Introducción
El presente dossier aborda distintas formas de despojo en países de América Latina donde, en las últimas décadas, se ha profundizado la especialización de la región como surtidora de materias prima, productos agroindustriales y biocombustibles, y como locus de nuevas reservas de capital para el mercado global.
En la región, el despojo sustentado en el desarrollo convencional propio de un régimen de naturaleza1 capitalista que coloca a la naturaleza como realidad externa, para objetivarla como recurso, coexiste con otras formas de despojo vía desarrollo sustentable basado en regímenes de “tecno-naturaleza”, en que la naturaleza es internalizada por el capital, deviniendo en “ambiente gubernamentalizado” (Escobar 1999; Biersack 2006), administrado por el conocimiento experto y las burocracias tecnocráticas del Estado y las transnacionales.
Este dossier tiene como objetivos analizar las tensiones que se crean entre los “espacios abstractos” del capital -definidos según la lógica de acumulación- y los espacios de la ecología de la vida;2 visibilizar las dimensiones materiales del despojo en la región y sus dimensiones subjetivas, cotidianas y encarnadas y distinguir la agencia que despliegan las diversas poblaciones afectadas en la configuración de territorios de resistencia.
Hacia una conceptualización
La categoría de segregación socioespacial enunciada por la geografía crítica neomarxista lleva a interpelar las “geografías de exclusión y paisajes de riqueza” (Bauman 2011, 170) que se producen a escala global y que se expresan en padecimientos y despojo de tierra/territorio, agua y bienes comunes naturales.
Los bloques y concesiones petroleros y mineros, las áreas demarcadas para megaproyectos mineral-energéticos y otros, las locaciones en que se permite el acaparamiento de tierras para monocultivos agroindustriales y forestales, y las áreas designadas por los Estados latinoamericanos como estratégicas para el “desarrollo” son una expresión más de aquellos límites figurados desde una visión euclideana, cartesiana y estática, a manera del espacio abstracto como lo plantea Lefebvre (2001 [1991]).
El capitalismo “no se apoya solamente sobre las empresas y el mercado, sino sobre el espacio” (Lefebvre 2001 [1991], 221), por lo que flujos de energía, materiales, capitales, y mano de obra tienen confluencia en su producción. Mientras se consolida la acumulación de capital en puntos fuertes (regiones, grandes ciudades, corporaciones, empresas transnacionales), se crean “espacios geográficos desiguales” (Harvey 2012). “Es el espacio y por el espacio donde se reproduce la reproducción de las relaciones de producción capitalistas” (Lefebvre 2001 [1991], 223), en detrimento de la reproducción de las relaciones sociales de reproducción (Biersack 2006) que en comunidades locales se han sostenido sobre la base de la interdependencia, ayuda mutua, economías del cuidado y en fundamentos sociomorales.
El espacio no puede ser sino político, ideológico, estratégico; un producto social al que se adjudican grupos particulares que se apropian de éste para administrarlo y explotarlo. Las relaciones de poder en un sistema de explotación laboral, social y de la naturaleza reproducen sociedades no sustentables, marcadas por relaciones de inequidad y desigualdad (Bauman 2011). La tecnocracia, las burocracias especializadas, los planificadores del desarrollo, los gestores de los aparatos de Estado en alianza con transnacionales y corporaciones se sirven de este espacio instrumental que deviene en espacio abstracto, metafórico, depurado de historias, sentidos, prácticas y vivencias; espacio imagen geométrico, cuantitativo que surge del “mal desarrollo” (Svampa y Viale 2014).
En aras de garantizar la acumulación capitalista, se incorporan nuevos territorios y naturaleza del sur global, y por ende de América Latina, mientras se afectan socioecosistemas condenando a poblaciones locales a un malvivir y a la insustentabilidad social, económica, ecológica y cultural. Esta dinámica está asociada con patrones históricos coloniales, colonialidad de la naturaleza (Alimonda 2017) e injusticia am biental (Schlosberg 2007; Martínez-Alier 2004) entre los países del norte y sur global, así como al interior de los países de la región.
El espacio abstracto y la violencia se retroalimentan, mientras las prácticas de producción del espacio -que se engarzan en la vida cotidiana- son desplazadas. La consecuencia es la homogeneización, fragmentación, jerarquización y descorporalización del espacio (Lefebvre 2001 [1991]) y la supresión o alienación de los cuerpos (Scheper-Hughes y Lock 1987). El espacio abstracto del capitalismo, en su fase ecológica del capital, lleva a la mercantilización de la vida social, a la colonización del mundo de la vida - del espacio representacional-3 y a una cada vez mayor mercantilización de las condiciones de producción personales (trabajo/cuerpos/naturaleza humana) y condiciones físicas o externas (naturaleza), tratadas como mercancías ficcionales (O’Connor 1994). Las inequidades de poder, creadas en la lógica del modelo de desarrollo capitalista, subsumen a la vida, de modo formal y real al capital; estos dos modos de subsunción no siempre son sucesivos en el tiempo, sino que se complementan en la misma época (Echeverría 2005).
Acumulación por desposesión
Para conceptualizar el despojo, retomamos la categoría de acumulación por desposesión acuñada por Harvey (2006), quien la considera, siguiendo a Rosa Luxemburgo y Hannah Arendt, un mecanismo de acumulación de capital dialécticamente entrelazado con la acumulación mediante explotación del trabajo:
Los recursos naturales y otras condiciones en la naturaleza brindan la posibilidad de un acelerado excedente de producción, de modo que el acceso abierto y el control de los sitios con abundancia de recursos, se convierten en una forma de acumulación en la sombra a través de la apropiación. La búsqueda constante de recursos naturales de alta calidad que pueden ser saqueados por el excedente y la producción de plusvalía ha sido, por lo tanto, un aspecto clave para la geografía histórica del capitalismo (Harvey 2006, 91-92).4
Según Harvey (2006), cualquier teoría del desarrollo geográfico desigual debe considerar la acumulación mediante desposesión como un mecanismo fundamental continuamente usado en la historia del capitalismo hasta hoy, si bien Marx lo situó dentro del capitalismo primitivo u original. Además de los mecanismos violentos de dicha fase,5 Harvey (2006) suma una serie de procesos propios de la fase actual del capital: el uso del sistema de crédito, la extracción de rentas de patentes y derechos de propiedad intelectual.
En las últimas décadas, la acumulación por desposesión ha sido un mecanismo privilegiado a escala global, que ha permitido a ciertos territorios avanzar espectacularmente a expensas de otros. Con el neoliberalismo y ensayos pos-neoliberales de capitalismo de Estado, se ha dado una concentración de riqueza en manos de élites capitalistas nacionales y transnacionales (Sacher 2017; Cooney y Sacher 2018). Las empresas cobijadas bajo el paraguas de los Estados nacionales aumentan los daños colaterales producidos por el modelo de producción y acumulación capitalista que pesan sobre diferentes grupos sociales considerados desechables en el marco de las “nuevas geografías de exclusión y paisajes de riqueza que marcan el nuevo orden mundial” (Bauman 2011, 170) de “zonas de sacrificio” (Di Risio et al. 2012). El Estado tiene un papel central en la burocratización del espacio; así, con las definiciones de legalidad y desde la institucionalidad, asegura las condiciones para la desposesión y transferencia del agua, tierra y otros recursos.
El capital recurre al discurso del “uso racional” y “sostenible de la naturaleza” para ocultar el despojo de los megaproyectos extractivos, amparándose en “narrativas legitimadoras” (Svampa y Antonelli 2009). Dichos discursos son la bandera que inserta el capital global en los diferentes territorios que ocupa y que deviene en falacia y realidad trágica para las poblaciones y los ecosistemas, velando la pragmática de la acumulación de capital, necesariamente basado en la red socioecológica de la vida (Harvey 2006).
En esta dinámica se produce una alienación territorial (Santos 1996, 127, en Machado Aráoz 2010, 222) plasmada en desarticulación de las cadenas locales de valor, ruptura de circuitos de producción y consumos locales, y subordinación tecnológica. Se expropia la diversidad territorial, económica, ecológica y sociocultural por medio de instituir “complejos sistemas de producción y regulación de territorios, cuerpos y prácticas hiperfuncionalizados como espacios de acumulación” (Machado Aráoz 2010, 223). Es recurrente en las poblaciones afectadas “la sensación de ser despojados no solo de activos tangibles sino de todo un modo de vida […]. Esta pérdida de modos de vida va aparejada con la pérdida de paisajes de significado cultural” (Bebbington et al. 2013, 326), en que se malogran las interacciones cotidianas (Warnaars 2012).
Las encarnaciones (embodiment) del despojo
La acumulación de capital no es género neutral, es androcéntrica, heteropatriarcal, además de antropocéntrica, neocolonial y racista. La práctica de la desposesión de tierras y comunes, como plantea Federici (2004) con relación a la acumulación originaria del capital, se complementa con procesos de cercamiento de los cuerpos y las relaciones sociales. Mientras se eliminan vestigios de propiedad comunal y relaciones comunales para el aprovechamiento privado, se cercan cuerpos femeninos y sus saberes.6 Se disciplinan los cuerpos como fuente de riqueza y se somete el trabajo femenino y la función reproductiva de las mujeres a la reproducción de la fuerza de trabajo. “Se esconde y naturaliza la esfera de la reproducción” (Federici 2004, 17) para devaluar la gestión de los cuidados y todo aquello que sostiene la vida.
Las dinámicas actuales de la acumulación por despojo en el sur global y en la región generan crisis cuando, en sus dimensiones material, simbólica y emocional, el sostenimiento de la vida se ve amenazado. Mientras las élites globales y nacionales (patriarcales, blancas, burguesas, adultas, urbanas y heterosexuales) incrementan sus niveles de consumo de materiales y energía a costa del despojo de los comunes de clases sociales populares, mujeres y grupos racializados; es en estos (en sus cuerpos) y en sus territorios donde se acumulan los daños.
La espacialización del poder del capital se expresa en segregaciones socioespaciales y despojos que deben ser vistos no solo desde la multidimensionalidad y multiescalaridad geográfica (macro, meso, micro), sino también en las corporalizaciones (embodiment) que se producen. Esto significa llevar los enfoques de la geografía y economía política al campo de la fenomenología y teoría de la práctica, como se busca desde la ecología política feminista que vincula las escalas de análisis íntimas con las más amplias de las economías políticas que producen desigualdades (Elmhirst 2018), limitando el acceso a recursos.
Es clave comprender que el género no solo marca intereses diferenciados de hombres y mujeres en cuanto al ambiente y recursos, en función de roles y responsabilidades pautadas por la división del trabajo, sino que es “una variable crítica que conforma el acceso de los recursos y su control” (Rocheleau et al. 2004, 345).
La neoliberalización, el crecimiento exponencial del capital con sus efectos en el despojo y acaparamiento de tierras y aguas en el sur global (Behrman et al. 2011)7 se basa en formulaciones de derechos de propiedad que borran modos informales y comunitarios preexistentes de acceso a recursos de los que dependen las mujeres y grupos marginados.8 Lo mismo ocurre con esquemas de pagos por servicios ecosistémicos para paliar el cambio climático que propician derechos de propiedad privada. Si se considera que la experiencia ambiental es dependiente del género y que existe una historia compartida de opresión de parte de las mujeres y la naturaleza por las instituciones patriarcales (Plumwood 1993; Merchant 1981), es clave el género al abordar el despojo.
Hayes-Conroy y Hayes-Conroy (2013) proponen una ecología política feminista del cuerpo que evalúa fuerzas estructurales (economías políticas) junto con la producción de conocimiento, ontologías relacionales, afectos y emociones que se desprenden de la vida cotidiana. Esto significa tomar en serio prácticas diarias y relaciones que las mujeres entablan entre sí y con otros seres, más allá de lo humano.
Al respecto de las prácticas corporalizadas del género en relación con el entorno, Nightingale establece que:
El desempeño incorporado del género, la casta y otros aspectos de la diferencia social colapsa la distinción entre lo material y lo simbólico. Las ideas simbólicas de diferencia se producen y expresan a través de interacciones encarnadas que son firmemente materiales [...]. Es importante destacar que son los significados simbólicos de espacios, prácticas y cuerpos particulares que se (re)producen a través de las actividades diarias, incluyendo la explotación forestal, el trabajo agrícola, la preparación y el consumo de alimentos, todo lo cual tiene consecuencias tanto para los procesos ecológicos como para las diferencias sociales. A través del desempeño de las tareas diarias, no solo se ponen de manifiesto las ideas de género, casta y diferencia social, sino que se evidencia la naturaleza encarnada de la diferencia que se extiende más allá del cuerpo y en los espacios de la vida cotidiana (2011, 153).9
La experiencia del despojo se subjetiva conforme se commodifican los territorios y la naturaleza. Se experimenta el mundo mediante los cuerpos que están incrustados en el mundo; cuerpos con historia atravesados por la commodificación y fragmentación (Kroker y Kroker 1987) y por discursos hegemónicos (Haraway 1991) en el capitalismo tardío. Los cuerpos son agentes experienciales intersecados por la desigualdad de clase, raza, etnicidad y género. En contextos de despojo experimentan dolor, alienación, disolución y son afectados en dignidad y moralidad (Sheper-Hughes y Lock 1987).
Ahora bien, la corporalización (embodiment) tiene cierta indeterminación (Merleau-Ponty 1962; Csordas 1994) al ser el cuerpo una multiplicidad (a la vez físico, social y político). Los cuerpos están sujetos a regulaciones, representaciones y al mismo tiempo son agentes situados en campos de poder. Se requiere entonces analizar los procesos ecológicos y de diferenciación social que se producen con los despojos corporalizados, cuando se irrumpe en la experiencia cotidiana de estar-en-el-mundo (being-in-the-world) y profundizar en las impresiones que el despojo marca en las subjetividades, en las configuraciones del ser (self) y cultura, y en las agencialidades que se despliegan en términos de lucha, resistencia, involucramiento y reclamo de su lugar en el mundo.
Despojo(s) contemporáneos en América Latina
En la región, de 2000 a 2018, se pasó del Consenso de Washington al Consenso de los Commodities, “basado en la exportación de bienes primarios a gran escala, entre ellos hidrocarburos (gas y petróleo), metales y minerales (cobre, oro, plata, estaño, bauxita, zinc), productos agrarios (maíz, soja y trigo), y biocombustibles” (Svampa y Viale 2014, 15). En éste convergieron países con gobiernos neoliberales, progresismo populista y pos-neoliberales,10 lo que se tradujo en una reprimarización de la economía, afianzando una orientación hacia actividades primario-extractivas, que no permiten retener el valor extraído y producido, profundizando por ende la desposesión de tierras, territorios y recursos.
Los variados emprendimientos que han ofrecido desarrollo, buen vivir, superación de la pobreza, crecimiento económico en la región han tenido una tendencia hacia los monocultivos y escasa diversificación económica. Esta dinámica ha desplazado economías regionales existentes, expandido fronteras de extracción hacia territorios antes considerados improductivos o no eficientes, generado acaparamiento de tierras, expulsión y desplazamiento de comunidades rurales (campesinas mestizas, indígenas, afrodescendientes).
En los casos de las industrias extractivas, las tendencias hacia el gigantismo implican el control totalitario del espacio, y por lo tanto -como precondición social y material- procesos de acumulación por desposesión de comunidades enteras de sus territorios y luego contaminación a gran escala, ya sea accidental o crónica (Sacher 2017; Cooney y Sacher 2018).
Toda la región latinoamericana ha visto una multiplicación de megaproyectos de extracción minera, desde México hasta la Patagonia, desde los Andes centrales hasta la Amazonía. En lo que respecta a la producción de hidrocarburos en América Latina, los países que de mayor o menor articulación tienen con el mercado de commodities son Venezuela, Brasil, México, Ecuador, Argentina, Trinidad y Tobago, Perú, Colombia, Bolivia y Chile. En cuanto a gas en mayor proporción Venezuela, seguido de Bolivia, Perú y México. Asimismo, megaproyectos mineral-energéticos se intersecan para dar paso a una intervención cada vez más intensa y extensa en el espacio y los territorios. Para responder a las tendencias hacia el gigantismo, un vasto ensamblaje de carreteras, vías férreas, infraestructura energética, redes de comunicación, equipos de exploración, refinerías, gaseoductos y ductos de petróleo marcan las geografías de la región para localizar, extraer y transportar los commodities.
La mayoría de las actividades mineras está controlada por empresas transnacionales anglosajonas y canadienses, pero también de China, México, Brasil o Chile. En lo que respecta a la producción hidrocarburífera, predominan transnacionales estadounidenses, europeas, chinas, y también compañías estatales que operan en América Latina: Petrobras de Brasil, YPF de Argentina, Petróleos de Venezuela (PDVSA) y Petróleos Mexicanos (PEMEX).
Durante la primera década de los años 2000, el crecimiento acelerado de megaproyectos extractivos en Latinoamérica ha sido determinado por la rápida industrialización de China e India (Tetreault 2015), la búsqueda de altas tasas de ganancias por parte del capital transnacional, así como por lo atractivo de las jurisdicciones latinoamericanas para el capital transnacional, resultado de reformas neoliberales de los marcos legales e institucionales de inversión que han flexibilizado normativas fiscales, institucionales, ambientales y en materia del acceso a la tierra. La innovación tecnológica permite también elegir nuevos territorios como contenedores de recursos.
Las transnacionales y corporaciones mineras y petroleras demarcan espacios arre batados a comunidades indígenas y campesinas, pequeños y medianos agricultores con letreros de “propiedad privada” modelando el paisaje y alterando las territorialidades existentes (Sacher et al. 2016; Warnaars y Teijlingen 2017). 11 Cercos, guardias compañías de seguridad privada, e incluso Policía y Fuerzas Armadas controlan el acceso a tierras antes gobernadas por organizaciones comunitarias; asimismo caminos que conectan pozos, instalaciones y ductos tienen señalética empresarial que plasma nuevos ordenamientos y marcajes de autoridad, fuera de los tradicionales (Bebbington et al. 2013). 12 El extractivismo también externaliza costos ambientales en la forma de destrucción extensiva de tierras, contaminación tóxica y altos niveles de consumo de agua y energía (Tetreault 2015).
Además de la extracción de recursos no renovables del subsuelo, las formas de despojo contemporáneas están articuladas con la expansión de la frontera forestal, energética y pesquera, así como con los agronegocios basados en transgénicos, siembra de soja y otros monocultivos. 13 La geoespacialización de los biocombustibles ha llevado a una nueva fase de concentración de la tierra (Massieu y Acuña 2015); es así como monocultivos de palma africana y plantaciones de jatropha14 se han insertado en Guatemala, Brasil, Colombia de forma creciente (Houtart 2011; Alonso-Fradejas et al. 2010).
En el caso del biodiesel, las plantaciones de palma africana estimulan la deforestación y adicionalmente los cultivos para producción de etanol (maíz, sorgo y caña de azúcar) requieren de un uso intensivo de agroquímicos que contaminan y empobrecen agua y suelos, afectando la salud. Se presiona territorios, se genera inestabilidad laboral, sobreexplotación de trabajo y recursos naturales (Massieu y Acuña 2015), mientras los beneficios se concentran en grupos empresariales.
En América Latina se han apuntalado infraestructuras y comunicaciones consensuando entre varios gobiernos de la región para facilitar la extracción, transporte y exportación de productos hacia el mercado global. Entre estas iniciativas están los proyectos de infraestructura previstos por la Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Suramericana (IIRSA). También parques industriales de amplia extensión se establecen en áreas periurbanas y urbanas rodeando barrios y desplazan poblaciones, impactan el ambiente y la salud de los moradores.
Los ordenamientos territoriales se adecuan conforme los intereses de la acumulación de capital, creando multiterritorialidades de producción, residencia y descargas en una ocupación del territorio fragmentada y marcada por el desorden. La gran concentración industrial genera contaminación de recursos hídricos superficiales y subterráneos con desechos industriales, y sustancias tóxicas se desfogan hacia cuencas hidrográficas.
En general, los megaproyectos de desarrollo, incluyendo los hidroenergéticos y la profundización extractiva en América Latina, se enmarcan en una territorialidad excluyente de las existentes, generando una “tensión de territorialidades” (Porto Gonçalvez 2001). La expansión de megaemprendimientos pone bajo control de grandes empresas, grandes porciones de bienes comunes, presentes en determinados territorios. Esto ocurre cuando, dentro de la lógica del capital, ciertos territorios se consideran “sacrificables” (Sack 1986, en Svampa et al. 2010).
Visualizando territorios de resistencia
La resistencia es un tópico sobre el que se ha escrito en recientes décadas desde variadas disciplinas (Commaroff 1985; Scott 1985 y 1990; Ong 1987). Se ha teorizado la dominación y las contestaciones efectuadas por actores que enfrentan el poder y la hegemonía, 15 quienes en sus repertorios buscan preservar modos de vida (Hvalkof 2006) en un esfuerzo por “sobrevivir al impacto de lo global y lo transnacional” (Wilson 2000, en Biersack 2006, 20) por medio de movimientos, campañas, políticas oposicionales y otras formas de activismo.
Ahora bien, como discute Brosius (2006), hay que considerar que mucho de lo que se designa como resistencia puede involucrar otras cuestiones como: esfuerzos de involucramiento y articulación por parte de poblaciones locales, búsqueda de reconocimiento, que narrativas subalternizadas sean comprendidas, que se democraticen procesos dentro de una amplia intersección de constreñimientos, o negociar los términos del proceso en marcha de su inserción en el mercado y la globalización.
Los movimientos de resistencia involucran variadas manifestaciones de las dinámicas local-globales y son centrales a las preocupaciones de las ecologías políticas basadas en el lugar (Biersack 2006). Se trata de luchas por significados y representaciones (Álvarez et al. 1998, en Biersack 2006, 22) a la vez que de defensa de materialidades.
Frente a la ampliación de las fronteras extractivas, hay una alta contestación en la región frente a estructuras de gobernanza predatorias interesadas en captar rentas y que irrespetan los derechos de las comunidades (Bury y Norris 2013), que pueden ser consideradas “guerras contra el despojo” (Harvey 2006; Watts 2009; Bury y Norris 2013). Comunidades agrarias e indígenas se organizan para defender tierras y territorios y derechos a medios de vida (Baviskar 1995; Peet y Watts 1996; Sawyer 2004) y generan propuestas de redefinición de los modelos de desarrollo dominante.
Los movimientos de resistencia a megaproyectos de desarrollo y extractivos tienen el antecedente de movimientos indígenas y campesinos con una larga historia de lucha en la región al respecto a “cuestiones distributivas, reconocimiento cultural y participación política” (Tetreault 2015, 61), lucha por la tierra frente a sistemas hacendatarios o luchas por titulación territorial. Pueden interpretarse algunos como luchas ecoterritoriales (Svampa 2012; Hoetmer 2013) por el control de los bienes comunes. Son disputas sobre modos de vida, no de simples conflictos de intereses, que se inscriben “en procesos históricos de negociación entre las poblaciones marginalizadas y las élites político-económicas locales y nacionales” (Hoetmer 2013, 277). 16
En unos casos, estructuras organizativas previas que regulan la vida cotidiana (como en Perú las Rondas Campesinas y Juntas de Riego) se han transformado en organizaciones sociales movilizadas. En otros casos, organizaciones sociales históricas (organizaciones indígenas y federaciones campesinas) se activan frente a los desafíos de la vulneración del tejido social (Hoetmer 2013); también hay organizaciones más temporales de carácter difuso, defensivo y coyuntural que articulan variados actores en defensa de la dignidad local, como el caso de los Frentes de Defensa en que intervienen colectivos, activistas, ONG de derechos humanos y ambientalistas, medios, políticos a escala nacional e internacional (Moore y Velásquez 2013). Muchas luchas sociales desbordan los territorios donde se originaron, creando coaliciones a escala regional o nacional.
En varios casos en la región, pobladores locales generan iniciativas como las consultas vecinales, emprenden prácticas de vigilancia comunitaria en contextos extractivos y han logrado, mediante su movilización, generar mayor conciencia ambiental y de derechos (Hoetmer 2013). Hay movimientos que, dentro de conflictos distributivos sobre el acceso y uso de recursos ecológicos, encajan con el ecologismo de los pobres (Guha y Martínez-Alier 1997) que articula a “la gente de los ecosistemas”; es decir, comunidades que dependen fuertemente de los recursos naturales y que son las más afectadas en sus vidas cotidianas con la destrucción ecológica. Buscan resituar dentro de una economía moral, recursos naturales que han sido llevados a la esfera económica, racionalidad mercantil y valoración crematística (Tetreault 2015).
En la confrontación, “la construcción de la territorialidad se va cargando de nuevas (re)significaciones y diferentes valoraciones, en contraste con las concepciones generalmente excluyentes” (Svampa y Antonelli 2009, 45) de gobiernos y empresas transnacionales. Algunos movimientos de resistencia pueden tener un tono anticapitalista, anti-imperialista y contrahegemónico (Tetreault 2015). Otros no se posicionan desde un anticapitalismo por fuera del mercado, sino en defensa de modelos de desarrollo distintos al extractivo (Moore y Velásquez 2013), como la agricultura de pequeña o me diana escala. También hay quienes luchan por el derecho a ser escuchados, por acceder y producir información técnica, derechos a agua limpia y segura (Moore y Velásquez 2013). Emergen resistencias y contestaciones frente a la pérdida de identidad cultural y la “colonización del mundo de la vida” (Habermas 1994), que demandan reconocimiento de la diversidad de modelos de vida y control territorial autónomo.
Las estrategias de resistencia son variadas: pronunciamientos, declaraciones, protestas en calles y plazas, marchas, uso de redes sociales, formulación de demandas legales a escala nacional e internacional al vulnerarse sus derechos (apropiación de tierras y territorios, ausencia de procesos de consulta, intimidación y violencia). Además de las manifestaciones públicas, también hay dimensiones de lucha que están en las “rutinas de la vida cotidiana” (Warnaars 2013), en las que tiene importancia la memoria y la historicidad de los territorios.
Según Bebbington y Williams (2008), las formas de movilización que tienen lugar en contextos de despojo pueden ser una respuesta a amenazas particulares de formas de desarrollo económico presentes, o percibidas, a la seguridad e integridad de medios de vida de una población en un territorio dado. Los movimientos sociales apelan a identidades colectivas existentes, pero también construyen nuevas identidades articulando discursos de soberanía, derechos a la tierra, indigenidad, ambiente, democracia, participación, e incluso derechos sobre empleo y desarrollo (Warnaars 2013).
Se potencian lenguajes de valoración (Svampa y Antonelli 2009) divergentes sobre la territorialidad, en el caso de organizaciones indígenas y campesinas en función de sus estilos de vida. Se posicionan ontologías populares e indígenas (Warnaars 2013), sus formas de conocer y ser en sus estrategias contra el despojo. Intervienen no solo actores humanos, sino también “seres sintientes”, “seres de la tierra” (Earth Beings) (De la Cadena 2015) que constituyen parte de las ecologías de la práctica y la cosmopolítica. 17 Ontologías de desacuerdo emergen de prácticas que hacen a los mundos divergir, enactuando18 otros mundos (Escobar 2014). Es así como muchos de los proyectos e intervenciones del despojo afectan ontologías relacionales en que “los territorios son espacios-tiempo vitales de interrelación con el mundo natural” (Escobar 2014, 59).
El creciente protagonismo de las mujeres
En varios casos, las mujeres han sido principales líderes de la organización social local. 19 Frente a la violencia extractivista y megaproyectos de desarrollo, se tornan protagonistas en resistencia frente a daños ambientales que afectan sus cuerpos y territorios, a la vez que cuestionan el rol pasivo que les asignan las estructuras de género. Mujeres en zonas de sacrificio se levantan frente al envenenamiento y contaminación de sus cuerpos y territorios por industrias extractivas (Bolados et al., 2018)20 Desde sus cuerpos marcan así territorios de resistencia que se constituyen en nuevas formas de pensar y ocupar espacios; crean territorios en torno al cuidado de sí mismas y del tejido social y comunitario dañado.
Con su accionar reinventan y dan nuevo vigor a la política de defensa de los comunes. Se posicionan contra los varios despojos y cuestionan las inequidades de género en el Estado, las empresas transnacionales y también en sus propios pueblos y estructuras organizativas, exigiendo participación en la toma de decisiones sobre el territorio y que sus voces sean respetadas (Vallejo y García Torres 2017; Vallejo 2014).21
Al desafiar la explotación que genera el desarrollo extractivo, las mujeres confron tan simultáneamente inequidades de género y desequilibrios de poder en sus propias sociedades y dentro de sus unidades domésticas (Deonandan y Tatham 2016). Las mujeres campesinas e indígenas hacen referencia a la madre tierra para reforzar su defensa de la misma, evocan imágenes femeninas de la Pachamama y se erigen como guardianas de la naturaleza (Yépez y Teijlingen 2017), en una suerte de ecofeminismo preocupado por las futuras generaciones.
Participando en bloqueos y marchas frente a la minería, el petróleo y megaproyectos de desarrollo, desafían la percepción que la resistencia es masculina y deconstruyen la representación que se hace de ellas como pobres y vulnerables (Deonandan y Tatham 2016). Su activismo ha contribuido a la creación de nuevas formas de organización social. 22 En gran medida contestan las vulneraciones que crean los contextos extractivos (Himley 2011; Jenkins 2014; Yépez y Teijlingen 2017) tales como: cambios en las relaciones con la tierra, modificación de las actividades productivas y mayor carga de trabajo que recae sobre ellas, intimidaciones, violencia, acoso, inse guridad y precarización de medios de vida.
Las mujeres se han empoderado en la defensa de la vida, no obstante, muchas veces se corre el riesgo de romantizarlas y no visualizar las realidades que confrontan y las severas restricciones que tienen en su activismo, en función de estereotipos existentes de género, patriarcado, pobreza y racismo (Deonandan y Tatham 2016).23 Se ven expuestas a intimidación y judicialización; reciben cotidianamente amenazas contra su sexualidad e insultos de contenido sexista (López 2013).
Hay movilizaciones de resistencia de mujeres de comunidades pobres que luchan por mantener sus tierras y subsistencia agrícola, y que han sufrido violencias previas de guerras civiles o conflictos armados; 24 hay otros casos también en que mujeres de clases medias se movilizan y, a lo largo de la región, se tejen colaboraciones entre mujeres indígenas y no indígenas, rurales y urbanas.
Las luchas de las mujeres revelan un carácter heterogéneo y multisectorial al darse alianzas entre clases sociales y urbano-rurales. También mujeres de clase media, profesionales de sectores urbanos, apoyan con conocimiento técnico y asesoría legal a mujeres de organizaciones campesinas e indígenas (Svampa et al. 2010).
En conclusión, múltiples resistencias se observan en la contemporaneidad desde Mesoamérica hasta la Patagonia. Se trata de luchas por el espacio vivido, por la defensa de territorios de la diferencia, que establecen vínculos entre sistemas simbólicos, culturales y relaciones productivas (Escobar 2000). Tienen una materialidad y a la vez son luchas por las representaciones y significaciones otorgadas a la naturaleza, así como luchas de reexistencia.
Frente a las nuevas geografías de la expropiación y los nuevos dispositivos instaurados por el capital global para la producción del espacio, la colonización de los territorios y, por medio de éstos, de sus poblaciones y formas de vida, las movilizaciones y protestas son interpretadas por Machado Aráoz (2010) como fisuras a mecanismos de “soportabilidad social”, “rebeldías emergentes de corporalidades”, “estallidos” que rompen escenarios naturalizados que invisibilizan los impactos ambientales y sociales, tornando a los cuerpos insensibles.
Los artículos del dossier
En el primer artículo del dossier: “De los frentes de expansión a los grandes proyectos de desarrollo: emergencia en las comunidades de los sertões25 de Itacuruba”, autoría de Poliana de Sousa Nascimento, el despojo que deviene de la implantación de proyectos de desarrollo y el agronegocio que se expande sobre amplias extensiones mediante procesos de intimidación y usurpación de territorios de pueblos y comunidades tradicionales, afectando sus modos de reproducción física, social y cultural. Discurre el autor sobre el discurso desarrollista del Estado, que nomina los sertões ubicados al margen del capital, como espacios vacíos y decadentes, propiciando su ocupación y la adecuación de marcos jurídicos para debilitar los derechos étnicos de los pueblos indígenas.
En “Turismo y acumulación de capital: una mirada a la Reserva de la Biosfera Sian Ka’an”, Alejandra Rojas Correa y Alejandro Palafox-Muñoz proponen un análisis desde la economía y la ecología política de los procesos de desposesión en el caso de la definición de áreas protegidas y el desarrollo de proyectos turísticos. Se interesan en el caso de la Reserva de la Biosfera Sian Ka’an ubicada en la península de Yucatán en México, la cual desde su creación ha sido objeto de un intenso proceso de despojo. Se analiza el cercamiento y la subsunción de los territorios a nuevas lógicas asociadas con dinámicas transnacionales, en las cuales las agencias internacionales de desarrollo, las ONG internacionales y los Estados nacionales juegan un papel clave bajo el paraguas del “desarrollo sustentable”. Este despojo abre los territorios a la commodificación del territorio y a la implementación de un turismo privado generador, a su turno, de nuevos procesos de despojo materiales, culturales y simbólicos.
En “Mujeres me’phaa, resistencia y sentido del lugar ante los despojos del extractivismo y el narcotráfico”, Erika Sebastián Aguilar, desde un enfoque conceptual que parte de los feminismos decoloniales y comunitarios, analiza en el caso de la comunidad de Xochiatenco, en el estado de Guerrero en México, los despojos ejercidos por el grupo narco-delictivo Los Ardillos, que impone la siembra de amapola, y el Estado que impulsa proyectos neoliberales para el desarrollo por medio de la militarización y la minería de oro y plata efectuada por la transnacional canadiense CAMSIM Minas SA de CV. Enfatiza la autora en las alianzas que se dan entre empresas mineras, narcotráfico y Estado para imponer una necropolítica de desplazamiento y terror. Frente a ello, las mujeres me’phaa resisten y reconfiguran su sentido del lugar cuerpo-tierra-territorio desde la cotidianidad. Esto, al trabajar el campo, participar en actividades de economía comunitaria e insertarse en asambleas y reuniones, transformando los espacios públicos masculinizados.
María Moreno Parra en su artículo sobre “Racismo ambiental: muerte lenta y despojo de territorio ancestral afroecuatoriano en Esmeraldas” trata el caso de la comunidad de Wimbí, en la parroquia de San Lorenzo en el norte de Esmeraldas en Ecuador y la acumulación por desposesión de territorio ancestral efectuado por la empresa palmicultora Energy y Palma, en un contexto de afectaciones más amplio producido por la explotación de minería aurífera y extracción maderera, además de la agroindustria de palma aceitera. Las formas de sufrimiento ambiental con efectos en la salud y en los medios de subsistencia en el norte de Esmeraldas son definidas por la autora como racismo ambiental y de eliminación étnica lenta de poblaciones afroecuatorianas. Frente a la devaluación de cuerpos no blancos, como parte de la lógica capitalista y de desterritorialización propiciada por la empresa palmicultora, la comunidad Wimbí efectúa luchas antirracistas para repeler los desalojos, permanece en el territorio, fortifica su presencia efectiva y retorna a sembrar.
En “Geografías violentadas y experiencias de reexistencia. El caso de Buenaventura, Colombia, 2005-2015”, Jefferson Jaramillo Marín, Érika Parrado Pardo y Wooldy Edson Louidor proponen un análisis de las diferentes subjetividades políticas que surgieron en el contexto de Buenaventura, Colombia, un territorio ocupado por varios grupos armados, que ha sido el sitio de episodios de marcada violencia en recientes años. Integrando la geografía crítica, estudios decoloniales y culturales, analizan la riqueza de la resignificación del territorio y de la vida cotidiana de mujeres y jóvenes. A pesar de la adversidad y la violencia omnipresente, los autores muestran cómo las formas organizativas que nacen en este territorio calificado de “paradojal” logran implementar espacios de cuidado donde se posibilita la producción de imaginarios y sujetos, nuevos procesos creativos y de cultivo de la memoria, en los cuales se despliega una panoplia de formas de expresión artística que hablan de una “reexistencia”.
Los artículos del dossier en escenarios de América Latina (México, Colombia, Ecuador, Brasil) precisan las afectaciones de despojos relacionados con el agronegocio, extractivismo minero, narcotráfico, implementación vertical de áreas naturales protegidas y presencia de grupos armados. En algunos casos, varias formas de despojo se intersecan teniendo en común el ejercicio de la violencia y la afectación de modos de reproducción física, social y cultural de las poblaciones locales. El Estado, en la mayoría de los casos tratados, es partícipe del despojo y actúa en alianza con transnacionales y otros actores. Las resistencias -que van desde permanecer en los territorios- son diversas y asumen formas creativas, habiendo también prácticas de re-existencia.