1. Introducción
En San Juan Cotzocón -una comunidad mixe de Oaxaca, entidad federativa del sureste de México- el 29 de octubre de 2008, el presidente municipal, Eleazar Inocente Toledo, informó a la asamblea general comunitaria que las empresas que contrataron para la obra pública en la demarcación le habían ofrecido “construir una casa en la ciudad de Oaxaca, llevarme material de construcción, regalarme un vehículo [como ‘agradecimiento’ por contratarlos]. Yo les respondí que guardaran ese dinero y que algún día se los pediría” (Martínez 2009).
Lo que el edil informó es una práctica que se hizo común en México en las últimas décadas: los “moches” -esto es, un porcentaje entre el 10% al 40% de los recursos públicos- que políticos (diputados, ediles, funcionarios) solicitaban a empresas o ayuntamientos a cambio de asignar o gestionar contratos para la ejecución de obra pública o adquisiciones de bienes o servicios. Alrededor de esta actividad se generó una red de intermediarios: gestores, asesores, despachos contables para que ese desvío de recursos fuera justificado ante los órganos de control y rendición de cuentas estatales.
La cadena de corrupción tiene un eslabón fundamental en esta práctica, de la que derivaron fortunas de unos (los políticos e intermediarios) y otros (las empresas), en tanto a su amparo se hacían obras de pésima calidad. Incluso en el Presupuesto de Egresos de la Federación se considera que algunas partidas fueron creadas ex profeso para estas prácticas.1
En el caso de Cotzocón, lo inusitado fue la acción del edil. Cuando estaba por finalizar su ejercicio (el período de gobierno en ese municipio es anual), solicitó a las empresas que le llevaran el dinero. Ante la asamblea señaló que le entregaron casi 3’000 000 de pesos, de los cuales 1’610 000 pesos correspondían a las 11 agencias municipales y 13 agencias de Policía de Cotzocón, y propuso que ellas determinaran qué hacer con el recurso. El resto, 1’280 000, correspondía a la cabecera y puso a consideración de la asamblea su destino; de entre varias propuestas, se determinó que se repartiera entre los 870 ciudadanos: “Nos tocó 1540 pesos por persona”.
En sentido contrario, en los últimos años se han presentado diversos casos de denuncias de corrupción, desvío de recursos y enriquecimiento ilícito en los gobiernos locales. En parte, es efecto perverso de la descentralización, pero que ha sido estimulado desde las más altas esferas del poder político y gubernamental.
Paradójicamente, en lo que va del siglo XXI, se ha construido en México un amplio marco normativo y una estructura institucional diseñada para el combate a la corrupción. Desde la autonomía del órgano de fiscalización del poder legislativo (Auditoría Superior de la Federación), la creación de los institutos de transparencia y acceso a la información (Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI) y sus correlatos estatales), hasta el reciente Sistema Nacional Anticorrupción (SNA) y los sistemas estatales. A contrapartida, los datos y escándalos de los últimos años en que se han visto involucrados gobernadores, ediles y altos funcionarios parecerían indicar que la fórmula es que, a mayores mecanismos de combate a la corrupción, hay mayor corrupción.
En parte, este andamiaje institucional y normativo ha dejado vacíos, los cuales estimulan y garantizan la impunidad. Además, para cumplir con los mecanismos de vigilancia y la rendición de cuentas estatales, es necesario contar con personal con conocimientos técnico-administrativos que, en muchos casos, constituyen parte de las redes formadas para el desvío de recursos y la oferta de impunidad.
Sin embargo, y es la hipótesis en la que trabajamos en este escrito, una de las razones fundamentales en el caso del desfase en la relación entre las instituciones estatales y la institucionalidad comunitaria es la ausencia de una perspectiva cultural del Estado mexicano. Por una parte, como se ha mostrado en distintos estudios, el Estado surgió dando por zanjada la discusión sobre nación, pues a cada Estado correspondía una sola nación, una cultura, situación que permeó en la construcción de su andamiaje constitucional y normativo (Carbonell 2002).
Esta concepción monocultural del Estado ha sido puesta en entredicho por una amplia movilización indígena en México y América Latina, lo que ha arrojado un conjunto de cambios constitucionales para reconocer la diversidad cultural y, con ello, un conjunto de derechos a pueblos y comunidades indígenas, pero en la que existe una amplia brecha para su implementación práctica (Stavenhagen 2008). Así, como se ha revisado en distintos países, incluido México, aún cuando hay un conjunto de transformaciones normativas e institucionales, permanece una amplia distancia entre el derecho y la praxis (Juan-Martínez 2016).
Aunado a lo anterior, los agentes del Estado (funcionarios, representantes populares, etc.) han internalizado una actitud impermeable a la multiculturalidad, herederos de un pasado asimilacionista, que reproduce actitudes de exclusión en lo que Martínez Martínez (en prensa) señala como racismo institucional.
Por otra parte, actualmente no se puede hablar de Estado formal sin incorporar los conceptos de transparencia y rendición de cuentas que tienen que ir asociados con la demanda ciudadana al respecto (Isunza Vera y Olvera 2006). En este sentido, las políticas multiculturales deben ir indisolublemente ligadas con la noción de ciudadanía, que tiene diversas manifestaciones en el caso de los pueblos indígenas (Martínez Martínez en prensa).
En este trabajo, mostramos precisamente esta ausencia de diálogo intercultural entre dos sistemas institucionales diferenciados. Pero, al ser una cultura la dominante, ésta impone sus criterios, mecanismos, métodos, relativos a las formas de rendición de cuentas y la participación ciudadana, aún cuando se hayan visibilizado sus problemas para garantizarlas, excluyendo en cambio sistemas comunitarios que han probado su eficacia en esos mismos rubros. Sin embargo, la visibilización de esas tensiones y exclusiones puede ser sustituida por procesos interculturales que reconozcan las virtudes de esos sistemas y se establezcan formas horizontales de colaboración y complementariedad.
2. Federalismo y diversidad cultural
En las últimas décadas, se han presentado procesos de transformación del Estado mexicano que han impactado los distintos ámbitos de gobierno, las formas de relacionarse con la ciudadanía, la participación ciudadana, el federalismo, la descentralización y el apuntalamiento de proyectos económico-políticos.
De forma paralela, se ha desplegado una intensa movilización de pueblos y comunidades indígenas en la lucha por sus derechos. En respuesta, el Estado mexicano les ha reconocido un conjunto de derechos, si bien se ha evadido el reconocimiento de otros. En el artículo 2 constitucional, reformado en 2001, por ejemplo, se evade concretar el derecho a la libre determinación, estableciendo que sus límites y alcances serán materia de las legislaciones estatales, y se los considera sujetos de interés público y no de derecho, como es la exigencia.
Sin embargo, en diversas entidades del país, se ha presentado un ejercicio de concreción autonómica desde lo local. En Oaxaca, en 1995, se reconoció el derecho a la elección de los gobiernos locales en municipios y comunidades indígenas de acuerdo con sus sistemas normativos, esto es, por sus reglas, instituciones y procedimientos propios que regulan no solo el aspecto electoral, sino toda la vida en comunidad. Merced a ello, actualmente 417 municipios de esa entidad se inscriben en este régimen.
En Michoacán, Guerrero y Chiapas, tres municipios (San Francisco Cherán, Ayutla de Los Libres y Oxchuc, respectivamente) han cambiado del régimen electoral de partidos políticos al de “usos y costumbres”. En otras entidades se presentan demandas y procesos similares. En la Ciudad de México, se ha reconocido el derecho de las comunidades originarias de elegir a sus representantes territoriales con sus propias reglas; en el estado de Morelos, se realizó una reforma constitucional para permitir la constitución de municipios indígenas, de los cuales se han constituido tres. Y miles de comunidades indígenas de una decena de entidades del país hacen lo mismo: Tlaxcala, Chiapas, Guerrero, Michoacán, San Luis Potosí, Nayarit, Oaxaca, Sonora, Puebla, Veracruz y Tabasco.
Este reconocimiento no solo implica la admisión de la existencia de otras formas de organizarse y de gobernarse; lo es también de la presencia de ciudadanías múltiples, con concepciones, formas de construcción y ejercicio diferenciadas (Juan-Martínez 2015 y 2019). Lo anterior es necesario considerarlo para conocer el contexto en que se dan las prácticas de administración y ejercicio de los recursos, procesos de toma de decisión, la transparencia y la rendición de cuentas.
3. Descentralización y rendición de cuentas: homogeneizando la diversidad
Una crítica al proceso de descentralización en México es la homogeneización que hace de entidades, regiones, municipios y comunidades; su andamiaje legislativo y la estructura institucional consideran que todas tienen las mismas características y, por lo tanto, los efectos de los programas serían iguales o con muy pocas variantes.
En este contexto de cambios legislativos e institucionales y de procesos sociales, ante un problema añejo y una demanda sentida de la sociedad -la rendición de cuentas-, se han impulsado diversos mecanismos de vigilancia de los recursos públicos. Entre ellos, la contraloría social, definida como un conjunto específico de prácticas que establecen un espacio de relaciones entre actores sociales e instancias de gobierno en el que la vigilancia y el control de las acciones de agencias estatales son el propósito principal (Hevia 2005). O bien, como “un conjunto de mecanismos de participación ciudadana para la rendición social de cuentas” (Hevia 2007, 289).
Lo que es claro es mostrar cómo la rendición de cuentas social puede servir para varios fines, no solo vigilar y controlar a los gobiernos. Entre otras cosas, la contraloría social puede coadyuvar a:
fortalecer los vínculos entre gobiernos y ciudadanos para: mejorar la provisión de servicios públicos; monitorear el desempeño del gobierno y promover un gobierno responsivo; enfatizar las necesidades de grupos vulnerables en la formulación e implementación de políticas; exigir transparencia y exhibir las fallas y corrupción del gobierno; facilitar vínculos efectivos entre ciudadanos y gobiernos locales en un contexto de descentralización; empoderar a grupos marginados tradicionalmente excluidos del proceso de las políticas públicas (Lister 2010, 11).
Como apunta Cejudo (2011): “La contraloría social es, a un tiempo, espacio de control y de diálogo, de exigencia y de participación y, por tanto, un vínculo que revaloriza y acorta la distancia entre los gobiernos y los ciudadanos. Pero su eficacia está condicionada por las capacidades y los incentivos tanto de las organizaciones sociales como de los gobiernos”.
¿Cuáles son las mejores formas y mecanismos para realizar una contraloría social que supone la necesaria y activa participación ciudadana?, es una pregunta recurrente al analizar los distintos modelos que se han empleado para establecerla. Más allá de los instrumentos, hay una serie de procesos sociales, políticas públicas, visiones de desarrollo y de perspectiva cultural que inciden en cómo la contraloría social cobra forma en ámbitos municipales o comunitarios concretos.
Esa situación tiene implicaciones en las formas de administrar y ejercer los recursos. La contraloría social también tiene implicaciones distintas entre los municipios en que se disputan el poder local los partidos políticos, que en los que el sistema normativo está diseñado en razón de la pertenencia a una comunidad indígena. En un estudio respecto al Programa Nacional de Solidaridad (PRONASOL), vigente entre 1988 y 1994, se señala que la estrategia de transferencia de recursos a las comunidades no representaba, por sí misma, que las autoridades locales se volvieran más responsables ante su ciudadanía:
Más bien, esto último puede ocurrir con mayor certeza en comunidades que ya están organizadas democráticamente y cuyas autoridades, por ende, actúen en forma responsable, como sucede en la mayor parte de Oaxaca. Pero en localidades que no presentan esas condiciones políticas -y este es el caso de Chiapas-, la pretendida descentralización puede en cambio, reforzar las estructuras autoritarias que imperan localmente (Fox y Aranda 1996, 147).
También se ha alertado sobre el dilema que representa que sean los gobiernos los que delimiten los alcances, ámbitos de aplicación, formas, de la contraloría social:
Por una parte, parece que cuando la contraloría social es promovida desde los gobiernos (con comités para obras específicas, consejos semi-institucionalizados, etc.) las posibilidades de articular los esfuerzos de vigilancia e incidencia con los procesos y rutinas del gobierno son mayores. Pero una contraloría social demasiado estructurada por el gobierno, que defina los temas en los que puede participar y en los que no, que establezca los mecanismos de participación y que, incluso, de los tiempos y espacios para la contraloría puede inhibir la participación ciudadana y restringirla en su capacidad para mejorar el desempeño de los gobiernos. Vigilar el gasto y el cumplimiento de metas, se ha dicho ya, es apenas una de las vías por las que la contraloría social puede mejorar a los gobiernos. Restringir desde el gobierno los tiempos y las formas de su participación significa desaprovechar el potencial de innovación, incidencia y aprendizaje de la contraloría social (Cejudo 2011, 24).
Un problema en el diseño de los instrumentos de contraloría elaborados desde instancias estatales es su falta de pertinencia cultural. Las reglas de operación, indicadores de resultados, instrumentos técnicos, portales informativos, entre otros, tienen elementos ajenos a la cultura de las comunidades indígenas que entorpecen la relación gobernantes-gobernados, en lugar de contribuir a una mejor gobernanza, en tanto que se desestiman mecanismos probados en la rendición de cuentas en el ámbito comunitario que no solo cuentan con gran legitimidad, sino que, además, pueden tener mayor eficacia que los instrumentos externos.
Esta situación se aprecia en algunos ejemplos respecto al PRONASOL, en donde los agentes gubernamentales influían en las comunidades para que las asambleas o sus autoridades eligieran obras que a ellos les convinieran, bien por algún interés particular (como una posible relación con las empresas ejecutoras) o para ahorrarse el diseño de proyectos que implicaba trabajo de campo y de gabinete que los funcionarios no estaban dispuestos a realizar. De esta manera, se orillaban a que las comunidades escogieran la construcción de canchas de basquetbol en lugar de proyectos de agua potable, por ejemplo (Fox-Aranda 1996, 159).
Ahora, con la entrega de recursos de los ramos 28 y 33, suceden situaciones similares. Las reglas de operación imponen un catálogo cerrado para las obras que se pueden ejecutar: pavimentación, agua potable, drenaje y luz eléctrica para el ramo 33, sin importar las prioridades y necesidades reales de las comunidades.
Al respecto, puede apreciarse la experiencia del municipio de Santiago Nuyoó, en la región mixteca oaxaqueña. Las autoridades municipales (2017-2019) han enfrentado cuestionamientos de su ciudadanía: la ausencia de las oficinas del ayuntamiento y, por lo tanto, la falta de atención personalizada a los problemas de sus gobernados, la cual se delega en concejales suplentes. Por su parte, la edil y los concejales manifestaban su desconcierto por la incomprensión de su ciudadanía, pues no apreciaban el arduo trabajo que realizaban por la comunidad ni la pérdida de muchas horas en traslados constantes a la cabecera distrital (Tlaxiaco) y a la capital estatal para realizar múltiples trámites y gestiones para beneficio de la colectividad.
Unos y otros desconocían la mala percepción que tenían de su contraparte, hasta que, al realizar un grupo de enfoque, mostraron sus preocupaciones. Su reflexión inicial fue que los trámites burocráticos, para ser receptores de las participaciones federales, eran muy absorbentes y requerían mucha inversión de tiempo de las autoridades en detrimento de la atención que debían a sus gobernados. La comunidad se ubica a siete horas de la capital estatal (tiempo que aumenta en época de lluvias), la mitad de las cuales se hace en camino de terracería (sin pavimentar); el acceso al servicio telefónico es limitado, igual que el servicio de internet; no hay señal de telefonía celular. Las autoridades señalan que, por cubrir engorrosos trámites burocráticos, descuidan su relación con la ciudadanía de su municipio (integrada por siete comunidades mixtecas); la ciudadanía de este municipio, que se rige por sistemas normativos indígenas, señala que, contrario a sus instituciones tradicionales, hay fallas en la transparencia y los mecanismos de rendición de cuentas.
Además, señalan la existencia de una red de intermediarios que tienen que sortear para la entrega de los recursos, la autorización de la obra pública a realizar, la asignación a las empresas, etc.
Por otra parte, las complejas reglas de operación de los programas gubernamentales encarecen la obra pública y propician que, particularmente en el ámbito municipal, se comprueben formalmente los recursos asignados, aun cuando en la realidad haya un manejo irregular. “A las autoridades las obligan a ‘maquillar la realidad’ [con la compra de facturas, la asignación de moches y otras prácticas ilícitas] y algunas hasta les hacen cirugía completa”.2 En cambio no informan a la comunidad, cuya ciudadanía desconoce el destino de los recursos y, en ocasiones, ha comprobado que hay fraudes en complicidad con constructoras, pero que, ante la Auditoría Superior del Estado, están “debidamente comprobados”. En el caso de Tlalixtac de Cabrera, la comunidad revocó el mandato del cabildo ante denuncias de desvío de recursos, sin embargo, para las instancias estatales los recursos habían sido usados correctamente, aun cuando la comunidad mostraba la inexistencia de obra pública.3
Esta situación no es nueva. Un estudio en Oaxaca, hace dos décadas, mostró que casi todos los proyectos de los Fondos Municipales de Solidaridad se presentaban como “terminados”; sin embargo, en la práctica, no funcionaban:
Había escuelas sin muebles, clínicas sin personas y obras hidráulicas sin agua. Gastaban dinero en obras, pero la categoría oficial “terminado” resultaba inútil. Resultó necesario inventar un nuevo indicador para medir resultados: si el proyecto estaba en operación o no. Y para medir ese indicador, solo servía la inspección ocular (Fox y Aranda 1996, 160).
Por eso, es importante establecer una mirada sobre las perspectivas distintas que tiene la rendición de cuentas en regiones indígenas, como los instrumentos institucionales que garanticen ese derecho, junto con la participación ciudadana en la toma de decisiones y en la revisión del destino de los recursos públicos que ejercen sus gobiernos locales.
El análisis y las publicaciones sobre rendición de cuentas en México han abundado en la última década. Se destacan los trabajos sobre la transparencia como problema (Vergara 2008), sobre diseño institucional y participación ciudadana (Olvera Rivera 2009) o sobre las dimensiones teóricas y normativas de la rendición de cuentas (Schedler 2008; Peschard 2013; López Ayllón y Merino Huerta 2009). Otros trabajos han buscado evaluar el alcance real de dicho dispositivo y analizan, de manera crítica, el funcionamiento normativo e institucional (Ackerman 2007a y 2007b; Fox et al. 2007; Morales 2015; Merino 2018). También se han realizado estudios que hacen una valoración del derecho al acceso a la información y la rendición de cuentas desde los ámbitos estatales, que consideran las vicisitudes regionales, la problemática estatal, el sistema regional de dominio (Morales et al. 2009; Méndez 2009; Pérez Castro et al. 2011).
No obstante, poco se han abordado los procesos de rendición de cuentas desde la periferia y lo local, menos aún los existentes en municipios rurales e indígenas. Jonathan Fox (2007) aborda algunos temas cruciales para ello: 1) las formas de articulación y tensiones estructurales entre unidades de gobierno microlocales (la comunidad como “cuarto nivel de gobierno”) y el municipio; 2) las formas de rendición de cuentas basadas en las asambleas generales comunitarias como expresiones “vernáculas” de la programación participativa del gasto público y de su vigilancia. Otros trabajos (Juan-Martínez y Zafra 2009; Juan-Martínez 2014b; Recondo 2007; Martínez Martínez 2004 y 2011) resaltan experiencias de “contraloría comunitaria”, de gobernanza, de relaciones intercomunitarias o entre ámbitos diferenciados de gobierno, con énfasis en mecanismos que han tenido éxito al estar basados en normas locales dotadas de un alto nivel de legitimidad, pero también apuntando a sus limitaciones.
4. Ciudadanía y contraloría social
En las últimas décadas, dos procesos han impactado la vida pública de la sociedad mexicana, que tienen que ver con la relación del Estado con los pueblos indígenas, el ejercicio de gobierno y la relación entre autoridades y ciudadanía:
El proceso de descentralización financiera, administrativa y política hacia los gobiernos locales iniciada con la reforma constitucional de 1983 y fortalecida con la de 1999 en materia municipal, que expresa que el municipio es un ámbito de gobierno.
El proceso de democratización del país y, con ello, una mayor participación ciudadana en la vigilancia y toma de decisiones de los gobiernos.
Como parte de estos procesos, se han construido entramados jurídicos e institucionales y políticas encaminadas a garantizar esos derechos. Uno de los primeros efectos de la descentralización fue otorgar mayores recursos financieros y responsabilidades administrativas a los gobiernos estatales y municipales, política en la que el PRONASOL jugó un papel trascendental. Posteriormente se convertiría en el ramo 26 y luego en los ramos 28 y 33, además de un conjunto de ramos y partidas del Presupuesto de Egresos de la Federación destinadas al desarrollo social, el fortalecimiento de infraestructuras y de los gobiernos locales.
En el segundo caso, se tiene desde la construcción de instituciones autónomas encargadas de organizar las elecciones, hasta la creación de las candidaturas independientes para el acceso a cargos de elección popular, pasando por un amplio abanico de formas de incidencia en el quehacer gubernamental.
Ambos procesos se entrecruzan en la rendición de cuentas, el acceso a la información pública y la vigilancia ciudadana a la implementación de políticas públicas y el ejercicio de recursos. En este sentido, la desconfianza en las autoridades de los tres niveles de gobierno, los hechos de corrupción denunciados por medios de comunicación y su falta de castigo han propiciado la construcción de un marco jurídico destinado al combate a la corrupción, en que el empuje ciudadano ha sido fundamental.
A la par, el ejercicio de recursos se ha complejizado. Reglas de operación cada vez más complejas, sistemas de control administrativo, formatos, trámites, entre otros, limitan la posibilidad de acceso a la información y el seguimiento de programas, obras y acciones gubernamentales por parte de la ciudadanía. Una situación que se torna más compleja pues, mientras el entramado normativo-institucional homogeneiza programas, reglas, formatos y trámites, la realidad señala que hay una diversidad que contiene particularidades locales necesarias de considerar al momento de implementar políticas públicas.
En esa lógica se inscribe el dispositivo estatal de rendición de cuentas con respecto a los mecanismos e instituciones comunitarias en la materia. Por ello, en múltiples ocasiones, parecen no funcionar o incluso confrontarse, cuando en realidad persiguen objetivos similares: rendición de cuentas, gobierno abierto, transparencia, acceso a la información. Lo anterior ilustra el desfase entre lo estatal y lo indígena-comunitario. Desde las instituciones estatales, se considera que no se cumple con la normatividad, que hay resistencia o que no hay un aparato administrativo municipal-comunitario adecuado para atender las nuevas responsabilidades inherentes a los programas sociales y a las participaciones estatales que se destinan a los municipios. Desde las comunidades, se considera una injerencia en asuntos internos, una violación a la autonomía o bien un desconocimiento a sus propias formas de procesar cuestiones como la rendición de cuentas y la información a la ciudadanía.
El dilema es cómo articular ambas posiciones y generar estrategias e instrumentos que permitan, por una parte, tener un control de los recursos descentralizados y los programas sociales, y por otra, la certeza de que sus gobiernos locales los utilizan adecuadamente. Al mismo tiempo, desde las comunidades se busca salvaguardar y defender su derecho a la libre determinación.
Para ello, es necesaria una perspectiva intercultural que considere el diálogo entre culturas y sistemas distintos para encontrar un lenguaje incluyente que permita una comunicación dúctil entre ambas.
Es claro que la política de descentralización tomó por sorpresa a los pueblos y comunidades indígenas, quienes en la exclusión histórica que han tenido no imaginaron que recibirían importantes recursos estatales. Las autoridades locales, con un sistema encargado de mantener la gobernabilidad interna y de representarlos políticamente hacia el exterior, no necesariamente tienen los conocimientos técnico-administrativos y contables para atender los requerimientos de los recursos financieros que reciben. Ello se convierte en un nudo que obstaculiza una administración expedita de los mismos, particularmente al presentar retrasos hacia las instancias de fiscalización internas. Cómo responder a los nuevos retos desde las comunidades indígenas y desde las instituciones gubernamentales es el reto.
En febrero de 1991, se puso en marcha, por parte del Gobierno federal mediante la Secretaría de la Contraloría General de la Federación (SECOGEF), el Programa Nacional de Contraloría Social que tenía como finalidad “instrumentar un esquema de participación que permitiera a la población interactuar de manera responsable, crítica y permanente en la vigilancia del quehacer del gobierno, del desempeño escrupuloso de los servidores públicos y de la transparencia en la utilización de los recursos” (SEDESOL-SECOGEF 1994, 245).
Entre los resultados de este acompañamiento, puede verse la implementación en México de los Fondos de Solidaridad para la Producción, programa que otorgaba apoyos económicos, en una especie de préstamo, a productores rurales para invertir en la siembra y cultivo de sus cosechas. Al término, los recursos se recuperaban y tenían que ser invertidos en obras de beneficio comunitario. Al menos así estaba concebido el programa. En algunos sitios funcionó exitosamente; en otros, el problema surgió cuando las recuperaciones eran mucho menores que los recursos invertidos.
Al realizar una evaluación de la operación del programa, surgió un dato importante: en las regiones con población de mayoría indígena, las recuperaciones del programa eran muy altas, mientras que, en otras zonas rurales o semiurbanas donde se presentaba una mayor competencia política partidaria, la posibilidad de recuperar los recursos caía drásticamente (Gobierno del estado de Oaxaca 1993).
¿Cómo explicar esta situación? Esencialmente tiene que ver con el ejercicio cotidiano de principios y valores sustentados en una filosofía de vida distinta a la doctrina liberal, que hace prevalecer los derechos del individuo. En las comunidades indígenas, el individuo es un ser social solo en tanto es miembro de la comunidad, por ende, debe cumplir previamente sus obligaciones para poder ejercer sus derechos. La comunidad es responsabilidad de todos, por eso, el ejercicio de los recursos debe ser cuidado por quienes les corresponde ejercerlos, pero toda la colectividad está atenta a su destino y, merced al tequio o a las asambleas para decidir qué obra realizar o dar seguimiento al avance de los trabajos, se tiene el conocimiento oportuno de cómo se gastan.
5. Comunidades indígenas y la rendición de cuentas
Una imagen bucólica de la rendición de cuentas en una comunidad indígena es una asamblea reunida para escuchar el informe del presidente o tesorero municipal que da cuenta de los pesos y centavos ejercidos durante el año. Y el recuento de gastos era tan detallado, que el informe podía durar horas y enumerar desde la compra de clavos, hasta los refrescos utilizados en la asamblea anterior. De igual forma, se detallaba el número de cooperaciones recibidas de cada ciudadano, los tequios a los que asistieron. Obviamente los presentes prestaban atención para ver si se les nombraba y protestar ante cualquier omisión.
Pero eran épocas de recursos escasos para la tesorería municipal; su ejercicio y comprobación eran sencillos, pues la ciudadanía tenía participación directa, ya por vía de tequios o reuniones. El menor desvío o faltante era detectado y, de no existir una explicación sólida, la conducta se sancionaba ejemplarmente. En el último cuarto de siglo, las cosas han cambiado drásticamente. Se han incrementado los recursos que reciben los ayuntamientos, al tiempo que se ha complejizado sus reglas de operación, diseñadas de manera homogénea, además. Esta situación rebasó con mucho el exiguo aparato administrativo de los gobiernos locales.
Desde las comunidades indígenas se enfrentan estos vertiginosos cambios, adaptándose a los nuevos contextos y generando o ajustando sus instituciones propias. En seguida ejemplificaremos algunos mecanismos que se han creado o reformado en las comunidades, municipios y regiones indígenas para el control de sus recursos, la transparencia en su ejercicio y evaluación de sus impactos, así como para la rendición de cuentas,
La asamblea general comunitaria sigue siendo el principal órgano de decisión y control de la colectividad; la que evalúa los resultados de la gestión de sus autoridades y la que define el destino de sus recursos públicos. Basta un ejemplo: en 2014, en Villa Hidalgo Yalalag, la asamblea general decidió desterrar del municipio al ex presidente municipal al negarse a cubrir la sanción que se le impuso por falsificar un documento oficial para beneficiarse con recursos públicos mediante un proyecto productivo.4
En distintas comunidades, la asamblea ha creado o fortalecido instituciones de seguimiento y evaluación que revisan las particularidades e informan. Son acciones de contraloría social realizadas por órganos colegiados cuyos integrantes gozan de la solvencia moral y la confianza de la ciudadanía. Es pertinente el ejemplo del Premio Nacional de Contraloría Social, implementado desde 2009; en la fase estatal, en Oaxaca siempre ha ganado una experiencia de un municipio de sistemas normativos, la cual casi siempre obtiene una de las tres posiciones ganadoras en la fase nacional.
Una figura añeja en muchas de estas comunidades es el Consejo de Ancianos, integrado por personas mayores de 60 años, que han concluido con la estructura de cargos que les corresponde y que se han distinguido en su actuación al servicio de la comunidad; son ex presidentes municipales, ex alcaldes, que entre sus funciones tienen vigilar la correcta actuación de las autoridades; el nombre que reciben es diverso: el Senado en San Pedro Yolox, Oaxaca; Caracterizados, en los Valles Centrales, etc. En cada vez más casos, la complejidad de las decisiones que se toman es mayor. Por ello, se han flexibilizado las reglas para su integración para incorporar a personas con mayor preparación académica o experiencia en distintos temas que inciden en la comunidad.
En Ixtlán de Juárez, municipio zapoteca de Oaxaca, se encuentra el Consejo Asesor integrado por personas de distintas edades que representan a los diversos sectores de la ciudadanía y son las encargadas de hacer el primer filtro para la toma de decisiones y/o la evaluación de la actuación de las autoridades.
En Michoacán, en Chinicuila, pese a que el ayuntamiento es electo por partidos políticos, funciona desde 2002 un Consejo Popular que vino a instaurar de facto una nueva forma de gobierno municipal, lo que se refleja desde su conformación por 40 encargados del orden, tres jefes de tenencia y entre tres y cinco líderes naturales. El Consejo lo mismo ha rechazado recibir obras ejecutadas por el gobierno estatal que no cumplen con la normatividad o presentan irregularidades, que reducir el sueldo de los funcionarios municipales y establecer mecanismos de control para la distribución de programas sociales (Juan-Martínez 2014a).
En San Francisco Cherán, Michoacán, que en 2012 transitó al régimen de “usos y costumbres”, integra su gobierno local con un Concejo Mayor de Gobierno Comunal de Cherán K’eri, el cual se conforma con 12 consejeros, cuatro por cada barrio: Jarhúkutini, Parhikutini, Kétsikua y Karhákua. En el Concejo no existen jerarquías internas y, además, se integran ocho Consejos Operativos Especializados: jóvenes; administración local; asuntos civiles; procuración, vigilancia y mediación de justicia; de los programas sociales, económicos y culturales; coordinación de barrios; de los bienes comunales; y de la mujer. La reactivación de las asambleas, la reconstitución del territorio y la identidad cultural van de la mano con una concepción distinta de mecanismos para la toma de decisiones y la rendición de cuentas.5
En otras comunidades, la decisión ha pasado por conformar organismos más especializados para que revisen la cuenta pública municipal, comunitaria o de los bienes comunales. Es el caso de comunidades de Oaxaca San Pedro El Alto, en la sierra sur, San Dionisio Ocotepec y San Sebastián Tutla, donde se nombran en asamblea general a los integrantes de comisiones, constituidas ex profeso para dar seguimiento y revisar el ejercicio de los recursos de sus autoridades comunitarias, forestales o de empresas comunales, para posteriormente informar a la asamblea de sus resultados.
Santa María Tlahuiltoltepec,6 un municipio mixe de Oaxaca, permite apreciar cómo un complejo sistema organizativo, integrado de manera escalafonaria con autoridades municipales, comunales y distintos comités, todos electos en asamblea comunitaria y que prestan sus servicios de manera gratuita, son al tiempo mecanismos eficaces para la rendición de cuentas. Además, se han generado contrapesos: para apoyarse en resolver la complejidad administrativa del manejo de los recursos, se contrata un grupo asesor externo al tiempo que se integra un consejo asesor social con personas de la comunidad. Para la definición de la obra pública, la decisión corresponde a la asamblea, la cual determina también qué empresa la habrá de ejecutar; previamente se emite una convocatoria pública para las empresas que deseen participar.
En San Jerónimo Tlacochahuaya7 comunidad zapoteca de los Valles Centrales de Oaxaca, después de que el presidente municipal fuera destituido por la asamblea general en 2009, acusado de corrupción, se decidió reformar su sistema normativo. En esa época, la elección por sistemas normativos se hacía mediante urnas y voto secreto. En la elección del ayuntamiento en 2010, se recuperó la asamblea general comunitaria, las ternas para elegir cada cargo y el voto público; se creó también una nueva institución -el Consejo Municipal Electoral- la cual, concluido el proceso, se quitó el adjetivo electoral y se constituyó en el ámbito para la vigilancia de la actuación del gobierno local durante el período municipal; es el canal mediante el cual se reciben opiniones, demandas y quejas respecto a la actuación de las autoridades y tienen el mandato de informar periódicamente a la asamblea. En 2017, a tres meses de haber iniciado un nuevo ayuntamiento, fueron destituidos el síndico municipal y el regidor de hacienda, señalados de desvío de recursos. Esta situación generó nuevos cambios al sistema: se estableció la obligatoriedad de que las contrataciones tuvieran que hacerse por consenso del cabildo y que el Consejo Municipal se integrara a las sesiones de éste.
Un elemento que tiende a ocasionar conflictos internos en los municipios es la inequitativa distribución de los recursos a las comunidades que lo integran, en que se privilegia a la comunidad-cabecera municipal, con los consiguientes cuestionamientos a la forma en que se ejercen los recursos y los señalamientos de falta de transparencia y de manejos irregulares. Una situación que, en parte, tiene que ver con que, en el caso de los pueblos indígenas, su célula básica de organización política es la comunidad (la cual puede estar integrada por una o varias localidades), y en la que el municipio es una figura artificial, administrativa y no de gobierno (Hernández Díaz y Juan-Martínez 2011).
Esta situación se ha resuelto de distintas formas, por ejemplo, con el establecimiento de nuevas formas de representación política. En el estado de Tlaxcala, además de participar en la elección del ayuntamiento, cada comunidad elige (en las indígenas mediante sus sistemas normativos) a un presidente de comunidad, que es su máxima autoridad, al tiempo que se integra como regidor en el gobierno municipal. Desde ahí da seguimiento a los recursos públicos y su ejercicio en el municipio, pero mantiene ligas con su asamblea general.
Situaciones similares se presentan en Oaxaca y la elección de representantes comunitarios para integrarse como concejales es una fórmula que está resolviendo conflictos intercomunitarios que enfrentaban. El municipio mixteco de Santa María Yucuhiti está integrado por nueve poblaciones, la cabecera municipal del mismo nombre, cinco agencias municipales: San Lucas Yosonicaje, Guadalupe Buenavista, Reyes Llano Grande, San Isidro Paz y Progreso y Guadalupe Miramar; y tres agencias de Policía: San José Zaragoza, San Felipe de Jesús Pueblo Viejo y la Soledad Caballo Rucio. Históricamente todas han participado en la elección municipal, que toma además características peculiares para la representación política.
En la elección municipal, cada comunidad presenta a un candidato a la presidencia; los nueve candidatos iniciales se decantan a tres en una primera asamblea. De esa terna se elige al edil en una segunda asamblea. Las ocho concejalías restantes se eligen por ternas, pero cada comunidad debe tener a un representante en el órgano de gobierno y ninguna puede tener más de uno. Además, cada localidad conserva cierta autonomía en la elección de sus gobiernos comunitarios y mantiene su asamblea e instituciones. Durante la década 1990, esa situación tenía un problema. Al ser la cabecera municipal sede del ayuntamiento, no tenía gobierno comunitario. El ayuntamiento se ocupa fundamentalmente de asuntos de la demarcación, pero la problemática específica de cada localidad es tarea de su gobierno local. Ante esta situación, para garantizar los derechos de ciudadanía de los habitantes de la cabecera, la asamblea general municipal acordó que esta comunidad tuviera su propio gobierno local al cual se nombra Delegación Municipal, con las mismas atribuciones, derechos y obligaciones de los demás gobiernos comunitarios. Adicionalmente, integran su propia asamblea y su sistema de cargos.
Situación similar se presenta en Santiago Nuyoo, integrada por siete comunidades: Yucunino, Unión y Progreso, Tierra Azul, Santiago Nuyoo (cabecera municipal), Loma Bonita, Yucuvei y Plan de Zaragoza. Nuyoo tiene dos ámbitos de gobierno y organización: el municipal y el comunitario. En el primero concurren las siete comunidades; el segundo se materializa en cada comunidad, incluyendo la cabecera municipal a la cual se le ha reconocido su gobierno (Delegación). Si bien en la elección del ayuntamiento no necesariamente están siempre representadas todas las localidades, en cambio todas participan en el entramado organizativo, particularmente en tareas de seguridad pública, realización de tequios y en diversos comités.8
Otra figura organizativa que contribuye a fortalecer los lazos de identidad y se está convirtiendo en un instrumento de reconstitución de los pueblos indígenas la constituye las asociaciones de municipios y comunidades indígenas. Se han establecido como espacios de representación política ante el Estado y, por lo tanto, evalúan y dan seguimiento a los programas y acciones de carácter regional o microrregional que implementan los gobiernos estatal y federal. De igual forma, enfrenta conjuntamente a las constructoras, asesores y agentes gubernamentales que promueven el mal manejo de los recursos. Y algunas, en sus asambleas mensuales, tocan temas que tienen que ver con el buen funcionamiento de sus gobiernos locales, la reconvención a quienes lo hagan de manera irregular y las recomendaciones para una mejor gestión. Son espacios supramunicipales que han dado buenos resultados. Se destacan las experiencias de la asamblea de autoridades municipales del sector Zoogocho y la Unión Liberal de Ayuntamientos y los Pueblos Mancomunados, todos en la sierra norte de Oaxaca y formadas por comunidades zapotecas y chinantecas (Hernández Díaz y Juan-Martínez 2007).
6. Reflexión final
En las últimas décadas, dos procesos han reconfigurado las relaciones entre el Estado mexicano y los pueblos indígenas: el reconocimiento a la autonomía y la descentralización financiera, administrativa y política hacia los gobiernos locales. Políticas que han generado tensiones, pues en distintos momentos parecen caminar en sentidos opuestos. Se generan controversias entre comunidades que integran un municipio por la distribución de los recursos que reciben de la federación; hay una injerencia estatal en los gobiernos locales, en la definición de obra pública y de ejercicio del gasto; hay problemas para la rendición de cuentas y la exigencia normativa al respecto no considera a la ciudadanía. En materia de rendición de cuentas, se han generado instituciones estatales, normatividad y procedimientos diversos para ello.
Sin embargo, las comunidades indígenas señalan que esos instrumentos de fiscalización no tienen pertinencia cultural y desconocen o minimizan a sus instituciones comunitarias, privando a la ciudadanía de conocer cómo se emplean los recursos públicos. Al respecto, tres ejes básicos para el estudio de los procesos de rendición de cuentas en medios rurales e indígenas son: 1) las formas de articulación y tensiones estructurales entre unidades de gobierno microlocales (la comunidad como “cuarto nivel de gobierno”), el municipio y la federación; 2) las instituciones y sistemas normativos de esas comunidades (asamblea general, etc.), en la programación participativa del gasto público y su vigilancia; 3) la pertinencia cultural de los instrumentos e instituciones estatales.
En los últimos años, también en las comunidades indígenas se han presentado procesos de corrupción y se ha respondido con una amplia movilización social en la exigencia a sus autoridades de un manejo honesto y transparente de sus recursos. Sin embargo, en las comunidades indígenas se han gestado y transformado los instrumentos para transparentar el ejercicio del gasto público, incidir desde la ciudadanía en la toma de decisiones de lo que hay que construir o en qué gastar los dineros del pueblo, y han adaptado a la realidad actual los mecanismos de rendición de cuentas.
Sin duda, esta situación trae tras sí una concepción distinta de la forma de acceso al y el ejercicio del poder público, como también bases conceptuales diferentes en la construcción, acceso y ejercicio de la ciudadanía. El poder al servicio del pueblo (la asamblea) y el servicio en beneficio de la comunidad (el sistema de cargos; el trabajo de toda la ciudadanía en obras de beneficio a la colectividad (el tequio); la relación armónica con la naturaleza (la madre tierra) y la participación de todas y todos en la fiesta como espacio para recreación de la identidad son bases que alimentan que la rendición de cuentas sea una práctica cotidiana. La cultura de la transparencia está presente en la vida diaria de estas comunidades y es practicada de forma natural.
Seguramente en las regiones indígenas se presentan problemas serios en términos del avance de la corrupción y algunos de sus mecanismos de control ciudadano, las buenas prácticas, están siendo rebasadas. Pero en la mayoría perviven estas experiencias de que, antes que un complejo entramado jurídico y el convencimiento a las autoridades de que deben cumplir con su deber e informar a la sociedad, es necesaria una cultura política y una práctica permanente y consensuada de la necesidad de rendir cuentas al pueblo. Desde las comunidades indígenas, hay lecciones que aprender.
Apoyos
Este artículo presenta resultados del proyecto de investigación “Contraloría social y participación ciudadana en regiones indígenas”, realizado entre mayo de 2017 a abril de 2019 con financiamiento de los Fondos Mixtos de Investigación SEDESOL-Conacyt, México, y ejecutado por el Programa Pluralismo Jurídico y Eficacia de Derechos (PLURAL) del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS), México. El objetivo fue analizar las formas de rendición de cuentas y participación ciudadana en las comunidades indígenas y proponer, con una perspectiva intercultural, mecanismos de vinculación con la normatividad y las instituciones estatales. El proyecto fue coordinado por David Recondo, Juan Carlos Martínez Martínez y el autor de este texto.