Introducción
Evaluar las profundas transformaciones del sistema penitenciario ecuatoriano a lo largo de la década de la Revolución Ciudadana, para comprender sus impactos sobre la población penalizada, con una perspectiva feminista, nos exige reflexionar sobre los dos subperiodos en que se suele subdividir ese proyecto gubernamental y redefinir la noción de población penalizada. Se ha argumentado que el proceso de reforma penal y penitenciaria en el país sucedió a lo largo de dos subperiodos claramente distinguibles: el de construcción de un Estado garantista (2007-2010) y el de su desmantelamiento hacia la consolidación de un Estado punitivo (2010-2017).
El primero se distinguió por la implementación de políticas progresistas, que supusieron la voluntad de distanciarse de las dinámicas neoliberales de despojo, explotación, estigmatización y encarcelamiento masivo de la población criminalizada. Favoreció especialmente a consumidores de drogas ilegales y a microtraficantes, depauperados eslabones débiles de la cadena del narcotráfico. El parteaguas habría sido el golpe de Estado policial del 30 de septiembre de 2010, cuando el gobierno optó por emular las ya conocidas políticas neoliberales de mano dura e irreflexiva contra aquellas personas estigmatizadas como criminales, que se tradujeron en el crecimiento inédito de la población penitenciaria nacional (Paladines 2016b).
Después de plantear una breve descripción histórica del sistema penitenciario ecuatoriano, en la segunda parte de este artículo nos preguntamos si esa caracterización de los dos subperiodos es válida para la población penitenciaria masculina y femenina, sin distinción. También preguntamos si la perspectiva desde la cual se construye esa periodización no invisibiliza importantes líneas de continuidad con las dinámicas neoliberales que el régimen pretendió superar, y que pueden iluminarse desde la perspectiva del vínculo materno. Nuestros cuestionamientos son el resultado de un trabajo de revisión bibliográfica, análisis de publicaciones y documentos oficiales, análisis estadístico y diálogo militante que ha implicado a muchas mujeres presas, excarceladas y no presas a lo largo de todo el periodo (Mujeres de Frente 2020).1
La perspectiva del vínculo materno nos ha permitido comprender cómo las madres y los acontecimientos de sus vidas sometidas a los poderes punitivos determinan en gran medida la experiencia y el horizonte de vida de sus hijos/as. Esto es cierto para muchas de ellas desde su nacimiento décadas atrás y para sus hijos/as hoy fragilizados por el sufrimiento materno de castigo penal y penitenciario. Es de primera importancia observar que las mujeres ecuatorianas y extranjeras residentes en el país están presas en su gran mayoría por microtráfico de drogas ilegales y, en segunda instancia, por delitos menores contra la propiedad, ambos catalogados como delitos de pobreza. También lo es reiterar que muchas son cabeza de hogar de familias generalmente matrifocales extensas, en las que los varones adultos muchas veces constituyen otra carga familiar para ellas.
Esos hechos convierten a la perspectiva del vínculo materno en crucial para una evaluación del sistema penitenciario, que amplíe su atención a la situación de las mujeres encarceladas, pero también de las generaciones de mujeres y hombres penalizados por el Estado ecuatoriano. La maternidad como mandato ha llevado a la culpabilización de las mujeres por los malestares y fracasos de sus hijos/as, mucho más si ellas han cometido delitos. Nuestro cuestionamiento ético aquí es por la sensibilidad social y el deber estatal de protección de los grupos familiares depauperados y criminalizados, en aras de interrumpir los ciclos de reproducción estatal del delito a través del castigo de las mujeres.
La perspectiva del vínculo materno exige indagar en las relaciones intergeneracionales, cuyo análisis nos permite, entre otras cosas, cuestionar la percepción estatal de la infancia como humanidad en formación y, por tanto, inacabada en su capacidad de emitir criterio válido sobre su propia situación (Mayall 2013; Gaitán 2006; Leena y Mayall 2001). Desde el acompañamiento cotidiano a niños, niñas y adolescentes de familias atenazadas por los poderes punitivos del Estado, observamos y valoramos a la infancia en su gran capacidad de cooperación, debida a su necesidad vital de sostener los vínculos que le permiten mantenerse viva. Escuchamos la claridad de los criterios infantiles emitidos, por ejemplo, en forma de resistencia activa a la separación de las madres o de expresión de su preferencia por personas adultas en las que encuentran estabilidad. Una evaluación del sistema penitenciario que no observe de manera crítica las relaciones intergeneracionales y que, por tanto, no trabaje en la reconstrucción del punto de vista de la infancia, no puede sino contribuir a la histórica invisibilización de sus más profundos y perdurables impactos sociales.
Las prisiones también se revelan como escenarios de feminización del trabajo de cuidados. La mayoría de las personas que sostienen a los presos son mujeres, en especial madres y consortes. Un ejemplo ilustrativo es el Comité de familiares amigas y amigos de la gente presa, constituido en febrero de 2014 para denunciar la violencia de Estado durante los primeros traslados a la nueva cárcel de alta seguridad de Cotopaxi, compuesto en su abrumadora mayoría por mujeres. Ellas, que visitaban y acompañaban a los presos antes y durante el desarrollo del Estado garantista, con la irrupción del Estado punitivo, que se materializó en la creación de tres ciudades penitenciarias de alta seguridad, debieron asumir la contención de hombres que les volcaron su sufrimiento carcelario y los efectos de su masculinidad herida por un nuevo régimen penitenciario que socavó de manera dramática su autonomía.
Es indudable que la población efectivamente penalizada por el Estado excede con mucho a la población penitenciaria. Por tanto, una evaluación responsable de las transformaciones del sistema penitenciario a lo largo de la década de la Revolución Ciudadana y sus impactos sociales debe atender, por lo menos, los puntos de vista de la población penitenciaria femenina y masculina, de la población femenina que acompaña a los presos, y de la población infantil penalizada por tratarse de hijos e hijas de mujeres señaladas como delincuentes.2 Valiéndonos de la metodología de indagación documental e investigación-acción-participativa, dedicamos la tercera parte de este artículo a un primer esfuerzo de reconstrucción de la experiencia de esos grupos poblacionales a partir del año 2011, cuando el Estado punitivo volvió a consolidarse. Nos preguntamos por la continuidad, e incluso la radicalización, de las dinámicas neoliberales de abandono, estigmatización y encierro a manos del Estado ecuatoriano, autoproclamado socialista del siglo XXI.
1. El subdesarrollado sistema penitenciario ecuatoriano
En 2007, las cárceles ecuatorianas permanecían en una precaria situación de muy larga data, debido al abandono del Estado en términos de inversión y fiscalización. Ello obligaba a la autogestión de la pena entre funcionarios pobremente remunerados, población penitenciaria y quienes componían sus redes de sostenimiento y cooperación social (Aguirre Salas 2019), en edificaciones antiguas y muchas veces construidas con fines diferentes del encierro penitenciario (Pontón y Torres 2007). En las cárceles, los criterios de distribución de las celdas, recursos y privilegios, y los de mantenimiento del orden interno, eran negociados entre la población penalizada y las autoridades. Como otras prisiones de la región (Darke y Karam 2017), eran escenarios de los más variados negocios legales e ilegales, dinamizados por un intercambio permanente con las ciudades, que alcanzaba su clímax los populosos tres días de visita semanales en horario extendido y con las facilidades de una circulación escasamente controlada por las celdas y patios (Aguirre Salas 2019; Coba Mejía 2015; Aguirre Salas 2010; Nuñez Vega 2005).
En el caso de las cárceles de mujeres, la autogestión de la pena implicó, además, el derecho ganado a pulso de convivir con sus criaturas en función de las necesidades de las adultas libres y presas que mancomunadamente sostenían a su grupo familiar. Así como podían recibir a sus niños/as cualquier día de la semana que fueran a buscarlas, las “batidas de niños” planificadas para arrebatarles sus criaturas e internarlas en centros de acogida eran parte de la disputa cotidiana por el derecho a la maternidad (Aguirre Salas y Coba Mejía 2017). La inmensa mayoría de las y los presos ecuatorianos y extranjeros residentes en las principales ciudades del país provenía de una población urbana marginalizada, estigmatizada como infractora frecuente y cuna de delincuentes. El sistema penitenciario no era sino una prolongación de los tugurizados escenarios urbanos donde transcurrían sus vidas, y las cárceles constituían una adversidad añadida al trabajo de reproducción de grupos familiares extensos, con miembros a ambos lados de los permeables muros carcelarios (Aguirre Salas 2019).
La guerra contra el narcotráfico hizo del hacinamiento un problema de primera importancia desde inicios de la década de 1990, lo que trajo consigo otras dificultades como el deterioro de las instalaciones penitenciarias. Con la entrada en vigor de la Ley 108 (1990), que penalizaba con extrema dureza cualquier forma de tenencia de drogas ilegales, la reforma del Código de Procedimiento Penal que fortaleció el poder acusatorio del Estado (2000) y la anticonstitucional “detención en firme” por tiempo indefinido de las personas acusadas por delitos contra la salud pública (2003, derogada en 2006) (Paladines 2016b), el Ecuador vio crecer de manera sostenida su población penitenciaria y permanecer de manera prolongada a las personas acusadas o sentenciadas por delitos contra la salud pública, fueran consumidoras o pequeñas traficantes de drogas ilegales.
En cuanto a la acumulación de capital, la década de 1990 fue un periodo de consolidación de un negocio inestimable para los llamados dueños de la droga, que supuso la feminización de las labores más precarias: el microtráfico a pie de calle (oficio de “paqueteras”) y el transporte internacional de pequeñas cantidades de drogas ilegales (tarea de “mulas”), cuyas perpetradoras poblaron las cárceles de la región (Juliano 2011; Del Olmo 1996) y del país (Torres 2008), hasta hacer del delito femenino un problema de gobierno. Se trataba de mujeres ecuatorianas y extranjeras sumidas en la miseria por el régimen neoliberal, para quienes tales emprendimientos ilegales se convirtieron en una opción que hacía posible la reproducción familiar (Coba Mejía 2015).
Hasta la década de 1990, el Estado había penalizado y perseguido con tenacidad los delitos menores contra la propiedad; las cárceles estaban pobladas de “rateros conocidos” (Aguirre Salas 2019). A partir de entonces, el sistema estatal de administración de la pobreza se alineó con las políticas prohibicionistas que los Estados Unidos impusieron a la región (Dawn 2018; Coba Mejía 2015; Nuñez Vega 2005). Así, los delitos de tenencia de drogas ilegales se erigieron como un nuevo y principal blanco de la acción punitiva del Estado, modificando la composición y densidad de la población penal (gráfico 1; gráfico 2).
Las mujeres ecuatorianas y extranjeras residentes en el país que fueron apresadas por microtráfico de drogas ilegales a pie de calle, junto con las extranjeras presas por transporte internacional de pequeñas cantidades de drogas ilegales, constituyen la gran mayoría de la población penitenciaria femenina del Ecuador desde entrada la década de 1990. Los datos de la población penitenciaria femenina (gráfico 2), que no distinguen nacionalidad, también muestran que los delitos contra la propiedad son la segunda causa de encarcelamiento de mujeres en el país desde esa década (Torres 2008; Nuñez Vega 2006).
2. El Estado progresista patriarcal
En ese contexto, el gobierno de la Revolución Ciudadana, esgrimiendo un discurso de ampliación de los derechos constitucionales de la población privada de ellos por su condición de clase, aplicó medidas de protección de la población penitenciaria. El 26 de junio de 2007 se declaró el “estado de emergencia por grave conmoción en el sistema penitenciario a nivel nacional”, a través de un decreto presidencial que ordenó afrontar dos problemas crónicos: las precarias condiciones de vida en las cárceles y la falta de acceso de muchas personas presas a defensa penal. Concretamente, se mandó implementar mejoras infraestructurales y en las condiciones de atención en salud, educación, trabajo y recreación de las personas presas, y se ordenó la creación de una Unidad Transitoria de Gestión de la defensa penal pública y gratuita para quienes la requirieran, que favorecería a los más empobrecidos (Decreto 441/2007 2007).
Enseguida, el 14 de noviembre del mismo año se creó por decreto ejecutivo el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos para regentar un sistema coordinado de justicia y rehabilitación social nacional, que garantizara a la población penal el acceso a la justicia y el goce de sus derechos humanos (Decreto 784/2007 2007).El 22 de noviembre de 2007, en un discurso reiterado en el Informe a la Nación del 1 de enero de 2008, utilizando un lenguaje abiertamente antiimperialista, el presidente Rafael Correa le habló a la población penitenciaria como cabeza de “un gobierno consciente, humanista [y] solidario, que está [estaba] luchando por mejorar sus condiciones de vida”. Anunció a la ciudadanía en general que al año siguiente se iniciaría la construcción de nuevas cárceles, donde se podría vivir dignamente. Explicó que pediría a la Asamblea Nacional Constituyente la reforma de la Ley 108, en la “que ni siquiera se diferencia[ba] entre la mula y el narcotraficante”, con el fin de alcanzar una verdadera proporcionalidad entre delitos y sanciones. Hizo saber que pediría un indulto para las llamadas “mulas” del narcotráfico:
La pobre mujer, madre soltera, desempleada, que se atrevió a llevar 300 gramos de droga o quiso mandar un paquetito (…) Un desempleado (…) desesperado por darles de comer a sus hijos (Enlace Ciudadano 2007). Aquellas personas [que] lejos de ser delincuentes, frecuentemente son simples desempleados, madres solteras, hermanos y hermanas castigados por la pesada carga de la miseria (Informe presidencial 2008).
Fue así cómo el 15 de mayo de 2008 la Asamblea Nacional Constituyente otorgó un indulto humanitario a las personas presas con enfermedades terminales, que favoreció a alrededor de 193 personas (El Universo 2008). El 7 de julio del mismo año lo otorgó a las personas sentenciadas por tenencia de hasta 2 kilos de cualquier droga ilegal, siempre que hubieran cumplido el 10 % del tiempo de la condena impuesta y no fueran reincidentes. Este favoreció a 2223 personas (Paladines 2016a) de una población penal de 13 532 (Ministerio de Justicia, Derechos Humanos y Cultos 2008). En el mismo sentido, la Constitución de 2008 prohíbe de manera explícita la criminalización de los consumidores de drogas ilegales y afirma en su artículo 364 que “las adicciones son un problema de salud pública” (Asamblea Constituyente 2008).
El 15 de noviembre de 2007, el entonces vicepresidente Lenin Moreno anunció el advenimiento de un nuevo programa: “Ecuador sin niños en las cárceles”. En el lapso de un mes, para la Navidad de ese mismo año, alrededor de 800 niños/as mayores de tres años que convivían con sus madres en prisión iban a ser “rescatados” y entregados a familiares directos, familias sustitutas o centros de internamiento de menores en situación de abandono (Ecuadorinmediato 2007).En el discurso gubernamental, en el Ecuador del pasado,
una mujercita que dejaba su estado de libertad y entraba a un centro de rehabilitación penitenciaria tenía que acompañarse de sus hijos, no tenía dónde dejarlos y, claro, era muy común ver a una madre con tres, cuatro y cinco hijos en el centro de rehabilitación penitenciaria (Enlace Ciudadano 2009).
El discurso oficial eludía la existencia de varias fundaciones dedicadas a acoger a hijos/as de personas presas, que habían constituido durante décadas una opción para las mujeres encarceladas, entre otras como delegar el trabajo de cuidado a familiares, la convivencia con sus criaturas en prisión y la distribución de niños/as entre la cárcel y los cuartos de vivienda, atendiendo a la repartición de las tareas productivas y reproductivas entre adultas de un mismo grupo familiar (Aguirre Salas y Coba Mejía 2017). Durante el periodo neoliberal, la presencia de niños/as en las cárceles había sido el resultado de decisiones tomadas dentro de los grupos familiares afectados, junto con las trabajadoras sociales de las cárceles. Para la Navidad de 2007, el destino de las criaturas separadas abruptamente de sus madres presas dependería de ellas solo si alcanzaban a vislumbrar una alternativa emergente pues, oficialmente, quedaba en manos de la burocracia especializada.
El programa “Ecuador sin niños en las cárceles” aparecía como demanda de mujercitas “tentadas, lastimosamente, por la necesidad de atender a sus hijos, por una costumbre ya inveterada y lastimosa que tienen muchos maridos de abandonarlas y dejarlas a su propia suerte” (Enlace Ciudadano 2009). En los hechos, constituía una dramática disminución de la limitada autonomía de muchas mujeres que, estando presas, seguían constituyendo cabeza de grupos familiares extensos y referente materno de varias criaturas. El proyecto gubernamental afirmaba garantizar los derechos de menores que, al vivir en las prisiones, quedaban “muchas veces expuestos a prostitución infantil, muchas veces expuestos a enfermedades graves, como enfermedades venéreas y más aún al VIH/sida, muchas veces expuestos a constituirse en pequeñas mulas de trasporte de licor, de cigarrillo y de drogas” (Enlace Ciudadano 2009). Desoír el criterio materno y la opinión infantil expresada incluso en el lenguaje del llanto o la rabieta resistente a la separación dejó a muchas niñas/os expuestos a relaciones familiares, institucionales o callejeras más lesivas que la vida en prisión con sus madres. El discurso oficial encubría las complejidades que supone la vida en los barrios urbano-marginalizados y en las calles para niños/as y adolescentes de familias matrifocales encabezadas por mujeres que deben sobrevivir al margen de la ley. Fue así cómo el gobierno trabajó en la necesaria retracción del Estado punitivo erigido contra los adultos pobres, al mismo tiempo que se dedicó a recuperar el Estado tutelar sobre las mujeres transgresoras. Hablaba de mujercitas abandonadas o mujerzuelas de las que el Estado debía rescatar a la infancia: las mujeres presas, cosificadas por la definición ambivalente típica del lenguaje patriarcal, fueron, junto con sus criaturas, las primeras en sufrir el Estado de control ciudadano que estaba en formación.
La voluntad de revertir la desmesurada tendencia estatal al encierro de masas depauperadas también se expresó en las reformas al Código Penal y al Código de Procedimiento Penal puestas en vigencia el 29 de marzo de 2009 por la Asamblea Nacional del Ecuador (Expreso 2018). Entre otras reformas, en un movimiento hacia la descriminalización de la pobreza, se incluyó el incremento del monto constitutivo del hurto y el robo como contravenciones,3 a tres remuneraciones básicas unificadas del trabajador en general (654 dólares) y la conversión del hurto y la estafa en delitos de acción privada.4
En el sentido de desprisionización de la justicia, las reformas ordenaron el aumento de medidas alternativas a la prisión preventiva (restringida a la calidad de medida excepcional en la Constitución de 2008) y la posibilidad de suspensión condicional de la pena para quienes admitieran su responsabilidad en el cometimiento de delitos sancionados con prisión o reclusión de hasta cinco años, con la excepción de los delitos sexuales, de violencia intrafamiliar, de odio y de lesa humanidad. Estas excepciones, sumadas a la reforma que tipificó el delito de odio, parecían contribuir con un proyecto antipunitivista, pero atento a la necesidad de proteger en su diferencia a las mujeres, niñas/os, personas sexualmente diversas y comunidades históricamente vulnerables.
Sin embargo, las reformas referidas a la mesura del Estado penal frente a los pequeños infractores contra la propiedad conmovieron al sentido común ciudadano, según se desprende de la oposición expresada en los medios de comunicación masiva.
La propia Asamblea Nacional, allanándose al veto presidencial al respecto, revirtió las medidas progresistas un año después. El monto constitutivo del hurto y el robo, como contravenciones, disminuyó al 50 % de la remuneración básica unificada del trabajador en general (120 dólares), a la vez que el hurto volvió a ser infracción de acción pública. En marzo de 2010, en favor de una utópica tranquilidad ciudadana de la que, si seguimos a las mismas fuentes de prensa, la región se aleja cada día más, el Estado retomó la penalización de “los hermanos y hermanas castigados por la pesada carga de la miseria” durante generaciones y estigmatizados como “rateros”, más aún como enemigos internos. Lo hizo sin considerar las dinámicas de hacinamiento en los barrios históricamente abandonados por el Estado protector; sin reconocer, al igual que en noviembre de 2007, los ciclos de reproducción de la pobreza en los grupos familiares encabezados por mujeres estigmatizadas y penalizadas como placeras, microtraficantes y rateras; madres de muchachos callejizados y de niñas rebeldes al internamiento en centros de acogida de menores en situación de abandono.
El gobierno contribuía así al régimen de penalización de la pobreza que sus líderes habían cuestionado sin contestar, por demás, otras preguntas relacionadas: ¿qué distingue a una cárcel donde se vive dignamente?, ¿qué caracteriza a un proceso de rehabilitación social que debe aplicarse a masas empobrecidas, como la estadística refleja y el discurso progresista denunciaba?, ¿qué cárcel garantiza una buena vida no solo para las personas sancionadas, sino para las familias penalizadas con ellas? ¿Qué cárceles hubieran podido estar en construcción en el año 2008, sino las que inauguró el Estado punitivo en 2014?
3. El sueño ciudadano de control penal y penitenciario de la pobreza
En enero de 2011, según el ministro de Justicia, José Serrano, el país estaba en
una situación de emergencia [...] que es el aumento real de la criminalidad y de la inseguridad en el país [...] Una demora en la atención a estos problemas, por mínima que sea, provocará mayores daños al interés público y pondrá en serio peligro la vigencia misma del Estado […] No se tenía previsto, o al menos no en la manera en la que se ha generado, el proceso de conversión delictiva por el incremento cualitativo de la criminalidad, con la aparición de nuevas conductas delictógenas, lo cual requerirá de una mayor rigurosidad [...] lo que conllevará a que la grave situación actual de los centros de privación de libertad se agudice por el incremento de la población penitenciaria (Resolución 0366/2011 2011).
Con esas palabras, el ministro decretó el diseño de un nuevo modelo de gestión penitenciaria de alto control, que empezó a implementarse desde el año 2013, e implicó la construcción de tres ciudades penitenciarias de alta seguridad: Guayas, habitada desde agosto de 2013, Cotopaxi, poblada desde febrero de 2014, y Turi, desde noviembre del mismo año. En el discurso gubernamental, el empoderamiento de nuevos enemigos internos era tal que ponía “en serio peligro la vigencia misma del Estado”. Poderosas y desconocidas “conductas delictógenas” amenazaban con disolver la nación ecuatoriana. Sin embargo, a pie de calle y en el más pedagógico discurso de gobierno, los enemigos internos siguieron siendo “rateros conocidos” y “microtraficantes”. Contra ellos, el Estado punitivo se recompuso de manera integral y vertiginosa.
“Si yo le arrancho el celular ya no es hurto, es robo, es con violencia, y eso es dos años de prisión”, argumentaba el presidente Rafael Correa en el Enlace Ciudadano del 29 de septiembre de 2012, justificando la mano dura del Estado contra quienes en su discurso habían dejado de ser hermanos y hermanas excluidos del aparato productivo y de servicios nacionales, desatendidos por el Estado protector durante décadas. Ahora se habían convertido en “los delincuentes” que “más fastidian” a los ciudadanos porque se dedican al robo del “celular, los aretes, la billetera” (Enlace Ciudadano 2012).Nada más necesario en ese contexto, explicó, que la tarea asumida por el Estado a lo largo del año 2012 de crear las Unidades de Flagrancia, cuyo objetivo era procesar con celeridad y contundencia a las personas detenidas en delito flagrante. En efecto, el procesamiento penal expedito en las Unidades de Flagrancia, y la acción de videovigilancia urbana del Servicio Integrado de Seguridad ECU-911, inaugurado en el año 2011 “para hacer del Ecuador una sociedad segura”, cuyos registros tienen la calidad de prueba judicial, contribuyeron al incremento exponencial y sostenido de la población penal, de manera inédita en la historia del país (gráfico 3).
En el discurso gubernamental, las mujercitas empobrecidas se transformaron en mujeres [que] se están embarazando a propósito [para delinquir contra la propiedad. Mujeres que, con el dolor en el alma, tenemos informes de inteligencia, abortan y permanecen permanentemente embarazadas [porque] nuestro Código Penal prohíbe apresar a una mujer embarazada […] El asunto es tan criminal que se embarazan a propósito y abortan […] Aquí no estamos defendiendo derechos, sino abusos. Los delincuentes saben que hay ese artículo en el Código Penal [y] están usando mujeres embarazadas para robar (Enlace Ciudadano 2012).
El presidente volvía a aludir a las sempiternas hembras perversas, que al mismo tiempo son féminas instrumentalizadas por hombres voluntariosos. Es una compleja ambivalencia de la identidad femenina definida en términos patriarcales, en la que, como en el año 2007, no cabía detenerse. Para ellas, sin distinción, el Estado punitivo debía hacer efectiva una doble condena: penal, como infractoras que, manipuladas o no, deberían guardar prisión; y moral, como féminas criminales que deberían ser separadas de sus criaturas al poco tiempo de nacidas.
Esa mujer si tiene hasta seis meses, veremos la parte técnica, tendrá que guardar prisión como cualquier otra. Cuando ya se vuelve delicado el embarazo podrá ir al policlínico del Centro de Rehabilitación Social, permanecer bajo custodia en un policlínico, luego da a luz, amamanta a su hijo cierto tiempo en el policlínico, pasa a custodia del Estado ese niño, y esta señora tendrá que cumplir su pena (Enlace Ciudadano 2012).
La significación de los referentes de pertenencia familiar y social para las criaturas en proceso de crecimiento humano, y la trascendencia del vínculo materno en la configuración de la experiencia vital y en la disposición del horizonte de vida infantil, sencillamente permanecieron banalizadas. Fueron estratégicamente ignoradas en favor de la maquinaria estatal de penalización de la infancia a través de la doble penalización de las madres transgresoras, como maquinaria estatal de reproducción generacional del delito. El triunfo de la clase dominante seguía afirmándose, como ocurrió durante el subperiodo garantista y antiimperialista, en los cuerpos de las mujeres expuestas a la reproducción de las víctimas sacrificiales de la acumulación de capital y del concomitante gobierno estatal de la miseria.
Paralelamente, en concordancia con el mandato constitucional de 2008 de despenalizar el consumo de drogas ilegales, el 21 de mayo de 2013, el Consejo Nacional de Control de Sustancias Estupefacientes y Psicotrópicas (CONSEP) dio a conocer las cantidades de cada una de las drogas ilegales cuya tenencia quedaba definida como consumo, y por tanto como posesión no punible (Resolución 001 CONSEP-CO-2013 2013). Atendiendo al mandato constitucional de 2008 de garantizar una debida proporcionalidad entre sanciones e infracciones penales, que había alcanzado su concreción en el Código Orgánico Integral Penal aprobado en febrero de 2014,5 el 9 de julio de 2014 el CONSEP publicó las tablas con las cantidades establecidas para definir los delitos de tráfico de mínima, mediana, alta y gran escala, según la nocividad de las diversas drogas ilegales (Resolución 002 CONSEP-CD-2014). Tales medidas de racionalización de la acción estatal en materia de lucha contra las drogas abonaban a la retracción del Estado penal como se había propuesto en el subperiodo garantista.
Sin embargo, un año después, el 9 de septiembre de 2015, el CONSEP, considerando que “las cantidades de sustancias estupefacientes y psicotrópicas establecidas para la mínima y mediana escala [habían] incidido en el incremento del micro tráfico de estas sustancias”, publicó nuevas tablas en las que esas cantidades disminuían de manera considerable (Resolución 001-CONSEP-CD-2015). No existía ninguna estadística que respaldara la afirmación, pues el incremento de detenciones y sentencias condenatorias por microtráfico refleja la intensificación de la acción punitiva del Estado, pero de ninguna manera el crecimiento de la población dedicada al microtráfico de drogas ilegales o el mejoramiento de su negocio ilegal. El endurecimiento de la penalidad tampoco tenía en cuenta el hecho de que las “paqueteras” y “mulas” son personas marginales en el sistema de producción y circulación de las drogas ilegales, que no conocen a los llamados dueños de la droga y a quienes ocupan cargos de poder en las redes mafiosas, pues solo identifican a sus proveedores inmediatos, de manera que, una vez apresadas o muertas, son fácilmente reemplazables por otras abandonadas del Estado protector.
No me vengan con cuentos, que desempleados, que pobrecitos, que se criminaliza la pobreza […] Aquí va a haber tolerancia cero a los microtraficantes […] ¡Cuántos niños en este barrio! [10 de Agosto de Guayaquil], ¿cómo podían tener una niñez feliz, una niñez tranquila con tanta descomposición social a su lado, con tanta decadencia humana? (El Universo 2016).
En el discurso gubernamental, el crimen era el resultado de la “descomposición social” propia de sectores populares racializados y depauperados en la ciudad, como sucedía desde el siglo XIX en el Ecuador (Goetschel 1996). De hecho, en relación con los delitos menores contra la propiedad y contra la salud pública, la noción gubernamental de delincuencia en nuestros países no distingue a individuos infractores, sino a grupos poblacionales enteros, que encarnan la antítesis del ideal de ciudadano civilizado (Aguirre Salas 2019). La reversión de las medidas de racionalización del Estado penal, que despreciaba los dilemas históricos de la población desposeída, criminalizada y penalizada durante generaciones, respondía al sentido común securitario consolidado desde el periodo neoliberal en la región. En esas circunstancias, las mujeres cabeza de familias matrifocales, sostenidas por el comercio callejero de drogas ilegales como opción de vida realista, y las criaturas con ellas vinculadas, debían afrontar una triple condena: penal, moral y social, como habitantes de barrios distinguibles por su “decadencia humana” (Aguirre Salas 2012).
El 26 de octubre del año 2015, la Asamblea Nacional contribuyó con una reforma al Código Orgánico Integral Penal, que endureció fuertemente las penas para las personas acusadas por tráfico de drogas ilegales en mínima y mediada escala.6 Era indudable que, como había anunciado el ministro José Serrano en 2011, el Estado punitivo requería inmensas ciudades penitenciarias, la más impactante de las medidas del gobierno de la Revolución Ciudadana en el problema que analizamos. El modelo de gestión penitenciaria del Ecuador propone un estricto régimen de vida cotidiana en prisión (tabla 1) y la construcción tutelada de un plan de vida personal para los periodos de reclusión y libertad. Además, prevé un régimen de progresividad-regresividad entre pabellones de mínima, mediana y máxima seguridad. Los presos serían ubicados según los delitos cometidos y el comportamiento observado en prisión (Ministerio de Justicia, Derechos Humanos y Cultos 2013).
En el discurso gubernamental, el éxito del modelo estaba garantizado por su implementación en cárceles ultramodernas: equipadas con sofisticados equipos de control corporal y videovigilancia permanente, y que garantizaran la atomización de la población en pabellones, sin contacto posible. Se promovió un sistema disciplinario capaz de someter los cuerpos de los reos a estrictas rutinas productivas y sus almas a la autoridad (Foucault 2002). En los hechos, la remota posibilidad de un proyecto como ese exigía distanciar las ciudades penitenciarias de las urbes e interrumpir la comunicación e intercambio adentro-afuera, que habían posibilitado la vida de la gente en prisión y de muchas de sus familias. Era indispensable debilitar profundamente a la población penalizada, dejar a cada persona presa en la desnudez de su precaria vida.
Los traslados masivos sorpresivos a las ciudades penitenciarias de alta seguridad, construidas muy lejos de los principales centros poblados, obligaron a las personas presas a abandonar absolutamente todas sus pertenencias, por nimias que fueran, y a uniformarse de anaranjado y azul. Los únicos soportes de la memoria de sí que le quedaron a cada individuo fueron tatuajes y cicatrices. La población penitenciaria quedó aislada en el territorio y en el espacio virtual. En el mismo sentido, las visitas fueron restringidas a una lista de diez personas por preso, de las cuales sólo dos (incluidos menores) podían entrar cada vez al anónimo galpón de visitas familiares bajo custodia, en un día y hora variables, que las personas allegadas debían verificar por internet. Las llamadas visitas íntimas fueron organizadas de manera similar, en celdas dispuestas en el mismo galpón para el efecto (Encuentro Nacional de Familiares de Gente en Prisión, Personas Excarceladas y Organizaciones Solidarias 2016; diario de campo de Andrea Aguirre Salas 2014; diario de campo de Lisset Coba Mejía 2014).
En las primeras visitas, los presos se quejaban de falta de cobijo, inactividad, encierro prolongado, gritos de auxilio, angustia. En las afueras de las nuevas prisiones, corrían rumores que daban cuenta de los miedos más concretos y de las experiencias efectivamente sufridas: somníferos en la comida, violencia entre pares, extorsión vinculada a la lucha por el control de los pabellones, desprotección por aislamiento social de la mayoría ante esas disputas, violencia indiscriminada por parte de los uniformados, heridos, muertos...Les dolía la pérdida radical de autonomía.
Hambre, suciedad, agua contaminada, enfermedades… las familias siguieron acogiendo la humillación de sus presos, y resistiendo la suya propia. Las madres y consortes de delincuentes fueron expuestas a largas distancias que recorrer y costear, a la frustración de ser impedidas de entrar a los pocos minutos de tardanza o por llevar un vestido “inadecuado”, a sufrir requisas con canes antidrogas, detectores de metales, cacheos corporales, desnudez y revisión de genitales,a dejar a sus criaturas esperando afuera de las cárceles, a guardar silencio para no perder el vínculo y, en caso de estar en la lista de la visita íntima, a recibir al hombre afrentado y mantener sexo con él en la celda y hora determinadas por el sistema. También debían sostener económicamente a personas incapacitadas por el sistema penitenciario para contribuir, ingresando una cantidad de dinero mensual para gastos extraordinarios de alimentación y aseo en la tienda del centro (Encuentro Nacional de Familiares de Gente en Prisión, Personas Excarceladas y Organizaciones Solidarias 2016; diario de campo de Andrea Aguirre Salas 2014; diario de campo de Lisset Coba Mejía 2014).
La noche del traslado de las mujeres de la cárcel de Quito a la Regional Cotopaxi estuvo marcada por la desolación: muy escasos hombres y algunas madres, hijas, parejas lesbianas y activistas feministas acompañamos el traslado al poco audible grito de “¡no están solas!”. Ellas recibieron menos atención mediática, y no encontraron ni buscarían cuerpos sobre los que desfogar su ira, aunque el menoscabo de su autonomía no solo hería su dignidad, como sucedía a los hombres, sino su capacidad de mantenerse como referente de pertenencia y retorno (diario de campo de Andrea Aguirre Salas 2014; diario de campo de Lisset Coba Mejía 2014). A finales del año 2014, Mujeres de Frente, entre muchas otras personas, empezamos a tener noticias de criaturas desorientadas por el traslado de sus madres de la cárcel de Quito, callejizadas en su búsqueda, sometidas a familiares abusivos, solas en cuartos de vivienda cuyo arriendo vencía. Esas historias reflejan el más cruel desarraigo, el más profundo desgarramiento del tejido social.
4. Conclusión
Los líderes de la Revolución Ciudadana consolidaron un Estado punitivo patriarcal a lo largo de todo su periodo de gobierno. En el ámbito penitenciario, ese proceso fortaleció la doble penalización de las mujeres como infractoras (condenadas legalmente como cualquier varón) y transgresoras de su género (condenadas extralegalmente como malas madres a la separación de sus criaturas). De esa manera, los hijos/as de las mujeres encarceladas que habían decidido que la convivencia en prisión era la mejor opción fueron separados de su referente materno. Quedaron en manos de otros familiares, institucionalizados, en familias de infantes o callejizados. En ese proceso, el punto de ambos, que es el del vínculo, quedó desoído por el distante y estruendoso discurso gubernamental moral.
Paradójicamente, el gobierno progresista no solo dio continuidad a la dinámica neoliberal de reproducción de la delincuencia a través del castigo a mujeres cabeza de familias ampliadas, sino que la profundizó, en la medida en que acrecentó la institucionalidad estatal de intervención directa. La división analítica del proceso en dos subperiodos, garantista y punitivo, encubre esta importante continuidad de alto impacto para la población penalizada.
El periodo progresista lo fue exclusivamente en términos de clase y encontró su límite en el sentido común neoliberal securitario. Las más altas autoridades, impulsadas al inicio por los movimientos sociales, finalmente optaron por el discurso ciudadano y de élite que define la seguridad como defensa de su propiedad privada, justificando la punición de los sectores desposeídos. Optaron por el populismo penal como garantía de su triunfo electoral, expresando otra línea de continuidad cultural con la que llamaron “larga noche neoliberal”. Entrada la década de 2010, el crecimiento del Estado, fomentado desde 2007, garantizaba la alta capacidad punitiva que se expresó como criminalización de la pobreza y se materializó en el crecimiento inédito de la población penal.
El nuevo régimen punitivo impactó de forma profunda en las redes femeninas de sostenimiento de la población penalizada. Contribuyó a la dinámica neoliberal de reproducción de la delincuencia a través del castigo legal de mujeres madres señaladas como infractoras y de la penalización extralegal de mujeres cabeza de familias ampliadas que, entre otros miembros, cuidan de los presos. Antes y después de ese periodo de gobierno, las mujeres afrontaron las adversidades de manera concreta: vincular, inmediata, adaptativa y creativa. Un movimiento social colectivo, múltiple, tan resistente como silente, debe ser reconocido para construir una esfera pública auténticamente antagónica al capitalismo patriarcal.