Chahim 2021; Pesqueira 2021). Según la fuente consultada, fallecieron entre 14 y 17 pacientes de este hospital; al menos 10 eran enfermos de covid-19 que dejaron de recibir respiración asistida (Montoya y Cruz-Martínez 2021). Primero, las autoridades federales, estatales y locales se empeñaron en atribuir la desgracia a las lluvias excesivas; después de la publicación de investigaciones periodísticas documentadas, terminaron por reconocer que se debió a la llegada de 500 m3/s de aguas residuales y escorrentías al río Tula (que naturalmente solo puede conducir 250 m3/s), de los cuales 150 m3/s provenían de los emisores oriente y central de la CDMX y que de otro modo la habrían inundado (Chahim 2022; Raziel 2021). El exgobernador Omar Fayad naturalizó la asimetría que representa el intercambio de agua limpia para la zona metropolitana del Valle de México por aguas residuales como una “misión histórica” de Hidalgo con el país (Fayad 2021).
Nombrar la devastación
La basurización descrita arriba, que implica tanto aguas residuales como residuos mineros, industriales, RSU y emisiones atmosféricas, ha degradado las condiciones de vida de numerosas poblaciones del estado. En 2019, un grupo de observadores nacionales e internacionales, entre los que se encontraban académicos, periodistas y personas afectadas por la contaminación, constituyeron la caravana Toxitour, la cual hizo un recorrido por la zona centro del país e identificó al corredor industrial de Apaxco-Tula-Atotonilco (y a otros cinco territorios), como centro regional de devastación ambiental (Barreda-Marín 2020). Estos centros, en los que se conjugan la sobreexplotación del espacio y de los recursos naturales, la presencia excesiva de contaminantes y el deterioro de la salud pública, entre otros factores, reúnen las características de las llamadas “zonas de sacrificio” (Navarro-Trujillo y Barreda-Muñoz 2022).
Se suele ubicar el origen del concepto de zona de sacrificio en los movimientos de justicia ambiental de la década de 1980 en EUA, surgidos para denunciar la conformación de espacios que concentran la devastación ambiental derivada de decisiones de un poder central constituido como garante de los intereses del entramado capitalista (Navarro-Trujillo y Barreda-Muñoz 2022). Este concepto ha servido a las comunidades que sufren los efectos de la degradación ambiental para denunciar la injusticia de solo recibir las externalidades del productivismo capitalista, mientras las ganancias se destinan siempre a los centros de poder.
En México, en sintonía con el tropo religioso implícito en la noción de zona de sacrificio, el extitular de la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales, Víctor Manuel Toledo, empezó a usar el término de “infiernos ambientales” para referirse, con algunas discrepancias, a las mismas regiones identificadas en el Toxitour (Toledo 2019). Andrés Barreda Marín ha definido los infiernos ambientales como los lugares en los que prevalecen condiciones excepcionalmente adversas para la supervivencia de las comunidades -y así percibidas por estas-, en las que se superponen procesos de contaminación industrial, agroindustrial, extractivos o de alto metabolismo urbano, la presencia de numerosos agentes tóxicos y enfermedades graves en la población (TV UNAM 2022). A raíz de la formalización del Programa Nacional Estratégico Agentes Tóxicos y Procesos Contaminantes por parte del Consejo Nacional de Humanidades, Ciencia y Tecnología empezó a extenderse el secular término de regiones de emergencia sanitaria y ambiental. Se ha estimado que existen entre 50 y 60 de estas regiones en el país, y se han priorizado siete de ellas, una de las cuales es el corredor Apaxco-Tula-Atotonilco.
Surgimiento de la organización comunitaria: los conflictos ambientales en Hidalgo
En un complejo contexto socioambiental2, en 2004 surgió la iniciativa de construir un confinamiento para residuos peligrosos en Zimapán (Hidalgo). La Secretaría de Medio Ambiente autorizó el proyecto de una empresa filial de la española Befesa-Abengoa para recibir, estabilizar y confinar más de 18 000 toneladas anuales de residuos peligrosos producidos en todo el país, sin la consulta a la comunidad que establece la ley (Salazar-Peralta 2012). Además, a la población se le dijo inicialmente que el proyecto consistía en una recicladora de RSU3. Por tal motivo, cuando en 2006 empezó la construcción del confinamiento, por el cual la empresa pagaría un arrendamiento irrisorio de 1 000 dólares mensuales, se crearían solo 40 empleos directos e implicaría la llegada diaria de 300 camiones de transporte de residuos peligrosos (Salazar-Peralta 2012), se conformó el movimiento de resistencia popular Todos Somos Zimapán. Este fue reprimido por las autoridades locales y estatales, mas consiguió el apoyo de académicos y organizaciones sociales de todo el país. Tras numerosas movilizaciones, bloqueos de carreteras y plantones en la CDMX, el movimiento consiguió que el proyecto se cancelara por completo en 2010.
Para González, Cruz y León (2019), el movimiento Todos Somos Zimapán surgió en el marco de protestas populares inauguradas por el surgimiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en 1994, las cuales se caracterizaron por su rechazo a la apropiación de las formas de vida locales por parte del poder neoliberal. Estos mismos autores consideran que el movimiento hidalguense fue novedoso, porque se trató de un fenómeno inédito en una región en donde no se habían suscitado conflictos abiertos contra los poderes locales y federales que defienden a ultranza la racionalidad capitalista. Además, se utilizó para ello argumentos basados en la defensa de la salud y la vida.
A este movimiento se le sumó la lucha contra la contaminación que causan las cementeras, que como se señaló antes, afecta a varios municipios hidalguenses. Esta contienda articula a distintas organizaciones, como Ciudadanos Unidos con el Medio Ambiente, que se moviliza contra Cemex en Huichapan, Ciudadanos contra la Cementera Holcim-Apasco y el Movimiento Indígena Santiago de Anaya se Vive y se Defiende, que surgió contra la instalación de la planta de Carso-Elementia (Herrera-León 2019). Algunas de estas organizaciones se han integrado a movimientos nacionales, como el Frente de Comunidades contra la Incineración (GAIA 2020).
En lo referente a las aguas residuales, se han presentado también numerosos conflictos ambientales, pero de una naturaleza particular. Debido a la escasez de otras fuentes de agua y al ahorro que representa sustituir la fertilización convencional por las aguas residuales (que aportan nitrógeno y fósforo en cantidades significativas), entre otros factores, en el Valle del Mezquital la disputa es por la apropiación de las aguas residuales, no por su desvío hacia otras zonas, por su tratamiento o por el rechazo a los problemas de salud que ocasionan. Para las comunidades locales, las aguas residuales representan un “oro negro”, que les ha permitido salir de la miseria y cuyos impactos negativos son secundarios frente a los beneficios que les ha traído. Por ejemplo, gracias a la irrigación con aguas negras la producción promedio de maíz de la zona (10 toneladas por hectárea) supera la media nacional obtenida por agricultura de secano o por riego con agua de pozo (2 y 8,6 toneladas por hectárea, respectivamente) (Siebe et al., 2017). Por ello, varios grupos campesinos se opusieron en su momento a la construcción (e incluso hoy, a la operación) de la planta de tratamiento de aguas residuales de Atotonilco (Hidalgo), porque consideran que la irrigación con agua tratada conlleva la inversión en fertilizantes químicos y un mayor costo del agua, así como una disminución en el volumen de agua que reciben (García-Salazar y Fuente-Carrasco 2021).
Igualmente, ciertos grupos se han manifestado en contra del Plan Hídrico para Tula de Allende presentado por la Comisión Nacional del Agua, el cual busca triplicar la capacidad del río Tula para recibir las aguas de la CDMX y así evitar catástrofes como la acaecida en 2021. Este proyecto contempla el desazolve y la ampliación del río; la elaboración de un protocolo para temporada de lluvias; la creación de una red de estaciones de medición automática y, por último, la rectificación del cauce y el revestimiento de cerca de 2 400 metros de este con concreto. Lo anterior requiere que se talen alrededor de 230 árboles, se demuelan 80 edificaciones y se eleven varios puentes (Ramírez 2022). Las organizaciones ambientalistas estiman que este plan no resolverá el problema de fondo, puesto que solo se trata de evacuar con más velocidad el agua proveniente de la CDMX, se limitará la recarga de acuíferos y se talarán árboles que son indispensables para que la calidad del aire, ya de por sí muy mala, no empeore (Enciso 2022).
La justicia ambiental o la disputa por el sentido
Aunque los reclamos por el reparto de tierras y otros bienes comunes, de larga data en México y en América Latina, también pueden considerarse de justicia ambiental, por lo general, se asocia el origen de este término a la lucha pacífica que emprendieron en 1982 mujeres y niños afroamericanos del condado de Warren contra el confinamiento de bifenilos policlorados en su comunidad (Merlinsky 2017). Desde entonces, el movimiento de justicia ambiental ha puesto el énfasis en la desproporcionada carga ambiental que representan los residuos industriales hacia las comunidades racializadas y empobrecidas.
Por una parte, Merlinsky (2017) señala que, en América Latina, este movimiento cuestiona las bases mismas del modelo capitalista de desarrollo, que distribuye inequitativamente los beneficios económicos, por un lado, y los riesgos y daños ambientales, por otro. Así, mientras las legislaciones vigentes en nuestros países impulsan el confinamiento y la incineración de residuos industriales y RSU, no se resuelve el problema que estos representan, sino que se oculta y transfiere a las comunidades pobres y con un fuerte componente indígena. Lo anterior no hace sino postergar las acciones en verdad encaminadas a abordar problemas tan complejos como el cambio climático, la contaminación ambiental o el acaparamiento de los bienes comunes.
Por otra parte, el movimiento de la justicia ambiental se opone al discurso de la modernización ecológica, cuyo concepto paradigmático sería el de desarrollo sustentable. Como solución a la crisis ambiental global, la modernización ecológica se ha valido del lenguaje verde sin poner en entredicho las instituciones sociales, políticas y económicas vigentes, para proponer las llamadas “falsas soluciones”. Estas consideran un problema ecológico como una oportunidad para ampliar la acumulación de capital, mientras reproducen los patrones de dominación de clase, raza y género que lo ocasionaron (Moreano-Venegas, Lang y Ruales-Jurado 2021).
Así, uno de los más recientes términos de la modernización ecológica es el de economía circular (EC), que es un enfoque postconsumo que intenta estimular el crecimiento económico mediante la creación de nuevas mercancías en donde antes hubo residuos (Rosas-Baños y Gámez-Anaya 2019). En 2021, se lanzó la Coalición de Economía Circular de América Latina y el Caribe, con el objetivo de desarrollar una visión regional común y constituir una plataforma para compartir conocimientos y herramientas y apoyar la transición a la EC. En el mismo año, el senado mexicano aprobó la Ley General de Economía Circular y en 2023 se aprobó la Ley de Economía Circular de la Ciudad de México, que pretenden incentivar la eficiencia en el uso de bienes y en la prestación de servicios, el reciclaje y la valorización energética (incluida la incineración) de los residuos. Ambas leyes se enfocan fuertemente en la creación de nuevas mercancías, la recuperación de materiales para el reciclaje y la producción de energía, más que en la prevención de los residuos y la desaceleración del consumo.
Basura cero es una política integral que busca la reducción paulatina de los residuos hasta su nulificación mediante la adopción de una serie de medidas adoptadas a lo largo de todo el ciclo de vida de los materiales (Panarisi 2015). Basura cero, al igual que la EC, se inspira en los ciclos biogeoquímicos naturales; no obstante, una diferencia crucial es que el primero es una estrategia preconsumo surgida en el marco de la economía solidaria, que se basa en formas de organización locales cuyo objetivo es el bienestar común, una apropiación colectiva de excedentes económicos y la distribución equitativa del patrimonio natural (Rosas-Baños y Gámez-Anaya 2019).
Además, el enfoque basura cero tiene un fuerte enfoque preventivo en el origen mismo de los residuos, que cuestiona las prácticas productivistas como la obsolescencia programada y sostiene, por el contrario, tanto la responsabilidad extendida del productor como una reducción en el consumo. Así, favorece la separación en el origen, la recuperación diferenciada puerta a puerta de los residuos, el compostaje doméstico de la fracción orgánica, el empoderamiento de las personas implicadas en la separación y reducción de sus residuos, el reciclaje local y los incentivos económicos para quien se sume a la iniciativa, entre otros aspectos (Moskat 2017). Asimismo, excluye los tiraderos a cielo abierto, los rellenos sanitarios y la incineración de residuos (Panarisi 2015).
En América Latina, el enfoque basura cero ha incluido como factor clave el reciclaje inclusivo, es decir, el reconocimiento al rol fundamental que tienen los recicladores urbanos (también llamados cartoneros o pepenadores) y a su derecho a una remuneración justa, aunque cabe señalar que algunas iniciativas de economía circular, como las aprobadas en México, también se refieren a este sector de la población. Un caso de éxito de basura cero es el de Curitiba, en Brasil, que emplea algunas de las estrategias ya mencionadas (recolección puerta a puerta, educación temprana, separación de residuos en las escuelas, entre otras) (Panarisi 2015).
Organización comunitaria en torno a la basura cero
En enero de 2022, en el municipio de Atitalaquia (situado en el ya mencionado Valle del Mezquital, Hidalgo) se inauguró el Centro Regional de Tratamiento de Residuos Sólidos Urbanos (CRTRSU), que iba a ser operado durante 20 años por la empresa Ecological Solutions. Los vecinos de la localidad de El Cardonal, la más próxima al CRTRSU, se inconformaron de inmediato por la opacidad con la que se autorizó la construcción de dicho centro. Las anomalías denunciadas por los vecinos fueron que, en contraposición a lo que la ley vigente establece, el CRTRSU se construyó a menos de 500 metros de dos unidades habitacionales de El Cardonal, sin instalaciones que garantizaran el tratamiento de lixiviados, y que las autoridades que autorizaron el proyecto no acreditaron contar con la manifestación de impacto ambiental ni haber consultado a la comunidad (Lambertucci 2022).
Los vecinos inconformes, que además constataron que el centro estaba recibiendo RSU provenientes de otras localidades, constituyeron el movimiento “No al basurero de Atitalaquia” (EJAtlas 2022) y se plantaron afuera del CRTRSU para impedir la llegada de más residuos al lugar. La madrugada del 20 de junio, un grupo de personas armadas atacaron el campamento establecido por el movimiento y asesinaron a Jesús Bañuelos, uno de sus miembros. Tras el asesinato y la toma de carreteras realizada por los inconformes, las autoridades estatales por fin se encargaron del conflicto y clausuraron temporalmente el CRTRSU. Aunque el 22 de julio se anunció la clausura definitiva del centro, el crimen del activista sigue impune.
Luego de que el CRTRSU fuera clausurado, el movimiento “No al basurero de Atitalaquia” propuso el plan “Un municipio libre de basura”. Este plan fue aprobado por las autoridades municipales en septiembre de 2022, pero hasta julio de 2023 no se había puesto en marcha. El objetivo principal del plan es la recuperación de materiales valorizables y excluye los tiraderos a cielo abierto, la construcción de nuevos rellenos sanitarios, así como la incineración de los residuos en las plantas cementeras de la región (Villeda 2023). Sin embargo, en Hidalgo, como en otros estados mexicanos, no existe una separación obligatoria de residuos en el origen y solo los pepenadores y los centros de transferencia se ocupan de esta operación crucial, de la cual depende que avance cualquier estrategia de basura cero o de EC.
El movimiento “No al basurero de Atitalaquia” continúa desarrollando actividades de reforestación y de educación ambiental a través de la instalación de murales en la comunidad, entre otras. De llevarse a cabo, esta iniciativa de basura cero se añadiría a la que puso en marcha la UNAM en el Geoparque Mundial de la Unesco Comarca Minera, también en Hidalgo. Como parte de este proyecto, se brindó asesoría, sensibilización y capacitación a la población de nueve municipios, se puso en marcha un compostario, un vivero y un mercado de trueque, así como un circuito de compraventa de residuos (Gaceta UNAM 2021).
Conclusiones
La reorganización de las comunidades de Hidalgo, descrita en este trabajo, es un enfrentamiento directo a la basurización histórica de la que han sido objeto. Representa un paso para cambiar la manera en que el poder central ha “gestionado” los residuos en la región y en el país, que tantas afectaciones ha traído a la población.
Pese a lo anterior, las iniciativas en torno al concepto de basura cero difícilmente prosperarán si no se propicia la separación en el origen y los demás factores de participación ciudadana que se derivan de la educación ambiental, así como la reducción del consumo, la remuneración justa de los recicladores urbanos y un sentido de comunidad basado en la solidaridad y la cooperación.