Introducción
La tradición judeo-cristiana cuenta de un arca que, construida por el profeta Noé, permitió proteger a diferentes especies de una de las más grandes tragedias que narra el relato: el Diluvio Universal. La metáfora invita a reflexionar sobre dos aspectos: la necesidad de enfocarse en la conservación de la biodiversidad, ante la crisis ambiental que está condenando a la extinción o a la pérdida de diversidad genética a las poblaciones naturales de un número considerable de seres vivos (Zavaro 2018), y a la necesidad de reconocer éticamente el valor intrínseco de cada una de las especies y el derecho que tienen a sobrevivir.
El concepto de pecado (entendido como una transgresión voluntaria y consciente de la ley o el orden divino) que sugiere el relato, y está arraigado en la religiosidad occidental, nada tiene que ver con el verdadero pecado que subyace en la soberbia del sistema neoliberal que ha naturalizado el uso irracional de los recursos naturales en pos de la acumulación de ganancias para un sector privilegiado de la sociedad.
Ello ha vuelto incompatible la perspectiva del desarrollo (Klier y Folguera 2017) con la sostenibilidad de la vida del resto de los seres vivos con los que compartimos el planeta. La amenaza a la biodiversidad provoca un marcado deterioro ambiental que acrescenta la desigualdad social, y que a su vez, constituye una marca de agua y una de las postales más deleznables de nuestros tiempos, que evidencia los modos en que hemos ido construyendo nuestra relación con la naturaleza (Ojeda y Sánchez 1985; Ponting 1992; Reboratti 2000).
Ante la amenaza de la pérdida de biodiversidad, cobran especial atención algunas instituciones como los zoológicos, los acuarios y los jardines botánicos, que, como encarnación de esa arca primigenia, deben desempeñar un rol relevante tanto en la conservación de las especies en peligro de extinción como en la educación ambiental. El debate en torno a estas instituciones involucra tanto su historia como sus propósitos (Morrone y Fortino 1997; Sassaroli 2017). Más allá de las posiciones filosóficas que alientan a detractores o adherentes, su existencia constituye un hecho fáctico. Hoy se encuentran en un proceso de transición a los llamados “bioparques”; transformación que, si no se limita a un cambio de nombre, podría representar un horizonte de futuro (Zavaro y Spaccesi 2019).
La esperanza radica, entonces, en gestionar proyectos que verdaderamente contribuyan a resignificar el rol de estas instituciones y el de las colecciones que atesoran. El propósito teórico del presente artículo es reflexionar en torno al tema, desde una mirada integradora y crítica, que recopila discusiones y decisiones tomadas en los últimos años por los gestores de esas instituciones, y que retoma algunas repercusiones que han tenido en la sociedad. Estas últimas se plasman en redes sociales, en documentos institucionales y en notas publicadas en la prensa escrita, que han sido empleadas como fuente de consulta.
Las colecciones de plantas y animales ex situ, en perspectiva histórica
Los primeros registros de animales en cautiverio se remontan al año 3500 a.C., en el Antiguo Egipto. En enterramientos asociados a sitios arqueológicos (Watson 2015) pertenecientes al período predinástico en la ciudad de Hierankopolis (Rose 2010), fueron hallados restos óseos de elefantes, mandriles e hipopótamos. También se han encontrado en la ciudad de Alejandría, en la antigua Mesopotamia sumeria, donde se enclavaba la ciudad de Ur cerca del 2070 a.C. El lejano oriente fue famoso entre otras cosas por el Parque de la Sabiduría, propiedad del emperador chino Wen Wang en el 1150 a.C. (Bostock 1993; Morrone 1995), que en una superficie de 900 acres (3,64 km2) exhibía rinocerontes, tigres, ciervos, antílopes, serpientes y aves de muy vistosos plumajes.
A partir de la conquista del imperio romano sobre gran parte de Europa y del norte de África, numerosas especies de animales silvestres fueron llevadas a Occidente con la intención de destinarlas a espectáculos circenses e incluso a los “juegos”, donde gladiadores y condenados a muerte eran enfrentados a las bestias en el Coliseo Romano, para diversión del pueblo y honra del emperador (Muñoz Santos 2016). Con los viajes de Marco Polo al continente asiático, como resultado de sus vínculos con la corte del emperador mongol Kublai Kan, durante el siglo XIII, se intensificó el tránsito entre Europa y Asia. Se promovió el comercio de especias y de plantas medicinales y aromáticas en toda la región, pero también la compra y venta de animales exóticos que rápidamente se convirtieron en ornamentos de jardines y palacetes, contribuyendo a la tradición de coleccionar plantas y animales.
Los primeros zoológicos europeos de que se tiene registro datan del siglo XVIII d.C. Algunos de los más relevantes son la Casa Imperial de las Fieras (en la Viena de 1752), El Jardin des Plantes (fundado en París en 1795), el Zoológico de Kazán (construido en 1806, en tiempos del zar Alejandro I) y, poco tiempo después, el London Zoological Gardens, inaugurado en 1828, durante el reinado de Jorge IV, precursor de la casa Windsor. En esos jardines parquizados (lo cual significa mejora o reconstrucción de un jardín) y limitados en su origen al esparcimiento de los miembros de las familias reales y de la nobleza, los animales eran exhibidos como curiosidades de ultramar y mantenidos en pequeños recintos protegidos por barrotes, con pequeñas edificaciones que eran utilizadas como refugio y que imitaban la arquitectura característica de las regiones de procedencia (Ríos Martínez, 2015).
En América, por su parte, los zoológicos ya eran conocidos en la ciudad azteca de Tenochtitlán. Muchas especies traídas de varias regiones del continente ornamentaban los jardines del palacio del famoso emperador Moctezuma Xocoyotzin. El Totocalli (zoológico, en voz náhuatl) no solo albergaba fieras, reptiles, animales acuáticos y aves rapaces enjauladas, sino también animales reservados para ofrecer en sacrificio a los dioses, e incluso una colección de rarezas humanas, integrada por enanos, albinos, jorobados y deformados, por los que se pagaba un alto precio (Morrone 1995). Sus instalaciones fueron destruidas por el conquistador español Hernán Cortés en el año 1521.
La práctica de construir jardines botánicos y zoológicos se extendió por las ciudades de todo el mundo. Luego de la Revolución Francesa, muchos abrieron sus puertas al pueblo, convirtiéndose en paseos recreativos por excelencia. Los vínculos sostenidos entre el viejo y el nuevo continente contribuyeron a la proliferación de este tipo de colecciones en las Américas, sobre todo en América del Norte, con la fundación del Central Park Zoo (1864), el Zoo de Chicago (1868) y el Bronx Zoo (fundado en Nueva York en 1889).
No obstante, hasta mediados del siglo XX, se mantuvieron sus diseños y objetivos, que eran esencialmente mostrar a los animales con el fin de entretener a los visitantes del parque. Esta práctica se reflejó en una concepción filosófica, arquitectónica y estética que ha comenzado a cambiar como resultado de las críticas que, desde el punto de vista ético, se han ido instalando en la sociedad.
Argentina no estuvo exenta en los últimos años de ese tipo de transformaciones (Fucile y Bertone 2017; Vasta 2017). Sassaroli (2017) afirma que algunas de ellas se debieron al impacto que tuvo en la agenda política el deterioro de las instalaciones a causa del escaso presupuesto que les era destinado. Esto promovió, por un lado, que se privatizara la concesión de varias de ellas, como una forma de delegar la gestión -y con ella, la responsabilidad y el “gasto” estatal-. Por otro lado, una suerte de reconversión que, al menos en términos discursivos, pareciera estar en sintonía con la estrategia mundial para la conservación (WAZA 2005). Esta propone las características y funciones que deberían respetarse en el diseño para su habilitación, que hoy parecerían converger en la idea que define a los llamados bioparques aunque el cambio de nombre, no siempre representa un cambio de fondo en su gestión.
Resucitar una y otra vez estos debates, no es fútil, sobre todo si permiten repensar el futuro de estas instituciones (Baschetto 2000). Cabe remarcar que, más allá de las posiciones enfrentadas que sostienen la polémica, las críticas de un sector de la sociedad se dan en el marco de una de las crisis más profundas, que amenaza a numerosas especies de plantas y animales (Wilson 1989; Santamarta 2014). La coyuntura exige soluciones inmediatas que justifican su existencia, y les impone la obligación de desempeñar un rol protagónico en el desarrollo y en la articulación de programas de conservación y de manejo de especies en peligro, así como en la realización de proyectos educativos destinados a la reflexión y a la formación de una nueva generación con profunda conciencia ética y social.
Las colecciones
Coleccionar ha sido parte de nuestras prácticas culturales. Esa pasión puede explicarse en la necesidad de atesorar aquello que nos interesa y deslumbra. Así como existen colecciones de monedas, antigüedades, estampillas de correo y otros tantos objetos, los zoológicos, acuarios y jardines botánicos atesoran individuos de diferentes especies con valor patrimonial, que conforman una colección.
Una práctica naturalizada en algunos zoológicos y acuarios ha sido la de incorporar individuos extraídos de la naturaleza. Para ello, se organizaban expediciones a diferentes regiones del mundo en busca de aquellas “piezas” consideradas imprescindibles desde una concepción netamente exhibicionista. La megafauna africana (jirafas, rinocerontes, elefantes y leones) y la fauna proveniente de regiones lejanas y periféricas no faltaban entre las atracciones de los más importantes zoológicos. Hoy la extracción es penalizada con severidad y ha cesado casi en su totalidad. Estas instituciones -para ser consideradas y reconocidas dentro de la legalidad- se han visto obligadas a ajustarse a las normativas internacionales que condenan el comercio ilegal y el tráfico de especies silvestres (Curiel 2017; Nuñez et al. 2017).
Los ejemplares, entonces, provienen de intercambios entre zoológicos, de crías nacidas en cautiverio o de incautaciones de la justicia, en cuyo caso son provenientes de tráfico ilegal y alojados de manera temporal para rehabilitación, por disposición de un juez (Álvarez Vázques y Vázquez Rodríguez 2014; Ley 12238/98). Así, estas instituciones dan cobijo a ejemplares que, en su mayoría, no pueden ser reintroducidos en sus ambientes naturales. Por tanto, es central concebir y desarrollar proyectos institucionales que permitan una gestión ética y coherente, a la altura de las circunstancias, que contribuya a la conservación de las especies amenazadas.
Decidir qué se colecciona y en qué condiciones constituye una estrategia institucional. Una colección puede incluir animales y plantas de todo el mundo; centrarse (preferentemente) en aquellas que tienen una distribución local (Esteban y Martell 2020) o especializarse en un tipo particular de seres vivos, ya sea cactus, reptiles, mamíferos o aves, por citar algunos ejemplos. Los criterios respecto a qué especies incluir en la colección, cuáles reproducir y de qué manera exhibirlas definen el perfil y los objetivos de estas instituciones y, en consecuencia, condicionan el diseño arquitectónico (Ríos Martínez, 2015), así como el orden y la disposición de los recintos y de los senderos que orientan la circulación del público.
Algunas instituciones se caracterizan por exhibir la fauna y flora de distintos continentes o regiones biogeográficas. Ello se logra tanto por el ordenamiento espacial de los recintos como por la estrategia de hacer imperceptibles sus límites, con especies de la vegetación original de estas regiones, que forman parte de lo escenográfico (Zavaro y Spaccesi 2019). Con tal criterio, las plantas no constituyen simples ornamentos, más allá de que contribuyan a recrear un paisaje. Su elección también se integra al criterio ordenador y, por lo tanto, forman parte de la colección institucional, de la recreación del ambiente que se pretende construir y del mensaje que se intenta transmitir.
En otras instituciones, el criterio ordenador puede ser el sistemático. Varios jardines botánicos han sido diseñados como un gran árbol de la vida. Sus senderos permiten recorrer la historia evolutiva de las especies que se muestran y, a su vez, observar sus características y adaptaciones. En el caso de algunos zoológicos y acuarios, la disposición de los recintos se ordena de tal manera que la diversidad de especies sigue categorías taxonómicas jerárquicas. Ello implica que los recintos donde se exhiben felinos, por citar un ejemplo, se encuentran cercanos entre sí y limitan con el área donde están ubicadas las diferentes especies de osos y de cánidos. Juntos, conforman el área destinada al orden carnívoro, en cuyas inmediaciones se encontrarían aquellos recintos que albergan a los antílopes y otras especies del orden de los artiodáctilos. Estos recintos, a su vez, junto con los destinados a otros órdenes como el de los proboscídeos, conformarán la gran área que integra a los mamíferos.
Por lo general, la zona de los mamíferos se separa de aquellas en las que se exhibe a otros vertebrados como las aves, los reptiles y los anfibios, que, a su vez, podrían estar subdivididas según las categorías en que estos animales son ordenados por la taxonomía. En instituciones con criterios de exhibición más amplios o menos estructurados, pueden existir áreas especializadas, al margen del criterio general que ordena la colección. Así suele ocurrir con los serpentarios, los terrarios, aviarios, mariposarios, orquidiarios y los pabellones de plantas crasas y suculentas.
Resulta habitual que exista un orden sugerido para recorrer el predio y, detrás de él, aunque parezca imperceptible, un diseño o estrategia particular elaborada por especialistas y “curadores”. Son ellos quienes definen los criterios y objetivos de la colección y redefinen su nómina en cuanto a las especies e individuos a exhibir. Establecen cuáles de éstos canjear con otras instituciones, para incorporar nuevos ejemplares, cuáles reproducir y bajo qué criterios, y de qué modo diseñar las estrategias de comunicación para que el orden se perciba en el recorrido, aun cuando no exista un guía que medie entre las colecciones y los visitantes.
En otras palabras, sostener una colección biológica requiere del trabajo y consenso de numerosos profesionales en busca de un propósito que va más allá de la exhibición. Se necesita, además, la integración y la articulación de diferentes áreas o departamentos que diseñen propuestas de investigación, conservación y educación que den sentido a estas instituciones y les permitan reconvertirse en verdaderos bioparques.
El propósito de investigar
Según algunas estimaciones, las especies de plantas y animales inventariadas en la primera década de este siglo ascienden a un aproximado de 1,7 millones. De estas, 300 000 corresponden a plantas vasculares y musgos; 1 000 000 a insectos; 40 000 a vertebrados y el resto, a invertebrados, hongos y microorganismos (Crisci 2006). Estos datos se actualizan y modifican de manera permanente. Sin embargo, en opinión de varios científicos, apenas representan alrededor del 15 % de la biota del planeta, lo cual significa que la mayoría de las especies que están desapareciendo aún son desconocidas para la ciencia (WWF 2020).
Estudiar la biodiversidad implica documentar la identidad de las especies y la variabilidad genética implícita en sus poblaciones, así como conocer la estructura y función de los ecosistemas en los que habitan. Con ese propósito, los bioparques están en la obligación moral de fomentar el desarrollo de estas investigaciones, a través de la creación de grupos de trabajo interdisciplinarios. También cuentan con el privilegio de poder recrear situaciones que permiten profundizar en el conocimiento de la conducta de numerosas especies, en relación con su interacción con el medio, con otros individuos e incluso con individuos de otras especies con las que podrían convivir naturalmente.
Los bioparques permiten poner a prueba diversas estrategias de manejo, que incluyen la adecuación de técnicas de captura a las particularidades de cada una de las especies, el desarrollo de rutinas de enriquecimiento ambiental, que minimicen los comportamientos estereotipados propios del cautiverio (Sciabarrasi et al. 2020), así como la evaluación de protocolos de asistencia médica o de sedación relevantes (a futuro) en el trabajo in situ con fauna silvestre. Esas líneas de investigación apuntan a la conservación de la biodiversidad y deben desarrollarse en el marco de un protocolo ético que vele por el bienestar de cada uno de los individuos (de la Ossa 2016).
El papel en la conservación
Para frenar el creciente deterioro de la biodiversidad, uno de los aspectos centrales es disminuir el ritmo de expansión de las fronteras urbanas y agrícolas. Estas han ido devorando miles de hectáreas de territorios con elementos de ecosistemas primarios, desplazando a las especies que los habitan y contribuyendo al deterioro del suelo (Halffter 2005). Identificar los puntos de mayor diversidad y delinear estrategias para protegerlos, bajo diferentes categorías, contempladas en el sistema de áreas protegidas, constituye un deber de la ciencia y de los Estados para con las futuras generaciones. Se trata de una obligación moral de las legislaturas, dada la necesidad de un marco jurídico adecuado.
Aun cuando gran parte de los ecosistemas naturales pudieran ser protegidos del desmonte y la deforestación amparada por las políticas extractivistas imperantes (Gudynas 2014), a través de una estrategia rigurosa, que garantice un uso sostenible y sustentable de los recursos naturales, sería utópico pensar que con ello se protegería definitivamente la diversidad biológica. Para muchas especies en peligro, además de la fragmentación de hábitats (Santos y Tellería 2006) y de la poca extensión territorial de las áreas protegidas, la ausencia de corredores naturales que las conecten disminuye las posibilidades de que un individuo encuentre pareja. O, en su defecto, se modifican las relaciones intraespecíficas de territorialidad, favoreciendo un aumento de la consanguinidad en las poblaciones locales, que contribuye al decrecimiento de la variabilidad genética y, por ende, conspira contra sus posibilidades de supervivencia. Aun cuando existen leyes que protegen áreas prístinas e incluso a algunas especies, declaradas monumentos naturales,1 en la mayoría de los casos, resulta imposible su recuperación, salvo que involucre a jardines botánicos, acuarios y zoológicos, en el desarrollo y la articulación de estrategias de conservación ex situ.
Algunas especies como el ciervo del Père David (Elaphurus davidianus), el Orix árabe (Oryx leucoryx) y el caballo de Przewalski (Equus caballus przewalskii) han logrado sobrevivir a la extinción gracias a la reproducción en cautiverio. De igual manera, el Ginkgo (Ginkgo biloba), considerado un fósil viviente entre las plantas, ha logrado llegar hasta nuestros días gracias a su cultivo y domesticación. Los ejemplos ilustran el papel que pueden desempeñar estas instituciones en la conservación, a pesar de que no todas las especies han logrado resultados exitosos y que la empresa constituye un enorme desafío.
Las colecciones en cautiverio deben ser entendidas, entonces, como poblaciones ex situ. Su acervo genético no debería restringirse a la variabilidad existente entre los individuos de una institución, sino abarcar la sumatoria de ejemplares de una misma especie, aun cuando se encuentren en diferentes instituciones. Para ello, resulta imprescindible crear redes de trabajo capaces de coordinar estrategias y fortalecer lazos de cooperación (Lascuráin et al. 2009), que garanticen la conformación de un reservorio genético para aportar variabilidad a las poblaciones naturales.
La referencia a las estrategias de conservación ex situ tiene diversas aristas y trayectorias. En muchos jardines botánicos, es común la creación y el mantenimiento de bancos de germoplasma, a través del almacenamiento de semillas y esporas de especies nativas y promueve, a posteriori, la germinación y la obtención de plantines (de Viana et al. 2011), para usarlas en la reforestación de áreas naturales degradadas. La reproducción asexual, por medio de propágulos y de plantines, y el cultivo de tejidos bajo condiciones controladas son algunas técnicas comunes, aunque estas últimas no aportan variabilidad, por no involucrar el intercambio de material genético.
En el caso de los animales, se intenta garantizar, aun en cautiverio, las condiciones óptimas para el apareamiento natural entre los ejemplares. Como parte del trabajo de los biólogos y curadores, se decide a cuáles reproducir, en atención al plan de colección y a los objetivos institucionales. Ahora bien, la reproducción en cautiverio no necesariamente implica el apareamiento entre ejemplares. Existen diversas metodologías para reproducir individuos que pertenezcan a colecciones de instituciones diferentes. Se ha convertido en una práctica común inseminar artificialmente a una hembra (en cautiverio o en una reserva natural) con el semen de un macho que habite en un zoo diferente. Ello permite minimizar recursos económicos respecto del traslado de los animales, y los riesgos que supone para su vida.
Estos métodos multiplican las posibilidades de obtener descendencia al inseminar a diferentes hembras a partir de un único semental mediante la obtención de semen por electroeyaculación. También posibilitan el resguardo del material genético (óvulos, espermatozoides y embriones) en condiciones artificiales, por tiempo indefinido, mediante criopreservación. Así, se prolonga la vida reproductiva de los individuos más allá de su muerte, multiplicando la cantidad de descendientes mediante la utilización de técnicas de fertilización asistida (Sánchez et al. 2001). Se superan con ello las situaciones coyunturales que, en condiciones de cautiverio, podrían convertirse en un obstáculo, como los rituales de apareamiento y el estrés.
Además, se ha logrado implantar embriones obtenidos por fertilización in vitro en hembras que se encuentren en vida silvestre, lo cual representa un éxito porque garantiza que las crías nazcan en la naturaleza. Otro aspecto relevante, en términos conservacionistas, es la posibilidad de realizar selección artificial, una estrategia muy útil, sobre todo cuando se trata del manejo de poblaciones muy reducidas con alto grado de homocigosis a causa de la consanguinidad.
Para resaltar el rol de estas instituciones en la conservación y en la reintroducción a la vida silvestre de ejemplares nacidos en cautiverio, algunos ejemplos resultan paradigmáticos. En la primera década del siglo XXI, en el Jardín Zoológico y Botánico de La Plata se incrementó la reproducción de flamencos australes (Phoenicopteris chilensis) en cautiverio, con la intervención de sus cuidadores, ya que ellos comenzaron a edificar los nidos. Esta acción estimuló a las parejas a completar la construcción del nido, a aparearse y a empollar. En especies como los guacamayos, la misma institución elaboró un protocolo por el cual los huevos eran retirados y llevados a incubadora, de manera que el efecto del nido vacío estimulase a la pareja a intentar una nueva puesta.
El caso del cóndor andino (Vultur gryphus) constituye una de las experiencias más cautivantes en Argentina (Lambertucci 2007). Involucra la intervención de numerosos especialistas y un trabajo en red que incluye a diversos zoológicos comprometidos en aportar al programa los huevos de las parejas que tienen entre sus colecciones de exhibición. Se suelen sustraer los primeros huevos de los recintos, a fin de fomentar una nueva puesta e incrementar su número. Aquellos que son retirados se llevan a incubadora y, en muchos casos, se les ayuda a las crías a romper el cascarón, para evitar problemas durante la eclosión. Los pichones son alimentados a mano utilizando títeres, para evitar el contacto de los polluelos con sus cuidadores (Diario Clarín 2013).
Una vez crecidos, los ejemplares juveniles son llevados a aquellas zonas de la cordillera andina donde la especie se extinguió o ha disminuido considerablemente el número de individuos. Después de varias semanas de permanencia en amplios recintos construidos in situ para su aclimatación, son puestos en libertad y monitoreados a través de anillados o mediante métodos más sofisticados como microchips y radio-collares, que permiten un seguimiento permanente de forma satelital. Esas herramientas son utilizadas en el monitoreo de diferentes especies (Choperana 2016), y su selección respondea las particularidades del proyecto, a las características de cada especie y a sus patrones de comportamiento.
El ejemplo anterior da cuenta de la importancia de los bioparques, así como de la relevancia que adquiere la planificación de programas que involucren acciones conjuntas entre diferentes especialistas y redes. Esto incluye, como un actor esencial, a los sistemas de áreas protegidas (parques nacionales, parques provinciales, reservas privadas, etc.) tanto para la reproducción ex situ de las especies como para su reintroducción en las áreas originales de distribución, como parte de una articulación planificada (IUCN 2014), que también involucre a la comunidad local.
Aprender en ambiente
La llamada crisis de la biodiversidad es resultante del profundo deterioro ambiental debido al uso irracional de los recursos naturales, a la par de una asimétrica distribución de los réditos y beneficios que estos recursos generan. Nuestro futuro como especie, y el de cuanto nos rodea, depende en gran medida de las futuras acciones sobre el uso de un ambiente que ha sido considerado históricamente como una canasta de recursos (Gudynas 1999), como si estos fueran inagotables.
El intento por sustituir los conceptos de uso y consumo excesivo, que impone la sociedad neoliberal, por criterios más coherentes de vida, requiere la conjunción de varios aspectos. Entre ellos, la idea de “alfabetización” en materia ambiental ocupa un lugar central. No es posible entender el origen de las problemáticas ambientales, ni sus consecuencias, al margen de una perspectiva crítica, que ponga por encima de cualquier análisis la presencia de la política en las causas del deterioro, así como el papel que puede jugar en la búsqueda e implementación de soluciones a los problemas regionales y locales.
Al encontrarse insertos en grandes ciudades, los bioparques pueden contribuir a la formación de la población a través de propuestas educativas que divulguen su aporte a la conservación de la biodiversidad, así como el análisis de las causas primarias de las problemáticas ambientales. Como entramado económico, social y político, estas subyacen y condicionan las causas directas o inmediatas más visibles, como la caza, la tala, la contaminación industrial y la agricultura hegemónica que es sostenida por el uso indiscriminado de agrotóxicos.
Así como los bioparques han logrado consolidar proyectos de investigación y conservación, hoy tampoco se concibe una colección biológica solo con fines de exhibición. En las decisiones que se toman para su definición, también están implícitos los propósitos educativos.
En este sentido, el diseño de la oferta educativa debe tener en cuenta diferentes formatos para responder a la enorme diversidad de intereses y públicos que visitan estas instituciones. Esto incluye escuelas, con intereses definidos y temáticas particulares, por lo general vinculados al currículo, una manera de complementar el sistema formal de educación con modalidades no formales (Orozco y Karaccas 2017). También, un público fundamentalmente de “fin de semana” que, en su mayoría, concibe la concurrencia al predio como una salida recreativa. Se trata de sujetos muy heterogéneos, por su nivel educativo, capital cultural acumulado (Bourdieu 1987), rango etario y, sobre todo, por la multiplicidad de intereses y expectativas implícitos en la elección de la visita (Zavaro y Spaccesi 2019).
Entre los temas que deben abordarse están el papel de la biodiversidad en el equilibrio del planeta, las adaptaciones de plantas y animales en los ecosistemas en que viven, las relaciones históricas y evolutivas entre los seres vivos y las áreas en las que se distribuyen, el avance de las fronteras urbanas y el deterioro ambiental, entre otros. Estos podrían enmarcarse en diversos formatos pedagógicos, adaptados a las edades y los intereses de los visitantes. Las visitas guiadas, por ejemplo, pueden resultar muy eficientes para transmitir de manera atractiva, durante el recorrido del público por el predio, el conocimiento sobre las especies que alberga y su situación de conservación, utilizando recursos diversos (Iared et al. 2012), que forman parte de la caja de herramientas didácticas del guía, el interlocutor ideal.
Otros formatos educativos pueden apostar a generar vínculos afectivos (Moncada et al. 2004) entre niñas, niños y adolescentes y los ejemplares de la colección (en especial las crías), a través de juegos y dinámicas lúdicas e interactivas. Es posible abordar otros intereses y trabajar con otro público mediante programas de voluntariados y de actividades complementarias, más académicas, como ciclos de charlas, conferencias, muestras, exposiciones, video-debates y otras tantas situaciones de aprendizaje que garanticen una resignificación del mensaje implícito en el diseño de las colecciones y en la concepción del proyecto institucional.
La cartelería impresa también puede convertirse en un eje que oriente, desde el punto de vista temático, los recorridos de visitantes sin la asistencia de guías y educadores del parque. Puede aportar información acerca de las especies que se encuentran en los recintos o de aquellas con las que pueden cruzarse en los senderos que los conectan. La cartelería (señalética, infografías, etc.) contribuye a clarificar el sentido y la orientación temática de la propuesta que articula el diseño de la colección. Esto puede complementarse con la distribución de folletos impresos y, sobre todo, con información disponible a través de pantallas interactivas, un recurso que resulta cada vez más frecuente en el diseño de centros de interpretación (Batista 2010) dentro del predio, por constituir una modalidad que combina temas conceptuales con una gráfica atractiva y con el uso de la tecnología.
Las estrategias de comunicación y divulgación se han visto potenciadas últimamente, con la utilización de aplicaciones de realidad aumentada (Barrientos et al. 2018) para teléfonos celulares inteligentes, y con el empleo de códigos QR para acceder a más información durante las visitas o revisitar a futuro. El uso de ese tipo de recursos resulta sumamente atractivo para interesar a los niños y adolescentes, en especial, a grupos escolares, por la posibilidad de insertar herramientas tecnológicas que les resultan conocidas y manejan de forma cotidiana, con información confiable.
Por último, y en sintonía con lo anterior, resulta fundamental planificar actividades con las escuelas cercanas, para complementar el currículo escolar, articulando criterios de la educación formal y no formal (Novo 1996; 2005) a través de propuestas relacionadas con las materias de grado en los diferentes niveles. También es posible trabajar en proyectos y talleres orientados a la discusión de temas ambientales desde la perspectiva de la complejidad (Leff 2007), que debatan las causas del deterioro ambiental y las posibles soluciones, identificando a los actores responsables y transcendiendo los modelos transferencistas, en un marco dialógico y crítico (Zavaro 2020), consistente con las herramientas de la educación popular en perspectiva latinoamericanista (Freire 1993; Puiggrós 2016).
La mirada crítica de la educación ambiental es imprescindible si se pretende fomentar una conciencia activa, capaz de trascender la visión edulcorada de lo ambiental (Zavaro y Trejo 2021) que ha logrado instalarse desde un sector de los grupos hegemónicos y algunos medios de comunicación. Estos difunden que, en la actitud individual, radica el motor del cambio, cuando se requiere una sociedad que sea capaz de debatir y enfrentar las verdaderas causas del deterioro y, con ellas, al sistema mismo que las alimenta. En ese derrotero, los niños, los jóvenes y sus docentes juegan un papel clave como multiplicadores de un nuevo paradigma, que bregue por una racionalidad ambiental renovada.
Convocar a las universidades y sumar los saberes ambientales a la agenda de formación de los futuros profesionales en las diferentes áreas del conocimiento es todo un desafío. No solo impacta en el currículo (Leff 1996), diversificando la formación, sino que constituye una experiencia de enriquecimiento mutuo para ambas instituciones y para todos los actores que participan de estos espacios, en los que se involucra a la comunidad como centro de la propuesta. La posibilidad de realizar prácticas en estas instituciones, para estudiantes de Biología, Veterinaria, Arquitectura, Magisterio y Ciencias de la Educación, entre otras disciplinas, constituye un ejemplo de esa relación simbiótica.
El horizonte, al final...
Hoy los zoológicos, jardines botánicos y acuarios de antaño, que fueron concebidos como parques recreativos y museos vivientes para la exhibición de especies exóticas en pequeños recintos, tienen por delante un enorme desafío, que les conmina a resignificar el propósito de su existencia. Parte del proceso de transformación y de la concepción de bioparque es redefinir sus colecciones, orientándolas a la tenencia responsable y a la reproducción de ejemplares amenazados de la biota local y regional, remodelar los recintos transformándolos en espacios más amplios, que brinden la posibilidad de recrear ambientes naturales en los que sea posible la convivencia con otras especies, y garantizar las condiciones sanitarias, nutricionales y comportamentales óptimas para llevar una vida digna a pesar del cautiverio.
Bajo esta figura, debe ser un objetivo central la investigación científica en temas como etología, anestesiología y parasitología, así como fomentar el desarrollo de programas de conservación y la reinserción en reservas naturales y áreas protegidas de aquellos ejemplares nacidos en cautiverio, cuando sea posible.
En ese sendero, diseñar propuestas educativas que no solo contribuyan a divulgar los objetivos institucionales, sino que además se articulen con el público visitante, escuelas y universidades debe ser parte de una estrategia para instalar en la sociedad un debate crítico y contextualmente situado en torno a las problemáticas ambientales y las causas que las generan. Un debate que tenga como expectativa la posibilidad de que, en un futuro no muy lejano, se prescinda de las descomunales arcas que, a imitación de aquella construida por Noé, quizás logren preservar para las futuras generaciones este patrimonio de inestimable valor del que también formamos parte, aunque pretendamos ignorarlo.