Introducción
En el mundo, particularmente en Latinoamérica, el progresivo incremento de las demandas sociales se contrapone a la simultánea disminución del patrimonio natural (Gligo et al. 2020; Gudynas 2007). A los clásicos intereses encabezados por las élites de cada región, opuestos a las regulaciones que restringen la captura de los recursos, se suman los de segmentos relegados (Leff 2003). Los reclamos de inclusión social, equidad y justicia distributiva responden a la lógica expectativa humana de acceder a un mejor reparto de los recursos disponibles. En la región, con una población estimada en 636 000 000 en 2022, duplicada en los últimos 44 años (CEPAL 2019a), se percibe un drástico deterioro ambiental. Naturaleza y demandas humanas se ven confrontadas a través de la problematización social y de la puja por establecer prioridades en la agenda política, con interacciones tensas y complejas entre actores, muchas veces sin buenos resultados (Alfaro-Moscoso y Calvo-Salazar 2019; Gudynas 2007).
El artículo 2º del CBD (1992, 3) define como AP a un área geográficamente definida que es delimitada o regulada y gestionada para lograr objetivos de conservación específicos. Para la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), es un “espacio geográfico claramente definido, reconocido, dedicado y gestionado a través de medios legales o de otros medios eficaces, para lograr la conservación a largo plazo de la naturaleza y de los servicios de los ecosistemas y los valores culturales asociados” (Borrini-Feyerabend et al. 2014, 5). En las AP, el remanente natural mantiene una valiosa oferta de recursos, motivadora de visiones divergentes y tensiones en las relaciones humanas e institucionales.
Las AP, sus bordes, sus áreas de amortiguación y la matriz ecorregional donde se insertan suelen tener habitantes y estar sometidas a usos de variada intensidad. Las poblaciones ya no parecen irrelevantes y remotas, como un siglo atrás, ni se trata únicamente de población rural, como sucede en casi todos los Parques Nacionales (PN) andinopatagónicos argentinos, que engloban poblaciones y limitan con ciudades.
Toda AP conlleva regulaciones que impiden el acceso indiscriminado a los bienes del patrimonio natural, afectando a intereses de grupos más o menos pudientes. Por eso, suelen ser interpretadas como fragmentos cercados del territorio que concentran ciertos bienes y crean compartimientos naturales protegidos. De impactar sobre poblaciones pobres, podrían condicionar el uso de bienes indispensables para sus posibilidades y cultura (Ferrero 2019). La Real Academia Española define “pobreza” como “escasez”. Afecta a un segmento social extendido y estable que CEPAL (2022, 15) estima en alrededor del 31% de la población regional.
Naturaleza y demandas sociales mantienen un equilibrio inestable, dentro de la complejidad aludida por Leff (2007) y ante regulaciones e instituciones estatales frecuentemente rudimentarias, en ocasiones débiles, capturadas y corruptas (Zornoza-Bonilla 2022; CEPAL 2019b). Los Objetivos para el Desarrollo Sostenible (ODS) y los del Convenio sobre Diversidad Biológica (CBD) tienden a orientar a los gobiernos en sus prioridades, pero las gestiones públicas suelen empañarse entre intereses sectoriales intransigentes y políticas ambientales fallidas. Las pujas sociales llevan a la modificación de los ecosistemas y a que estos respondan dinámicamente mediante “relaciones socioambientales” y procesos de “coevolución” (Redclift y Woodgate 1997, 27).
El Estado se desenvuelve dentro de contextos variables. Durante el boom de los commodities (2000 a 2014), la coyuntura económica favorable promovió el crecimiento latinoamericano, motorizando dos fenómenos enfrentados: la expansión de las fronteras agropecuarias hacia territorios hasta entonces naturales, como el Gran Chaco y la Amazonía, y la consolidación de sistemas nacionales de AP mediante: a) mayores asignaciones presupuestarias (Bovarnick et al. 2010) y b) el cumplimiento de la meta 11 de Aichi del CBD, de designar al 17% del territorio continental de cada país con AP. En 2020, 13 de 21 países de Latinoamérica habían superado esa meta. Destacan Guayana Francesa (52,5%), Venezuela (56,9%), Panamá (31,4%) y Brasil (30,3%). En el extremo más bajo está Uruguay, con solo el 3,68% (Protected Planet 2022).
La reciente COP15 de Kunming-Montreal del CBD (2022) determinó ampliar la meta de cobertura territorial protegida hasta el 30% para 2030. Esa decisión tiene riesgos, pues se calculó que afectaría directamente a más del 12% de la población mundial, lo que cuadruplica los estimados según la meta anterior (Schleicher et al. 2019). Más espacio protegido no necesariamente mejora el vínculo ambiente/sociedad. Por ende, muchas voces reclaman cambios en los procesos, observando la exclusión y el resquebrajamiento social en torno a muchas AP y la necesidad de un vínculo favorable entre equidad y buena conservación (PNUD 2021).
El ambicioso modelo 70/30 (proporción entre áreas bajo usos intensivos y protegidas) apunta a crear un escenario mundial con suficientes hábitats para sostener la biodiversidad, ricos en recursos naturales. No obstante, expande el juego hacia nuevas pujas de intereses. Quienes prevalezcan diseñarán los futuros territorios, con mayor o menor exclusión social. Algunos creen que en el manejo de las AP debe primar la naturaleza; otros privilegian las necesidades de residentes y vecinos; o a los turistas; o a los trabajadores estatales a cargo del territorio. Tampoco faltan quienes desean apropiarse de la renta potencial de las AP. Ante esto, cabe preguntarse ¿qué objetivos deberían priorizarse en las AP?, ¿es posible reducir la pobreza a través de ellas? y ¿qué medidas y modelos permitirían administrar y distribuir mejor los recursos disponibles?
Metodología
El objetivo de la investigación es analizar las tensiones en el acceso a los recursos, ante la expansión de los sistemas de AP en Argentina, así como su marco regional. Para ello, se revisaron publicaciones y documentación (legislación, evaluaciones de efectividad y planes de manejo), se realizaron entrevistas (semiestructuradas y no estructuradas), reuniones grupales y visitas a campo, y se seleccionaron casos significativos que permitieran contradecir o validar los argumentos planteados. Parte de la información proviene de otros estudios del autor, quien se ha desempeñado en los últimos años en la Administración de Parques Nacionales (APN) y en tres sistemas de AP subnacionales (Río Negro, Santa Cruz y Santa Fe), donde ha interactuado con actores públicos, privados y organizaciones de la sociedad civil vinculados a territorios protegidos y su entorno. El alcance geográfico de la investigación se extiende a Argentina y a algunos casos relevantes de Latinoamérica.
Las recetas de la exclusión
El paradigma de que la protección de la naturaleza sólo es alcanzable en ausencia de personas es central en el modelo de conservación estricto (en inglés fortress conservation) basado en el etnocentrismo occidental predominante durante casi un siglo (Fisher et al. 2005). Guerrero, Sguerra y Rey (2007, 65) citan una opinión de Marc Dourojeanni: “las AP son protegidas contra la acción del ser humano”.
Para algunos actores, según los preceptos del modelo biologicista del National Parks Service (NPS) de Estados Unidos (USA), las AP deberían carecer de ocupantes y propietarios. Sus beneficios económicos orientados al bien común general deben ser capturados por grandes empresas concesionarias (NPS 2022). Este modelo no ha fracasado en materia de conservación, al menos cuando las superficies preservadas son extensas o están rodeadas con zonas de amortiguación bajo usos compatibles. Un ejemplo exitoso es el Olimpic National Park (USA), con 373 543 ha. Protege ecosistemas de montaña y está bordeado concéntricamente por otras reservas naturales y culturales; recibe anualmente unos 3 000 000 de visitantes (fotografía 1).
La receta de exclusión humana manifiesta que, sin interferencia antrópica, no hay nada que enseñarle al bosque. En las AP de Argentina, esta visión primó de manera heterodoxa hasta inicios de la década de 1980, conviviendo con pobladores y propiedades privadas, como en los PN Nahuel Huapi y Lanín,1 con usos limitados y ninguna agenda de equidad distributiva. Carpinetti (2004) afirma que hubo políticas desterratorias, con la remoción de poblaciones locales.
La receta de la exclusión falló por no considerar los costos sociales del estándar de protección estricta, al restringir la provisión local de recursos, marginalizar a los pobladores (Fisher et al. 2005) y acumular reclamos y demandas. Hoy sería poco aplicable, no sólo por la mayor población e intereses, sino porque la alteración de la biosfera obliga a la intervención humana.
Las recetas de la inclusión
A Latinoamérica llegaron influencias conservacionistas no solo desde Yellowstone, creado en 1872, sino también desde Europa, donde las AP fueron situadas sobre zonas rurales que englobaban aldeas arraigadas a costumbres ancestrales, obligando a acuerdos sociales. Son dos modelos distintos que, al ser transferidos, encontraron pobreza, disputas por la tierra, recursos expoliados y débil calidad estatal.
La inclusión social en las AP se reconoció a partir del IV Congreso Mundial de PN y otras AP de la Unión Mundial para la Naturaleza (UICN, por sus siglas en inglés) en 1992, en Caracas. Allí se recomendó crear mecanismos para convertir a todos los sectores de la Sociedad en actores de la planificación, establecimiento y manejo de las AP, además de tener en cuenta sus necesidades y distribuir equitativamente costos y beneficios (UICN-BID 1993). El I Congreso Latinoamericano de AP de 1997, en su Declaración de Santa Marta, Colombia, promovió las alianzas sociales:
Los procesos de descentralización de algunos gobiernos y el interés de los organismos no gubernamentales, del sector privado productivo, de los pueblos indígenas y de las comunidades locales insertadas o aledañas a las AP, facilitan la constitución de una alianza de interesados y afectados, donde cada uno asume el papel que le compete, bajo políticas y normas gubernamentales establecidas y aceptadas (Guerrero, Sguerra y Rey 2007, 94).
En su “Guía para la Acción” recomienda:
20. Fomentar la búsqueda y aplicación de soluciones al problema de la pobreza, fuente de indignidad humana y generadora de impactos y conflictos, tanto en las AP como en sus zonas de influencia. 21. Impulsar, desde las AP, acciones que promuevan oportunidades de trabajo con los diferentes servicios que en ellas se generan, fomentando la inclusión laboral de sus pobladores y de las personas que habitan en las comunidades adyacentes (Guerrero, Sguerra y Rey 2007, 98).
El libro De Santa Marta 1997 a Bariloche 2007 (Guerrero, Sguerra y Rey 2007) recopila opiniones de expertos, los que identificaron diez tendencias sobre las AP para ese período. Cinco de ellas son pertinentes para este análisis: a) mayor presión y riesgo sobre su integridad y funcionalidad ecológica, que producen pérdida de biodiversidad, degradación de servicios ecosistémicos e inseguridad alimentaria, b) mayor participación social en la gestión, c) debilitamiento de la institucionalidad pública responsable, d) creación de nuevas AP bajo diferentes categorías de manejo, y e) subvaloración de las categorías I a IV frente a las V y VI de la UICN.
Para los consultados, las mayores presiones correspondían a minería, hidrocarburos, hidroelectricidad, biocombustibles, impacto del turismo descontrolado, ocupación de tierras, equivocados procesos de reasentamiento, captura ilícita de recursos naturales (caza, pesca, madera y biodiversidad en general) y confrontaciones armadas. En la participación y la función del Estado, destacaron nuevas modalidades de gobernanza y gestión compartida. Sobre las nuevas AP, valoraron el fortalecimiento jurídico y la paradójica inefectividad en el manejo. Sobre la revalorización de categorías menos estrictas, observaron que muchos usos practicados eran incompatibles con la conservación.
Guerrero, Sguerra y Rey (2007) detectaron dos temas controversiales: el rol y los resultados del manejo de los pueblos indígenas y locales en la conservación de AP (no necesariamente exitosos) frente al reconocimiento de derechos de uso y propiedad “tradicionales”; y la participación social en la toma de decisiones como causa de demoras o parálisis en los procesos de gestión, por conflictos que, al debilitar a las autoridades ambientales, fomentaron que estas eludieran responsabilidades.
El II Congreso Latinoamericano de AP de 2007, en Bariloche, reconoció el liderazgo regional en la gestión conjunta y corresponsable con pueblos indígenas, afrodescendientes y grupos étnicos diversos, cuyos territorios, en muchos casos, fueron conservados mediante prácticas y conocimientos tradicionales, aunque con insuficiente reconocimiento legal. Reafirmó “el papel indelegable de los Estados en la conducción de las políticas de AP, en el marco de una amplia participación de las comunidades locales y […] del conjunto de la sociedad para una gestión incluyente” (UICN-PNUD-RedParques 2007, 6). Recomendó armonizar y fortalecer los marcos jurídicos e institucionales para involucrar actores claves, especialmente comunidades locales y pueblos indígenas y distribuir equitativamente costos y beneficios.
El III Congreso Latinoamericano de AP de 2019, en Lima, exhortó a la gestión concreta y eficiente, dada la desigualdad, inequidad, inseguridad, los presupuestos reducidos y la demanda creciente de recursos en la región.
Los Pueblos Indígenas y comunidades locales son la base para la preservación y uso racional de la naturaleza, que permiten mantener los modos de vida y tradiciones culturales, cuyos conocimientos tradicionales están siendo incorporados en la planeación y manejo de áreas protegidas (…) son los guardianes de la biodiversidad en los territorios (UICN-PNUD-RedParques 2019, 5).
En 2018 en Escazú, Costa Rica, se firmó el Acuerdo Regional sobre Acceso a la Información, la Participación Pública y el Acceso a la Justicia en Asuntos Ambientales en América Latina y el Caribe, primer compromiso formal sobre participación pública en la toma de decisiones ambientales, ordenamiento del territorio y acceso a la información (CEPAL 2018).
Pese a todo lo anterior, las recetas de la inclusión para las AP parecen insuficientes para quebrar las causas de la pobreza, garantizar equidad y mayor justicia social. ¿Lo logran el Santuario Histórico de Machu Picchu o el PN Los Glaciares? Definitivamente no. Sólo proveen recursos; su distribución social las excede. Aplicar un antropocentrismo extremo, haciendo que las AP satisfagan todas las demandas sociales actuales, las haría a priori insustentables.
De la exclusión social a la inclusión: gestionando complejidad
La exclusión de grandes territorios de la avidez humana evitó la pérdida de parte de la biodiversidad hoy conocida. Hasta la década de 1970, la explotación forestal en el PN Lanín se autorizaba según la capacidad de aserrado de los solicitantes (APN 1953), asumiendo que la disponibilidad del recurso era infinita. Antes de su creación, en 1937, ya había una intensa actividad, pese a la escasa población. Se superponían ocupaciones, incendios, ganadería y explotación forestal tras su colonización. Lo que algunos describen como políticas duras de conservación no difería del estilo de gestión estatal predominante en la época. El ingeniero ruso Nicolás Lebedeff (1942), responsable forestal de APN, narra que el responsable del AP prefería vedar el territorio al pastoreo por falta de personal para hacer un manejo forestal racional. Sugería “tomar en consideración los intereses de muchos pobladores pobres (…) para quienes la prohibición terminante (de la ganadería) significaría en muchos casos una ruina” (15). En lugar de ordenar los usos, la decisión fue simple y mala: continuó la tala selectiva de árboles de raulí (Nothofagus alpina, especie de mayor valor comercial) y el pastoreo sobre renovales. Como en otras AP de Argentina, la aversión a la conflictividad ambiental llevó a la anomia decisoria, y a la desfloración del bosque: “Los bosques han sido tratados como cualquier bosque de propiedad particular, mal administrados, del que no se saca la renta, sino que se destruye el capital” (Lebedeff 1942, 7).
El paradigma de la exclusión tiene como fortaleza su sencillez. En AP de gran tamaño, límites claros y ninguna población, los procesos naturales deberían fluir. Con 67 000 ha, el PN Iguazú, en Argentina, sin pobladores residentes, protege la selva y es fuente de valiosos servicios ecosistémicos y turísticos que benefician a la población externa (Altamira y Martín 2009). Junto a otras AP,2 conforma el principal núcleo natural de la región. En alternativa, en el PN Los Alerces, de 264 000 ha, se gestionaron reubicaciones y cambios voluntarios de actividades de pobladores (APN 1997)3. Carpinetti (2004) expone procesos de reconocimiento y participación de las comunidades mapuce y sus dificultades para proyectar sustentabilidad. Los territorios y áreas conservados por pueblos indígenas y comunidades locales (TICCA 2022) comprometen una asociación estrecha entre ese tipo de gobernanza local efectiva y conservación.
La Meta 2020 del CBD impulsó la reciente cobertura del 25,4 % con AP en tierras de Latinoamérica (Protected Planet 2022). La inclusividad justificó procesos que llevaron a incluir poblaciones dentro de las nuevas AP creadas sobre zonas habitadas (D´Amico 2015). Ante la meta de 2030, resulta un criterio clave.
El consenso social abre la puerta a nuevos territorios, maximiza la complejidad e incertidumbre y no se logra si los actores sociales sólo están ávidos por capturar recursos. Es el caso del AP Bahía San Antonio, en el que la alteración física y química en costas, aguas y lechos marinos y la promoción de sus playas como “Caribe del sur”4 impactan sobre el atractivo convocante y el emblemático caballito de mar (Hippocampus patagonicus) endémico de esa bahía (Wei et al. 2017). Un 50 % de sus casi 100 km de costas se está urbanizando, contradiciendo el plan de manejo, cuyos valores protegidos son el paisaje, las aves migratorias costeras y el cordón medanoso (Giaccardi 2014) (mapa 1).
En el PN Cabo Polonio (Uruguay) durante años se debatió sobre proteger su paisaje y biodiversidad o urbanizar, jaqueando al endémico sapito de Darwin (Melanophryniscus montevidensis)5 y a los últimos médanos del “Uruguay Natural” con que ese país se identifica.
Existen AP que incluyen atractivos turísticos mundiales, generadores de empleo e ingresos, como Galápagos (Ecuador), Iguazú (Argentina), Do Iguazú (Brasil) o Torres del Paine (Chile). Otras unidades carecen de usos actuales directos significativos, excepto los poco reconocidos servicios ambientales (León-Morales 2007). Los modelos de gobernanza de AP pueden variar, desde los más verticales a los muy inclusivos, en los cuales comunidad y Estado articulan horizontalmente sus iniciativas (Borrini-Feyerabend et al. 2014). Por sí mismos, son insuficientes para revertir la pobreza extendida en la sociedad, pese a que no suelen faltar propuestas fáciles contrarias al verdadero interés público.6
Parece excesivo esperar que las AP integren a sociedades fragmentadas y mitiguen las condiciones sociopolíticas dominantes, descritas por CEPAL (2019b, 23) como “desigualdades estructurales, injustas e ineficientes, la cultura del privilegio”, y “una institucionalidad social en construcción”, porque corresponde a otra escala de intervención. Redclift y Woodgate (1997) mencionan que el principal objetivo de las políticas para la reducción de la pobreza y el manejo sostenible de los recursos naturales debería ser ampliar las opciones disponibles a los pobres. Las AP sólo podrían aportar algunas.
La complejidad social se profundiza en toda Latinoamérica. Convive con sociedades posmodernas “de naturaleza líquida”, como las denominaría el sociólogo polaco Zygmunt Bauman, compuestas por segmentos preindustriales (pobladores indígenas y campesinos), industriales (textiles o metalúrgicas tradicionales) y posindustriales (servicios favorecidos por la globalización e informatización) y con pobladores marginalizados residentes en “villas miseria” o favelas. Decisiones macroeconómicas, modelos socioterritoriales vigentes y avances tecnológicos moldean la inclusión y la exclusión social.
¿Cinismo o sostenibilidad?
La necesidad política de proclamar iniciativas “verdes” promueve propuestas para el desarrollo sostenible (DS) que afectan directa o indirectamente los recursos de las AP. Podrán asumirse o crear riesgos en actividades como pesca, minería, fracking, desmonte, puertos, tránsito, desagüe de efluentes o acceso a usos ancestrales. En su consideración subyace el paradigma del “excepcionalismo humano”, que vincula la singularidad de la cultura con la ausencia de constricciones ecológicas y la capacidad (supuesta) de adaptación para resolver todos los problemas (Vanhulst 2012). La fe en la modernidad, desde el progresismo al hipercapitalismo, igual de antropocéntricos, retrotrae a cínicos pensamientos positivistas de que alguien algún día se ocupará de las externalizaciones negativas. Para la Sociología posmoderna, el enfoque constructivista de los ‘problemas ambientales’ se construye mediante interacciones sociales, externalizando a la naturaleza (Leff 2011).
Las AP pueden hacer grandes aportes, pero definir qué, cuánto o dónde producir complica modelarlas. Ante poblaciones numerosas, demandantes y hasta resentidas, hallar respuestas multivariables, adaptativas y ecosistémicas será difícil. ¿Cuánto pastaje es admisible? ¿Cuánto bosque convertir en cultivos? ¿Cuánto fragmentar? PNUD (2006) abrió un debate desafiante titulado “Áreas protegidas y Desarrollo Humano ¿por qué proteger a una iguana cuando hay niños desnutridos?”, con dos dilemas: “¿debe protegerse al ambiente frente a la pobreza circundante? ¿deben establecerse relaciones de equidad entre las generaciones actuales y las futuras?”
Generalmente, los buenos propósitos -en el paradigma de la inclusión- conllevan modelos de manejo exigentes, que mal aplicados, pueden ahondar el deterioro. Perversos modelos distributivos, tolerados o fomentados, se observan en la región amazónica con la minería de oro, diamantes y coltán. Legal o ilegal, según la Red Amazónica de Información Socioambiental Georreferenciada (RAISG 2022), produce estragos sobre suelos, aguas, biodiversidad y daños directos o indirectos al 15% de las 649 AP identificadas en la Amazonía y a unos 200 territorios y pueblos indígenas. En 2014, la minería ocupaba a unas 600 000 personas7 en Venezuela, Brasil, Bolivia, Ecuador y Perú. Gobiernos socialmente “sensibles” flexibilizaron leyes y controles, sin asumir la magnitud de los impactos sobre personas y biodiversidad (mapa 2).
Las AP ofrecen muchos beneficios sociales; no obstante, hay autores que cuestionan si alivian la pobreza o la agravan (Schleicher et al. 2019). Para las metas ODS 2030 número 13 (acción por el clima), 14 (vida submarina) y 15 (vida de ecosistemas terrestres) son instrumentos que ofrecen valiosos bienes y servicios ecosistémicos. Gestionarlas es posible, pero no simple; requiere madurez institucional y habilidades para operar diseños socioambientales que reflejen al estado de los componentes patrimoniales, variables incidentes, valores en juego, beneficiarios, financiamiento, viabilidad social, etc.
Los optimistas creen que uso intensivo y conservación pueden conciliarse siempre. Ya sea que haya recursos suficientes o sobredemanda, los enfoques extractivistas raramente culminan en estilos de desarrollo equitativos y sustentables, mientras los cuantiosos servicios ambientales de las AP suelen infravalorarse (agua potable, riego, descontaminación, recreación, pesca, estabilidad de suelos, cuencas, clima, etc.) al igual que la infraestructura ecológica para reducir la vulnerabilidad social (Gudynas 2007; Gallopín 2003; Gligo et al. 2020). Gudynas (2015) define al extractivismo como apropiación de recursos naturales para exportarlos. Lo identifica por su dimensión, por los impactos directos o indirectos y el destino internacional de lo producido. Considera que es responsable de la declinación de la biodiversidad.
La territorialización de comunidades es una demanda válida, aunque a veces confusa. Desde la Antropología se cuestionan los estándares de los reconocimientos estatales, validando reclamos, ocupaciones y usos en los que identidades, saberes y cultura pueden aparecer inciertos (Ferrero 2019). Otras demandas escalan hasta reivindicar la lucha armada (por ejemplo, la Coordinadora Arauco-Malleco mapuce, en Chile) o son impulsadas por el asesinato de activistas ambientales como Bruno Pereira y Dom Phillips (Brasil).
Evidencias positivas observaron Altamira y Martín (2009) calculando que la economía vinculada al PN Iguazú llegaba a US$ 157 000 000,8 con 1 080 000 de visitantes registrados, y dando lugar a empleos y mejor calidad de vida. En 2019, (antes de la pandemia COVID 19), había alcanzado los 1 630 000 de visitantes (SIB 2023). Para la Secretaría de Turismo de El Calafate (2018), localidad económicamente dependiente del PN Los Glaciares, los 256 622 turistas recibidos en 2017 gastaron (sin pasajes aéreos) unos 345 500 000 dólares. Diez años antes no llegaban al 25 % de la cifra. Roberg (2009), menos optimista, opina que más turismo implica crecimiento económico, pero no armonización en las esferas social y ambiental porque las AP, insumo territorial disponible, son mercancía en proceso de transformación.
Mitos, presiones, conflictos, oportunidades
“La corriente de opinión mayoritaria entre los conservacionistas es que las poblaciones locales son sus aliadas naturales frente a los procesos modernos de ocupación territorial que amenazan tanto la biodiversidad como los medios de subsistencia y tradiciones” (Fernández-Baca y Martín 2007, 1). Sin embargo, conservacionistas y pueblos indígenas y locales podrían poseer agendas con prioridades diferentes: los primeros, biodiversidad y cierto acceso público a los recursos y los segundos, proteger y legalizar territorios para uso propio. Ambas pretensiones pueden ser legítimas. McPherson (2006) asume que, en las AP, el conflicto es el síntoma de desacuerdos sobre acceso y uso de los recursos.
Abrir las AP a la participación social ya no admite discusión. Una adecuada gobernanza ofrece oportunidades para elevar el desarrollo humano si los actores actúan responsablemente, ideando beneficios compartidos. De lo contrario, los conflictos proseguirán. Convocar a la participación legitima un modelo, pero no necesariamente mejora los resultados. Podría ser paradójico que procesos validados socialmente no den frutos o impacten perversamente sobre la biodiversidad.
Participación, gobernanza democrática e inclusión social facilitan consensos y expectativas; son medios, no fines. Abren agendas que aportarán positivamente si los procesos avanzan hacia objetivos de conservación. Un caso paradigmático ocurrió cuando en las AP de Argentina se promovió la creación de Consejos Asesores Locales, cíclicamente capturados por lobbies sectoriales, ante cuyos efectos solían desconvocarse (Marcelo Almirón, exdirector nacional en APN, 20 de agosto de 2021).
Ante condiciones complejas, la UICN, el Programa sobre el Hombre y la Biosfera (MAB) y la CBD sugieren integrar naturaleza y sociedad para crear AP de categorías IV (manejo de hábitats/especies), V (paisaje protegido) y VI (uso sostenible) y Reservas de la Biosfera. A ellas se agregan las denominadas “otras medidas eficaces de conservación basadas en áreas”.9 Todas permiten el juego participativo, intensificar usos y transferir derechos comerciales.
Resultados y discusión
Medidas para disminuir las presiones
En un proceso inclusivo, las demandas de poblaciones crecientes multiplican las exigencias sobre las AP, pero estimular conductas apropiadas y pactar actividades y estrategias de bajo impacto debería rebajar presiones y evitar transgresiones. En la tabla 1 se recogen variadas medidas aplicadas en el pasado que podrían integrar modelos para las AP y a un amplio entorno matricial. Tales modelos no pueden ser reduccionistas ni lineales, pues corren el riesgo de pasar a un desarrollo viciado, sendero que Gallopín (2003, 30) describe como de crecimiento económico material sin mejora real de la calidad de vida.10
Diseñar un modelo operacional, seleccionando y adaptando medidas a una realidad socioambiental específica, implica transparentar anticipadamente iniciativas, con su costo político. Según el contexto, ciertas medidas podrían resultar inviables porque conservar la biodiversidad y a la vez proveer beneficios equitativamente supone enfrentar injusticias, complejidades y conflictos, reconocer actores y establecer alianzas.
Superar inequidades sociales precisa del rol irremplazable del Estado como árbitro y promotor de DS. Sin embargo, aliarse a los poderosos11 facilita el control social. Los modelos alternativos pueden plantear escenarios desafiantes según quién se beneficie; muchos agentes públicos que gestionan AP distribuyen derechos transcribiendo el mapa de poder preexistente. Tres casos diferentes podrían ilustrarlo.
En el PN Nahuel Huapi, hasta el año 1991, se otorgaron derechos de uso turístico exclusivo a entidades gremiales, educativas y religiosas sobre enclaves privilegiados costero- lacustres, sin límite temporal. Estos “pioneros” obturaron el libre acceso público a las mejores costas.
En el PN Talampaya (Argentina), cuyo principal atractivo turístico es un inmenso cañón desértico, hasta el 2003 una cooperativa ad hoc de transportistas radicados cerca del AP monopolizaba los servicios de excursiones, con vehículos inadecuados y sin abonar derechos al Estado, registrando unos 30,000 visitantes. Tras planificarse participativamente, se licitó y concesionó a una pequeña empresa radicada a 400 km, a la que se le exigió inversión y canon. La cooperativa recibió un subsidio para adaptarse a otra prestación alternativa. Cuatro años después, se duplicaron los visitantes, surgieron nuevos prestadores, dos localidades cercanas (Pagancillo y Villa Unión) son receptoras de turismo (Altamira, Tavernelli y Martín 2011) y el AP simboliza el patrimonio local y regional (Vega 2021).
En Ecuador, el Estado reconoció el territorio ancestral al pueblo cofán, cedió la administración de sus tierras, fondos para desarrollar proyectos y habilitación para designar guardas cofanes (Fernández-Baca y Martín 2007).
Poder, pobreza, conservación y límites
Muchas entidades públicas administradoras de AP han ganado reconocimiento público y presupuesto. Con 8,688 áreas designadas, que cubren 5,15 millones de km2 terrestres (25,4%) y 4,07 millones de ha marinas (25,7%), la biodiversidad latinoamericana debería ser la más protegida del mundo, pero su efectividad se evalúa poco (Protected Planet 2022; SIFAP 2022).
En Argentina, los directores de AP se han vuelto localmente influyentes y los políticos proponen nuevas áreas para ganar reputación. El sector de las AP va adquiriendo relevancia y acumula paralelamente demandas irresueltas y compromisos sociales. La visibilidad entusiasma, pero la participación de las AP dentro del presupuesto nacional apenas fluctúa entre 0,00029 y 0,00117% (Martín 2022). Esto, sin ser la peor de la región. El verdadero poder a veces está atado a grandes empresas que se enverdecen ofreciendo financiamiento y compensaciones territoriales.
El poder, como capacidad de actuar con pocos impedimentos, suele ser interpretado con linealidades ideologizadas y reduccionistas. Para Folchi (2001), la teoría del “ecologismo de los pobres” de Martínez Alier, parte de que la defensa del medio ambiente suele provenir de situaciones donde los ricos excluyen a otros para beneficiarse. Rebatiéndola, atribuye a los conflictos ambientales “impureza ideológica” y múltiples direcciones y propone comprobar resultados. Si sobre las AP y su entorno predominan pretensiones humanas insustentables, cualquiera que sea el segmento social, dimensión o justificación, su trayectoria hacia el futuro quedará viciada y sólo se podrá esperar más pobreza, como presume Gallopín (2003).
Considerando el relativo poder sectorial de los sistemas de AP, en la tabla 2 se exponen oportunidades y límites recopilados en este estudio.
El poder real de este tipo de autoridad ambiental se construye validando en la sociedad la buena relación entre aplicar herramientas conservacionistas y mejorar la calidad de vida, en ese orden y en su escala. En ocasiones, la debilidad sectorial proviene más de carencias intrínsecas (personal, capacitación, financiamiento, valores, etc.) que de paradigmas. Faltan instrumentos básicos para intentar redireccionar culturas y políticas hegemónicas.
A los condicionamientos de la tabla 2, se agrega que en la APN se evalúa la efectividad de gestión en todas sus unidades, aunque con indicadores poco sensibles a objetivos de conservación e impacto social; en los sistemas provinciales prácticamente no se monitorea. En Latinoamérica, sólo el 13 % del total de AP individuales reporta evaluaciones de gestión (Protected Planet 2022). Entre designar AP y gestionarlas en su complejidad persiste una profunda brecha.
Conclusiones
Ciertas miradas ven a las AP como una tierra prometida donde superar los estigmas de las sociedades distribuyendo desmedidamente sus recursos. Pero incluso si los problemas sociales se resolvieran mejor allí que en el resto del territorio, sería inimaginable modificar desde ellas la situación de la matriz socioterritorial general, si predomina el cortoplacismo y la insostenibilidad.
Para proteger la biodiversidad, algunos preferirían soslayar al componente antrópico de las AP, mientras una mayoría insta a validar como inclusividad social su presencia, acceso circunstancial o captura de los recursos disponibles. Los debates entre criterios biocéntricos y antropocéntricos oscilan entre reclamar un mundo inhabitado y alabar prácticas tradicionales acríticamente, en escenarios que carecen de las demografías, tabúes y tecnologías originales. El mundo real se ordena de un modo más heterodoxo; problemas y soluciones pueden llegar de todas direcciones, sin santos ni demonios predefinidos, ni soluciones unidimensionales. Con diagnósticos ineficaces, se agotará el tiempo para evitar una catástrofe socioambiental.
Afortunadamente, la participación pública dejó de ser ocasional, para internalizarse en los sistemas de AP. Algunos la mitifican porque puede traer beneficios, pero también puede viciarse como una vía más de control social. No es una panacea multipropósito, ni un fin en sí misma, constituye una herramienta ineludible de la gobernanza, que facilita consensos.
Como expresan los ODS, superar la pobreza requiere políticas institucionales concurrentes, que ataquen sus causas. Las AP pueden atraer turismo, sostener infraestructuras verdes, evitar calamidades, acumular agua, fijar carbono y reducir la vulnerabilidad y la pobreza. Pero si esta última es interpretada solo como falta de acceso a los recursos y no en todas sus dimensiones, sería riesgoso intentar solucionarla distribuyendo los recursos momentáneamente abundantes de las AP.
El extractivismo es un gran motor de impacto sobre las AP y sus entornos, pero no pueden minimizarse otros impactos de naturaleza local y acumulativa. Un modelo superador debería intentar maximizar los beneficios sociales locales, generales y futuros, sin excluir ninguno, sopesando impactos positivos y negativos, ambientales, económicos y sociales, con un diseño abierto, flexible, monitoreable y adaptativo, seguramente complejo y postantropocéntrico. Los resultados de este artículo ofrecen insumos para construir modelos apropiados para cada combinación socioterritorial que incluya AP, enfocados en atender sus oportunidades y limitaciones, sin olvidar el objetivo de sostener la biodiversidad y la calidad de vida humana, ambos y en ese orden.
El desafío de conservar la naturaleza con justicia y equidad no se cumplirá por capturar declarativamente un 30 % de la tierra en AP. Esto sería una engañosa hipertrofia territorial. Sin objetivos, gestión, evaluación, adaptación y consensos, la sostenibilidad ambiental a partir de las AP podría ser una meta inalcanzable ante la complejidad ambiental, actores exasperados, el limitado poder del sector ambiental, los medios confundidos con fines y persistentes incentivos perversos. Urge enfrentar el problema y desarrollar nuevos modelos para Argentina y seguramente también para la región.