Introducción
La agricultura dentro de las ciudades (urbana) y en sus contornos (periurbana) ha ocurrido desde siempre. En las últimas décadas ha concitado un mayor interés en el marco de la expansión de las ciudades y su crecimiento poblacional, junto con la transición de la sociedad de rural a urbana, y el escenario de cambio socioambiental global. En el caso de América Latina, aparecen también las crisis y la necesidad de enfrentar los problemas estructurales de la pobreza, desnutrición, exclusión social, entre otros.
En este artículo se consideró como “agricultura urbana y periurbana” la actividad definida por Mougeot (2000: 11):
Industria ubicada dentro (intraurbana) o en el contorno (periurbana) de un pueblo, una ciudad o metrópolis, que se dedica a germinar y crecer, procesar y distribuir una diversidad de productos alimenticios y no alimenticios, (re)usando en gran medida recursos humanos y materiales, productos y servicios que se encuentran en esa zona urbana y sus alrededores, y de paso suministrando recursos humanos y materiales, productos y servicios en gran medida a esa zona urbana (traducción propia).
También se usó la cercana definición del Comité de Agricultura de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO1 1999), según la cual la agricultura urbana ocurre en pequeñas superficies dentro de una ciudad, donde se cultivan plantas y se crían animales menores para consumo propio o venta; mientras la periurbana se refiere a unidades agrícolas cercanas a las ciudades que tienen fines comerciales o semi comerciales. Las definiciones de FAO (1999 ) y Mougeot (2000) se aplican al caso de Quito, aunque es necesario considerar que muchas unidades productivas del periurbano quiteño (ubicadas en los bordes donde el paisaje comienza a convertirse en rural, con menor densidad de viviendas e infraestructuras), no son de gran extensión e intensidad productiva.
Las escalas y actores involucrados en esas actividades son diversas, como lo son sus motivaciones, tanto de quienes la practican en casas y huertos familiares, como de las instituciones de gobierno que fomentan esta actividad. Hay motivaciones sociales, económicas, ambientales, culturales y alimentarias. Los huertos urbanos y periurbanos fortalecen la seguridad y la soberanía alimentaria (Hernández, 2006: 14; Ricarte-Covarrubias, Gusman y Rodrigues, 2011: 64). Pero no solo se trata de proveer alimentos, sino de construir espacios y comunidades saludables para los seres humanos y las demás especies. Según Méndez, Ramírez y Alzate (2005: 66-67), la agricultura urbana se realiza por razones que incluyen la necesidad económica, la absorción urbana del entorno rural, la acción institucional externa e interna, y el aprovechamiento de recursos y servicios disponibles.
La necesidad económica (o dicho de otra manera, la falta de dinero para adquirir alimentos, o la posibilidad de comercializarlos), es ilustrada en el interés a principios del siglo XXI en Buenos Aires o en las ciudades españolas, donde el auge de esta actividad ha estado asociado con las crisis: en el primer caso, tras el corralito de 2001-2002, en el segundo, por la crisis desde 2008. También en Cuba, aunque se practicaba desde antes (Companioniet al., 2001: 94), hubo un cambio en la escala a partir del Período Especial en esa isla desde la década de 1990 (Hernández, 2006: 14). Para Pölling (2015) esa actividad no es un sobrante de lo rural sino parte de la economía urbana.
Como fenómeno creciente desde fines del siglo XX, la agricultura urbana ha sido estudiada en profundidad en varios sitios. Por todo el mundo existen programas públicos y privados, movimientos sociales, comunas engullidas por las urbes, entre otros, donde se la realiza. A partir de las dos guerras mundiales, Londres y Berlín se han caracterizado por la creación, mantenimiento y formalización de huertas urbanas (Neréa, 2009: 80). En Cuba, Argentina, Brasil y otros países de América Latina los gobiernos la apoyan. Las ciudades la incluyen en sus planes de acción en Ghana, India, Senegal, Argentina, China y Botsuana. En Brasil, Perú, Canadá y Uganda es parte de planes nacionales y municipales. En varios países se ha trabajado en marcos legislativos que apoyen las huertas familiares, comunitarias e institucionales para que sean parte de la planificación urbana (Dubbeling y Merzthal, 2006: 19-40).
En Quito también la agricultura urbana y periurbana está viviendo un auge bajo diferentes escalas y modelos de gestión. Ante ese fenómeno, nos interesó conocer si las huertas de la ciudad y sus contornos inmediatos eran o no sustentables desde una perspectiva de sustentabilidad que considerara variables económicas, socioculturales, ambientales y tecnológicas. Ello resultaba interesante no solo en el marco de las investigaciones sobre la agricultura urbana, sino de sustentabilidad y resiliencia urbana de modo amplio. Nos interesó conocer si, por ejemplo, como en el caso de los desplazados forzosos allegados a Bogotá -ciudad andina como Quito-, la agricultura urbana no sería sustentable en términos ambientales, sociales, económicos ni institucionales, por la vulnerabilidad en la que ocurre, sobre todo por la falta de acceso a tierra y agua (Cantor, 2010: 79). O bien si era una actividad que construye sustentabilidad, como ha sido demostrado en La Habana u otros lugares (Hernández, 2006: 23).
El trabajo se enfocó en conocer si las huertas eran sustentables como sitios de producción. Al analizar las huertas de dos proyectos públicos y uno privado (y huertas control en instituciones educativas) se observó que todos fueron sustentables, diversos, adaptados a las realidades locales de infraestructura y a los factores ambientales locales, con diferentes beneficios para las agricultoras, sus familias, la ciudad y la biodiversidad.
Cuando se realizó el estudio, en 2012, se contaba apenas con un estudio sobre el Proyecto Agricultura Urbana Participativa AGRUPAR en un barrio del sur de la ciudad (Castillo, 2013), y con información provista por ese mismo proyecto mediante presentaciones, folletos y su página web, y algunas informaciones dispersas de colectivos que tienen perspectivas agroecológicas. Desde entonces se han generado nuevas investigaciones como tesis universitarias (Curay y Tituaña, 2015; Paz, 2015), que ilustran que las iniciativas de agricultura urbana y periurbana son una opción viable, participativa, rentable y socialmente activa que reafirma prácticas ambientales y conocimientos ancestrales, que mejoran la calidad de vida y crean alternativas económicas que influyen positivamente en la gente que participa en esa actividad. A esos hallazgos se suma lo detectado en 2012 mediante esta investigación: las huertas son sustentables, aunque requieran afinar detalles para aumentarla.
Agricultura urbana, soberanía alimentaria y agroecología en América Latina
La agricultura urbana desempeña funciones económicas, sociales y ambientales, en las más heterogéneas circunstancias, proveyendo beneficios directos e indirectos para la humanidad (Mougeot, 2000: 1, 2005: 2; Zaar, 2011). Muchos indicadores señalan que los valores de la agricultura urbana se plasman en su multifuncionalidad. En Europa algunos de sus indicadores se miden en forma de eficiencia, liderazgo, diversificación, sinergias, participación y experiencia (Pöllinget al., 2015). En América Latina, África y Asia la agricultura urbana se ha promovido sobre todo en los sectores más vulnerables, como estrategia para mejorar la seguridad alimentaria y nutricional. Las iniciativas responden a problemas de los territorios urbanos como desnutrición, pobreza, desempleo, alimentos de mala calidad, entre otros (Thomas, 2014: 2). Cuando ocurre en contextos de pobreza, en las familias aumenta la cantidad de proteína y calorías en comparación con las que no realizan esa actividad (Moreno, 2007: 4). Esa actividad, además, mejora los paisajes, la estética, la diversidad, reconecta con la naturaleza y, cuando se practica en escala, construye identidades urbanas más sustentables.
Pero aunque está más asociada con grupos en situaciones vulnerables y la resolución de necesidades materiales inmediatas, los pobres no son los únicos que la practican. En muchos lugares se encuentran productores urbanos y sobre todo periurbanos que cuentan con buenas extensiones de tierra y recursos para la producción a escala y la comercialización. Ello no solamente sucede por una cuestión mercantil, también entran en juego cuestionamientos al sistema de la agricultura industrial y sus productos, que no suelen ser frescos ni saludables en su producción y consumo y la búsqueda de sustentabilidad, en un contexto de ciudades cada vez más extensas y pobladas, concentradoras del consumo global y al mismo tiempo con imaginarios que son lejanos a los sitios de producción. De ese modo, la agricultura urbana y periurbana -de proximidad- no se remite a producir comida y aliviar la pobreza o desnutrición, sino que se vuelve una actividad que reinventa y resignifica el estilo de vida urbano y el modo de producir comida.
Al sembrar en las ciudades, donde viven los más voraces y multitudinarios consumidores, se reinventa el hecho urbano y la idea de que los urbanitas deben permanecer aislados de la producción de comida aunque articulados con un modelo de expansión urbana acelerada asociada con la producción industrial de comida. Una creciente expansión y uso del suelo para construcción ha ocurrido desde fines del siglo XX en Quito y muchas otras ciudades (Madaleno y Armijo, 2004: 53-54). Se propone de ese modo una nueva forma de urbanismo (Duany, 2011: 9) que obliga a reconsiderar el significado de ciudad y ruralidad, desafiando la dicotomía construida entre ambas que “ha perdido y sigue perdiendo nitidez” (Méndez, Ramírez y Alejandra Alzate, 2005: 53), y que lleva a plantear posibilidades de rur-urbanismos.
A fines del siglo XX, alrededor de 800 millones de personas se dedicaban a la agricultura urbana en todo el mundo (Mougeot, 1998: 18). Hasta junio del 2015, en Rosario (Argentina) existían 1.750 agricultores urbanos (Leisa, 2015: 33). Había 2.500 familias en Antigua y Barbuda, 25.500 en Puerto Príncipe (Haití), 8.500 en Bogotá, 50.000 en las ciudades principales de Bolivia, y 12.250 en Quito. El 40% de la población en Cuba se dedica a esa actividad y La Habana es considerada la capital más verde, ya que 90.000 residentes son agricultores urbanos (Thomas, 2014: 2). En América Latina quienes más la practican son mujeres con bajos ingresos económicos, aunque también participan hombres. En balcones, jardines, huertos al aire libre e invernaderos se cultivan plantas y se cría algunos animales para el autoconsumo y a veces para la comercialización.
Muchas experiencias en agricultura urbana y periurbana son de pequeña escala, pero ello no impide que en algunos casos sean rentables y generadoras de empleo. En varios casos propician la entrada de ingresos para la familia, en especial para las mujeres. La agricultura urbana, especialmente la de base orgánica y/o agroecológica, está muy asociada con los preceptos de la soberanía alimentaria que incluyen aspectos de derechos, biodiversidad, autonomía, cooperación, solidaridad, salud, etc. Contribuye a construir soberanía alimentaria sobre todo entre quienes no tienen acceso a productos alimentarios provenientes del campo, que son muchos habitantes urbanos. Muchos de sus antecedentes y aliados se encuentran en movimientos de agricultura biodinámica, agricultura orgánica, agricultura biológica, agricultura natural y agroecología.
Una función importante es la integración y cohesión de grupos sociales, a veces marginados o en situaciones vulnerables. Provee cohesión en los barrios, entre agricultores que forman redes, y entre productores y consumidores. En cuanto a aspectos ambientales, incide en el manejo de los desechos orgánicos, al transformarlos en compost para la actividad agrícola, función nada desdeñable en ciudades en las cuales los residuos orgánicos componen más del 50% de la basura (normalmente esos desechos son llevados a rellenos sanitarios o botaderos donde generan externalidades negativas como lixiviados y gases de invernadero). También la reutilización y recuperación de residuos inorgánicos como llantas y cajas para cultivar, cosechar agua, fabricar trampas de insectos, o para construcciones, aporta a un metabolismo urbano sustentable. Al ser de proximidad, ahorra energía en transporte y distribución de alimentos, disminuye la emisión de gases del transporte y la congestión vehicular. También vitaliza espacios abandonados, mejora la calidad del paisaje y la escorrentía, regula microclimas y provee refugios para la biodiversidad.
En el gran panorama, ayuda a evitar externalidades negativas de la agricultura industrial, que incluyen la deslocalización de la producción de alimentos, uso indiscriminado de agroquímicos nocivos para la salud humana y de la Tierra, desempleo por la mecanización, desarticulación de comunidades rurales, rompimiento del contacto entre productores y consumidores, alto consumo energético, entre otros. La agricultura urbana y periurbana provee una alternativa al modelo de desarrollo actual que se sustenta en la ampliación de la frontera agrícola y la intensificación de la producción de alimentos y otras materias primas mediante métodos insanos. En un marco de construcción de nuevas ciudades y ruralidades que tiende a dejar de lado la diferenciación, se cuestiona la frágil dicotomía rural/urbano. Propicia un desarrollo urbano que entiende las ciudades como espacios que son parte de regiones más amplias que abarcan muchas esferas complementarias:
La agricultura urbana, desde sus distintos ángulos, quiebra la exclusiva asociación ente agricultura y ruralidad, abriendo a su vez la posibilidad de integrar la actividad agrícola al propio quehacer urbano, generalmente caracterizado por el uso improductivo del suelo y la predominancia de un género de vida de tipo industrial-transformador. En este sentido, la especialización agropecuaria, vista como elemento histórico distintivo de lo rural, cede ante la instauración de modelos de producción primaria al interior o en las periferias más próximas a las ciudades; comúnmente zonas de intersección entre el campo y la ciudad, para cuya apreciación las categorías rural y urbano en su pureza se tornan insuficientes (Méndez, Ramírez y Alejandra Alzate, 2005: 57).
Pero no se trata únicamente de sembrar en las ciudades y sus dinámicos contornos. Para ser sustentables, esas formas de producción parecen requerir de tecnologías de la agroecología, o de la agricultura orgánica con base agroecológica, cruciales para viabilizar la producción de largo plazo a pequeña escala, bajo administración familiar, con poca dependencia externa, procurando mantener o recuperar los paisajes y la diversidad de los agroecosistemas (Aquino y Assis, 2007: 140). El enfoque de la agroecología encuentra a veces un choque con el de producción orgánica, entendida desde lógicas de certificación. Ambas sin embargo buscan la producción de alimentos sin tóxicos, y por lo tanto, si bien existen diferencias, también hay encuentros; a la agroecología se le conoce como una “agricultura de procesos”, pues exhibe “atributos de diversidad, productividad, flexibilidad y eficiencia” (Altieri y Nicholls, 2012: 70). En ese sentido nos referimos a producción orgánica con base agroecológica (Aquino y Assis, 2007: 139), la desplegada en Quito por uno de los proyectos analizados.
Metodología
Para medir la sustentabilidad de las huertas urbanas y periurbanas se consideraron 26 indicadores agrupados en cuatro dimensiones: sociocultural (9 indicadores), económica (7 indicadores), ambiental (8 indicadores) y tecnológica (2 indicadores) (Tabla 1), siguiendo la metodología propuesta por Sarandónet al. (2006) y Sarandón y Flores (2009), quienes proponen que un proyecto agroecológico debe ser suficientemente productivo, económicamente viable, ecológicamente adecuado y social y culturalmente aceptable. También se utilizaron algunos indicadores de sustentabilidad para la Agricultura Urbana y Periurbana (AUP) propuestos por Blixen et al. (2007). La inclusión de lo tecnológico como dimensión respondió a la consideración de que esta es fundamental para la sustentabilidad, articuladora del ambiente, la sociedad y la economía, y necesaria para la agroecología. A su vez, cada indicador estuvo constituido por subindicadores, que en total fueron 36: 16 socioculturales, 10 ambientales, 7 económicos y 3 tecnológicos (Tabla 1).
Para no preguntar a las agricultoras cuestiones complejas como “Biodiversidad temporal”, o los subindicadores que componían ese indicador (“Períodos de rotación de cultivos” e “Incorporación de leguminosas”), los subindicadores fueron convertidos en una o varias preguntas más comprensibles. Por ejemplo, para conocer los “Períodos de rotación de cultivos” las preguntas fueron: “¿Siempre siembra sin dejar descansar el suelo?, ¿por cuánto tiempo deja descansar el suelo?, ¿cada cuánto tiempo siembra?”. Para el subindicador “Incorporación de leguminosas” se preguntó: “¿Siembra leguminosas?”.
Bajo esos parámetros se elaboró una encuesta que contó al principio con 96 preguntas, que incluían indagaciones sobre el nombre de la persona encuestada, edad, nivel educativo de la encuestada y la familia, ubicación de la huerta, y si era familiar, comunitaria, escolar. La encuesta fue validada por Myriam Paredes, especialista en sociología del desarrollo rural y manejo de los sistemas del conocimiento agrícola. Se aplicaron diez encuestas piloto, se validaron los resultados y se elaboró la encuesta final con 88 preguntas.
Las respuestas de las encuestas fueron plasmadas en unidades numéricas de área, cantidad, tiempo y valor monetario. Esos valores fueron transformados a una escala de 0 a 4, donde 4 representó la mayor sustentabilidad, 0 la menor, y 2 el umbral de sustentabilidad. Por ejemplo, en el caso del indicador “Diversificación de productos” se otorgó un valor de 4 cuando había más de 38 productos, 3 cuando eran entre 29-38 productos; 2 cuando eran 19-28 productos; 1 cuando eran de 9 a18 productos; y 0 cuando eran menos de 9 productos. Esas calificaciones se basaron en estadísticas y análisis nacionales como el Censo Nacional Agropecuario o Índices de Precio al Consumidor, realizados por instituciones públicas de gestión e investigación como el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INEC), Ministerio de Salud Pública, entre otros, y en referencias secundarias sobre agroecología y manejo de cultivos como Altieri y Nicholls (2012). Una explicación detallada de los argumentos para construir la valoración de 0-4 en cada indicador (por ejemplo, el por qué se otorgaba un valor de 4 cuando había más de 38 productos), consta en Clavijo (2013: 42-49).
El Índice de Sustentabilidad para cada dimensión fue obtenido mediante el promedio de los indicadores que contenía, y el promedio de las cuatro dimensiones fue considerado el Índice de Sustentabilidad General (ISG). Se realizaron 82 encuestas en huertas repartidas en los tres proyectos mencionados, y cuatro huertas control en escuelas. Las 82 huertas representaron aproximadamente un 10% del total incluidas en los tres proyectos investigados. Las encuestas fueron realizadas in situ, por lo que se aprovechó para observar las huertas y conversar con las agricultoras (un 97% fueron mujeres), sobre las razones que las llevaban a obtener un mayor o menor puntaje. Se sumó a este conocimiento observaciones aleatorias realizadas en visitas guiadas a las huertas de AGRUPAR, desde 2011 hasta la actualidad. Adicionalmente se entrevistó a nueve personas involucradas en proyectos de agricultura urbana y agroecología; de esas entrevistas cuatro fueron usadas para este artículo. Una de esas personas, del proyecto AGRUPAR, fue nuevamente entrevistada en 2015 para actualizar algunas informaciones.
Los proyectos de agricultura urbana y periurbana en Quito
El Distrito Metropolitano de Quito (DMQ) se extiende sobre 4.230,6 km². Consta de 32 parroquias urbanas (la ciudad de Quito), y 33 parroquias rurales y suburbanas. En 2010 había allí 2.239.191 habitantes de los cuales el 72,3% vivía en la zona urbana (Instituto Nacional de Estadísticas y Censos, 2011), porcentaje que debe ser tomado con cuidado, pues muchas parroquias “rurales” ya eran por entonces conurbaciones, a veces muy densas.
La ciudad se expandió exponencialmente en términos territoriales y poblacionales sobre todo desde la década de 1970, a costa de terrenos rurales y zonas forestales y proveedoras de agua circundantes, por procesos planificados pero también por invasiones de tierras y mercados informales. Ese crecimiento no vino asociado siempre con una mejora de la calidad de vida de toda su población, como ilustra el que el 11,2% de la población de las parroquias urbanas vivía en la pobreza y el 1,7% en la extrema pobreza. En las zonas rurales esos porcentajes eran del 17,3% y 4,1%, respectivamente (Municipio de Quito, 2011: 15). Es ilustrador que en la década de 2000, en muchos barrios periféricos existía más de un 45% de desnutrición infantil (Larrea et al., 2009). Gran parte de la población que migró desde el campo primero, y luego por el mismo crecimiento interno, se ha asentado de manera informal, viviendo en zonas aquejadas por problemas sociales, ambientales, económicos, culturales, de seguridad, además de pobreza y desnutrición.
La agricultura urbana cobró adeptos, institucionalidad y visibilidad en Quito sobre todo desde la década de 2000 como estrategia ante la expansión urbana, crecimiento poblacional, desnutrición, pobreza, exclusión social, pérdida de biodiversidad y verde urbano, pérdida de terrenos rurales y paisaje, degradación ambiental; pero también como fuente de empleo y negocio. Son decenas de miles las personas que la practican, en diferentes escalas, de modo descentralizado y diverso, algunas de modo individual, otras de forma comunitaria o barrial, o articuladas alrededor de asociaciones o instituciones públicas y privadas, algunas religiosas. Tres de esas iniciativas fueron analizadas en 2012: AGRUPAR y la Estrategia de Intervención Nutricional Territorial Integral (INTI) (públicas), y la privada Corporación Ecuatoriana de Agricultores Biológicos (PROBIO), además de dos huertos control en escuelas.
Cuando se realizó esta investigación habían más de 793 huertas registradas en esos tres proyectos, aunque para 2015, tan solo en AGRUPAR, eran más de 2.500 huertas (Rodríguez, entrevista, 2015). Las agrupaciones investigadas representaron parte de la diversidad de huertos urbanos y periurbanos que hay en Quito, que incluye además asociaciones de permacultores, grupos asociados con instituciones religiosas, productores privados independientes, entre otros. A continuación se presentan algunas características de las tres iniciativas estudiadas.
El proyecto Agricultura Urbana Participativa (AGRUPAR) comenzó en el año 2000 para conseguir la participación de la población urbana en procesos productivos que combatan la pobreza y la desnutrición, con apoyo del Programa Mundial de Alimentos. Desde 2005 funcionó a través de la Agencia Metropolitana de Promoción Económica (CONQUITO) del Municipio de Quito. Su actividad incluyó la asistencia técnica permanente, huertos demostrativos, apoyo en la comercialización y creación de valor agregado, subsidio de una certificación internacional de producto orgánico, generación de empleo, mejoramiento de ingresos y dieta, apoyo a emprendimientos, microempresas y asociación para crédito, mitigación y adaptación al cambio climático, investigación aplicada, enfoque de género (la mayoría de participantes es mujer), entre otros. La agricultura que practican, si bien acude a certificaciones orgánicas, tiene base agroecológica. Los fondos son invertidos en semillas, canaletas o mangueras de riego por goteo, invernaderos, apoyo en bioferias, capacitaciones y asistencia técnica permanente.
Las familias o colectivos que forman parte del proyecto (grupos barriales, instituciones educativas, centros de recuperación para personas con problemas de drogas o alcohol, hogares de acogida de madres y niños abandonados, entre otros (Fotos 1, 2 y 3), aportan con el terreno, fuentes de agua potable, herramientas y trabajo para construir las infraestructuras, mantenimiento de las huertas y, en el caso de las orientadas en parte a los mercados, la comercialización. AGRUPAR se ha convertido en un programa emblemático de la ciudad. En 2015 los huertos cubrían más de 27 hectáreas (que incluyen desde cajones hasta chacras), en más de 2.500 unidades productivas urbanas y periurbanas, de las cuales el 47% está orientado a la comercialización. En principio, cada huerto debe ser para el autoconsumo y solo cuando se verifica que aquello está resuelto pueden pasar a una etapa de comercialización.
Los huertos orientados a la comercialización son los más interesados en contar con la certificación de producto orgánico. En 2015 había 54 huertos certificados y en postulación. La comercialización ocurre en el mismo barrio a compradores directos(algunos son restoranes, otros vecinos), mediante trueques, en 14 bioferias que funcionan desde 2006 en la mancha urbana y sus contornos, en barrios de todos los quintiles socioeconómicos. AGRUPAR apoya con las carpas, mesas, difusión, entre otros, y los productores llevan los productos (Rodríguez, entrevista, 2015; Guachamín, entrevista, 2012; Agricultura Urbana Participativa, 2009; Castillo, 2013; Curay y Tituaña, 2015).
Por su parte, la estrategia Intervención Nutricional Territorial Integral (INTI) fue una iniciativa del Ministerio de Coordinación de Desarrollo Social (MCDS) en 2009. Ocurrió en el marco de una articulación del Ministerio de Inclusión Económica y Social (MIES) y del Ministerio de Agricultura, Ganadería, Acuacultura y Pesca (MAGAP), para dar una respuesta frente al derecho de acceso a alimentos sanos, nutritivos y en cantidad suficiente, y para erradicar la desnutrición crónica infantil del país. Su principal propósito, de ese modo, no era la comercialización. Entregaron semillas e invernaderos (Peña, entrevista, 2012). A fines de 2012 el MAGAP dejó de apoyarlo, por lo que algunas familias no continuaron con la actividad, y otras fueron incorporadas en AGRUPAR.
Finalmente, la Corporación Ecuatoriana de Productores Biológicos (PROBIO) es una iniciativa privada que incluye pequeños productores que no están dentro de los parámetros de la agricultura orgánica tal como es entendida desde una perspectiva legal en el Ecuador. En la década de 1990, cuando se empezó a trabajar en una legislación para la agricultura orgánica en el Ecuador, PROBIO se desvinculó de los parámetros establecidos entonces, para enfocarse en un proceso de agroecología. Funcionan mediante Sistemas Participativos de Garantía, diferentes de la certificación orgánica, que apuntan al empoderamiento de productores y consumidores para garantizar/certificar la calidad. También se dedican a la educación mediante cursos y visitas a fincas, y fomentan circuitos de comercialización propios, por ejemplo mediante canastas (Peña, entrevista, 2012).
El accionar de esas y otras organizaciones y personas vinculadas con la producción agrícola en las ciudades ha conseguido que se realicen cambios en las políticas públicas. Desde AGRUPAR se ha impulsado un cambio en las ordenanzasmunicipales respecto a la crianza de animales en zonas urbanas de Quito; ahora se permiten cuyes, conejos, gallinas, siempre y cuando se forme parte de algún proyecto de seguridad alimentaria ligado con la autoridad municipal. PROBIO ha logrado la construcción de la Ordenanza Agroecológica en la provincia de Pichincha. Además formó parte de la Asamblea Constituyente del Ecuador de 2008 y participó en la Propuesta de Ley de Agrobiodiversidad, Semillas y Fomento Agroecológico presentada a la Asamblea Nacional en marzo de 2012, la cual aún está en debate.
La sustentabilidad de las huertas de Quito
La mayoría de huertas tuvo un área igual o menor de 100 metros cuadrados, y pertenecía a familias que empezaron esa actividad para mejorar la alimentación y la salud, para generar ahorro, y en ocasiones para comercializar productos. Todas las personas encuestadas se alimentan de lo que producen y desean continuar con esa actividad. Del total de huertas, el 81% comercializa sus productos, el 63% mediante ferias.
Las 82 huertas estuvieron por encima del umbral de sustentabilidad, en cada dimensión y en total (Tabla 2). El Índice de Sustentabilidad General del conjunto de huertos fue de 3,14. El grupo PROBIO tuvo el mayor ISG, mientras el proyecto INTI rozó el umbral de sustentabilidad. Esto concuerda con la mayoría de hallazgos de la literatura sobre aspectos positivos de la agricultura urbana con base agroecológica, en lo que a las huertas se refiere.
La menor sustentabilidad de INTI pudo deberse a que, como ese explicó, a fines de 2012 ya no recibía aportes del MAGAP y se suspendió el proyecto. Además, al no considerar la comercialización como propósito, tuvo un valor muy bajo en la dimensión económica. Algo similar ocurrió con la dimensión económica de las huertas control de las escuelas, cuyo objetivo no era la comercialización. En la menor sustentabilidad de INTI en todas las dimensiones pudo incidir la falta de capacitación y seguimiento a las beneficiarias: se asumió que las personas iban a realizar la agricultura por sí mismas, apenas entregando infraestructuras y semillas, sin atender a la formación de capacidades que muchas habitantes urbanas no tienen. E inclusive, cuando han adquirido ciertas destrezas, se requieren programas de asistencia continua ante contingencias, cosa que no se soluciona en pocos años, sino con proyectos sostenidos como PROBIO y AGRUPAR, donde las participantes reciben apoyo técnico permanente de su organización.
En PROBIO los resultados en las cuatro dimensiones fueron más altos y homogéneos. El puntaje en la dimensión tecnológica fue el mayor (3,9), lo que da cuenta de una sólida base agroecológica. En AGRUPAR la dimensión tecnológica también fue muy sustentable (3,8). Los altos valores de ambos proyectos en las cuatro dimensiones no difirieron mucho, lo que apunta a una estabilidad, aunque PROBIO tiene ligeramente mejor resuelto lo ambiental. En lo económico, no todos los huertos de AGRUPAR son orientados a la comercialización.
Entre los beneficios socioculturales, todas las personas declararon participar en cooperativas, asociaciones, ferias, capacitaciones. El 44% había conformado asociaciones alrededor de esa actividad y el 92% participaba en capacitaciones de agricultura urbana. Había equidad en el momento de producir y distribuir los alimentos, en el acceso a oportunidades y recursos para la producción. Entre los beneficios económicos se destacó la generación de ingreso: todas las huertas daban trabajo por lo menos a una persona, y si bien el ingreso no cubría un salario básico unificado (que era de 318 dólares mensuales en 2012), sí mejoraba las oportunidades de generar ingresos; por ejemplo, mediante emprendimientos de valor agregado a la leche, frutas, vegetales, granos, harinas, hierbas aromáticas, entre otros. En la esfera de lo económico ocurría ahorro familiar en alimentos.
En lo ambiental fue positivo el reciclaje de desechos orgánicos de la familia y vecinos para elaborar abono. El 93% elaboraba su propio abono. Destacó también la agrodiversidad: las huertas tuvieron entre 31 y 50 productos cada una, formando sistemas saludables y resilientes. En otra investigación se ha demostrado que los huertos urbanos son refugio de aves en sitios altamente intervenidos (Cuvi, en prensa). Al no usar productos nocivos para la salud humana (en AGRUPAR solo se usan algunos de bajo impacto permitidos por las certificaciones), las descargas de las huertas no tienen un impacto negativo en los sistemas urbanos y periurbanos. Otro aspecto ambiental positivo fue la reducción del uso de combustibles fósiles al dar acceso a los vecinos a algunos sitios de producción (en la misma huerta) o en ferias para consumidores de proximidad.
Un factor que hizo bajar la sustentabilidad fueron las semillas. En AGRUPAR y PROBIO apenas un 12% producía más de la mitad de su propia semilla: el resto era comprada. Esa situación ilustra lo que sucede en el Ecuador a una escala mayor: un territorio sin soberanía sobre las semillas de hortalizas, importadas desde otros países. En INTI las semillas fueron parte del paquete entregado a las familias. Este no deja de ser un asunto crucial para una mayor sustentabilidad en las huertas urbanas.
También el agua es un aspecto polémico. Aunque un 49% recolectaba agua lluvia, también se usaba agua potable, a veces para obtener la certificación de orgánico. Esa agua potable, obtenida en montañas circundantes a la ciudad, pasa por costosos procesos de potabilización que no parecen necesarios para la agricultura. Se entiende sin embargo el riesgo de que se usen fuentes de agua contaminada (pozos, manantiales, riachuelos y ríos) o inclusive que se reutilicen aguas grises. El asunto del agua es uno de los cuestionables de ciertos sistemas de certificación, no solo por el requerimiento de usar agua potable, sino porque hay una exigencia de usar cierto tipo de semillas, sino por su alto costo, que los vuelven inalcanzables para quienes no pertenecen al proyecto.
Quedan sin embargo cuestiones que revisar, por ejemplo, los sistemas de certificación, el uso de agua potable, la dependencia de semillas, y el acceso a tierra para colectivos que no la tienen. Y por supuesto, la planificación urbana, que en la actualidad es dominada por la informalidad (planificación a posteriori). En laagricultura urbana confluyen aspectos de ruralidad y urbanismo, que requieren ser pensados integralmente, para construir nuevos urbanismos, nuevas ruralidades o lo que parece más adecuado ante la materialidad de sitios como Quito: nuevos rur-urbanismos.
La agricultura urbana y periurbana tiene decenas de efectos positivos para las manchas urbanas, el campo y los complejos paisajes de frontera entre ambos. Estudiar más a profundidad los modelos de gestión y las estrategias para viabilizarla resulta pertinente y relevante en un contexto de creciente urbanización, en América Latina y el mundo. Las huertas de Quito son sustentables, no solo en su producción y para las agricultoras, sino desde una perspectiva territorial, pues construyen mejores ciudades-campo, espacios rur-urbanos, (re)conexiones entre sociedad y naturaleza, nuevas urbanidades.
Conclusiones
En Quito la agricultura urbana es una actividad practicada por miles de personas y familias, la mayoría en situación de pobreza o bajo situaciones de exclusión socioeconómica, desempleo o desnutrición (entre otras vulnerabilidades). Esa actividad les permite acceder a alimentos, mejorar su nutrición, disminuir el gasto, tener oportunidades de socialización y capacitación, generar ingresos mediante la comercialización de productos frescos y procesados, entre otras externalidades positivas contempladas desde perspectiva no solamente monetarias. Además de ayudar a aliviar problemas estructurales de la ciudad, las huertas quiteñas fueron sustentables en las dimensiones sociocultural, económica, ambiental y tecnológica.
La dimensión tecnológica presentó una mayor sustentabilidad como consecuencia de la escala y filosofía de la producción agrícola urbana en Quito, sustentada en principios de agroecología o agricultura orgánica con base agroecológica. Entre los tres proyectos/modelos de gestión y organización estudiados, AGRUPAR y PROBIO pueden servir como orientación para el desarrollo de proyectos de agricultura urbana, públicos y privados. El caso INTI ilustra que para que la agricultura urbana sea provechosa, a la infraestructura debe añadirse capacitación y asistencia permanente, apoyo en procesos de valor agregado y comercialización, conformación de asociaciones y grupos, entre otros aspectos.