1. Introducción
En este texto se explora la posibilidad de articular la geografía feminista del cuidado y los estudios urbanos de movilidad poniendo en el centro, justamente, la idea de los paisajes del cuidado en la ciudad. Los cuidados y las relaciones que estos implican se sitúan en espacios y lugares concretos, por lo tanto, la mirada geográfica tiene el potencial de articular la interacción entre sus materialidades, temporalidades y experiencias espaciales. Así, al indagar en las formas en que las prácticas de movilidad de las mujeres interactúan con las infraestructuras de transporte público de la Ciudad de México se propone pensar que la urbe es un lugar donde las prácticas de cuidado se brindan de manera formal e informal. Pero, al mismo tiempo, son los movimientos físicos por el territorio, sus significados, sus experiencias y el acceso a los transportes los que pueden facilitar u obstaculizar su ejecución.
En este sentido, mover los cuidados al espacio público y a los espacios de movilidad es un ejercicio que permite observarlos no en su calidad de prácticas fijas ancladas en el ámbito doméstico -como si cuidados, domesticidad y hogar fueran representaciones unívocas-, sino cual prácticas móviles. Se evidencia que los cuidados se mueven junto con las mujeres, de manera que los procesos de movilidad suponen 58 una reinvención de la noción de espacios móviles del cuidado.
El artículo se organiza en tres momentos analíticos. En el primero, se ubican las coordenadas teóricas que ayudan a construir el concepto de paisajes del cuidado y se analizan los aportes interdisciplinarios desde un enfoque feminista. En el segundo, se describe la metodología seguida para validar los hallazgos de la investigación, que se basa en una serie de evidencias empíricas producidas en tres Centros de Transferencia Modal (CETRAM) de la Ciudad de México. En un tercer momento, se abordan las coordenadas empíricas que configuran los paisajes del cuidado en las infraestructuras de transportes públicos de esta urbe mexicana.
Se concluye explorando cómo los sistemas de transporte podrían apoyar el trabajo de las mujeres cuidadoras. De ese modo, se pone en el centro el compromiso político con la sociomaterialidad de los paisajes, las infraestructuras y las prácticas encarnadas del cuidado, dentro de una interrogación más general sobre el género y las políticas de movilidad en la ciudad.
2. Paisajes del cuidado: un marco de análisis geográfico y feminista
El pensamiento feminista en la geografía ha mostrado la importancia y la riqueza de considerar la condición de género como clave para interpretar la realidad espacial de nuestra sociedad, por lo tanto, las geografías feministas tienen un papel clave para contribuir a los debates interdisciplinarios del cuidado en la ciudad. En este sentido trazar un mapa conceptual que sirva como marco de análisis de los paisajes del cuidado es el objeto de este apartado.
Definir el paisaje
El paisaje es un concepto cargado de connotaciones culturales y puede ser interpretado desde múltiples, diferentes y hasta contradictorias formas. En efecto, puede acordarse que el paisaje es primeramente cultura, construcciones que se proyectan sobre el espacio físico, por lo tanto, una realidad física y una particular representación cultural de ella. Siguiendo a Nogué, el paisaje se refiere a la fisonomía externa y visible de una determinada porción de la superficie terrestre y la percepción individual y social que genera; un tangible geográfico y su interpretación intangible (Nogué y De San Eugenio Vela 2011). Por este énfasis perceptivo, localizado en la vista del observador, el paisaje alude inevitablemente a una dimensión cultural.
Además de sus connotaciones culturales, los paisajes se crean y se recrean a través de las relaciones sociales y funcionan como parte de la sociedad, o sea, los paisajes se construyen socialmente en el marco de un juego complejo y cambiante de relaciones 59 de poder, esto es de género, clase, etnia… Sobre esta idea, se puede afirmar que el paisaje está genéricamente construido: “las imágenes del paisaje podrían codificarse instantáneamente de acuerdo con una jerarquía social de género” (Cosgrove 2002, 81). Para este autor, el poder naturalizador del paisaje deriva también de la naturaleza del género y el cambiante discurso del patriarcado; por ejemplo, en el pensamiento moderno “el cuerpo femenino se asocia completamente con la naturaleza y ambas, por su condición de propiedad pasiva de los hombres, están abiertas a una mirada penetrante e intransigente” (Cosgrove 2002, 82).
En esta línea que articula el poder y la cultura para conceptualizar el paisaje, podría ser útil discutir la categoría de lo visible y lo invisible con la que algunos autores y autoras han tratado a los paisajes. En efecto, cotidianamente nos movemos por paisajes ocultos, que forman parte de lo que Joan Nogué denomina las geografías de la invisibilidad, “-aquellas geografías que están sin estar- marcan nuestras coordenadas espacio-temporales, nuestros espacios existenciales, tanto o más que las geografías cartesianas, visibles y cartografiadas propias de las lógicas territoriales hegemónicas” (Nogué 2007, 14).
Desde esta perspectiva el hecho de que los habitantes urbanos tengan un uso diferencial del espacio de acuerdo con las necesidades, intereses y capacidades, y que, a la vez, estas estén influencias por su edad y género, así como por el grupo social al que se pertenece, hace que la ciudad sea en buena medida un “paisaje invisible” (Nel·lo 2007, 186). Considero que esta es una idea potente para instalar la cuestión del sesgo masculinista en esa mirada que ha prevalecido y para la cual los paisajes de cuidado se han mantenido invisibles. La invisibilidad entonces es una buena metáfora para pensar estos paisajes.
Definir el cuidado
Para definir el cuidado, se parte de que el género es “un elemento constitutivo de las relaciones sociales” y “una forma primaria de relaciones significantes de poder” (Scott 1996, 289). Al considerar que las relaciones de género son, al mismo tiempo, sociales y espaciales, es importante reconocer que las formas espaciales en las que se estructura y practica el cuidado abren una rica y compleja discusión sobre lo público y lo privado, lo interior y exterior, y también sobre los lugares y las escalas dentro de la ciudad. La noción de cuidados representa un concepto polisémico e interdisciplinario. En este sentido, la literatura feminista lo utiliza como una categoría analítica que tiene la capacidad de revelar dimensiones importantes de la vida de las mujeres, y al mismo tiempo capturar propiedades más generales sobre la organización social de las necesidades colectivas del bienestar. Engloba, por tanto, el hecho de hacerse cargo de
los cuidados materiales -lo cual implica un trabajo-, de los económicos -lo cual implica
un costo económico- y de los psicológicos -lo cual implica un vínculo afectivo, emotivo y sentimental- (Batthyány 2015, 10).
Por su parte, Fisher y Tronto (1990) consideran que no es un concepto unívoco, que hay diferencias importantes en cómo se utiliza. De hecho, ofrecen una definición que lo capta en su dimensión espacial, encarnada y relacional. Desde la perspectiva de estas autoras, en términos generales, los cuidados hacen referencia a
una actividad de la especie humana que incluye todo lo que hacemos para mantener, continuar o reparar nuestro “mundo”, de modo que podamos vivir en él de la mejor manera posible. Este mundo incluye nuestros cuerpos, nuestras individualidades (selves) y nuestro entorno, que buscamos entretejer en una red compleja que sostiene la vida (Fisher y Tronto 1990, 40).
Finalmente, un aspecto definicional de las relaciones de cuidado radica en que no es unilateral, está implicado en relaciones de reciprocidad e interdependencia entre las personas cuidadas y las cuidadoras, lo que revela que en algún momento de la vida algunas personas podrán ser cuidadas y en otras cuidadoras o inclusive, más a menudo de lo que pensamos, estos papeles son simultáneos. Precisamente estas relaciones de reciprocidad e interdependencia representan una condición o, como lo plantea María de la Bellacasa (2012), una precondición del cuidado, y conducen a las desigualdades de poder.En disciplinas como el urbanismo y la geografía se ha precisado que, si bien la mayor parte de los debates se han desanclado de las cuestiones espaciales y territoriales, hay algunas aportaciones que permiten estrechar el vínculo entre cuidados y espacialidades. Desde una perspectiva urbana, Comas (2017) ha sostenido que consiste en la gestión y el mantenimiento cotidiano de la vida, la salud y el bienestar de las personas. Es esencial para la existencia de la vida y su sostenibilidad, así como para la reproducción social, y en este sentido no es nada marginal. Esta autora plantea que “la ciudad es el marco donde se expresan las contradicciones de la organización social del cuidado. Las políticas públicas que proveen estos servicios son esenciales, pero los patrones de movilidad y accesibilidad condicionan su utilización” (Comas 2017, 60). Lo anterior tiene implicancias en términos de escalas en las que se intercambia el cuidado.
Definir los paisajes del cuidado
El concepto de paisaje del cuidado ha sido desarrollado en la geografía feminista anglosajona, para captar las complejas espacialidades que entraña tal categoría y las relaciones que implica. Específicamente, Milligan y Wiles (2010) han trazado un 61 marco teórico que se compromete con un creciente conjunto de trabajos geográficos que exploran la interacción entre procesos sociales, estructurales, espaciales y temporales que dan forma a las experiencias y prácticas del cuidado en diversos lugares y escalas espaciales. Para la construcción del concepto desde la perspectiva que se sostiene en este artículo, es necesario mencionar algunos antecedentes del estado de la investigación en este ámbito. Primero, con la noción de paisajes de la salud dentro de las geografías de la salud se ha prestado cada vez más atención a los espacios institucionales en los que ofrecen servicios de cuidado -hospitales, salas de parto, clínicas, etc.-, pero también a las condiciones del paisaje en cuanto factor terapéutico para el bienestar de las personas (Xiang y Shenjing 2020). Segundo, la noción de paisaje de cuidado se ha hecho eco de las geografías del cuidado que, según Conradson (2003), pueden entenderse como un campo socioespacial que estrecha el cuidado y los espacios que permiten su realización, por ejemplo, centros de acogida, hogares, cooperativas o centros asistenciales; lo que revela el carácter de emplazamiento físico del trabajo de cuidados. A estos espacios autoras como Power y Williamson (2019) agregan las materialidades del cuidado que hacen referencia a cómo se inscriben los objetos, cuerpos, edificios o los materiales, y cómo dan forma a la naturaleza y la posibilidad del cuidado. Tercero, los paisajes emocionales y afectivos que, de acuerdo con Nogué y De San Eugenio Vela (2011), se centran en la exploración de las interacciones emocionales entre las personas y los lugares, entre las espacialidades de la emoción y la afectividad. Si pensamos que “los cuidados comprenden actividades materiales que implican dedicación de tiempo y un involucramiento emocional y afectivo y puede ser realizado de forma remunerada o no” (Aguirre et al. 2011), las emociones del cuidado ocurren dentro y alrededor de los lugares.
Estas coordenadas conceptuales ayudan a establecer una definición del paisaje del cuidado como “complejas espacialidades encarnadas y organizacionales que surgen de las relaciones del cuidado y a través de ellas” (Milligan y Wiles 2010, 740). Interesa recuperar esta definición para extender sus límites, ir más allá y observar el potencial de dicho concepto para pensar dos procesos en particular: por un lado, las experiencias móviles de cuidado en espacios de transporte; y, por otro, la influencia que el diseño urbano y los espacios del transporte tienen en las prácticas de cuidado informal. En tal sentido, concebir el cuidado como parte del paisaje implica hacer visibles realidades que pasan desapercibidas, debido a que se realizan en y a través del movimiento.
Siguiendo esta línea argumental, la relación entre movilidad y género resulta compleja y a menudo marginal dentro de los estudios de movilidad y transporte. No obstante, hay evidencia significativa de que las mujeres en la mayor parte de los países de América Latina tienden a sufrir más restricciones en las opciones de transporte y acceso deficiente debido a las desigualdades estructurales en cuanto a la accesibilidad
(Jirón, Lange y Bertrand 2010), tienen a su disposición servicios de transporte de menor
calidad y viajan en peores condiciones de seguridad, pues la movilidad cotidiana está
mediada por la experiencias y significados de la violencia-miedo (Soto 2017). La
evidencia también ha permitido reconocer la interdependencia en la movilidad de los
miembros de un hogar y la importancia de las redes sociales, lo que pone en tela de
juicio el supuesto individual y racional que subyace en la planificación de transportes
Recientemente la articulación entre movilidad, transporte y cuidados comienza a ser captada bajo la categoría de “movilidad del cuidado”. El concepto fue acuñado por Inés Sánchez de Madariaga en 2009 como una categoría analítica que permite cuantificar, agrupar, nombrar y visibilizar los viajes realizados por personas adultas para el cuidado de personas dependientes y el mantenimiento del hogar (Sánchez de Madariaga 2009, 2013).
Muchos de estos cuidados implican un uso diversificado de la ciudad, porque consideran los trayectos que se deben recorrer para acceder a escuelas, centros de salud, hospitales, lugares recreativos, parques, centros administrativos y distintos servicios (Soto 2019). A los anteriores deben sumarse los viajes para abastecerse de alimentos y de productos de consumo cotidiano, que tienen sus propias lógicas temporales y espaciales. No obstante, el sistema de transporte sigue siendo pensado en función de la división sexual del trabajo, la disociación entre espacio público y privado, y las necesidades de un hombre trabajador cuyos desplazamientos son pendulares: casa-trabajo; de esta forma, no se consideran relevantes los patrones de movilidad de las mujeres.
Por consiguiente, se plantea la siguiente hipótesis: los cuidados pueden estar presentes en los viajes cotidianos de las mujeres y los territorios e infraestructuras del transporte pueden entenderse como espacios de cuidado que dan forma a las experiencias y prácticas de la ciudad en movimiento.
3. Métodos y caso de estudio
De acuerdo con la Encuesta de Origen Destino (INEGI 2017) en la Zona Metropolitana del Valle de México, se realizan 34 565 491 viajes en un día entre semana y 21 364 907 viajes durante el sábado, para todos los propósitos. De ellos, 11,15 millones de viajes se realizan caminando y 15,57 millones se realizan en transporte público. Los modos de transporte más usados son los siguientes: microbús y combi trasladan al 35,7 % de pasajeros, seguido por el metro con el 29 %, mientras que el 23,2 % caminan; el metrobús es usado por el 8,8 %, autobús por el 5,3 %, servicio de taxis por el 5,4 %, bicicleta por el 1,29 %, motocicleta por el 0,87 % y finalmente usan mototaxis el 0,75 % de las personas usuarias. La mayor proporción de los viajes realizados entre semana y en sábado pertenece a las mujeres (Steer México et al. 2019).
En este contexto de uso extendido del transporte público, la decisión metodológica principal fue emplear un enfoque analítico mixto que puso en diálogo técnicas cuantitativas y cualitativas, a través de dos métodos principales de investigación: encuesta de movilidad y etnografías móviles. De este modo, para la producción de la información cuantitativa se empleó una encuesta de movilidad, seguridad y cuidados que se realizó en 2019 en tres CETRAM.
La cobertura geográfica de la encuesta fue representativa para las usuarias de los espacios analizados, en un rango de aplicación de doce horas (entre las 7:00 a. m. y las 7:00 p. m.). Ello permitió tener una heterogeneidad de las usuarias y los propósitos en un día típico de viajes cotidianos. Se propuso una muestra aleatoria independiente de 1350 mujeres, para hacer estimaciones generales con un 3,3 % máximo de margen de error para cada CETRAM. La encuesta se organizó en tres secciones principales. La primera sección recoge las características socioeconómicas de las encuestadas (edad, estado civil, número de hijos (as), participación en el mercado laboral, propiedad de un coche y frecuencia de uso del transporte). La segunda sección se refiere específicamente a los propósitos de viaje y los modos utilizados para cada uno de ellos; en este apartado se extienden los propósitos específicos de cuidados y los modos de transporte utilizados, también se recuperan las preferencias de tipos de transporte.
Finalmente, la tercera sección abordó la cuestión de la inseguridad y violencia sexual vividas en diferentes modos de transportes y en diferentes horarios.
La evidencia cualitativa se produjo mediante etnografías móviles (Jirón 2011; Merriman 2014). Esta técnica fue utilizada para captar las prácticas de movilidad de las mujeres, a través del acompañamiento en sus desplazamientos y trayectos cotidianos. Todo esto contribuyó a acceder a la experiencia de habitar, en movimiento, las emociones, itinerarios, materialidad, trayectos y significados. Además, dicha técnica permitió indagar en los significados y valoraciones de las condiciones físicas de diferentes tipologías espaciales:
i) Accesos: entendidos como espacios umbral, es decir, elementos de una ruta accesible (entradas, puerta, rampas, elevadores, plataformas, escaleras). ii) Edificios: referidos principalmente a las formas de conexión entre los diferentes modos de transporte (metro, metrobús, tren ligero). iii) Espacios transicionales, o sea, espacios de tránsito, que pueden servir para conectar la experiencia urbana; entre estos espacios se ubican paraderos, puentes, cruces peatonales, vía pública, mobiliario urbano, entre otros. iv) Áreas de servicio (lugares de descanso, bebederos, módulos de atención, servicios sanitarios, comercio, biciestacionamientos, etc.).
El procedimiento descrito posibilitó no solo observar la infraestructura, sino la forma en que se interactúa con la misma y cómo incide en los procesos de movilidad y de cuidado. En esta perspectiva, las movilidades se entienden como procesos sociomateriales conformados por aspectos humanos y no humanos (Zunino et al. 2021).
4. Análisis y resultados
Para entender cómo se materializan los paisajes de cuidados y cómo se entienden en particular en relación con los transportes públicos de la ciudad, se observó el papel que tiene la perspectiva espacial en un conjunto relacional de prácticas de cuidado en movimiento, experiencias, emociones y tiempos que operan de manera multiescalar. Partiendo del cuerpo como un lugar que va moviéndose por calles, transportes, parques y colonias, la interpretación de tales paisajes nos sitúa en una política del cuidado y a las relaciones de poder de género en el espacio urbano.
Viajar para cuidar. Un paisaje invisible
Cuando se habla de paisajes del cuidado, aunque los habitantes no sean conscientes de ello, aunque no los vean ni los observen, los paisajes están ahí: en los viajes cotidianos que principalmente realizan las mujeres en sus recorridos por la ciudad. Nos movemos a diario entre estos paisajes invisibles y territorios ocultos en apariencia; no obstante, sus huellas marcan las coordenadas espaciotemporales inclusive más que los espacios cartográficos organizados en una lógica hegemónica masculina del transporte, para la cual los viajes de cuidado no existen porque no se miden (Sánchez de Madariaga 2004).
A través de los resultados del estudio se observa que más de la mitad de las entrevistadas utilizan el transporte público todos los días, lo que significa una alta dependencia de las mujeres a este tipo de transporte en sus actividades cotidianas (gráfico 1). Por lo tanto, los sistemas de transportes forman parte constante de quienes habitan la ciudad, pues se mueven por trabajo, estudio, tiempo libre y cada vez más por motivos de cuidados. Es decir, los transportes y las infraestructuras de acceso forman parte de los paisajes que acompañan diariamente la experiencia urbana y muchas veces no son elegidos.
Nota: *NS significa no sabe y NC no contestó.
En esta misma línea de indagación el uso del transporte está relacionado con dos actividades principales: trabajar y estudiar; ambos propósitos de viaje ocupan las tres cuartas partes de las respuestas señaladas por las mujeres. Sin embargo, es importante precisar que los espacios de transporte son utilizados por las mujeres para realizar otras actividades. Por ejemplo, en la encuesta de Taxqueña, casi un 7 % señaló usarlo para visitar a un familiar, casi el 5 % lo utiliza principalmente para asuntos de salud personal, mientras que una de cada diez lo utiliza para ir de compras o para asuntos de entretenimiento. Porcentajes similares se observan en las encuestas de Pantitlán e Indios Verdes, donde el 4,1 % y 5,1 % respectivamente lo usa para visitar a un familiar. El 5,1 % de las usuarias de Pantitlán transitan por ahí para ir de compras, mientras que el 3,3 % de las usuarias de Indios Verdes lo emplean para asuntos relacionados con su salud personal.
Evidentemente considerando por separados estos propósitos de viajes pueden resultar insignificantes, no obstante, si se construye una categoría que articule los “viajes de cuidado” en la ciudad, estos podrían ubicarse como el segundo motivo en términos de prioridad de viajes de las mujeres. Ello tendría un impacto en el diseño de las políticas de transporte y movilidad, como aparece en la figura 2.
Nota: NC=no contestó.
Para realizar actividades de cuidados y vinculadas a trabajos no remunerados se encuentra lo siguiente: para acompañar a un familiar al médico, las usuarias de los CETRAM de Pantitlán e Indios Verdes señalaron utilizar con mayor frecuencia el metro (con 34,1 % y 28,4 % de las respuestas respectivamente); mientras que en Taxqueña el modo de transporte que más señalaron las usuarias para este propósito fue el microbús con el 38,4 % de frecuencia, seguido del 33,5 % que utiliza el metro. El mismo patrón se observó para realizar trámites, visitar o cuidar de un familiar.
Uno de los propósitos de viajes mayormente realizado por las mujeres en un día típico es ir de compras (supermercado, mercado, tianguis, tiendas, etc.). El 32 % de las usuarias en Taxqueña mencionaron que utilizan el microbús, en tanto que el 31,7 % en Pantitlán y el 22,5 % en Indios Verdes. Finalmente, las entrevistadas de las tres CETRAM coinciden en que para acompañar a la escuela a niños y niñas lo hacen caminando; en Pantitlán se observa el porcentaje más alto con el 48,2 %.
En otras palabras, no solamente la movilidad de las personas es un elemento definitivo que hay que considerar para comprender el funcionamiento del territorio, sino que asistimos a la producción de tipologías específicas de paisaje relacionadas con las formas que presenta esta movilidad (Muñoz 2008).
Dimensiones espaciotemporales del paisaje de cuidado
Como he argumentado a lo largo de este artículo, en el significado de los paisajes de cuidados se articulan dimensiones sociales y espaciales. Debido a que en la mayor parte de los estudios inspirados en las geografías del cuidado se piensa en términos de localizaciones como el hogar, residencias, comedores, casas, centros de acogida, hogares de ancianos, etc., los espacios de movilidad han recibido poca atención. En este sentido, sostengo que los espacios y lugares móviles son importantes para comprender la organización social del cuidado en la ciudad.
Ahora bien, para aproximarse a las dimensiones espaciales de los paisajes de cuidado, retomamos dos dimensiones. Una primera dimensión se centra en una descripción física o material del paisaje; según Mitchell (2007), el hecho más importante del paisaje es su existencia real, su “objetividad”; su brutal, inmutable, sólida y permanente materialidad. Entonces la dimensión física se asocia a una descripción de cómo las infraestructuras y materialidades afectan las condiciones de cuidar y autocuidarse en entornos particulares. De acuerdo con la investigación empírica, este tipo de obstáculos en la experiencia del viaje son los que se relacionan con las características físicas del espacio. En sus discursos, las mujeres hacen referencia a una amplia gama de dimensiones con las que se interactúa con el espacio, accesos, mobiliarios y equipamientos.
De esta forma, algunas mujeres mencionan en términos generales que el mal estado de la infraestructura de los CETRAM -específicamente las escaleras, zonas peatonales, calles de acceso deterioradas y “baches”- han ocasionado accidentes. Los pasillos angostos, la falta de rampas, la carencia de escaleras eléctricas o elevadores y puentes peatonales obstaculizan la accesibilidad para personas en situación de discapacidad o adultas mayores, también para mujeres que llevan a niños y niñas en carriolas o que usan bastón. Asimismo, la invasión del comercio ambulante en banquetas, la existencia de basura y la falta de señalética dificulta la orientación de las mujeres y la movilidad peatonal.
Con relación a los cuidados directos (Borderías, Carrasco y Tons 2011), es decir, las actividades directamente realizadas con las personas con quien se viaja y a quien estos se dirigen, en especial la niñez, hay una interacción importante entre la experiencia de las mujeres, el impacto material del entorno construido y la red de transporte público. De esta manera, el principal problema al que se hace referencia es que los baños son insuficientes y no todos cuentan con cambiadores, por lo tanto, llevar un bebé implica realmente un obstáculo para su cuidado. Una cuestión de diseño espacial en juego proviene del prejuicio urbanístico de que los espacios de movilidad son espacios de paso, de tránsito y fluidez, de ahí que las mujeres participantes del estudio señalen la falta de zonas y espacios de descanso, pues en caso de ir con niños, niñas o personas mayores se requieren detenciones durante los trayectos, sin embargo, las características del lugar no lo permiten.
Hasta cierto punto esta visión es parcial, porque para comprender la complejidad del paisaje de cuidados resulta necesario ir más allá de la superficie que puede quedar 69 representada en esta descripción del espacio como contenedor. Se precisa avanzar en la idea de que las infraestructuras son intrínsecamente relacionales, un sitio donde lo espacial y lo social están profunda y complejamente interconectados.
La segunda dimensión apunta un concepto útil para entender los espacios de movilidad: el de infraestructuras, aquello que nos une al mundo en movimiento y mantiene al mundo prácticamente unido a sí mismo (Berlant 2016). Siguiendo los planteamientos de Berlant, los individuos están relacionados de manera desigual por las condiciones estructurales heredadas como la clase, la raza y el género y las infraestructuras son un vector que organiza las vidas sociales y que permite o restringe formas particulares de sociabilidad. Debido a esta naturaleza relacional, la experiencia de las mujeres con las infraestructuras de transporte es particular. Un aspecto relatado por las participantes del estudio es que el movimiento, el flujo y la aceleración de estos espacios hacen que experimenten cotidianamente empujones, agresiones, presiones, pues algunas personas no respetan los ritmos de los diferentes cuerpos; por lo tanto, cuando las mujeres acompañan a otras personas dependientes desarrollan una interacción conflictiva y con ello confirman el supuesto de que el cuidado y la movilidad son experiencias encarnadas.
Asimismo, las mujeres son muy sensibles a la falta de mapas de ubicación y de señalética en cada pasillo. Cuando existen están en malas condiciones e incluso algunas ilegibles, lo cual afecta las trayectorias espaciotemporales porque implican mayores tiempos de traslado. Un dato relevante con relación a la señalética es, por ejemplo, que no hay indicaciones de la ubicación del elevador, de los baños, lo que facilitaría, en definitiva, los cuidados durante la movilidad. Por último, las usuarias consideran que la inexistencia de un módulo de información no permite orientarse para evitar rutas innecesarias.
Cuidados móviles. Paisajes en movimiento
He evidenciado la importancia del espacio y los lugares en las prácticas del cuidado, pero considero que este no se constituye en prácticas fijas. Así, para pensar los cuidados en movimiento, es de vital importancia reintroducir la temporalidad de estos desde tres perspectivas. La primera escala temporal es el ciclo diario diurno-nocturno asociado con los horarios y la calidad de servicios del transporte, condiciones de iluminación y sobre todo la duración del viaje. Aquí se refleja que hay horarios de mayor afluencia en la mañana, tarde y noche que hacen que el tráfico, las paradas continuas y el tiempo de espera sea mayor. Esta situación se ve agravada en las horas pico.
La segunda son los ciclos anuales donde las condiciones climáticas imponen un obstáculo agregado a los viajes, por ejemplo, las lluvias y el excesivo calor. En cuanto
a la movilidad cotidiana, las mujeres reconocen que en épocas de lluvia el metro se ralentiza, el flujo de los camiones y combis para llegar al CETRAM dificulta el acceso, la falta de techos y las condiciones de insalubridad se hacen más evidentes, hay encharcamientos de agua e inundaciones, por ello viajar acompañando a otras personas se vuelve más complejo.
La tercera es la trayectoria individual del tiempo-espacio, donde las prácticas efímeras y fugaces también configuran paisajes (Hiernaux 2007). El trayecto de ida y regreso para llevar a niños y niñas a la escuela, viajar al trabajo, comer, comprar las tortillas, pasar al supermercado, sentarse en un banco del parque dan vida a paisajes efímeros que se podrían denominar en movimiento, en tanto los viajes de cuidado que realizan las mujeres tienen una intencionalidad definida y se expresa en cierta construcción espacial efímera.
A continuación, presento dos casos que tienen el poder de complejizar dos formas de cuidar en movimiento y que son relevantes en la configuración de los paisajes del cuidado justamente como paisajes en movimiento. Se escogieron porque hacen referencia a dos formas: cuidar a un niño durante el viaje y el autocuidado de una mujer mayor. Estos casos no interesan por la frecuencia, sino por el poder que tienen sus experiencias de movilidad para articular los cuidados, los espacios y los tiempos en la ciudad. De esta forma, el caso de María muestra cómo el transporte puede tener usos multifuncionales. En contra de la idea de que el tiempo de viaje es un tiempo muerto, se evidencia que durante el viaje junto con su hijo puede desplegar diferentes actividades de cuidado como alimentarlo, asearlo y atenderlo, pero además conviene poner la atención en que la mayor parte de la sociabilidad del niño ocurre durante el trayecto de ida a la guardería porque por la tarde llega dormido a su hogar. Por su parte, el viaje de Blanca pone en el centro la dimensión cuidadora de las infraestructuras y de los espacios de movilidad; Blanca tiene cáncer y para ella la movilidad está llena de inmovilidades: detenerse a descansar, parar y recuperar fuerzas, pasar al baño, son parte del continuo movilidad e inmovilidad.
El viaje de María
María trabaja en atención a pasajeros en una aerolínea en la alcaldía Gustavo A. Madero, tiene 32 años y vive con su hijo de tres años y su marido en el Estado de México. María en los días de la semana viaja con su hijo. De su casa sale a las 9:00 a.
m. hacia la guardería que se encuentra ubicada cerca de su trabajo en la estación del metrobús Álvaro Obregón. En este viaje María lleva la pañalera del niño en un hombro, su mochila de trabajo en el otro, de una mano lleva a su hijo y en la otra lleva el desayuno del niño, debido a que durante el viaje María aprovecha para darle de desayunar a su hijo, peinarlo, cortarle las uñas, limpiarlo del desayuno y alistarlo para la guardería. Su viaje a la guardería dura entre una hora y quince o una hora y media. 71
Regresa en metrobús a la estación Euzkera para caminar diez minutos y llegar a su trabajo a las 11:00 a. m. en el centro comercial Parque Lindavista. Junto con su esposo escogió esta guardería porque se encuentra cerca del trabajo de su marido y porque tiene el horario extendido hasta las 8:00 p. m. El esposo sale de trabajar a las 6:30 p. m., recoge al niño a las 8:00 p. m. y se encuentran con María en un punto intermedio del viaje de regreso a casa, cuya duración oscila entre una hora y media y dos horas. Muchas veces durante el regreso a casa su hijo duerme, por lo que su padre tiene que cargarlo. María y su esposo poseen coche, pero solo lo usan para emergencias y para hacer compras, evitan usarlo para llegar al trabajo ya que los dos trabajan en zonas complicadas de la Ciudad de México, donde hay mucho tráfico y son frecuentes los cierres de avenidas por las marchas. Los principales temores de María al viajar con su hijo se relacionan con las aglomeraciones porque los pueden golpear, robar o sufrir acoso sexual.
El viaje de Blanca
Blanca tiene 67 años y padece de cáncer. Vive en Cuernavaca y viaja semanalmente a la Ciudad de México a recibir tratamiento en el Hospital Ángeles de Lindavista (se atiende ahí pues posee un convenio con el Seguro Popular). Cada lunes sale de su casa a las ocho de la mañana, toma el Pullman de Morelos, le cobra la mitad de precio: $75 con la tarjeta del Instituto Nacional de las Personas Mayores (INAPAM). El Pullman la deja en Taxqueña a las 9:15 a. m., de ahí toma el metro y transborda en Hidalgo para finalmente bajarse en la 18 de Marzo, y de ahí caminar dos cuadras para llegar al hospital, porque a las doce del día es su cita. Su viaje en total dura entre dos y tres horas. Le gusta andar con tiempo pues sabe que se cansa.
Una cuestión que pone en su experiencia de viaje es que en el transporte la empujan, principalmente los hombres y ella necesita detenerse. El ascensor nunca funciona, así que desde que descubrió el vagón de mujeres prefiere irse ahí, aunque no siempre hay disponibilidad en este vagón. Cuando empezó con el tratamiento no sabía cómo moverse, la acompañaba su hija y usaba taxi, pero le salía muy caro, hasta $200, y tardaba mucho tiempo por el tráfico. Entonces optó mejor por usar el transporte público, buscar un albergue y moverse ella sola. Al principio fue difícil, pero ahora siente que recuperó su autonomía, va más atenta y se siente más segura de moverse en la calle. De lunes a jueves, al terminar su tratamiento, se dirige al albergue que está ubicado en Tlalpan. Los viernes regresa a su casa en Cuernavaca y descansa el fin de semana.
5. Conclusiones
A través de este trabajo he mostrado cómo las tareas del cuidado están ensambladas de manera compleja con el sistema de transporte urbano. En este sentido, trasladar la reproducción a un marco de movilidad, así como las redes e infraestructuras que la hacen posible hacia una perspectiva feminista del cuidado, subraya los aspectos políticos e inclusive performativos de los espacios de transporte que obstaculizan o facilitan las prácticas de cuidar. Al mismo tiempo, plantear la idea de paisajes a menudo invisibles y móviles del cuidado ofrece la posibilidad de ir más allá de los marcos normativos del cuidado institucional, ampliándolos a prácticas situadas en el lugar que dan respuestas a la cuestión de cómo se cuida en la ciudad.
También a partir de la evidencia cualitativa y cuantitativa presentada se observa cómo las prácticas del cuidado, frecuentemente desapercibidas, integran un paisaje complejo, que se basa en redes espaciales dinámicas y diversas que no necesariamente tomamos en cuenta cuando se plantean las cuestiones alrededor de tal categoría. En efecto, he hecho hincapié, por un lado, en cómo las desigualdades y las injusticias de género se profundizan a través de la fragmentación e insuficiencia de las infraestructuras de transporte, poniendo en cuestión que los servicios de movilidad sean neutrales y que estén aislados de lo social; por el contrario, se sustentan en un modelo masculino de pensar y construir la ciudad. Por otro lado, he anclado la discusión sobre los sistemas de transporte como parte relacional de la vida cotidiana de millones de mujeres que lo utilizan diariamente no solo para estudiar y trabajar, sino para realizar una multiplicidad de tareas y establecer relaciones que forman parte del cuidado y al hacerlo valoramos el reconocimiento de formas públicas y abiertas de este en la vida de las ciudades.
Sin duda alguna, este trabajo aún deja un conjunto de tareas pendientes y desafíos de investigación para comprender el vínculo entre cuidado y movilidad. Es importante retomar en esta línea la idea de la cuarta fase del cuidado denominada por Tronto (2013) “cuidar con”, en el sentido de que proveer cuidados tiende a crear sistemas más abiertos para la reparación del mundo: cuidados situados en tiempos, espacios y relaciones recíprocas que no se limitan a las comunidades humanas, sino que incluyen a los no humanos y los lugares. De ahí que “cuidar con” las infraestructuras de transporte todavía constituya una interrogante por resolver.