1. Introducción
Las políticas de reparación simbólica y de salud mental han sido una tarea prioritaria en los intentos del Estado de Chile por afrontar las consecuencias de la violación sistemática a los derechos humanos cometidos durante la última dictadura cívico-militar chilena (1973-1990). Las Comisiones de Verdad y Reconciliación, por medio de sus recomendaciones, han impulsado iniciativas conducentes a la subsanación moral y sanitaria de las víctimas afectadas en sus derechos fundamentales. En este contexto, las víctimas, en especial las víctimas de desaparición forzada junto al desconocimiento del paradero de sus cuerpos han ocupado un lugar central en esta agenda de reparación. Tras examinar las iniciativas de reparación en salud mental y de reparación simbólica, surgen las interrogantes: ¿en qué medida las narrativas de victimización y la adopción de una perspectiva individualizada del trauma han despolitizado los crímenes del pasado, enfatizando prioritariamente la figura de la víctima sufriente? ¿Este paradigma victimario y sus efectos de despolitización han permitido soslayar la demanda por el reconocimiento del rol del Estado en la violación de los derechos humanos?
En este marco, este artículo pretende analizar las políticas de reparación y reconciliación democrática desde el supuesto que el Estado chileno ha afrontado el problema de la desaparición basándose en dos principios: la narrativa de la victimización y la adopción de una perspectiva individualizada en el abordaje del trauma. A lo largo del texto y por medio de un análisis situado tanto en las políticas de reparación simbólica -particularmente mediante la política patrimonial, de memoriales y monumentos-, como mediante la restitución de derechos de salud, trataremos de evidenciar cómo las narrativas de la victimización han permitido soslayar la demanda por el esclarecimiento del destino de los cuerpos de los desaparecidos, despolitizar el proceso reparatorio y evitar el reconocimiento del rol que tuvo el Estado en la perpetración de violencia durante la dictadura cívico-militar, institucionalizando un régimen de impunidad.
2. Políticas públicas y aproximaciones teóricas para el abordaje de las violaciones a derechos humanos en Chile
Desde 1990, el esfuerzo incansable de organismos de derechos humanos de la sociedad civil y de agrupaciones de familiares de detenidos desaparecidos y ejecutados políticos ha sido avanzar en materia de verdad, justicia y reparación por las contundentes violaciones a los derechos humanos cometidas en Chile entre 1973 y 1990 por agentes del Estado y grupos de la sociedad civil. En este contexto, desde 1990 se levantó una serie de comisiones, programas e institucionalidades que buscaron favorecer, entre otros objetivos, la materialización del paradigma reparatorio asumiendo el principio de que era una responsabilidad moral y ética del Estado responder a las violaciones a los derechos humanos. En tanto agente responsable, el Estado se veía en la obligación de impulsar una política pública1 de derechos humanos y memoria autorizada para promover mecanismos de reparación moral y material para las víctimas, específicamente para las víctimas de tortura, muerte y desaparición.
Ciertamente no es posible establecer correlación entre el dolor, la impotencia y las esperanzas de las familias de las víctimas con las medidas que más adelante se sugieren […]. Sin embargo, la reparación moral y material parecen ser una tarea absolutamente necesaria para la transición hacia una democracia más plena. En este sentido, entendemos la reparación como un conjunto de actos que expresan el reconocimiento y la responsabilidad que le caben al Estado en los hechos y circunstancias que son materia de este informe. La reparación es una tarea en la que el Estado ha de intervenir en forma conciente y deliberada […]. Ha de ser un proceso orientado al reconocimiento de los hechos conforme a la verdad, a la dignificación moral de las víctimas y a la consecución de una mejor calidad de vida para las familias más directamente afectadas (Ministerio del Interior 1996, 1253-1254).
De este modo, en 1990 se creó la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación2 (Comisión Rettig), la cual tuvo entre sus objetivos:
establecer un cuadro lo más completo posible sobre las más graves violaciones a los derechos humanos con resultado de muerte y desapariciones cometidas por agentes del Estado o particulares con fines políticos; reunir antecedentes que permitieran individualizar sus víctimas y establecer su suerte o paradero; recomendar las medidas de reparación y reivindicación que se creyeran de justicia y aquellas que debieran adoptarse para impedir o prevenir la comisión de nuevas violaciones (Ministerio del Interior 1996, XV).
Particularmente la Comisión Rettig concentró sus esfuerzos, en mayor medida, en la cuestión económica y monetaria, en menor medida en las educativas y sanitarias y, en ulterior prioridad se situaron las medidas simbólicas, quedando en un principio a la iniciativa privada de familiares y agrupaciones de derechos humanos. La misma tendría una función individual, es decir, estaría orientada a restituir moralmente a las víctimas, en especial la reivindicación de su buen nombre en el espacio público.3 Más tarde, en 2003, se creó la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura4 (Comisión Valech), esta vez pensada con el objetivo de reunir información sobre las víctimas que sufrieron privación de libertad y tortura por razones políticas5 y, así mismo, mediante su informe concluyente, recomendar medidas reparatorias “con la mirada de procurar la reconciliación entre los chilenos” (Ministerio del Interior 2005, 517). En este caso, las medidas reparatorias se dividieron en individuales (económicas, educativas y sanitarias) y colectivas (simbólicas), donde estas últimas buscarían fomentar la conciencia social y garantizar la irrepetibilidad de los hechos.
Las recomendaciones intersectoriales levantadas por ambas comisiones han orientado la gestión de la memoria del pasado reciente en Chile, dotándola de una identidad reparatoria donde la reparación simbólica, señalada como medida colectiva y de carácter público, más bien ha tenido una función individual de restitución moral de las víctimas. Uno de los signos más claros de esta búsqueda lo encontramos en los diseños de los monumentos, memoriales y sitios de memoria, donde el nombre de las víctimas y el año de desaparición y/o ejecución constituyen, especialmente en las primeras obras, una condición inalienable. Ejemplo de ello es el renombrado Memorial en Homenaje a los Detenidos Desaparecidos y Ejecutados Políticos del Cementerio General, inaugurado en 1994, a solo tres años del término de la dictadura. Esta iniciativa precursora, de una u otra forma, a la larga instalaría la idea de reconocimiento individual efectuado por medio de las obras de reparación simbólica. Si bien hoy los grupos sociales y de derechos humanos negocian imaginarios globales alternativos (Hite 2013) que buscan instalar nuevas formas de homenajear y conmemorar tanto en los espacios públicos y privados, la comprensión de la reparación simbólica ha estado principalmente marcada por el homenaje a las víctimas, a aquellas personas afectadas que merecen ser reconocidas y subsanadas del dolor que padecieron. En este contexto, durante los últimos 30 años, las organizaciones de defensa de los derechos humanos, las agrupaciones de familiares de detenidos desaparecidos y de ejecutados políticos, los sitios de memoria y grupos de la sociedad civil han demandado al Estado, de forma general, la consolidación de políticas públicas de subsanación a la integridad de las víctimas y, de manera particular, han exigido la construcción de memoriales, monumentos y espacios conmemorativos junto con la patrimonialización de sitios de memoria donde el testimonio de los acontecimientos asociados a la experiencia de tortura, muerte y desaparición ha adoptado un lugar primordial.
En este escenario, de forma paralela, las políticas de reparación en materia de salud también han ocupado un lugar prioritario. Una de las medidas más emblemáticas asumidas por los gobiernos de la posdictadura fue la creación de un servicio de atención integral de salud dirigido especialmente a víctimas sobrevivientes y familiares de detenidos desaparecidos. Este servicio nació en 1992 con el nombre de Programa de Reparación y Atención Integral en Salud y Derechos Humanos (desde ahora, PRAIS) y es uno de los pocos servicios creados a partir de los resultados de la Comisión Rettig (1990) que ha superado el paso de los años y de las alineaciones políticas de los diversos gobiernos del Chile contemporáneo.6 El Programa transfiere a una entidad estatal parte de la experiencia acumulada durante los años de la dictadura en materia de atención de salud en general y salud mental en particular a personas apresadas, torturadas o exiliadas por motivos políticos entre 1973-1990, además de sus parientes directos. Como es sabido, durante estos años fueron proscritas todas las actividades políticas y sociales que pudieran promover oposición a la dictadura en curso. En consecuencia, las organizaciones dedicadas a la atención de salud de estas personas fueron obligadas a actuar desde la clandestinidad, abriéndose un camino hacia la oficialidad mediante el amparo que recibieron por parte de la Iglesia católica y de los fondos de la cooperación internacional que les han permitido actuar por medio de programas de intervención independientes (Castillo 2007). En este marco, las diferentes organizaciones no gubernamentales (ONG) y asociaciones que se conformaron durante este período -Centro de Salud Mental y Derechos Humanos (CINTRAS); Instituto Latinoamericano de Salud Mental y Derechos Humanos (ILAS); Fundación Ayuda Social a las Iglesias Cristianas (FASIC); Comité Denuncia, Investigación y Tratamiento al Torturado y su Núcleo Familiar (DITT) del Comité de Defensa de los Derechos del Pueblo (CODEPU), entre otros)- y que reúnen a expertos en materia de atención médica y psicológica a las víctimas de violaciones a derechos humanos, se organizan en torno a una Coordinadora de Equipos de Salud Mental de Derechos Humanos (CESAM), cuyo rol principal fue el registro, tratamiento y denuncia de las consecuencias psicológicas de la represión en Chile (CINTRAS et al. 2002).
La experiencia madurada durante esos años comenzó a dar origen a diversas propuestas de “reparación integral” ofrecidas por estos grupos de profesionales a los gobiernos democráticos, a la luz de la importancia que el proceso de reparación moral iría adquiriendo en el curso de los primeros años de la transición, especialmente una vez conocidos los resultados de la Comisión Rettig, que introduce formalmente la obligación de reparación del daño perpetrado por el Estado chileno por medio de un abanico de medidas intersectoriales. En términos de salud, ya desde las primeras propuestas de la década de 1990, los expertos provenientes del área subrayaron que la reparación moral del daño infringido mediante la violencia política solo sería posible en la medida en que se sustente en un proceso de esclarecimiento colectivo de verdad y justicia, como valor ético insoslayable, que incluye un trabajo colectivo, social y político, y que no puede limitarse al plano personal-individual, como sucede a menudo en el tratamiento de conflictos psíquicos de otra índole (Castillo 2007; CODEPU y DTT 1996; Lira 2010). Convencidos de poder avanzar con estos supuestos, dichos organismos especializados en salud mental y represión política se sumaron al esfuerzo puesto en marcha a partir de la instauración del PRAIS en los diversos servicios de salud del país. En términos concretos, las medidas de reparación moral que se negociaron entre 1990 y 2011 -año en que se entregaron los resultados de la Comisión Valech II, dando por “cerrado” el proceso de verdad y reparación en Chile-, se traducen hoy en día en la posibilidad que tienen las víctimas y familiares de detenidos desaparecidos de: acceder a atención y prestaciones médicas gratuitas en el sistema público de salud, posibilidad de retomar estudios en casos en que se hayan visto interrumpidos por la prisión política, adquirir puntos preferenciales en el sistema de postulación a subsidios de vivienda, exención del servicio militar obligatorio y asignación de pensión vitalicia para afectados directos/as y sus familiares. Este abanico de “beneficios” basados más bien en un paradigma económico, se ha posicionado como sustituto de los compromisos de reparación adquiridos a partir de los resultados de las diversas comisiones realizadas a partir de la década de 1990. En el camino han quedado la dimensión jurídica y colectiva del proceso reparatorio, así como las garantías de no repetición promovidas por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y asumidas en primera instancia por Chile. El cierre de las Comisiones de Verdad y Reconciliación en 2011 fijó el proceso de reparación en una condición de suspensión perpetua, caracterizada por las múltiples ambigüedades con que el Estado chileno se ha posicionado frente a la dimensión colectiva y social de su responsabilidad como perpetrador de violencia. Mediante esta suspensión, se ha abierto un espacio de impunidad en el que han podido ampararse los carnífices, reduciendo sus condenas efectivas y sumiendo las informaciones entregadas al Estado sobre el paradero de desaparecidos en un régimen de silencio (Ley 19 992). De esta manera, la impunidad, entendida como “la negación violenta de las aspiraciones esenciales de reconstrucción ética de las relaciones humanas en la sociedad” (Díaz y Madariaga, en Aravena y Acuña 2013, 41) se ha transformado en el mayor agente retraumatizador de quienes debían ser reparados. En lugar de promover un reconocimiento colectivo que permita elaborar lo vivido a las personas que sufrieron experiencias de traumatización extrema para poder desplazarse del lugar de víctimas hacia la recuperación de su autonomía (Lira 2010), la impunidad acompañada de un proceso reparatorio basado en beneficios ha transportado a estas personas al papel de víctimas, cuyo diálogo con el Estado se realiza a partir de la categoría diagnóstica del trauma.
3. El paradigma de la victimización para abordar las violaciones a derechos humanos en Chile
Los estudios sobre derechos humanos y la dictadura en Chile han tendido a centrarse en el análisis de los procesos de reparación y reconciliación entendiéndolos en relación con los desafíos globales que existen en términos de la construcción de memorias colectivas frente a las reiteradas situaciones de violencia política ejercida por el Estado que se extienden en todo el mundo (López 2006; Bustamante 2016). En este marco, pocas veces se han observado en el mismo plano los procesos de reparación que se han llevado a cabo en el ámbito de la construcción de memoria colectiva a partir de la creación de sitios de memoria, museos y memoriales, junto con los procesos que se han articulado bajo la lógica de la entrega de beneficios en materia de derechos sociales, como el Programa PRAIS.
Respecto a los primeros, se destaca un reconocimiento del enorme contraste existente entre el tratamiento que se ha hecho de las víctimas, individualizándolas como sujetos e identificando los aspectos más íntimos de las vejaciones que sufrieron, en detrimento del lenguaje generalizado y pulido que se extiende sobre los perpetradores, quienes son difícilmente individualizados personalmente, utilizando una serie de estrategias lingüísticas que están presentes tanto en la conformación de los informes Rettig y Valech, como en los medios de comunicación masiva que utilizan esporádicamente dichas fuentes (De Cock y Michaud Maturana 2017). Los estudios realizados en este vértice son los más copiosos y, si bien han realizado una extensa discusión respecto a los usos de la memoria y a las políticas públicas que están detrás de los procesos de patrimonialización o eliminación de los lugares en que se realizaron violaciones de derechos humanos y desapariciones forzadas, varios coinciden en destacar que el teatro de la memoria, la escenificación que se pone en acto mediante los símbolos y materialidades apostados en estos lugares, tiende a organizar composiciones cuyo objetivo es enfatizar la condición de la víctima por sobre el lugar de los perpetradores o el contexto histórico o ideológico que llevó a la concreción de los actos de tortura y desaparición en Chile. Esto significa que los lugares de memoria, como espacios de teatralización de una experiencia histórica, promueven principalmente entre sus visitantes una empatía con la condición de víctima por medio de la generación de imágenes y afectos que acercan al público hacia la experiencia sensorial de la tortura y la muerte (Bianchini 2014; Maceira 2009; Piper-Shafir et al. 2018, entre otros).
Por su parte, las políticas de atención de salud como parte de las medidas reparatorias para víctimas han sido prevalentemente abordadas por expertos del mundo “psi” (psicólogos, psiquiatras, psicoterapeutas) que han establecido un ejercicio comprometido de su profesión, atendiendo a personas directamente implicadas en tortura y desaparición, ya sea por experiencia propia o de sus familiares (Castillo y Díaz Cordal 2014). Este ámbito nace en torno al trabajo del Instituto Latinoamericano de Salud Mental y Derechos Humanos (ILAS) creado en 1988, que proveyó ayuda terapéutica a un cuantioso número de personas durante la dictadura y en los años posteriores. De sus trabajos, habitualmente realizados por terapeutas que vivieron en carne propia situaciones de violencia y tortura, surge la extendida sensación de un Estado que ha sido incapaz de abordar seriamente los desafíos de la reparación y la construcción de una memoria colectiva, sembrando también las condiciones para una transmisión intergeneracional del trauma cuyas repercusiones se viven hasta nuestros días entre hijos y nietos de personas torturadas y desaparecidas (Cabrera et al. 2017; Castillo y Díaz Cordal 2014). Ya en 1983 los psiquiatras Cienfuegos y Monelli (1983) destacaban cómo el golpe militar creó una ruptura sistemática y extensiva de las relaciones familiares, laborales, amicales, vecinales y de los propios partidos políticos a partir del uso de la tortura, el encarcelamiento y la desaparición como política de Estado. El efecto devastador que la violencia tiene sobre la percepción del sujeto y sus relaciones de confianza llevó a los psicoterapeutas a un lugar de parálisis total en cuanto los tratamientos tradicionales desarrollados hasta la fecha para el abordaje del trauma resultaban a menudo inadecuados para responder a los síntomas emotivos y cognitivos tanto de quienes sufrieron tortura directamente como de quienes fueron testigos de la desaparición de sus familiares más cercanos. El desarrollo de una forma de atención clínica especialmente dedicada a este tipo de pacientes ha puesto énfasis en los efectos individuales y familiares que la violencia política genera, orientando a los terapeutas al reconocimiento del concepto de pérdida ambigua (Boss 2001) y ansiedad traumática especialmente presentes en estos grupos (Roizblatt et al. 2014).
A pesar de la fuerza que asume la categoría del trauma a nivel global, ya sea utilizada como diagnóstico trastorno postraumático de estrés (Young 1997) o en diagnósticos asociados (traumatización extrema, duelo patológico, trauma, etc.), poca atención se ha puesto en Chile especialmente de parte de las ciencias sociales a la importancia que asume la condición de víctima en las políticas reparatorias de la posdictadura. Por el contrario, tanto en Europa como en América Latina, especialmente en países que vivieron procesos similares al chileno (Brasil, Argentina, Uruguay, España), el surgimiento del paradigma de la victimización (Hartog 2012) ha suscitado especial interés en la medida en que el fin de las dictaduras de la década de 1980 parece inaugurar la proliferación de la idea de la víctima, que no es más un sustantivo utilizado solo para quienes han sufrido violencias trascendentes -perseguidos políticos, torturados, familiares de desaparecidos-, sino también para quienes han sufrido los efectos de eventos tan variados como la violencia doméstica, la negligencia médica o una catástrofe natural (Gatti 2016). Del mismo modo, la noción de trauma ha ido asumiendo protagonismo desde la década de 1980, cuando el Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (DSM) abandonó la centralidad del trauma psíquico en detrimento de la incorporación del trastorno por estrés postraumático, entendido como un desorden producto de un acontecimiento estresante, “fuera del rango de la experiencia humana, previsible y normal” (APA 1994, 435). Frente a este cuadro, Gatti (2016) identifica dos posturas teóricas que a su haber habrían prevalecido para interpretar la fuerza adquirida por paradigma de la victimización y la consonante hegemonía asumida por el diagnóstico de estrés postraumático. Por una parte, la tradición francesa representada, entre otros, por Fassin y Rechtman (2007), sostiene que “el imperio del trauma” o la proliferación de la necesidad de exposición del propio sufrimiento por medio de los dispositivos de la psiquiatría son parte de un mecanismo que reemplaza la figura del ciudadano por la figura de la víctima, transformando los derechos sociales en beneficios humanitarios. Por otra parte, la que Gatti (2016) una tradición más anglosajona, declina del análisis del poder en la construcción de la idea de víctima para poner atención en la capacidad de esta categoría de crear comunidad y sentido (Ortega 2008). En el intersticio entre ambas posiciones se han articulado también las discusiones teóricas latinoamericanas, entre las cuales se destacan las de la antropología brasileña y argentina (Sarti 2011; Aydos y Figueiredo 2013; Zenobi 2017), centradas ya no solo en las experiencias traumáticas de desaparición, tortura y muerte, sino en eventos disímiles que confluyen en el uso de la categoría de víctima para acceder a reparación, beneficios o reconocimiento social (Gatti 2016). En este contexto, la posición de entender la victimización como puro mecanismo de individualización de la experiencia traumática es contestada interrogando las demandas y exigencias que se legitiman, obteniendo también reconocimiento social a partir de la exposición de una narración sufriente (Sarti 2011). Desde el análisis de las políticas de reparación de la memoria mediante el patrimonio y los programas de salud mental, se discutirá a continuación el efecto que este paradigma tiene sobre la gestión de las violaciones de derechos humanos por parte del Estado en Chile.
4. Víctimas y narrativas de la victimización
Es innegable que los informes Rettig y Valech, con sus especificidades históricas y políticas, constituyeron un hito fundamental en la agenda gubernamental de derechos humanos del Chile posdictatorial, especialmente en lo que concierne al conocimiento de la verdad y a las medidas de reparación creadas para las víctimas de la dictadura de Augusto Pinochet. Particularmente, el informe Rettig publicado en 1996 señaló muy claramente en un fragmento de su exordio que la verdad era requisito indispensable no tan solo para una efectiva reconciliación nacional, sino también para “rehabilitar en el concepto público la dignidad de las víctimas, facilitar a sus familiares y deudos la posibilidad de honrarlas debidamente y permitir reparar, en alguna medida, el daño causado” (Ministerio del Interior 1996, XIV). Los testimonios de los informes -que proveyeron al país de una verdad hasta entonces archivada institucionalmente en la Vicaría de la Solidaridad y privadamente por familiares y sobrevivientes- fueron sumamente importantes en la certificación pública de los hechos de la violencia política ejercida sobre las víctimas. Sin embargo, observados desde una perspectiva crítica, no deja de resultar paradójico que estos informes elevaran y consagraran el ascenso de la víctima como una variable unívoca del tratamiento de la memoria, de la versión del pasado y de la construcción de un futuro democrático. Particularmente, en su interior, el informe Rettig entrega extensa información sobre las circunstancias de la muerte de las víctimas, utilizando un lenguaje que reivindica las situaciones íntimas, familiares e individuales en que las personas -principalmente hombres- fueron violentadas, ejecutadas y/o desaparecidas. Los relatos en primera persona, que ocupan parte importante del texto, se vuelven indispensables para la consagración del discurso humanitario que sostiene el informe, fuentes primarias que, siguiendo a Hiner, intentaron “reivindicar una sola versión del pasado, y difundirla como un tipo de historia oficial sobre la dictadura” (2009, 54).
La infortunada verdad vertida en este informe sobre los ejecutados y desaparecidos políticos resulta tan intensa y conmovedora hasta el punto de borrar dos entidades clave: la vida y compromiso político o militante de las víctimas (que parecen ser pasivas ante una represión aparentemente fortuita) y el nombre de los perpetradores. Mientras las víctimas aparecen anónimamente individualizadas y sus testimonios de los últimos momentos de sufrimiento y captura, desaparición y ejecución extensamente desarrollados, los victimarios aparecen dentro de un discurso que no los individualiza, sino por el contrario, los incluye como una categoría total que permite explicar inespecíficamente la dualidad víctima-victimario. De esta manera, los textos de los informes Rettig y Valech consagran la categoría de sujeto-víctima (Vinyes 2011) como un elemento central del tratamiento del pasado donde las experiencias de dolor, daño y sufrimiento descritos (y necesarios para calificar como víctima en el marco de la Comisión) despiertan una empatía humanitaria. El sujeto-víctima, así entendido, tiene una identidad “que se funda en lo pasivo y fortuito, por lo que el consenso moral en ella, su extensión y uso, es maravillosamente versátil y generosamente apolítico” (Vinyes 2011, 258). Calveiro aprecia esta circunstancia bajo la figura de “víctima inocente” que “obtura lo específicamente político, es decir el análisis público de lo actuado y de su pertinencia política y ética, justificando su acción desde el dudoso código moral de las buenas intenciones” (2007, 60). De este modo, el discurso de los informes de verdad y reconciliación terminaron por instaurar una visión sobre la experiencia del pasado donde la muerte, la desaparición, el daño, el miedo y el dolor se autorizan como elementos directores de las narrativas sobre los hechos de la dictadura. Este argumento no busca poner en duda el deber político y moral que le cabe al Estado para conocer el paradero de los desaparecidos y establecer las circunstancias en que las víctimas fueron asesinadas, como tampoco busca negar la necesidad de reconocer la profundidad del daño físico y psicológico que provocaron las prácticas represivas en los sobrevivientes de la prisión y la tortura. Más bien, se debate -en el sentido de memoria literal de Todorov (2013)- el carácter insustituible de estas experiencias rescatadas que dependen, en buena medida, de un modo de comprensión que el Estado hace de la experiencia circunscrita a una verdad específica e individual de la experiencia como víctimas, verdad que inquieta por expulsar el patrimonio militante, vital y de resistencia que permitiría desestructurar y flexibilizar, de forma más compleja, las memorias privadas y colectivas de la dictadura.
En estos términos, toda política del sujeto-víctima requiere de “espacios simbólicos de reproducción y difusión propia” (Vinyes 2011, 263), por lo que no resulta extraño que la primera gran obra de reparación simbólica construida en democracia fuese el memorial en homenaje a las 3079 víctimas de la dictadura. Ubicado en el patio 102 del Cementerio General de Santiago (imagen 1), en un alto y ancho muro de mármol, fueron grabados alfabéticamente los nombres de los detenidos desaparecidos reconocidos en el informe Rettig y los nombres de los ejecutados políticos. En ambos casos, acompañan a los nombres el año de muerte y/o desaparición. Sobre ellos, el nombre del expresidente Salvador Allende y, coronando en lo alto, el renombrado verso de Raúl Zurita: “Todo mi amor está aquí y se ha quedado pegado a las rocas, al mar, a las montañas”. Este primer hito de memorialización,7 demandado por las organizaciones de víctimas y gestionado por el Gobierno de Patricio Aylwin, fue modelo de inspiración para la futura agenda memorial. En estas circunstancias, compartimos la premisa que la tan anhelada memoria colectiva -sostenida por Maurice Halbwachs (1968)- evoluciona en memoria pública mediante los soportes y materialidades de los procesos de musealización y de la puesta en valor de lugares de memoria, los que en conjunto son usados como espacios de teatralización de una experiencia histórica y del establecimiento de una versión oficial sobre la dictadura, constituyendo una memoria pública que a la larga asume un carácter conservador (Joignant 2015) al focalizar casi únicamente el problema del pasado en la conmemoración de las víctimas. Michonneau (2018), para el contexto europeo, se refiere a esta relación con el pasado como “ideología dominante de la víctima” donde el valor del sufrimiento se vuelve central.
Una mirada a la geografía memorial chilena basta para notar que, por más de una década, los memoriales, monumentos y sitios de memoria estuvieron orientados prioritariamente a las víctimas. Algunos ejemplos regionales y locales permiten dar cuenta que las víctimas desaparecidas y ejecutadas constituyen los nudos evocadores de las producciones memoriales donde, mediante de sus gramáticas estéticas, narrativas, imágenes y relatos o testimonios tejen una comprensión del pasado atravesada por la centralidad del testigo, en clave autobiográfica, elaborando la capacidad dramática no solo mediante los dispositivos fijos y materialidades, sino que también por medio de sus protagonistas, los sobrevivientes. De esta forma, la condición testimonial que performa los lugares contribuiría, al parecer, a conservar el recuerdo y/o reparar la identidad lastimada en ellos (Sarlo 2012). La situación performática de recorridos en lugares de memoria como la Villa Grimaldi, la ex Clínica Santa Lucía o el Estadio Nacional plantean al visitante el compromiso moral de conectarse con esa experiencia de daño y dolor narrada, entendiendo que, tras esa enunciación testimonial, habría una contraparte reparatoria al daño y sufrimiento allí vivido. A modo de ejemplo, el sitio Parque por la Paz Villa Grimaldi, ubicado en las faldas de la comuna de Peñalolén en la ciudad de Santiago, está compuesto por una diversidad de lugares de memoria que principalmente buscan rememorar y conmemorar a las víctimas desparecidas y sobrevivientes del recinto, donde se destaca un itinerario de memoriales individualizados por militancia política. En el centro de estos muros de piedras con los nombres grabados, resalta el memorial Jardín de las Rosas (imagen 2) en homenaje a las mujeres desaparecidas en la dictadura. Complementariamente, uno de los rasgos característicos reside en ofrecer visitas guiadas cuyos encargados son, en parte importante, exsobrevivientes. En estos términos, la narrativa de la experiencia del lugar es configurada con base en la experiencia directa y testimonial donde la relación entre experiencia y materialidades del espacio resulta fundamental para transmitir la experiencia de dolor y sufrimiento padecido en el recinto (diario de campo 2018).
La experiencia traumática de la tortura, muerte y desaparición también se hace presente en los sitios de memoria patrimonializados, es decir, aquellos recintos testimoniales de la represión protegidos bajo la Ley de Monumentos Nacionales 17 288. Al examinar las solicitudes de protección, es posible identificar el principio de la reparación por el daño padecido como motivación central, tal como se expone en el fragmento de la carta enviada por el Comité de Derechos Humanos de la Cisterna para la protección de Nido 20:
Una de las más sentidas aspiraciones de reparación personal y social y que se ha hecho parte de nosotros, es que ‘Nido 20’, este ex centro de detención, tortura, muerte y desaparición, se convierta en un símbolo nacional, un testimonio de lo que nunca más deberá ocurrir […]. Así pensamos que el sufrimiento y el dolor, vivido por nuestros compatriotas, en Nido 20, que la sangre derramada ahí, se convierta en esperanza de vida (Consejo de Monumentos Nacionales 2005).
Por su parte, el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, ubicado en la comuna de Quinta Normal de la ciudad de Santiago, ha sido pensado como un espacio de visibilización de las víctimas de la dictadura de Pinochet.
El Museo de la Memoria y los Derechos Humanos es un espacio destinado a dar visibilidad a las violaciones a los derechos humanos cometidas por el Estado de Chile entre 1973 y 1990; a dignificar a las víctimas y a sus familias; y a estimular la reflexión y el debate sobre la importancia del respeto y la tolerancia, para que estos hechos nunca más se repitan.8
El Museo, por medio de objetos, gigantografías de prensa, documentos de archivos judiciales y de defensa de los derechos humanos, cápsulas audiovisuales, fragmentos testimoniales, dibujos e instalaciones. entre otros, trama de forma ordenada y armónica (cronológicamente) la historia de la represión y de la defensa de los derechos humanos donde las impecables vitrinas y pulcritud museográfica funcionan humanitariamente al punto de hacer pasar desapercibida la ausencia de los victimarios. Tal como en algunos sitios de memoria se reivindican objetos, vestigios y restos materiales testimoniales de los hechos represivos, los cuales son activados a partir del relato de los sobrevivientes, en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos nos encontramos con vestigios de la violencia como por ejemplo la parrilla (cama eléctrica para la tortura) ubicada en el sector de la muestra dedicada a explicar la distribución de los recintos de represión y la experiencia vivida en ellos por algunos sobrevivientes. Esta área museográfica destinada a comprender la lógica represiva se compone de un mapa con los centros de detención a lo largo del país, de cápsulas testimoniales de sobrevivientes de la tortura y de pequeñas infografías con la explicación de los métodos de tortura, recursos museográficos que evidencian la necesidad prioritaria del Museo de documentar y visibilizar el daño causado a las víctimas. Pero, al mismo tiempo, aunque no sea una lógica especialmente nueva, sorprende que el Museo, tras la experiencia de daño y sufrimiento, ignore la militancia política y las decisiones de las personas, las cuales, en su mayoría, “proceden de una insurrección ética que se considera necesaria para poder vivir con decencia y conforme a sus proyectos o esperanzas” (Vinyes 2011, 256).
5. De víctimas y pacientes: la reparación moral por medio del Programa PRAIS
Como se ha enunciado, desde la década de 1990 funciona en Chile el Programa PRAIS creado a partir de la promulgación de la Ley 19 123 de 1992, que pretende dar una “respuesta reparatoria en salud integral a los afectados directos por la dictadura y sus familias, orientándose a la atención integral de la salud física y mental, tanto en el ámbito individual como grupal, familiar y social comunitario de los afectados” (MINSAL 2004). Si bien el enfoque de la política pretende ofrecer servicios de salud integral, los equipos se albergan principalmente bajo el ámbito programático de la Unidad de Salud Mental del Ministerio de Salud (MINSAL 2002), dando cuenta de la preponderancia que asumirá la dimensión “psi” de los usuarios por sobre otros aspectos sanitarios. La llamada Atención Reparatoria en Salud que promueve el Programa (MINSAL 2002) se sustenta en la identificación del daño sufrido por la población afectada y sus familiares, reconociendo la vulnerabilidad en la que se encuentran y la especificidad de dicha vulnerabilidad en cuanto producto de la acción represiva del Estado (MINSAL 2002 y 2004). De esta manera, el sector salud debería posicionarse como un ente articulador de la “reparación bio-psicosocial que requieren las personas afectadas por este tipo de violencia, en cooperación con otros sectores del Estado” (MINSAL 2004, 7).
Uno de los primeros problemas de la implementación del Programa en los servicios de salud del país consiste en que éste depende de una norma técnica (Resolución Exenta 729) y no de una Ley de la República, lo que tiene consecuencias a nivel presupuestario y de financiamiento de los programas, que son irregulares e inconstantes, emergiendo una importante divergencia entre lo que “el PRAIS hace en los documentos oficiales y lo que los equipos hacen en la práctica” (Hails 2009, 15). Por otra parte, a pesar del enfoque integral que asume discursivamente la reparación en la política, los programas han sido adheridos a unidades de salud mental en el nivel secundario de atención lo que, en opinión de Alejandro Guajardo -terapeuta ocupacional, históricamente implicado en el trabajo con derechos humanos- representa el favorecimiento de una perspectiva reduccionista respecto al carácter del trauma y de las estrategias de reparación (Guajardo 2002). De esta manera, los beneficios de atención de salud de PRAIS se han limitado a la acción de equipos de salud mental que, en lugar de interactuar con el resto de la red sanitaria, han ido aislándose, avanzando en una dirección contraria a la vinculación comunitaria del trabajo reparativo que propugna la norma técnica sobre atención reparatoria (Madariaga 2006). A juicio de trabajadores emblemáticos del ámbito de la salud mental y derechos humanos como Alejandro Guajardo (2002) y Carlos Madariaga (2006), el desafío reparatorio del programa PRAIS no ha sido alcanzado en la medida en que el Estado chileno no ha asumido seriamente su compromiso con el Programa, aislándolo respecto del resto del sistema sanitario y poniendo a equipos y usuarios en una condición de precariedad que se suma a la impunidad institucionalizada mediante el cierre de las comisiones Rettig y Valech antes mencionadas.
Un segundo ámbito de la política reparatoria del PRAIS se relaciona estrictamente con lo que éste hace y ha hecho en sus casi 30 años de funcionamiento. Como se enunció, las investigaciones que se han dedicado al tema en Chile provienen de las disciplinas de la salud mental (Hails 2009; Aravena y Acuña 2013), relevando el rol que el Programa ha adquirido al ofrecer una atención de especialidad para el tratamiento de las secuelas en salud mental, entregada por equipos especialmente capacitados en la materia (Aravena y Acuña 2013). De hecho, la acreditación de la calidad del afectado directo por medio de las instancias por las que se crea vínculo terapéutico es una de las tareas fundamentales que ha realizado el Programa levantando una caracterización de la población usuaria en la que, como previsible, predominan los “síntomas psicosomáticos, con conflictos interpersonales y secuelas caracteriológicas” (MINSAL 2004, 47). Este trabajo terapéutico es enfrentado por equipos que, según la norma técnica, deberían poseer competencias específicas en manejo del trauma, pero que, en la práctica, muchas veces carecen de dicha formación y reducen su actuar a una intervención psicoterapéutica estandarizada en la que escasean los instrumentos que permiten la integración social, inmovilizando a los sujetos en la categoría de víctimas acreditadas, con una cédula que debería darle acceso a gratuidad en los servicios de salud, derecho que a menudo no se cumple (Hails 2009). La falta de información y de coordinación con el resto del sistema sanitario, de garantías y de cumplimiento de los compromisos asumidos por el Programa son los aspectos más críticos que revelan los usuarios, quienes presentan bajos niveles de satisfacción respecto a sus prestaciones (Aravena y Acuña 2013).9 El importante déficit de profesionales médicos psiquiatras reconocido por el propio Ministerio, no obstante, las características de la demanda de este grupo, agudiza las dificultades de cumplimiento de las metas de una política reparatoria que parece destinada a extinguirse en el tiempo.10
La discusión antes esbozada respecto a la proliferación de la categoría del trauma y la victimización asociada vuelven aquí a emerger, esta vez demostrando cómo, en línea con lo señalado por Fassin, para el caso francés, y Young (1997), para el caso norteamericano, la administración del diagnóstico responde a una lógica de distribución de beneficios sociales que a su vez paraliza el reconocimiento social, individualizando la experiencia traumática y despolitizando su origen. En este sentido, es posible afirmar que los 30 años de Programa PRAIS han producido un número importante de diagnósticos afines a la traumatización -las cifras de morbilidad son desconocidas para el propio Ministerio- y, al mismo tiempo, una cada vez más débil cobertura del abordaje profesional de dicha experiencia. Esto significaría, en línea con lo que plantean los autores, que la victimización de las personas que directa o indirectamente sufrieron la represión del Estado, por medio de los programas de salud reparatoria se los suspende en una categoría despojada del contenido político y de la historia que los llevó a tal condición, reduciendo, por lo mismo, su capacidad de actuar frente a esta misma experiencia. Esta interpretación, sin embargo y en vista de los aportes mencionados, puede resultar insuficiente en la medida en que no aborda la experiencia de organización colectiva que está detrás del PRAIS y de la que los estudios del área hasta ahora no se han hecho suficientemente cargo. Si bien a partir de la evidencia revisada es posible afirmar que en Chile el aislamiento y la invisibilización generada por la posición de víctima traumatizada han prevalecido por sobre el reconocimiento social y el acceso a un beneficio deseable que podría portar la victimización (Sarti 2011; Gatti 2016), la existencia de numerosos comités de usuarios PRAIS en el país, así como el protagonismo que las asociaciones de derechos humanos han asumido en el denunciar las falencias del Programa, nos interrogan sobre las posibilidades de crear comunidad que también alberga la victimización y la exposición social del sufrimiento (Fonseca y Maricato 2013). En fin, parece importante destacar que, a diferencia de lo que sucede en otros contextos, si bien en Chile se está frente a una negativa generalizada por parte del Estado de propiciar un diálogo abierto en la sociedad sobre los conflictos políticos y de clase que subyacieron a la crisis política de 1973, junto con una tendencia a la institucionalización de la impunidad, también es posible observar la articulación de esa victimización con otras reivindicaciones contemporáneas que se mueven en el ámbito de la organización social y que, dados los eventos del reciente octubre de 2019, parecen no actuar aisladamente. El estudio de los usos de la victimización y su relación con el posicionamiento del Estado frente a las violaciones a derechos humanos -de ayer y de hoy- son aún materia pendiente.
6. Conclusiones
En este recorrido se ha querido analizar, desde diversos lentes y dimensiones, las políticas públicas de reparación y reconciliación democrática con que el Estado chileno contemporáneo ha abordado la muerte, desaparición y tortura de miles de ciudadanos opositores al régimen de Pinochet. Asumiendo que este tipo de análisis tiende a abordar separadamente aspectos como la conmemoración, la formación de memoria colectiva y el tratamiento de las víctimas, se quiso aunar estas diversas perspectivas convencidas de que mantienen un denominador común: la institucionalización de la impunidad mediante una narrativa centrada en la víctima, su traumatización y las estrategias de reparación por medio de una lógica de beneficios individuales que despojan al conflicto de su condición colectiva y al Estado de su responsabilidad como perpetrador de violencia. Este ejercicio lo hemos realizado revisando las políticas de reparación en dos ámbitos: aquellas suministradas por el Estado en la administración del espacio público, de los memoriales y del trabajo con las asociaciones de familiares de detenidos desaparecidos, así como aquellas referidas a la gestión de los beneficios sociales que hoy se traducen en un programa integral de atención de salud. Nuestra propuesta pretende subrayar cómo el proceso de victimización ha eclipsado la importancia de esclarecer el paradero de los cuerpos de los detenidos desaparecidos, la posibilidad de reivindicar el sustrato militante de las víctimas y de reivindicar justicia en torno a los múltiples casos de tortura y muerte durante la dictadura. En este proceso, la victimización sustrae agencia política a quienes fueron actores clave de un proceso político aún inconcluso, en la medida en que sus verdades no han sido esclarecidas ni sus cuerpos sepultados. Desde esta perspectiva, la victimización es parte de una racionalidad gubernamental globalizada que tiende a privatizar el dolor y sofocar el conflicto político a partir de la negación de su existencia. Sin embargo, la organización política y colectiva que puede nacer a partir de la condición de víctima ha sido escasamente visibilizada en este caso y puede configurar un desafío para investigaciones futuras.