Introducción
La lucha contra el cambio climático es, con toda probabilidad, el desafío más grande que ha enfrentado la humanidad, por el potencial que tiene no sólo para acabar con su existencia, sino con la del ecosistema planetario completo (Pörtner et al. 2022). Dado el escenario extremo al que el sistema se ve enfrentado, las medidas a tomar requieren estar a la altura del desafío.
A pesar del alto nivel de preocupación que manifiestan las personas por la crisis climática y sus consecuencias inmediatas, no necesariamente actúan para aplicar soluciones (Corral 2010). Es decir, no basta con la preocupación cognitiva sobre un tema para actuar en consecuencia; la interacción de factores para la toma de decisiones es bastante más compleja de lo que puede parecer a simple vista, y requiere un análisis de distintas variables (Sandoval 2012).
Por tanto, es necesaria una toma de decisiones en múltiples niveles, tanto de autoridades centrales como locales, así como individual y organizacional, que construya un nuevo acervo cultural y social para la humanidad (Palavecinos et al. 2016). No obstante, la solución depende de las propias personas, ya que poseen el conocimiento, las capacidades y las fortalezas para enfrentar los aspectos perjudiciales de su estilo de vida (Moreno, Rodríguez y Favara 2019).
El presente artículo realiza una revisión de literatura no sistemática sobre los principales planteamientos teóricos desarrollados por la Psicología que explican en algún grado la propensión de las personas por ejercer (o no) conductas sustentables. Se toma como referencia principal la obra Psicología de la Sustentabilidad: un análisis de los que nos hace pro ecológicos y pro sociales, de Víctor Corral (2010), dada la claridad de su estructuración y la conexión entre los planteamientos disciplinares de la Psicología y las ciencias ambientales. Desde el punto de vista metodológico, se adopta el enfoque de análisis reflexivo, teniendo en cuenta el potencial que tiene esta herramienta para investigar en el rubro de la educación y las ciencias sociales (Aguirre-García y Jaramillo-Echeverri 2012). El análisis reflexivo puede ser aplicado en cualquier campo del conocimiento humano, ya que se involucra el sujeto en primera persona, en relación con otros (Vargas Guillén 2018), lo cual adquiere gran relevancia en el contexto de la crisis climática que perjudica a todos los seres vivos.
En este artículo se profundiza en las causas de la conducta sustentable, así como también sus efectos en las dimensiones físicas, psicológicas, emocionales y conductuales de los seres humanos, con el objetivo de facilitar potenciales evaluaciones, mediciones, investigaciones e intervenciones en el ámbito de la sustentabilidad.
Altruismo y egoísmo: caras contrapuestas de la sustentabilidad
El altruismo es un marco de acción que ha permitido al ser humano desarrollarse y sobrevivir, porque permite a las personas expresar preocupación por el bienestar de sus semejantes, aun cuando puede que nunca obtengan una ventaja y/o retribución derivada de esta conducta. En términos de la sustentabilidad, el altruismo es un pilar fundamental para su desarrollo, en tanto pone el énfasis en el cuidado y la solidaridad entre individuos, lo cual proyecta una mayor capacidad para resguardar los recursos naturales y sociales que constituyen su entorno.
La conducta de tipo prosocial o altruista implica las acciones voluntarias de asistencia a otros (Eisenberg, Losoya y Spinrad 2003). La evidencia sugiere que los individuos altruistas generan no solo felicidad en otros, sino también en sí mismos, ya que obtienen un beneficio psicológico como derivación de sus acciones de asistencia. Por tanto, ser altruista hace feliz a quienes ayudan a otros, y produce un doble beneficio que podría ser relevante al momento de establecer herramientas de cuidado medioambiental (Corral 2010).
En el extremo opuesto se encuentra el egoísmo. A pesar de las implicancias sociales y culturales que tiene este tipo de conducta, en última instancia ha resultado adaptativa para la supervivencia de los individuos, pues el énfasis personal ha permitido la satisfacción de las necesidades básicas de alimentación y de las reproductivas (Corral 2010). Dawkins (1989) determina el egoísmo como un mecanismo inherentemente evolutivo, en el cual los genes establecen verdaderas “programaciones” para que los individuos busquen la preservación de su existencia a toda costa. En estos términos, el egoísmo no sería más que uno de los tantos mecanismos de adaptación que poseen los organismos para sobrevivir en un ambiente hostil.
En realidad, las dos conductas han permitido la sobrevivencia del ser humano. La evidencia indica que, si existen más personas altruistas que egoístas debe haber alguna ventaja evolutiva en ello, debido a que la selección natural permitió el desarrollo del altruismo en la misma medida que el egoísmo (Sober y Wilson 2000). Ambas conductas han resultado adaptativas para el ser humano durante su existencia, por tanto, es necesario analizarlas en profundidad para evaluar su impacto en el comportamiento proambiental (o no) de las personas.
A pesar del componente genético del egoísmo, este no necesariamente favorece el cuidado del medioambiente. En tanto las acciones motivadas por dicha conducta impliquen una afrenta al interés y la satisfacción personal de necesidades, las probabilidades de adoptar conductas proecológicas disminuyen de manera considerable (Snelgar 2006). Por consecuente, en la medida que un determinado comportamiento pueda beneficiar al individuo, este sí podría involucrarse en acciones de cuidado proambiental, por lo que dependerá, sobre todo, de cómo se presente la medida a seguir, para que esta resulte deseable para la mayoría y pueda ser adoptada.
La cooperación fomenta el empoderamiento de las personas que conforman una comunidad, incrementa su autonomía y autoconfianza, aumenta los niveles de apego por el lugar y las personas con quienes cohabitan y, quizás lo más relevante, les permite enfrentar y resolver problemáticas de adaptación, incluidos los problemas de origen ambiental (Zelenski, Dopko y Capaldi 2015).
La conducta proecológica
La conducta proecológica puede entenderse como el “conjunto de acciones intencionales y efectivas que resultan en la conservación del ambiente” (Corral 2010, 73). Según esto, el componente de deliberación es central en la comprensión de este tipo de conductas, ya que solo el comportamiento que tiene como objetivo la protección del entorno puede ser considerado proecológico (Emmons 1997).
En este sentido, son cada vez más las personas dispuestas a asumir los desafíos que implica un cambio comportamental profundo y de base. Con este fin, la literatura científica ha descrito los diferentes tipos de conductas proecológicas y ha especificado las causas y consecuencias que cada una de ellas es capaz de producir (tabla 1).
Respecto a la dimensionalidad del constructo, algunos autores establecen que los constituyentes elementales de acciones proambientales son parte de una estructura única e indivisible. Según esto, sería esperable que, si un individuo tiene una orientación favorable con el medioambiente realice acciones de todo el abanico posible de conductas, no limitándose solo a alguna de ellas (Suárez y Hernández 2008; Corral 2010).
Por otra parte, quienes abogan por un constructo multidimensional justifican su postura al referirse a las limitaciones de actuar en términos favorables para el medioambiente. Al existir niveles distintos de restricción, el mismo individuo puede mostrarse favorable para una de ellas y no para la otra, y esto sin considerar las motivaciones asociadas (Thøgersen 2004; Corral 2010). En ambos casos, se genera una gradiente de potenciales acciones para ejecutar y no una categoría única inamovible.
Algunos autores indican que un comportamiento proecológico de nivel general es alcanzable y que, de hecho, muchas personas (por ejemplo, los activistas medioambientales) son capaces de lograrlo; esto implicaría un grado de unidad en dicho tipo de conductas. Por consiguiente, el elemento diferenciador sería establecer un nivel adecuado de motivación, que equilibre la mayoría de los comportamientos, instale un proceso de deliberación para todas las conductas, disminuya las barreras para las instancias de ejecución y logre aumentar las ratios de efectividad de las acciones. De esta manera, se consigue que la diferencia de complejidad entre las distintas problemáticas medioambientales no sea tan grande, y así se minimizan las probabilidades de no ejecutar una determinada acción por considerarla difícil (Corral 2002; Kaiser 1998; Thøgersen 2004).
Factores psicológicos de la conducta proecológica
En las últimas décadas, el estudio de las variables que favorecen acciones proecológicas por parte de las personas ha aumentado en la misma medida que la humanidad experimenta las consecuencias de la crisis climática (Borden 2017). Entre los elementos que constituyen la conducta proecológica se mencionan las actitudes proambientales, las cuales pueden facilitar las acciones de cuidado del entorno (Leiserowitz, Kates y Parris 2005; Bleidorn, Lenhausen y Hopwood 2021). Complementariamente, se indica que las emociones a favor del medioambiente y su conservación, así como la sintonía con lo natural y el aprecio por la biodiversidad constituyen predictores significativos de la conducta proecológica (Corral et al. 2009; Yang et al. 2018).
En esta línea, la evidencia asocia los motivos proecológicos con la conducta proambiental de manera directa y significativa. Estas motivaciones pueden ser consideradas “egoístas” (cuidar el medio para hacer uso de sus recursos), “altruistas” (ser proecológico para asegurar el bienestar de otras personas) o “biosféricos” (cuidar los ecosistemas por ser valiosos en sí mismos) (Schultz 2001). Otro predictor relevante es la deliberación o intención de acción de manera proecológica (Wall, Devine-Wright y Mill 2007).
Por su parte, las creencias proambientales son precursoras de acciones proecológicas, sobre todo, si son de carácter “ecocéntrico”, donde se tiene la convicción de que la naturaleza debe ser preservada por el valor que posee en sí misma. No obstante, las creencias “antropocéntricas”, que establecen al ser humano como la entidad superior que domina el ecosistema terrestre, también resultan ser predictores de conducta proecológica, aunque en un grado menor (Thompson y Barton 1994). Por tanto, se deben considerar ambos acercamientos al momento de evaluar e intervenir en esta temática.
Bienestar subjetivo, emociones y sustentabilidad
El bienestar subjetivo se entiende como las evaluaciones que realiza una persona sobre su propia vida, las cuales pueden hacerse desde una perspectiva cognitiva (satisfacción con la propia vida) o afectiva, e incluir las emociones y el estado de ánimo (Rodríguez-Fernández y Goñi-Grandmontagne 2011). En esta línea, la evidencia indica que aquellos individuos que se perciben plenos y satisfechos con sus vidas tienen más probabilidades de ser altruistas, cooperativos, equitativos y proecológicos (Veenhoven 2005), por lo que el cuidado del ecosistema puede generar sensaciones positivas como bienestar y felicidad.
Brown y Kasser (2005) plantean que reducir los niveles de consumo de forma voluntaria aumentaría el bienestar psicológico de las personas, por lo que implicaría una mejora para la felicidad percibida para quienes actúan de esta manera. A su vez, es más probable que los individuos ejerzan conductas proecológicas en la medida que les resulten placenteras y satisfactorias (Pelletier et al. 1998), ya que dichos comportamientos se ven reforzados por las consecuencias positivas derivadas de su ejecución.
Las personas necesitan motivación y factores afectivos (constitutivos de la actitud) para involucrarse de manera directa en acciones proambientales (Paswan, Guzmán y Lewin 2017). Según la evidencia hasta la fecha, las emociones constituyen la puerta de entrada para la educación ambiental, pues las personas no actúan exclusivamente por motivaciones racionales, sino también por el afecto que les produce su vinculación con la naturaleza (Brosch y Steg 2021).
Además, la motivación se entiende como un estado que dirige la conducta y permite anticipar las consecuencias (tanto positivas como negativas) derivadas de una determinada acción, así como también de su ausencia (Locke 2000; Osbaldiston y Sheldon 2003). Constituye el elemento que logra canalizar las cogniciones, emociones, actitudes y creencias hacia una conducta en verdad sustentable (Corral 2010).
La culpa, por un lado, resulta un mecanismo emocional que inhibe la conducta antiecológica por lo que, en cierto grado, puede colaborar para que los individuos dejen comportamientos perjudiciales con el ecosistema (Kaiser y Shimoda 1999). Por otro lado, la vergüenza se asocia con conductas de evitación e inclusive rabia, dada la experimentación de una fuerte necesidad de escapar y no enfrentar la problemática (Tagney 1998). La investigación de Kaiser et al. (2008) parece reforzar la relevancia tanto de la culpa como la vergüenza, pues ambas constituyen antecedentes que determinan la intención de acción proambiental, aun cuando la segunda pueda estar más limitada al cuidado físico del ecosistema.
El consumo de productos ecológicos y amigables con el medioambiente puede inducir estados emocionales positivos, que son experimentados como satisfacción por cuidar la naturaleza. Como resultado las emociones poseen la capacidad de ser causas y consecuencias de la conducta sustentable (Hartmann y Apaolaza-Ibáñez 2008). Por otra parte, los estados emocionales de autoculpa, indignación y enojo se asocian directamente con el compromiso de acciones sustentables, tales como la disminución en el consumo de energía, la elección de sistema de transporte, el apoyo económico para la protección del medioambiente entre otras (Kals 1996).
Pero no todas las emociones movilizan recursos para la acción. El miedo, por ejemplo, genera un efecto contraproducente. La evidencia sugiere que cuando ciertos estados afectivos acompañan alguna amenaza ecológica, estas correlacionan de modo negativo con el nivel de activismo ambiental; es decir, entre más se invierta energía y esfuerzo psicológico en controlar los temores sobre el futuro, menos probable es actuar de forma tal que se enfrenten dichas problemáticas. Por tanto, no todas las emociones negativas resultan favorables para promover conductas proambientales (Rochford y Blocker 1991), porque hay algunas que pueden llevar a la completa inacción.
Competencia ambiental y proambiental
La competencia ambiental se entiende como la aptitud genérica de entregar respuestas efectivas y estimulantes ante las posibilidades que ofrecen los contextos y recursos naturales (Steele 1980). Por otra parte, la competencia proambiental es un nivel más específico, pues conlleva una serie de habilidades que pueden ser ejercidas por el individuo en función de los problemas que enfrente en el momento, sobre todo, los relacionados con el cuidado del medio físico. Para tal fin, se requiere integrar la capacidad de resolución de problemas y las demandas que presenta el contexto ambiental (Van Tonder et al. 2023)
Geller (2002) incorpora la distinción entre competencias conscientes e inconscientes. Para el autor, el máximo nivel que una persona puede alcanzar es aquel en que ejecuta acciones en favor del medioambiente de forma tal que no medien procesos conscientes, vale decir, de manera automática. En la medida que el comportamiento se aprende, repite y refuerza, las chances de mecanizarlo aumentan y se convierte, por tanto, en conductas habituales.
En el caso de las conductas proambientales, la evidencia indica que muchas personas poseen capacidades inconscientes en esta área, tales como la separación de basura al procesarla (Knussen y Yule 2008), el ahorro de agua (Gregory y Di Leo 2003) y el uso eficiente de energía eléctrica en el hogar (Barr, Gilg y Ford 2005).
En segundo lugar, el carácter de habitual permite que una conducta pueda ser ejercida con mayor probabilidad en el futuro. Al ser inconsciente, no es necesario que los procesos cognitivos superiores intercedan, y así se facilita su ejecución al no percibir limitantes (por ejemplo, por requerir un esfuerzo psicológico mayor). Es decir, si la persona enfrenta una situación similar ante la cual actuó de determinada forma en el pasado, la respuesta se activará de manera automática.
Por tanto, resulta muy relevante que al enfrentar las problemáticas ambientales se considere tanto las conductas conscientes como inconscientes, en la medida que el contexto determine cuál de ellas resulta efectiva para una determinada situación. En caso contrario, las soluciones propuestas pueden resultar inefectivas y generar una falsa percepción de inutilidad, lo que, a su vez, puede llevar a una peligrosa decisión de no actuar, lo cual empeora la problemática ambiental a la que se requiere hacer frente.
La percepción de ser capaces de resolver problemas aumenta el sentido de autoeficacia de los individuos, lo que conlleva un incremento en el bienestar subjetivo y probabilidades de ejercer conductas prosociales (Bandura et al. 2003). Quienes se perciben como autoeficaces son más proclives de asistir a otros, especialmente, en casos de extrema necesidad producidos por desastres naturales (Michel 2007).
La autoeficacia es descrita como un predictor significativo del bienestar subjetivo, también conocido como felicidad (Caprara et al. 2006). Las personas capaces sienten que son eficaces y, por tanto, son más felices. Esto puede producir un círculo virtuoso en el cual 1) las personas adquieren capacidades para solucionar problemáticas medioambientales, 2) ejercen dichas habilidades, 3) refuerzan su utilidad al sentirse más satisfechos, 4) se sienten más capaces y 5) el circuito se repite. No obstante, se requiere más investigación en esta área para vincular de forma certera la autoeficacia con las conductas proambientales y sustentables.
Factores contextuales
Las acciones realizadas por las personas se ejecutan en un contexto, no de forma aislada, por lo que dicho medio tiene la facultad de influir en los individuos al imponer pautas, ya sea al fomentar o inhibir determinados comportamientos (Bechtel 1997). Dicho escenario genera condiciones físicas y materiales para que los individuos desempeñen ciertas conductas (tabla 2).
Sin embargo, este proceso también puede ser negativo donde el contexto material de los hogares produce problemas medioambientales concretados por las conductas. Por ejemplo, ahorrar agua en un hogar grande con piscina, jardines y grandes extensiones de pasto. El contexto en sí mismo no es positivo ni negativo; resulta ser condición necesaria, más no suficiente para la ejecución de conductas sustentables.
Clima y recursos disponibles | Adoptar mecanismos artificiales para sostener un grado mínimo de confort, por ejemplo, aire acondicionado en lugares muy calurosos (Jaramillo Ramos y Díaz-Marín 2020). La disponibilidad de recursos actúa de manera inversa, a mayor accesibilidad de estos, mayores posibilidades de desperdiciarlos. Por ejemplo, la escasez de agua fomenta que las personas adopten conductas de cuidado de esta (Corral 2001). |
Dispositivos tecnológicos | La tecnología no es por sí misma positiva o negativa, depende de su uso. Por ejemplo, si bien entre más vehículos posea un hogar, mayor es la contaminación producida (Hunecke et al. 2007), los coches propulsados por tecnología híbrida o 100% eléctrica producen muchos menos contaminantes (Johnston, Mayo y Khare 2005). |
Conveniencia | Si el contexto favorece actuar de manera sustentable, las probabilidades de ejercer conductas proambientales aumentan de forma considerable. Por ejemplo, en la medida que los hogares dispongan de servicios cercanos para separar los residuos, mayor será el esfuerzo de los individuos por reciclar (Barr, Gilg y Ford 2005). |
Riesgos ambientales | En la medida que los individuos estén expuestos a riesgos relacionados con la degradación de los ecosistemas, mayores son las probabilidades de verse involucrados en conductas sustentables (Brody et al. 2007). |
Diseño de ambientes sustentables | Configuración de espacios urbanos que faciliten la adopción de estilos de vida sustentables. No obstante, si los espacios son muy compactos, se dificulta la estimulación de conductas vinculadas con la recreación, restauración psicológica e interacción social (Kaplan y Austin 2004), y se limita, a su vez, la adopción de comportamientos sustentables devenidos del contacto con la naturaleza. |
Fuente: Corral (2010). Elaboración propia.
Variables demográficas
La evidencia producida a lo largo de las últimas décadas ha permitido establecer asociaciones entre diversas características sociodemográficas y la conducta sustentable (Alborzi, Schmitz y Stamminger 2017). Si bien sus efectos no explican un porcentaje muy alto de dichos comportamientos, presentan la significación suficiente para ser considerados al momento de investigar.
En primer lugar, la relevancia entre el género y las conductas sustentables se establece más sobre la influencia mutua que pueden ejercer hombres y mujeres entre sí, más que el número de acciones proambientales que ejerzan por separado (Corral 2010). No obstante, la inequidad de género continúa como una temática relevante, sobre todo, en el momento de establecer metas de desarrollo sustentable (Esquivel y Sweetman 2016).
En el caso de la variable edad, aun siendo uno de los predictores más estudiados, su discusión no se encuentra del todo zanjada. Diversas investigaciones indican que la edad no es un predictor significativo, no obstante, existe evidencia suficiente para considerarla en cualquier investigación sobre el tema (Dietz, Stern y Guagnano 1998; McFarlane y Boxal 2000).
Esta situación también se replica con las variables nivel educativo e ingreso económico. En el caso de la primera, algunos estudios indican la relevancia de enseñar desde temprana edad la importancia del desarrollo sustentable (Hedefalk, Almqvist y Östman 2014), mientras que, en el caso de la segunda, si bien personas con mayores ingresos pueden asociarse con algunas conductas sustentables, también promueven mayor consumo de recursos naturales con su consecuente deterioro ambiental (Corral 2010). Por tanto, para ambos casos, es un debate no acabado (tabla 3).
Estrategias de intervención
Diversos autores a lo largo de los años han planteado formas en las cuales convertir el conocimiento teórico desarrollado en intervenciones concretas. Desde ese marco, se han establecido los factores situacionales como la dimensión más grande, y se tienen como subdivisión los eventos antecedentes y los eventos consecuentes. Los eventos antecedentes, tal y como son descritos por el conductismo, abordan la clase de situaciones que ocurren antes del comportamiento, los cuales favorecen o inhiben que las personas actúen de una determinada manera.
En primer lugar, se puede considerar el compromiso, entendido como una promesa en la cual el individuo indica que actuará de una determinada manera que resulte predecible y anticipable por otros. La evidencia indica que es un mecanismo adecuado para reducir el consumo de energía eléctrica (Katzev y Johnson 1983) y la capacidad de separar los residuos para su adecuado reciclaje (Bustos, Montero y Flores 2002).
En segundo lugar, se encuentra la información. Puede resultar la menos eficaz de las estrategias centradas en los antecedentes (Corral 2010). No obstante, cuando este proceso de enseñanza se hace a la medida de las personas, los resultados parecen ser más satisfactorios al momento de inducir comportamientos favorables con el medioambiente (Daamen et al. 2001; Mosler y Martens 2008).
En tercer lugar, se establece la fijación de objetivos. Se trata de indicar una meta concreta que puede ser alcanzada por los individuos a través de las conductas que manifiesten, por ejemplo, reducir a la mitad el consumo de agua. A diferencia del compromiso, que explicita lo que se hará, aquí tan solo se fija una finalidad en favor del ecosistema. Esta estrategia puede resultar positiva, en la medida que su aplicación logró reducir el consumo de energía en lavadoras de ropa (McCalley y Midden 2002).
Por último, existe la estrategia llamada modelamiento. Consiste en replicar lo que otros individuos realizan a través de la observación de conductas, haciendo un símil con el aprendizaje vicario. Según diversas investigaciones, el nivel de reputación social de un individuo ejerce una fuerte influencia en otros a la hora de modelar comportamientos, sobre todo, los de índole proambiental (Luyben 1980).
Por otra parte, se encuentran los eventos consecuentes. Tal y como su nombre lo indica, ocurren tras la conducta, por lo que pueden convertirse en reforzadores o inhibidores de una determinada acción mediante estímulos, y en proveedores de información detallada sobre cómo actuar. Los eventos consecuentes, a priori, debieran tener un efecto más potente sobre la conducta que los eventos antecedentes (Corral 2010).
En primer lugar, se encuentra la retroalimentación, la cual entrega información a los individuos sobre un comportamiento determinado y facilita la visualización de los efectos directos de sus acciones (Hines, Hungerford y Tomera 1987). Por ejemplo, mediante una boleta de consumo de energía eléctrica.
En segundo lugar, se considera la presencia de premios o reforzadores que aumenten las probabilidades de repetir un comportamiento a raíz de sus efectos agradables y/o placenteros. Mediante este mecanismo, algunos investigadores han logrado modificar el comportamiento de ciertos individuos referentes a la utilización de transporte público, ahorro de energía eléctrica en los hogares o separación adecuada de la basura (Geller 2002).
A diferencia de los dos anteriores, el castigo pone énfasis en las consecuencias negativas de una conducta antiambiental, así como también en la ausencia de un comportamiento prosustentable. En un estudio, Van Houten, Nau y Merrigan (1981) indican que las personas de un edificio comenzaron a usar más las escaleras en la medida que el ascensor demoraba más su recorrido, lo cual representó un ahorro energético significativo.
Con independencia del mecanismo utilizado, los elementos claves para aumentar la eficacia de las intervenciones dependen de considerar las características y diferencias de la población (representadas por sus intereses, habilidades, conocimientos y hábitos, entre otras), las condiciones físicas del contexto cotidiano y el marco normativo cultural en el cual se desarrollan las personas (Corral 2001).
Beneficios de la conducta sustentable
El desarrollo sustentable implica una serie de beneficios tanto para quienes fomentan comportamientos proambientales como ecológicos, políticos, sociales y económicos. En primer lugar, y quizás la consecuencia más importante, es que permite la recuperación de los ecosistemas tras años de degradación por la extracción indiscriminada de sus recursos. Además, favorece el desarrollo de programas educativos integrales, que no solo ponen el énfasis en la protección del medioambiente, sino también en la preocupación y colaboración con otras personas mediante el desarrollo de consciencia emocional (Ojala 2013).
Asimismo, los efectos descritos pueden ir más allá del espacio físico que habitan las personas, vale decir, preocuparse por otros puede ser clave para el cumplimiento de los objetivos sustentables propuestos. Las personas equitativas perciben mayores niveles de bienestar subjetivo (Amato et al. 2009; Chibucos, Leites y Weiss 2005) y satisfacción con la vida (Jităreanu et al. 2022), mientras que los individuos que protegen el medioambiente se perciben como más felices en comparación con quienes no se comportan de tal forma (Brown y Kasser 2005), así como también más saludables (Geiger, Otto y Schrader 2018).
Las investigaciones destacan el efecto de conductas proambientales para la salud mental de los individuos, en tanto que podría favorecer la restauración de procesos psicológicos afectados por el estrés propio de la vida moderna, sobre todo, los procesos cognitivos vinculados con el lóbulo frontal y prefrontal (Berto 2005; Van den Berg, Hartig y Staats 2006).
En este sentido, se describen las experiencias restaurativas como aquellas vivencias que “involucran la renovación de los recursos psicológicos agotados” (Hartig, Kaiser y Bowler 2001 citado en Corral 2010, 249). Dichos recursos son necesarios para sostener la homeostasis del organismo, que permite su funcionamiento óptimo. Por tanto, el beneficio podría ser doble, pues “si un medio ambiente natural e intacto genera efectos restaurativos en las personas, entonces, las acciones que posibilitan la conservación ambiental serían, en última instancia, las causas de esa restauración” (Corral 2010, 251). En conclusión, como el ser humano es propulsor directo e indirecto del deterioro de los ecosistemas, puede percibir los efectos positivos de cuidar el medioambiente, y así favorecer su salud tanto física como mental (Hernández y Hidalgo 2005; Hartig y Staats 2006; Herzog y Rector 2009).
Conclusiones. Hacia una aplicación de la sustentabilidad
Una vez las personas disponen de información adecuada, son capaces de actuar de manera efectiva en favor del medioambiente, y así disminuir las probabilidades de ignorar o ser indiferentes respecto a la grave crisis climática, sobre todo, en la medida que posean conocimiento, consciencia y preocupación por el medioambiente (Chan et al. 2014). En esta línea, Kaplan y Kaplan (2008) afirman que es difícil para los individuos cumplir sus obligaciones como ciudadanos, dada la inestabilidad de la vida moderna en sociedad, en especial, cuando se sienten ignorantes e incompetentes.
A pesar de lo anterior, si una persona se percibe capaz de actuar, podrá resolver sus propios problemas y los de otros. Se genera, por tanto, un doble semillero de bienestar subjetivo. De esta manera, si las personas adquieren nuevas capacidades para enfrentar las problemáticas medioambientales, podrían aumentar su felicidad al completar objetivos prosustentables (Caprara et al. 2006).
En resumen, las personas poseen la capacidad de comprender lo que ocurre a su alrededor y actuar en consecuencia, mientras resuelven las problemáticas inherentes a su cotidianeidad. Con estos puntos de partida, es factible trazar nuevas y mejores intervenciones en el terreno del desarrollo sustentable, en tanto el acento está puesto sobre la adaptación y resolución de problemas que afectan no solo al individuo, sino a toda la sociedad.