1. Introducción
En 1996, el gobierno argentino autorizó la siembra de la variedad de soja transgénica RR (Roundup Ready), tolerante al herbicida glifosato, comercializado bajo la marca Roundup. Pronto se transformó en un monocultivo que avanzó sobre gran parte de los territorios rurales del país, generando a su paso la irrupción de numerosas problemáticas ambientales y sociales. Las indagaciones sobre la agricultura transgénica han crecido notablemente, tanto a escala internacional como nacional.
Esos cultivos han sido interpretados como instrumento de un régimen alimentario neoliberal (Otero 2012; Pechlaner 2012), en el que son patentados y comercializados por pocas firmas transnacionales (Kloppenburg 2005; Howard 2009; 2015). Se estima que cuatro empresas (Dow-Dupont, Chemchina-Syngenta, Bayer-Monsanto y BASF) controlan más del 60 % de las ventas de semillas patentadas en el mundo (Howard 2016).
Por otro lado, se ha indagado cómo esta agricultura amenaza el papel de la agricultura familiar campesina, generadora de soberanía alimentaria en Latinoamérica y otras regiones del mundo (León Vega 2014, entre otros). También ha sido estudiado el proceso de aprobación de esos cultivos, liderado por Estados Unidos. En particular, la adopción del principio de equivalencia sustancial, que plantea que no existen diferencias entre los cultivos transgénicos y los tradicionales, por lo que no supondrían riesgos en salud ni ambiente (Levidow, Murphy y Carr 2007). De ese principio se hizo eco Argentina cuando autorizó la siembra y comercialización de la soja RR.
En el plano local, así como existen estudios que han destacado los beneficios económicos de los transgénicos (Trigo y Cap 2003), una gran cantidad de trabajos han alertado sobre los efectos ambientales nocivos de esta agricultura, así como su asociación con diversas patologías en humanos. En rigor, las principales advertencias y reclamos provinieron de las comunidades afectadas. Posteriormente, estudios como el de Pérez et al. (2007, 2311) han caracterizado lo sucedido en Argentina como un “experimento ecológico no planificado de gran escala”, con consecuencias negativas y aún no comprendidas para los ecosistemas naturales, en particular para los ambientes acuíferos. Desmontes, degradación del suelo por falta de rotación de cultivos y contaminación de fuentes de agua han sido las principales implicancias ambientales señaladas (Lajmanovich et al. 2019; Jergentz et al. 2005; Faccini 2000; Benbrook 2003). También se ha destacado que los transgénicos no garantizan mayores rendimientos (Lapegna 2019; Benbrook 2001). Por el contrario, y pese a los discursos que los acompañan, sí suponen un mayor uso de insumos químicos.
En el caso de la soja RR, el uso intensivo para dar respuesta a las nuevas malezas resistentes a glifosato configura un “círculo vicioso transgénico” (Binimelis, Pengue y Monterroso 2009). Por otro lado, han sido estudiadas acciones de resistencia y adaptación de diversas comunidades rurales a esta agricultura (Lapegna 2019), procesos de éxodo rural y transformaciones en el mundo del trabajo, concentración de capitales agrarios que involucran a firmas transnacionales y a empresarios locales (Teubal, Domínguez y Sabatino 2005), entre otros temas. Como señalaran Giarraca y otros (2005), el proceso de sojización dio paso a una “agricultura sin agricultores”.
Estos diversos y relevantes estudios no han analizado el rol de los saberes científicos y tecnológicos en los procesos en cuestión. Sin embargo, esos conocimientos han tenido un lugar clave en las transformaciones agrícolas. En primer lugar, por su crucial importancia en los cambios materiales acaecidos. En segundo, por las crecientes implicancias políticas, sociales y ambientales de los saberes producidos en ámbitos privados y estatales. Por último, debido a su significativa presencia en diversos discursos sobre el modelo agrícola hegemónico, asociados a imaginarios sociales normativos.
El presente artículo se propone analizar el papel de la producción hegemónica de conocimiento científico y tecnológico en este proceso, y sus implicancias en Argentina. Para ello, se analizan: i) cómo son producidos algunos de los saberes científicos y tecnológicos que intervienen en la agricultura transgénica; ii) qué lugar ocupan en los discursos de validación y promoción (y en menor medida, de resistencia) del modelo agrícola vigente en el espacio rural argentino y iii) qué papel juegan en la conformación de “alternativas infernales” (Stengers y Pignard 2017) que conciben y construyen al agro argentino como un espacio destinado inexorablemente a extraer porciones de naturaleza mercantilizada devenida commodity, con sus consecuentes implicancias sociales y ambientales.
El modo de producción de conocimiento hegemónico en la modernidad capitalista ha recibido diversas revisiones críticas. En este trabajo, el objetivo es centrarse en algunos de los conocimientos que inciden y posibilitan el modelo agrícola argentino. Desde un marco analítico que incorpora elementos de los estudios sociales agrarios, en diálogo con aportes provenientes de la historia y la filosofía de la ciencia, se analizan fuentes secundarias especializadas y fuentes primarias escritas y orales (prensa gráfica, papers y entrevistas a científicos, técnicos y residentes rurales).
El segundo apartado reconstruye los elementos centrales ligados a la aparición de los cultivos transgénicos y señala, en clave histórica, las promesas a las que estuvieron asociados y el papel de la ciencia en ellas. El tercer apartado introduce sintéticamente tres casos que articulan el rol del Estado, las empresas y los conocimientos científicos, y los utiliza como herramientas para analizar sus interacciones en vinculación a las problemáticas socioambientales de los territorios rurales. Se recuperan estudios previos de dos trayectorias de investigación estatales, a partir de la consulta de i) documentos institucionales; ii) artículos académicos; iii) entrevistas a científicos y técnicos. Se introduce un caso de estudio a partir de observaciones en una comunidad rural y entrevistas a sus habitantes. Se focaliza en el rol de saberes y expertos en la configuración del agro argentino como una alternativa infernal (Stengers y Pignard 2017). Finalmente, se presentan las conclusiones del estudio.
2. Agricultura transgénica y promesas tecno-científicas
Los primeros alimentos transgénicos aparecieron en el mercado estadounidense en 1994. La pionera fue la firma Calgene, con el diseño de un tomate de maduración lenta, Flavr Savr. En 1997 lo retiraron del mercado y luego la empresa fue comprada por Monsanto (Lapegna 2019, 28). En 1996, la soja RR comenzó a comercializarse en Estados Unidos y el mismo año se aprobó en Argentina. Europa, por el contrario, mantuvo fuertes restricciones. En el año 2011, esa variedad ocupaba el 90 % de la soja cultivada (Lang 2013). En la actualidad, el 83 % del cultivo de transgénicos se concentra en cuatro países: Estados Unidos, Brasil, Argentina y Canadá (Lapegna 2019, 30). A la lista se suman India, China, Paraguay, Sudáfrica, Uruguay, y Bolivia.
El carácter neoliberal de la agricultura transgénica se enmarca en un proceso mayor, que Harvey (2005) ha denominado “acumulación por desposesión”. Al mismo tiempo, la neoliberalización agraria en la Argentina de los años noventa estuvo configurada por las políticas delineadas desde el Fondo Monetario Internacional (FMI), que allanaron el comienzo de los transgénicos en un agro cada vez más concentrado y desregulado (Lapegna 2019, 54). En continuidad con las políticas sectoriales impulsadas por la última dictadura militar (1976-1983), se eliminaron las restricciones para la importación de insumos agrícolas, los controles de precios y comercialización de semillas, y se alentó fuertemente la exportación primaria (Teubal, Domínguez y Sabatino 2005).
La soja RR fue creada originalmente por Monsanto, la empresa productora del herbicida al que es tolerante. Esa variedad puede ser sembrada en la tierra sin ararla , práctica tradicionalmente utilizada para eliminar las malezas antes de la siembra. En este caso, se usa la técnica agronómica de “siembra directa”, combinada con herbicida, que es usado previamente y elimina las malezas poco después de plantadas las semillas.
Además del glifosato, ingrediente activo del Roundup, el cultivo de soja transgénica utiliza otros agrotóxicos, tanto para economizar como para atacar las malezas resistentes y “limpiar” el campo antes de volver a sembrar (Lapegna 2019, 131). Entre ellos, el 2,4-D, aún más nocivo. En Argentina la producción de soja transgénica es acompañada por la siembra de otros cultivos subsidiarios como maíz, trigo y arroz (Gómez-Lende 2019).
La variedad de soja transgénica también permite ciclos cortos; puede ser sembrada y cosechada dos veces al año. Ello reduce la cantidad de trabajadores y amplía los márgenes de ganancia. Ese esquema productivo estandarizado supone poca supervisión y es adaptable a entornos diversos (Lapegna 2019). Es decir, simplifica y universaliza el proceso, reduciéndolo a una serie de pocos pasos repetibles.
Junto a la estandarización productiva, en la propia conformación de los transgénicos también actúan procesos de simplificación epistémica que promueven visiones también simplificadoras de los procesos biológicos. Tales visiones están asociadas con la minimización de los factores de riesgo, por ejemplo, en cuanto a la noción de gen que hoy prima dentro de la biología (Francese y Folguera 2018).
La contracara de la expansión tecnológica-mercantil del agronegocio la protagonizan los desmontes, la contaminación de las napas de agua, la desaparición de explotaciones agropecuarias pequeñas de la mano de la intensificación de los procesos de concentración y extranjerización de la tierra, la expulsión de campesinos y pequeños productores de los espacios rurales, y el incremento de múltiples enfermedades vinculadas a las crecientes fumigaciones con agrotóxicos. Así, mientras el proceso productivo se simplifica y estandariza, los conflictos sociales y ambientales se diversifican y multiplican.
Junto a las particularidades propias de los cultivos transgénicos, la argumentación y las expectativas a las que estuvieron asociados, y buena parte de las transformaciones que implicaron, poseen grandes líneas de continuidad histórica con los cambios en la agricultura acaecidos décadas atrás, derivados de la denominada “revolución verde”. Impulsada originalmente a partir de un programa de investigación que en 1943 fue liderado por Estados Unidos y radicado en México, durante las décadas subsiguientes este proceso transformó radicalmente las formas de producir y habitar en las áreas rurales (Ross 2003; Picado 2008).
Las nuevas variedades híbridas de cereales (trigo, arroz y maíz, fundamentalmente), se vincularon a paquetes tecnológicos intensivos en insumos químicos (herbicidas, pesticidas y fertilizantes), riego, y nuevas prácticas de manejo. Mientras que los rendimientos se elevaron radicalmente, los conflictos socioambientales no tardaron en aparecer. Se produjo un incremento de plagas por el uso de pesticidas y fertilizantes químicos, la desaparición de cultivos tradicionales relevantes para la biodiversidad, la reducción de la actividad microbiana del suelo, la contaminación de las aguas subterráneas (Ceccon 2008), y la restricción del margen de autonomía de los agricultores, en especial de campesinos y pequeños productores que se vieron obligados a recurrir al mercado ante la mercantilización de lo que entonces funcionaba como bien común: la semilla.
Durante la segunda posguerra, la ciencia y la tecnología debían demostrar su utilidad en tiempos de paz. En ese marco, la promesa de la revolución verde de erradicar el hambre en el mundo se volvió crucial. Si bien los transgénicos trajeron una gran novedad (por primera vez la ciencia lograba incorporar un gen extraño en un organismo vivo para dotarlo de una nueva funcionalidad), la agricultura transgénica se enmarcó en la misma promesa de la revolución verde. Con el objetivo reiterado de lograr incrementos en la productividad agrícola, una vez más la promesa tecnocientífica se presentó como una herramienta para combatir hambrunas. A este reeditado argumento de legitimación se la han añadido en los últimos tiempos nuevos slogans de sustentabilidad amigable con el ambiente. El verdadero punto de conexión fundamental entre ambos procesos radica en la prolongación del paradigma químico como solución a los problemas de la agricultura.
A diferencia de lo sucedido con la revolución verde, al momento de aprobación de los transgénicos ya existía una experiencia que había puesto en el centro de la escena la contracara del proceso modernizador en la agricultura, con eje en estos insumos, revelando sus costos sociales y ambientales. En ámbitos diversos, que van desde los sindicatos de trabajadores rurales estadounidenses hasta el libro de la bióloga Rachel Carson Silent Spring, que se volvió un best seller, sus efectos fueron insistentemente denunciados (Montrie 2018). A pesar de la magnitud y la cercanía temporal del antecedente, los viejos problemas no fueron revisados ni por las políticas públicas, ni por los discursos científicos que impulsaron al nuevo paquete tecnológico de la agricultura transgénica borrando esta experiencia histórica de cuestionamientos y resistencias sociales.
Aun cuando los rendimientos de los transgénicos no tuvieron la espectacularidad de los híbridos de la revolución verde (Benbrook 2001), y pese al visible fracaso ante la erradicación del hambre, los nuevos cultivos continúan siendo presentados bajo antiguas promesas y objetivos. No obstante, sus efectos sociales y ambientales son inéditos. Ambos, promesas y objetivos, descansaron en gran medida en el rol de la ciencia. Detengámonos, entonces, en cómo fue el proceso de conformación de esa aparente solución como una encrucijada inevitable.
3. Expertos, saberes estatales y alternativas infernales
Desde el campo de la filosofía de la ciencia, Isabelle Stengers y Philippe Pignard (2017, 61) denominan “alternativas infernales” a las falsas dicotomías que operan atravesadas por la urgencia de la aceptación, y eventualmente son confrontadas bajo la lógica de la denuncia. Se trata de situaciones que parecen no dejar escapatoria, en una suerte de encrucijada. En las alternativas infernales se evidencia un modo de funcionamiento propio de las relaciones sociales imperantes, que instala la naturalización, en tanto estas se presentan a sí mismas como insalvables. La forma de organización del espacio rural argentino puede ser pensada como alternativa infernal, en los términos de Stengers y Pignard (2017). Así, el actual modelo agrícola intensivo en agrotóxicos, asociado con daños ambientales, sanitarios y sociales crecientes, es presentado bajo una lógica imperativa que insta a su aceptación porque “no hay otra salida”, “es imprescindible para mantener nuestro PBI”, “necesitamos mantener niveles de productividad para generar divisas”, etc.
El visible deterioro de territorios y comunidades se construye como resignable, frente a un objetivo igualmente ineludible. Aun desde aquellas posiciones que reconocen la necesidad de mitigar los daños y regular los efectos nocivos, el esquema productivo del agronegocio permanece como un bloque inamovible. En ese sentido, cabe preguntarse ¿cómo fue construida esta encrucijada? ¿A qué legitimaciones apela para sostenerse? Y, ¿qué rol ocupan en ella los conocimientos científicos y los expertos?
Tres historias, un modelo
A continuación, se presentan tres situaciones aisladas que son parte de una misma trama que conecta a científicos, empresas y Estado. Trama que, a su vez, está compuesta por regulaciones jurídicas internacionales y locales de los saberes y la naturaleza, por condicionantes históricos y económicos, por imaginarios sociales y culturales, por territorios diversos, y por comunidades igualmente heterogéneas que los habitan.
En la primera situación, los protagonistas son una Estación Experimental Agronómica del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) (principal agencia estatal orientada a la tecnificación del agro), y una empresa trasnacional de origen alemán, líder en la industria química: BASF. El producto que los conecta es la obtención, en 2001 y 2005, de variedades de arroz modificadas mediante la técnica de mutagénesis para ser resistentes a un herbicida de la familia de las imidazolinas (Gárgano 2018).
En la segunda situación, nuevamente encontramos como protagonista a una de las principales agencias estatales de investigación orientadas al sector rural, en este caso de carácter provincial, la Estación Experimental Obispo Colombres (EEAOC), radicada en la provincia de Tucumán. El producto en cuestión es la obtención en el año 2001 de la primera variedad de soja transgénica resistente a glifosato generada por una institución oficial (Gárgano 2020).
En la tercera, los protagonistas son los habitantes de San José de la Esquina, una pequeña localidad sojera ubicada en la provincia de Santa Fe, una empresa productora de insumos químicos (Atanor), y el transportista de una de sus producciones. El producto en cuestión es el herbicida 2,4-D, del que fueron derramados 18 000 litros a raíz de un accidente protagonizado por el vuelco del camión que lo transportaba en febrero de 2014.
Resumiendo brevemente cada una de las situaciones, tenemos los siguientes panoramas. En la primera, un equipo de investigación del organismo estatal INTA identifica un nicho comercial vacante, y le ofrece un desarrollo científico-tecnológico a la principal empresa interesada. La firma en cuestión, BASF, ya producía el herbicida a base de imidazolinas comercializado bajo la marca comercial Kifix®. El INTA genera semillas modificadas para obtener tolerancia precisamente a dicho herbicida. Para lograrlo, eligen la técnica de la mutagénesis debido a que, a diferencia de lo que sucede con los transgénicos, no hay trabas internacionales para su venta. Es decir, existe un vacío legal, no hay una legislación específica para los productos mutagénicos.
En el desarrollo de la investigación se utiliza la figura del Convenio de Vinculación Tecnológica. BASF financia parte de la investigación y, una vez obtenidas las variedades, el INTA cede a la empresa su explotación comercial, exceptuando los mercados argentino y uruguayo, en los que interviene una fundación de capitales arroceros locales. En los órganos de decisión del INTA, a escala nacional y regional, participan directivos de la institución, representantes del poder ejecutivo, universidades nacionales y entidades rurales de las principales corporaciones agropecuarias del país. A su vez, el equipo de investigación está radicado en una de las principales zonas de conflicto, por la intensidad de las fumigaciones con agrotóxicos, la estación experimental de Concepción del Uruguay, en la provincia de Entre Ríos. Como resultado de la investigación, en el mercado se ofrece una nueva variedad de arroz mutagénico, resistente al herbicida comercializado por la firma transnacional.
En la segunda situación, otra institución de investigación y desarrollo tecnológico estatal, la EEAOC, obtiene en el año 2001 una variedad de soja transgénica tolerante a glifosato, que además ofrece resistencia a distintas enfermedades típicas de la zona del NOA. Denominada con un vocablo de origen guaraní, Munasqa, es presentada por funcionarios nacionales del área de ciencia y técnica como un desarrollo ejemplar, un caso virtuoso de respuesta a las “necesidades del sector” (La Gaceta 2013). Los investigadores responsables también destacan su carácter nacional y oficial, diferenciándola de otras variedades producidas por firmas transnacionales (Ledesma F., investigador de la EEAOC, San Miguel de Tucumán, 7 de febrero de 2016).
La variedad es exportada a Bolivia, Brasil y Paraguay. También a Sudáfrica, donde la inscripción de las variedades de soja de la EEAOC se realiza a través de la empresa Sensako. En el directorio de la institución estatal, al igual que en el caso anterior, participan representantes de los principales capitales agroindustriales de la provincia. Como resultado de las investigaciones, se obtiene la primera variedad de soja RR producida en un ámbito estatal.
En la tercera situación, el escenario es San José de la Esquina, en la provincia de Santa Fe. Se trata de un pueblo rural de 7000 habitantes, cuya principal actividad económica es la producción agrícola, mayormente de soja transgénica. En febrero de 2014, un camión que transportaba 18 000 litros del herbicida 2,4-D, producidos por la empresa química Atanor, volcó en la ruta a la altura de la entrada al pueblo. Por el hecho, un residente inició acciones legales que no prosperaron y se dictaminó una remediación de la zona que nunca fue concluida (jefe comunal de San José de la Esquina, San José de la Esquina, 12 de febrero de 2020).
Posteriormente, por acción de un grupo de vecinos, fue convocado un equipo de investigación de la Universidad Nacional de La Plata, del Espacio Multidisciplinario de Interacción Socioambiental (EMISA), dirigido por Damián Marino, doctor en Ciencias Exactas e investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). El equipo tomó muestras de la tierra y de las aguas afectadas y registró altos niveles de contaminación, asociados con el herbicida derramado. Tales resultados los comunicó dos años después de producido el derrame (La Capital 2016). Como sucede a escala nacional, en la localidad no existen datos estadísticos oficiales de los efectos del derrame, ni de la incidencia local en salud y ambiente de las fumigaciones derivadas de la actividad agrícola dominante.
¿Cómo podemos leer el rol jugado por los conocimientos implicados y los expertos en estos tres escenarios?
Saberes y expertos
Según Stengers y Pignard (2017, 68), “la máquina para producir alternativas infernales implica ejércitos enteros de especialistas que crean las condiciones de su funcionamiento”. La cita alude a dos figuras. Por un lado, la creación de condiciones de posibilidad para la producción de las alternativas infernales. Por otro, el rol de los expertos en este proceso. En ambos, los entramados normativos jurídico-institucionales cumplen un papel primordial. En este caso, en relación con la regulación y privatización tanto de la naturaleza como de los conocimientos. Como señala Dominique Pestre (2005), en las últimas décadas las patentes constituyeron una vía de acceso privilegiada para la mercantilización de ambos.
El gran salto fue dado en 1980 en Estados Unidos, a partir de la autorización legal del patentamiento de organismos vivos, que inició con una bacteria (Lander 2005). Años antes, en 1973, la obtención del primer ADN recombinante había generado una revolución en las ciencias de la vida. En poco tiempo, los avances biotecnológicos se dispararon y la nueva técnica de la transgénesis dio como resultado, en 1982, el primer animal transgénico (una rata). Al año siguiente se creó el primer vegetal transgénico (tabaco resistente a antibiótico).
Las innovaciones se expandieron velozmente, ligadas a un nuevo espacio de acumulación de capital, “la renta de la vida” (Bartra 2006). Coincidieron con un cambio del marco normativo estadounidense que regulaba la producción científica universitaria: la ley Bayth-Dole Patent habilitó a las universidades para patentar sus resultados, otorgando licencias exclusivas a las empresas para explotar comercialmente investigaciones realizadas con fondos federales (Krimsky 1991). Un nuevo régimen de propiedad intelectual desarmó fronteras entre descubrimiento e invención y entrelazó, como nunca antes, al conocimiento producido en universidades y organismos públicos con capitales privados.
Lejos de quedarse en suelo estadounidense, el modelo fue exportado rápidamente al resto del mundo, a partir de la creación de la Organización Mundial del Comercio, en 1994 (Lander 2005). En simultáneo, se trastocaba la estructura social agraria en múltiples latitudes, mediante diversos procesos de agriculturización. Las semillas transgénicas comenzaron a ser comercializadas junto a nuevas técnicas de siembra y a los nuevos agrotóxicos a los que la manipulación genética las vuelve tolerantes.
Las primeras dos situaciones relatadas en el apartado anterior dan cuenta de la incidencia en el escenario argentino de los entramados regulatorios de privatización de la naturaleza y los conocimientos. Además, exponen con claridad cómo la preeminencia de una lógica empresarial dentro de la actividad científica constituye un insumo fundamental para la transformación material del agro argentino en un “desierto verde” (Teubal 2001), y para los discursos de legitimación que lo acompañan. Tanto en el caso de las variedades de arroz mutagénico como de la soja RR (desarrolladas por organismos estatales), encontramos tres elementos relevantes de los entramados que construyen las condiciones de posibilidad del agro argentino como alternativa infernal.
En primer lugar, una particular relación entre Estado, científicos y empresas, que hace del conocimiento producido con fondos públicos una mercancía. En segundo lugar, un silenciamiento de las implicancias ambientales y sanitarias de los conocimientos producidos. En tercer lugar, asociada con los dos anteriores, una construcción parcial y corporativa de las necesidades sociales, y del rol de la ciencia en su resolución.
En el caso de las variedades de arroz mutagénico resistentes a un herbicida producido por la empresa BASF, las variedades “Puitá INTA CL” y “Gurí-INTA CL” fueron obtenidas en 2005 y 2011 (La Nación 2005). Ambas fueron las primeras logradas para ser tolerantes a ese tipo de herbicidas, después de nueve años de investigaciones. La sigla “CL” presente en su denominación alude a Clearfield (campo limpio), el nombre con el que la empresa dio a conocer el paquete tecnológico que convierte en un sistema indisociable el uso de la variedad y del herbicida al que es tolerante.
En línea con las tendencias internacionales a la privatización de la ciencia, la investigación fue realizada en el marco de una “cooperación público-privada”, forma en la que son denominados los convenios entre organismos oficiales y empresas. En Argentina existen desde el año 1987 y se inauguraron precisamente en el área de semillas modificadas.
Pese a la retórica que plantea lo público y lo estatal como sinónimos, la definición de los objetivos de investigación y los resultados que se obtienen están supeditados en forma corporativa al interés comercial de la firma transnacional y al incremento de las exportaciones de menos de 200 productores arroceros locales. Mientras tanto, Entre Ríos es considerada una de las principales provincias afectadas a nivel sanitario y ambiental por el problema de las fumigaciones en la actividad agrícola. La propia producción arrocera conlleva problemáticas específicas, que conectan su industrialización con numerosas afecciones respiratorias en distintas localidades.
Las comunidades que denuncian los costos sociales y ambientales del modelo agrícola dominante se encuentran agrupadas en la Coordinadora por una vida sin agrotóxicos en Entre Ríos Basta es Basta, que aboga por el cese de las fumigaciones en la provincia. No existe ninguna instancia de participación de la Coordinadora, de la población en general, ni de agricultores familiares en las políticas o en las agendas de investigación que impulsan estas semillas modificadas. Por el contrario, los productores más capitalizados poseen representantes de sus entidades gremiales dentro del organismo de investigación estatal.
Las variedades de arroz mutagénicas comparten la misma acusación que pesa sobre la soja transgénica: la creación de dependencias y nuevas necesidades vinculadas a efectos “colaterales”. En este caso, nuevas resistencias a hongos, que son resueltas con un mayor uso de fungicidas. Consultado por esta situación y también por los posibles efectos nocivos del herbicida implicado, el científico responsable de la investigación y obtentor del cultivo se refirió a la necesidad de hacer un “buen uso del producto” y a la participación del equipo de trabajo en la elaboración de un manual de “buenas prácticas agrícolas” (Alberto Livore, director del Plan de Mejoramiento Genético de Arroz de la EEA Concepción del Uruguay, del INTA, obtentor de las variedades de arroz CL. Concepción del Uruguay, 17 de abril de 2018).
En un sentido similar, en la producción de soja transgénica estatal Munasqa, investigadores y funcionarios destacan el aporte de saberes científicos que se enlazan con necesidades productivas “concretas”, y generan autonomía tecnológica y nacional, logrando localmente lo que por lo general es producido por firmas transnacionales (Daniel Ploper, exdirector de la EEAOC, San Miguel de Tucumán, 7 de febrero de 2006).
En el plano de las transformaciones materiales asociadas con esta investigación, no existe ningún estudio de impacto, y menos aún precautorio, que haya indagado sus potenciales efectos en las zonas rurales de Brasil, Bolivia y Paraguay, donde fue difundida con gran éxito. En Argentina, pese a los 15 años transcurridos entre la autorización de la siembra de soja transgénica (1996) y la obtención de la nueva variedad (2001), tampoco fueron considerados los efectos ambientales y sanitarios nocivos de esta agricultura, ni el reclamo de las comunidades afectadas. Nuevamente, los principales capitales agroindustriales de la provincia poseen voz y voto en la definición de las agendas de investigación de la institución.
En cuanto al plano de los discursos legitimadores, es notable la ausencia de referencias a responsabilidades e incidencias de científicos y funcionarios del área. Los argumentos de validación permanecen sin alterarse, y cualquier conexión con las problemáticas socioambientales vigentes es presentada en términos de malos usos de “buenas prácticas agrícolas” vigentes.
La tercera situación, el derrame de 18 000 litros de 2,4-D en el pueblo de San José de la Esquina, aporta nuevos elementos que son parte del mismo rompecabezas. Aquí la figura del accidente, protagonizado por el vuelco del camión que transportaba el herbicida, supone un desplazamiento de un estado de excepción a uno de norma (Agamben 2004). A diferencia del sentido original, que remite a la normalización de la suspensión del orden jurídico -de allí la idea de excepción devenida norma- aquí es la excepcionalidad que un accidente supone en sí mismo la que deviene parte de una lógica productiva normalizada. Incidentes accidentales, aparentemente aislados, que son parte constitutiva de las lógicas productivas.
A su vez, los residentes del pueblo señalan de forma reiterada al derrame como un evento bisagra; un momento de quiebre a partir del cual comenzaron a hacerse públicas y frecuentes las preocupaciones en torno a las incidencias en salud y ambiente de la producción sojera que domina la zona. El evento es recordado señalando las complicaciones sanitarias (vómitos, afecciones respiratorias y erupciones cutáneas) vividas aquel día y en los posteriores. También, un vacío de información oficial y un accionar estatal ineficaz.
Estas particularidades son puestas en juego en un marco mayor. Como señala una docente de una escuela cercana a la zona del derrame: “Antes fumigaban y la gente lo ignoraba, lo tenía naturalizado. Ahora hay denuncias, grupos que están haciendo agroecología. Por lo menos la gente no está tan dormida y nos comprometimos un poco más con esta cuestión” (Clara, San José de la Esquina, 12 de febrero de 2020).
El hecho también motivó que algunos habitantes se organizaran en un grupo, “Manos a la Tierra”, que está buscando visibilizar la problemática en el pueblo. Una integrante cuenta que, cuando perciben fumigaciones, “empezamos a publicar en las redes ‘qué olor a veneno’ y salimos todos a buscarlo. Pero en nuestras manos no está poder controlarlo. No tenemos un Estado que avale” (Mariana, San José de la Esquina, febrero de 2020). Por su parte, el director del hospital local y el médico a cargo del servicio pediátrico remarcan su preocupación por la multiplicación de casos de cáncer en niños y adultos jóvenes, afecciones respiratorias, trastornos hormonales y abortos espontáneos, que vinculan a las actividades agrícolas dominantes en la zona (Martín y Federico, San José de la Esquina, 13 de febrero de 2020). Esas patologías, en escenarios geográficos distintos, han sido asociadas de modo recurrente con las fumigaciones con agrotóxicos (Gómez-Lende 2019).
En este marco, la incidencia de los entramados regulatorios, de los expertos y de los conocimientos que producen se manifiesta en dos direcciones. Por un lado, en la ausencia de información oficial sobre la situación socioambiental y sanitaria de la localidad, que está acompañada por una activa desregulación estatal. Como en el caso de los cultivos mutagénicos, para los que no hay normativa de control vigente, aquí la ausencia de regulaciones actúa junto a la descentralización de los controles. La inexistencia de relevamientos de información sobre el evento del derrame es extensiva a los efectos de la actividad agrícola hegemónica. Como sucede en otros territorios, los vacíos de información se combinan con controles descentralizados.
Pese a que la legislación provincial lo prohíbe, hasta las banquinas son sembradas con soja transgénica, y fumigadas con glifosato y otros herbicidas. Como contracara de la situación, se observa una activa organización civil que, así como denuncia la ausencia de información científica oficial, establece contactos con expertos (como en el caso del EMISA), como estrategia de movilización. En ese movimiento se observa cómo, pese a la ausencia de estudios de impacto y efectos socioambientales potenciales realizados por el Estado y las empresas implicadas, la población afectada debe aportar evidencia científica para validar sus reclamos. Se invierte de ese modo la carga de prueba, obligando a aquellos que son damnificados a probar los daños sufridos.
En los tres escenarios relatados, el principio precautorio, vigente en la legislación ambiental argentina, no fue aplicado. Como sucede a escala internacional, la norma tiene múltiples restricciones. Entre ellas, señala que, para ser considerados, los riesgos potenciales de las actividades deben recaer en salud y ambiente. Las catástrofes sociales que puede generar una innovación, como la ruina de pequeños campesinos, aparte de que no están contempladas, son consideradas el precio necesario de la modernización de la agricultura (Stengers 2017). Aun contemplando su restricción a cuestiones ambientales y sanitarias, la implementación de este principio fue nula.
Por último, cabe reparar en que la uniformidad genética que acompaña a las nuevas semillas (señalada como la responsable de la aparición de nuevas plagas que son “solucionadas” con nuevos productos químicos) es simultánea a la uniformidad productiva (prácticamente todas las regiones se han “pampeanizado”), y a la eficaz uniformidad social: quienes no entran en el formato de “productor eficiente” que utiliza este paquete están empujados a desaparecer. En tal panorama, resuena la vieja advertencia planteada por Marcuse en El hombre unidimensional, sobre la imposibilidad de escindir la tecnología del empleo que se hace de ella. Así, “la sociedad tecnológica es un sistema de dominación que opera ya en el concepto y la producción de técnicas” (Marcuse 1954, 26).
La conversión de la “razón tecnológica” en “razón política” denunciada por Marcuse (1954, 27) posee una actualidad abrumadora, por los mecanismos que han multiplicado su alcance, y por los discursos que perpetúan el borramiento de ese carácter. Tomando en cuenta que ese proceso continúa produciendo daños sociales y ambientales crecientes, desnaturalizarlo se vuelve un imperativo vital.
4. Conclusiones
El actual esquema productivo del agro argentino hizo de los suelos locales un laboratorio a cielo abierto, cuyas consecuencias hoy, más de dos décadas después, son parte de la postal cotidiana de despoblamiento rural, contaminación de napas subterráneas, pérdida de la biodiversidad y proliferación de múltiples enfermedades en humanos, asociadas con el incremento de las fumigaciones con herbicidas. Los prometidos beneficios ambientales de los cultivos transgénicos están contrastados con sus efectos concretos, mientras que su contribución a erradicar el hambre permanece únicamente en los discursos de legitimación. En ese entramado, la noción de conocimiento experto que hoy interviene es parte fundamental del problema.
Lejos de constituir postales aisladas, los tres escenarios reseñados recorren problemáticas comunes. No solo entre sí, sino también en relación con la construcción y el sostenimiento del modelo dominante en el agro. El accionar de la “expertocracia”, como la denominó André Gorz (1994), opera aquí generando procesos de exclusión y subordinación de saberes, tanto dentro de las comunidades científicas (donde priman determinados objetivos y enfoques de investigación por sobre otros), como fuera de ellas (excluyendo la voz de las poblaciones afectadas). Y junto a las exclusiones, produce articulaciones.
Expertos y saberes hegemónicos actúan en alianza con poderes fácticos que, pese a su carácter de “legos”, participan activamente en la definición de las agendas de investigación. No ocurre lo mismo con la población que reclama respuestas a las afectaciones en sus cuerpos y territorios. Para probar los daños, y su relación con las prácticas productivas, se les exige aportar evidencia científica, para lo que buscan articulaciones con investigadores críticos. Evidencia que no fue aportada en el origen de las innovaciones para dar cuenta de riesgos potenciales antes de que los resultados fueran liberados al mercado.
Mientras tanto, las implicancias socioambientales de los saberes producidos son presentadas como malos usos de buenas prácticas agrícolas. Esto permite construir como eventos aislados y naturales a aquellos fenómenos que son en realidad, sociales y estructurales al agronegocio (accidentes como el caso de San José de la Esquina, a los que se suman incendios, desmontes, y las propias afecciones sanitarias). Si, como nos ha mostrado Agamben (2004), la prolongación planetaria del estado de excepción hoy continúa (en los Guantánamos) presentando la violencia desnuda como parte del orden jurídico, en nuestros territorios tenemos nuestra propia ficción. La que articula extractivismos predatorios al estado de excepción permanente. Mediante múltiples dispositivos (legales, de anomia, de fuerza), se sigue insertando este esquema de acumulación en la lógica de la necesidad (de divisas) normalizando sus efectos estructurales como malos usos, aislados y controlables.
En un marco de creciente privatización del conocimiento, que coincide con el avance hacia el patentamiento de lo vivo, los escenarios analizados muestran que la agricultura transgénica descansa en saberes científico-tecnológicos, en expertos que los producen y legitiman a través de sus prácticas y discursos, y en entramados jurídico-institucionales que delinean el marco de su alcance. Presenta promesas y objetivos similares a los enarbolados décadas atrás por la revolución verde (terminar con el hambre, producir en forma más sustentable, y elevar los rendimientos), aunque con nuevos resultados ambientales y sanitarios. En ese proceso, ocupan un rol destacado los saberes estatales.
La lógica empresarial que atraviesa las prácticas científicas implicadas en este modelo agrario se legitima presentando los resultados como respuestas a necesidades del sector, traduciendo intereses corporativos como universales, y desestimando preocupaciones colectivas. Así, permite mantener escindidos los contenidos de las investigaciones estatales orientadas al agro, y sus efectos sanitarios, territoriales y ambientales, tanto potenciales como presentes. Mientras garantiza intereses privados, exige que se socialicen en forma compulsiva los riesgos, los costos y las consecuencias de las innovaciones. La producción hegemónica de conocimiento científico opera así como un insumo clave tanto para los cambios productivos en los que descansa el agronegocio, como para los discursos que lo presentan como una realidad deseable o inevitable.
Conocer cómo se genera y sostiene esa encrucijada permite desnaturalizar aquello que es presentado como aparente necesidad y único horizonte. Se trata, tal vez, como proponen Stengers y Pignard (2017, 63), de (volver a) poner en política lo que hoy se presenta en términos de una alternativa infernal. ¿Y qué significa, entonces, politizar? “Transformar en un terreno de batalla lo que se da por descontado” (Fisher 2019, 120).
En el caso del espacio rural argentino y las problemáticas que lo atraviesan, es necesario analizar cómo están siendo concebidos y producidos estos espacios, quiénes toman las decisiones vitales que convierten al agronegocio en la única alternativa (infernal), y cuáles son sus fundamentaciones. Y sacudir la “ontología de los negocios” (Fisher 2019, 121) que creció alrededor de los servicios públicos, incluida la ciencia estatal.
Considerando que no tenemos en nuestras manos la certeza para responder cómo salir del laberinto; en otras palabras, que “la respuesta no nos pertenece, pertenece a un proceso de creación cuya terrible dificultad sería insensato y peligroso subestimar, pero que sería suicida considerar imposible” (Stengers 2017, 46, resaltado original).Urge desarmar las alternativas infernales que se presentan sin historia, bajo el signo de la urgencia, sembrando disyuntivas allí donde solo ofrecen encrucijadas.