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URVIO Revista Latinoamericana de Estudios de Seguridad

versión On-line ISSN 1390-4299versión impresa ISSN 1390-3691

URVIO  no.24 Quito ene./jun. 2019

https://doi.org/10.17141/urvio.24.2019.3763 

Dossier

La construcción de responsabilidad penal juvenil en instituciones comunitarias en Buenos Aires

The Construction of Youth Criminal Responsibility in Community Institutions in Buenos Aires

A construção da responsabilidade criminal juvenil em instituições comunitárias em Buenos Aires

1Argentina. Universidad de Buenos Aires. mcf.mariana@gmail.com


Resumen

Este artículo indaga sobre la construcción de la categoría de responsabilidad penal juvenil por parte de operadores comunitarios de un conjunto heterogéneo de instituciones, que trabajaban con un centro de referencia de la provincia de Buenos Aires durante el año 2015. En ese centro se implementan medidas alternativas a la privación de la libertad, dirigidas a jóvenes de 16 y 17 años comprometidos penalmente en delitos. La investigación utiliza técnicas cualitativas (entrevista en profundidad y análisis del discurso) que permiten desentrañar las matrices culturales que enmarcan las estrategias de intervención socio-comunitarias y su influencia en la configuración identitaria de los/las jóvenes. Algunos resultados del estudio permiten afirmar que, en el marco de la intervención alternativa a la privación de libertad, la categoría socio-jurídica de responsabilidad penal juvenil se construye en forma reintegrativa y estigmatizante, de manera intermitente, a partir de discursos de diferentes niveles de moralidad, que operan sobre la base de estrategias de “responsabilidad subjetiva”.

Palabras clave: castigo penal; medidas alternativas; justicia; juventud; responsabilidad penal

Abstract

This article explores the construction of the category of youth criminal responsibility by community operators from a heterogeneous set of institutions, which worked with a Referral Centre of Buenos Aires province since 2015. In that center, alternative measures to deprivation of liberty are implemented towards young people of 16 and 17 years old who committed crimes. In-depth interviews and discourse analysis allow to unravel the cultural matrices which frame the socio-community intervention strategies and their influence in the identity configuration of the young people. Some results of the study allow to affirm that within the framework of the alternative intervention to deprivation of liberty the socio-juridical category of juvenile criminal responsibility is constructed in a reintegrative and stigmatizing way, intermittently, from discourses of different levels of morality that operate on the basis of “subjective responsibility” strategies.

Key words: measures; criminal punishment; Justice; penal responsibility; youth

Resumo

Este artigo explora a construção da categoria de responsabilidade penal juvenil por operadores comunitários de um grupo heterogêneo de instituições que trabalham como Centro de Referência da Província de Buenos Aires em 2015. Center, onde medidas alternativas são implementadas à privação de liberdade para jovens de 16 e 17 anos cometidos criminalmente em crimes. Para fazer isso, qualitativos técnicas de entrevista em profundidade e análise do discurso que permitem desvendar as estratégias matrizes cultural de enquadramento envolvimento sócio-comunitário e influência na configuração de identidade/ jovens são usados. Alguns resultados do estudo permitem afirmar que, sob a alternativa à privação de regime de intervenção liberdade sócio-jurídica de responsabilidade penal juvenil é construído na reintegradora forma e caber estigmatizar intermitentemente dos discursos de diferentes níveis de moralidade que operam com base em estratégias de "responsabilidade subjetiva".

Palavras-chave: justiça; juventude; medidas alternativas; responsabilidade criminal; punição penal

Introducción

El empleo de medidas no privativas de libertad ha venido incrementándose desde la crisis del estado de bienestar tanto en Europa como en América Latina (Pavarini 1999; Feeley y Simon 1998). En Argentina, en las décadas del ochenta y noventa, el patrón de infancia vira medularmente gracias a la ratificación de un conjunto de normas internacionales1 que contemplan al joven como sujeto de derechos (García Méndez y Beloff 1998; Daroqui y Guemureman 1999). En ese contexto, comienza a circular cada vez más un discurso en torno a la privación de la libertad como última ratio, que privilegia la utilización de medidas alternativas al encierro (López et al. 2009). Como correlato de dicho escenario, emergen investigaciones centradas en los procesos de “resocialización” desarrollados en instituciones cerradas, como institutos de menores, correccionales y cárceles (Daroqui et al. 2006; 2007; López 2009; Cesaroni 2009; 2010; Guemureman et al. 2010; Bouilly 2011; Motto 2012; Rodríguez Alzueta 2012; Andersen 2014; Ocampo 2016). También se fomentan la implementación de programas de prevención del delito dirigidos a jóvenes vulnerables (Pasin 2009; Medan 2011; Ayos 2014), las prácticas y discursos mediante los cuales se protege a niños y adolescentes “en riesgo” (Oyhandy 2004; 2006; Guemureman 2008; Brescia, Constanzo y Contursi 2009) y las construcciones discursivas en torno a la inseguridad atribuida al joven pobre (Vilker 2011; Fernández y Focás 2014).

Sin embargo, son pocos los estudios en torno a medidas no privativas de libertad (entre ellos, cabe destacar Daroqui 1995a y 1995b; López et al. 2009; Lucesole 2012; Llobet 2013; López Gallego y Padilla 2013; Nicoletti 2014; Axat 2014; Tenembaum 2016; González 2015). De ahí que este artículo se proponga aportar a ese campo emergente, a partir de un estudio de caso en la provincia de Buenos Aires, desde una perspectiva cultural de la cuestión criminal. Esta aproximación tiene su punto de partida en Durkheim (1982; 2006) y se nutre de elementos del psicoanálisis tanto freudiano como lacaniano y de las teorías postestructuralistas del discurso y la semiosis social. Para una articulación de tales tradiciones en el ámbito de la cuestión criminal, se basa en Tonkonoff (2012; 2014a y 2014b).

Así, el abordaje del presente artículo permite un aporte que va más allá de los estudios centrados en la dimensión instrumental de la implementación de medidas alternativas a la privación de la libertad, los cuales refieren a su funcionamiento y adecuación a la normativa legal (López et al. 2009; Lucesole 2012; Nicoletti 2014; González 2015). Se busca, en cambio, poner de relieve el modo en que la proliferación de discursos en torno a la responsabilidad penal juvenil interviene en la producción de los marcos lógicos y axiológicos que dan forma a la sociedad e identidad de sus miembros en el contexto de la ejecución de medidas no privativas de libertad. Medidas surgidas como parte de una política pública “alternativa” a la privación de la libertad, orientada por la finalidad de “responsabilizar” a los/las jóvenes y enmarcada por la ampliación de las redes de control que supone el modelo de justicia intervencionista bajo el cual surgen.

La política comienza a implementarse en 2008, con la creación de los centros de referencia. Se trata de instituciones de régimen abierto, encargadas de ejecutar medidas alternativas a la privación de libertad, dirigidas a jóvenes de entre 16 y 18 años comprometidos penalmente en delitos leves (cuya sentencia es menor a dos años de prisión), sin antecedentes penales previos. Están bajo la órbita de la Dirección Provincial de Medidas Alternativas, dependiente de la Secretaría de Niñez y Adolescencia, creada por el Ministerio de Desarrollo Social. Atienden a jóvenes bajo una medida cautelar o sancionatoria alternativa a la privación de libertad.2

Las medidas se implementan en conjunto con instituciones públicas y de la sociedad civil, con una inscripción territorial próxima a los lugares de residencia de los/las jóvenes, que son instrumentales al desarrollo de la intervención que el centro de referencia centraliza. Utilizando como marco teórico una aproximación cultural a la cuestión criminal (Tonkonoff 2012), este artículo se propone explorar cómo se implementan dichas estrategias en distintas instituciones de la comunidad. Busca analizar el modo en que los discursos comunitarios inscriben las prácticas “socio-educativas” a las que se hallan sujetos los/las jóvenes, atendiendo tanto a la incidencia sobre la configuración de su identidad como a la permanencia (o no) de estos últimos en las instituciones luego del cierre de la causa penal.3 El artículo se estructura en cuatro partes: en la primera se presenta el marco teórico con los conceptos que guían la propuesta de análisis; en la segunda, una breve descripción del diseño metodológico; en la tercera, el análisis de las categorías extraídas de las entrevistas y en la cuarta, algunas reflexiones cuyo fin es impulsar nuevos interrogantes o líneas de investigación.

Consideraciones teóricas y propuesta de análisis

Se parte del supuesto según el cual los discursos comunitarios inciden en la construcción identitaria de los/las jóvenes de acuerdo con el modo en que ellos sean interpelados por los agentes de la comunidad. El concepto de identidad es retomado de Hall (2003, 16): el resultado de un proceso contingente de articulación entre sujetos y prácticas discursivas, que requiere de su “exterior constitutivo”. Un proceso nunca acabado de sujeción, que no puntea un yo invariable y ahistórico, sino un sujeto descentrado que se adhiere temporariamente a las posiciones subjetivas construidas por las prácticas discursivas mediante una “política de exclusión” (Hall 2003, 15) necesaria para afianzar los límites simbólicos. En términos del propio autor:

Uso identidad para referirme al punto de encuentro, el punto de sutura entre, por un lado, los discursos y prácticas que intentan interpelarnos, hablarnos o ponernos en nuestro lugar como sujetos sociales de discursos particulares y, por otro, los procesos que producen subjetividades, que nos construyen como sujetos susceptibles de decirse (2003, 20).

La construcción identitaria de los/las jóvenes fue una cuestión central para la investigación; el modo en que se produce este proceso determina el carácter de las estrategias de intervención. Desde una perspectiva cultural de la cuestión criminal, Tonkonoff (2012) abría dos estrategias principales de intervención: mítico-penales e instrumentales. Por un lado, una estrategia de intervención es mítico-penal cuando se dirige al joven a través de discursos de alta concentración de violencia y moralidad,4 que lo constituyen como alteridad cultural radical. Son discursos penales que persiguen, pasional y colectivamente, la expulsión simbólica del joven como criminal, en forma institucionalizada o no. Lo hacen por estar inscritos en los marcos cognitivos y valorativos hegemónicos, que descansan sobre dos prohibiciones fundamentales: la de atentar contra la vida de los individuos y la de violar la propiedad privada. El valor de dichas prohibiciones es reforzado por la punición del transgresor. Por eso, el castigo penal cumple la función de detener el curso de los afectos que podrían llegar a atentar contra ellas y de certificar las formas hegemónicas de sentir y de pensar.

Por otro lado, una estrategia de intervención es instrumental cuando opera sobre la base de discursos administrativos orientados a alcanzar un fin, los cuales no atentan contra los valores hegemónicos de la organización cultural, sino contra las prescripciones normativas del código penal. Interesa, entonces, desentrañar el modo en que se busca responsabilizar a los/las jóvenes, a partir de discursos que los/las interpelan como una otredad radicalmente opuesta al nosotros constitutivo de la sociedad. Por lo tanto, los desplazan hacia sus márgenes, ya como autores/as de un delito que no amenaza los valores y creencias hegemónicas, sino las categorías jurídicas del código penal.

Ahora bien, considerando que en el transcurso del análisis no solo se identificaron discursos mítico-penales y discursos instrumentales, sino discursos de baja concentración de moralidad, se incorporan los aportes de la teoría de la vergüenza reintegrativa de Braithwaite (2011). De acuerdo con dicha teoría, comunicar de manera estigmatizante que cometer delitos es deshonroso puede estimular el comportamiento delictivo, dado que lleva implícito el no perdón hacia el infractor. Esto se opone a la promoción de procesos de confrontación reintegrativa, mediante los cuales se transmite la deshonra que conlleva la transgresión sobre la base de un trato afectuoso y respetuoso del sujeto intervenido, lo que puede incentivarlo a desistir del delito. A la vez, la configuración identitaria del joven que estos discursos producen, bajo una lógica reintegrativa, está asociada con el desarrollo de rituales blancos (Tonkonoff 2012) en instituciones con perspectiva de derechos, en las que no era de público conocimiento que el joven se hallaba cumpliendo una medida alternativa. La lógica penal está vinculada a la proliferación de rituales rojos (Tonkonoff 2012) en instituciones de la comunidad en las que era de público conocimiento que el joven se hallaba cumpliendo una medida alternativa.

Lo que sigue se centrará, entonces, en la identificación de discursos que operan en un sentido no meramente instrumental, es decir, poniendo el eje en el/la joven como un sujeto de derechos y obligaciones, damnificado por la violencia institucional (y judicial), consciente (y, por tanto, reprochable) por su accionar ilegal (Guemureman 2008). Considerando, al igual que López (2010), que la categoría de responsabilidad penal juvenil sufrió un proceso de fetichización luego de la sanción de la Ley 13.634,5 este trabajo busca particularizar en el modo en que se apunta a responsabilizar a los/las jóvenes través de discursos de diferentes grados de moralidad. Como se ha afirmado en otros trabajos (Fernández 2018; 2019), la especificidad de la categoría socio-jurídica de responsabilidad penal juvenil consiste en que, en el marco de la intervención alternativa a la privación de libertad, se construye predominantemente en forma reintegrativa, aunque por momentos opera en forma estigmatizante.

Como sostiene Pitch (2003), el modelo de la justicia basada en los derechos posee dos dificultades principales: por un lado, asimilar los conceptos de responsabilidad, responsabilidad penal e inimputabilidad, así como los mecanismos de imputación hechos por el tribunal y los procedimientos sociales y políticos de responsabilización. Esto significa que el castigo penal posee el fin de responsabilizar al ofensor, con lo cual, aunque la pena dependa de la acción y no de las propiedades del sujeto, mantiene la finalidad de influir en su personalidad mediante una pedagogía moralizante. Según la autora, es preciso tener en cuenta que, si bien la familia, la escuela y los servicios sociales son agencias de control social, solo al sistema de justicia penal le compete la imposición de sanciones por la fuerza. Por su parte, el sistema socio-asistencial (que también lo es) puede ejercer su función permitiendo al sujeto participar voluntariamente de las intervenciones y, de ese modo, impedir que se justifique en términos de “garantías” y “responsabilización” una mayor extensión del control social penal, mediante la reinvención del papel pedagógico de la pena.

Abordaje metodológico

Para cumplir los objetivos de la investigación, se emplea un diseño metodológico cualitativo. Esto permite una aproximación a los sentidos producidos por los agentes socio-comunitarios en torno a la responsabilidad penal juvenil, en el contexto de la implementación de medidas alternativas a la privación de la libertad. Se implementó la técnica de entrevista en profundidad en nueve instituciones comunitarias, a las que se acudió en el transcurso de 2015. Se entrevistó a las autoridades de un centro cultural de la juventud, a la directora de un centro de prevención de adicciones (CPA), a la directora de un centro cultural, a la responsable del Programa Envión 6en un centro comunitario y a una voluntaria de una parroquia. Los nombres de las organizaciones de la sociedad civil fueron omitidos para mantener su anonimato.

Las preguntas iniciaron por las características de cada institución o programa, el tiempo que hacía que trabajaban con el centro de referencia, la cantidad de jóvenes bajo una medida alternativa que acudían, la conformación de los integrantes del lugar y el modo en que se vinculaban con el centro de referencia. Luego se centraron en la actuación de los/las jóvenes: desde cuándo asistían, con qué finalidad, qué hacían, cómo se relacionaban con los demás, cómo eran concebidos, si era de público conocimiento que acudían por prescripción judicial, si se “referenciaban” con alguno de los integrantes del espacio, qué pasaba si faltaban, cómo trabajaban con ellos la cuestión de la responsabilidad y si continuaban yendo después del cierre de la causa.

Análisis

Rituales comunitarios

Dentro del otorgamiento de medidas alternativas a la privación de la libertad, la realización de tareas comunitarias es una de las más habituales dispuestas por el juez. Dichas medidas pueden consistir en el ejercicio de labores domésticas (limpiar, cocinar, etcétera) y trabajos de oficio (pintar, arreglar el jardín, etc.) no remunerados o la realización de donaciones de mercadería o de dinero. Las tareas comunitarias se incluyen en las estrategias que los agentes del centro de referencia diseñan a fin de acompañar al/la joven en el cumplimiento de la sanción penal no privativa de libertad, en el marco de un proceso de reparación externa, que el joven debe realizar de cara a la reparación del daño causado a la sociedad. Ese proceso de reparación externa se desarrolla en conjunto con estrategias de reparación interna, del joven consigo mismo, dentro de procesos de responsabilidad subjetiva. Los operadores socio-comunitarios implementan tales procesos a fin de fomentar en el joven el reconocimiento de las razones que lo habrían llevado a cometer un delito, el arrepentimiento y la modificación de su conducta. Pueden desarrollarse mediante la puesta en juego de lógicas reintegrativas o punitivas.

Una de las instituciones visitadas fue una parroquia. Ante la pregunta por el modo en que los/las jóvenes eran concebidos al cumplir las tareas comunitarias, una voluntaria de la institución respondió:

La gente sabe que está cumpliendo con las tareas. Hay gente que te dice “a ese lo tendrías que hacer que haga tal cosa”. Entonces, yo les hago entender que tenemos que darle una oportunidad. Si vos ves que es respetuoso, que viene tranquilo o si viene con olor a marihuana… Si viene en esa situación, le pido que se vaya y vuelva cuando esté tranquilo. Agresión acá no, acá hay contención. ‒ Cuando terminan de cumplir con las tareas, ¿vuelven a la parroquia? No, nos encontramos por el barrio. Imagínate que no se van a poner a podar un árbol o a hacer cualquier cosa que sea para mantener el orden parroquial, gratuitamente. De hecho, a lo mejor tienen que venir y pasan cuatro o cinco meses y no vienen porque encuentran un trabajo. De algo tiene que vivir la gente (voluntaria de una parroquia, entrevista).

Para ingresar a la parroquia, el joven debe actuar en forma “tranquila” y “respetuosa”. Este rito negativo, en términos de Durkheim (1982), es condición para poder ser admitido en la institución y habilitado para trabajar en función del “mantenimiento del orden parroquial”. Ya sea cortar el pasto, podar un árbol, etc., ese trabajo provoca al/la joven sufrimiento, renuncia y malestar. Se le interpela como sujeto “de oportunidad”, mediante discursos de misericordia y caridad que habilitan su reinserción en la sociedad. Por tanto, se puede caracterizar a las tareas comunitarias como una práctica ritual que comienza estableciendo ciertas abstenciones y concluye permitiendo renovar el compromiso de los/las jóvenes intervenidos con el sistema de valores, creencias y deseos vigentes en nuestra sociedad.

Predomina en estos rituales la lógica que John Pratt (2006, 34) denomina reintegrativa: “(…) Una táctica formal de castigo en sí misma, diseñada para producir y dar expresión a sentimientos de culpa, remordimiento y formación de conciencia en el ofensor en tanto que favorece simultáneamente su reintegración al interior de una comunidad local que lo perdona”. Ya sea a través de la palabra de la voluntaria o del cura, este proceso expiatorio apunta a generar en el joven la culpa y el arrepentimiento, por el hecho de que se le atribuye como condición necesaria para su ingreso (simbólico) en la sociedad. El joven, consciente de dicha separación liminal, se somete a este “intervalo en la progresión del tiempo social” (Leach 1993, 107) para renacer, al finalizar la medida, bajo un nuevo/previo estatus social. Como sostiene Goffman (2010, 166): “Aprender que se está más allá del límite, o que no se está después de haberlo estado, no es, pues, algo complicado; es simplemente una nueva reubicación dentro de un antiguo marco de referencia, y un asumir para sí lo que antes pensaba que residía en los demás”.

Sin embargo, no puede decirse que este rito negativo tenga siempre efectos positivos en la identidad. Puede ocurrir que la exhibición pública de las tareas comunitarias, que lo convierte en un individuo desacreditado durante su realización, impida revertir la imagen de transgresor conocida por los demás y el joven decida no regresar a la parroquia, a menos que este sea un hábito previo al cumplimiento de la medida judicial. En estos casos predomina el carácter negativo del ritual. También puede suceder que las sensibilidades piadosas predominantes en la parroquia contrarresten los efectos excluyentes ocasionados por la exposición pública del joven durante la realización de las tareas, si este no acudía a ella antes de la apertura de la causa penal, de manera que continúe yendo luego de su cierre.

Distinta es la configuración identitaria cuando se trata de una institución no religiosa a la que el/la joven acudía con anterioridad a la apertura de la causa. En estos casos, es desacreditable (Goffman 2010), mas no inmediatamente tratado en calidad de diferente, ya que no se exhibe públicamente que se halla realizando tareas comunitarias. Este procedimiento facilita que el/la joven continúe yendo a la institución sin que el resto de los participantes perciba modificaciones en su comportamiento al terminar de cumplir la medida legal. Esto es así debido a que los responsables de la institución guardan “secreto profesional”. El siguiente fragmento resulta ilustrativo:

Pregunta: ¿los participantes de los talleres saben que el joven está cumpliendo una medida? No, eso tiene que ver con el secreto profesional. Nos pasó que chicos del Envión empezaron a tener conflicto con la ley. Nos pidieron que llamemos al centro de referencia para decirles que están viniendo, entonces empezamos a trabajar en forma articulada, porque en realidad nunca vinieron a hacer tipo una probation porque eran chicos que ya estaban acá becados y los fuimos acompañando (responsable del Programa Envión en un centro comunitario, entrevista).

En este caso, no es posible hablar de ritos negativos o positivos, por la carencia de una división entre el mundo cotidiano y el ingreso al centro comunitario como un mundo aparte. Si bien dicho centro es sede de rituales, los cuales tienen lugar cuando el/la joven participa de actividades que suponen el ejercicio de ciertos patrones de responsabilidad (cumplimiento de horarios, tareas, roles, etc.) no se produce ningún tipo de estigmatización hacia su persona. De acuerdo con la operadora del Programa Envión, nada cambia en su comportamiento habitual en el centro comunitario desde que se hallan sujetos/as a una medida alternativa. Dado que los/las jóvenes acuden al centro independientemente de la sanción penal, al cierre de la causa siguen yendo.

La realidad es que lo del centro de referencia es una circunstancia. Nosotros trabajamos con un montón de pibes que están siempre al filo. Los chicos que han pasado por el centro de referencia han continuado, han hecho otras cosas, han tenido familia, otros lamentablemente han terminado “en cana”. Lo laburamos desde el acompañar, desde el lado de que te conozco, sos parte de la comunidad en la que nosotros trabajamos, nos importa que puedas salir de esto, que construyas un proyecto de vida digno. Y también hablamos con las madres, les contamos cuál es la situación, porque son niños (responsable del Programa Envión en un centro comunitario, entrevista).

El centro de referencia es concebido en los discursos de los operadores socio-comunitarios como una institución generalmente “circunstancial”, ante la cual los/las jóvenes eligen la realización de actividades en el centro comunitario que frecuentan. El “proyecto de vida digno” que los operadores promueven no se dirige solo a aquellos/as bajo una medida ambulatoria penal, sino también a jóvenes “al filo” de ser atrapados por el sistema penal. Ahora bien, ¿qué significa la realización de un “proyecto de vida digno”? Aparece la idea, aquí, de no “mandarse macanas”, “salir de esto”, no “terminar en cana”, “hacer otras cosas”, “tener familia”, cumplir con lo acordado, tomar decisiones y afrontar sus consecuencias. Un sentido similar al esbozado en el artículo 69 de la Ley 13.634, que alude a la necesidad de que las políticas públicas fomenten acciones educativas junto a la familia del joven, en un sentido que contribuya a forjar su responsabilidad y defender sus derechos.

En tal sentido, la perspectiva institucional del centro comunitario es distinta a la predominante en la parroquia. Mientras que el discurso comunitario de la voluntaria de esta última institución no esboza una mirada diferenciada hacia la juventud, la operadora del centro mantiene que los/las jóvenes que acuden “son niños”, de manera que “siempre tratan de hablar con la familia”. A continuación, otro enunciado que expresa la perspectiva de derechos de la institución.

No somos un espacio de castigo tipo la iglesia, donde van a hacer una probation y van a cortar el pasto. Nosotros somos un lugar donde el pibe viene para ser joven, para estar, para compartir, para que haga algo que le guste o algo útil, un taller de algo que le interese… Esa es la idea, que lo pueda aprovechar, disfrutar, no como algo impuesto, sino porque tienen ganas (operadora del Programa Envión, entrevista).

La tensión en la explicación que los entrevistados dan a la finalidad de las medidas se subraya a partir de lo siguiente: si bien la realización de tareas comunitarias constituye un ritual rojo (Tonkonoff 2012), orientado a hacer sufrir al infractor mediante la aplicación de una sanción individualizada e intimidar al resto de la sociedad a través de la exhibición pública del castigo, incluso en los espacios sin perspectiva de derechos como la iglesia, los operadores socio-comunitarios tratan a los/las jóvenes en forma amistosa y respetuosa. Veamos un testimonio de la voluntaria de la parroquia, que afirma establecer un vínculo “maternal” con el/la joven.

Por lo general, tengo una relación muy maternal. Siempre los recibo hablándoles de que se les va a dar la oportunidad, me gusta hablar con ellos, los escucho y, si me los encuentro por la calle, les pregunto cómo andan sus cosas y los invito a volver a la iglesia, aunque sea para saber de sus cosas (voluntaria de una parroquia, entrevista).

Así, el carácter represivo7 de la medida se atenúa cuando la institución a la que el joven asiste para cumplirla acentúa el componente restitutivo.8 Lo mismo ocurre en el centro cultural de la juventud. De hecho, las autoridades de ambas instituciones participaron de los cursos que brinda la Secretaría de Derechos Humanos provincial desde fines de 2014 a personal del Sistema de Responsabilidad Penal Juvenil. En el enunciado de una de las operadoras del centro cultural de la juventud, el significante de “restitución de derechos” se dirige en el mismo sentido que el de la operadora del Programa Envión, al mantener la necesidad de contribuir a que los/las jóvenes elaboren un proyecto de vida “digno”.

La idea no es que vengas a limpiar y no te lleves un aprendizaje. Porque después termina la tarea comunitaria y el pibe puede volver a la misma. Trabajamos en la restitución de derechos porque hay una ley a la que se ha dado lugar, pero también porque lo que le pasa al pibe es que repite el año porque tiene un montón de cosas en la cabeza: no tener para comer y mucha angustia porque ha pasado este tipo de cosas desde niño. Y si a eso le sumás el hostigamiento policial que vive cotidianamente, vas a entender que llega un momento en el que dice “me chupa un huevo todo”, incluso su propia vida (operadora del centro cultural de la juventud, entrevista).

El discurso hace referencia a la restitución de derechos como objetivo central de la intervención, no solo por prescripción legal, sino porque al trabajar en equipo (desde la institución, pero fundamentalmente desde el territorio), lo que los discursos comunitarios señalan es que, para que el joven pueda cuidarse a sí mismo y a los demás, debe antes poder resolver el problema de “no tener para comer”, sufrir violencia institucional, expulsión educativa, etc. La perspectiva de derechos se erige en un sistema de creencias fuertemente arraigado, que adopta un carácter sagrado, tanto en el centro cultural de la juventud como en el centro comunitario.

Dicho carácter puede vislumbrarse en la recurrencia, coherencia y sensibilidad exhibida en los discursos comunitarios que señalan tanto las necesidades de los/las jóvenes, las “angustias” que los aquejan y el “hostigamiento policial” que soportan como el carácter legal que protege sus derechos. Esta creencia compartida en los derechos del joven como un valor supremo que se debe respetar congrega a los enunciadores en una comunidad imaginaria y refuerza su legitimidad.

El barrio como espacio mítico

Si bien la función de los operadores socio-comunitarios del centro de referencia se denomina igual que la que cumplen los operadores que trabajan desde instituciones cercanas al hogar de los/las jóvenes, la principal diferencia existente entre ellos es que solo los últimos trabajan desde el barrio, aquel espacio que los/las jóvenes comparten con los suyos y que les da identidad. En la esquina, en la placita, en la vereda o en cualquier lugar donde decidan juntarse a “tomar unos mates”, se renueva el compromiso con la cultura de la restitución de derechos entre los agentes socio-comunitarios y los/las jóvenes. Como se puede advertir en el siguiente enunciado, a medida que los agentes acuden con frecuencia a los espacios de reunión de los/las jóvenes, dan un taller o simplemente “están”, el vínculo adopta una fuerza religiosa que ratifica el sistema de creencias del que depende la solidaridad.

Lo que tiene trabajar en el barrio es que das el taller ahí y no vas justo a la hora que empieza, sino que hacés un recorrido, formás un vínculo con los vecinos, te van conociendo. Para ellos es reimportante que estés. Caminás con ellos, te sentás en la placita. Eso te genera estar en el barrio. Trabajar en el barrio es lo más. ¿Que si se presentan dificultades? Miles, pero tenés que estar, sentarte con ellos en la esquina y ser uno más para poder llegarles. Hay equipos que están ahí sentados en una oficina y resuelven más desde su espacio, con una computadora o un teléfono. Yo prefiero ir a la casa de los pibes. Las familias me conocen, soy como parte de la familia de ellos (operadora del centro cultural de la juventud, entrevista).

Los/las agentes socio-comunitarios se muestran orgullosos/as de acudir a la casa de los/las jóvenes o estar en la calle y trabajar desde allí. La exaltación del barrio como espacio “encantador” en el cual trabajar, pese a las dificultades que presenta y el esfuerzo que suscita, valoriza la labor realizada por los operadores socio-comunitarios por sobre la de los agentes del centro de referencia, quienes no lo “recorren”, sino que “resuelven desde su espacio, con una computadora o un teléfono”. El trabajo de oficina se basaría en una lógica burocrática que no suscita adhesión por parte de las operadoras, quienes prefieren resolver los problemas de los/las jóvenes desde el barrio, sin perder el contacto “con todo lo que hay ahí”, no solo porque sería más útil, sino “porque trabajar en el barrio es lo más”. He aquí una fuerte carga de afecto hacia el barrio como espacio en el que da gusto estar. Por eso, van antes del taller para charlar con los/las jóvenes, sus familias y los vecinos. Esto no significa un desdibujamiento de la frontera entre “ellos” y “nosotros”: si bien los operadores acceden a los espacios de encuentro de los/las jóvenes en cuanto sitios de emergencia de la subjetividad, lo hacen porque, de lo contrario, “no les llegan”.

La categoría de barrio se construye, entonces, impregnada de sentimientos de aprecio y amistad. Sin embargo, permanece como un lugar externo al que “se sale” y, a medida que “se camina”, los vecinos “te van conociendo” e incluso llegan a considerar “un familiar más”. Este proceso mediante el cual los operadores se vuelven “importantes” para los/las jóvenes hace de ellos “referentes”, aquellos con quienes los/las jóvenes pueden contar. Esa “llegada” incluye, además, resolver inconvenientes a jóvenes “expulsados”, por ejemplo, del acceso a la salud por el personal de instituciones de la propia comunidad.

Nuestra tarea es trabajar en el territorio y estar en contacto con todo lo que hay ahí. Por ejemplo, si hay un pibe que necesita ir al dentista, a nosotras nos conocen y nos dan los turnos. Entonces, vamos y se lo sacamos y le evitamos al pibe que tenga que pasar el mal momento de que lo traten mal. Es muy habitual que haya gente que no tiene muchas ganas de atender y termina expulsándolo. Es una puerta que se le cierra y cada puerta que se le cierra hace que el pibe se vaya encerrando más en sí mismo (operadora del centro cultural de la juventud, entrevista).

He aquí el problema de la exclusión simbólica y social que soportan los/las jóvenes en su propio barrio, por parte de adultos que los discriminan por su calidad de jóvenes. Ante ello, los agentes socio-comunitarios intervienen en resguardo de estos últimos, realizándoles lo que podrían hacer por sí mismos, para evitarles un mal momento. Esa práctica reproduce un habitus tutelar, aquel basado en la idea según la cual los/las jóvenes son incapaces de hacer valer por ellos mismos sus derechos. Lo hacen porque consideran que el maltrato recibido por los/las jóvenes al solicitar un turno en un hospital los lleva a “encerrarse en sí mismos” cada vez que “les cierran una puerta”. Como sostiene Duschatzky (1996, 18): “El fenómeno de la exclusión social progresiva refuerza esta tendencia a la referencialidad interna”.

Refuerzo de estigmas y diagnóstico antisocial

Otra de las instituciones visitadas fue un centro cultural donde los/las jóvenes ingresan con posterioridad a la imposición de la medida ambulatoria penal. Allí, de acuerdo con los discursos relevados, pese a que no se diga explícitamente, los participantes se dan cuenta de que el nuevo integrante no acude espontáneamente, sino por prescripción legal. Las sensibilidades estigmatizantes que estos expresan impiden que el joven no abandone su estatus de transgresor hasta que finaliza el proceso judicial. En tal sentido, podemos advertir en el discurso de la directora de la institución el modo en que se pone de relieve el carácter expiatorio de la intervención en la caracterización de los/las jóvenes como sujetos “que no se van a rescatar”, “violentos”, cuya función es servir a “los compañeros”, ser ayudantes multifuncionales de los adultos, adecuarse a sus horarios, tareas y deseos.

Recién vino un chico que tenía que venir y se olvidó. Le dije “bueno, vení a hacerle la merienda a los chicos de apoyo escolar”. Porque si no, lo tenemos que pagar. Él les tiene que servir, es algo que tienen que aprender. El otro día vino uno que quería que lo acompañemos y la compañera decía “este no se va a rescatar”. Ellos vienen, les dan la autorización y se acomodan de acuerdo con sus horarios, el tipo de trabajo que en ese momento está realizando el compañero y los deseos de atenderlo, de hacerse cargo de ese chico, que lo va a integrar para que aprenda a compartir cosas sin violencia. ¿Qué cosas, por ejemplo? Uno limpiaba la huerta, cuando venía el albañil, ayudaba al albañil o pintaba o ayudaba en la cocina, servía, cebaba mate. Una compañera decía “ellos tienen que pagar y ¿vienen acá a cebar mate?”. Entonces, le decíamos, vos lo que tenés que entender es que él lo que tiene que hacer es aprender a vivir en comunidad, él te ceba mate y está aprendiendo a cebar mate, no es fácil cebarle mate al otro, nosotros lo hacemos naturalmente, pero ellos no.

Puede advertirse en el relato, en primer lugar, la conveniencia para la institución de que el joven acuda a hacer un trabajo por el que no se le ha de remunerar. En línea con la intervención desarrollada en la parroquia, en el centro cultural se utiliza al joven para que contribuya en la institución, de manera que puedan ahorrarse contratar una persona para la realización del trabajo. Aquí el carácter retributivo de la medida resulta explícito y no parece suscitar contradicción alguna en los miembros del lugar. Así lo muestra el discurso de la voluntaria de la parroquia. “La verdad es que son una gran ayuda, han arreglado mesas, sillas rotas. Por lo general, no nos han tocado muchos violentos. Vienen, hacen lo suyo, me escuchan, a veces los reto, a veces les hablo con el corazón, los encamino” (voluntaria de la parroquia, entrevista).

Tanto en el caso del centro cultural como en el de la parroquia se construye la identidad del joven como un sujeto útil, cuyo comportamiento por acción u omisión es asociado con “la violencia” y, por ende, es preciso “encaminar”, a veces retándolo y a veces “hablándoles con el corazón”, para que se integren a la vida comunitaria. Ahora bien, ¿qué significa vivir en comunidad, de acuerdo con los discursos relevados? ¿Qué rol se asigna al joven en ella? ¿Se puede entender el significante de violencia como el producto de configuraciones hegemónicas de sentido que rigen en una época? La directora del centro cultural alude a las reglas de conducta que la institución propone hacerles internalizar a los/las jóvenes en términos de lo que “ellos” no asumen naturalmente, a diferencia de “nosotros”. Se puede observar en el relato que ese “nosotros” se ubica en una posición de superioridad respecto a quienes “no saben vivir en comunidad”. Dentro de esta última habría miembros que estarían para “servir” (limpiar, ayudar, cebar mate…) y otros para enseñar (disponer, decidir, mandar…).

Al igual que en la parroquia, cuando terminan de cumplir la medida, los/las jóvenes dejan de asistir a la institución, según cuenta la directora del centro cultural.

Tenemos un chico que la novia vino con él a dar apoyo escolar para garantizar que él viniera, así, seis meses, y después la chica se quedó. Vino seis meses, divina la chica y nos hacía mucha falta. Ella empezó a venir para que viniera el novio, él vino, terminó y no vino más. Ella ahora coordina apoyo escolar.

Esto refleja la incidencia del carácter retributivo de la medida en la permanencia de los/las jóvenes en la institución comunitaria. Si la novia del joven intervenido acude circunstancialmente y termina por convertirse en coordinadora de apoyo escolar, es debido a que lo hace por voluntad propia y no porque “tiene que pagar”. De la misma forma, aparte de que la incorporación del joven al espacio se realiza con posterioridad a la apertura de la causa penal, otro de los factores que diferencia el ejercicio de las tareas comunitarias en el centro cultural antedicho de los que tienen lugar en el centro cultural de la juventud y el centro comunitario donde funciona el Programa Envión y se acerque, en cambio, al impulsado en la parroquia es la carencia de una perspectiva de juventud en clave de derechos por parte de los adultos responsables de cada institución. En estos últimos dos espacios prima una perspectiva protectoria, que por momentos puede tornarse punitiva.

Distinto es el abordaje del centro de prevención de adicciones (CPA). Si bien distingue la etapa de transición a la adultez por la que atraviesa el/la joven (entre 16 y 18 años), lo hace desde una perspectiva positivista, que busca la explicación del crimen en el carácter y el origen del individuo (Matza 2014). Así, identifica a la responsabilidad juvenil como la posesión del sentimiento de culpa por los actos cometidos, que el “paciente” puede tener o no. Solo en el primer caso se le podría “ayudar”.

Pregunta: ¿la responsabilidad es un eje de trabajo? Sí, es algo que el paciente puede tener o no. Si no lo tiene, es un diagnóstico antisocial, no hay sentimiento de culpa. En el caso de los jóvenes del centro de referencia, generalmente no hay, no saben lo que es la responsabilidad. Por eso no duran acá. ¿Qué es un diagnóstico antisocial? Es el de una persona que transgrede, para él la ley no existe. Entonces, le va a ser muy difícil adaptarse a cualquier aparato social, ya sea una institución o mismo (sic) caminar por la calle. Se potencia más en un ambiente donde el resto transgrede (directora del CPA, entrevista).

Puede caracterizarse el discurso de la directora del CPA como enunciado desde una perspectiva positivista, que concibe el crimen como producto de una patología, la cual condiciona el libre ejercicio de la libertad del/la joven (Matza 2014). El “diagnóstico antisocial” se debe a la “ausencia de ley”, que impediría a la persona “adaptarse” a la sociedad. De manera que, si bien debería someterse a un “tratamiento”, el carácter “antisocial” del individuo hace de él una persona “que no sabe lo que es la responsabilidad”. Si el sujeto carece de indicios de culpa, es debido a ello, lo cual es potenciado por el hecho de habitar “en un ambiente donde el resto transgrede”. He aquí otra de las condiciones de producción de los discursos positivistas: la teoría sociológica que acentúa el predominio de factores ambientales como desencadenantes del delito. Se entiende el ambiente socio-cultural del/la joven como regido por normas favorables a la trasgresión, lo cual permitiría explicar la irresponsabilidad del/la joven por sus acciones y considerar su incapacidad de vivir en sociedad.

En este punto, existen las condiciones para afirmar que, en el acto de definir al joven como “antisocial”, su identidad se construye mediante la puesta en práctica de una lógica mítico-penal (Tonkonoff 2012), aquella que define y valora las fronteras que fijan el contorno de la organización cultural y arrojan fuera de ella al joven criminal. Como se puede derivar del siguiente fragmento de la directora del CPA, si el/la joven no se muestra responsable desde el inicio, no vale la pena intentar trabajar, ya que no se comprometería con el “tratamiento” y lo abandonaría. Entonces, se deja de buscar su reintegración social (como mantiene el positivismo) para expulsarlo/a, simbólicamente, de la sociedad.

Conquistarlos es duro. La respuesta de invitarlos a pensar acerca de un proyecto de vida distinto es con resentimiento, como si ellos no pudieran verse ahí. No se imaginan otro tipo de vida, no quieren ir al colegio y, si van, les da igual. Entonces, lo que hacemos es citar a las familias, también muy refractarias a todo lo que les proponemos. En algunos casos, cuando quieren parar para no ver sufrir a la mamá, por ejemplo, ahí sí podemos decir que tenemos un tema para poder ayudar, pero si no, no. En general, no pasa.

Como si el “resentimiento de no poder verse ahí” de los/las jóvenes surgiera de su ambiente de socialización o de las fallas de su familia, al no permitirles interiorizar la ley, el orden y el respeto a los demás, el significante de responsabilidad se construye como aquel comportamiento (individual) que un sujeto debe poseer para ser parte de la sociedad. Al respecto, cabe señalar el modo en que Kessler (2010, 149) ha conjeturado para este tipo de opiniones una “sobreimputación de las causas del delito a la familia”, que responde a perspectivas ideológicas conservadoras. “El consenso actual es que solo en interacción con otros factores, determinados contextos familiares constituyen contextos donde es más probable que desarrollen actividades delictivas” (Kessler 2010, 150). Además, afirma Tonkonoff (2007), las conductas ilegales estables responden a un mercado económico ilegal, de donde se extraen los insumos para la actividad delictiva, que la mayoría de las veces no se reduce al entorno parental (familiar y vecinal).

Reflexiones finales

Considerando que el rol de los agentes socio-comunitarios es central para elaborar estrategias de responsabilidad penal juvenil, este artículo se propuso analizar el modo en que operan, en el contexto de la implementación de medidas alternativas a la privación de libertad. En tal sentido, se subraya cierta heterogeneidad en la implementación de estrategias de intervención tendientes a responsabilizar a los jóvenes, ya sea subjetivamente o en términos de retribución a la sociedad. Se propone que este proceso varía de acuerdo con: 1) la perspectiva institucional predominante en los espacios, 2) el momento en el cual el/la joven ingresa y 3) el carácter público del cumplimiento de una medida alternativa. Estos tres factores se interrelacionan entre sí, al atravesar los/las jóvenes distintos tipos de rituales.

Algunas de las recurrencias halladas en los discursos de los agentes permiten afirmar que, si el/la joven acudía a la institución previamente a la apertura de la causa penal, el ritual comienza siendo negativo (en el sentido de que se le prohíbe desarrollar ciertas conductas), para permitir la posterior afirmación del sistema de valores y creencias predominante en la sociedad. Son rituales blancos que buscan revertir la desafiliación institucional que soporta el/la joven de sectores populares e integrarlo a la comunidad como un sujeto de derechos y responsabilidades. La labor que desarrollan los/las agentes socio-comunitarios/as de instituciones como el centro cultural de la juventud y el centro donde funciona el Programa Envión se orienta a integrar a los/las jóvenes desde un lugar de compromiso con sus pares y con la comunidad, en general, que permita revertir su identidad desacreditable en la de un ciudadano “normal” (Goffman 2010, 167). Esto, sobre la base de una reivindicación del barrio como espacio de encuentro con los/las jóvenes, en el que es preciso adentrarse para lograr una relación positiva, afectiva y auténtica.

En cambio, en instituciones donde no predomina una perspectiva de derechos, como el centro cultural y el CPA, las sensibilidades que suscita la participación de los/las jóvenes en ocasiones adoptan un carácter estigmatizante. Señalan a un sujeto “antisocial” o le asignan un rol desacreditado dentro del espacio socio-educativo. En el caso del centro cultural, los rituales (blancos) desarrollados asignan al joven un rol de subordinación, obediencia y docilidad, mediante la puesta en práctica de una lógica predominantemente reintegrativa, en el sentido desarrollado por Braithwaite (2011). Dicha lógica en ocasiones puede teñirse de rojo, al promover en los discursos sentimientos de hostilidad hacia el/la joven o atribuirle un carácter irrecuperable. De ese modo, la medida adquiere un signo expiatorio, capaz de acentuar la diferencia entre un “nosotros” (los vecinos que sabemos vivir en comunidad) y un “ellos” (los criminales). En el caso del CPA, se identificó que el proceso tenía lugar al concebir al/la joven como un ser antisocial, sin culpa por violar la ley ni voluntad de responsabilizarse por su accionar. Eso puede limitar la asistencia de los/las jóvenes a dichas instituciones al transcurso del cumplimiento de la medida alternativa en curso; no regresan luego del cierre del proceso penal.

En síntesis, más allá de la introyección de responsabilidad subjetiva a través del cumplimiento de la medida alterativa, el/la joven ingresa a instituciones que efectivizan sentimientos y valores en los que se le quiere formar, bajo el supuesto de que su incorporación lo/a alejaría del delito (el cumplimiento de horarios, el comportamiento “amable”, la obediencia, el orden y el compromiso social). Por tanto, es de suma importancia seguir profundizando en el conocimiento del modo en que se produce esa “educación por medio de las cosas” (Durkheim 1971, 117). Además, es necesario indagar sobre la manera en que las medidas alternativas a la privación de libertad pueden operar sin regenerar, bajo nuevas formas, los mecanismos punitivos de control social que tienen lugar en instituciones de encierro (Daroqui et al. 2006). De otro modo, tal como propone Cohen (1979), el cumplimiento de sanciones en espacios comunitarios no consigue sustituir la cárcel, sino que expande la penalidad a sectores tradicionalmente ajenos al sistema penal y, por lo tanto, amplía el control social formal sobre la juventud.

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1Se refiere al Pacto de San José de Costa Rica, las Directrices de Naciones Unidas para la Prevención de la Delincuencia Juvenil, la Convención Internacional de los Derechos del Niño (que se incorpora a la Constitución Nacional con la reforma de 1994) y las Reglas Mínimas de las Naciones Unidas para la Administración de la Justicia de Menores (Reglas de Beijing), sancionadas a lo largo de la década del ochenta. En los años noventa se incorporan la Ley de Protección Integral de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes (Ley Nacional 26.061), la Convención de los Derechos del Niño, la Ley de Responsabilidad Penal Juvenil (13.634), que suplanta la legislación del modelo de patronato desde el 12/12/2006, las Reglas de Naciones Unidas para la protección de menores privados de libertad (Reglas de La Habana), las Reglas Mínimas de las Naciones Unidas sobre las Medidas No Privativas de la Libertad (Reglas de Tokio) y las Directrices de las Naciones Unidas para la Prevención de la Delincuencia Juvenil (Directrices de Riad).

2Son medidas cautelares aquellas supeditadas a una investigación penal preparatoria (IPP) durante la primera parte del proceso y medidas sancionatorias, aquellas que se imponen al finalizar la medida cautelar, con la elevación de la causa a juicio. Si el joven no efectúa las condiciones impuestas por el juez, al cumplir la mayoría de edad, su causa es elevada al Fuero de Responsabilidad Penal Juvenil, donde se termina de definir su situación legal. Ese procedimiento corresponde tanto a la imposición de medidas que suponen encierro como para las alternativas.

3Este trabajo forma parte de una tesis doctoral que analiza el modo en que los discursos institucionales, comunitarios y juveniles organizan el entramado cultural que da lugar a la categoría socio-jurídica de responsabilidad penal juvenil, en el contexto de la ejecución de medidas alternativas a la privación de la libertad, en la provincia de Buenos Aires, entre 2015 y la actualidad.

4Entendemos por moralidad la obediencia a reglas que permiten la producción y reproducción del orden social y sus sujetos (Durkheim 1971). En el marco de las medidas alternativas a la privación de la libertad tiene lugar, ante todo, un proceso reflexivo de coerción interna que el/la joven puede o no hacer para “entender lo que pasó” y modificar, en adelante, su conducta transgresora. Si lo hace, la intervención no resulta un mero proceso periférico, pues penetra en el corazón del sujeto, dando lugar al mecanismo de la culpa.

5Esta ley se sancionó en diciembre de 2006 y creó el Fuero de Responsabilidad Penal Juvenil y el Fuero de la Familia en la provincia de Buenos Aires.

6El Programa Envión depende del Ministerio de Desarrollo Social de la Provincia de Buenos Aires y se halla dirigido a jóvenes de entre 12 y 21 años en situación de vulnerabilidad social. El programa consta de diferentes ejes en los que se focalizan los centros comunitarios que lo implementan: la inserción de jóvenes en el sistema educativo, la capacitación para posterior inserción en el ámbito laboral, la promoción del acceso a la salud, la prevención de adicciones, el fomento de la utilización de nuevas tecnologías para la inclusión digital, entre otros.

7Se entiende el concepto de pena represiva a partir de Durkheim (2006, 95): “En el sentido de que la sanción fijada por la ley no consiste simplemente en poner las cosas en su estado: el delincuente no está solo obligado a reparar el mal causado, sino que encima debe además alguna cosa, una expiación”.

8Siguiendo a Durkheim (2006), las sanciones restitutivas subrayan la obligación de reparar a escala social la transgresión. Suponen una mayor tolerancia a la acción ilegal que las sanciones represivas, dando lugar a una pena de menor grado de agresividad y concentración social.

Recibido: 05 de Diciembre de 2018; Aprobado: 11 de Marzo de 2019

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