La modernidad/colonialidad2 se forma con el pasar de los siglos, a través del imaginario eurocéntrico (Mignolo 2007). Establece paradigmas hegemónicos, que han promovido innumerables modos de control y dominación. La apropiación y explotación de la naturaleza sería uno de esos procesos, que ha capitalizado la naturaleza (Leff 2004).3 En Latinoamérica, el dominio colonial (apropiación y explotación) sobre los territorios de las poblaciones autóctonas fue responsable de crear consecuencias sociales, culturales y ambientales, dejando profundas marcas. Quijano (1992) señala que, aunque el período de la colonización haya acabado temporalmente la colonialidad, como la sucesora contemporánea, asume el control del imaginario de las sociedades y pueblos.
Así, las ciencias orientadas por presupuestos de la modernidad/colonialidad pasan a representar en el mundo contemporáneo un importante mecanismo de dominación y control. Salles Filho (1993) sostiene, sobre la formación del padrón de producción agrícola, que este tomó forma al término de la Segunda Guerra Mundial, con el desarrollo de trayectorias tecnológicas que son complementarias, como las maquinarias, insumos químicos y semillas mejoradas genéticamente (Salles Filho 1993). A los procesos para la diseminación de ese padrón de producción agrícola en el mundo (su internacionalización) y para su adopción por los países del tercer mundo se los reconoce como Revolución Verde.
La Revolución Verde sentó las bases para la modernización tecnológica de la producción agrícola en múltiples países. Sin embargo, su fomento y adopción acentuó el desplazamiento de prácticas agrícolas campesinas e indígenas, abriendo camino para la agricultura capitalista, denominada agronegocio. Vale tener en cuenta que ese proceso trajo consecuencias sociales y económicas a pequeños productores, campesinos e indígenas (como el éxodo rural o una mayor dependencia de aquel padrón). También, impactos ambientales, que intensifican una agricultura sin agricultores (Giarracca y Teubal 2008). En ese sentido, comprendemos que el agronegocio ha revelado una perspectiva de control y dominación social, económica y ambiental, al proveer un padrón de producción agrícola que asume un carácter hegemónico.
Sin embargo, contra el intenso avance del agronegocio, emerge un contra-movimiento en el agro (Brandenburg 2002), orientado desde una racionalidad ambiental (Leff 2004). Este propone modelos de producción agrícola y prácticas de reproducción de la vida que valoran el agroecosistema y la equidad socioeconómica, en los que la agroecología ha ganado notoriedad. Para Leff, la racionalidad ambiental incorpora un conjunto de valores y acciones que promueven los enunciados socioambientales, llevando a la formación de una lógica que no se reduce a la dominación socioeconómica o ecológica (Leff 2004), como ocurre con el agronegocio.
En esta dirección, podemos comprender el agro como un espacio de constante disputa, por diferentes actores que mantienen intereses antagónicos (Rosset y Martínez-Torres 2016). Desde esta perspectiva, buscamos poner en tensión dos modelos antagónicos de producción agrícola, como también de tradición y relación con la naturaleza: el agronegocio y la agroecología (Domínguez 2017).
El agronegocio, por un lado, representa una lógica de producción agrícola capitalista, orientada por las grandes corporaciones del sistema agroalimentario y gran parte de la estructura gubernamental, a merced de intereses capitalistas (Rosset y Martínez-Torres 2016). Actualmente, el sistema agroalimentario global utiliza alrededor del 75% de los recursos disponibles para solamente alimentar el 30% de la población mundial (ETC Group 2017). La agroecología, por otro lado, está inmersa en una lógica campesina e indígena de manejo agrícola, de manera que la producción es orientada a los mercados locales y al consumo de subsistencia. Además de pautar los procesos de luchas y resistencias de los pequeños productores, campesinos e indígenas por el acceso a la tierra y a los bienes comunes (Rosset y Martínez-Torres (2016).
Siendo así, destacamos el caso argentino y brasileño de producción agrícola de la soya en las recientes décadas, intensificada por el “boom de la soya” o agronegocio sojero. Entendemos esa producción como un caso paradigmático, por evidenciar la profundidad del agronegocio y de sus consecuencias en términos sociales, económicos y ambientales. En oposición al agronegocio sojero, la agroecología es un paradigma ambientalmente sustentable y social y económicamente armónico. Así, compartimos la idea de que va más allá de un modelo de producción agrícola, y está directamente relacionada con las cuestiones sociales, ambientales y agrarias, en cuanto a la construcción de buenas condiciones de reproducción de la vida en el agro y en la ciudad.
Dividimos el artículo en tres apartados. En el primero evidenciamos los fundamentos de formación del padrón de producción agrícola que conlleva al agronegocio. En el segundo abordamos el fomento del agronegocio sojero en Argentina y Brasil. En el tercero analizamos la agroecología como un proceso disruptivo que está en constante tensión con aquel modelo de producción agrícola. En esta dirección, Brandenburg (2010) señala que hay un saber-hacer del campesino y del indígena, relacionado con las experiencias de la vida y vinculado a la naturaleza, que es comprendida como patrimonio. Así, la vida acompaña los movimientos de la naturaleza.
Fundamentos de la formación del padrón de producción agrícola
Hay dos principales procesos políticos y tecnológicos que contribuyeron directamente a la formación de un padrón moderno de producción agrícola, en términos globales: la Revolución Verde y la Revolución Genética. Para Parayil (2003), esos dos procesos o revoluciones se desarrollaron de manera separada y no como una prolongación de uno sobre el otro, por haber sido promovidos en escenarios sociales, políticos y económicos diferentes (Parayil 2003).
La Revolución Verde fue el resultado de la complementariedad de diferentes trayectorias tecnológicas, como maquinarias, insumos químicos y semillas mejoradas genéticamente. Ese paquete tecnológico (Salles Filho 1993) generó la formación de un nuevo padrón de producción agrícola, que rápidamente pasó por un proceso de diseminación, en dirección a los países latinoamericanos y asiáticos. Dicho proceso tiene la intención de modernizar la producción agrícola de esos países, moldeada por los intereses capitalistas. La adopción del paquete tecnológico llevó al aumento de la producción agrícola, mayormente de las culturas del arroz y del trigo, que contaban con las semillas high-yielding varieties (Parayil 2003).
La modernización agrícola sentó las bases para transformar el sistema agroalimentario global. Trajo consecuencias sociales, económicas y ambientales, en el agro y en las ciudades (Giarracca y Teubal 2008). Podemos comprender que la Revolución Verde representa la formación, diseminación y adopción de tecnologías agrícolas y métodos agronómicos, los nombrados paquetes tecnológicos, que perduraron aproximadamente de 1950 a 1980 (Parayil 2003). Vale recordar que la formación de ese padrón de producción ha contado con el apoyo de empresas y fundaciones privadas, (por ejemplo, Rockefeller Foundation y Ford Foundation), de agencias internacionales, de gran parte de la estructura gubernamental de múltiples países, de centros de investigaciones y de los propios productores.
Según Govindan Parayil (2003), la Revolución Verde inauguró un nuevo paradigma de producción agrícola, que está relacionado con la transferencia de tecnologías para países de potencial agrícola productivo. Por comprender la formación, diseminación y adopción de tecnologías agrícolas y métodos agronómicos por países con potencial agrícola productivo, tuvo el apoyo de múltiples actores institucionales, orientados por intereses capitalistas por el aumento de rendimientos económicos.
La Revolución Genética representa un proceso tecnológico y político vinculado al mercado internacional (Parayil 2003), que a su vez se encuentra ligado al modelo neoliberal de la década de 1990. Fue impulsada debido a los avances en la biotecnología moderna que ocurrieron durante el siglo pasado. Con el mejoramiento de la ciencia en el inicio de la década de 1970, fue posible desarrollar la llamada técnica de ADN recombinante, creada por Stanley Cohen y Herbert Boyer. Este fue un paso esencial en dirección al aumento de la productividad agrícola, pues posibilita la transferencia de informaciones genéticas de un organismo vivo a otro, es decir, la transgenia (Parayil 2003).
Sin embargo, fue durante la década de 1980 que comenzó un intenso aporte financiero por parte de grandes corporaciones privadas, lo cual direccionó a investigaciones para el desarrollo de organismos genéticamente modificados (OGM) o semillas transgénicas (Parayil 2003). Govindan Parayil (2003) acentúa que, aunque esas investigaciones tuvieron (y siguen teniendo) el apoyo gubernamental de varios países, las más grandes inversiones son por cuenta del área privada. Consecuentemente, aumentó su control sobre la producción agrícola; la política de propiedad intelectual da cuenta de eso (Parayil 2003). La Revolución Genética fue desarrollada durante un período de globalización, en el que predominaban los intereses capitalistas de grandes corporaciones privadas, de manera que se convertían en importantes inversionistas del sistema agroalimentario, directamente vinculados al mercado internacional. Miguel Teubal señala que ese proceso incide sobre la exclusión social en el agro y que afecta a la mayoría de los productores y trabajadores rurales, medianos, pequeños o campesinos e indígenas (Teubal (2001).
En esta dirección, el ETC Group (2018) afirma que en el año 2017 solo cuatro empresas poseían alrededor del 66% de participación en el mercado mundial de semillas.4 En el caso de los insumos químicos, el porcentaje de las cuatro primeras empresas es todavía más grande: llega al 70%5 de participación en el mercado mundial (ETC Group 2018).6 Llama la atención, más allá de los números, que en los dos mercados participan prácticamente las mismas empresas. El gráfico 1 analiza esos indicadores.
Teubal (2001) apunta a la consolidación de un sistema agroalimentario global dominado por grandes corporaciones internacionales, que controlan la producción agrícola hasta el consumo, con el apoyo de los Gobiernos. Latinoamérica ha vivenciado importantes cambios en la producción agrícola, cada vez más orientada al mercado externo, en la estructura agraria, con la concentración de tierra, además de constantes contaminaciones y degradación del medio ambiente (Teubal (2001). Ese proceso revela consecuencias tanto para los pequeños productores rurales, campesinos e indígenas como para la población de las ciudades, que consume alimentos con elevada contaminación y altos precios. Gliessman (2002) señala que, aunque la producción agrícola haya aumentado en términos brutos, con el desarrollo del agronegocio a lo largo de las recientes décadas, las tasas de subnutrición en el mundo permanecen elevadas. Una premisa que los datos han comprobado: la FAO et al. (2018 ) estimó que en 2017 una de cada 10 personas en el mundo estaba subalimentada, cerca de 821 000 000 personas. Uno de los factores que inciden en ello es la disponibilidad y el acceso a los alimentos.
La expansión de la producción agrícola de soya en Argentina y Brasil
Con el amplio fomento para el desarrollo y la adopción del agronegocio, durante las recientes décadas, en los países del tercer mundo hubo un rápido aumento productivo de determinadas culturas agrícolas, lo que impulsó el mercado internacional. Teubal (2001) señala que, a partir de ese escenario, Argentina y Brasil pasan a ser considerados nuevos países agropecuarios. En 2016, la producción agrícola fue responsable por el 5,5% del Producto Bruto Interno (PIB) argentino y el 7,6% del brasileño.
La soya es uno de los principales productos agrícolas de exportación de ambos países (DataBank s.f). Esta oleaginosa, con origen en Asia, pasó a ser sembrada comercialmente en la década de 1920, primero en los Estados Unidos, y a partir de la década de 1960, en Latinoamérica (Embrapa 2004; Rulli 2007). Sin embargo, por un largo período, la producción agrícola de soya apareció como marginal en los países latinoamericanos que hoy son importantes productores. En aquel momento, de manera general, la siembra era direccionada para la alimentación de los animales en las pequeñas granjas (Embrapa 2004). Sin embargo, su valor comercial ganó proporciones cuando su siembra pasó a ser tomada para garantizar un sistema de rotación durante el verano, lo que la reveló como una producción rentable económicamente, sobre todo con las nuevas tecnologías agrícolas (maquinarias, insumos químicos y semillas transgénicas) y métodos agronómicos disponibles (Embrapa 2004; Wesz Junior 2014).
En la década de 1970, los Gobiernos de Argentina y Brasil procuraron promover el desarrollo nacional conocido como régimen de acumulación, con la preeminencia del modelo de Estado de bienestar. De esa manera, durante aquel período se fomentó el agronegocio promoviendo la adopción del paquete tecnológico, por medio de grandes subsidios gubernamentales. La incorporación de nuevas tecnologías, sumada a la gran demanda global por la soya, llevó al gradual aumento de la siembra de la oleaginosa y, consecuentemente, de su producción durante las siguientes décadas. Ello trajo grandes cambios en el agro de esos países (Teubal 2001).
Por un largo período, la producción agrícola de soya en Argentina se concentraba en las provincias pampeanas de Buenos Aires, Córdoba y Santa Fé, que representaban el 90% de la producción. Por su parte, en la coyuntura brasileña, la producción se concentraba en los estados del sur del país: Paraná, Santa Catarina y Río Grande del Sur (Dros 2004).
La tabla 1 refleja el aumento del área sembrada con soya en hectáreas, por provincia argentina y por estado brasileño. Se observa que en el agro argentino y en el brasileño había solamente siete provincias y/o estados que sembraban soya en la década de 1970. Sin embargo, en un período de cuatro décadas, hubo un gran aumento en el área total sembrada. Creció más del doble la cantidad de provincias y/o estados de esos países donde se sembraba la oleaginosa: de siete a 15 y de siete a 17, respectivamente. Eso representa una importante expansión de la frontera agrícola.
AR | 1976/1977 | 2016/2017 | BR | 1976/1977 | 2016/2017 |
BA | 52 000 | 5 980 061 | RS | 3 490 000 | 5 570 000 |
CA | 500 | 29 900 | SC | 351 000 | 640 000 |
CH | 2000 | 501 068 | PR | 2 200 000 | 5 250 000 |
CB | 104 000 | 4 871 202 | SP | 445 000 | 895 000 |
CR | 26 000 | 20 000 | MG | 85 000 | 1 456 000 |
ER | 9000 | 1 326 400 | DF | - | 70 000 |
FO | 500 | 18 500 | GO | 68 000 | 3 278 000 |
JY | - | 7238 | MS | - | 2 522 000 |
LP | - | 496 000 | MT | 310 000 | 9 323 000 |
MI | 35 000 | 2550 | BA | - | 1 508 000 |
SA | 3000 | 463 800 | PI | - | 694 000 |
SL | - | 307 340 | MA | - | 822 000 |
SF | 435 000 | 2 957 363 | TO | - | 964 000 |
SE | 7000 | 871 840 | PA | - | 500 000 |
TU | 36 000 | 203 900 | AP | - | 19 000 |
RO | - | 296 000 | |||
RR | - | 30 000 |
Fuente: MAGyP s.f..; CONAB s.f.. Elaboración propia.
Una de las consecuencias de la expansión de la frontera es el desplazamiento (por la compra legal o fraudulenta de las tierras o por la expulsión directa) de los pequeños productores, campesinos e indígenas de sus territorios, proceso que ha ampliado los conflictos por la tierra (Guereña y Burgos 2016). De acuerdo con la Comisión Pastoral de la Tierra de Brasil, en 2017 fueron registrados 1168 conflictos por la tierra en el país, con 70 asesinatos (CPT 2017).
La expansión de la frontera agrícola también ha conducido a la transformación de los ecosistemas originarios en regiones como la Amazonía y el Cerrado brasileño y del Chaco y la Pampa argentina. En el territorio argentino, en el período de 1990 a 2005, fueron transformadas alrededor de 43% de las áreas de ecosistemas originales en espacios de producción agrícola y de 45% para el pastoreo. En el territorio brasileño, en el mismo período, los números son aún mayores: en el caso del pastoreo, fueron transformadas 81% de las áreas de ecosistemas originales para el pastoreo, y 10% para la producción agrícola (FAO 2016).
Gliessman (2002) llama la atención hacia la degradación de los suelos, desde la pérdida de la condición orgánica hasta su erosión, que lleva al abandono del área degradada y la búsqueda de nuevas áreas. A ello se suman el gran consumo de agua en la irrigación y el poco cuidado en ahorrarla; la contaminación de ríos y lagos por la aplicación de insumos químicos; la contaminación del medio ambiente, alimentos, animales y personas, debido a dicha aplicación, así como la pérdida de la biodiversidad y de los recursos genéticos (Gliessman (2002).
El gráfico 2 presenta la serie histórica de la siembra y producción agrícola de soya en Argentina y Brasil, en un período de cuatro décadas. Se aprecia que, en el agro argentino, el área sembrada en ese período pasó de 700 000 a 18 057 162 hectáreas, lo que representó un incremento de 17 357 162 hectáreas. En el agro brasileño, los números son aún mayores: allí el área sembrada representó un aumento de 6949, para 3 390 900 hectáreas en el mismo período.
En cuanto a la producción agrícola de soya. se percibe que en las décadas de 1970 y 1980 la producción aún era incipiente, por eso no presenta gran variación en ninguno de los dos países. En la década de 1990 hubo un gradual aumento en la producción agrícola de soya, mayormente después de 1996, cuando la soya transgénica fue liberada por el Gobierno argentino, y despuntó su producción. Se contempla que en el año 2009 la producción argentina tuvo una importante decaída, debido a problemas climáticos de aquel momento. Sin embargo, en la zafra 2016/2017 la producción argentina superó las 54 000 toneladas y la brasileña 114 000 toneladas ( MAGyP s.f. CONAB s.f..). Constituyen el segundo y tercer mayores productores de soya del mundo, respectivamente.
La década de 1990 marca el inicio de un despunte vinculado a la adopción de la semilla de soya transgénica. El Gobierno estadunidense fue el primero en aprobarla en la ley, en 1995. En aquel momento, fue aprobado el evento GTS-40-3-2, comercialmente conocido como Roundup Ready, perteneciente a la empresa Monsanto. Tenía como peculiaridad la tolerancia al herbicida glifosato. Un año más tarde, la semilla de soja transgénica Roundup Ready también fue aprobada por el Gobierno argentino. No fue hasta 2003 que fue aprobada por el brasileño.
El caso de este último país llama la atención por haber existido un amplio embate jurídico, que impidió la liberación de la producción comercial de soya transgénica de 1999 a 2003, proceso que fue movido por Greenpeace y el Instituto Brasileño de Defensa del Consumidor (IDEC). Sin embargo, a inicios de 2003 se dio una liberación para impedir la pérdida de mil millones de dólares por la siembra ilegal en Río Grande del Sur. En aquel momento, solo se aprobaba el comercio de la producción ilegal, pero meses más tarde se liberó su producción general (Embrapa 2003).
Vale recordar que en aquel período se inauguró en ambos países una coyuntura económica de amplia desregulación y apertura del mercado, proceso que favoreció directamente el agronegocio (Teubal 2006). En lo adelante, aumenta el área sembrada. Por lo tanto, debemos tener en cuenta el impulso de esos factores para el crecimiento de la producción agrícola de soya en los dos países, que provoca una serie de cambios en el agro regional. En esta dirección, Reboratti (2010) toma como ejemplo la mayor integración de los dos países con el mercado agroalimentario internacional y las inversiones en mejorar el almacenamiento y los transportes.
Así, hoy la soya representa una importante generación de divisas tanto para Argentina como para Brasil. En un período de cinco décadas, su producción agrícola creció alrededor de 10 veces en el mundo ( FAOSTAT s.f.). El proceso fue impulsado por precios internacionales y por la creciente demanda europea y china, en la que tres cuartos son direccionados a ganadería feedlot para la alimentación animal, y un cuarto a los alimentos procesados y para el biodiesel, por ejemplo (WWF 2014.). La producción agrícola de soya sumada de los dos países equivale al 46,3% de lo producido en el mundo en el año 2016 ( FAOSTAT s.f.). La expansión tanto en Argentina como en Brasil está vinculada a una suma de factores, mayormente tecnológicos, económicos y políticos, en el ámbito interno y externo. Sin embargo, debemos tener en cuenta sus consecuencias para el medio ambiente y para los pequeños productores, campesinos e indígenas.
Agriculturas en disputas: la agroecología como antagonista del agronegocio
La emergencia del ambientalismo o ecologismo en Occidente, alrededor de la década de 1960, está relacionada con el despertar popular, en reacción a los impactos sociales y ambientales del modelo de producción y del régimen económico de acumulación fomentados en el mundo. Como marco, podemos acentuar la publicación en los Estados Unidos, en 1962, del libro Silent Spring, de Rachel Carson, que denunciaba el uso de insumos químicos en la agricultura como un importante disparador de la atención popular. En el agro, en aquel mismo período, eran moldeadas las bases de un padrón de producción agrícola hegemónico, que conllevó lo que se reconoce hoy como agronegocio.
Como respuesta a los impactos socioambientales, fueron promovidos modelos de producción agrícola orientados desde el enfoque de la sustentabilidad, reconocidos como agriculturas alternativas, como la orgánica, la biodinámica y la agroecología. Sin embargo, Altieri y Toledo (2010) recuerdan que muchos de esos modelos solamente cambian los usos de los insumos químicos, pero siguen estando orientados por el paradigma hegemónico de la producción agrícola. Así, estos autores sostienen que aquellos modelos de producción agrícola que cuestionan poco el paradigma hegemónico no pueden ofrecer mucho a los pequeños productores, campesinos e indígenas. Mantienen su dependencia en términos epistemológicos, tecnológicos, sociales y económicos, hacia un modelo de producción agrícola que en realidad es excluyente (Altieri y Toledo 2010).
Ante ello, la agroecología ha sido adoptada no solo como un cuestionamiento y una alternativa al agronegocio, sino también como un posicionamiento político (Domínguez 2017). Ha ganado notoriedad debido a su carácter político, además de su valor y sustento socioeconómico y ambiental en el agro del mundo contemporáneo. Sobre todo, por no representar un modelo de producción agrícola orientado desde la ciencia moderna, a merced de los intereses capitalistas por aumentar los rendimientos económicos, como puede pasar en las demás agriculturas, por ejemplo, el agronegocio o incluso la producción agrícola orgánica. Esta última puede garantizar la seguridad alimentaria y nutricional, pero no la soberanía alimentaria.
En cuanto al acceso a la información, hay más datos disponibles sobre producción agrícola orgánica.7 Como ejemplo, el Research Institute of Organic Agriculture y la International Federation of Organic Agriculture Movements publican un informe anual sobre su situación en el mundo. Sin embargo, cabe acentuar la dificultad de acceder a los datos sobre producción agroecológica en Brasil y Argentina, debido al carácter heterogéneo de las experiencias agroecológicas, lo que torna la sistematización más difícil (Palmisano 2018).
Tomás Palmisano (2018) identifica ocho municipios en la provincia de Buenos Aires -la más grande productora de soya del país- con experiencias de producción agroecológica, y siete municipios con experiencias de transición. Patrouilleau et al. (2017 ), al igual que Palmisano, indican la existencia de dos tipos de producción agroecológica presentes en Argentina: una a gran escala,8 centrada en la región pampeana, y otra de autoconsumo, direccionada a los mercados locales, que cuenta con experiencias por todo el país.
En el caso de Brasil, podemos señalar las estimaciones del IDEC sobre las ferias,9 mercados locales que aproximan el productor rural al consumidor, a través de la compra directa, sin intermediarios. En total fueron catalogadas 752 en todo el país. Mato Grosso -el estado con la mayor producción de soya- cuenta con seis ferias (IDEC s.f.). Como se trata de mercados locales, podemos considerar que hay una variedad de experiencias de producción agroecológica en el país.
Aunque hoy exista un consenso general sobre la noción de que la agroecología es antagónica al agronegocio, hay diferentes visiones y enfoques al respecto. Wezel et al. (2009) identifican tres: ciencia, movimiento social y práctica, que según los autores varían de acuerdo con el tiempo y el espacio. Méndez et al. (2013), a su vez, consideran que estos enfoques están separados por dos perspectivas. La primera está relacionada con la tradición de la ciencia moderna, responsable por reducir la agroecología a una ciencia agronómica y privilegiar la ciencia positivista. La segunda sería transdisciplinar, participativa y orientada a la acción, capaz de establecer caminos alternativos, que reduzcan las asimetrías en el agro (Méndez et al. (2013).
Por tanto, resalta la importancia de las experiencias agroecológicas, que han fomentado cada vez más el intercambio de conocimiento de los pequeños productores, campesinos e indígenas con profesionales comprometidos con los principios de la ecología. A esos intercambios, Santos (2002) los denomina ecología de los saberes. Procura romper con la racionalidad del agronegocio, que invisibiliza otros conocimientos y prácticas agrícolas. En ese sentido, vale la pena mencionar iniciativas de descentralización del conocimiento como la Escuela Latinoamericana de Agroecología, ubicada en el Estado del Paraná, en Brasil, y las Escuelas Campesinas de Agroecología, con sedes en las provincias de Santiago del Estero, Córdoba y Mendoza, en Argentina.
Por otro lado, como ciencia, la agroecología es impulsada por una racionalidad instrumental, en la que los cambios tecnológicos serían las bases para la resolución de los problemas generados por el agronegocio (Gonzáles de Molina y Caporal 2013). En el caso de la cadena de la soya, su producción está relacionada con factores variados. Entre ellos, las transformaciones de los ecosistemas naturales por la expansión de la frontera agrícola; la vulnerabilidad ecológica, por cuenta del intenso proceso de degradación de los suelos y la pérdida de la biodiversidad; la contaminación de los ecosistemas, personas y animales animales debido a las fumigaciones por insumos químicos; el aumento de la inseguridad alimentaria, con la intensificación de una producción cada vez más direccionada a la exportación; el desplazamiento de los pequeños productores, campesinos e indígenas de sus territorios; la inversión en infraestructura para almacenamiento y transporte, etc. (Altieri y Pengue 2006).
La agroecología emerge, entonces, del acercamiento del campo de la Ecología con el de la Agronomía, en el inicio del siglo pasado, pero accedió a la academia solamente en la década de 1970. A partir de esto, pasa a ser comprendida como la aplicación de la Ecología en la producción agrícola (Wezel et al. 2009).10 Para Stephen Gliessman, constituye “la aplicación de conceptos y principios ecológicos para el diseño y manejo de agroecosistemas sostenibles” (Gliessman (2002, 13). Miguel Altieri (2008) va más allá, al señalar que brinda la metodología para comprender los fundamentos de los agroecosistemas y sus funcionamientos. Deviene estrategia que integra nociones agronómicas, ecológicas y socioeconómicas, para evaluar las consecuencias del agronegocio sobre los ecosistemas y comunidades, de manera que propone estrategias sostenibles (Altieri 2008).
En términos tecnológico-prácticos, el manejo agroecológico busca promover interacciones sinérgicas en el agroecosistema, de manera que regenera el ecosistema. El mantenimiento ecosistémico es posible debido a estrategias como rotación de cultivos, control natural de las plagas, uso de materias orgánicas y de semillas originarias, siembra variada, etc. Así, la agroecología puede proveer una producción sustentable y rentable económicamente, con la adopción de una producción variada (policultivo) y de métodos naturales. Produce más por área que los métodos convencionales, de manera que posee mayor resistencia en la intemperie (Altieri y Toledo 2010).
En Latinoamérica se inaugura en la década de 1990 un período de acercamiento de los movimientos sociales rurales a la propuesta agroecológica (Wezel et al. 2009), añadiendo una perspectiva y estrategia en la disputa campesina con el agronegocio en el agro contemporáneo. Rosset y Martínez-Torres (2016) señalan que los movimientos sociales rurales han tomado como estrategia el discurso del carácter insustentable del agronegocio, en términos ambientales y socioeconómicos. También han promovido la propuesta agroecológica como responsable de garantizar los mejores indicadores socioeconómicos y ambientales, y capaz de orientar la emancipación social y tecnológica de los campesinos e indígenas, teniendo en cuenta que la agricultura capitalista establece un alto nivel de dependencia. La Vía Campesina y el Movimiento Agroecológico Latinoamericano son importantes actores en la orientación de los procesos de lucha y resistencia campesina hacia un agro socialmente incluyente y ambientalmente sostenible.
En el caso de Argentina, podemos marcar como paradigmáticos los esfuerzos en esta dirección, aunque no sean los únicos, del Movimiento Nacional Campesino Indígena, la Asamblea Campesina Indígena del Norte Argentino y el Frente Nacional Campesino. En el caso de Brasil, el Movimiento de los Trabajadores Sin Tierra, el Movimiento de los Pequeños Agricultores, el Movimiento de las Mujeres Campesinas y la Comisión Pastoral de la Tierra. Conforme Altieri y Toledo (2010), son cuatro los elementos principales en la promoción de la agroecología por los movimientos sociales rurales: la constante acción social, la agroecología es socialmente aprobada, económicamente viable y sustentable ecológicamente.
Rosset y Martínez-Torres (2016) acentúan que los movimientos sociales rurales formados por pequeños productores, campesinos, indígenas y otras poblaciones rurales están en constante disputa con el agronegocio, dado que los dos modelos están en una constante búsqueda de la territorialización, de acuerdo con sus intereses. Para Fernandes (2009), las relaciones y clases sociales producen diferentes territorios y territorialidades, que generan intensos procesos de conflictos materiales e inmateriales, lo que marca la disputa entre las agriculturas.
Por un lado, el agronegocio, mediante el intenso asesoramiento de la ciencia y la adopción de nuevas tecnologías como semillas transgénicas, insumos químicos y maquinaria promueve un discurso en el que él sería el responsable de garantizar los alimentos para una población mundial creciente, de modo que preserva lo que se considera recursos naturales. Esa visión y discurso son acentuados por sus actores (Rosset y Martínez-Torres 2016), por ejemplo, las grandes corporaciones del sistema agroalimentario y gran parte de la estructura gubernamental.
Por otro lado, la agroecología está basada en un conjunto de saberes y de prácticas agrícolas tradicionales, desarrollados con el pasar de los años por los propios campesinos e indígenas, a través de procesos de experimentación, como semillas criollas e insumos naturales. Responde a las demandas de las comunidades locales, en términos socioeconómicos y ecológicos. Así, hay un importante fomento de la producción local de alimentos, que garantiza, entre otras cosas, la seguridad alimentaria y nutricional de la comunidad, la sustentabilidad ambiental regional y la integración comunitaria (Altieri y Toledo 2010; Rosset y Martínez-Torres 2016).
Con eso, podemos acentuar la disputa en el agro contemporáneo, desde una perspectiva de intenso conflicto, entre la agroecología y el agronegocio. Está constituida por diferentes frentes, relacionados con cuestiones epistemológicas, sociales, ambientales y agrarias (Barbetta et al. 2018). Gonzáles de Molina y Caporal (2013) ratifican la importancia del enfoque político de la agroecología, para pensar estrategias de promoción que vayan más allá de experiencias locales. Es necesario, por lo tanto, considerar no solamente el marco tecnológico que contiene la agroecología, sino también un marco institucional, que la constituye como campo político (Gonzáles de Molina y Caporal 2013).
En los países latinoamericanos, podemos identificar en décadas recientes la emergencia de variadas experiencias agroecológicas, en su mayoría vinculadas a los movimientos sociales rurales. Muchas de ellas están directamente vinculadas a los derechos de acceso a la tierra y los bienes comunes. A partir de estos se origina un grave problema, que ha ocasionado desplazamientos y degradaciones en la región, poniendo en el centro debates sociales, agrarios y ambientales.
Guereña y Burgos (2016) señalan en un trabajo reciente la intensa concentración en el acceso y control de la tierra en Latinoamérica. Los datos muestran que en Argentina las pequeñas explotaciones, 83% del total, ocupan solamente un área del 13,3%. En Brasil representan un 86% del total y ocupan un área de 21,4% (Guereña y Burgos 2016). Por tanto, es necesario considerar las múltiples consecuencias socioeconómicos y ambientales de la expansión del agronegocio a lo largo de las recientes décadas, que en este trabajo ha sido analizada a partir de la expansión de la soya en el caso argentino y brasileño.
De acuerdo con los datos de los censos agropecuarios en Argentina y Brasil, el número de productores ha disminuido a lo largo de las décadas, en cuanto la producción ha aumentado, lo que representa una mayor concentración. En esos países, la producción agrícola de soya está marcada por la presencia de grandes corporaciones (Wesz Junior 2014). En contraposición, Rosset y Martínez-Torres (2016, 286) indican que “la agroecología ha sido un elemento clave en el proceso de recampesinización y la reconfiguración de los territorios en territorios campesinos”.
Las políticas públicas son una importante herramienta para la promoción de la agroecología. Schmitt et al. (2017) señalan que, aunque las políticas públicas de agroecología presenten un carácter innovador, el agronegocio ha sido mantenido como hegemónico. De acuerdo con los autores, ese proceso crea barreras a los avances de un modelo alternativo de desarrollo rural.11
Sin embargo, Argentina y Brasil presentan experiencias importantes en esta dirección.12 Es posible destacar el Programa Pro Huerta, en Argentina, con la intención de promover la producción y el acceso a los alimentos en las zonas rurales y urbanas, que cuenta con un eje agroecológico (Patrouilleau et al. 2017). En Brasil podemos citar la creación de la Política Nacional de Agroecología y Producción Orgánica, desdoblada en el Plan Brasil Agroecológico. Este último fue implementado en un primer período de 2013 a 2015. Ahora está en funcionamiento el segundo período, de 2016 a 2019, que abarca seis ejes de actuación: producción, uso y conservación de los recursos naturales, conocimiento, comercialización y consumo, tierra y territorio y socio-biodiversidad (CIAPO 2016). A ello se unen el Programa de Adquisición de Alimentos (PAA) y el Programa Nacional de Alimentación Escolar (PNAE), que establecen mecanismos de compra, por el Gobierno nacional, de alimentos de pequeños productores, campesinos e indígenas, agroecológicos o no. Estos son destinados a personas con vulnerabilidad social y a escuelas, sobre todo. Vale resaltar que los alimentos agroecológicos son comprados a precios hasta un 30% superiores a los convencionales (Schmitt et al. 2017).
Por lo tanto, podemos comprender la agroecología como propuesta del campesinado; no solo como una práctica agrícola alternativa al agronegocio, sino también como un posicionamiento antagónico. Es un proceso relacionado con la disputa territorial entre visiones opuestas. Los movimientos sociales, cuando asumen la bandera de la agroecología, que endurece la confrontación, lo hacen desde una posición de cuestionamiento del padrón hegemónico vigente en el agro y de conciencia de los efectos de esa expansión para el campesinado y para la naturaleza. A partir de la agroecología, se plantea la transformación del modelo agroalimentario (Domínguez 2017). La transición agroecológica todavía es un proceso en construcción, sobre todo, por la intensidad con que operan las fuerzas del agronegocio. Sin embargo, la agroecología ha ganado notoriedad por su carácter socialmente incluyente y ecológicamente sostenible.
Conclusiones
El artículo pone en tensión la disputa en el agro contemporáneo de dos modelos antagónicos de producción agrícola, al igual que de tradición y relación con la naturaleza: el agronegocio y la agroecología. En un primer momento, evidenciamos los fundamentos de la formación del padrón de producción agrícola que conlleva al agronegocio. Nos detenemos en el caso argentino y brasileño de la expansión de la producción agrícola de soya en las recientes décadas. Es un proceso intensificado durante la década de 1990, debido a factores mayormente tecnológicos, económicos y políticos, en el ámbito interno y externo. Pasa a ser nombrado como “boom de la soya”.
La producción agrícola de soya refleja la profundidad con que operan las fuerzas del agronegocio, sobre todo, cuando miramos su amplia expansión territorial y productiva, al pasar de las décadas. En la zafra 2016/2017, la producción argentina superó las 54 000 toneladas de soya y la brasileña, las 114 000 ( MAGyP s.f..; CONAB s.f.). Sin embargo, la extensa expansión trajo consecuencias en sociales, económicas y ambientales al mundo contemporáneo, en el agro y en la ciudad.
Por tanto, el agronegocio ha promovido un modelo de producción agrícola ambientalmente insustentable y social y económicamente excluyente. Está orientado por y para actores sociales con amplia capacidad de inversión en capitales financieros y humanos, para acceder al conjunto de metodologías agronómicas y tecnologías modernas disponibles. Luego de las cuatro décadas indicadas, se produjo una gran transformación agraria y agrícola en Argentina y Brasil.
En oposición al agronegocio, la agroecología constituye un paradigma sustentable ambientalmente y social y económicamente armónico. Desde su enfoque como ciencia, ha sido defendida metodológica y tecnológicamente como contraria al agronegocio, y de hecho lo es. Ese abordaje procura confrontar el agronegocio, poniendo a prueba la ciencia de la racionalidad moderna, como las fuerzas del poder. Sin embargo, aunque comprendemos la importancia del enfoque de la ciencia, compartimos la noción de que la agroecología va más allá de modelo de producción agrícola basado en la ciencia. Entendemos que está directamente relacionada con cuestiones sociales, ambientales y agrarias, dado que pretende construir buenas condiciones para la reproducción de la vida en el agro y en la ciudad.
De esta manera, comprendemos a la agroecología como una herramienta política. Podemos apreciar sus resultados en cuanto a una producción sostenible ecológicamente, que garantiza la equidad social y económica. Promueve procesos esenciales para la reapropiación del territorio y de elementos materiales e inmateriales del campesinado, que agroecológico o no, es el responsable de producir el 70% de los alimentos consumidos por el 70% de las personas en el mundo (ETC Group 2017).
Sin embargo, es necesario tener en cuenta que, aunque haya importantes experiencias agroecológicas en Argentina y Brasil, la agroecología no está en la mayoría de las granjas. Por ende, podemos hablar de experiencias agroecológicas. Estas, muchas veces son compartidas con otras agriculturas, en los mismos espacios, lo cual conlleva una constante disputa. Ese proceso convierte todavía más a la agroecología en un factor político, que fortalece la lucha y resistencia campesinas e indígena hacia la recampesinización.
El apoyo gubernamental, a través de la elaboración de políticas públicas adecuadas, es un proceso de suma importancia para el campesinado, que debe incluir la promoción de la agroecología. En tal dirección, es posible marcar la importancia de fomentar una reforma agraria, que dé derecho a los territorios y a la permanencia de los pequeños productores, campesinos e indígenas en sus espacios. Se requiere eliminar las regulaciones que limitan los mercados locales y la creación de comercios justos y redireccionar las actividades e investigaciones públicas para responder a las necesidades de esos actores sociales (ETC Group 2017). De esa manera, se fomentan los saberes y las prácticas agroecológicas, como el patrimonio material (semillas criollas) e inmaterial (cosmologías) de los campesinos e indígenas.