Introducción
Este artículo analiza la relación entre la situación política de México y la evolución del crimen organizado, observando aspectos concretos de una entidad federativa, Michoacán, que presenta un proceso criminal similar al de otros estados del país y especificidades relevantes del fenómeno delincuencial en México. Se propone que el fracaso de la política contra el crimen en México se explica en buena medida por la priorización de una perspectiva policíaco-militar, que no ha enfatizado en las causas estructurales de la violencia en México. El Estado mexicano no ha tenido como política atacar la corrupción y la falta del estado de derecho, que explican mucho de la situación criminal que vive el país, sobre todo en los gobiernos subnacionales (estatales) y locales (municipales).
Los resultados de la estrategia mexicana en contra de la drogas pueden observarse a partir de la tasa de homicidios de 24, 8 por cada 100 000 personas, cuatro veces más que el promedio internacional de 6,1. Esa tasa de homicidios se encuentra muy probablemente ligada a la actividad del crimen organizado, que involucra el comercio de narcóticos (UNODC 2019). Los datos para el año 2020 indican que la tendencia continuaría (Hope 2020).
Por otra parte, el uso de drogas ilícitas en Estados Unidos continúa de manera constante (SAMHSA 2017). Esos factores, sin ser conclusivos ni únicos determinantes del proceso criminal, indicarían que la actual política seguida por el gobierno federal mexicano, y también del gobierno estadounidense, no ha tenido resultados positivos para los dos países.
En el caso mexicano, además de los homicidios, hay consecuencias negativas de la violencia como el deterioro económico asociado con el entorno de inseguridad que vive el país (Calderón, Robles y Magaloni 2013; Ríos 2017). Virtualmente, no hay ningún espacio en la vida cotidiana de los mexicanos que no esté influenciado por el factor de la inseguridad (De Alba 2019).
Las diferentes administraciones presidenciales en México no han atendido los problemas de corrupción y la falta de Estado de derecho que causan buena parte de la dinámica criminal en México. Esto aplica en particular a los gobiernos locales y subnacionales.
El artículo analiza las estrategias seguidas por las diferentes administraciones presidenciales mexicanas, a partir de la perspectiva teórica del institucionalismo histórico, aterrizando el análisis en el caso del estado de Michoacán, que ejemplifica muchas de las contradicciones del Estado mexicano hacia el narcotráfico.
Esta investigación se realizó desde una perspectiva etnográfica, que abarca los gobiernos sexenales y el caso del estado de Michoacán. Se trata de un continuo de investigación sobre crimen en Michoacán de 15 años, que ha incluido la obtención de datos primarios a actores municipales clave, funcionarios del gobierno estatal, representantes populares y periodistas.
Siguiendo la perspectiva etnográfica, se utilizó la experiencia de vida y académica de los autores en temas de inseguridad y como actores observantes de las dinámicas políticas y sociales en la entidad federativa.
El institucionalismo histórico en el análisis de las políticas criminales en México
El institucionalismo histórico refiere a una perspectiva de abordaje de la política y el cambio social que centra su atención en los aspectos empíricos, la orientación histórica y las formas en que las instituciones se estructuran y dinamizan (Skowronek 1997; Anderson 1986; Thelen, Steinmo y Longstreth 1992). Esta perspectiva resulta un marco teórico eficaz para explicar las acciones del Estado mexicano en contra del crimen organizado a través de los diferentes sexenios presidenciales.
El institucionalismo histórico sostiene que el Estado se conforma por un intrincado de grupos de interés e instituciones formales e informales que no permiten que pueda ser considerado un bloque compacto y homogéneo (Skocpol 1995; Pierson 2004; Hall 1986; Katznelson y Weingast 2007). Busca comprender los procesos y las relaciones políticas a lo largo del tiempo, considerando que los eventos, procedimientos y procesos anteriores influirán significativamente en los eventos futuros (Sanders 2006). Tiene una perspectiva dinámica de los cambios políticos, que puede ajustar al examen de contextos institucionales y políticos particulares, como son los periodos presidenciales en México, en los que cada presidente instaura una institución presidencial, particular y diferente a las de sus antecesores, pero que no logra romper con las administraciones pasadas (Escamilla 2009).
Los periodos presidenciales mexicanos presentan “coyunturas críticas” (Capoccia y y Kelemen 2007) que moldean las acciones en sus gobiernos y que siguen una evolución que puede explicarse por las decisiones de los presidentes anteriores. Esta perspectiva de análisis embona con los postulados del path dependency, usados en el institucionalismo histórico (Peters, Pierre y King 2005).
La institución presidencial mexicana, a partir del 2000, inicia un periodo de cambio radical que intentó romper los esquemas de gobierno de un partido único que duró más de 60 años en el poder. Los nuevos presidentes, a pesar del deseo de cambio, tuvieron que ajustar sus políticas a los grupos de interés y poder preexistentes, lo que limitó la capacidad de cambio que la sociedad exigía. Los grupos criminales tejieron complejas redes y alianzas con grupos políticos y económicos en todo el país, que no pudieron romper los nuevos gobiernos de la etapa posterior al PRI (Partido Revolucionario Institucional).
El análisis de las políticas anticrimen de las últimas administraciones refleja la dificultad de un cambio político real, que destruya las estructuras de poder formales e informales de los grupos del crimen organizado en México. Esas complejidades y procesos políticos son un reflejo fiel de las categorías esenciales que conceptualiza el institucionalismo histórico.
Los periodos presidenciales en México y el crimen
En general, las estrategias contra el crimen en México no han seguido una perspectiva única e históricamente consensuada. Cada periodo presidencial ha tenido su propio paradigma del problema criminal.
Durante el periodo de partido único (el PRI, que gobernó por más de 60 años), los presidentes tenían prácticamente el control total del país, sin la existencia de poderes judiciales y legislativos que ejercieran su papel de contrapeso al ejecutivo. Por tanto, florecieron la corrupción y el contubernio entre grupos criminales y políticos ligados al PRI (Pérez Lara 2011; Rosen y Zepeda 2015; Watt y Zepeda 2012).
Las presidencias posteriores partieron de paradigmas ligados a eventos de orden nacional e internacional, como la presión de los Estados Unidos de América, el interés electoral y los factores económicos regionales, que produjeron pocos cambios estructurales en las raíces de la violencia y el crimen (Reich y Aspinwall 2013; Zedillo y Wheeler 2012).
El común denominador de esas estrategias sexenales es la falta de un compromiso claro con la mejora de los procesos democráticos y el Estado de derecho, sobre todo a escala de los gobiernos estatales. Ello explica mucho del entorno continuado de ilegalidad y deslegitimidad del gobierno que se vive en el México contemporáneo, que ha contribuido a la persistencia del proceso criminal.
El cambio democrático en México podría situarse en el año 2000, con la llegada del primer presidente (Vicente Fox Quezada) de un partido distinto al PRI. Sin embargo, esto no implicó un fortalecimiento de las instituciones políticas esenciales para los intereses de las mayorías (Aguayo y Treviño 2007). Más bien, este primer periodo consolidó muchas de las políticas anquilosadas del periodo del partido único, como un sistema judicial corrupto, poderes legislativos al servicio del poder ejecutivo y estructuras policiacas ineficientes (Trujillo 2009). De modo sustantivo, el gobierno de Fox concedió muy poca importancia a la creación de un sistema jurídico eficiente, que diera sustento a una vida pública regida por las leyes e instituciones públicas consolidadas (Zamitiz 2010).
La administración del presidente Fox (2000-2006) careció de un diagnóstico claro de la necesidad de consolidar instituciones políticas autónomas, condición esencial para el fortalecimiento democrático. No impulsó un federalismo en México que pudiera traducirse en autonomías estales que favorecieran el bienestar de los ciudadanos. Los gobiernos estatales se convirtieron en “Estados independientes”, en los cuales los gobernadores se tornaron las figuras centrales de la vida pública de sus estados, prácticamente sin ningún tipo de contrapeso a sus decisiones (Espino 2016; Torres 2018; Aguilar 2012).
Asimismo, durante esta etapa, los partidos políticos adquirieron una dinámica propia, al ser los únicos vehículos legales de expresión de los intereses y la voluntad de los ciudadanos. El gobierno foxista careció de la voluntad para cimentar una democracia real representativa y las mejoras necesarias para implementar un Estado de derecho.
En la siguiente administración, correspondiente al presidente Felipe Calderón (2006-2012), la estrategia que siguió el gobierno mexicano en contra del crimen organizado estuvo influenciada por consideraciones de orden político (Grayson 2013). La elección presidencial de 2006 estuvo fuertemente competida con el candidato de la izquierda, Andrés Manuel López Obrador, que impugnó la votación ganada por Calderón por un margen menor al 0,5 %. En ese contexto, el presidente Calderón necesitaba mayores niveles de legitimidad política. La llamada “guerra contra el narcotráfico” que inició al comienzo de su sexenio, en 2006, buscaba la legitimidad política que no obtuvo en las urnas (Chabat 2010).
La estrategia seguida por el gobierno mexicano en este contexto careció de dirección y de un adecuado dimensionamiento de la profundidad del problema del crimen organizado en México, por su enraizamiento en la sociedad y la liga íntima que presentaban los grupos criminales con las dinámicas políticas locales y estatales. El diagnóstico del presidente Calderón fue que engorar la Policía y la presencia de militares contra los grupos criminales disminuiría o erradicaría la actividad delincuencial de estos (The Guardian 2016; CNN 2020).
Como resultado de su estrategia, el número de homicidios totales se incrementó de 60 200 homicidios durante los seis años del gobierno de Fox a 121 600 al final del periodo de Calderón (INEGI 2020). Los resultados de la política en contra del crimen de Calderón no pudieron ser menos que devastadores, en términos de muertos, desaparecidos y de la imagen internacional de México (Deslandes 2018; The OCR 2019; Rosen y Zepeda 2015). Al igual que en el sexenio de Fox, Calderón y su gobierno no diagnosticaron correctamente la necesidad de realizar cambios políticos que generaran las instituciones necesarias (judiciales, políticas y de desarrollo económico) para fortalecer el sistema democrático. Sobre todo, no hubo visión para fortalecer los contrapesos constitucionales y el desarrollo democrático a escala de los gobiernos estatales y locales (Granados 2011).
El siguiente sexenio, del presidente Peña Nieto (2012-2018), marcó el regreso del PRI al poder federal que había perdido en el 2000. Si bien su administración arribó en condiciones de mayor legitimidad política, nunca hizo de la falta de Estado de derecho y del combate a la corrupción las figuras centrales de su política de gobierno. Más bien la administración se caracterizó por sus altos niveles de corrupción (Méndez 2015) e incluso por procesos de retroceso democrático (Tilly 2007).
Durante el periodo de Peña Nieto, se hizo clara la incapacidad de la democracia mexicana para responder a las demandas de sus ciudadanos, el desdén por desarticular los aparatos autoritarios y mejorar la calidad de las instituciones democráticas y, sobre todo, por atacar frontal y decididamente la corrupción (Bizberg 2015).
En ese entorno, continuó la inseguridad y el crimen organizado vinculado al tráfico de drogas y a otras actividades criminales como el robo de combustible. Los vacíos legales y de autoridad alimentaron el hábitat para la actividad criminal. De hecho, podría considerarse que el gobierno de Peña Nieto implicó la continuidad de los vicios más perversos de la política mexicana, en cuanto al abuso sistemático del poder y la corrupción como objetivos primordiales del quehacer político (Nieto 2020).
Durante el sexenio de Peña Nieto, las gubernaturas ganadas por el PRI establecieron un control sobre el poder legislativo y el poder judicial. Esto, conjuntamente con la protección y el apoyo presupuestal que les proporcionaba el presidente, implicó una casi total independencia y ausencias de contrapeso de los gobernadores en su quehacer político estatal (Hernández 2011). Esto generó innumerables actos de corrupción y, en general, el fortalecimiento de una cultura política y de la acción pública basada en la posibilidad de hacer negocios privados a partir de la vida gubernamental pública (Guerrero y Pérez 2016).
En las tres administraciones presidenciales descritas, un mecanismo conductor de la corrupción y el desorden institucional fue la alta cantidad de recursos privados ilícitos involucrados en las elecciones para todo tipo de cargos públicos (Casar y Ugalde 2019). Una parte importante de los políticos electos para cargos públicos han llegado al poder a partir de inyecciones de recursos informales a sus campañas políticas (Chacón 2011). Las altas cantidades de dinero que son invertidas en los procesos electorales tienen que ser necesariamente recuperadas a partir de la corrupción en el ejercicio de los recursos públicos por parte de los funcionarios electos.
La mayor parte de los políticos en México tienen compromisos con grupos de interés económico, como pueden ser los criminales organizados. Eso les impide un ejercicio de gobierno basado en el interés de las mayorías, y no de los grupos que los han apoyado para llegar al poder. La ausencia de leyes electorales efectivas y de leyes, en su sentido más general, provoca una situación de impunidad casi total en el mal manejo de los recursos públicos (Shuster 2017).
En los tres sexenios descritos, los tres partidos más importantes de México comparten la falta de interés de la clase política por atacar la corrupción, como elemento fundamental y estructural para disminuir la actividad criminal. La corrupción es un fenómeno persistente en la vida pública del país (Guerrero y Pérez 2016; Mikhail y Walter 2015). La ausencia de reglas formales y de leyes origina acuerdos y procesos sujetos a la discrecionalidad de los funcionarios públicos y políticos. Ese sistema de cosas rige desde hace siglos la vida pública mexicana (Zavala 2013; Krauze 1995). En un gobierno corrupto y en ausencia de Estado de derecho, la actividad criminal florece, al no existir un Estado lo suficientemente fuerte para impedirla, y al insertarse en la dinámica íntima de la actividad pública y política (Buscaglia 2015).
La clase política mexicana obtiene más beneficios que perjuicios de la corrupción. Un cambio de cosas que la disminuya y acerque el sistema político del país a una mayor democracia quitaría del modus vivendi a una clase política que obtiene altos salarios, posibilidad de negocios privados, servicios de seguridad y médicos diferenciados y, en general, una gama de privilegios que la alejan completamente de la situación del común de los mexicanos. Esa realidad se encuentra anidada en la clase política en los tres niveles de gobierno de México. Mientras existan esos privilegios, no existe aliciente real para los cambios que realmente disminuyan la corrupción y el nexo entre políticos y criminales.
Durante los procesos de reforma política y democrática, los gobiernos estatales fueron grandes ausentes en la toma de medidas propias. Los gobernadores han ejercido control sobre el poder legislativo y judicial (Campos 2012). Si bien esos procesos iniciaron en los estados y se replicaron a escala del gobierno federal, son pocos los casos de estados mexicanos en los que existen estructuras democráticas funcionales, con contrapesos reales por parte de los diputados y tribunales (Balán 2013). La mayor parte de los gobiernos estatales presentan escándalos de corrupción que minan su legitimidad y crean amplios vacíos de autoridad (Alcaldes de México 2018; Valdez y Huerta 2018). La corrupción política, la falta de trasparencia y el aporte de dinero a las campañas electorales posibilitaron la construcción de un sistema de tolerancia y alianza a la actividad criminal en los gobiernos estatales y municipales.
La relación entre política y crimen organizado se materializa más concretamente en los gobiernos locales, o municipios, que merecen una explicación más profunda. Los municipios constituyen la unidad básica de división territorial y organización administrativa en México. Dentro de sus obligaciones constitucionales está garantizar servicios públicos como alcantarillado, vialidades, agua potable y seguridad pública.
Los gobiernos locales han sido olvidados dentro de los procesos de reforma política. La encarnación del Estado mexicano más cercana a los ciudadanos presenta problemas graves de financiamiento y legitimidad institucional. Los alcaldes municipales, hasta antes del 2018, no podían ser reelectos, por lo que estaban en sus puestos solo tres años. Ese corto periodo de tiempo generaba falta de continuidad en las políticas municipales y en los esquemas de rendición de cuentas por parte de los alcaldes.
Los municipios dependen casi completamente de las aportaciones monetarias federales y estatales para la operación de sus programas de gobierno. La falta de recursos financieros ha contribuido a que no puedan proveer servicios públicos de calidad, y específicamente, los relativos a la seguridad pública, como es su responsabilidad. En muchos municipios, es común el contubernio entre policías y grupos criminales (Ponce, Velarde y Santamaría 2019).
El incentivo que dio el proceso democrático en el 2000 posibilitó reformas constitucionales que en el 2018 permitieron la reelección de los alcaldes (Rendón y Gómez 2016). Así, inició un proceso de rendición de cuentas de estos, al poder ser castigados o premiados en una elección municipal. También se dio una serie de cambios en la seguridad pública, que quitó el control de las policías municipales a los gobiernos locales y estableció los llamados “mandos estatales unificados”. Estos consistían en enviar policías a los municipios desde las capitales de los estados, con lo que desaparecieron las Policías municipales (Piñeiro 2016; Courtade 2015).
Esos cambios tampoco lograron modificar sustancialmente la situación de inseguridad en los municipios. Los policías estatales, al ser enviados a ellos, solían tener menor conocimiento de las realidades locales. En muchos casos, también se encontraban coludidos con grupos del crimen organizado.
El caso de Michoacán
El estado de Michoacán refleja la mayor parte de las contradicciones políticas descritas. Esa entidad fue un importante productor de marihuana en el siglo XX y ha sido cuna de muchos carteles criminales de México (Grayson 2010). Ha vivido inestabilidad política, que se ha traducido en 10 gobernadores distintos en los últimos 29 años.
Desde la década de los 90 del siglo XX, en Michoacán se vivió una agudización de la descomposición institucional, marcada por una profunda corrupción de los gobiernos estatales, que desembocó en una plena cooperación y cogobierno de los grupos criminales con el gobierno del estado (Rivera 2014). Los procesos de apertura democrática en el estado, a partir del año 2000, generaron una intensa competencia por alcaldías, diputaciones y gubernaturas, ahora que no existía un partido político único por el cual acceder a un puesto de elección popular.
Los Caballeros Templarios, grupo criminal que asoló el estado de 2011 a 2017, basó buena parte de su estrategia de crecimiento en la vinculación política con los gobiernos municipales, y estatal de Michoacán, a través de inyecciones de recursos financieros en las campañas electorales. Eso le permitió a este grupo dar el salto de la vida criminal a la vida pública y a la injerencia en la toma de decisiones gubernamentales (Arratia 2017; Vite 2016).
Los recursos financieros son fundamentales para el triunfo electoral, al permitir la compra de votos, el pago de publicidad y los gastos de organización electoral. En un contexto de alta competencia electoral, un candidato con recursos financieros, conjuntamente con la capacidad de coerción brutal de los grupos criminales, cuenta con mayores posibilidades para un triunfo. Esas circunstancias fueron la puerta de entrada de los Templarios a la vida política municipal y estatal (Nava 2015, Ayala 2019; Siscar 2018). El crecimiento de este grupo criminal no puede entenderse sin la complicidad y las alianzas con grupos políticos locales y estatales. Por otro lado, lograron la aprobación de la comunidad, al ofertar a los ciudadanos seguridad y protección de otros grupos criminales, y al actuar como mediadores en litigios comerciales, políticos y de honor (Lomnitz 2019).
El caso de Michoacán merece también una mención especial por la manera en que el gobierno federal dio respuesta a la inseguridad. A pesar de los esfuerzos que se hicieron desde el sexenio del presidente Fox (2000-2006) y el presidente Calderón (2006-2012), en Michoacán, grupos criminales continuaron teniendo el control territorial de muchas regiones del estado.
El 15 enero del 2014 el gobierno federal nombró un comisionado para la Seguridad y el Desarrollo Integral de la entidad, que fue fundamentalmente una suerte de virrey del presidente de la República, Enrique Peña Nieto, para pacificar Michoacán. La figura del comisionado no existe dentro de la Constitución mexicana. Esta fue, a todas luces, una suerte de imposición basada en poderes informales e ilegales del presidente, para resolver el problema de la inseguridad (Castellanos y Olmos 2015; Nava 2015).
El comisionado tomó control de cada una de las oficinas de gobierno del estado y presionó a la Cámara de Diputados local para nombrar un gobernador interino, que siguiera las instrucciones que le diera (Casimiro 2015; García 2014). Impulsó la formación de guardias civiles paramilitares que conocían las zonas del estado en que operaban los grupos criminales (Guerra 2015). Esta estrategia fue exitosa para derrotar al principal grupo criminal de Michoacán. Sin embargo, la intervención del gobierno federal reflejó muchas de las debilidades y la falta de comprensión del fenómeno criminal por parte del Estado mexicano.
No hubo esfuerzos significativos por mejorar el Estado de derecho, la calidad de la educación o los procesos de impartición de justicia, sino una intervención que buscaba una salida rápida para eliminar la presencia de un grupo criminal que prácticamente cogobernaba el estado. A la salida del comisionado, en el 2015, quedaron sin resolver los problemas de estructura de la entidad.
Durante las elecciones del 2018 se vivió muy probablemente la injerencia de grupos criminales en los procesos electorales, a partir de contribuciones monetarias ilegales a diversos candidatos. En algunas zonas de Michoacán fue imposible que los candidatos pudieran ser imparciales y ajenos a la dinámica criminal de sus localidades. Existe una alta probabilidad de que tuvieran que realizar algún tipo de acuerdo o negociación con los grupos criminales para poder competir y eventualmente llega al poder (Camhaji 2018; Guerrero 2017; El Espectador 2018).
En Michoacán durante años se pensó en la formación de instituciones independientes, que pudieran ser contrapesos efectivos del poder ejecutivo, como Fiscalías Autónomas y oficinas encargadas de vigilar el correcto uso de los presupuestos públicos. Dichos cambios se materializaron constitucionalmente con la elección del fiscal y auditor estatal por parte de los diputados. Sin embargo, la elección de estas oficinas autónomas se ha hecho conveniente a los intereses del gobernador de turno, por medio de fuertes presiones a los diputados (Manzo 2019; Pacheco 2019). Hay una situación incluso peor, ya que estas entidades autónomas se han previsto por periodos de más de siete años, lo que otorga un poder transexenal a los gobernadores.
Los diputados obedecen a intereses particulares propios y partidistas, y no existe una cultura de la rendición de cuentas a sus distritos electorales (Monreal 2019; Martínez 2020). De esa manera, lo que debería funcionar como uno de los contrapesos constitucionales y teóricos, se rompe. En la práctica, los gobernadores tienen el control tanto del poder legislativo como del poder judicial (Estrada 2020).
Hasta que esos equilibrios no se recompongan, no se darán los pasos necesarios para garantizar el Estado de derecho y un contexto de aplicación de la ley. Por lo tanto, seguirán las condiciones para que los grupos criminales llenen los vacíos de legitimidad y autoridad que deja el Estado mexicano.
Finalmente, los gobiernos locales continúan teniendo problemas graves de financiamiento. La reelección, permitida desde el 2018, apunta a la consolidación de liderazgos y cacicazgos locales en los municipios michoacanos. La falta de recursos para obra pública y para satisfacer necesidades inmediatas de la población hacen que este nivel de gobierno continúe siendo ineficaz, y que se cuestione ampliamente su viabilidad como la representación del Estado más cercana a la ciudadanía.
Conclusiones
Detrás del fracaso de la estrategia contra el crimen organizado y las drogas en México se encuentra la falta de voluntad política para cambiar de raíz los problemas que generan la violencia y la inseguridad. A pesar de la continuidad de la violencia, reflejada en un alto número de muertos, el Estado mexicano ha hecho poco por atender sus causas estructurales.
No se ha mejorado el Estado de derecho, ni se han fortalecido las instituciones autónomas. Los poderes legislativos, en niveles locales y federales, continúan experimentando problemas de legitimidad y trasparencia en sus acciones. Asimismo, se han visto pocos avances democráticos en los gobiernos locales.
En general, el Estado mexicano no percibe la conexión entre la debilidad e ilegitimidad política y la violencia que vive cotidianamente el país. Su perspectiva ha sido policiaca y ha negado los cambios que tendrían que realizarse para fortalecer el Estado de derecho y la democracia.
La clase política mexicana se ha acostumbrado a un arreglo de gobierno basado en reglas informales y en el manejo discrecional de las leyes y los recursos públicos, para generar un estado de cosas en el cual las élites políticas pueden sobrevivir y enriquecerse buscando primordialmente el interés de grupo y personal, y no el interés de la nación y de los ciudadanos. Ante la debilidad del Estado y los vacíos de autoridad, grupos de poder como el crimen organizado se han incrustado en la sociedad y en las dinámicas particulares y concretas de los sistemas políticos mexicanos. En los gobiernos locales, han hecho del problema criminal un asunto político.
El caso de Michoacán, analizado en este artículo, refleja lo anterior. Esa es la realidad de la mayor parte de los estados del país: gobiernos estatales corruptos y sin contrapesos constitucionales, en los cuales los avances democráticos que se pueden observar a escala del gobierno federal no se han replicado.
A escala de gobierno municipal, la situación es todavía peor, con estructuras políticas que no funcionan para favorecer el interés genuino de los ciudadanos, al proveer un mínimo de servicios públicos, incluyendo la seguridad. Estos dos niveles de gobierno necesitan fortalecer sus instituciones y los contrapesos constitucionales, como una medida de mediano plazo, pero estrictamente necesaria para disminuir la violencia asociada con el crimen.
De no modificarse los aspectos políticos señalados, en muchas zonas de México se arraigarán y consolidarán los grupos criminales en la vida pública y en un cúmulo de actividades económicas no necesariamente vinculadas al tráfico de enervantes, como actividades agrícolas, mineras y de servicios. De hecho, esto ya se ha observado en muchas partes del país, con el control de grupos criminales sobre actividades como la distribución de gasolinas, el mercado de productos agrícolas de exportación y la explotación de recursos naturales (pesca y actividades forestales). Urge un cambio de perspectiva, que enfatice la construcción de una sociedad regida por leyes y que reconozca la raíz política del problema de la violencia en México.