Introducción
Este artículo pretende aportar a reconstruir el campo de discusión sobre la economía popular desde dos clivajes de aproximación. Por un lado, la experiencia histórica que sirve a la reflexión: el ciclo político de administraciones kirchneristas en Argentina (2003-2015). Por otro, una lectura político-cultural de las políticas sociales, campo de indagación en el que se inscribe este estudio. Se analizará la discursividad experta en que se fundó un conjunto de políticas del Estado nacional tendientes a la promoción de la “economía social” desde el año 2004 y los modos en que se definió dicho espacio de inserción socio-laboral y a los sujetos protagonistas. Por eso, nos centraremos en los que llamamos “saberes de gabinete”, producidos desde y para el Estado.
El siglo XX concluyó en el sur global con complejos procesos de crisis que canalizaron y promovieron críticas especializadas y políticas al pensamiento neoliberal, al calor de diversas modalidades de impugnación social al mismo. Si bien las coyunturas de crisis estimulan la eclosión de batallas entre regímenes de ideas y de prácticas contrapuestos, las ocasiones en que el régimen dominante es reemplazado por uno alternativo son excepcionales (Sommers y Block 2005). La progresiva clausura de esta coyuntura “extraordinaria” entrañó la reactualización de discursividades alternativas, así como reformulaciones al interior del neoliberalismo, entendido como una racionalidad de gobierno articuladora de saberes, tecnologías y prácticas (Gago 2015).
La crisis de los años 2001 y 2002 en Argentina,1 antes que un cuestionamiento global al pensamiento neoliberal, sugiere el resquebrajamiento de la legitimidad de las alianzas sociales dirigentes (Danani y Grassi 2008). Son éstas las condiciones en que se desplegó el ciclo que forjó la “salida” de la crisis y que encaró un proyecto de normalización institucional, alterando los parámetros de legitimidad política hasta entonces vigentes. Desde 2003, comenzó a articularse una nueva programática de gobierno que fundó y disputó su legitimidad en la constitución del neoliberalismo como campo de adversidad. Su nervio central polemizaba con la teoría del derrame, que años atrás había sintetizado las promesas neoliberales de progreso social: a diferencia de ésta, se reafirmaba la expectativa de una compatibilización entre el crecimiento económico y la inclusión social, por medio de la regulación estatal de la economía y del mercado laboral. Como veremos, para los saberes de gabinete argentinos la recomposición de los procesos de integración social residía en la “restauración” del empleo regular y protegido. Por eso, la informalidad delimitó un problema clave para la programática oficial. Su elevada magnitud y su persistencia pese a la bonanza económica interrogaba las condiciones para la integración del colectivo de trabajadores ajenos al “trabajo decente” (productivo, registrado y protegido), presentado como la vía más virtuosa para aportar al desarrollo y ser sujeto de estima social.
Este artículo reflexiona sobre las problematizaciones de la cuestión del trabajo producidas por los saberes expertos que, desde la gestión estatal, procuraron recrear una programática a contrapelo de la racionalidad neoliberal. La distinción, al interior de la economía informal, de un segmento de trabajadores “inempleables” para el mercado capitalista fue el motor para postular un carril “complementario” para su integración, conformado por políticas no contributivas de transferencia de ingresos -algunas de ellas inscriptas en la seguridad social-, con una importante dimensión promocional. Proteger a estos sujetos, reconocidos como trabajadores pero difícilmente “reconvertibles”, era también promoverlos. El corazón de la promoción estuvo dado por una modalidad específica de trabajo: el “trabajo digno” en el circuito de la economía social.
En distintos países de la región latinoamericana se implementaron políticas orientadas a promover experiencias cooperativas y de autoempleo (Hintze 2010). Una de las particularidades locales en el proceso de su institucionalización residió en que la programática oficial contenía una definición y una valoración contradictorias de la economía social y su sujeto. Éstas oscilaron entre una reivindicación de la misma por su valor productivo, social y político, rechazando su clasificación como “economía informal”, y su connotación continua como una anomalía necesaria, un aliciente, en el largo proceso de formalización. Buscaremos explicar esta tensión que emerge en la discursividad de los saberes “de gabinete” y puntualizar sus efectos.
Cuestión social, política social y discursividades
La cuestión social constituye una contradicción entre la promesa de igualdad y la desigualdad estructural que atraviesa las democracias capitalistas (Donzelot 2007). La política social puede entenderse como la forma política de la cuestión social (Grassi 2003): una intervención sistemática de la sociedad sobre sí misma -por medio de su mediación política, el Estado-, en pos de regular dicho conflicto suturar, provisoriamente, la virtual fractura.
El antagonismo que la cuestión social expresa no se manifiesta como tal, sino mediante un complejo de problemas sociales, resultado de un proceso de hegemonización sobre los modos de interrogarlo, definirlo y tratarlo (Topalov 2004; Grassi 2003). Lejos de ser una respuesta a problemas reconstituidos, 2 la política social es espacio y producto de una batalla de categorías y explicaciones sobre las cuestiones y sujetos que comprende. En esta contienda, el campo político y experto resultan cruciales, pues son los que gestionan la cuestión social. Una vez definidos, los ecos de esta batalla son acallados y los problemas se invisten de un carácter evidente (Revel 2008). Se trata, entonces, de desentrañar los juegos entre saber y poder que producen dichas evidencias, reescribir las relaciones e intersecciones entre ciencia y política, tomando como objeto de análisis el campo discursivo.
El trabajo de archivo sobre documentos producidos por los expertos “de gabinete” se orientó a reconstruir la discursividad que orientó las prácticas de gobierno. Ella se refiere a las formas de visibilización y los modos de reflexión que conforman programáticas, esto es, una articulación entre ciertos problemas, dispositivos de intervención y ciertas transformaciones postuladas como deseables (Grondona 2014). La estabilización del corpus documental fue resultado de un proceso analítico durante el cual pusimos a prueba hipótesis sobre las relaciones entre los documentos, permitiendo su ensamblaje en un montaje específico (Aguilar et al. 2014).
Hemos reunido documentos heterogéneos (normativas, informes, investigaciones, artículos especializados y de divulgación) producidos por agencias nacionales3 y por técnicos insertos o asociados con ellas. Una vez estabilizado el corpus, nos dedicamos a la reconstrucción de los “trayectos temáticos” asociados con la informalidad (Guilhaumou y Maldidier 1986), atendiendo a las formas de nominación del fenómeno y sus afectados, los contextos de referencia en que se inscribieron sus discusiones, las definiciones y diagnósticos de los problemas sociolaborales y las marcas de coyuntura (Robin 1976).
La oposición entre trabajo y pobreza: el “no trabajo”
La vinculación teórica entre la política social y el mundo del trabajo operó sobre una oposición construida históricamente entre el registro de la reproducción y el de la producción. En el proceso de constitución de un mercado y de una civilización “del trabajo”, se erigió una barrera entre la pobreza y el trabajo asalariado, que llegó a oponerlos simbólica e institucionalmente (Morell 2002).
La dimensión institucional de esta oposición alude a la distinción al interior de la política social entre aquellas intervenciones dirigidas a los trabajadores asalariados y formales-nucleadas en el sistema de seguridad social- y la asistencia social para la población definida como pobre y dependiente (Castel 1997). La dimensión simbólica se refiere a la asociación entre la población pobre y el “no trabajo”, un espacio ideal definido por la pura negación y la “falta” que se inscribe en los sujetos que mantienen una frágil conexión con el mercado laboral. Esta identificación supone una cualificación moral negativa, a menos que la exterioridad respecto del mercado de trabajo sefunda en una situación involuntaria, transitoria o definitiva.
En este punto reside la diferenciación entre la condición de desempleo y el “no trabajo”, tal como lo definimos. La invención del concepto moderno de desempleo involuntario trazó una frontera entre los verdaderos desocupados y aquellos trabajadores intermitentes que ingresaban y se fugaban del mercado según la disponibilidad de medios de vida alternativos. Como advierte Topalov (2004, 43), “el desempleo moderno parece tener su origen en la generalización forzada de una relación salarial estabilizada, como es nuestro trabajo moderno”. Su efecto es la exclusión de otras modalidades de producción de valores de uso y el monopolio del empleo asalariado sobre el concepto de trabajo. Como lo ilustran diversos trabajos historiográficos, el trabajo doméstico y el comunitario constituyeron un soporte para las fugas y resistencias respecto a la normalización de la relación asalariada primero y de los efectos de su retracción hacia finales del siglo XX (por ejemplo, Donzelot 2008; Thompson 2012; Aguilar 2015; Merklen 2005). El “no trabajo”, en cambio, aparece como un territorio yermo.
El proyecto de una “economía social” también se remonta a los procesos de conformación de las sociedades de mercado. Entre sus formulaciones normalizadoras, que lo presentan como una propuesta “defensiva”, y aquellas que visualizan en él una alternativa “emancipadora”, se ha producido un “desgarramiento” que se renueva continuamente (Danani 2004, 14). En los albores del siglo XXI, gran parte de los organismos internacionales incluyeron en sus recomendaciones hacia los países latinoamericanos, la organización de programas de empleo de emergencia mediante cooperativas. En ellas, el asociativismo remitía a un modo de atenuar los efectos de las coyunturas recesivas reduciendo los costos de reproducción de las clases populares y no como una alternativa perdurable más allá de las crisis. Estas orientaciones no pueden comprenderse haciendo abstracción de la visibilidad que habían adquirido entonces los movimientos sociales en América Latina y la circulación de hipótesis sobre “otra economía” con la proliferación de las economías populares (Gago 2016).
Más allá de las heterogeneidades programáticas presentes en el campo popular, la economía social fue significada como una perspectiva emancipatoria orientada a la reproducción ampliada de la vida humana y de sus bases materiales de existencia (Lazarini 2010). Esta perspectiva reformuló la relación entre reproducción y producción, al proponer a la primera como fin de la segunda y repensar los procesos de trabajo en clave de su democratización. Por ello, a menudo se ha planteado la idea de una “economía del trabajo” como formulación análoga, sostenida en el reconocimiento del potencial productivo de todos los sujetos y de sus necesidades ampliadas como legítimas (Coraggio 2002). Estas orientaciones desestabilizan el “no trabajo” como categoría identificatoria y clasificatoria de las prácticas productivas/ reproductivas.
Imágenes históricas del “pobre autoválido”
Marginales, informales, sobrantes, excluidos. La oposición entre trabajo y pobreza se pone en tensión frente a la figura de los “pobres autoválidos”, sujetos que no logran insertarse en el mercado laboral pero que tampoco se ajustan al criterio de “ineptitud para el trabajo”. Esta figura perfila un enigma frente al cual la respuesta en el plano asistencial resulta imposible (Castel 1997).
Desde sus primeras formulaciones como concepto, la informalidad se situó en un umbral entre los problemas laborales y de pobreza (Grondona 2014; Lijterman 2017) y constituyó un modo de problematización perdurable sobre la figura del “pobre autoválido”. Su definición, por oposición y residuo respecto del empleo formal, puso de relieve que éste distó de ser la modalidad predominante de trabajo en América Latina, así como los límites para su extensión. Este tipo de definición operó en la subordinación de las dimensiones instituyentes del carácter informal que caracteriza a las formas de producción, distribución y consumo de las economías populares (Gago 2015, 21).
La noción de informalidad no tuvo mayor gravitación en el campo experto argentino sino hasta finales del siglo XX. Desde la década de 1980, el enfoque predominante sobre los problemas de empleo y de pobreza se había anclado en la categoría de “precariedad”, según la cual el desempleo abierto y las diversas manifestaciones de trabajo no registrado eran producto de un proceso político y económico de desestructuración de los compromisos y protecciones típicos de la sociedad salarial. Para los expertos ligados con las agencias públicas, el trabajo asalariado, a tiempo completo, registrado y protegido sintetizaba la perspectiva deseable para el mundo del trabajo, más aún, la imagen del “empleo normal” (Galín 1988, 5). 4
Sin embargo, no fueron estos los diagnósticos que devinieron hegemónicos en Argentina. Mientras que los expertos progresistas eran relegados a un rol de observadores (Grondona 2014), los reformadores de la década de 1990, inspirados en una discursividad neoliberal, difundieron una perspectiva economicista sobre los problemas de empleo. El desempleo fue entendido como producto de desajustes entre la oferta y la demanda en el mercado laboral y la razón de su incidencia individual se halló en la carencia de los sujetos de aquellos atributos requeridos según el nuevo perfil productivo. La categoría de “pobre”, despolitizada y deseconomizada, se autonomizó de los problemas productivos y del mundo del trabajo (Merklen 2005). Los “pobres por desocupación” pasaron a ser definidos por suscarencias materiales y de “capacidades”, convirtiéndose el trabajo en un recurso de asistencia en los nacientes programas de workfare. 5
Hacia el año 2000, la informalidad atrajo la atención de los expertos progresistas locales (Lijterman 2018). El interés por el concepto combinaba la creciente sensibilidad de los circuitos académicos respecto a la heterogeneidad de las clases trabajadoras, así como la posibilidad de articular los estudios sobre las “estrategias de supervivencia” de la población pobre -que se habían vuelto un objeto privilegiado de indagación- con sus prácticas laborales. La crisis de los años 2001 y 2002 produjo una serie de reconfiguraciones al interior del campo experto que, entre otras cosas, se expresó en las reconceptualizaciones de los problemas de empleo y de pobreza, entre los cuales la informalidad delimitó una cuestión en ascenso.
El trabajo como articulador del desarrollo y el ascenso de la informalidad
La clausura de la crisis de los años 2001 y 2002 en Argentina entrañó un intenso proceso de disputa y de elaboración de nuevos consensos sobre el modelo de desarrollo y de Estado a constituir. Desde 2003, se articuló una nueva programática orientada al fomento del sector productor de bienes exportables y para el mercado interno. Ella fundó y disputó su legitimidad en la afirmación de que era deseable y posible la compatibilización entre el crecimiento económico y la “inclusión social”. En abierta polémica con la teoría del derrame, se postulaba que esta relación positiva no sería espontánea sino el producto de un intenso trabajo estatal: regulando la producción para alentar el desarrollo de la “economía real” en detrimento de la especulación financiera y regulando el empleo para fortalecer su rol distributivo.
El empleo contenía la potencialidad de articular las racionalidades social y económica en virtud de los sentidos a él atribuidos en los discursos oficiales. Era definido como el factor productivo por excelencia, en abierta oposición a las teorías del “fin del trabajo” que afirmaban su desplazamiento ante el cambio tecnológico. Portaba un papel distributivo por ser fuente de derechos, traduciendo el progreso económico en una perspectiva de movilidad social ascendente. Constituía un fundamento de la solidaridad al ser el eje de la participación de los individuos en la sociedad, el vector del reconocimiento de su utilidad social y el establecimiento de compromisos mutuos. Contribuir al bien común mediante el trabajo fundaba la posibilidad de participar legítimamente de la distribución de sus frutos. Por eso, además, era investido de valor moral. 6
La progresiva reactivación económica no se tradujo de forma inmediata ni lineal en mejoras sociales. Aunque el desempleo se redujo notablemente, la pobreza descendía a un ritmo más lento y la precariedad e informalidad laboral se extendían a buena parte de los ocupados. 7 En este sentido, los saberes de gabinete definieron como estrategia de primer orden la “restauración de la institucionalidad laboral”, dañada por las reformas de ajuste estructural (Tomada 2007, 2010 y 2014). Aunque la idea de “restauración” remitía a recuperar las instituciones laborales bienestaristas (como las paritarias y la seguridad social), se incluyeron nuevos dispositivos asociados con la acción sobre los que emergían como nuevos problemas del trabajo la precariedad y la informalidad. Estos fueron reconceptualizados por la expertise ministerial local.
Una estrategia modular de intervención
Hacia 2004, el glosario ministerial sobre la precariedad no era estable. Ciertos documentos hacían un uso intercambiable entre dicha categoría y la de informalidad (MTEySS 2003 y 2004b), mientras que en otros se establecía una marcada distinción conceptual (MTEySS 2004a). Durante el año 2005, se realizaron diversos estudios estadísticos por medio de los cuales se estableció el enfoque del Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social (MTEySS), sostenido en el concepto de “economía informal” (EI) formulado por la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en 2002 (MTEySS et al. 2005; MTEySS 2004a; Novick y Lanari 2005).
Según la OIT, la globalización financiera y la especialización flexible habían alterado la fisonomía del mundo del trabajo. La categoría de EI reemplazó la de “sector informal urbano” vigente hasta entonces, 8 argumentándose que los problemas de empleo ya no se explicaban prioritariamente según las características productivas de los sectores de actividad. La EI incluyó al empleo en el sector informal, como al “empleo informal” en la economía “registrada”, definido por su desprotección social. La informalidad se desprendió del anclaje productivo de las definiciones formuladas desde la década de 1970 (Hart 1972; Tokman y Souza 1976; Prebisch 1981) y se concibió como un fenómeno polifacético, por la multiplicidad de unidades productivas y categorías ocupacionales comprendidas. Su eje unificador era la inseguridad socioeconómica, definiéndose como problema de protección social.
Los expertos ministeriales reconocieron dos virtudes en este enfoque (MTEySS et al. 2005; Novick y Lanari 2005; Novick 2007). En términos conceptuales, la EI incorporaba la preocupación por la precariedad, que había sido central en la agenda experta local progresista desde la década de 1980. La segunda ventaja no era de orden heurístico sino operativo: establecía criterios sencillos para medir la informalidad y establecer metas de corto y mediano plazo para su gestión política. La afirmación de la heterogeneidad de la EI llevaba a una operación conceptual de segmentación de subgrupos a su interior, de acuerdo con problemas, redes de causas y poblaciones afectadas de mayor homogeneidad interna. De este modo, se abandonaba la mirada global sobre los problemas de empleo que proponía el enfoque de la precariedad, se afirmaba la multicausalidad de dichos fenómenos y se daba lugar a la creciente sensibilidad por la heterogeneidad del trabajo. La segmentación de la EI posibilitó el establecimiento de una estrategia modular de intervención.
Por medio de operaciones de clasificación y dimensionamiento estadístico de los subsegmentos de la EI y de evaluación de su vulnerabilidad socio-laboral, se establecieron prioridades políticas y dispositivos institucionales específicos según los grupos ocupacionales. Debido a la definición del empleo formal y protegido como el soporte por antonomasia de derechos sociales, el discurso experto determinó que el objetivo central de las políticas laborales y económicas debía ser su extensión. El segmento de asalariados informales en establecimientos registrados fue estratégico no solo por su importante volumen, 9 sino porque se estipulaba que era posible su formalización en el corto plazo, mediante la inspección laboral, facilidades administrativas y apoyo productivo para incrementar los puestos en el mediano plazo. 10
En cambio, el resto de los segmentos identificados (servicio doméstico, autónomos no registrados, informales en unidades no registradas) delimitaron un problema de mayor complejidad debido a que la baja productividad del trabajo y la insuficiente dotación de capital los hacía difícilmente reconvertibles (Novick 2007). La alternativa más viable para este sector era la apuesta por la expansión del empleo formal para su absorción progresiva en el largo plazo (Novick y Lanari 2005). Las políticas promovidas hacia estos segmentos se dirigieron a mitigar en el corto plazo su vulnerabilidad laboral y social. El problema de la productividad de estos estratos no fue abordado y solo emergió en ciertos documentos técnicos su conexión con el modelo de desarrollo en curso (por ejemplo, Novick 2007).
El eslabón inferior de la economía informal: la distinción del empleo de subsistencia
La conceptualización y clasificación de la EI discurrió de forma paralela a otra serie de diagnósticos producidos por el MTEySS, cuyo objeto fue la población usuaria del Plan Jefes y Jefas de Hogar Desocupados (PJJHD). Éste fue un masivo programa de transferencia de ingresos con contraprestación laboral, aplicado en 2002 para contener la emergencia ocupacional y alimentaria de la coyuntura de crisis. Hacia finales de 2004, el efecto positivo de la reactivación económica en la reinserción laboral de sus usuarios estaba agotándose,11 abriéndose una disputa por las alternativas para reconfigurar el programa.
Para los técnicos ministeriales, la población que continuaba siendo titular del PJJHD se diferenciaba de los “desocupados clásicos”: tenía mayor presencia femenina, trayectos más avanzados de edad, bajos niveles educativos y de calificación (MTEySS 2004b). Según dos encuestas realizadas en 2004, el desempleo constituía para estos trabajadores solo un momento dentro de un ciclo de “alta rotación e inestabilidad en el mercado laboral”, marcado por “ocupaciones de subsistencia” (MTEySS 2004b, 24). En función de sus características socio-demográficas y trayectorias ocupacionales, se comenzó a pensar a estos sujetos como un colectivo de trabajadores diferenciado, en el que el desempleo se yuxtaponía con la informalidad.
A diferencia de los diagnósticos neoliberales que definían a estos sujetos como “pobres”, se ejercía un reconocimiento de los mismos como trabajadores, asumiendo que su precaria inserción en el mercado laboral era involuntaria. Se señalaba que los empleos de subsistencia habían sido el único refugio ante la contracción del empleo formal durante la década precedente y, al no constituir una fuente de recalificación, coartaban la posibilidad de migrar hacia empleos más productivos. Aunque los problemas de empleabilidad eran extremos, los técnicos comenzaron a diferenciar perfiles al interior de la población afectada:
Coexisten, en la población beneficiaria, ciertas características de homogeneidad […] y al mismo tiempo de heterogeneidad (por ejemplo en cuanto a empleabilidad). Se observan situaciones diferenciadas en cuanto a edades, nivel educativo y calificación laboral. Estas diferencias permiten diseñar y aplicar políticas diferenciadas atendiendo a grupos específicos de beneficiarios (MTEySS 2004b, 60, destacado propio).
Los vectores de diferenciación de perfiles al interior del empleo de subsistencia fueron la situación ocupacional, las habilidades y las calificaciones. Se trató de una operación de perfilamiento distinta a la segmentación de la EI, pues asumieron mayor peso relativo los comportamientos, características socio-demográficas y trayectorias de los sujetos. Ello se debe a que la empleabilidad devino uno de los principales factores explicativos del empleo de subsistencia. Ésta asumió un sentido particular. Por un lado, se la entendía como producto de un proceso social, no individual: “Las características de los beneficiarios deben ser reconocidas como resultado de las transformaciones y reestructuraciones sucedidas en marco de una fuerte crisis […] durante más de una década” (MTEySS 2004b, 47). Pese a este anclaje, la empleabilidad como explicación de los problemas laborales señalaba a la “oferta” como espacio de la intervención social, apuntando a que la transformación de los atributos de los trabajadores fuera el medio para lograr su ajuste progresivo a la demanda laboral dominante.
Entonces se diferenciaron dos grandes grupos: los trabajadores “activos”, se caracterizaban por la búsqueda de empleo y por su ocupación intermitente; mientras que los beneficiarios “inactivos”, el 31,4% del total, eran un grupo compuesto por mujeres dedicadas al trabajo doméstico y comunitario y, minoritariamente, por varones en edades avanzadas y/o con impedimentos físicos para trabajar (MTEySS 2004b).12 La definicion de su inactividad tendio a invisibilizar el trabajo de cuidados, asi como situaciones de “desempleo oculto” por desestimulo en la busqueda laboral. Los documentos revelan el efecto de esta operacion clasificatoria. Segun una investigación posterior del MTEySS, las mujeres perceptoras de transferencias de ingresos, supuestamente inactivas, conformaban una “oferta de trabajo permanente”, aunque “con busqueda [de empleo] activa intermitente […] condicionada por las restricciones de la cotidianidad propia de estos sectores” (Trujillo y Sarabia 2011, 159). El informe tecnico que realizaba el perfilamiento de los usuarios del PJJHD consideraba únicamente estrategias convencionales de busqueda de empleo para catalogar los comportamientos de los sujetos: presentación en establecimientos, envío de currículos, respuestas a avisos, agencias de colocación, entre otras (MTEySS 2004b, 58-59).
En realidad, la clasificación de inactividad se yuxtapuso con el diagnóstico de la proximidad de estos sujetos con la frontera de la inempleabilidad para el mercado: en los informes técnicos, se señalaba que, a diferencia de los beneficiarios “activos”, los “inactivos” no presentaban calificaciones laborales elementales (MTEySS 2004b). Pese a ordenar las operaciones conceptuales y discursivas que estamos reconstruyendo, la inempleabilidad tenía una presencia fantasmagórica, pues resultaba indecible para una programática oficial anclada en el reconocimiento básico de los sujetos pobres como trabajadores. Aunque los diagnósticos sobre la EI y el empleo de subsistencia constituyeron dos series que no se cruzaron en la producción ministerial, entendemos que éste fue pensado como uno de sus segmentos, el inferior.
La operación de perfilamiento impulsó la reorganización de las intervenciones socio-laborales. Ello se expresó con claridad en el Decreto 1506/2004, que determinó la migración de los usuarios del PJJHD a otros programas según “las condiciones de empleabilidad”. El MTEySS pasó a concentrar “todo lo atinente a la reinserción laboral” (MTEySS 2004b, 60), mediante el Seguro de Capacitación y Empleo (Decreto 336/06). Se trató de un nuevo modelo de seguro de desempleo, inspirado en el paradigma de políticas laborales “activas”: su prestación económica se asociaba con acciones de búsqueda de empleo, de terminalidad educativa y capacitación. Por otro lado, el MDS atendería a los “beneficiarios inactivos, […] un grupo típicamente asociado a la política social”. A ellos se dirigió el Plan Familias (Resolución MDS 825/05), que otorgaba un subsidio mensual cuyo monto aumentaba según la cantidad de hijos menores en el hogar y tenía por única condición el cumplimiento de condicionalidades sanitarias y educativas de los niños. Mientras que la reinserción laboral orientaba las intervenciones para aquellos definidos como empleables, el desarrollo humano guiaba las políticas dirigidas a la población desactivada para el mercado.
¿Cómo proteger a quienes no podrían incorporarse a la corriente central del crecimiento y la integración, al menos en un plazo determinable? ¿De qué modo transformar su situación para conjurar tanto la descalificación (su causa) como la desintegración social (su consecuencia)? La asistencia se veía frente a la obligación de responder al clásico enigma expuesto por Castel (1997): la transformación de solicitantes de ayuda en productores de su propia existencia. La “solución” recreada fue el establecimiento una estrategia “productiva” al interior del MDS por medio del fomento a la economía social (MDS 2010), orientada a la integración social de los trabajadores “de subsistencia”.
La economía social como “solución”: asistir, asegurar y promover
La “estrategia productiva” al interior del MDS, como se la nominó oficialmente, comenzó a delinearse en el año 2004 y progresivamente adquirió centralidad en el mapa de intervenciones asistenciales y para el discurso oficial (MDS 2007 y 2010).13 Se concretó en una serie de programas de inserción socio-productiva que fomentaban la constitución de cooperativas en ámbitos locales para la realización de obras de infraestructura comunitaria. Sus principales referencias son el Plan Manos a la Obra (PMO), creado en 2004, y el Programa Ingreso Social con Trabajo (PRIST), en funcionamiento desde 2009. 14 El discurso oficial definía estos programas como intervenciones de creación de puestos de trabajo por parte del Estado en un circuito económico específico, la economía social de anclaje territorial-comunitario.
El discurso oficial acerca de la economía social estaba sobredeterminado por la consideración de que su sujeto eran los trabajadores pobres ubicados en la frontera de la inempleabilidad. Las descripciones del “perfil” de usuarios en los informes de gestión de los programas mencionados dan cuenta que ello orientó la delimitación de su población objetivo. Sus trayectorias laborales eran sumamente inestables, sus niveles formales de instrucción eran muy bajos, 15 y registraban necesidades básicas insatisfechas (MDS 2010 y 2015). De allí que los técnicos ministeriales no vislumbraran perspectivas de incorporación en el corto y mediano plazo de estos sujetos en el mercado.
La situación de extrema vulnerabilidad laboral y social de estos sectores se atribuía a más de una década de expulsión, cuyos efectos no eran medibles únicamente en términos de ingresos sino en función del quiebre de los lazos sociales. La expectativa para su integración social pasó, más bien, por la recuperación de saberes y capacidades, enunciados como “cultura del trabajo” (MDS 2007, 2010). Ésta no presentaba, en los documentos, rasgos específicos por su anclaje en la economía social: su referente era el empleo asalariado. La reversión de la descalificación constituía una condición previa para el reingreso en el mercado laboral, proceso cuyos plazos no estaban definidos. Así, la inclusión social se perfilaba como un proceso tanto distributivo como cultural. El trabajo constituyó la matriz desde la cual pensar la transformación a promover en los sujetos asistidos: “La cultura del trabajo […] solo se adquiere con el trabajo” (MDS 2007, 192). La asistencia social debía incorporar a la necesaria provisión de bienes y servicios una dimensión promocional, para lograr una transformación sólida y duradera.
Los límites en la generación de empleo movilizaban expectativas y carriles diferenciados de integración: uno sostenido en el “trabajo decente”, productivo, registrado y, como tal, soporte de derechos y protecciones; otro, el “trabajo digno”, asistido por el Estado, en un circuito local de economía social. Se argumentaba que éste constituía un subsistema económico cuya racionalidad, eminentemente social y no orientada a la acumulación, permitía la inscripción de los sujetos en lazos productivos de proximidad mediante los cuales recuperar “saberes y haceres” (MDS 2010, 189). El trabajo digno refería a un trabajo comunitario y organizado (realizado en y para la comunidad), que constituía una vía de integración propiamente local de los sujetos. El valor del trabajo realizado se fundamentaba en su aporte a la comunidad (MDS 2007, 2010).
En los discursos expertos operó una relación de jerarquía entre “trabajo decente” y “trabajo digno”, aunque ambos confluían en la idea de recuperar el trabajo como motor del desarrollo con inclusión. El primero delimitaba la corriente central de la integración y el horizonte de “normalidad” y deseabilidad; en ese sentido, el segundo resultaba complementario, transitorio y, por ende, relativamente supletorio. Estas discursividades en torno al trabajo podrían sintetizarse en dos ideas que definen, respectivamente, la gestión de la cartera laboral y la de la cartera social: el trabajo decente como finalidad del desarrollo; el trabajo digno como medio de inclusión social, promoción y organización de “aquellos que no han conseguido trabajo en torno a ese objetivo” (MDS 2010, 188). 16
La valoración del trabajo asociativo, cooperativo y/o comunitario se vio tensionada en los discursos que exploramos por la expectativa puesta en el empleo asalariado como modalidad “normal” de trabajo. Como parámetro de deseabilidad, el trabajo asalariado “colonizó” algunos sentidos vinculados con el “trabajo digno” en los discursos especializados, lo cual obturó la posibilidad de reconocerlo por aquellos atributos que le dan un potencial político transformador, asociados con los discursos de la economía social como alternativa frente al capitalismo (Coraggio 2009). Esto puede ilustrarse retomando una serie de medidas tomadas por el Gobierno en el año 2012, que incorporaron al PRIST adicionales monetarios por presentismo y productividad, tomando como modelo aquellos complementos salariales frecuentes en el sector privado. En la búsqueda de acercamiento al trabajo asalariado, se pone de manifiesto el desconocimiento de las condiciones de realización y de los valores asociados con el trabajo cooperativo y autogestivo, así como las dificultades para reconocer y dar visibilidad a otros modos de hacer trabajo.
El reconocimiento de su sujeto como parte del mundo del trabajo promovió modos especiales de registro y aseguramiento, dirigidas a mitigar la vulnerabilidad derivada de dicha inserción ocupacional: 17
La economía social es uno de los caminos que va a ayudar a restaurar el tejido social. Pero no queremos que los trabajadores que la sostienen terminen siendo precarizados. Por el contrario, aspiramos a que se integren en el mundo del trabajo (MDS 2007, 197).
No obstante, la calidad de dichas protecciones así como los niveles de remuneración percibidos distaron de ser homologables al “trabajo decente”: las transferencias de ingresos asociadas con estos puestos nunca llegaron a alcanzar, en todo el ciclo, la medida del salario mínimo y sufrieron una depreciación continua entre 2009 y 2015. 18
Asimismo, se buscó trazar una diferencia entre la economía social y lo reconocido como economía informal, en función del valor económico y del rol político y cultural de la primera (MDS 2010). En esta línea, en diversos materiales de divulgación del MDS se destacaba el aporte al PBI de este circuito económico, dando cuenta de su valor productivo (por ejemplo, MDS 2007). Sin embargo, la valoración por su función integradora dominó los discursos oficiales. Así, la relación de jerarquía entre el trabajo decente y el trabajo digno se extendía a ambos circuitos económicos:
Trabajo decente | Trabajo digno |
---|---|
Asociado con la productividad | Asociado con la utilidad social |
Soporte de derechos | Medio de inclusión y de organización social |
Finalidad del desarrollo | Vehículo de desarrollo de capacidades humanas |
Solidaridad social | Pertenencia territorial |
Economía capitalista | Economía social |
Elaboración propia.
Pese al rescate de la economía social, los documentos del MDS continuaban describiéndola a imagen y semejanza del “sector informal urbano”, tal como había sido definido por Hart en la década de 1970: por su finalidad de autoconsumo; por su baja dotación tecnológica y su pequeña escala; por la raigambre unipersonal o familiar de los emprendimientos.
La economía popular, entre la informalidad y la idea de “otra” economía
Hasta aquí hemos expuesto las operaciones conceptuales y discursivas por las cuales las prácticas y sujetos de las economías populares fueron tematizados por los saberes de gabinete argentinos en una doble asociación entre informalidad y economía social.
Esta problematización fue parte de un intenso proceso de reformulación de los saberes de Estado, que incluyó rupturas significativas con la discursividad neoliberal sobre los problemas de empleo, así como un replanteo de la mirada totalizante y estructural de las teorías de la precariedad heredadas de la expertise progresista local. La sensibilidad hacia la heterogeneidad de las clases trabajadoras se articuló con el establecimiento de estrategias diferenciadas (y diferenciadoras) de intervención sobre las poblaciones excluidas del empleo formal. La conceptualización e intervención sobre los problemas de empleo movilizaron reformulaciones de las perspectivas sobre el “Estado social”, no inmediatamente visibles debido al énfasis en su “restauración”, que estructuraba a los saberes de gabinete.
Los problemas de la restauración del empleo formal llevaron a los saberes de gabinete a identificar un segmento de trabajadores de subsistencia en una frontera cercana a la inempleabilidad, en la búsqueda de reorientación de las intervenciones sociales. Se trató de una auténtica revisión del concepto de desempleo, que fue yuxtapuesto a la noción de informalidad, generando una nueva categoría clasificatoria para el análisis local. Las explicaciones sobre la condición de inempleabilidad y sobre las posibilidades de su transformación produjeron una de las actualizaciones más relevantes en los saberes de inspiración progresista, una vez ubicados como “saberes de Estado”: la raigambre estructural del “empleo de subsistencia” fue desplazada y la descalificación y la empleabilidad devinieron factores nodales de explicación.
Hemos seguido las series de sentidos en tensión que anidaron en esta problematización sobre las economías populares. En su lazo con la informalidad, éstas fueron definidas por sustracción respecto de las relaciones económicas modernas y, así, sus modos de hacer trabajo fueronsubordinados respecto al “trabajo decente”, vía valorada de inclusión y participación social. Esta subordinación puede pensarse como un modo de exclusión respecto del registro del trabajo (legítimo). Simultáneamente, la asociación con el “no trabajo” fue puesta en tensión por un vector central de la programática oficial del período: el reconocimiento de los sujetos “pobres” bajo la categoría de “trabajadores”. Dicho reconocimiento movilizó la apertura de una opción política para la reproducción de estos sujetos mediante el trabajo, afirmando y negando la inempleabilidad como condición. Ahora bien, cabe preguntarse por las características del “trabajo digno” en tanto alternativa para la integración de los sujetos identificados como difícilmente reconvertibles para el mercado.
La relación de subordinación del “trabajo digno” respecto del “trabajo decente” acotó el reconocimiento de la legitimidad de otros modos de trabajo, definiéndolos por su transitoriedad. De hecho, hemos señalado el monopolio del trabajo asalariado sobre la noción de “cultura del trabajo” y de los parámetros de valoración de un “buen” trabajo y, sobre todo, de los “buenos trabajadores”: el esfuerzo personal, la productividad. En este orden, la lógica cooperativa era continuamente descentrada pese a su valoración en los discursos oficiales. Mientras se postulaba el potencial político y cultural de la economía social, éste se restringía en función de la centralidad del trabajo asalariado.
La producción de conocimiento sobre el “empleo de subsistencia” es indisociable de los problemas de la gestión política de las clases populares. El reconocimiento de los protagonistas de las economías populares como sujetos de trabajo y de protección ha sido parte de la reorganización del lazo entre el Estado nacional y los territorios locales durante el período de análisis, en los que desde hacía al menos una década se elaboraban nuevas formas de politicidad. Hipotetizamos que el “trabajo digno” constituye una forma particular de vínculo entre el Estado y las economías populares que pretendió reorganizar esas politicidades. En este marco, es posible pensar la tensión entre el intento de normalización de las economías populares bajo su asociación con la economía informal y la potencial ruptura que yace en la búsqueda de legitimidad de la economía social como parte del entramado de las políticas estatales. Si el “trabajo digno” parece constituirse en condición para la protección y medio de promoción, el “trabajo decente” constituye la forma por excelencia de realización de la autonomía para los discursos expertos.
Volvemos al inicio para concluir este trabajo: las condiciones de posibilidad y los contenidos heterogéneos de las discursividades alternativas al neoliberalismo que emergieron a partir de la primera crisis que éste experimentó a finales del siglo XX. En el caso argentino, las coordenadas de la confrontación con el pensamiento neoliberal fueron definidas por la activación de las memorias del peronismo y la postulación de una posible restauración del Estado social. La alternativa a futuro fue construida a partir de la imagen de una “vuelta al pasado”. En este punto, los problemas de unas economías populares en proliferación fueron un espacio de reelaboración discursiva, aunque las “novedades” ensambladas con la “tradición” reactivada conforman una entrelínea no inmediatamente visible y que es preciso rastrear.