Introducción
La migración irregular en tránsito por México se ha convertido en uno de los procesos sociales más importantes en materia de movilidad en la última década. Tres son las razones por las que consideramos que es un fenómeno de crucial relevancia política y social: en primer lugar, las condiciones que motivan la expulsión de las personas de la región centroamericana; en segundo, el recrudecimiento de la política antiinmigrante del gobierno de Estados Unidos, y en tercero, la indefinición, ambigüedad y supeditación del gobierno mexicano a la presión norteamericana en materia de gestión migratoria, que se traduce en contención.
El propósito de este artículo es identificar qué cambios hubo en materia de política migratoria en los últimos años en México, especialmente en el contexto de la pandemia generada por la COVID-19. Partimos de una preocupación por las afectaciones a las movilidades humanas en situación irregular y los desplazamientos forzados de los solicitantes del reconocimiento de la condición de refugiados, con las medidas de control y cierre de fronteras, inicialmente por el fortalecimiento del paradigma estadocéntrico de la seguridad nacional y, en el último año, con el establecimiento de las medidas sanitarias como una forma más de ordenamiento del flujo migratorio.
Por medio del análisis documental, como técnica de recolección de datos, identificamos las principales políticas estatales de control fronterizo y migratorio en México que se han consolidado en los últimos diez años como políticas migratorias altamente restrictivas. También se realizó un trabajo etnográfico, siguiendo a Velasco y Díaz de Rada (2006), en las ciudades fronterizas de Tapachula, Chiapas y Tijuana, Baja California, para conocer el impacto de la gestión de la movilidad humana en el contexto de la pandemia. La pregunta de investigación es: ¿cómo el paradigma de seguridad nacional influye en la representación de la migración como forma de amenaza en el contexto de la pandemia del COVID-19?
El artículo se divide en tres apartados. El primero contiene un recorrido general de las movilidades humanas, para comprender por qué México se ha configurado como un país donde confluyen diversas dinámicas migratorias, los escenarios generales en los que estas se desarrollan y las formas en las que el gobierno mexicano ha respondido a ellas. Enfatizamos en el contexto de la pandemia, lo cual nos permitió identificar los principales cambios y continuidades en la gestión de flujos migratorios para la detección y deportación de personas migrantes en situación irregular. En el segundo apartado planteamos una discusión conceptual, para analizar cómo el enfoque de seguridad nacional no solo se traduce en mayores detenciones, sino en la vulneración de vidas y la generación de miedo por la presencia del extranjero. El tercer apartado tiene por objeto explicar cómo la migración en tránsito por México ha sido reproducida social y oficialmente como otra forma de amenaza en el contexto de la pandemia, privilegiando el enfoque de seguridad nacional y no el de seguridad humana.
La compleja dinámica de movilidad en México
Como ha sido ampliamente analizado, México es un país con una añeja historia de migración a los Estados Unidos. Esta ha sido documentada desde diferentes perspectivas, que, entre otras temáticas, han hecho explícitas las características de los flujos, los retos de la inserción, el impacto de las remesas e incluso los significados del retorno (ver: Delgado y Mañán 2005; Corona y Tuirán 2008; Massey, Pren, y Durand 2009).
Hasta la primera década del siglo XXI, la migración mexicana era prácticamente la referencia inmediata y casi exclusiva para pensar en la movilidad humana en el país. Sin embargo, en las últimas dos décadas, el fenómeno de la migración y el desplazamiento forzado desde Centroamérica ha acaparado la atención de actores diversos, provenientes de la academia, la sociedad civil y, por supuesto, las instituciones públicas. Ello implicó un punto de inflexión importante en la autoconcepción del país: de ser uno de expulsión y si acaso de retorno, pasó a ser un país de tránsito y posteriormente de recepción de miles de personas provenientes de Centroamérica, sobre todo de Honduras, Guatemala y El Salvador (Casillas 1996; Castillo 2000; Villafuerte y García 2011; Rodríguez, Berumen y Ramos 2011; Nájera 2016). Así, en las últimas dos décadas, el abordaje y el posicionamiento de este tema han crecido. Se ha profundizado en la crisis humanitaria (Manaut 2015) que caracteriza al tema (persecución, inseguridad, violencia, impunidad, indiferencia e incapacidad institucional), al analizar las razones que fundamentan la decisión de abandonar los países centroamericanos (marginación y violencia fundamentalmente, aunque también el impacto de fenómenos naturales) (González 2015; Bauer 2020).
En la última década, se han generado cambios en los patrones, las dinámicas y las problemáticas asociadas a la movilidad humana desde Centroamérica, en tránsito o hacia México. En 2010, la masacre de 72 migrantes centroamericanos y sudamericanos en la frontera norte, en el estado de Tamaulipas, marcó un antes y un después en la historia de esta migración, pues posibilitó visibilizar y analizar los flujos centroamericanos por México, las acciones implementadas por el gobierno en materia de política migratoria y protección de derechos humanos, así como la respuesta de la sociedad civil organizada en la atención y el acompañamiento a estas poblaciones. El tema se posicionó entre los principales abordajes del fenómeno migratorio en la región que conforman los países del norte de Centroamérica, México y Estados Unidos (Anguiano y Cruz 2014; Joseph 2015; Márquez 2015; Álvarez 2016; París 2017).
La inestabilidad política-económica y social en Honduras, Guatemala y El Salvador es una constante que sigue propiciando la expulsión de miles de personas de esa región. Desde 2013, a la migración económica se ha sumado el desplazamiento de personas que buscan protección internacional en México: de alrededor de 1296 solicitantes del reconocimiento de la condición de refugiados en ese año, se pasó a poco más de 70 000 en 2019. En 2020, la cifra bajó a 41 000 solicitantes (reducción asociada al cierre de fronteras y la restricción de la movilidad en diversos países). Tan solo en el primer semestre de 2021 se registraron 51 000 solicitantes de asilo (COMAR 2021).
La administración del presidente estadounidense Donald Trump (2017-2021) se caracterizó por una abierta posición antiinmigrante. Un impacto directo para México y en particular para las poblaciones de origen centroamericano fueron las políticas de cero tolerancia a la inmigración irregular, que se tradujeron en el incremento del control y la fortificación de la frontera sur de Estados Unidos, la restricción, la selectividad y la intransigencia frente a los tratados y las convenciones internacionales.
Política migratoria y enfoque de seguridad nacional
Las políticas estatales de control fronterizo y migratorio en México se han consolidado en los últimos diez años como políticas altamente restrictivas, con la justificación de una política internacional que incrementó el control y la vigilancia en las zonas de tránsito, por los atentados contra las Torres Gemelas, el 11 de septiembre de 2001 en Nueva York (Ramos, Coraza y Martínez 2018; Cárdenas 2018). Ello condujo a una mayor presencia militar en las fronteras.
Luego de la masacre de los 72 migrantes centro y sudamericanos en el estado mexicano de Tamaulipas, y a raíz de una fuerte presión nacional e internacional, el gobierno mexicano expidió la Ley de Migración en 2011 y su respectivo reglamento en 2012. Fue la primera vez que el Estado mexicano plasmaba su política migratoria en una norma específica. Aunque antes de ello ya se habían implementado algunas normativas y comisiones para abordar el tema, estas no colocaron a la persona migrante como un sujeto de derecho (Castillo 2010).
Como marco de orientación, la Ley de Migración fue un esfuerzo sin precedentes, en el que destacan dos aspectos: el reconocimiento del ingreso indocumentado al país como una falta administrativa, con lo cual se deja de criminalizar (por lo menos en el discurso) a este tipo de migración, y, por otro lado, el reconocimiento de la sociedad civil como un actor preponderante en la defensa y la protección de las personas migrantes, a través de varias acciones, entre ellas, la ayuda humanitaria (Morales 2012).
En los hechos, el avance que podría suponer una ley específica en la materia no produjo grandes cambios para las personas en movilidad. La persecución, la contención y la restricción migratoria implementadas por el Instituto Nacional de Migración siguieron siendo una constante (Rocha Quintero 2011). En 2014, a casi tres años de la entrada en vigor de la nueva ley, el gobierno mexicano decretaría el Programa Integral para la Frontera Sur (Correa Cabrera 2014), cuya finalidad, se dijo, era proteger a los migrantes que cruzaban el país. El Programa pretendía garantizar la seguridad de la región sur, de las vías del tren y de los migrantes, mediante tres objetivos: a) evitar que se pusieran en riesgo al usar el tren de carga, b) desarrollar estrategias para su seguridad y protección, y c) combatir y erradicar a los grupos criminales que asedian y vulneran los derechos de los migrantes (Vega, Hernández y Camus 2016). A la postre, se convertiría más bien en una cacería de migrantes, con la intención de detectarlos, detenerlos y deportarlos.
En 2018, México experimentó un cambio de administración gubernamental en el nivel federal, un movimiento muy importante en el sistema político del país. El gobierno entrante llegó al poder con una alta expectativa sobre la atención a las diferentes violaciones a los derechos humanos en el país, incluida el área de la movilidad humana. La nueva administración buscó enfrentar las cuatro dimensiones del fenómeno (origen, tránsito, destino y retorno), enfocándolo como un cambio de modelo que pondría en el centro a la persona migrante, y que tendría al desarrollo social y económico como sustento de la movilidad humana, a través de una instrumentación de carácter intersectorial, internacional, intergubernamental y con vinculación social (UPMRIP 2019).
La política se dividió en siete pilares, fundamentados en la Ley de Migración, la Ley sobre Refugiados, Protección Complementaria y Asilo Político, así como el Pacto Mundial de Migración y el Pacto Mundial sobre Refugiados:
responsabilidad compartida, basada en el diálogo sobre la materia con los países del norte y Centroamérica para abordar el fenómeno desde diferentes facetas;
movilidad y migración internacional regular, ordenada y segura, tratando de incorporar o fortalecer el uso de tecnologías de la información, la interconexión de sistemas, la coordinación de autoridades y la adecuación de una infraestructura que se considere dinámica;
atención a la migración irregular, buscando proporcionar medidas de protección a la integridad física y psicológica de las personas migrantes en esta situación; impulsando programas de regularización migratoria, así como la flexibilización de los procesos burocráticos;
fortalecimiento de las capacidades institucionales, siendo, además, incluyente respecto de las facultades concurrentes en los tres órdenes de gobierno, de manera particular en materia de salud, educación, trabajo, registro civil, seguridad social y cultura;
protección de mexicanas y mexicanos en el exterior, para garantizar los derechos en temas como la promoción de condiciones de trabajo justas, empoderamiento de la comunidad migrante, asesoría y acompañamiento jurídico, atención psicológica, información sobre derechos humanos, así como la tramitación de documentos de servicios de protección infantil;
integración y reintegración de las personas migrantes, impulsando que en las sociedades de acogida de estas poblaciones se fomenten acciones relacionadas con la solidaridad, la no discriminación y la eliminación de la xenofobia, y
desarrollo sostenible en comunidades migrantes, a fin de satisfacer las necesidades actuales de las personas en comunidades expulsoras y receptoras (UPMRIP 2019).
La política parecía ser un esfuerzo inédito, con carácter integral, que podría ofrecer algunas salidas a la compleja situación migratoria del país. Sin embargo, ha quedado lejos de un enfoque garantista de derechos. Nuevamente se ha impuesto la lógica de la seguridad nacional, evidente en el reforzamiento de las fronteras, y la detención y deportación como principio y norma.
Si bien en la administración pública federal mexicana la atención y/o gestión de los flujos migratorios es una facultad de la Secretaría de Gobernación (asuntos del interior), la llegada de flujos masivos desde 2018 (Hernández y Porraz 2020) y las presiones impuestas por el gobierno de Estados Unidos al respecto hicieron que, de manera fáctica, quien asumiera la responsabilidad de coordinar las acciones fuera la Secretaría de Relaciones Exteriores, encabezada por el canciller Marcelo Ebrard. Rodríguez (2020b) precisa cinco líneas de acción que tomó dicha Secretaría para gestionar los desplazamientos, como parte nodal de la política migratoria del gobierno de Andrés Manuel López Obrador, antes de la pandemia: 1) recuperar el control de la política migratoria y la defensa de los derechos humanos, cedida a las organizaciones de la sociedad civil en anteriores administraciones; 2) actuar con base en el modelo de ACNUR, OIM y ONU, en el marco del Pacto Mundial sobre Migración; 3) negociar la firma del T-MEC con Estados Unidos utilizando el control migratorio en el sur de México; 4) consolidar la presencia de los y las mexicanas en Estados Unidos para seguir recaudando remesas, y 5) crear una política migratoria que convirtió a México en el país que tiene la facultad de administrar los flujos migratorios continentales y transcontinentales que pretendan llegar a Estados Unidos.
En el marco de los ajustes de la política migratoria en el país, la situación de las personas migrantes ha seguido inserta en la vulnerabilidad, con condiciones adversas política y socialmente, por el alto grado de restricción, pero también de riesgo. Esto revela la existencia de una política de muerte, o como lo denomina el filósofo Achille Mbembe, necropolítica (Villalobos y Ramírez 2019). El concepto ayuda a entender, además de la violencia que caracteriza el cruce de los centroamericanos por México, la vulnerabilidad en el contexto de la pandemia (2020-2021), en el que poco importan las condiciones de vida de las personas migrantes, pues existe un gobierno privado indirecto y una salida del Estado (Varela 2019). Es decir, un abandono de sus responsabilidades en materia de promoción y protección de derechos humanos. Willers (2019) señala que, en un escenario de políticas migratorias restrictivas y violencia, las personas migrantes quedan atrapadas de dos formas: en los controles del Estado mexicano y en manos del crimen organizado, que las extorsiona, las secuestra y las asesina.
En México impera una política migratoria con una fuerte restricción de las movilidades humanas, por su apego al enfoque de seguridad nacional, pero débil en la protección de las vidas, porque no adopta un enfoque real de seguridad humana, basado en los derechos de las personas migrantes.
Ramos, Coraza y Martínez (2018) señalan que esta política no se explica sin el enfoque de seguridad nacional adoptado, y el concepto de securitización. Este último concepto tiene origen en la Copenhagen School of Critical Security Studies, particularmente en la obra de Buzan (1983) y de otros precursores de la teoría de la securitización (Waever 1998; Buzan, Waever y de Wilde 1998). Cabe recordar que ha sido cuestionada por no ampliar su noción de seguridad más allá de una concepción negativa (Revelo 2018). Esta teoría alude al proceso de concederle facultades y competencias al Estado nación como “el único” capaz de brindar la seguridad del territorio y la soberanía, por medio de fuerzas policiales y/o militares, ya sea parte de su naturaleza o no. Con la estructura y las lógicas institucionales de la seguridad nacional, se crean mecanismos de disuasión a través del castigo, manifiesto por ejemplo en los operativos de control y verificación migratoria, en las condiciones de los centros de detención (denominados estaciones y estancias del Instituto Nacional de Migración), en la dilación de los procesos de regularización, en el nulo acceso a la información y en la escasa asistencia consular.
En el año 2005, el gobierno mexicano instituyó al Instituto Nacional de Migración como instancia de seguridad nacional, considerando la Ley de Seguridad Nacional y el Plan Nacional de Desarrollo 2001-2006. De ahí la importancia de reflexionar sobre el proceso de securitización de la política migratoria mexicana, que se funda y se rige desde esa postura, concibiendo los flujos migratorios como una amenaza y reproduciendo prácticas que buscan “castigar” la ausencia de un documento migratorio que acredite la estancia legal en el país.
México ha producido una política de violencia estructural que genera la vulnerabilidad de las personas en múltiples sentidos. Reflejo de ello fue lo sucedido con las caravanas de personas migrantes que llegaron al país en 2018. Desde la crisis migratoria con las niñas, los niños y los adolescentes no acompañados en 2014 (Villafuerte y García 2015), no había sido tan público el recrudecimiento de la política migratoria en las fronteras y el tránsito por el país. En la lógica de seguridad nacional, un indicador de los regímenes fronterizos es precisamente la externalización de los controles, convenida por los países que desean detener, gestionar y gobernar las movilidades humanas (Villalobos y Ramírez 2019), con la instalación de formas cotidianas de contención y control migratorio (Cordero y Garibo 2019).
Ante los éxodos provenientes sobre todo del norte de Centroamérica, la política migratoria mexicana colocó a las personas que cruzan el país en un enfrentamiento con el orden que los criminaliza, y los deja en la desprotección y el abandono (Cordero y Garibo 2019). Ese orden mantiene una política doble. Por un lado, despliega fuerzas de control fronterizo para impedir la migración internacional irregular, que lleva a las personas migrantes por zonas de mayor riesgo, ya sea para caer en las redes criminales o para ser estigmatizadas socialmente. Por otro lado, alimenta ocasionalmente la idea de un cambio de paradigma, con base en la defensa de los derechos humanos, y en pro de una posible política de seguridad humana (Ramos 2020; Rodríguez 2020a).
El Objetivo de Desarrollo Sostenible número 10 de las Naciones Unidas (Agenda 2030), titulado “Reducción de las desigualdades”, propone facilitar la migración y la movilidad ordenadas, seguras, regulares y responsables de las personas, aplicando políticas migratorias planificadas y bien gestionadas. En consecuencia, 160 países firmaron el Pacto Mundial para una Migración Segura, Ordenada y Regular a finales de 2018. México fue uno de sus principales facilitadores, con lo que, por lo menos en el discurso, la administración actual adoptó el Pacto como fundamento de su nueva política. Lo que busca el Pacto es “establecer un balance entre acceso y control de los mercados de trabajo, y entre los costos y los beneficios de la migración, reconociendo a las personas migrantes como sujetos de derecho” (Canales, Fuentes y de León 2019, 18).
Debido a ese escenario y ante el incremento de flujos irregulares, como el de las caravanas migrantes desde fines de 2018 y a lo largo de 2019, el gobierno de México anunció cambios en su política migratoria:
Una regularización temporal controlada de las personas migrantes centroamericanas en tránsito, lo que les permitiría trabajar y las haría menos vulnerables a la violación de sus derechos, además de darles la opción de escoger a México como su lugar de destino (Canales, Fuentes y de León 2019, 19).
La constante, a pesar de estos aparentes ajustes, fue precisamente la ausencia de políticas de atención y protección a las personas migrantes en tránsito. Al respecto, conviene precisar que el concepto de seguridad emergió estrechamente ligado a la idea del Estado. Aunque ha evolucionado a lo largo de la historia, se ha vinculado a una acepción basada en riesgos que provienen principalmente del ámbito internacional. Canales, Fuentes y de León (2018) señalan que, para entender el término seguridad, resulta fundamental identificar cuál es el objeto y sujeto que el Estado considera que debe defenderse. Así, la seguridad refleja las políticas públicas del Estado soberano para protegerse o inclusive enfrentar lo que puede considerar como riesgo u amenaza para su propia existencia. Por ende, está vinculada a la idea de soberanía nacional. Esa es la principal razón por la que el Estado justifica los recursos militares y de seguridad, para combatir las amenazas en aras de asegurar su propia entidad.
La doctrina de la seguridad nacional, al ser restrictiva de toda amenaza ideológica e implementadora de controles poblacionales desde los aparatos y las estructuras policiales y militares, debilitó las instituciones que procuraban la administración de justicia y el respeto a los derechos humanos. El primer asomo al cambio de paradigma hacia un enfoque de seguridad humana a escala global se dio con el Informe de Desarrollo Humano del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), en 1994, y la Cumbre Mundial de Desarrollo Social, en 1995. En estos espacios se formuló la necesidad de entender la seguridad mundial desde una perspectiva de desarrollo sostenible. Fue así como la seguridad adquirió una dimensión humana, al ser antropocéntrica, en contraposición con la visión de la seguridad nacional, estadocéntrica.
La agenda de la seguridad humana está conformada por dos ámbitos:
i) aquel en el que las acciones del Estado deben orientarse a garantizar la seguridad directa de la persona, entendida como el acceso a su protección física, y la de sus bienes; ii) aquel en el que la persona tiene el derecho a desarrollarse en un entorno favorable (es obligación del Estado proveerlo) en el que convergen siete dimensiones básicas: a) seguridad económica, b) alimentaria, c) salud, d) medioambiental, e) personal, f) comunitaria, y g) política (Canales, Fuentes y de León 2019, 216).
La relación entre la seguridad humana y la migración o movilidad intenta fracturar el discurso de seguridad nacional, que apela al rechazo de las personas migrantes en países de tránsito y de destino (Bolaños y Levine 2014). Para ello, Gasper y Sinatti (2016, 41) ofrecen estas recomendaciones de la Comisión de Seguridad Humana de las Naciones Unidas y del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo:
Análisis de las condiciones de vida, de las titularidades y las vulnerabilidades de las personas, en el que se pueden identificar los riesgos que enfrentan y las opciones para empoderarlas. Se logra una mejor identificación del riesgo por medio de una apertura a fuentes más amplias de información y a múltiples perspectivas, y a través de la desagregación social y espacial en la investigación y en las estadísticas.
La vía del empoderamiento y la prevención, en numerosas ocasiones, es mucho menos costosa y más efectiva que la reparación después del desastre.
Usualmente, el empoderamiento requiere la institucionalización de una lógica basada en los derechos.
Debido a las interconexiones intersectoriales (tales como los nexos entre migración, economía, clima, conflicto, entre otros) y a causa de las implicaciones en las prioridades intersectoriales y al costo efectivo de las opciones, se requiere extraer el diseño de política fuera de los ámbitos sectoriales, al menos con cierta periodicidad.
Tomar en cuenta las interconexiones e interrelaciones también sirve de apoyo al principio de la seguridad humana común.
A pesar de todos estos estándares, procesos, pactos e iniciativas, la mayoría suscritos por México, las acciones del Estado mexicano siguen la lógica de la securitización, la contención y la impunidad (Ramos, Hernández y Astorga 2019). Pese a las crisis humanitarias que enfrenta, sus programas y políticas, lejos de ser efectivos en la defensa y la protección de los derechos humanos de las personas migrantes, siguen ajenos a las realidades y necesidades, a la necesidad de protección y no de contención, de inclusión y no de expulsión, de integración y no de detención, de un enfoque receptivo de la migración, y no punitivo.
La migración como otra forma de amenaza en el contexto de pandemia
El 11 de marzo de 2020, la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró formalmente el inicio de la pandemia provocada por el SARS-COV2 o la COVID-19. Una de las respuestas más importantes generadas por los Estados fue el cierre de fronteras y la restricción de la movilidad. Nacido en el seno de las disposiciones sanitarias, este hecho tendría graves implicaciones y consecuencias para la población en movilidad, sobre todo para las personas migrantes y desplazadas que se encontraban sin documentación alguna en los países de tránsito e incluso en los de destino.
En México, el 23 marzo de 2020 se decretó el inicio de la jornada de sana distancia, que incluiría el cierre de actividades y servicios en diversos sectores (económicos, políticos y sociales), con la intención de aminorar los impactos en la propagación del virus. Por su parte, el gobierno de los Estados Unidos, desde el 21 de marzo de 2020, cerró su frontera para viajes terrestres no esenciales (con excepción de sus connacionales y residentes). Ese mismo día entró en vigor una política de expulsión inmediata para las personas que hayan cruzado la frontera sur norteamericana de forma irregular, basada en la sección 265 del título 42 del código de USA, sobre razones de salud pública. Miles de personas fueron devueltas directamente a México, sin importar su nacionalidad. Quedaron en el abandono institucional, principalmente en la frontera norte del país. La política sigue activa: de marzo a septiembre de 2020, más de 197 000 personas fueron devueltas.
Por su parte, los gobiernos centroamericanos también decretaron el cierre de sus fronteras. El Salvador, el 13 de marzo de 2020 y Guatemala y Honduras, el 16 del mismo mes. Por tanto, las personas de estos países no podrían salir ni regresar. Este se volvió un hecho relevante por la presencia de población en situación migratoria irregular en México.
Si consideramos que la política migratoria del gobierno mexicano se ha caracterizado por un enfoque restrictivo de la movilidad humana, manifiesto en la gran cantidad de detenciones y deportaciones que realiza el Instituto Nacional de Migración, las devoluciones expeditas desde los Estados Unidos y el cierre de fronteras aéreas y terrestres en Centroamérica, más las condiciones de la pandemia, generaron un escenario poco halagador para las personas migrantes en situación irregular. Las estancias y estaciones migratorias del Instituto Nacional de Migración se convertirían en espacios críticos, por la falta de condiciones en que operan (hacinamiento, falta de información, insuficiente atención médica y prolongado tiempo de detención). El riesgo de contagio era latente, lo cual generó situaciones tensas como amotinamientos y protestas de las personas detenidas.
El 17 de marzo de 2020, la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) solicitó medidas cautelares1 para prevenir el contagio de COVID-19 en las estaciones del Instituto Nacional de Migración, con la intención de salvaguardar la integridad física y psicológica, el estado de salud y la vida de las personas migrantes. Ese mismo día, el Instituto dijo aceptar las medidas cautelares e informó que, hasta la fecha, permanecían en las estaciones migratorias poco más de 3000 personas. Semanas después, el propio Instituto llevó a cabo una actividad de desalojo de dichas instalaciones, como medida para contener la propagación del coronavirus. El asunto es que, frente al cierre de fronteras centroamericanas y la restricción de la movilidad,2 muchas de esas personas quedaron en México sin la posibilidad de regresar a sus países y con un apoyo humanitario muy escaso, toda vez que los albergues para migrantes (dependientes de la sociedad civil) en varios estados habían cambiado su dinámica de operación, justamente para disminuir los contagios del coronavirus.
Quienes permanecieron en los albergues fueron personas que estaban recibiendo sus servicios humanitarios y de acompañamiento en procedimientos administrativos migratorios o del reconocimiento de la condición de refugiado. Sus perfiles y nacionalidades varían, aunque, como ha sido la tendencia en los últimos años, predominan las personas provenientes del norte de Centroamérica, de países como Guatemala, El Salvador y Honduras.
Por otro lado, la CNDH (2020) realizó en 2020 poco más de 1000 visitas a estaciones migratorias, donde se atendió a alrededor de 75 000 personas extranjeras. Tan solo en estos lugares recibieron 558 quejas. Son 24 entidades las señaladas por presuntas violaciones de derechos humanos en contra de personas migrantes. Entre ellas, se encuentran: Instituto Nacional de Migración, Instituto Mexicano del Seguro Social, Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados, Guardia Nacional, Secretaría de Relaciones Exteriores y Ayuntamiento de Tapachula, Chiapas.
Los principales derechos vulnerados por las autoridades y hechos violatorios son los siguientes: derecho a la seguridad jurídica (omitir resoluciones de la situación jurídica migratoria, emplear arbitrariamente la fuerza pública, entre otros); derecho a la protección de la salud (omitir proporcionar atención médica, integración irregular de expedientes, abandono del paciente, entre otros); derecho al trato digno (acciones y omisiones que transgreden los derechos de los migrantes y de sus familiares, causar un daño derivado del empleo arbitrario de la fuerza pública, ejercer violencia desproporcionada durante la detención, entre otros).
Hechos como los documentados por la CNDH se vuelven cruciales para entender las lógicas del paradigma de la seguridad nacional. Por años, México construyó un andamiaje institucional basado en la detección, detención y deportación de personas en situación migratoria irregular. Este no buscaba el acceso a derechos o la protección de las personas, sino generar precedentes para inhibir la migración irregular. La práctica ha sido funcional en condiciones normales, en las que la atención a migrantes se reduce a su deportación (la cual muchas veces dista de ser expedita). En la pandemia, la lógica institucional de detener y deportar sufrió graves alteraciones. El engranaje de la deportación dejó de funcionar y, por tanto, las autoridades migratorias se vieron en una encrucijada. De ahí que su medida no fuera la protección, sino literalmente el desalojo de sus instalaciones, para echar a las personas a su suerte.
Aunado al desalojo en las estaciones migratorias como medida para contener la propagación del coronavirus, el cierre de fronteras y la restricción de la movilidad, la Secretaría de Salud del gobierno federal lanzó el Plan Operativo de Atención a la Población Migrante ante el COVID-19,3 bajo la justificación de la sección 265 del título 42 del código de USA. Se desarrollaron diversas acciones en casas, albergues y refugios para la población migrante, unidades del sector salud y puntos de internación terrestre. Las acciones principales del Plan Operativo fueron: vinculación local con jurisdicciones sanitarias y comunicación con las autoridades de salud; identificación de población en riesgo, para focalizar prevención y hacinamiento; atención y seguimiento de casos sospechosos y confirmados; instalación de un centro de aislamiento, y canalización a hospitales de referencia para la atención de COVID-19.
Ante la formación de una nueva caravana migrante proveniente de Honduras, el gobierno mexicano, a través del Instituto Nacional de Migración, ratificó su enfoque punitivo. Hizo público un comunicado en el que dicha autoridad lanzaba advertencias sobre sanciones para las personas extranjeras que pretendían internarse en México de forma irregular y sin contar con las medidas sanitarias decretadas para contener la pandemia.
Las acciones gubernamentales de regulación biológica y las prácticas disciplinarias que buscan enfrentar la migración con el argumento de la salud de las personas migrantes, mediante el control social y el disciplinamiento de los cuerpos, se han traducido en una biopolítica en la gestión de los flujos migratorios (Bolaños y Levine 2014; Trapaga 2020). El impacto de la pandemia sobre la población en situación de movilidad humana fue tal en América Latina y el Caribe que la atención biomédica se volvió un elemento central para justificar una práctica constante en la administración pública mexicana y en la política migratoria contemporánea. Se generó así un escenario desalentador para los derechos de las personas migrantes y solicitantes de asilo, sobre todo porque el gobierno mexicano adoptó una serie de acciones para reducir los contagios desde la gestión de las movilidades humanas y el ordenamiento de cuerpos. Esto, en disonancia con la Agenda 2030 y los objetivos centrales del Pacto Mundial para las Migraciones y el Pacto Mundial sobre los Refugiados, que establecen metas para poner en el centro a las personas.
Consideraciones finales
La pandemia de la COVID-19 ha tenido un impacto generalizado en muchas dinámicas, incluida la gestión de la movilidad. En los lugares de origen, tránsito y destino se han adoptado medidas que han afectado positiva o negativamente a las personas migrantes en situación irregular.
El caso mexicano requiere especial atención, en virtud de un complejo entorno para miles de personas que a diario huyen de Centroamérica e ingresan al país de forma irregular. Aunque despenaliza esa migración, la implementación de la Ley de Migración sigue teniendo un carácter punitivo. La creciente presión del gobierno estadounidense, que se complejizó con la aparición de las caravanas migrantes, influyó en las acciones llevadas a cabo por México. Lo que la nueva administración mexicana había denominado “nueva política migratoria” se inscribió en una lógica antimigratoria, ambigua, incierta y cambiante, dependiente abiertamente de las decisiones de Estados Unidos.
Por su parte, la pandemia, más que en una oportunidad para poner en el centro a las personas migrantes y cambiar el enfoque con el que se gestionaba la migración, se convirtió en el pretexto para justificar la indiferencia estatal hacia quienes estaban en situación irregular en el país, pero también para seguir implementando medidas de contención migratoria. Ello abre la discusión sobre la importancia de cambiar el paradigma, de uno centrado en la seguridad nacional a uno relativo a la seguridad humana. El alto nivel de vulnerabilidad que viven las personas migrantes en México, durante la emergencia sanitaria, requiere acciones innovadoras que no las vean como una amenaza o carga, sino como sujetos con necesidades de protección e integración en las sociedades de destino.
Sin embargo, el cambio de paradigma se avizora lejano. La política migratoria mexicana dista de ser garantista de derechos; por el contrario, mantiene la lógica de la seguridad nacional, evidente en el reforzamiento de las fronteras, la detención como principio y la deportación como norma.