1. Introducción
El acoso sexual universitario es un problema que comenzó a instalarse en la esfera pública en Ecuador a partir de que los movimientos feministas y estudiantiles visibilizaron el fenómeno y los medios de comunicación generaron un debate en la sociedad civil.1 Desde ese momento las estudiantes no han parado de denunciarlo.2 Este proceso ha ido de la mano de la emergencia de un feminismo con nuevos rostros. Las calles de Quito se han llenado de jóvenes que gritan contra la violencia de género y a favor de la despenalización del aborto.
De acuerdo con el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos ([INEC] 2019), el 19 % de las mujeres ecuatorianas han experimentado violencia de género en las instituciones educativas. Por su parte, Larrea et al. (2023) apuntan que cinco de cada 10 mujeres docentes y estudiantes han vivido acoso sexual en las universidades y seis de cada 10 personas de las disidencias sexogenéricas han sufrido ese tipo de violencia en Quito. Por ello, las entidades rectoras de las políticas públicas de la educación superior en el Ecuador sugirieron a las universidades la implementación de protocolos de prevención y actuación para casos de acoso, discriminación y violencia basada en género y orientación sexual. Desde entonces han surgido diferentes iniciativas para 148 sensibilizar sobre este asunto en el ámbito universitario.
El objetivo del presente artículo es identificar la percepción subjetiva que el estudiantado tiene sobre el acoso sexual en Ecuador. Específicamente, nos interesa comprender las particularidades culturales que pueden limitar la eficacia de las estrategias desarrolladas contra el acoso sexual en dicho contexto, pues existe un esfuerzo por implementar medidas orientadas a la prevención del problema. Este objetivo es coherente con la necesidad de entender en qué medida el imaginario social sobre la sexualidad de la juventud ecuatoriana afecta su comprensión del acoso sexual o incluso de su normalización.
El estudio en el que se basa este artículo se realizó mediante entrevistas a estudiantes de una universidad en Quito, donde previamente se habían realizado diversas campañas de sensibilización sobre el problema y en paralelo con la aplicación de un protocolo específico para prevenir el acoso sexual. En los primeros acápites se abordan las investigaciones realizadas en torno a la juventud y a la sexualidad, particularmente para el caso ecuatoriano, pues en este contexto se evidencia un esquema binario de género que puede impactar en la forma de entender el acoso sexual. Posteriormente, se indaga acerca del acoso sexual universitario y su percepción por parte de las juventudes. Luego se presenta la metodología de la investigación y los resultados organizados de acuerdo con las categorías emergentes en el análisis. Finalmente, las conclusiones destacan cómo se normaliza y se responde al acoso mediante una actitud pasiva a pesar de existir un pensamiento bastante crítico con respecto a este problema en la juventud universitaria ecuatoriana.
2. Juventud y sexualidad en Ecuador
Desde sus orígenes el feminismo ha convertido el amor y la sexualidad en cuestiones clave para el análisis de la desigualdad de género, así como para abarcar en toda su complejidad la violencia contra las mujeres en cuanto problema social. En el contexto ecuatoriano, donde el género forma parte de un rígido sistema de jerarquización impuesto desde la Colonia, la desigualdad en el ámbito de la sexualidad sigue estrechamente unida a los desequilibrios de poder entre mujeres y hombres. La doble moral sexual, o lo que María Cuvi y Alexandra Martínez (2001, 326) llaman “concepción dual del placer”, constituye un elemento fundamental de la desigualdad de género. En su estudio sobre la construcción de la identidad femenina en Ecuador, las autoras exploran la condición moral de la feminidad, cuya sexualidad ha de subordinarse a la masculina.
Así, las mujeres aprenden a ser “buenas”, concepto que va unido a la virginidad, a la maternidad y a la disposición al cuidado. En contraste, la masculinidad tradicional en Ecuador se ha construido a partir de la idea de virilidad y honor, y en el ámbito de las relaciones con las mujeres se ha asociado a la infidelidad y al abandono (Cuvi y Martínez 2001). Para Cuvi y Martínez (2001) la violencia contra las mujeres aparece como forma de castigo frente a la transgresión de estas normas.
La cuestión del servicio o disponibilidad femenina para el otro no es un aspecto que deba subestimarse cuando analizamos el acoso, pues representa un código de género que a su vez está presente en el modo en que ocurre el abuso sobre las mujeres. Un rasgo de las estructuras patriarcales es precisamente la capacidad masculina de acceso a los cuerpos femeninos (Amorós 2008, 218), generalmente en condiciones que erotizan la desigualdad (Bourdieu 2000, 35). Esto implica que el no consentimiento femenino también puede constituir un elemento de conflicto, clave a la hora de entender las dinámicas del abuso en contextos donde la disponibilidad de las mujeres configura un ideal cultural. De hecho, Pagnone et al. (2021) destacan que el acoso sexual en el contexto universitario se da muy comúnmente en el umbral entre la seducción y el acoso y señalan que este patrón de género, aunque no garantiza que los hombres no puedan ser a su vez víctimas de acoso sexual, sí afecta la forma en que este será percibido.
En la actualidad, analizar la desigualdad entre hombres y mujeres en el ámbito afectivo-sexual supone entender cómo las relaciones heterosexuales siguen atravesadas por una distribución asimétrica del poder, a pesar del cambio experimentado por la juventud en relación con el género. En América Latina dicho cambio conlleva un salto intergeneracional importante que se expresa en una mayor conciencia con respecto al machismo y a la violencia contra las mujeres, algo favorecido por las dinámicas del mundo globalizado y por el acceso a las tecnologías de la información. La desvinculación de la sexualidad de la procreación y la “creciente diversidad de prácticas de relacionamiento” (Moreno 2008, 47) coexisten en un escenario complejo y contradictorio en el que también se aprecia un proceso de resignificación de lo sexual hacia modelos más igualitarios. Así lo apunta Nitschack (2008) al observar la superación de la oposición mujer pura/sexualizada en la mente de los hombres jóvenes.
En la práctica el nuevo ideal de pareja colisiona con papeles sexuales poco compatibles con la igualdad y con diferentes expectativas por parte de hombres y mujeres (Moreno 2008; Lagarde 2005). Además, la ruptura de la jerarquía de género en el orden afectivo-sexual no afecta por igual a todas las capas sociales. El machismo continúa siendo un elemento cultural “típicamente latino” asociado a las clases más populares (Bastos 2007, 107-108).
Así, la sexualidad estaría atravesada por significaciones cuyo sentido hay que buscarlo en el sistema de género. No hay que olvidar que en América Latina persisten limitaciones en el acceso a anticonceptivos y al aborto (Zabala 2010, 153), y que el placer ha sido tradicionalmente deslegitimado en las mujeres (Salgado 2008), lo que explica que la lucha por los derechos sexuales y reproductivos ocupe un espacio central en la agenda feminista. En opinión de Judith Salgado (2008), en Ecuador estos derechos, tratados principalmente desde un enfoque biomédico, se han centrado en la prevención de riesgos y en la violencia sexual, sin romper la imagen negativa que todavía existe de la sexualidad como fuente de peligros. La sexualidad en cuanto vivencia placentera es algo nuevo, pues en la sociedad ecuatoriana prevalece una idea de lo sexual ligada a los problemas: violencia sexual, embarazos no deseados, transmisión de enfermedades o abortos clandestinos (Salgado 2008, 79), lo que converge con un discurso moralizante permeado por la influencia de la Iglesia católica que asocia la sexualidad a la reproducción, promueve la abstinencia sexual entre los jóvenes y estigmatiza la homosexualidad, cuya condición dejó de considerarse delito en Ecuador en 1997 (Salgado 2008).
En resumen, el ámbito de la sexualidad se experimenta a través de relaciones asimétricas de poder que a menudo colocan a las mujeres en una posición vulnerable. En este contexto, la juventud ecuatoriana empieza a reivindicar la sexualidad y el placer en cuanto derecho, rechazan cada vez más la discriminación de las personas LGTBI y en las mujeres también se reconoce un deseo de independencia y autonomía que refleja, en palabras de Salgado (2008) un proceso de reapropiación del propio cuerpo.
3. Acoso sexual universitario
El acoso sexual en las instituciones de educación superior es un tema investigado a nivel global (Cuencas Piqueras 2013; Pagnone et al. 2021; Ferrer-Pérez y Bosch-Fiol 2014). En los estudios feministas se considera una forma de violencia de género que introduce algunas limitantes en su tratamiento jurídico y prevención debido a su fuerte normalización e integración de los valores en la comunidad universitaria (Maceira y Medina 2021).
Existen diversas definiciones en torno al acoso sexual universitario. En el presente artículo se entiende como una “práctica verbal, escrita u oral, física o gestual, de contenido sexual, no consentida ni deseada por la persona acosada” (Guarderas y Cuvi 2020, 34), cuya finalidad suele ser el ejercicio de poder o satisfacción sexual del agresor, generando malestar, intimidación o incomodidad en quien lo recibe. Además, “implica el aprovechamiento de las situaciones de superioridad basadas en las relaciones jerárquicas institucionales, pero también basadas en las desigualdades de género, por orientación sexual, por condiciones socioeconómicas y étnicas, entre otras posiciones de subalternidad social” (Guarderas y Cuvi 2020, 34).
En Ecuador las diversas investigaciones sobre el acoso sexual se centran en el contexto desigual que promueve su naturalización y justificación. Por un lado tenemos la existencia de identidades de género fuertemente polarizadas, y por otro, el desconocimiento y la tendencia a culpabilizar a las propias víctimas. En relación con el primer factor, Tatiana Cordero y Gloria Maira (2001) destacan que la socialización de género impone a los hombres un aprendizaje de la sexualidad que califican de “fácilmente provocada” que les conecta de modo simbólico con la identidad masculina, al mismo tiempo que asocian lo femenino con la sexualidad controlada y recatada. En este contexto es habitual que las mujeres se consideren las responsables de las violencias sexuales (Cordero y Maira 2001), en especial si no cumplen con su rol de género, o que se establezca que quienes presentan denuncias tienen un trastorno psicológico (Sigal et al. 2005). Hasta hace pocos años la mayoría de estudiantes desconocían el fenómeno del acoso sexual (Crespo 2010) y su percepción estaba notablemente influida por los estereotipos en torno a la sexualidad y al género.
Estudios posteriores muestran una mirada crítica del problema, que mantiene la atención en la visión tradicionalista que contienen los roles de género en Ecuador (Barredo 2017). Pero, si bien en la actualidad es común que el estudiantado reconozca que el acoso es un problema, lo cierto es que no lo perciben como una situación lo suficientemente grave para denunciarla, motivo que se une al miedo y a la vergüenza que genera y también a la desinformación (Agustín Bosch 2018; Martínez Abarca 2016) y a una actitud pasiva por parte de los testigos (Lyons et al. 2022). También existen estudios que analizan los obstáculos que enfrentan las estudiantes al denunciar el acoso sexual debido a la instauración de prácticas disciplinarias. Según Nancy Carrión (2012, 171), la ley en la universidad contribuye a imponer el silencio que acaba protegiendo a los perpetradores y culpabilizando a las mujeres. Carrión considera que la violencia sexual castiga especialmente la reivindicación feminista y, a la larga, gesta la salida de las mujeres de las universidades.
A nivel internacional la discusión académica en torno al acoso sexual también indaga en los procesos de subjetivación femenina y masculina emergentes en el ámbito universitario en relación con el acoso sexual. Se vincula con la reactivación de prácticas propias de los hombres jóvenes que construyen sus masculinidades a partir de la homosocialidad, de la cosificación de las mujeres y de la pornografía (Phipps y Young 2015), elementos característicos del “neoliberalismo sexual” (De Miguel-Álvarez 2021). La cosificación del cuerpo de las mujeres representa un nuevo esfuerzo por controlar el cuerpo femenino y negar la subjetividad de las mujeres (Calogero, Tantleff-Dunn y Thompson 2011; Verdú 2018).
En otras palabras, existe una lad culture (“cultura de los muchachos”), de acuerdo con Phipps y Young (2015), que opera integrada a la “cultura del campus” y que por tanto tiene impactos en la construcción de la identidad y la experiencia de hombres y mujeres, pudiendo vincularse con los altos niveles de acoso y con la escasa denuncia.
En muchos casos esa cultura que emerge en el campus representa una defensa ante la percepción del éxito de las mujeres o actúa como mecanismo de reclamo de poder y espacio en el ámbito académico (Bennett 2009). Si bien los valores, prácticas e identidades sexuales enfrentan cambios hacia actitudes más permisivas cercanas a la liberación sexual, la normalización de los patrones sexistas premia ciertos comportamientos sexuales de los hombres, mientras que estos mismos son juzgados negativamente en las mujeres (Phipps y Young 2015; De Miguel-Álvarez 2021). Desde esta perspectiva ciertas relaciones universitarias pueden llegar a limitar la expresión sexual de las mujeres jóvenes, facilitando que su sexualización sea aceptada de forma acrítica como un elemento esencial de su identidad y convirtiéndose en una barrera para su empoderamiento (Phipps y Young 2015).
Nos situamos en un contexto global en el que los feminismos han tomado fuerza, lo que ha generado una “reacción patriarcal” (Cabezas y Vega 2022), es decir, la expresión de una nueva ola fundamentalista que se opone a las demandas vinculadas con los derechos de las mujeres. Las universidades no están exentas de estas dinámicas. Es evidente que se han dado cambios en los roles femeninos con la inserción de las mujeres en la educación superior y con la paulatina transformación de las sexualidades femeninas. Por ello, el acoso en las universidades puede reflejar un rechazo de ambas realidades simultáneamente, volviendo hostil un espacio académico con notable presencia femenina y castigando a los cuerpos femeninos que aparentan liberación.
Por otro lado, siguiendo a Marta Lamas (2018), el análisis del acoso sexual debe trascender la visión reduccionista que genera la victimización femenina en relación con una visión esencialista de los roles de género. En este sentido, su prevención no debe operar como mero control de la sexualidad que sostenga patrones represivos, sino que debe realizarse desde el respeto de las libertades sexuales de mujeres y hombres, con el único objetivo de erradicar prácticas hostiles o violentas.
4. Metodología
La investigación en la que se basa el presente artículo surge de la necesidad de ampliar los conocimientos sobre el acoso sexual en las universidades ecuatorianas, particularmente en relación con las percepciones y vivencias del estudiantado, a quienes suelen dirigirse las campañas de sensibilización en los entornos educativos. Este objetivo implica un acercamiento a la experiencia subjetiva de un grupo y al modo en que este grupo configura un imaginario particular sobre el acoso sexual, la sexualidad o el género, con la finalidad de profundizar en el contexto del problema y en los limitantes culturales que pueden intervenir en el trabajo de prevención. Por tanto, se plantea la necesidad de trabajar desde un enfoque cualitativo que permita acceder a los sentidos propios de las personas participantes y dar continuidad a un proceso iniciado en 2019 a través de la aplicación de la Escala de Acoso Sexual en las Instituciones de Educación Superior (ASIES) (Guarderas et al. 2023).
En esta investigación se aplicó un cuestionario abierto autoadministrado que fue contestado por 63 estudiantes de las asignaturas Psicología Social, Modelos y Técnicas de Intervención Psicosocial e Investigación Cualitativa de una universidad privada ubicada en Quito.3 Se eligió este instrumento debido a la posibilidad de mantener el anonimato en las respuestas y permitir que la juventud se exprese libremente sin temor a ser juzgada por las investigadoras. El cuestionario contó con 15 preguntas y se organizó en tres ejes: amor y sexualidad, concepciones sobre el abuso y acoso sexual, y percepciones sobre su experiencia personal. Fue aplicado de manera personal en un aula de cómputo. Para el análisis de las respuestas se desarrolló una codificación a posteriori. Se analizaron las respuestas basándonos en tres dimensiones (concepciones y conocimientos sobre la sexualidad, el abuso y el acoso sexual, experiencias vividas y percepciones sobre las respuestas individuales e institucionales ante el acoso sexual) para posteriormente agruparlas de acuerdo con los sentidos expresados.
De las personas invitadas a participar en el estudio solo una se negó a hacerlo. Participaron 41 mujeres, 19 hombres, dos personas que marcaron la opción “otro” en género y una que no especificó ninguna opción de respuesta. El personal entrevistado tiene entre 18 y 23 años, 36 residen en Quito, 24 en zonas aledañas a la capital ecuatoriana y cuatro personas se rehusaron a ofrecer información sobre este aspecto. Todas las personas entrevistadas son ecuatorianas excepto un estudiante de nacionalidad argentina. Se realizaron todos los procedimientos éticos para mantener el anonimato y la confidencialidad, por lo que en la presentación de los resultados se utilizan nombres ficticios.
5. Análisis de resultados
A continuación, se presentan los resultados obtenidos en función de las categorías de análisis, organizados en el siguiente orden: la educación sexual de los jóvenes, la normalización del acoso sexual, experiencias personales de acoso sexual y ante el acoso, la pasividad con respecto a este tema y el papel de la universidad.
La educación sexual de los jóvenes
Trabajar con la generación actual de estudiantes implica entender las particularidades que han marcado profundamente el cambio intergeneracional con respecto a sus progenitores. El acceso a un gran volumen de información los ha hecho más conscientes de sus derechos y hasta cierto punto, autodidactas, algo que se refleja en sus respuestas. En primer lugar, quienes responden la entrevista enfatizan la carencia de formación útil y de calidad, aluden al hecho de que la sexualidad todavía se considera un tema tabú en los centros secundarios y cuando se realizan acciones de sensibilización al respecto se centran en el coito y en la abstinencia sexual como principal estrategia para la prevención de los riesgos que conlleva la práctica sexual, sin profundizar en otros aspectos, por ejemplo, la afectividad o el abuso.
Ecuador experimentó un avance en cuanto a derechos sexuales y reproductivos con la llamada Estrategia Nacional Intersectorial de Planificación Familiar y Prevención del Embarazo Adolescente (ENIPLA), que funcionó entre los años 2011 y 2014. Dicha política logró reducir el embarazo adolescente, pero provocó el rechazo de los grupos más conservadores (Paz 2020, 79). En 2014 fue sustituida por el Plan Nacional de Fortalecimiento de la Familia, dando un paso atrás en lo que se refiere a educación sexual y a la anticoncepción. El Plan Nacional de Salud Sexual y Salud Reproductiva 2017-2021, publicado posteriormente, refleja un nuevo esfuerzo por ampliar la cobertura de salud sexual y reproductiva, pero su eficacia se ve limitada por falta de voluntad política y de presupuestos. Resulta evidente que la tensión generada en el debate sobre sexualidad y derechos permanece vigente. La educación sexual es un tema especialmente sensible que incluso cuenta con el rechazo de una parte de la población, como se constata con la presencia del movimiento “Con mis hijos no te metas”, cuya postura es contraria a la normalización de la diversidad sexual y los derechos sexuales a través de la educación (MetroEcuador 2017).
A pesar de esta situación, las personas participantes restan importancia a la educación sexual formalizada al considerar que las redes sociales y otros medios proporcionan la información que necesitan. Esto resulta especialmente valioso para quienes no cuentan con un clima de diálogo en sus propias familias. Por otro lado, parte de las respuestas también mencionan que los noticiarios televisivos son una de las fuentes de información sobre el acoso sexual.
Cabe señalar que la comunicación en el seno de la familia constituye un tema de gran importancia. Más de la mitad de los participantes afirmaron que han mantenido conversaciones sobre sexualidad con ambos progenitores. También se aprecia que las conversaciones familiares sobre sexualidad adoptan matices diferentes en función del género. Los hombres en general valoran de manera muy positiva el diálogo con sus padres y relacionan la falta de comunicación con el hecho de que el tema sea tabú para ellos, con su mayor curiosidad o incluso con el riesgo de asumir embarazos no deseados. Un participante indica de forma crítica que, en su caso, fue únicamente su padre quien le habló de sexualidad, pero no del modo que hubiese necesitado, sino más bien con la intención de “convertirlo en hombre”, de inculcarle los “estereotipos de macho seductor”. Otro estudiante menciona que sus conversaciones se presentaron después de haber sufrido él mismo acoso en el transporte público.
Por su parte, las entrevistadas que han recibido información directa de su familia consideran que el impacto ha sido muy positivo porque les ha permitido desarrollar una mayor conciencia. Sin embargo, también destacan que en muchos casos estas charlas se orientan a “la defensa de la mujer”, al deseo de advertirles sobre los peligros a los que se enfrentan. Las estudiantes asocian la inseguridad que les hace sentir la cuestión sexual a la falta de información recibida por parte de su entorno más íntimo y al exceso a información disponible que no siempre refleja la realidad. Incluso aunque en menor medida, a los diálogos con sus madres, quienes tienden a poner demasiada responsabilidad sobre ellas cuando se trata el tema de la violencia sexual.
En este sentido, una estudiante experimenta cierta confusión en relación con el abuso, pues considera que escuchar comentarios de culpabilización de las víctimas por parte de su familia fue algo que la paralizó cuando ella misma fue víctima de abuso. Las estudiantes que declaran no haber tenido una buena comunicación con sus padres y madres creen que la falta de información les ha hecho normalizar el acoso sufrido en las calles y no tener capacidad de distinguir los diferentes tipos de abuso.
En resumen, identifican la falta de confianza con sus progenitores como una fuente de malestar4 y se percibe una significativa diferencia intergeneracional. Son jóvenes que además relacionan la necesidad de información con el hecho de estar empezando a adquirir responsabilidades e independencia y con el deseo de establecer relaciones y de experimentar. Se reconoce que en esta etapa vital les gustaría tener una relación de pareja formal (ya hay quienes la tienen) y se enfatiza en el hecho de que una relación ideal debe incorporar el respeto, la reciprocidad y el placer. En este aspecto también se observan algunas diferencias por género: solo las mujeres destacan la seguridad como rasgo ideal de una relación y solo algunos hombres reconocen no buscar en estos momentos una relación monógama.
La normalización del acoso sexual
El acoso y abuso sexual no es un tema nuevo para el estudiantado en Quito. De forma constante los medios de comunicación tratan casos de violencia contra las mujeres. Concretamente la universidad donde se realizó el estudio ha efectuado diferentes acciones de sensibilización al respecto. Desde el año 2019 se han llevado a cabo investigaciones, ruedas de prensa, eventos científicos, cursos de sensibilización dirigidos a representantes estudiantiles y a estudiantes durante la inducción y acciones puntuales con el material de la campaña #laUsinAcoso. También se ha activado un protocolo5 que incluso ha significado la desvinculación de docentes.
Sin embargo, en las entrevistas aparecen ciertos patrones que resultan interesantes; por ejemplo, la tendencia a normalizar esta clase de violencia cuando se da sobre las mujeres y la pasividad que adoptan frente al problema, a pesar del rechazo general que expresan hacia el mismo. Más de la mitad de quienes participaron en la investigación han visto o escuchado una situación de acoso en el ámbito educativo y quienes no conocen directamente casos concretos indican otras situaciones presenciadas en colegios y principalmente en las calles. El acoso sexual resulta ser una práctica percibida como “típica” que se realiza generalmente de hombres a mujeres. En este contexto las personas entrevistadas lo identifican en bromas, palabras o comentarios obscenos, comúnmente entre pares, y en menor medida por parte de los docentes. No obstante, cuando la situación implica al docente el impacto se considera mayor por el poder que representa su posición: “por el simple hecho de ser profesores tenemos que quedarnos calladas ante una mirada intimidante, por el miedo de que nos hagan reprobar la materia” (entrevista a Valeria, Quito, 13 de diciembre de 2022). Por su parte, entre los testimonios masculinos se alude a que “la mayoría de los adolescentes lo hacen” desde el colegio y que “es típico ver a los hombres viendo los senos o glúteos de las mujeres” (entrevista a Pablo, Quito, 16 de diciembre de 2022).
También se aprecian concepciones que continúan responsabilizando a las mujeres. En este sentido, una estudiante plantea que las mujeres “no se dan a respetar” (entrevista a Andrea, Quito, 15 de diciembre de 2022) y un estudiante interpreta que el acoso que sufrían muchas compañeras en el colegio se relacionaba con sus propias actitudes, “ya que mis compañeras eran medias coquetas” y “ellos confundían las cosas que querían insinuar” (entrevista a Luis, Quito, 15 de diciembre de 2022). De ese modo, se rebaja la importancia del hecho.
El acoso que se narra es principalmente aquel que genera un ambiente hostil e incómodo para las personas que lo sufren, lo que la literatura científica entiende como acoso ambiental (Ferrer-Pérez y Bosch-Fiol 2014). En la mayoría de los casos incluye miradas, gestos o palabras que no siempre tienen la intención de conseguir el acceso sexual a la persona. Su efecto inmediato es la intimidación y la incomodidad, unido a la percepción de que dichas actitudes forman parte de un escenario ya conocido pero difícil de cambiar. El acoso sexual es un fenómeno integrado a dinámicas sociales que la sociedad ecuatoriana está empezando a visibilizar en la actualidad. Su complejidad radica en que “hay factores que nutren un ambiente de violencia y discriminación, de silencio o desconocimiento, de complicidad, etc., que están en estrecha relación con la cultura y los valores de la comunidad universitaria -y la del entorno-” (Maceira y Medina 2021, 406).
Experiencias personales de acoso sexual
De todos los tipos de acoso, el que se señala con más frecuencia es el comentario sexual no deseado. De las 41 mujeres entrevistadas solo siete declararon no haber recibido nunca esta clase de comentarios, cinco relataron algunas experiencias en la universidad, especialmente por parte de sus compañeros de estudio y 29 contaron diferentes situaciones de acoso fuera de la universidad. Estas situaciones van desde piropos desagradables, propuestas sexuales en la calle y acoso en el transporte público, piscinas o parques. Las expresiones de acoso que se juzgan con una mayor gravedad son las que se dan en colegios. Aunque estas situaciones se perciben como cotidianas por parte de las jóvenes, también hacen hincapié en el impacto que han tenido para ellas. Muchas señalan el miedo que genera y cómo este se vuelve presente cada vez que transitan espacios públicos. Otras destacan el bloqueo, el enojo e incluso el choque emocional que supone ser consciente de la manera en la que son percibidas por la sociedad. “Su mirada hacia mí fue de abajo hacia arriba y como si estuviera viendo carne fresca” (entrevista a Amelia, Quito, 13 de diciembre de 2022); “mi mente queda en blanco por completo y lo único que siento es miedo, inseguridad y repugnancia” (entrevista a Luisa, Quito, 15 de diciembre de 2022).
De los 19 hombres participantes, cuatro declararon haber recibido comentarios sexuales alguna vez en sus vidas. Aquí se incluyen comentarios en el transporte público por parte de otros chicos, situaciones desagradables sin entrar en detalles (reproduciendo el prejuicio que asocia la homosexualidad con el acoso) y un comentario sexual por parte de una mujer mayor. Por otro lado, en la participación masculina también se recogen cinco respuestas no específicas que muestran incomodidad con la pregunta o confusión entre el acoso y otros tipos de violencia o discriminación por cuestiones raciales o estéticas. Las personas con identidad de género no binaria o de orientación homosexual que participaron en el estudio relataron situaciones de acoso y discriminación cotidiana, lo que nos hace pensar que el acoso sigue siendo un fenómeno que afecta de forma estructural a las mujeres y al colectivo LGTBI, es decir, a los cuerpos feminizados.
No obstante, para la juventud la universidad representa un espacio que tiende a reproducir, con menor intensidad o de forma menos evidente, los esquemas sexistas vigentes en la sociedad. La distinción, tan frecuente en las respuestas, entre el mundo universitario y el que está “fuera de la universidad” quizá influya en la percepción generalizada de que no existe discriminación en las universidades. Sin embargo, resulta interesante analizar los comentarios de quienes sí perciben discriminación, pues sus observaciones revelan una presencia común de los estereotipos en el aula, en concordancia con un esquema de género que concibe a las mujeres como un grupo débil y de menor inteligencia. En este sentido se relatan casos en los que el docente solo halaga la participación masculina e interrumpe a la alumna cuando intenta dar una respuesta, realiza “preguntas de tipo sexual sin ningún contexto” o rebaja el mérito de las alumnas cuando presentan buenos trabajos.
Ante el acoso sexual, pasividad
Si bien ante el acoso sexual el rechazo es general, el silencio surge como principal respuesta. Algunas mujeres expresan este rechazo como “enojo y frustración”, “iras e impotencia”, “consternación” o “asco de que nos vean como carne”. En ocasiones estos efectos se asocian con “no tener la fuerza para decirlo” o con el bloqueo y la paralización en el momento en que ocurre: “no sé cómo reaccionar, solo me quedo en blanco y camino rápido” (entrevista a Valeria, Quito, 13 de diciembre de 2022), lo que refleja los efectos psicológicos que acompañan al acoso sexual (Cleary et al. 1994; Cuencas Piqueras 2013). La mayoría de participantes confiesa no saber con exactitud qué hacer ante estas situaciones, aunque una amplia proporción conoce normativas o protocolos. Se señalan principalmente dos motivos: el temor a las represalias académicas y a ser juzgados por otras personas.
La respuesta basada en la expresión de sentimientos negativos (la más común entre quienes participaron en el estudio) indica en esencia una falta de acción o de dirección concreta en el manejo del problema, tanto si se ha sufrido como si se ha sido testigo. Cuando se es testigo la forma más común de enfrentar el acoso sexual es mediante la huida, escapando de una situación que, aunque no se apruebe, es percibida como algo cotidiano. Si la situación implica a una persona amiga es común el apoyo entre pares a través de la escucha o de la compañía. De quienes participaron en el estudio, solo cinco manifiestan haber adoptado actitudes de confrontación con un agresor -en una ocasión impidiendo que sus propios amigos dieran “una nalgada a cada mujer que pasaba” (entrevista a Miguel, Quito, 16 de diciembre de 2022)- o han tratado de comunicarse con alguien para pedir ayuda o denunciar un caso.
La reacción más común consiste en quedarse callado, muchas veces por el miedo: “solo he bajado la cabeza y he continuado” (entrevista a Esther, Quito, 15 de diciembre de 2022). El estudiantado es consciente de la fuerte normalización de este problema en la sociedad, por ello “nadie dice o hace algo” (entrevista a persona no binaria, Quito, 13 de diciembre de 2022), lo que dificulta desarrollar una actitud activa contra el acoso. Enfrentar el acoso sexual implica activar prácticas evitativas más que acciones orientadas a la confrontación, a la denuncia o a la acción colectiva (Cano-Arango et al. 2022; Lizama y Hurtado 2019).
El papel de la universidad
Como ha quedado demostrado se trata de un problema que existe en la universidad, quizá igual o en menor medida que fuera de esta, aunque conlleva una especial complejidad por el hecho de darse en un ambiente institucional con unas marcadas diferencias de poder entre docentes y estudiantes. Las personas que aprecian esta complejidad estiman que el problema del acoso escapa a las leyes pues genera intimidación y miedo, lo que hace que quienes lo reciben no consideren seriamente la posibilidad de denunciar.
También reconocen el esfuerzo que se realiza a través de las campañas -a pesar de que tienen la percepción de que son insuficientes o sesgadas, como cuando se promueve el “cuidarse más”- y esperan de la universidad un mayor compromiso y un respeto a la juventud, cuya imagen reconocen que se estigmatiza. Así lo expresa una estudiante de 21 años: “en ocasiones las presentaciones de acoso son vistas como formas de convivencia entre jóvenes o como una explicación de la confianza que se puede tener entre compañeros, esto ayuda a normalizar más las situaciones de acoso” (entrevista a Lucía, Quito, 16 de diciembre de 2022).
Como observan Pagnone et al. (2021, 87), la normalización del acoso puede estar relacionada con el hecho de que se basa en los mismos códigos de género que operan en las relaciones de seducción, por lo que no es suficiente la implementación de medidas punitivas para solucionar el problema, se requieren a su vez cambios hacia el “desmantelamiento de los guiones del cortejo”. Otro problema que apuntan algunas alumnas es que el personal de las universidades todavía no toma en serio las denuncias. Esto desalienta especialmente a las mujeres que sufren acoso, pues profundiza su miedo a ser señaladas y culpabilizadas por la sociedad. Algunos testimonios sugieren que las mujeres todavía perciben que una situación de este tipo puede poner en juego su reputación.
Por otro lado, el miedo a denunciar y que no les crean hace que algunas estudiantes esperen también una mayor capacitación del personal laboral de las universidades o incluso la posibilidad de realizar quejas anónimas, de cambiarse fácilmente de clase o de contar con una red formal de apoyo para garantizar su bienestar emocional. “Que la universidad tenga bastante sostén para los estudiantes y ellos sepan que si les pasa algo pueden hablar y ser escuchados” (entrevista a Alicia, Quito, 16 de diciembre de 2022). De forma general, las opiniones recogidas sobre la forma en la que las universidades deben enfrentar este problema sugiere que es todavía necesario proporcionar una mayor información tanto de la naturaleza del problema como de los servicios y protocolos de los que la universidad dispone para hacerles frente. Una parte de las estudiantes también menciona la necesidad de aplicar sanciones más fuertes.
En resumen, el estudiantado expresa la importancia de hablar y de visibilizar el problema y demandan una mayor eficacia en cuanto a la aplicación de las medidas que adoptan las universidades. Muchos consideran también que el acoso sexual es un tema demasiado complejo para ser abordado únicamente desde la normativa o específicamente en el ámbito educativo, ya que forma parte de la cotidianidad en todos los espacios de la vida social.
6. Conclusiones
El acoso sexual es un problema que puede afectar directamente a la juventud en sus espacios cotidianos, por eso es de vital importancia comprender de qué modo lo experimentan y perciben. En este artículo nos acercarnos a sus percepciones en el contexto de la educación superior. A la luz de los resultados obtenidos, pensamos que el acoso sexual, dentro o fuera de las universidades, puede afectar a ambos sexos. Sin embargo, constituye un fenómeno cotidiano y normalizado cuando se dirige a las mujeres y adolescentes y a las personas LGTBI. En estos casos el acoso sexual es percibido de modo general por la juventud como una práctica machista coherente con la cosificación sexual de los cuerpos femeninos y feminizados. Esta consideración hace que muchas personas ignoren la gravedad del acoso que en la práctica es un fenómeno normalizado y complejo.
Muchas de las personas entrevistadas son conscientes de esta complejidad y han desarrollado posturas críticas con respecto al acoso y a las desigualdades de género que lo acompañan. Sin embargo, las diferencias entre las experiencias de hombres y mujeres en este aspecto siguen estando muy presentes. Aunque de forma general todos han recibido una educación sexual orientada hacia la abstinencia, las mujeres han crecido influidas por una serie de tabús y prejuicios en torno a su sexualidad y desde pequeñas se les ha inculcado cierto temor hacia el sexo. El conocimiento que ellas deben adquirir tiene el objetivo de hacerlas responsables sobre posibles embarazos y de protegerlas contra peligros como el abuso o la violación. El exceso de información que reciben hoy en día a través de sus redes sociales también profundiza estos temores.
Partiendo de esta diferencia, y del hecho de que para las mujeres la experiencia del acoso está mucho más extendida, el impacto que tiene en ellas es claramente visible. Hablan de miedo, de asco, de paralización, de frustración, de sentimientos de inseguridad e incluso de choque emocional al visualizar la imagen cosificada que tiene de ellas la sociedad. Por eso, las mujeres en particular esperan de la universidad un mayor esfuerzo. Si bien mujeres y hombres consideran que es recomendable difundir una mayor información y fortalecer los protocolos de actuación para combatir este tipo de violencia, son ellas especialmente quienes están pidiendo una mayor escucha.
En ellas persiste el miedo a que sus denuncias no sean creídas. La denuncia supone para las mujeres un riesgo adicional de malestar emocional, por lo que valoran positivamente las redes de apoyo que la universidad pueda ofrecer para enfrentar estos hechos. El acoso sexual que sufren los hombres conlleva igualmente un componente de vergüenza y de paralización, en especial cuando es cometido por otros hombres, pues en la sociedad ecuatoriana la homosexualidad todavía sufre una fuerte estigmatización en algunos sectores. En estos casos, la dificultad para hablar puede ser mayor.
Constatamos un rechazo general hacia esta problemática, unido a la sensación de que la sociedad es en cierta medida cómplice, lo que hace que sea difícil actuar contra el acoso. Cuando son testigos prefieren mirar hacia otro lado por miedo a generar más conflicto y cuando son quienes lo sufren la denuncia tampoco se contempla como la principal solución, pues existen múltiples causas que les desalientan, entre las que destacan la tendencia social a juzgar a quien lo recibe, especialmente si es mujer, o el miedo a fracasar en sus estudios si el acoso lo inicia un docente. Estos resultados nos hacen pensar que el estudiantado de la universidad analizada, aunque muestra cierto grado de conocimiento y sensibilización sobre el acoso sexual, establece una actitud pasiva frente al fenómeno, en concordancia con la actitud social que observa. No obstante, como mencionamos al inicio, son cada vez más las estudiantes universitarias que han denunciado casos de acoso sexual en los últimos años, generalmente con el acompañamiento de organizaciones feministas.
La dimensión que adquiere el acoso sexual en Ecuador (particularmente en las calles y transportes públicos, según indican las personas participantes) nos lleva a entenderlo como un fenómeno arraigado en la cultura. Cuando ocurre en el espacio universitario, por medio de chistes, gestos o comentarios sexistas, no necesariamente busca el acceso sexual a la persona que lo sufre, pero sí genera un ambiente hostil e incómodo, manifestándose como acoso ambiental (Ferrer-Pérez y Bosch-Fiol 2014). En las entrevistas realizadas, las mujeres y las personas no binarias han descrito con detalles las características y consecuencias de este tipo de discriminación, mostrando su inconformidad con respecto a los comentarios que reciben sobre sus cuerpos, acerca de la ropa que usan o lo que los demás desearían hacer con ellas. La experiencia de estar sometidas a estas miradas y juicios constantes impacta en la formación de sus identidades, haciendo que el miedo forme parte de su modo de habitar el mundo.
De cara a la prevención, los hallazgos de este artículo apuntan a la necesidad de generar procesos de información sostenidos que cuestionen de un modo crítico los roles de género asociados a la sexualidad. Se reconoce que en la universidad escogida para el estudio se ha logrado en buena medida desnaturalizar este tipo de violencia, pero no basta con este proceso. Resulta fundamental contar con acciones que garanticen las transformaciones de los roles de género en la universidad, que exploren nuevos modos de vivir la sexualidad lejos de las violencias y cercanos a las libertades.
Es necesario que los mensajes que se realicen evidencien que el acoso sexual genera incomodidad en el entorno y que reduzcan la visión del ámbito universitario como un espacio hostil. También se debe evitar el traslado de una imagen sobre la sexualidad que se asocie con el peligro, más bien comprenderla como una negociación basada en el consentimiento y el pacto de placer y del respeto. Asimismo, el asunto requiere una respuesta activa por parte de la comunidad universitaria, pero para ello es clave que las entidades que aplican la política institucional se encuentren capacitadas y con la competencia para brindar respuestas adecuadas.